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DE DÓNDE VENIMOS LOS CHOLOS

(Crónica de lectura)

Marlon Aquino Ramírez

Compré De dónde venimos los cholos por su portada. Su prometedor título y la imagen de la
perrita dando de lactar a sus cachorros captaron inmediatamente mi atención. Me pareció un
simpático guiño a la leyenda de los orígenes del Imperio Romano, la loba amamantando a
Rómulo y Remo. Valga decir que sólo cuando leí las últimas líneas del libro pude descubrir la
importancia de esta imagen alimenticia. De otro lado, me llenó de curiosidad ver que el libro
de Marco Avilés, a quien conocía como cronista, había sido publicado por Seix Barral en su
colección de ensayos. Estos tres elementos: título, imagen y género me crearon una gran
expectativa, la cual se incrementó cuando leí al final del primer texto que “Este libro es sobre
los otros. Sobre los que nunca se fueron. Sobre los cholos e indios que, a pesar de los
cataclismos que ha vivido el país, se quedaron a vivir en sus pueblos. En las montañas. En las
selvas. ¿Qué los retuvo entonces? ¿Qué los retuvo ahora?”. Fascinantes preguntas.
Definitivamente, se trataba de un punto de vista original, ya que dejaba de lado la
convencional narrativa del migrante triunfador en la capital, la cual, si miramos el fenómeno
en su complejidad, no hace sino reforzar indirectamente la mentalidad centralista: sólo se
puede triunfar en Lima. Desafortunadamente, Avilés no cumple lo que promete.
Afortunadamente, eso no impide que De dónde venimos los cholos sea un libro de lectura
imprescindible. ¿Cómo se explica esto?

Hacia la mitad del libro me quedó claro que estaba ante textos que privilegiaban la narración
sobre la reflexión. Avilés se esfuerza por contar historias atractivas con un gran énfasis en la
descripción de los paisajes, animales y personas que va encontrando en su recorrido por el
territorio peruano. Sus horas de vuelo como cronista le permiten hacer esto con gran destreza.
“Siempre fui un simple mirón guiado por su curiosidad personal”. No obstante, al dejar de lado
su propia voz, Avilés nos priva de una perspectiva que cada vez que se asoma revela una
potente sensibilidad. Esto ocurre en “Abancay”, la primera crónica, en donde el autor narra un
trágico accidente que cambió drásticamente su vida cuando sólo tenía dos años de edad. Allí,
además, Avilés hace un breve pero significativo recuento de las diversas agresiones que
muchos cholos hemos tenido que padecer a causa de nuestras facciones, nuestro color de piel
o nuestra manera de hablar, en el colegio, en el transporte público, en el supermercado, en las
“exclusivas” discotecas de Miraflores. Es fascinante el modo en que todo esto lleva a que
Avilés dibuje su autorretrato ante nuestros ojos. “Mi nariz es grande como un pepino y el
tabique está adornado por un coqueto morrito que recuerda la nariz quebrada de los incas.
Mis narinas son enormes y parecen las asas de una olla de barro. Es la nariz de mi abuela
paterna, mi abuela indígena quechua hablante. Soy un indio como ella”. Esta voz no volverá a
hablar con tanta claridad en las siguientes siete crónicas, o lo hará de manera muy sutil. Habrá
que esperar hasta la última de ellas, titulada “Lima”, para poder escucharla hacer un balance
de lo narrado anteriormente y aventurar una respuesta sobre el origen de los cholos.

Decía que, desafortunadamente, Avilés no cumple lo que promete ya que ninguna de sus
crónicas habla de “los que nunca se fueron”, los que “se quedaron a vivir en sus pueblos” a
pesar de las grandes crisis que han azotado al Perú. Así, la segunda crónica, “Chumbivilcas”, se

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centra en el Takanakuy un festival de peleas en el que los pobladores de dicha región
solucionan sus problemas comunitarios a puñetazo limpio, nada y nada menos que el mismo
día de la Navidad cristiana. Avilés se muestra más interesado en describir con vivacidad este
ritual que en decirnos qué retuvo a esas personas en su tierra, si permanecieron allí por
voluntad propia o por inercia. Por el contrario, lo mejor de esta crónica son las historias de los
pobladores que se fueron a la capital y sólo han regresado al pueblo para el Takanakuy.

