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LOS ALUXE

(Leyenda Maya)
Nos encontrábamos en el campo yermo donde iba a hacerse una siembra. Era un terreno que abarcaba unos montículos de
ruinas tal vez ignoradas. Caía la noche y con ella el canto de la soledad. Nos guarecimos en una cueva de piedra, y para
bajar utilizamos una soga y un palo grueso que estaba hincado en el piso de la cueva.
La comida que llevamos nos la repartimos. ¿Qué hacía allá?, puede pensar el lector. Trataba de cerciorarme de lo que
veían miles de ojos hechizados por la fantasía. Trataba de ver a esos seres fantásticos que según la leyenda habitaban en
los cuyo (montículos de ruinas) y sementeras: Los ALUXES.
Me acompañaba un ancianito agricultor de apellido May. La noche avanzaba...De pronto May tomó la Palabra y me dijo:
-Puede que logre esta milpa que voy a sembrar.
-¿Por qué no ha de lograrla?, pregunté.
-Porque estos terrenos son de los aluxes. Siempre se les ve por aquí.
¿Está seguro que esta noche vendrán?
Seguro, me respondió.
-¡Cuántos deseos tengo de ver a esos seres maravillosos que tanta influencia ejercen sobre ustedes! Y dígame, señor may
¿usted les ha visto?
-Explíqueme, cómo son, qué hacen.
El ancianito, asumiendo un aire de importancia, me dijo:
-Por las noches, cuanto todos duermen, ellos dejan sus escondites y recorren los campos; son seres de estatura baja, niños,
pequeños, pequeñitos, que suben, bajan, tiran piedras, hacen maldades, se roban el fuego y molestan con sus pisadas y
juegos. Cuando el humano despierta y trata de salir, ellos se alejan, unas veces por pares, otras en tropel. Pero cuando el
fuego es vivo y chispea, ellos le forman rueda y bailan en su derredor; un pequeño ruido les hace huir y esconderse, para
salir luego y alborotar más. No son seres malos. Si se les trata bien, corresponden.
-¿Qué beneficio hacen?
-Alejan los malos vientos y persiguen las plagas. Si se les trata mal, tratan mal, y la milpa no da nada, pues por las noche
roban la semilla que se esparce de día, o bailan sobre las matitas que comienzan a salir. Nosotros les queremos bien y le
regalamos con comida y cigarrillos. Pero hagamos silencio para ver si usted logra verlos.
El anciano salió, asiéndose a la soga, y yo tras él, entonces vi que avivaba el fuego y colocaba una jicarita de miel,
pozole cigarrillos, etc., y volvió a la cueva. Yo me acurruqué en el fondo cómodamente. La noche era espléndida, noche
plenilunar.
Transcurridas unas horas, cuando empezaba a llegarme el sueño, oí un ruido que me sobresaltó. Era el rumor de unos
pasitos sobre la tierra de la cueva: Luego, ruido de pedradas, carreras, saltos, que en el silencio de la noche se hacían más
claros.

