Está en la página 1de 9

APUNTES PARA UN ESBOZO DE UNA TEORIA DEL CINISMO EN EL

DISCURSO POLITICO CONTEMPORANEO1.

Eduardo Torry

Que me acuerde la primera vez que le oí a alguien proferir ¡que cínico! fue a una tía
mirando una de aquellas telenovelas de la tarde donde según la estructura del género
melodramático había un personaje malvado que constituía la fuerza activa de la trama y
desataba los acontecimientos. Pues ese personaje incluía entre sus maldades la de
confesar en voz alta y con la sola “presencia” del espectador todas sus perversas
maquinaciones y con placer, además. Ahí estallaba mi tía, lo que a su vez suponía la
eficacia interpelativa de la novela al mover los más elementales pliegues morales del
espectador escandalizado. Evidentemente lo más perturbador era justamente el modo
imperturbable de la confesión –sin dolor- de las vilezas, de la clara conciencia de ellas
por parte del personaje y de cómo ese universo ficcional era puesto ante la más
cegadora luz de una verdad desposeída de fingimientos, máscaras o fórmulas de
concordia. Pero mas allá de estas remembranzas, cínico –o cinismo, son palabras que
tienen una larga historia, historia que sin embargo nos ofrece la peculiaridad que lo que
cinismo significaba en su origen, muy poco tiene que ver con la enérgica indignación de
mi tía.

El mundo griego, y básicamente ateniense, escena inaugural de la filosofía, presenció un


movimiento cuya delgada estela llega hasta nuestros días a través de algunas anécdotas
y unos pocos nombres. Sin embargo significó una experiencia vital muy intensa al
comprometer por entero vida y pensamiento en aquellos que a partir de Antistenes en
Cinosarges la emprendieron contra las reglas que sostenían los pilares de la sociabilidad
en vigor. Los cínicos desarrollaron un tipo de praxis filosófica donde la doctrina era
inescindible de la vida. Severos impugnadores del artificio de la civilización y los fastos
del poder rehuían a los placeres mundanos –y su inherente reconocimiento- eligiendo
vivir de acuerdo con la naturaleza señalando a la urbe, y su disposición cultural, como
proclive a la corrupción de aquella verdad por medio de leyes, formalidades y
convenciones que más que atenuar las tensiones de los conglomerados humanos
directamente las instituían. Su mayor fama proviene de su estilo critico mordaz,

1 Presentado en Primeras Jornadas Debates Actuales de la Teoría Política Contemporánea. 2010


insolente, irreverente y sardónico; mordían con las palabras, no con los dientes, nos
refiere Diógenes Laercio; su parresia era implacable, su arete modelada en la
singularidad y el compromiso de su cuerpo con la idea.
Críticos de las representaciones y ficciones sociales; estilo provocativo y transgresor;
obviamente, y como ultima característica destacable, estaban fuera del poder, pero fuera
no significa fijados a un lugar, pues atravesaban sin complejos las topologías de la
autoridad, se los podía encontrar como a Diógenes en su célebre tonel, o viviendo con
sus amigos los perros, como arribar subrepticiamente al palacete de un rico o pisar
aquella alfombra de Platón.

En 1983, dos años después que Habermas publicara su Teoría de la Acción


Comunicativa, aparece Critica de la Razón Cínica, de Peter Sloterdijk, un monumental
ensayo destinado a hincar el diente hasta el hueso del cinismo moderno. En él,
Sloterdijk declara al cinismo actual como “falsa conciencia ilustrada” situando –en
cierta consonancia con Adorno y Horkheimer-, a la ilustración como el proceso
histórico que, no sin paradojas, le otorga algunas condiciones de posibilidad a su
emergencia. La visión integral de un desarrollo (o mas bien evolución) unívoco de la
conciencia que en algún lugar se vuelve virulentamente contra si mismo trocando la
emancipación en dominación, la ascendente vía hacia un horizonte luminoso y sin
tutelas devenida madurez exhausta y desafectada. La verdad desnuda liberada de
prejuicios y velos perimibles se ejerce ahora con toda conciencia inhibiendo las
promesas redentorias y dictando el predominio inexorable del estado de las cosas. Y
agrega algo más Sloterjijk (o mejor dicho, así empieza): “El malestar de la cultura ha
adoptado una nueva cualidad: ahora se manifiesta como un cinismo universal y difuso”
(P. 31). Idea de mutación civilizatoria y de perfil de época. De un curso histórico de la
racionalidad moderna que, como sostiene Eagleton, entra en una interminable y
generalizada autoironización y mala fe. Y así de una voluntad moralista radical se pasa
a un uso interesado de la moral, de un realismo denuncista de las abstracciones y que
toma distancia a otro cruel y perverso por quienes revelan poseer el modus operandi
adecuado de la cultura, de individualidades que se recortan sobre un fondo a otras que
se recuestan en él. Pero amen de todo esto el cinismo actual se aparta del antiguo porque
está en el poder y esto para Sloterdijk no solo señala un punto decisivo de discordancia
entre ambos sino directamente su antagonismo: cinismo (moderno) frente a kinismo
(antiguo), sonrisa sarcástica de los poderosos frente a risotada burlona de los plebeyos.
La novedad, y tal como lo señala el autor, es que la crítica hoy insinúa haber perdido sus
virtudes plebeyas, volveremos sobre esto.

