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Eduardo Torry
Que me acuerde la primera vez que le oí a alguien proferir ¡que cínico! fue a una tía
mirando una de aquellas telenovelas de la tarde donde según la estructura del género
melodramático había un personaje malvado que constituía la fuerza activa de la trama y
desataba los acontecimientos. Pues ese personaje incluía entre sus maldades la de
confesar en voz alta y con la sola “presencia” del espectador todas sus perversas
maquinaciones y con placer, además. Ahí estallaba mi tía, lo que a su vez suponía la
eficacia interpelativa de la novela al mover los más elementales pliegues morales del
espectador escandalizado. Evidentemente lo más perturbador era justamente el modo
imperturbable de la confesión –sin dolor- de las vilezas, de la clara conciencia de ellas
por parte del personaje y de cómo ese universo ficcional era puesto ante la más
cegadora luz de una verdad desposeída de fingimientos, máscaras o fórmulas de
concordia. Pero mas allá de estas remembranzas, cínico –o cinismo, son palabras que
tienen una larga historia, historia que sin embargo nos ofrece la peculiaridad que lo que
cinismo significaba en su origen, muy poco tiene que ver con la enérgica indignación de
mi tía.
Seguramente el mayor documento sobre el cinismo moderno, como suele suceder con
otros tantos, haya sido provisto por la literatura. Se trata del memorable discurso del
Gran Inquisidor que Dostoievsky pone en boca de Iván en Los hermanos Karamazov.
Según el relato en tiempos de la inquisición española Jesús aparece un día por las
afueras de Sevilla y de inmediato las muchedumbres lo reconocen y comienzan a
seguirlo, ante lo cual el obispo, “un anciano de casi 90 años”, lo manda a detener. Una
vez ante El, el Gran Inquisidor inicia su brillante y demoledor parlamento frente un
Cristo cautivo y anonadado. En nombre de la Institución que lleva su Nombre Cristo es
acusado y desaprobado (“has venido a estorbarnos”). Quien fundó la Iglesia predicó la
libertad (“no solo de pan vive el hombre”) pero la Institución “perfecciono” la misión:
elevo el pan terrenal como hipóstasis de la felicidad y garantizó con ello obediencia y
dominio, pues la libertad, como se sabe, acarrea sufrimientos. El discurso del Inquisidor
se ajusta al tipo confesional, ante un alocutario mudo se abre y no oculta nada, la lógica
misma de una dominación victoriosa es expuesta en toda su extensión y detalle y el
crimen o pecado en que se asienta no es declinado en ningún momento. El Mal –
diríamos- impugna al Bien, su valor y eficacia, pero en nombre de este. El cinismo
moderno se prefigura así a partir de un esquema de dominación irreductible pero donde
los simples aun no saben el secreto del cínico (la inmanencia del mal) solo accesible a
confidentes elegidos. Otro ejemplo literario paradigmático lo encontramos en O’Brien,
el personaje de 1984 de Orwell, la afamada distopia que apuntaba contra el régimen
stalinista. O’Brien es un funcionario del sistema totalitario de Oceanía que distribuye un
manual donde describe su total funcionamiento, el libro cae en manos del pobre
Winston Smith que razonaba en similares términos, al cabo Winston es torturado hasta
el fin de sus resistencias por O’Brien. El cínico aquí produce un discurso que debiera
salir del más agudo e intransigente critico del régimen, (en la obra se trata del disidente
Goldstein, personaje creado por el partido único).
Ultima referencia literaria, esta vez argentina, ineludiblemente Roberto Arlt. En sus
Aguafuertes porteñas: cultura y política hay una, “La sonrisa electoral”, y habla un
político amigo: “He aquí el problema. Saber sonreír. Un político debe aprender eso.
