Está en la página 1de 60

Amor en tiempos del cólera

Gabriel García Márquez


1985
Florentino Ariza Juvenal Urbino

Fermina Daza
Presentación del Dr. Juvenal Urbino
• El doctor Juvenal Urbino lo contempló un instante con el corazón adolorido

como muy pocas veces en los largos años de su contienda estéril contra la

muerte.

• —Pendejo —le dijo—. Ya lo peor había pasado.

• Volvió a cubrirlo con la manta y recobró su prestancia académica. En el año

anterior había celebrado los ochenta con un jubileo oficial de tres días,
Fermina Daza
• En cambio Fermina Daza, su esposa, que entonces tenía setenta y dos años y había perdido ya la andadura
de venada de otros tiempos, era una idólatra irracional de las flores ecuatoriales y los animales domésticos,
y al principio del matrimonio se había aprovechado de la novedad del amor para tener en la casa muchos
más de los que aconsejaba el buen juicio. Los primeros fueron tres dálmatas con nombres de emperadores
romanos que se despedazaron entre sí por los favores de una hembra que hizo honor a su nombre de
Mesalina, pues más demoraba en parir nueve cachorros que en concebir otros diez. Después fueron los
gatos abisinios con perfil de águila y modales faraónicos, los siameses bizcos, los persas palaciegos de ojos
anaranjados, que se paseaban por las alcobas como sombras fantasmales y alborotaban las noches con los
alaridos de sus aquelarres de amor. Durante algunos años, encadenado por la cintura en el mango del
patio, hubo un mico amazónico que suscitaba una cierta compasión porque tenía el semblante atribulado
del arzobispo Obdulio y Rey, y el mismo candor de sus ojos y la elocuencia de sus manos, pero no fue por
eso que Fermina Daza se deshizo de él, sino por su mala costumbre de complacerse en honor de las
señoras.
• Todas las tardes después de la siesta, el doctor Urbino se sentaba con él en la

terraza del patio, que era el lugar más fresco de la casa, y había apelado a los

recursos más arduos de su pasión pedagógica, hasta que el loro aprendió a

hablar el francés como un académico. Después, por puro vicio de la virtud, le

enseñó el acompañamiento de la misa en latín y algunos trozos escogidos del

Evangelio según San Mateo, y trató sin fortuna de inculcarle una noción

mecánica de las cuatro operaciones aritméticas. En uno de sus últimos viajes

a Europa trajo el primer fonógrafo de bocina con muchos discos de moda y de

sus compositores clásicos favoritos. Día tras día, una vez y otra vez durante

varios meses, le hacía oír al loro las canciones de Yvette Guilbert y Aristide

Bruant, que habían hecho las delicias de Francia en el siglo pasado, hasta que

las aprendió de memoria.


• Sin embargo, el día de gloria mayor para el loro fue cuando el
presidente de la República, don Marco Fidel Suárez, con los ministros
de su gabinete en pleno, vinieron a la casa a comprobar la verdad de
su fama. Llegaron como a las tres de la tarde, sofocados por las
chisteras y las levitas de paño que no se habían quitado en tres días
de visita oficial bajo el cielo incandescente de agosto, y tuvieron que
irse tan intrigados como vinieron, porque el loro se negó a decir ni
este pico es mío durante dos horas de desesperación, a pesar de las
súplicas y las amenazas y la vergüenza pública del doctor Urbino.
• —Sinvergüenza —le gritó.
• El loro replicó con una voz idéntica:
• —Más sinvergüenza serás tú, doctor.
•…
• —¡Santísimo Sacramento! —gritó—. ¡Se va a matar!

• El doctor Urbino agarró el loro por el cuello con un suspiro de triunfo: ça y est.
Pero lo soltó de inmediato, porque la escalera resbaló bajo sus pies y él se
quedó un instante suspendido en el aire, y entonces alcanzó a darse cuenta
de que se había muerto sin comunión, sin tiempo para arrepentirse de nada
ni despedirse de nadie, a las cuatro y siete minutos de la tarde del domingo
de Pentecostés. Fermina Daza estaba en la cocina probando
—Sólo Dios sabe cuánto te quise.

Fue una muerte memorable, y no


sin razón.
• Antes de que pudiera agradecerle la visita, él se puso el sombrero en
el sitio del corazón, trémulo y digno, y reventó el absceso que había
sido el sustento de su vida.

• —Fermina —le dijo—: he esperado esta ocasión durante más de


medio siglo, para repetirle una vez más el juramento de mi fidelidad
eterna y mi amor para siempre.
«Lárgate —le dijo—. Y no te dejes ver nunca más en los
años que te queden de vida.» Volvió a abrir por
completo la puerta de la calle que había empezado a
cerrar, y concluyó:

—Que espero sean muy pocos.


Florentino Ariza
Le pareció una visión rara: la hija enseñando a leer a la madre.