Seguramente el mayor documento sobre el cinismo moderno, como suele suceder con
otros tantos, haya sido provisto por la literatura. Se trata del memorable discurso del
Gran Inquisidor que Dostoievsky pone en boca de Iván en Los hermanos Karamazov.
Según el relato en tiempos de la inquisición española Jesús aparece un día por las
afueras de Sevilla y de inmediato las muchedumbres lo reconocen y comienzan a
seguirlo, ante lo cual el obispo, “un anciano de casi 90 años”, lo manda a detener. Una
vez ante El, el Gran Inquisidor inicia su brillante y demoledor parlamento frente un
Cristo cautivo y anonadado. En nombre de la Institución que lleva su Nombre Cristo es
acusado y desaprobado (“has venido a estorbarnos”). Quien fundó la Iglesia predicó la
libertad (“no solo de pan vive el hombre”) pero la Institución “perfecciono” la misión:
elevo el pan terrenal como hipóstasis de la felicidad y garantizó con ello obediencia y
dominio, pues la libertad, como se sabe, acarrea sufrimientos. El discurso del Inquisidor
se ajusta al tipo confesional, ante un alocutario mudo se abre y no oculta nada, la lógica
misma de una dominación victoriosa es expuesta en toda su extensión y detalle y el
crimen o pecado en que se asienta no es declinado en ningún momento. El Mal –
diríamos- impugna al Bien, su valor y eficacia, pero en nombre de este. El cinismo
moderno se prefigura así a partir de un esquema de dominación irreductible pero donde
los simples aun no saben el secreto del cínico (la inmanencia del mal) solo accesible a
confidentes elegidos. Otro ejemplo literario paradigmático lo encontramos en O’Brien,
el personaje de 1984 de Orwell, la afamada distopia que apuntaba contra el régimen
stalinista. O’Brien es un funcionario del sistema totalitario de Oceanía que distribuye un
manual donde describe su total funcionamiento, el libro cae en manos del pobre
Winston Smith que razonaba en similares términos, al cabo Winston es torturado hasta
el fin de sus resistencias por O’Brien. El cínico aquí produce un discurso que debiera
salir del más agudo e intransigente critico del régimen, (en la obra se trata del disidente
Goldstein, personaje creado por el partido único).
Ultima referencia literaria, esta vez argentina, ineludiblemente Roberto Arlt. En sus
Aguafuertes porteñas: cultura y política hay una, “La sonrisa electoral”, y habla un
político amigo: “He aquí el problema. Saber sonreír. Un político debe aprender eso.
Saber sonreír a la gente (…) Yo les sonrío hasta a los ordenanzas (…) Sonrío. No hago
nada mas que sonreír (…) Escucho todo. Cualquiera creería que por mi forma de
escuchar, el problema del hombre me absorbe hasta los tuétanos. Pues no es cierto. Lo
miro fijamente, muevo la cabeza, y no escucho nada. Pienso en otras cosas” (P. 139). Y
otro aguafuerte, “Aburrimiento”, y el mismo político: “Cuanto mas sinvergüenza, audaz
y desalmado es un político, mas lejos va” (P. 140). Nuevamente el desenmascaramiento
y la autoconfesión. Aunque aquí vale detenerse un instante: la confesión suele ser un
acto de constricción que denota una conciencia mortificada, eso ocurre con el político
arltiano (que, dicho sea de paso, ya es un político sin nombre propio, una generalización
en el contexto de los años ’30), en lo sucesivo no indagaremos el estado espiritual o
psicológico de los personajes, pues la idea es conservar la confesión solo como forma
narrativa del acto que supone ir a lo profundo, “mas allá” de las apariencias.