Saber sonreír a la gente (…) Yo les sonrío hasta a los ordenanzas (…) Sonrío. No hago
nada mas que sonreír (…) Escucho todo. Cualquiera creería que por mi forma de
escuchar, el problema del hombre me absorbe hasta los tuétanos. Pues no es cierto. Lo
miro fijamente, muevo la cabeza, y no escucho nada. Pienso en otras cosas” (P. 139). Y
otro aguafuerte, “Aburrimiento”, y el mismo político: “Cuanto mas sinvergüenza, audaz
y desalmado es un político, mas lejos va” (P. 140). Nuevamente el desenmascaramiento
y la autoconfesión. Aunque aquí vale detenerse un instante: la confesión suele ser un
acto de constricción que denota una conciencia mortificada, eso ocurre con el político
arltiano (que, dicho sea de paso, ya es un político sin nombre propio, una generalización
en el contexto de los años ’30), en lo sucesivo no indagaremos el estado espiritual o
psicológico de los personajes, pues la idea es conservar la confesión solo como forma
narrativa del acto que supone ir a lo profundo, “mas allá” de las apariencias.
Dicho así, parece una situación terminal, ¿que dialéctica puede sostenerse después de
una enunciación cínica? ¿Qué más se puede decir? Por otra parte ya no es ironizable. ¿Y
que queda del discurso ético si, como creemos, sigue siendo necesaria su presencia pero
ausente su valor, inane, una suerte de espectro mantenido por su matarife? En El
sublime objeto de la ideología Slavoj Zizek esboza una respuesta aunque en principio
más vinculada a la subjetividad del cínico y la realidad del poder, pues el “cinismo
como forma ideológica” impresionaría como un mundo ya desvinculado de toda
ideología. Si invirtiendo la formulación de Marx el cinismo moderno respondería al
“Saben lo que hacen y aun así lo hacen” (y por lo tanto ya no se trataría de señalar el
carácter ilusorio de la representación teórica de las prácticas), el crítico en su acepción
clásica simplemente se extinguiría. (Cabe consignar que páginas antes Zizek polemizará
con Umberto Eco ya que según su interpretación la idea general de El nombre de la
rosa es que el poder está sujeto a una férrea correspondencia entre su palabra y su
principio, Zizek dirá que hace bastante que el poder se ríe de si mismo y que puede
mantener una distancia irónica). Zizek desarrolla entonces la tesis principal de su obra y
que es la noción de –Lacan por medio- fantasía ideológica. Situada a nivel de la praxis
la fantasía ideológica estructura imaginariamente la realidad, de modo que la acción del
cínico no se sustrae a la orientación cotidiana que la fantasía inconcientemente le
establece. Posteriormente, en Porque no saben lo que hacen y refiriéndose al citado
1984 de Orwell, dirá que es imposible que exista un manipulador total no engañado
pues cree en los resultados de su sistema opresor. Y establecerá una distinción entre el
cinismo totalitario (donde según su opinión cinismo y fanatismo pueden coexistir) y el
propio de las democracias burguesas actuales cuya correspondiente figura cínica
hedonista solo cree en lo Real del goce (dinero, poder) y donde el entramado simbólico
solo le sirve para ser manipulado.
Pero no obstante lo anterior una intervención como la de Di Tella conforma una
desmesura que resuena porque manifiesta obscenamente al poder en su brutal
materialidad y eficiencia, y peor aun en su particularidad. El marco simbólico ficcional
o el “pacto cívico” que constituye y sostiene la autoridad y la vida en sociedad, y
aquella presunta universalidad de la imagen unificante del poder, quedan confinadas a la
impotencia, ya que no obviamente desaparición, y asoma así la cara de una prepotencia
(Sloterdijk) como lógica de titanes.
BIBLIOGRAFIA.
. Arlt, Roberto: Aguafuertes porteñas. Cultura y Política. Bs. As. Losada. 1994.
. Eagleton, Terry: Ideología: Una introducción. Barcelona. Paidos. 1997.
. González, Horacio: Arlt. Política y locura. Bs. As. Colihue. 1996.
. Sloterdijk, Peter: Crítica de la razón cínica. Madrid. Taurus. 1989.
. Zizek, Slavoj: El sublime objeto de la ideología. México. Siglo XXI. 1992.
Porque no saben lo que hacen. El goce como factor político. Bs. As.
. Paidos. 1998.