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[fragmento de]

Palacio
novela corta

Sergio Gutiérrez Negrón


Libros AC (2011)
Sus últimos e-mails, antes de esa conversación, me lo explicaron todo. O, por lo menos, intentaron. Se
me hizo difícil, al principio, comprenderlos. Por no decir creerlos. Si Alice una vez poseyó una sintaxis
limpia, comprensible, ya la había perdido. No miento si digo que desde que llegó el primer correo, el de
felicitaciones, me esforcé, no, me obligué a aceptar que la Alice que me escribía, la Alice que estaba en
Japón, no era la misma Alice que se bañaba mientras cantaba canciones de Billie Holiday o Esperanza
Spalding a todo pulmón, no era la misma Alice que siempre que cocinaba vaciaba paquetes completos
del pique Texas Pete sobre lo que fuese. No. Diría que eran dos seres totalmente distintos. Aunque quizás
me equivoco y eran el mismo. Quizás esta nueva mujer que me escribía siempre estuvo hibernando
dentro de mi esposa, esperando ese momento en el que pudiese quebrarla como cascarón.

Fue en su último día en la oficina de telemercadeo, según me contó, que conoció al ornitólogo. A veces,
en sus listas de llamadas se colaban números telefónicos que le pertenecían a familias japonesas pero
que, en sus archivos, aparecían a nombres de americanos e ingleses. El ornitólogo contestó la llamada y,
antes de poder excusarse, Alice emprendió con el monólogo que el guión de la empresa indicaba. Al
terminar, el ornitólogo se tardó un segundo en contestar, como si procesase todo la información que le
habían impartido.

—No hablo mucho inglés—balbuceó el hombre.

—Disculpe, señor—dijo Alice, lista para cortar la llamada, pero el hombre la interrumpió.

—¿Cómo se llama, miss? —preguntó.

—Alice, señor, Alice Walsch.

—Alice—repitió y se cortó la conexión.

Tres días después fue que le prestó importancia a la llamada. Y aún entonces, sólo porque el ornitólogo
volvió a contactarla. Estaba en su apartamento preparándose unos fideos cuando sonó el teléfono.
Titubeó antes de contestarlo. Recién había pagado para que lo instalasen. Tomó el auricular pensando
que sería relacionado a los muchos trabajos a los cuales había aplicado. Me dijo que inclusive saludó en
japonés, antes de volver a hacerlo en inglés.

—¿Alice?—preguntaron.

—Sí, ¿quién me habla?


—Soy el Doctor Abe. No me conoces. Hace algunos días llamaste por equivocación—entre palabra y
palabra había una pausa, y Alice casi podía escuchar al hombre pasando de páginas, como si leyese de
un libreto en el que había escrito un parlamento en inglés—no cuelgue, por favor.

—¿Qué desea?—insistió ella, un poco incómoda.

—Llamé a la oficina y me dijeron que ya no trabajabas allí. Me dijeron que estarías buscando trabajo y
como dije que me interesaba contratarte me pasaron tu información personal.

—¿Contratarme para qué?

—Como dije, mi nombre es el Doctor Abe. Era profesor de ornitología en la Universidad de Tokio. Me
especializo en una variedad de temas, pero específicamente en la vocalización aviar, y en las habilidades
cognitivas y comunicativas de ciertas especies… aves que hablan, en resumen… esto parecerá raro,
pero ofrézcame un segundo de su tiempo… Mi hija murió hace cinco años…

ΘΘΘ

Qué lleva a Alice a aceptar la oferta del hombre, no sé. Me dijo que se tardó dos días en devolverle la
llamada. Le permitió al señor Abe explicar de qué constaría, cómo le pagaría, y el por qué de todo el
asunto, y luego le informó que lo pensaría. Me dijo que cuando devolvió el auricular a su lugar, estaba
segura de que lo dejaría pasar. Que esperaría por que apareciera otro trabajo, uno más normal. Uno en el
que quizás no estuviese arriesgando la vida con un loco.

Eso me dijo, pero terminó aceptando, terminó descendiendo por esa incierta madriguera.

Intento imaginármela saliendo de su pequeño apartamento para tomar un poco de aire, para deshacerse
de la sensación de absurdo que le debió haber dejado la llamada. La veo en su chaleco grisáceo, sus
jeans de siempre, el pelo más largo de lo que lo ha tenido en años, caminando entre las masas de
japoneses en trajes de oficina. Todos construidos a partir de la misma tela negra, todos con la misma
camisa blanca, el mismo maletín, los mismos zapatos, todos mirando hacia adelante, sin parpadear,
deteniéndose en los cruces, esperando por la señal, y luego continuando, como coagulo, como una
estampida que ha perdido su frenesí y que ahora marcha monótonamente por una larga chorrera de
asfalto, de vidrio, de plástico. Veo a Alice intentando perderse entre ellos, la veo con la mirada fuerte que
vestía cuando pensaba zambulléndose en esa corriente, y la veo diciéndose que la mayoría de los que la
rodean son más jóvenes que ella y tienen carreras, y tienen familias, y tienen vidas que pasan por
desapercibidas. La veo diciéndose—mintiéndose—que algún día ella tendrá lo mismo, algún día ella será
uno de ellos, pero por ahora no, pero por ahora no porque le falta algo que hacer. Es entonces que se da
de cuentas que tiene que ayudar al ornitólogo, es entonces que sabe que para eso es que está en Japón,
que para ayudar al Doctor Abe fue que me abandonó, que dejó atrás su carrera, su vida que pasa por
desapercibida, que lo mandó todo a la mierda por esa mínima oportunidad de hacer algo que realmente
valiese la pena.