Si creemos, como Sloterdijk, que la época ha propiciado el cinismo, si su discurso lo


encontramos más o menos extendido, habremos de coincidir que en nuestro medio
argentino, la década del ’90 fue inusualmente profusa al respecto. Diversos factores
tendieron a condensarse: la crisis de las metanarrativas modernas, el desfallecimiento de
las alternativas al capitalismo, el desprestigio de algunos cuerpos teóricos, el
aggiornamiento de la crítica, etc.; sumado a los padecimientos del presente argentino y
sus urgencias. Todo ello potenció aquellas posiciones que encaramadas en el poder
supusieron que su tarea era inapelable, por imperio inequívoco de las circunstancias y
así con toda brutalidad expusieron un discurso realista sin concesiones. Sin embargo,
sostendremos que para arribar a un discurso cínico debe darse un paso más. Sea aquel
inolvidable enunciado del finado Guido Di Tella: “con Estados Unidos tenemos
relaciones carnales”. Lo tomaremos como paradigmático y lo rondaremos varias veces.
Por cierto es una frase escandalosa proviniendo del ministro de relaciones exteriores de
un estado independiente, que sigue siéndolo institucionalmente, con sus formas,
reconocimiento internacional, poder jurisdiccional, etc. Es decir, es una declaración que
emerge de una autoridad estatal, de un gobierno elegido por voluntad popular y
conforme a la legalidad, que una y otra vez volverá al protocolo propio de un país
“políticamente soberano” y abogará en cuento foro corresponda por el respeto, las
buenas relaciones, la paz, el entendimiento, la justicia... En suma, un discurso que
confiesa una ruindad pero sin que el discurso de la libertad, la independencia, la ética,
etc., desaparezca.
La idea, entonces, es pensar (o proponer) al discurso cínico como impugnador de la
efectiva vigencia del discurso ético, piadoso, humanista, (o utópico), pero sin que ello
implique su relevo. Recusa su valor sin anular su presencia. Exhibe su inmoralidad en
tanto manipulador de la moral que queda como un necesario falso fin. El discurso cínico
impúdicamente descalifica el marco legitimatorio -del que precede- de un modo feroz y
realizativo, es el poder el que habla y muestra la verdad desnuda, “natural”, sostenido en
la institución hecha fuerza, transparenta las relaciones de poder y las afirma
disuasivamente. Pero no tranvaloriza, su novedad retórica no afecta los contenidos
semánticos que en realidad quedan confirmados.
Y hay algo más: “con EEUU tenemos relaciones carnales” debiera haber sido dicho por
un crítico de la política exterior del menemismo y no por el ministro del área. Cuestión
capital: el cínico le hurta la palabra al crítico, se la apropia y lo deja a este mudo. Ya
Sloterdijk puntualizó que progresivamente la crítica fue perdiendo enjundia, ubicándose
en el terreno de la adustez y los tópicos de la conciliación y el consenso, perdiendo las
virtualidades kinicas de la burla y la sátira. (O también arrastradas por las eclosiones
teatrales de la indignación). Agréguese que la crítica de las ideologías tendió a
sustentarse en un saber liberador (Ideología: error, engaño, mentira), de modo que sus
prácticas básicamente se dirigían a mostrar, a develar, el secreto inconfesable del poder,
su crimen primigenio, con la convicción que desmontaba así su dominio. En tal sentido
una percepción o lamento bastante extendido desde hace ya un tiempo, y muy propio
del espacio intelectual, es “que hacer, si ya no hay nada por develar”, si tanto el
capitalista como el trabajador saben de la plusvalía, o que la atracción del dinero no
radica en una propiedad en sí, etc. El cínico, por lo común al tanto de esas tradiciones y
su postrer desaliento, tiene perfecta conciencia de su infamia y adelantándose la publica.
Sabe también, por supuesto, de la distancia entre la verdad y las mascaras, y en un gesto
denuncista expone la verdad, impugna las máscaras, e insiste con ellas.