EL GUAIMI-MGÜE
(LEYENDA GUARANÍ )
El gran Cacique Pearé (Noche) era célebre en todas las comarcas de habla guaraní. Su hija Koembiyú
(Estrella), que debió este nombre a su gran belleza, causaba admiración a quienes la veían, y su hermosura
se hizo tan famosa, que desde tierras lejanas llegaban poderosos caciques dispuestos a conocerla y ofrecerle
los mejores presentes.
Costosas plumas de garza blanca, pieles de los animales más raros, tejidos de plata, brazaletes de oro,
piedras preciosas y mil regalos dignos de una reina depositaban a sus pies los más encumbrados jefes que
deseaban hacerla su esposa.
Nada de esto logró despertar el amor de la bella Koembiyú. Ninguno de sus pretendientes consiguió ser
aceptado por esposo.
Pero Pearé, en el deseo de casar a su hija y tener así quien le sucediera en el poder, decidió celebrar una
gran reunión en la que Koembiyú debía elegir esposo entre sus admiradores.
Todos los pretendientes se prepararon para participar en el gran torneo que se llevaría a cabo dentro de
tres lunas. El que resultara vencedor tendría el derecho de tomar como esposa a la hija del Cacique.
Difíciles pruebas se cumplirían en el torneo. Deberían presentar a la bella: el jaguar más hermoso de la
selva, el pájaro de canto más armonioso y el pez de colores más brillantes, que cuidaban con gran esmero
las Cuña-Payés (hechiceras).
Los peligros son enormes, pero los jóvenes guerreros los aceptan con gusto, dispuestos a conseguir la
preferencia de la hermosa india.
A medida que la fecha de la fiesta se acerca, van llegando a la tribu los pretendientes, escoltados por
numeroso séquito que canta las hazañas de sus jefes y transporta los más ricos regalos para la prometida.
Llega el ansiado momento de la fiesta. Es un día de primavera.
En un claro del bosque está la tribu reunida. El cacique Pearé, con sus mejores galas, preside la fiesta. Un
poco alejada está Koembiyú que, más hermosa que nunca, ha adornado su cabeza con una guirnalda de
blancas flores silvestres; en su cuello brillan collares de piedras de colores; sus brazos ostentan ricos
brazaletes de oro y esmeraldas, y cubre su cuerpo bronceado un fino tejido de plata.
Se sirve a los concurrentes miel y chicha. El entusiasmo aumenta. La fiesta va a comenzar.
Koembiyú, recostada contra un corpulento árbol, mira a lo lejos, sin prestar atención a la fiesta que se
celebra en su honor.
De pronto toma una expresión diferente. Una luz ilumina su rostro. Parece escuchar con agrado a un
desconocido que le ofrece su amor y protección.
Al verlo, sonríe con dulzura y se da cuenta de que ahí está el que ha despertado su corazón. Ese joven ha
de ser su esposo.
Inmediatamente comunica a su padre:
-¡Padre! ¡Padre! Que el torneo no comience. Ya ha llegado aquel que esperaba. ¡El elegido para esposo está
aquí!
-¿Quién es el desconocido que pretende así robar mi más preciado tesoro? -grita airado el Cacique.
-¡Padre!, escuchad: No es un guerrero ni un rico jefe, pero ha venido de muy lejanas tierras, ha cruzado
bosques y ríos y ha despertado mi cariño y conquistado mi corazón.
-¡Mostradme a ese joven! -ordena el jefe.
Y Koembiyú presenta a su padre, a un joven pobremente vestido, cubierto su cuerpo con un manto
descolorido y sucio con el polvo del camino.
Su pobre figura resulta empequeñecida al lado de los otros pretendientes lujosamente ataviados y con
plumas de colores brillantes en sus orgullosas cabezas.
Pearé desaprueba la elección de su hija. Echa al desconocido de su presencia y se opone a que Koembiyú lo
acepte como esposo.
La pobre niña, muy triste, baja la cabeza. Por sus mejillas resbalan lágrimas de pena; pero debe obedecer
a su padre...
Se da vuelta para decir adiós a su elegido, y se asombra al verlo transformado.
El desconocido se ha quitado el raído manto que lo cubría, quedando convertido en un gallardo joven de
rubios cabellos y de ojos azules que le dice:
-Soy el Hijo del Sol, que enamorado de tu gracia y tu bondad, hermosa Koembiyú, vine a pedirte por
esposa; pero el orgullo y la vanidad de tu padre han producido mi enojo y, en castigo, te convertirás en
pájaro que al adorarme, llorará tus penas.
En ese mismo instante, la hermosa india se transformó en un pájaro.
Desde entonces, al atardecer, cuando el disco rojo del Sol se esconde en el horizonte, se oyen en la selva
los lamentos quejumbrosos de una ave. Es el "guaimi-mgüe" (Hija del Sol) que en el canto traduce la pena y
el dolor que causara a la bella Koembiyú la decisión de su padre guiado por la codicia y la soberbia.

