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Destierros (Liliana Bodoc)

Recuerdo claramente a doña Mabel porque fue la primera persona que odié.
Hubo años en los que un vecino podía significar la vida o la muerte. Una sonrisa diaria, un
poquito de aceite si se había acabado justo el domingo a la noche. O un auténtico peligro.
Nuestra vecina se llamaba Mabel. Decían que su esposo la había dejado para irse con una
prima. ¿Prima de él? ¿Prima de ella? Ahora advierto que nunca tuve ese dato.
Como sea, no hay desdicha matrimonial que alcance para justificar tanta maldad, tanta
dureza. Porque fue maldad. ¿Qué otra cosa si no? Miedo no pudo ser. Ella nos conocía muy
bien; sabía que mi mamá se ocupaba de cuanto abandonado andaba por la calle, y que cantaba
canciones de la Guerra Civil Española mientras sacudía la biblioteca o regaba las plantas.
Mabel también sabía que mi papá era profesor de Filosofía en la facultad, y que no escondía
nada malo detrás de su barba y sus anteojos gruesos. Lo sabía, pero no le importó
condenarnos.
Al principio nos reímos de ella y de su evidente desconfianza. Pero no nos preocupamos, ni
le quitamos el saludo. Al contrario, mi mamá insistía en darle charla; comentarios que Mabel
respondía con monosílabos.
Sin embargo, el 24 de marzo de 1976 todo cambió.
A partir de esa madrugada, cualquier denuncia alcanzaba para desatar una tragedia.
⧫⧫⧫
Barcelona, 1.º de enero de 1977.
Soy yo, su vecino.
¿Se acuerda de mí? ¿Y de mi mamá? ¿Se acuerda de nosotros, Mabel? Le escribo por dos
asuntos. El primero es contarle que ayer pasamos el Año Nuevo más triste de nuestras vidas.
Mi mamá, que está muy flaca porque vomita todo lo que come, quiso disimular y no pudo. A
las doce en punto, dejó de resistir y se puso a llorar… Y mi papá, Mabel, mi papá también se
puso a llorar. El segundo motivo es decirle que la odio con toda mi alma, que quiero que la
pase mal, que quiero que viva mal y que se muera mal. Usted dijo «subversivos», cuando
conocía muy bien las consecuencias de esa palabra.
Usted dijo: «En esa casa hay mucho movimiento de gente joven, entrando y saliendo a
cualquier hora». Usted habló del Vasco como de un guerrillero, y lo vinieron a buscar. El
Vasco era un alumno de mi viejo, y estaba en mi casa intentando salvar su vida. El Vasco era
puro pensamiento y puro sueño, incapaz de matar a una mosca… Por esos días, estaba
leyendo a un poeta turco[2] que había estado diez años preso… El Vasco estaba maravillado.
Pero usted cumplió con su deber de «buena ciudadana»: habló con su sobrino, el militar.
Nunca me voy a olvidar, porque no quiero olvidarlo, de los dos autos estacionando frente a la
puerta, cuando estábamos comiendo pizza. El miedo ocupó toda la casa. El Vasco se agarró
fuerte de la camisa de mi papá y suplicó. Pero, claro, fue inútil. Se lo llevaron.
Cuando tuvimos que irnos, escondí en mi valija el libro del poeta turco.
Le juro que sueño con volver a vengarme de usted y de su perrito. Porque también odio a su
perrito.
Barcelona, 12 de febrero de 1977.
A lo mejor creía que no iba a volver a escribirle pero ya ve, aquí estoy. Allá es verano. Y yo,
igual que usted, debería tener calor. Sin embargo, tengo frío, mucho frío. Y eso es porque
estoy en otro continente, en otro hemisferio, en otro mundo.
Ya le dije que la odio. Ahora me gustaría enumerar las razones:
—Porque mataron al Vasco la madrugada siguiente.
—Porque mi mamá no puede sanarse de su pena.
—Porque tuve que dejar mi barrio, mis amigos. Y tuve que dejar a Paloma.
—Porque mi abuela se murió sin nosotros.
—Porque mi papá se siente culpable.
—Porque nos arrebató la vida entera.
Pero sobre todo, la odio porque me enseñó a odiar. Yo no conocía el odio, se lo juro. A veces
estaba enojado, celoso. A veces estaba resentido o avergonzado. Pero odiar, eso no. ¡Usted
debe saberlo bien! Odiar es lo peor del mundo… Ensucia con una mugre que no sale, pesa
como una bolsa de piedras en la espalda, duele como si tuviésemos agujas atravesadas en las
rodillas. Ensucia, pesa, duele. Y hasta pica. El odio pica por dentro, donde uno no puede
rascarse.
Voy a caminar hasta el correo respirando veneno sobre esta carta.
Barcelona, junio de 1978.