La apreciación era incorrecta sólo en parte, porque la mujer era la tía y


no la madre de la niña, aunque la había criado como si lo fuera. La
lección no se interrumpió, pero la niña levantó la vista para ver quién
pasaba por la ventana, y esa mirada casual fue el origen de un
cataclismo de amor que medio siglo después aún no había terminado.
¡Mami!
El primer paso, le dijo, era lograr que ella se diera cuenta de su interés,
para que su declaración no la fuera a tomar por sorpresa y tuviera tiempo
de pensar.

—Pero sobre todo —le dijo—, a la primera que tienes que conquistar no
es a ella sino a la tía.

Ambos consejos eran sabios, sin duda, pero tardíos. En realidad, el día en
que Fermina Daza descuidó un instante la lección de lectura que estaba
dándole a la tía, y levantó la vista para ver quién pasaba por el corredor,
Florentino Ariza la había impresionado por su aura de desamparo.
• —Pobrecito —había dicho la tía—. No
se atreve a acercarse porque voy
contigo, pero un día lo intentará si sus
intenciones son serias, y entonces te
entregará una carta.
Le habló con la cabeza alzada y con una determinación que sólo volvería a tener medio siglo
después, y por la misma causa.

—Lo único que le pido es que me reciba una carta —le dijo.

No era la voz que Fermina Daza esperaba de él: era nítida, y con un dominio que no tenía nada que
ver con sus maneras lánguidas. Sin apartar la vista del bordado, le contestó: «No puedo recibirla
sin el permiso de mi padre».

Florentino Ariza se estremeció con el calor de aquella voz, cuyos timbres apagados no iba a olvidar
en el resto de su vida. Pero se mantuvo firme, y replicó de inmediato: «Consígalo». Luego dulcificó
la orden con una súplica: «Es un asunto de vida o muerte». Fermina Daza no lo miró, no
interrumpió el bordado, pero su decisión entreabrió una puerta por donde cabía el mundo entero.

—Vuelva todas las tardes —le dijo— y espere a que yo cambie de silla.
Mamá

• —Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo


que puedas —le decía—, que estas cosas no duran
toda la vida.
Pero cuando llegó la propuesta formal se sintió desgarrada por el
primer arañazo de la muerte. Presa de pánico se lo contó a la tía
Escolástica, y ella asumió la consulta con la valentía y la lucidez que no
había tenido a los veinte años cuando se vio forzada a decidir su propia
suerte.
—Contéstale que sí —le dijo—. Aunque te estés muriendo de miedo,
aunque después te arrepientas, porque de todos modos te vas a
arrepentir toda la vida si le contestas que no.
Sin embargo, Fermina Daza estaba tan confundida que pidió un plazo
para pensarlo. Pidió primero un mes, luego otro y otro, y cuando se
cumplió el cuarto mes sin respuesta volvió a recibir la camelia blanca,
pero no sola dentro del sobre como las otras veces, sino con la
notificación perentoria de que ésta era la última: o ahora o nunca.
• Está bien, me caso con usted si
me promete que no me hará
comer berenjenas.
—Venga conmigo, jovencito —le dijo—. Usted y yo tenemos que hablar cinco minutos, de

hombre a hombre

No me fuerce a pegarle un tiro —dijo.

Florentino Ariza sintió que las tripas se le llenaron de una espuma fría. Pero la voz no le

tembló, porque también él se sintió iluminado por el Espíritu Santo.

—Péguemelo —dijo, con la mano en el pecho—. No hay mayor gloria que morir por amor.

Lorenzo Daza tuvo que mirarlo de lado, como los loros, para encontrarlo con el ojo

torcido.

No pronunció las tres palabras sino que pareció escupirlas sílaba por sílaba:

—¡Hi-jo-de-pu-ta!

Aquella misma semana se llevó a la hija al viaje del olvido.


A sus espaldas, tan cerca de su oreja que sólo ella pudo escucharla
en el tumulto, había oído la voz:
—Éste no es un buen lugar para una diosa coronada.

Ella volvió la cabeza y vio a dos palmos de sus ojos los otros ojos
glaciales, el rostro lívido, los labios petrificados de miedo, tal como
los había visto en el tumulto de la misa.

• Florentino Ariza sonrió, trató de decir algo, trató de seguirla, pero


ella lo borró de su vida con un gesto de la mano.
• —No, por favor —le dijo—. Olvídelo.
—Cómo será de noble esta ciudad —decía— que tenemos
cuatrocientos años de estar tratando de acabar con ella, y
todavía no lo logramos.

Estaban a punto, sin embargo. La epidemia de cólera morbo,


cuyas primeras víctimas cayeron fulminadas en los charcos del
mercado, había causado en once semanas la más grande
mortandad de nuestra historia.
El doctor Juvenal Urbino le pidió a la enferma que se sentara, y le abrió
la camisa de dormir hasta la cintura con un cuidado exquisito: el pecho
intacto y altivo, de pezones infantiles, resplandeció un instante como
un fogonazo en las sombras de la alcoba, antes de que ella se
apresurara a ocultarlo con los brazos cruzados. Imperturbable, el
médico le apartó los brazos sin mirarla, y le hizo la auscultación directa
con la oreja contra la piel, primero el pecho y luego la espalda.
El diagnóstico fue una infección intestinal de origen alimenticio
—Está como una rosa recién nacida —dijo él.