Me engaño, claro.

Lo sé.

ΘΘΘ

Su correo no dejaba espacio para la duda. Al segundo día no había recibido ninguna otra llamada y no le
quedaba suficiente dinero para quedarse en Tokio. Además, esa noche, cuando se acostó a dormir, no
pudo dejar de pensar en la historia que le había contado el ornitólogo.

—Debe ser horrible, Sergio—escribió—tras recibir las cenizas del cadáver de su hija, el señor Abe huyó
de Tokio. Abordó el primer shinkansen, así se llama el tren bala, hacia Kioto, sin decir nada en su empleo,
sin preocuparse por las aves que dejaba en su laboratorio. Tenía otra casa allá. No había ido desde hacía
tres años, cuando enviudó. Allá también tenía un laboratorio—repleto de cotorras, pericos, papagayos, y
otros tipos de aves que imitan la voz humana, importados desde distintas partes del mundo—cuidado por
una anciana a la que conocía desde niño. Fue en verano. Cuando llegó abrió las ventanas, y recorrió la
casa lentamente. Me dijo que había algo en el aire, una brisa ominosa que se escurría a centímetros del
suelo. De las paredes aún colgaban las fotografías familiares, las pinturas de su esposa y los diplomas de
su hija, que en paz descansen las dos. Para huirle a estas, entró al laboratorio, que estaba adjunto a la
casa. Un pequeño aviario personal. Allí, con las luces apagadas, hundido en las sombras se quitó los
espejuelos, se sentó en una esquina y voló en llantos. Un hombre tan recto, tan japonés como el Señor
Abe llorando, rompe el alma. Pero eso no es todo. Escuchó voces dentro de la casa. Regresó al pasillo
pensando que era la señora que se encargaba de las aves, pero no. Provenía del cuarto de su hija. Se
acercó con sigilo. “Hola papá”, dijo su hija y se le detuvo el corazón. “¿Cómo estás, papá?” Por un
momento juró que la veía, que por la ranura inferior de la puerta la veía moviéndose cómo hacía cuando
hablaba por teléfono. Me dice que se vio abriendo la puerta y encontrándola sana y salva, encontrándola
de cuerpo completo. Me dice que juraba que se le había abalanzado encima, y que se habían abrazado, y
se habían besado, y en la calidez de ese apretón supo que había malgastado su vida. Pero, parpadeó. El
señor Abe maldice el momento en el que lo hizo, porque su hija se deshizo, y quedó frente a él una
habitación deshecha, con unos cuadernos colocados encima de la cama, y tres aves, tres grandes aves
volando alrededor del cuarto, asustadas, hablando con la voz de su hija, hablando con las palabras de su
hija, hablando el inglés que hablaba su hija como si se tratase de una mala broma. La señora que cuidaba
las aves me dijo que cuando llegó encontró al señor Abe tirado en el suelo, catatónico. A su alrededor,
estaban las tres aves, muertas. Me dijo que intentó hablarle, pero éste no respondía. Era como si
estuviese en otro mundo, dijo la mujer.

—En el momento que acepté, no sabía nada de esto, por supuesto—continuó—el señor Abe sólo me
contó lo necesario. Lo básico. Su hija y él no habían tenido una buena relación. Mientras que él era un
científico de renombre, y su esposa una pintora de cierto éxito, la joven Kaede quería ser actriz de
Hollywood. Insistía en hablar en inglés, en escribir en inglés, en eliminar su acento para poder hacer el
añorado cruce. Cuando cumplió los dieciocho años, desapareció. El señor Abe dice que Kaede jamás se
enteró que su madre había enfermado de cáncer, tampoco supo que murió queriendo verla. Entonces, un
tiempo después, reapareció. De la noche a la mañana, retomó las llamadas y comenzó a preocuparse por
él. Recibió la noticia del fallecimiento de su madre como si se tratase de un extraño. Como si no le
importase. Las llamadas se hicieron constantes. Diarias. Todas las mañanas, a la misma hora, el señor
Abe conversaba con su hija. O sería más preciso decir que intercambiaban información. Minucias. Era un
intercambio algo frío, que intentaba, pero nunca lograba, la estrechez familiar. A pesar de esto, el viudo
las aceptó con alegrías. Escuchar la voz de su hija, tan parecida con el tiempo a la de su esposa, le era
suficiente. Nunca le mencionó el cambio a Kaede, esa mecanicidad que había adquirido al hablar, por
miedo a perderla nuevamente. Aún cuando el doctor se mudó para Osaka por algunos meses, Kaede
continuó las llamadas. Esas conversaciones eran lo único que le daban algo de paz, dijo la señora que
cuidaba las aves. Una hora antes de su llamada de viernes en la mañana, estando en Osaka, en la
renovada cúspide de su relación paternal, recibe la llamada del hospital diciendo que su hija Kaede acaba
de fallecer en un accidente automovilístico, que la tenían en un hospital de Kioto. Entonces el señor Abe
regresa y encuentra las aves, encuentra los diarios de su hija, escritos en inglés, y descubre que, durante
la última semana de su vida, Kaede estuvo viviendo en esa casa.

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