confundiendo con las sombras de los altos montes. Abajo, en el valle, apenas podían distinguirse las siluetas pardas de la ciudad. Desde la altura solitaria de la más elevada montaña, Siquis contemplaba la inmovilidad de aquel paisaje que la rodeaba. Ya no sentía terror a enfrentarse a su destino, sino una profunda tristeza. Todos los que la amaban la habían acompañado hasta aquella elevada roca donde pasaría el resto de su vida. El llanto y las lamentaciones de su pueblo menguaban su voluntad para cumplir con aquella disposición del Oráculo. --Han debido llorar por mí mucho antes en vez de venerar mi belleza que ha puesto envidia y celos en el cielo –le dijo serenamente, obligándoles a retirarse. Terminaría de una vez aquella incertidumbre que la había perseguido desde hacía tanto tiempo. Era la tercera hija del rey de aquella cormarca y su belleza extraordinaria había puesto tal asombro y admiración en cuantos laveían, que llegaron a suponer que era misma Venus (Afrodita). Del asombro pasaron a la veneración, olvidándose de la legítima diosa de la belleza y el amor. Los templos de Venus fueron abandonados y sus altares no volvieron a recibir ni un solo sacrificio. Todos los honores destinados anteriormente a Venus fueron dedicados a aquella simple mortal destinada a la muerte. Y aquí empezó a urdirse el trágico destino de la bellísima Siquis. Venus, ofendida, llamó a su hijo Cupido y le dijo: --¿No ves cómo se abandona mi culto? Tú debes remediarlo... El gentil adolescente de blancas alas besó las lágrimas de su madre y prometió vengar aquel agravio. –Ve al punto – le suplicó ella – y dispara tu dardo en el corazón de esa doncella. Haz que sufra de amor por el ser más despreciable y vil que haya en la tierra. En vuelo sobre el mundo, Cupido fue buscando hasta encontrar a Siquis. Pero al verla. Sus alas se inmovilizaron en pleno vuelo. Se quedó detenido en el aire como elevada estatua de piedras, atónito ante tanta belleza. Por primera vez sus dardos, contra los cuales no había defensa ni en el cielo ni en la tierra, fueron inadecuados. Y ocurrió lo insospechado: el dardo amoroso hirió esta vez al mismo Cupido. Guardó el enamorado adolescente en silencio esta primera experiencia amorosa. Sentía varias emociones a la vez: asombro, alegría, dolor y, sobre todo, un desconcertante pudor. ¡Era esto lo que el inconsciente había estado provocando en hombres y mujeres! Lo que antes era pura diversión y juego para él, se había convertido de pronto en una implacable realidad. Estaba atrapado en sus propias redes. Solo podría intentar remediar la situación a su favor, sin que Venus se enterase. Acudió a Apolo suplicándole que interviniese en su ayuda y así ocurrió lo inesperado. Pasaban los días y los años y Siquis no sentía amor por ninguno. Los hombres que admiraban su belleza se conformaban con mirarla desde lejos con gran veneración, pero jamás le proponían matrimonio. Sus hermanas mayores, inferiores a ella, contrajeron enlaces ventajosos con reyes, mientras que ella, la más hermosa de las mujeres de la tierra, permanecía en soledad. Su padre recurrió entonces al Oráculo a consultar la causa de aquella inusitada situación. Apolo, que había decidido resolver el conflicto de Cupido, desconcertó a todos con su respuesta. Ordenaba al rey, padre de Siquis, que llevase a su hija, vestida de riguroso luto, al más elevado pico de la montaña, donde la dejaría abandonada para que viniese por ella su futuro esposo: una temible serpiente con alas, más poderosa que los mismos dioses. Fue grande el espanto del rey ante aquella orden, pero cumplió lo que le pedía el Oráculo. Allí estaba Siquis en la altura, rodeada de sombras, entre el cielo y la tierra, en espera del tránsito final de su destino. Bajó entonces desde lo alto un suave aliento de brisa que la fue envolviendo tiernamente y, con