—Gracias.

—A Dios —dijo él, y citó mal a Santo Tomás—: Recuerde que


todo lo que es bueno, venga de donde viniere, proviene del
Espíritu Santo. ¿Le gusta la música?
Una noche que interrumpió la lectura más temprano que de costumbre, se dirigía
distraído a los retretes cuando una puerta se abrió a su paso en el comedor desierto,
y una mano de halcón lo agarró por la manga de la camisa y lo encerró en un
camarote. Apenas si alcanzó a sentir el cuerpo sin edad de una mujer desnuda en las
tinieblas, empapada en un sudor caliente y con la respiración desaforada, que lo
empujó boca arriba en la litera, le abrió la hebilla del cinturón, le soltó los botones y
se descuartizó a sí misma acaballada encima de él, y lo despojó sin gloria de la
virginidad. Ambos cayeron agonizando en el vacío de un abismo sin fondo oloroso a
marisma de camarones. Ella yació después un instante sobre él, resollando sin aire, y
dejó de existir en la oscuridad.

—Ahora, váyase y olvídelo —le dijo—. Esto no sucedió nunca.


• Esta certidumbre halagadora aumentó la ansiedad de Florentino
Ariza, que en la cúspide del gozo había sentido una revelación que no
podía creer, que inclusive se negaba a admitir, y era que el amor
ilusorio de Fermina Daza podía ser sustituido por una pasión terrenal.
Registro y memorias. ¡Más de 600 mujeres!
• nada de lo que se haga en la cama es inmoral si contribuye a
perpetuar el amor. Y algo que había de ser desde entonces la razón de
su vida: la convenció de que uno viene al mundo con sus polvos
contados, y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena,
voluntaria o forzosa, se pierden para siempre.
• La señorita Bárbara Lynch, doctora en teología, era la hija única del
reverendo Jonathan B. Lynch, un pastor protestante, negro y enjuto,
que andaba en una mula por los caseríos indigentes de la marisma,
predicando la palabra de uno de los tantos dioses que el doctor
Juvenal Urbino escribía con minúscula para distinguirlos del suyo.
La señorita Lynch, en cambio, se abandonó en sus manos, y cuando no tuvo ninguna duda de que el médico ya no
estaba pensando en su ciencia, dijo:

—Yo creía que esto era no permitido por la ética. Él estaba tan ensopado de sudor como si saliera vestido de un
estanque, y se secó las manos y la cara con una toalla.

—La ética —dijo— se imagina que los médicos somos de palo.

Ella le tendió una mano agradecida.

—El hecho de que yo lo creía no quiere decir que no se pueda hacer —dijo—. Imagínate lo que será para una
pobre negra como yo que se fije en mí un hombre con tanto ruido.

—No he dejado de pensar en usted un solo instante —dijo él.

Fue una confesión tan trémula que hubiera sido digna de lástima. Pero ella lo puso a salvo de todo mal con una
carcajada que iluminó el dormitorio.

—Lo sé desde que te vi en el hospital, doctor —dijo—. Negra soy, pero no bruta.
• Fermina Daza no podía imaginarse que aquella carta suya, instigada
por una rabia ciega, pudiera ser interpretada por Florentino Ariza
como una carta de amor.

• Había puesto en ella toda la furia de que era capaz, sus palabras más
crueles, los oprobios más hirientes, e injustos además, que sin
embargo le parecían ínfimos frente al tamaño de la ofensa.
Florentino Ariza tomó un café negro, mirando a la niña sin hablar,
mientras ella se comía el helado con una cuchara de mango muy largo
para alcanzar el fondo de la copa. Sin dejar de mirarla, él le dijo de
pronto:

—Me voy a casar.

Ella lo miró a los ojos con un destello de incertidumbre, sosteniendo la


cuchara en el aire, pero en seguida se repuso y sonrió.

—Es embuste —dijo—. Los viejitos no se casan.


«Hace un siglo me cagaron la vida con ese pobre hombre porque
éramos demasiado jóvenes, y ahora nos lo quieren repetir porque
somos demasiado viejos». Encendió un cigarrillo con la colilla del otro,
y acabó de sacarse el veneno que le carcomía las entrañas.

—Que se vayan a la mierda —dijo—. Si alguna ventaja tenemos las


viudas, es que ya no nos queda nadie que nos mande.

No hubo nada que hacer.


—Sigamos derecho, derecho, derecho, otra vez hasta La Dorada.

Fermina Daza se estremeció, porque reconoció la antigua voz iluminada por la gracia del Espíritu Santo y miró al capitán:

él era el destino. Pero el capitán no la vio porque estaba anonadado por el tremendo poder de inspiración de Florentino

Ariza.

—¿Lo dice en serio? —le preguntó.

—Desde que nací —dijo Florentino Ariza—, no he dicho una sola cosa que no sea en serio.

El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a

Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la

muerte, la que no tiene límites.

—¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? —le preguntó.

Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.

—Toda la vida —dijo.

También podría gustarte