YINCIHAUA
(Leyenda Selk’nam - Ona)

Todos los años en la primavera, las jóvenes mujeres onas se juntaban en una choza especial,
para la importante fiesta llamada “yincihaua”. Acudían desnudas, con el cuerpo pintado y en sus
rostros máscaras multicolores. Tenían gran imaginación para hacerse hermosos dibujos
geométricos, que representaban los distintos espíritus que viven en la naturaleza. Ellos les daban
los poderes que ejercían sobre los hombres.

Ese día una de las niñas tomó con mucho cuidado un poco de tierra blanca y empezó lentamente
a trazar las cinco líneas que pensaba pintar desde su nariz hasta las orejas. Las otras jóvenes
trataron de imitarla, ya que las figuras en el rostro eran muy importantes.

La fantasía de cada una se echó a volar y se pintaron de arriba abajo con armoniosas figuras.
Unas a otras se ayudaban, pero para no ser reconocidas, se pusieron en sus rostros unas
máscaras talladas. Blanco, negro y rojo eran los colores preferidos. En un momento dado,
cuando ya estaban todas preparadas, salieron de la choza con grandes chillidos y mucho
alboroto para asustar a los hombres que las esperaban afuera.

La bulliciosa ceremonia se encontraba en su apogeo y todos daban gritos, cuando sobre el


tremendo ruido reinante se escuchó una fuerte discusión entre el hombre sol y su hermana, la
mujer-luna.

-Yo no te necesito- insistía con altivez la luna.

-Sin mí, no puedes vivir- le contestó sarcástico el sol.

-Perdería mi brillo quizás, pero seguiría viviendo.

-Sin el brillo que yo te doy no vales nada.

-No seas tan presumido, hermano sol.

-Tú deberías ser más humilde, hermana luna.

Y así siguieron la disputa como dos niños chicos. Todos los hombres se pusieron de parte del sol
y las mujeres apoyaron a la luna. La discusión fue creciendo, creciendo y ni siquiera el marido de
la mujer luna, que era el arcoiris o “akaynic”, pudo lograr que la armonía volviera a reinar entre
la gente de la tribu.

De pronto, un gran fuego estalló en la choza del “yincihaua”, donde las mujeres habían ido a
buscar refugio cuando la pelea se hizo más fuerte. Allí estaban encerradas cuando las alcanzaron
las llamas.

Aunque el griterío fue inmenso, ninguna logro salvarse. Todas murieron en el incendio. Pero se
transformaron en animales de hermosa apariencia, según había sido su maquillaje. Hasta hoy
mantienen esas características y las podemos ver, por ejemplo, en el cisne de cuello negro, en el
cóndor o en el ñandú.

Afortunadamente ellas nunca supieron lo que había sucedido. Les habría dado mucha pena,
porque fueron los propios hombres los que prendieron el fuego. Es que tenían envidia del poder
que en el comienzo de los tiempos ostentaban las mujeres, y querían quitárselo.

Después de este penoso episodio, la mujer-luna se fue con su esposo “akaynic” hasta el
firmamento. Detrás de ellos, queriendo alcanzarlos, se fue corriendo el hombre-hermano-sol,
pero no pudo lograrlo.

Todos se quedaron, sin embargo, en la bóveda celestial y no volvieron a bajar a las fiestas de los
hombres.