la mós gentil delicadeza, la elevó por los aires, conduciéndola desde aquel roquedal hasta un apacible y tibio valle. Un blando sosiego fue poseyendo a Siquis y se quedó dormida entre la hierba. Un sonido de agua en movimiento y reflejos de luz despertaron a la joven a la mañana siguiente. Sus ojos sorprendidos vieron entonces un río dorado por el sol y en sus aguas reflejaba la imagen de un hermoso palacio. Allí estaba en su espléndida realidad: magnífica columnas de oro, paredes de plata y techos encrustrados de piedras preciosas. Del silencio del campo emergió una voz en susurro que la invitó a entrar sin temor. Aquella era su casa y allí esperaba el amor. Música y perfume emergían del ambiente y siempre la misma finísima caricia del aliento de la brisa. Aquello era el amor. Al fin sentía, enternecido todo su espíritu, aquella emoción que tanto había deseado y nunca había conocido. Su enamorado llegaría en la noche, lo sabía con toda certidumbre. Y así fue. Ya en su lecho sintió el calor de su presencia, la dulzura de sus caricias y la emoción de su voz diciéndole ternezas de enamorado. --Soy tu esposo – le susurró al oído. – Ciertamente estaré siempre contigo, pero nunca has de verme. Y Siquis aceptó esto transida por el júbilo del amor. Una noche, el invisible enamorado le dijo con voz triste y apagada: --Tenemos la felicidad, amada Siquis, pero te prevengo contra un grave peligro que la amenaza. Tus hermanas vendrán a la montaña de donde desapareciste a llorar por ti; pero no debes verlas. Si lo haces, causarás tu propia desdicha y a mí me destruirás para siempre. Siquis prometió que no lo haría, pero al siguiente día sintió un gran pesar al saberse alejada de sus hermanas y oírlas llorar su muerte sin que ella pudiese consolarlas. Al regresar aquella noche, su amado intentó en vano calmar su desconsuelo. Hondamente conmovido le dijo al fin: --Tus lágrimas me causan mucho daño. Sea como tú quieres, pero te advierto que causarás nuestra propia destrucción. --¡Oh, amado! ¿Cómo puedo yo, que te amo tanto, destruirte? –Prométeme, al menos una cosa – le dijo él con firmeza – no permitas que nadie te persuada a querer verme. De intentarlo me separarás de ti para siempre. –Te juro que nada podrá separarme de ti, pero dame la alegría de ver y consolar a mis hermanas. –Así será – le prometió él con profunda tristeza. La mañana siguiente llegaron sus hermanas. Céfiro las condujo hasta el valle a donde con asombro encontraron a Siquis. El júbilo de las hermanas al encontrarla viva y muy feliz se fue transformando poco a poco en envidia y recelo al ir viendo toda aquella magnificencia que reodeaba a la menor de sus hermanas. Llenas de curiosidad quisieron conocer a su esposo, pero Siquis cumplió su promesa. Solo les dijo que era un esplédido mancebo que por el momento se encontraba de caza por los montes. Llenó las manos de sus hermanas de valiosos regalos y ordenó a Céfiro que las condujera de nuevo a la montañas. Pero la envidia iba quemando el corazón de las hermanas. Les era difícil aceptar que Siquis tuviese toda aquella fortuna. Pensamientos de maldad las llevaron a planear la destrucción de todo aquello que había visto. Volvió en la noche el enamorado a advertir a Siquis que no deería volver a ver a sus hermanas, pero ella le contestó entre lágrimas: --Si no puedo verte a ti, permíteme al menos el consuelo de ver de vez en cuando a mis hermanas. –Amada mía, mis palabras y mi calor son la única certeza de amor puro que te ofrezco. Parece que eso solo no te basta. Sufres y mi amor no puede soportar su sufrimiento. Séque en ello va nuestra desdicha, pero no podré nunca negarte nada. Volvieron las hermanas esta vez dispuestas a satisfacer su curiosidad. --¿Es fuerte y gallardo tu marido? – le preguntó una de ellas mirándola directamente a los ojos. Pero Siquis se volvió en dirección contraria conturbada. --¿Es acaso rubio y de ojos azules? – insistió la otra tomándola por las manos. Las dos hermanas de Siquis se miraban con gran satisfación al comprender que esta no podía contestar a sus preguntas. ---¿Por qué nos ocultas la verdad? --¿No entiendes acaso que solo queremos ayudarte? –Tú no has visto nunca a tu marido ... No lo conoces. –Apolo aseguró que tu marido sería una espantosa serpiente. –No te fíes de sus ternezas y bondades. Una noche, cuando ya no lo sospeches, te devorará.