Dicho así, parece una situación terminal, ¿que dialéctica puede sostenerse después de
una enunciación cínica? ¿Qué más se puede decir? Por otra parte ya no es ironizable. ¿Y
que queda del discurso ético si, como creemos, sigue siendo necesaria su presencia pero
ausente su valor, inane, una suerte de espectro mantenido por su matarife? En El
sublime objeto de la ideología Slavoj Zizek esboza una respuesta aunque en principio
más vinculada a la subjetividad del cínico y la realidad del poder, pues el “cinismo
como forma ideológica” impresionaría como un mundo ya desvinculado de toda
ideología. Si invirtiendo la formulación de Marx el cinismo moderno respondería al
“Saben lo que hacen y aun así lo hacen” (y por lo tanto ya no se trataría de señalar el
carácter ilusorio de la representación teórica de las prácticas), el crítico en su acepción
clásica simplemente se extinguiría. (Cabe consignar que páginas antes Zizek polemizará
con Umberto Eco ya que según su interpretación la idea general de El nombre de la
rosa es que el poder está sujeto a una férrea correspondencia entre su palabra y su
principio, Zizek dirá que hace bastante que el poder se ríe de si mismo y que puede
mantener una distancia irónica). Zizek desarrolla entonces la tesis principal de su obra y
que es la noción de –Lacan por medio- fantasía ideológica. Situada a nivel de la praxis
la fantasía ideológica estructura imaginariamente la realidad, de modo que la acción del
cínico no se sustrae a la orientación cotidiana que la fantasía inconcientemente le
establece. Posteriormente, en Porque no saben lo que hacen y refiriéndose al citado
1984 de Orwell, dirá que es imposible que exista un manipulador total no engañado
pues cree en los resultados de su sistema opresor. Y establecerá una distinción entre el
cinismo totalitario (donde según su opinión cinismo y fanatismo pueden coexistir) y el
propio de las democracias burguesas actuales cuya correspondiente figura cínica
hedonista solo cree en lo Real del goce (dinero, poder) y donde el entramado simbólico
solo le sirve para ser manipulado.
Pero no obstante lo anterior una intervención como la de Di Tella conforma una
desmesura que resuena porque manifiesta obscenamente al poder en su brutal
materialidad y eficiencia, y peor aun en su particularidad. El marco simbólico ficcional
o el “pacto cívico” que constituye y sostiene la autoridad y la vida en sociedad, y
aquella presunta universalidad de la imagen unificante del poder, quedan confinadas a la
impotencia, ya que no obviamente desaparición, y asoma así la cara de una prepotencia
(Sloterdijk) como lógica de titanes.

Establecer afinidades, cercanías -o para algunos directamente pertenencia-, del cinismo