EL CALEUCHE:
(leyenda maya)
Cuenta la leyenda que el Caleuche es un buque que navega y vaga por los mares de Chiloé y los
canales del sur.
Está tripulado por brujos poderosos, y en las noches oscuras va profusamente iluminado. En sus
navegaciones, a bordo se escucha música sin cesar. Se oculta en medio de una densa neblina,
que él mismo produce. Jamás navega a la luz del día.
Si casualmente una persona, que no sea bruja se acerca, el Caleuche se transforma en un
simple madero flotante; y si el individuo intenta apoderarse del madero, éste retrocede. Otras
veces se convierte en una roca o en otro objeto cualquiera y se hace invisible.
Sus tripulantes se convierten en lobos marinos o en aves acuáticas.
Relatan que los tripulantes tienen una sola pierna para andar y que la otra está doblada por la
espalda, por lo tanto andan a saltos y brincos. Todos son idiotas y desmemoriados, para
asegurar el secreto de lo que ocurre a bordo.
Al Caleuche, no hay que mirarlo, porque los tripulantes castigan a los que los miran, volviéndose
la boca torcida, la cabeza hacia la espalda o matándole de repente, por arte de brujería. El que
quiera mirar al buque y no sufrir el castigo de la torcedura, debe tratar de que los tripulantes no
se den cuenta. Este buque navega cerca de la costa y cuando se apodera de una persona, la
lleva a visitar ciudades del fondo del mar y le descubre inmensos tesoros, invitándola a
participar en ellos con la sola condición de no divulgar lo que ha visto. Si no lo hiciera así, los
tripulantes del Caleuche, lo matarían en la primera ocasión que volvieran a encontrarse con él.
Todos los que mueren ahogados son recogidos por el Caleuche, que tiene la facultad de hacer la
navegación submarina y aparecer en el momento preciso en que se le necesita, para recoger a
los náufragos y guardarlos en su seno, que les sirve de mansión eterna.
Cuando el Caleuche necesita reparar su casco o sus máquinas, escoge de preferencia los
barrancos y acantilados, y allí, a altas horas de la noche, procede al trabajo

La piel del venado

(Leyenda Maya)

Los mayas cuentan que hubo una época en la cual la piel del venado era distinta a como hoy la
conocemos. En ese tiempo, tenía un color muy claro, por eso el venado podía verse con mucha
facilidad desde cualquier parte del monte. Gracias a ello, era presa fácil para los cazadores,
quienes apreciaban mucho el sabor de su carne y la resistencia de su piel, que usaban en la
construcción de escudos para los guerreros. Por esas razones, el venado era muy perseguido y
estuvo a punto de desaparecer de El Mayab.
Pero un día, un pequeño venado bebía agua cuando escuchó voces extrañas; al voltear vio que
era un grupo de cazadores que disparaban sus flechas contra él. Muy asustado, el cervatillo
corrió tan veloz como se lo permitían sus patas, pero sus perseguidores casi lo atrapaban. Justo
cuando una flecha iba a herirlo, resbaló y cayó dentro de una cueva oculta por matorrales.
En esta cueva vivían tres genios buenos, quienes escucharon al venado quejarse, ya que se
había lastimado una pata al caer. Compadecidos por el sufrimiento del animal, los genios
aliviaron sus heridas y le permitieron esconderse unos días. El cervatillo estaba muy agradecido
y no se cansaba de lamer las manos de sus protectores, así que los genios le tomaron cariño.

En unos días, el animal sanó y ya podía irse de la cueva. Se despidió de los tres genios, pero
antes de que se fuera, uno de ellos le dijo:

—¡Espera! No te vayas aún; queremos concederte un don, pídenos lo que más desees.
El cervatillo lo pensó un rato y después les dijo con seriedad:

—Lo que más deseo es que los venados estemos protegidos de los hombres, ¿ustedes pueden
ayudarme?
—Claro que sí —aseguraron los genios. Luego, lo acompañaron fuera de la cueva. Entonces uno
de los genios tomó un poco de tierra y la echó sobre la piel del venado, al mismo tiempo que
otro de ellos le pidió al sol que sus rayos cambiaran de color al animal. Poco a poco, la piel del
cervatillo dejó de ser clara y se llenó de manchas, hasta que tuvo el mismo tono que la tierra
que cubre el suelo de El Mayab. En ese momento, el tercer genio dijo:

—A partir de hoy, la piel de los venados tendrá el color de nuestra tierra y con ella será
confundida. Así los venados se ocultarán de los cazadores, pero si un día están en peligro,
podrán entrar a lo más profundo de las cuevas, allí nadie los encontrará.
El cervatillo agradeció a los genios el favor que le hicieron y corrió a darles la noticia a sus
compañeros. Desde ese día, la piel del venado representa a El Mayab: su color es el de la tierra
y las manchas que la cubren son como la entrada de las cuevas. Todavía hoy, los venados
sienten gratitud hacia los genios, pues por el don que les dieron muchos de ellos lograron
escapar de los cazadores y todavía habitan la tierra de los mayas.