—Hemos venido a prevenirte y a salvarte. Siquis guardaba silencio, imponiéndose por voluntad la prudencia que su marido le había hecho prometer. Pero aquellas palabras la fueron desconcertando. El terror y la duda fueron destruyendo su fe; el amor perdía su propia fortaleza. –Algo terrible y extraño me oculta si no me permite que lo vea— reflexionaba aturdida Siquis. Finalmente vencida, confesó la verdad a sus hermanas. --¿Por qué teme a la luz del día? Algo siniestro me oculta, sin duda –sollozaba Siquis. Las hermanas apresuraron entonces una solución para su tragedia.Aquella misma noche debería tener dispuestos un puñal y una lámpara. Cuando su esposo durmiese, debería encender la lámpara y hundirle certeramente el puñal en su pecho. –Estaremos bien cerca parallevarte lejos tan pronto él haya muerto – le aseguraron ellas. Todo aquel día la pasó Siquis en angustioso dilema. Amaba a su marido, estaba bien segura de ello, pero no le conocía. ¿Quién era? ¿Sería acaso aquel monstruo de que hablaba el Oráculo? El Oráculo no podía mentir, eso lo sabía ella, pero su corazón rechazaba lo que afirmaba la razón. Finalmente tomó una determinación: aquella noche ella vería a su esposo; aclararía por fin sus dudas. Llegada la noche y dormido su esposo profundamente a su lado, Siquis abandonó el lecho con pasos cautelosos y encendió la lámpara. Con mano temblorosa levantó la luz sobre el lecho para poder mejor a su marido. Un gran alivio, junto con una avasalladora fascinación, sacudió elcorazón de Siquis. Tenía ante sus ojos a la más hermosae inocente criatura. Su belleza aumentaba el fulgor de la lámpara encendida. Absorta en su contemplación e incapaz de apartar la mirada de aquel ser prodigioso, Siquis sentíaa la vezlagran angustia de haber desconfiado. El arrepentimiento la llevó a buscar el puñal para hundirlo en su propio pecho, pero la mano temblorosa no acertaba a realizar su deseo. --¡Oh, hermoso amor, al fin puedo contemplarlo! ¡Eras el amor en su más luminosa realidad y yo desconfié y te he fallado! ¡Perdóname! Un temblor de la mano de Siquis inclinó demasiado la lámpara y unas gotas de aceite hierviente se derramaron sobre el hombro del mancebo. Abrió el joven los ojos con sobresalto herido por el dolor y por la luz y comprendió que el final había llegado. Miró tristemente A Siquis y sin decir palabra, se perdió en la noche. Con un grito ahogado. Siquis le siguió deseperada, pero solo escuchó su voz en la cerrada oscuridad. –No me busque, amada. Soy el Amor y me has perdido... Adiós – y se oyó el suave rumor de su vuelo alejándose. ¡Oh, dioses, era el Amor! ¡ Era mi esposo! Desgraciada de mí, que no pude tener fe en sus palabras. Era el Amor y se ha ido para siempre. Perdida en la tinieblas, con pasos vacilantes, se alejó de aquel lugar. De pronto sintió renacer dentro de su desfallecimiento la fuerza de una gran voluntad y tomó una determinación.