Los demás textos también dejan sin respuesta la pregunta sobre el por qué ciertos peruanos
han permanecido en sus pueblos natales a pesar de las crisis. Pero, como señalé, esto no
afecta el valor del libro en la medida en que en este el autor aborda otros temas, igual de
importantes, desde una perspectiva original. Por ejemplo, “Churubamba”, la tercera crónica,
se ocupa de un equipo de fútbol femenino en las alturas andinas. Más allá de las proezas
deportivas, Avilés retrata con acierto la fuerza y decisión de estas mujeres para llevar adelante
sus vidas no sólo en su faceta de madres, sino de individuos. Así, se problematiza el
estereotipo de los Andes como espacio totalmente dominado por el machismo. “Los esposos
de las jugadoras conversaban en ese sector y cuidaban a los bebés. ¿Les molestaba que sus
mujeres practicaran ese deporte y fueran mejor que ellos? ¿Cuánta autonomía tenían ellas en
esta aldea? / – Ellas tienen que cumplir sus tareas de madres, y nosotros, de padres –me dijo
Encarnación Taype, presidente de la comunidad y esposo de Mamani–. Después, todos
podemos jugar. […] – Los hogares en las alturas son matriarcales en gran medida –me explicó
el profesor Pilco después de traducir a Taype–. Las mujeres cocinan, crían a los hijos y
administran el dinero de la casa. El esposo no puede vender una oveja si la mujer no lo
autoriza”.

En “Río Camisea” Avilés también desautoriza un mito, el de la Selva peruana como espacio
vacío que espera la llegada de la civilización occidental. Es una de las crónicas más extensas
pero, al mismo tiempo, la de menor intensidad narrativa. “Carancas” narra cómo la caída de un
meteorito en un recóndito pueblo de las alturas puneñas transforma la rutinaria vida de sus
pobladores. “El Dorado” es la crónica de la incursión de Avilés en la Reserva Nacional Pacaya
Samiria y de los preparativos y desarrollo de “La gran pesca anual del paiche”, la cual nos deja
pensando en la insuficientemente atendida crueldad con que los hombres matan a los
animales. “El hombre toma el mazo con ambas manos. Lo eleva por encima como si se tratara
de un martillo descomunal. Y asesta un golpe seco en la cabeza del paiche. El sonido es terrible
como el de un fierro pesado contra el piso de cemento”.

Luego de leer “Iquitos” y a la mitad de “Huayana” me doy cuenta que algo se está cocinando.
Se trata, a mi juicio, de las mejores crónicas del libro. La primera es un detallado perfil de la
vida y obra del prestigioso chef Pedro Miguel Schiaffino. Un texto imprescindible para
entender cómo la gastronomía está ligada al cuidado del medioambiente. “La voz de Schiaffino
explicaba en off: ´En la cuenca amazónica hay igual o mayor cantidad de peces que en el
océano´. […] En un negocio obsesionado con los productos marinos, como es la alta cocina,
Schiaffino invitaba a sus colegas a explorar el Amazonas. Era su propuesta para aliviar la
explotación del océano y para despertar la atención sobre nuevas fuentes de alimentación”.
Huayana, por su parte, es una aleccionadora crónica sobre los beneficios y desafíos que implica
el que el Perú sea un país con más de cuatro mil variedades de papa. Es también una
fascinante crónica de las peripecias de unos pobladores del distrito de Huayana que viajan a
Lima para vender sus papas en la feria Mistura.

A medida que leo “Lima”, la última crónica, me preparo para confirmar que Avilés no revelará
de dónde venimos los cholos. Pero esto no ocurre, porque en las últimas líneas, como en los

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grandes cuentos, está la clave. Es entonces que vuelvo a mirar la imagen de la portada y
entiendo muchas cosas. Entiendo, por ejemplo, que se ha buscado una coherencia entre los
textos, pero esta resulta no ser del todo convincente. Así, el título de De dónde venimos los
cholos sólo vincula a cuatro crónicas: la primera, la última, “Iquitos” y “Huayana”. Las demás
están pegadas a la fuerza. No por ello (permítanme repetirlo por última vez) es este un mal
libro, sino todo lo contrario. Acaso en esta desordenada pero feliz mezcla exista también un
revelador mensaje.

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