Leyenda Nortina
(EL INICIO DEL MUNDO )
Los vecinos de la sierra cuentan, desde Cupo a Socaire, desde las cumbres hasta el llano, que en
un comienzo en el mundo todo era sólo noche, todo era sólo penumbras, como cuando la neblina
invade la quebrada. Nada iluminaba la existencia de los hombres, quienes deambulaban por los
cerros, las quebradas y las vegas en busca de esquivos alimentos. Dicen que la falta de calor y
de luz impedía la germinación de las semillas, el crecimiento de las plantas; sólo existía lo que
ya estaba allí.
La tierra comenzaba recién a adquirir su forma actual, aparecían los paisajes de volcanes y
planicies, con su amplia gama de colores. El agua caía copiosamente; llovía y llovía. Ríos
caudalosos descendían desde lo alto, gastando los cerros,
arrastrando grandes rocas con las cuales desgarraban el llano, abriendo profundas grietas.
"Saire", que significa agua de lluvia, frío, hambre y soledad eran los compañeros de algunos
"antiguos", los cuales difícilmente lograban sobrevivir. Se ocultaban en cuevas existentes en
lugares tan separados como en Socaire, camino a las lagunas, y en la quebrada del Encanto,
cerquita de Toconce, donde suelen verse sus sombras en las noches sin luna, pero es necesario
ir sin compañía hasta dichos lugares para poder apreciarlo.
De estos hombres se dice que los de la cuenca del río Salado murieron por no resistir la
presencia del sol; y los del sector socaireño, debido a la intensidad de las lluvias, acompañadas
con sus truenos y relámpagos.
De ellos sólo perduran sus pueblos destruidos y sus tumbas saqueadas. También, a medio
camino entre Toconce y Linzor, sus grandes pies quedaron marcados sobre las blandas rocas de
aquella época. Hoy es posible ver esos rastros allí donde quedaron definitivamente grabados por
ejemplo en Patillón.
En Socaire, cuentan algunos vecinos, cuando "los abuelos" habían hecho los terrenos y las eras,
llovió durante cuarenta días y cuarenta noches, y el agua corrió y corrió, después, quizás
cuántos años, demoró en terminarse el agua.
La gente en ese entonces era muy tímida, vivían en los graneros. No tenían casas, tampoco
tenían nombres porque no eran cristianos. Aunque no eran gente educada eran personas muy
buenas que vivían inocentemente. Trabajaban la tierra, sin herramientas porque no conocían la
picota, ni la pala ni el chuzo; sólo usaban una rama de árbol y la pura mano. Sin embargo, ¡fue
tanto terreno el que trabajaron!...
Ellos le cantaban al agua y el agua les ayudaba en sus trabajos, corriendo de piedra en piedra
para hacer los muros de esos largos canales que aún se ven. Sin embargo, después de la larga
lluvia lo perdieron todo: los terrenos, los sembrados, la vida. Por eso ahora, nadie sabe cantarle
al agua para que vuelva a brotar como antes, para que haya tantos sembradíos como antes,
para que la gente sea buena e inocente, como antes