—“Se me dio el gran privilegio de conocer el Amor, fui débil y lo perdí, pero aún puedo recuperarlo. Lo buscaré el resto de mi vida hasta encontrarlo. Si no puede volver a amarme, al menos le mostraré cuánto le amo”. Y comenzó una larga jornada por todos los rincones del mundo en busca de aquel perdido amor. No sabía dónde podría encontrarlo, pero estaba segura de que jamás se rendiría en su propósito. Mientras tanto, Cupido había ido en busca de su madre para que le curase la horrible quemadura de su hombro. Al escuchar Venus la historia de lo ocurrido, abandonó enfurecida a su hijo y se lanzó en busca de Siquis para castigarla. Estaba decidida a demostrarle a aquella simple mortal lo que significaba el haberse atrevido a agraviar a los dioses. Perdida en un laberinto de caminos, Siquis detuvo su peregrinación y suplicó a los dioses por su ayuda. Pero sus plegarias no eran escuchadas; ninguno de ellos se atrevía a desagradar a Venus. Al comprender que ni en el cielo ni en la tierra había ayuda para ella, decidió ir directamente donde la misma Venus. Se le ofrecería como esclava y le pediría perdón humildemente. --¡Quién sabe – se iba diciendo a sí misma – si mi amado se encuentra en casa de su madre y se compadecerá de mí! Llegó al palacio de Venus en el preciso instante en que ella salía en su busca. Al verla, Venus la miró con desprecio y, lanzando una carcajada de burla, le dijo: --¿Andas en busca de otro enamorado? Mi hijo nunca volverá donde ti. Ha tenido bastante con aquella quemadura. --Ten, piedad de dolor, hermosa diosa. Bien sabes tú cuánto duele una pena de amor. Compadéceme. --En realidad eras tan insignificante y tan poca agraciada que solo ofreciéndome el más sacrificado servicio podrás conseguir que yo te favorezca otra vez en el amor. Tengo que adiestrarte en la paciencia, afirmar tu prudencia y reafirmar, tu fe; solo así podrás disfrutar del auténtico amor. Asintió Siquis postrada a los pies de la diosa y se sometió a la primera prueba. Esta consistía en escoger y clasificar diversas semillas mezcladas en una vasija, pero eran estas tan pequeña que apenas podían verse a simple vista. Incapaz de realizar aquella imposible faena, Siquis, desconsolada iba anegando la tierra con sus lágrimas y ocurrió lo inesperado. El dolor de Siquis, que no había podido conmover a los humanos ni a los inmortales, enterneció a los seres más pequeños de la tierra: las hormigas. Estas trabajaron arduamente hasta lograr separar cada semilla de acuerdo con su clase, y lo que era una confusa mezcla quedó completamente ordenado. Venus, disgustada al ver su orden cumplida, apenas dio un trozo de pan negro a Siquis y le ordenó dormir en los fríos mármoles del suelo. Venus esperaba que con aquel maltrato la belleza de Siquis desaparecería para siempre. Al otro día le impuso otra tarea, en este caso sumamente peligrosa. Debería adentrarse en los espesos breñales que crecían a orillas del ríos. Allí pastaban unas ovejas salvajes de vellón de oro, las cuales debería trasquilar y llevarle a Venus la lana dorada. Siquis comprendió que jamás podría lograr lo que se le exigía y decidió lanzarse al río y terminar con su muerte tanta desventura. A punto de saltar a las oscuras aguas, escuchó una voz diminuta que salía de entre las yerbas. Era un junquillo verde el que la aconsejaba: --No te rindas aún; es cierto que esas salvajes ovejas son muy peligrosas, pero espera a que vengan a descansar a la orilla. Entonces podrás tomar de entre los zarzales toda la lana que se ha quedado prendida en las espinas. Y así lo hizo Siquis. Al regresar con la lana. Venus la miró furibunda y le dijo: --Tú sola no has podido hacerlo. Alguien te ha ayudado. Te daré otra prueba para ver si realmente tienes la voluntad de espíritu y la singular pruedencia de que haces alarde. –Y acercándole a una ventana le señaló una montaña distante y dijo: --¿Ves aquella oscura corriente que cae desde aquel monte? Es la fuente que nutre la fatídica laguna Estigia. Deberas llenarme allí este cántaro. Y poniéndole un cántaro de cristal en las manos. Venus se retiró indiferente. Verdaderamente era aquella una prueba singular. Solo una criatura con alas podía escalar aquellas escarpadas y resbalosas rocas. Pero también esta vez apareció, en forma