al capitalismo tardío –o más cercano en el tiempo a la hegemonía neoliberal que se
asentó triunfante hace algunas décadas-, no demanda mayor perspicacia. Mencionemos
por caso a George Soros, poderoso financista, humanista, teórico y discípulo de Popper
que en su momento hizo temblar la libra esterlina y luego derrumbar la moneda
tailandesa, con sus consecuencias sociales, sin que eso clausure sus emprendimientos
filantrópicos. O también algunas recordadas publicidades de Benetton.
Deleuze y Guattari en El Anti Edipo ya habían señalado que el tipo de descodificación
capitalista era cínico porque requería en medio de la inmanencia de la acumulación del
capital el mantenimiento de formas espiritualizadas de autoridad y piedad. En esa línea
tiempo después Tomas Abraham popularizaba por estos lares el neologismo markética:
la pretensión de la racionalidad económica no solo de solicitar una ética instrumental a
sus fines sino que además no oculte el fundamento ético de la dureza de la economía. A
fines de los ’80 unos franceses, Jeambar y Roucaute, publicaban Elogio de la traición,
donde con cierta euforia afirman que la traición es inherente a la democracia pues sin
traición no hay historicidad. En verdad, mas allá del afán teórico de los autores, de lo
que se trataba era mostrar las a veces abruptas conversiones ideológicas de ciertos
líderes (para el caso Mitterrand, Gorbachov) elevándolas como virtud, pues si algo
caracterizaría a la ideología es su rigidez dogmática, un buen gobernante, en cambio, –
según tal argumento- debe tener suficiente capacidad de adaptación a las diversas
transformaciones societales en curso. Es claro que podemos entrever allí la influencia de
la nueva etapa del capitalismo, la globalización ya en despliegue, etc. En fin, meras
referencias elegidas rápidamente.
El apogeo cínico de los ’90 en Argentina, del cual podríamos extraer cuantiosas
muestras (en recordados dichos de Barrionuevo, Manzano y el mismo Menem, en las
jocosas reacciones de funcionarios denunciados por corrupción, en la pobreza
argumental que renunciaba a ser convincente a la hora de justificar una iniciativa
cuestionada, en las afectadas explosiones de moralidad de periodistas que renglón
seguido admitían el imperio de los niveles de audiencia, etc.), supuso un momento de
exhibicionista victoria de un esquema (práctico antes que doctrinal) que hacia del
presente un proceso consumado, como en la entelechia aristotélica, realizadas ya sus
potencialidades. Mas no parece que se haya precipitado simplemente sobre una sociedad
hundida en la inocencia, aquella disposición que coloca al omnisciente cínico a un
abismo de distancia del crédulo y el ingenuo cesa en nuestras sociedades masivas y
mediatizadas, alguna complicidad o permisividad debe existir. A nadie se le escapa que
aquel rasgo “universal y difuso” es provisto por una amplia estructuración cultural
donde la centralidad del dinero ya no está subordinada a ninguna ética que guíe su buen
uso y donde el imperio de la ley y la autoridad, como diría Zizek respecto a la
posmodernidad y la “declinación del Nombre del Padre”, se encuentra asediado por una
ola de perversidad creciente en las relaciones sociales con su mandato superyoico de
gozar. De manera entonces que el cinismo siendo un gesto de poder, pero no privativo
de la clase política, se reproduce también en otras direcciones e intrasocialmente es
concebible una miríada de pequeños y miserables cinismos que dan el tono al malestar
profundo de una legitimidad tergiversada.
Hasta aquí cualquiera podría sugerir que estos desgranados comentarios se dirigen a la
historia reciente ya que poca mención hay sobre los tiempos que corren, luego de 2001
se tornó imprescindible rescatar la calidad institucional y reponer la palabra política en
nuestro país, asimismo el neoliberalismo se transformó poco menos que en anatema,
desde hace algo más de un año el mundo asiste a una grave crisis económica imputada
en general a abusos de las políticas de libre mercado, aquí y allá se habla de refundar,
reencauzar, y verbos de ese tipo, y en otros lugares surgen o resurgen movimientos
políticos doctrinarios, ¿es que han concluido al menos ciertas condiciones que
propiciaron la transgresión cínica? Si bien no hemos dado por hecho que el discurso
cínico solo irrumpa en determinadas circunstancias ideológicas, económicas, etc.,
cuando las asimetrías se consolidan y las alternativas no asoman se instala un marco
favorable. Seguramente encontraremos hoy algún Berlusconi. Hace pocos meses Fidel
Castro tacho de cínico a Obama en ocasión de su premio Nobel de la Paz mientras
aumentaba las tropas en Afganistán, según lo que hemos establecido antes ello seria
erróneo, como también lo es cuando –acaso sin ignorancia- se esparcen ideologemas
que poco pueden resistir los embates de una realidad insistente.

Concluyendo: el discurso cínico no es un “doble pensamiento” ni un doble discurso (en


el sentido corriente de una incongruencia entre el decir y el hacer). Tampoco debe
confundírsele con la hipocresía que finge y se encoge sobre su elemento bochornoso ni
con la figura del pícaro –que en Argentina es legión- y su tacticismo a ultranza, su
cortoplacismo de sobrevivencia, su elasticidad bribonzuela. Es un discurso que ostenta
la huella de su proveniencia, el poder, y que enuncia el estado de una realidad
apuntando a un cierre en bloque del presente en tanto consumación de una necesidad
histórica resuelta. Impugnando ipso facto la validez efectiva de un discurso lógicamente
previo basado en la ética humanista o el interés general pero sosteniendo su degradada
presencia simbólica. Implica la asuncion de una inmanente “verdad desnuda” en las
relaciones de poder que opera performativamente desde un despojamiento de prejuicios
o principios morales a los que deba someter su acción.
E insulta, de paso, desde la posteridad a la “secta del perro” que le dio su nombre.

BIBLIOGRAFIA.
. Arlt, Roberto: Aguafuertes porteñas. Cultura y Política. Bs. As. Losada. 1994.
. Eagleton, Terry: Ideología: Una introducción. Barcelona. Paidos. 1997.
. González, Horacio: Arlt. Política y locura. Bs. As. Colihue. 1996.
. Sloterdijk, Peter: Crítica de la razón cínica. Madrid. Taurus. 1989.
. Zizek, Slavoj: El sublime objeto de la ideología. México. Siglo XXI. 1992.
Porque no saben lo que hacen. El goce como factor político. Bs. As.
. Paidos. 1998.

También podría gustarte