Dionisos y los Piratas


Dionisos o Baco, hijo de Zeus y Sémele, había sido criado por las Horas y las Ninfas lejos del Olimpo,
morada de los dioses. Recibió enseñanza de las musas y, amante del vino y la alegría, se declaró protector de
las vendimias.
Un día adoptó la apariencia de un muchacho y se puso a contemplar la belleza del mar en una playa desierta.
En aquel momento acertó a pasar por allí una nave de piratas. Éstos decidieron desembarcar para capturar al
jovencito.
-Lo llevaremos a Chipre- dijo el capitán del barco-, y si pertenece a alguna familia rica, conseguiremos un
buen rescate.
Dionisos no opuso resistencia. Más bien le agradó el comienzo de aquella aventura. Los marineros lo llevaron
a bordo y lo ataron al palo mayor de la nave, con todo cuidado.
Grande fue la sorpresa de los piratas al ver que el prisionero no sólo no oponía resistencia, sino que sonreía
continuamente. Pero el asombre de aquella gente llegó al colmo al comprobar que los nudos más retorcidos y
apretados eran desatados por Dionisos con suma facilidad. Con ligeros movimientos de los músculos, el joven
se liberó, rápidamente, de todas las ligaduras.
Un viejo marinero tomó la palabra y dijo:
- Amigos, no desafiemos a los dioses. Este jovencito no es un ser común como nosotros. Debe gozar
seguramente de la protección de algún dios, y quizás sea él mismo un dios. Liberémoslo y honrémoslo como
se merece.
Una carcajada general recibió el prudente consejo del viejo. El capitán, burlándose de su antiguo camarada de
aventuras, respondió:
-Lo liberaremos, sí, pero después de recibir un buen rescate por él. ¿No has advertido, viejo tonto, que los
nudos con que tú lo ataste se pueden desatar con un poco de habilidad?
Dionisos fue dejado en libertad a bordo, pero no se movió de junto al palo mayor en que se apoyaba. Le
divertían las maniobras de los marineros y lo alegraban las canciones que éstos entonaban.
La nave se dirigía a velas desplegadas hacia la isla de Chipre. Al anochecer, los marineros se disponían a
descansar, cuando vieron con asombro que del palo en que estaba apoyado el prisionero surgía un arroyuelo
rojo que tenía un olorcillo encantador. Era vino. Y el asombro de los piratas subió de punto cuando vieron que
los palos de la nave, y el cordamen se transformaban en troncos de vides y en retorcidos sarmientos.
El miedo del capitán ante tal prodigio se transformó en terror cuando vio que el indefenso joven se transformó
en un soberbio león.
El espanto impulsó a los marineros hacia la popa del barco, y uno a uno fueron arrojándose al mar.
Al tocar el agua, los piratas se transformaron en delfines, que escoltaron la nave. Ésta seguía navegando
gallardamente, pero el dios Dionisos, el dios alegre, conocido también con el nombre de Baco, había
desaparecido. Había volado hacia el monte Olimpo, que es la augusta morada de los dioses.

El amor de
Pigmalión

Este varón sapiente, cansado y horrorizado a la vez del descoco de las propéticas, tomó resolución
de no contraer matrimonio. Pero habiendo esculpido una estatua de mujer hermosísima, se empezó
a enamorar de ella. Pasábase largas horas contemplándola... ¡Aquel rostro dulce!... ¡Aquellas
maneras delicadísimas!... ¡Aquel cuerpo casto y sugestivo al mismo tiempo!... Y es que no le
faltaba sino el calor sutil de la vida....
¡Violento amor el de Pigmalión! Acabó por no persuadirse de que fuera una estatua y se pasaba el
tiempo besándola, abrazándola a ella. Decíale requiebros. Adornábala con flores y joyas. Vestíala y
desnudábala con encendido instinto.
Por entonces llegó la diosa Venus a la ciudad de Amatonte. Llegó con el mismo esplendor con el
que se manifestaba en la isla de Chipre. Llegó cuando se preparaban los sacrificios a los dioses
sobre los altares de oro de los templos. Llegó para oír este ruego del enamorado Pigmalión: "¡Si es
cierto que los dioses tenéis poder tanto, os ruego que deis vida a mi estatua para que pueda
desposarme con ella!." Venus comprendió inmediatamente a Pigmalión. Y para presagiarle fortuna,
hace tres veces que una llama ascienda al cielo en forma de pirámide.
De regreso a su hogar, Pigmalión besa por primera vez la estatua...¡Y nota que el frío del mármol ha
desaparecido! La abraza y la besa por segunda vez... ¡Y nota que a la dureza del material sucede la
blandura tersa de la carne! Después dar las gracias más sinceras a Venus, con palabras y con
pensamientos, Pigmalión se acuesta con la estatua y redobla sus caricias... ¡La estatua vive ya! ¡La
estatua siente el rubor y el amor!
Venus, que había hecho el milagro, protegió a los desposados, y al noveno
mes, nacido Pafos, les entregó como regalo para éste la isla que había de llevar
su nombre.

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