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Fermina Daza
Presentación del Dr. Juvenal Urbino
• El doctor Juvenal Urbino lo contempló un instante con el corazón adolorido
como muy pocas veces en los largos años de su contienda estéril contra la
muerte.
anterior había celebrado los ochenta con un jubileo oficial de tres días,
Fermina Daza
• En cambio Fermina Daza, su esposa, que entonces tenía setenta y dos años y había perdido ya la andadura
de venada de otros tiempos, era una idólatra irracional de las flores ecuatoriales y los animales domésticos,
y al principio del matrimonio se había aprovechado de la novedad del amor para tener en la casa muchos
más de los que aconsejaba el buen juicio. Los primeros fueron tres dálmatas con nombres de emperadores
romanos que se despedazaron entre sí por los favores de una hembra que hizo honor a su nombre de
Mesalina, pues más demoraba en parir nueve cachorros que en concebir otros diez. Después fueron los
gatos abisinios con perfil de águila y modales faraónicos, los siameses bizcos, los persas palaciegos de ojos
anaranjados, que se paseaban por las alcobas como sombras fantasmales y alborotaban las noches con los
alaridos de sus aquelarres de amor. Durante algunos años, encadenado por la cintura en el mango del
patio, hubo un mico amazónico que suscitaba una cierta compasión porque tenía el semblante atribulado
del arzobispo Obdulio y Rey, y el mismo candor de sus ojos y la elocuencia de sus manos, pero no fue por
eso que Fermina Daza se deshizo de él, sino por su mala costumbre de complacerse en honor de las
señoras.
• Todas las tardes después de la siesta, el doctor Urbino se sentaba con él en la
terraza del patio, que era el lugar más fresco de la casa, y había apelado a los
Evangelio según San Mateo, y trató sin fortuna de inculcarle una noción
sus compositores clásicos favoritos. Día tras día, una vez y otra vez durante
varios meses, le hacía oír al loro las canciones de Yvette Guilbert y Aristide
Bruant, que habían hecho las delicias de Francia en el siglo pasado, hasta que
• El doctor Urbino agarró el loro por el cuello con un suspiro de triunfo: ça y est.
Pero lo soltó de inmediato, porque la escalera resbaló bajo sus pies y él se
quedó un instante suspendido en el aire, y entonces alcanzó a darse cuenta
de que se había muerto sin comunión, sin tiempo para arrepentirse de nada
ni despedirse de nadie, a las cuatro y siete minutos de la tarde del domingo
de Pentecostés. Fermina Daza estaba en la cocina probando
—Sólo Dios sabe cuánto te quise.
—Pero sobre todo —le dijo—, a la primera que tienes que conquistar no
es a ella sino a la tía.
Ambos consejos eran sabios, sin duda, pero tardíos. En realidad, el día en
que Fermina Daza descuidó un instante la lección de lectura que estaba
dándole a la tía, y levantó la vista para ver quién pasaba por el corredor,
Florentino Ariza la había impresionado por su aura de desamparo.
• —Pobrecito —había dicho la tía—. No
se atreve a acercarse porque voy
contigo, pero un día lo intentará si sus
intenciones son serias, y entonces te
entregará una carta.
Le habló con la cabeza alzada y con una determinación que sólo volvería a tener medio siglo
después, y por la misma causa.
—Lo único que le pido es que me reciba una carta —le dijo.
No era la voz que Fermina Daza esperaba de él: era nítida, y con un dominio que no tenía nada que
ver con sus maneras lánguidas. Sin apartar la vista del bordado, le contestó: «No puedo recibirla
sin el permiso de mi padre».
Florentino Ariza se estremeció con el calor de aquella voz, cuyos timbres apagados no iba a olvidar
en el resto de su vida. Pero se mantuvo firme, y replicó de inmediato: «Consígalo». Luego dulcificó
la orden con una súplica: «Es un asunto de vida o muerte». Fermina Daza no lo miró, no
interrumpió el bordado, pero su decisión entreabrió una puerta por donde cabía el mundo entero.
—Vuelva todas las tardes —le dijo— y espere a que yo cambie de silla.
Mamá
hombre a hombre
Florentino Ariza sintió que las tripas se le llenaron de una espuma fría. Pero la voz no le
—Péguemelo —dijo, con la mano en el pecho—. No hay mayor gloria que morir por amor.
Lorenzo Daza tuvo que mirarlo de lado, como los loros, para encontrarlo con el ojo
torcido.
No pronunció las tres palabras sino que pareció escupirlas sílaba por sílaba:
—¡Hi-jo-de-pu-ta!
Ella volvió la cabeza y vio a dos palmos de sus ojos los otros ojos
glaciales, el rostro lívido, los labios petrificados de miedo, tal como
los había visto en el tumulto de la misa.
—Gracias.
—Yo creía que esto era no permitido por la ética. Él estaba tan ensopado de sudor como si saliera vestido de un
estanque, y se secó las manos y la cara con una toalla.
—El hecho de que yo lo creía no quiere decir que no se pueda hacer —dijo—. Imagínate lo que será para una
pobre negra como yo que se fije en mí un hombre con tanto ruido.
Fue una confesión tan trémula que hubiera sido digna de lástima. Pero ella lo puso a salvo de todo mal con una
carcajada que iluminó el dormitorio.
—Lo sé desde que te vi en el hospital, doctor —dijo—. Negra soy, pero no bruta.
• Fermina Daza no podía imaginarse que aquella carta suya, instigada
por una rabia ciega, pudiera ser interpretada por Florentino Ariza
como una carta de amor.
• Había puesto en ella toda la furia de que era capaz, sus palabras más
crueles, los oprobios más hirientes, e injustos además, que sin
embargo le parecían ínfimos frente al tamaño de la ofensa.
Florentino Ariza tomó un café negro, mirando a la niña sin hablar,
mientras ella se comía el helado con una cuchara de mango muy largo
para alcanzar el fondo de la copa. Sin dejar de mirarla, él le dijo de
pronto:
Fermina Daza se estremeció, porque reconoció la antigua voz iluminada por la gracia del Espíritu Santo y miró al capitán:
él era el destino. Pero el capitán no la vio porque estaba anonadado por el tremendo poder de inspiración de Florentino
Ariza.
—Desde que nací —dijo Florentino Ariza—, no he dicho una sola cosa que no sea en serio.
El capitán miró a Fermina Daza y vio en sus pestañas los primeros destellos de una escarcha invernal. Luego miró a
Florentino Ariza, su dominio invencible, su amor impávido, y lo asustó la sospecha tardía de que es la vida, más que la
—¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? —le preguntó.
Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.