prodigiosa, una solución para lo que parecía imposible. Un águila se acercó a Siquis y, tomando el cántaro con el pico, se remontó hasta la encumbrada corriente y lo devolvió a la joven lleno de aquellas oscuras aguas. Venus no se sentía inclinada todavía a perdonar a Siquis a pesar de haber cumplido satisfactoriamente con todo lo que le había pedido. Por eso le impuso aún una prueba final. Le entregó un cofre vacío y le envió al Hades donde estaba Proserpina ( Perséfone) para que se llenase de belleza. Debería decirle a la hija de Demeter que Venus necesitaba reponer sus encantos porque los sufrimientos por los infortunios de su hijo le habían hecho mucho daño. Siquis se encaminó hacia aquella regiú escondida debajo de la tierra. Encontró a la entrada de aquella caverna oscura un anciano que le dijo: -- Pasada esta profunda caverna, llegarás hasta el río de la muerte (la laguna Estigia) donde darás una moneda a Caronte para que te cruce a la otra orilla. Desde allí el camino te conducirá al palacio de Proserpina. Cancerbero, el perro de tres cabeza vigila la entrada, pero le darás un trozo de pastel y te dejará entrar. Todo ocurrió como se le había anticipado y Siquis regresó a la tierra con el cofre lleno de belleza. Pero, desgraciadamente, los infortunios de Siquis no habían terminado. Todavía debería resistir otra prueba, esta vez provocada por ella misma. Tendría que vencer su natural curiosidad y vanidad. Sintió un deseperado deseo por ver el encanto de aquella belleza que contenía el cofre que llevaba, y ¿por qué no usar un poco de ella? Su belleza había sufrido mucho con aquella azarosa vida que llevaba y su corazón no perdía la esperanza de encontrar otra vez a Cupido. ¡Si pudiera hermosearme de nuevo para él – se decía y, sin poder contenerse, abrió el cofre. Grande fue su decepción al no encontrar nada dentro e inexplicablemente la fue dominando una desfalleciente languidez y se quedó dormida. Por fortuna, Cupido, ya restablecido, sentía una profunda nostalgia por el amor de Siquis y decidió salir en su busca. Era imposible que Venus mantuviese por mucho tiempo al dios del Amor aprisionado. Abrió sus blancas alas y en un impulso de vuelo se escapó por la ventana. Desde la transparencia del aire fue buscando a su amada y la encontró dormida en recodo de un camino. Deshizo aquel pesado sueño de los ojos de Siquis y lo guardó en el cofre, y con el leve roce de uno de sus dardos, la despertó y la estrechó entre sus brazos. Con frases de amor la recriminó por su falta de fe y por su curiosidad, y le hizo prometer que no cometería jamás aquellas faltas. Pidió Cupido entonces a su amada que llevase aquel cofre a Venus y le prometió que todo se resolvería felizmente. Mientras Siquis cumplía aquella última prueba, Cupido voló al Olimpo a pedirle a Júpiter. El padre de los dioses escuchó con paciencia a Cupido y le contestó: --Mucho daño me has hecho en el pasado. Has ofendido mi dignidad haciédome transformar en cisne, en toro, en águila y otros seres, impulsado por la pasión amorosa que tus dardos me han provocado. Pero conozco cómo duelen las penas de amor, te compadezco y no puedo negarte lo que me pides. Reunió entonces a todos los dioses del Olimpo y les dijo: --Cupido, nuestro dios del Amor, se unirá para siempre a Siquis, la más hermosa de las mujeres de la tierra. Ordeno que todos acojan con alegría y bondad de otorgarle la inmortalidad a Siquis. Mercurio, jubiloso bajo a la tierra para traer a Siquis al Olimpo y Júpiter mismo le dio a beber la copa de ambrosía. Venus aceptó gustosamente aquella solución. Los mortales no verían más Siquis y ella recobraría el culto y veneración que había perdido. Desde entonces, el Amor y el Alma, pues esto es lo que significa Siquis, después de dolorosas pruebas y quebrantos, se fundieron definitivamente en una unión imperecedera.