Hola, Mabel. Me imagino que debe estar muy contenta porque salimos campeones. ¿Festejó
con una banderita en la mano? Nosotros no. Nosotros no festejamos. Desde lejos, la pelota es
la cabeza de un hombre, los cantos en los estadios son alaridos, y esa copa que alzaron está
llena de sangre.
Le cuento para que se ponga más contenta todavía: mis padres se separaron. Mi viejo
encontró trabajo en una universidad de Madrid y se fue. Es raro, ¿no? Aquí hay mucha gente
que nos ayuda y nos quiere. Cande, por ejemplo, aprendió a hacer comidas argentinas y nos
invita todos los domingos. En cambio usted, que me vio crecer, nos destruyó la vida. Déjeme
decirle que hay un muerto enterrado en el jardín de su casa.
Estoy cansado de decir que la odio. Felicitaciones por el campeonato.
Abril de 1979.
¿Vio? Usted creía que ya no va a recibir mis cartas y un día, ¡pum!, le llega. Así como
¡pum!, llegó el auto verde a llevarse al Vasco.
Barcelona es una ciudad hermosa, aprendí a quererla. Pero mi barrio, el de allá, es mucho
más lindo. Lindo más allá de la realidad, como todas las cosas que amamos.
Acá hay muchas mujeres que se llaman Paloma. Pero la mía, la del diente chuequito, esa no
está. Y no creo que pueda recuperarla.
Por aquí vamos mejorando. Tenemos amigos de todos colores. ¿Sabe?, hay mucha gente
lejos de su tierra y todos ellos tienen la misma mirada. Muchas veces nos juntamos a cantar.
Los argentinos tenemos nuestras favoritas:
«Mi Buenos Aires querido, cuando yo te vuelva a ver…».
«Hubo un tiempo en que fui hermoso, y fui libre de verdad…».
«Romperá la tarde mi voz, hasta el eco de ayer…».
Usted no canta. Nunca la escuché cantar.
Barcelona, 1982.
¿Y ahora qué me dice? ¡Cuénteme! ¿Está feliz con la guerra?
Usted debe estar vieja, a pesar de que no pasaron tantos años.
Dígame, Mabel, ¿qué hacemos con esta guerra? Usted que siempre tenía una respuesta para
todo, y hablaba como si dijera amén.
Ojo, que esto no es otro mundial. Mire que aquí van a quedar muertos que no tienen barba ni
pelo largo. Más tumbas injustas en nuestra patria. ¿Eso la pone contenta?
Barcelona, noviembre de 1982.
Hola, Mabel. Escribo para contarle que volvemos a casa la semana que viene. Y que mi
viejo, que se enamoró de una gallega, se queda acá. Ya sé lo que está pensando: ¡Qué otra
cosa se podía esperar de estos zurditos, depravados, inmorales!
Voy a ir a saludarla. Espéreme en la ventana. Ya sabe, la del frente, esa que le sirve para
espiar. Pensé en muchas cosas para decirle. Pensé que no estaría tan mal escupirla. Pensé,
pero todavía no lo decidí.
Hasta pronto.
⧫⧫⧫
Aquella vez, aterrizar fue volver a nacer. Antes de sacarse el cinturón de seguridad, mi
mamá me abrazó fuerte.
Bajamos la escalerilla sonriendo. Hicimos sonriendo el trámite de la aduana. Sonriendo,
buscamos el equipaje. Y atravesamos sonriendo la puerta de salida. Entonces sí, cuando
vimos los rostros queridos, perdidos durante tantos años, la sonrisa se nos deshizo en llanto.
Llanto bueno, el que limpia y repara.
Pasaron varios días hasta que tomé el coraje necesario para volver al barrio. Eran las horas
vacías de la siesta. Mi casa ya no estaba. Después de confiscarla, la dejaron irreconocible.
Lo primero que hice fue mirar las cortinas de la ventana de Mabel que, extrañamente, no
estaban corridas hacia un costado, dándole espacio a un ojo. Pensé que sería mejor tomarla
por sorpresa.
Aunque me molesta admitirlo, estaba nervioso. Temblaba. Las manos no me hacían caso.
Toqué el timbre y escuché el mismo sonido crispado de siempre. El perro no ladró. Seguro ya
se había muerto. ¿Y Mabel? Por primera vez pensé que podría haber muerto. Entonces se oyó
el ruido de la traba y la puerta se abrió apenas.
—Hola, Mabel.
Ahí estaba, más vieja, más sola. Contra mi suposición, abrió la puerta por completo y me
miró. ¿Cuál era el sentimiento que marcó su rostro? Nunca voy a poder nombrarlo, ninguna
palabra lo abarca.
Para ese momento, yo había abandonado la idea de insultarla. Y dije lo que dije de un solo
tirón.
—¿Se acuerda del Vasco? ¿El que usted mandó a matar? Él tenía el libro de un poeta turco
que había estado diez años preso. Y cuando salió dijo que solamente se había arruinado su
hígado. Dijo que su corazón y su pensamiento eran los mismos. ¿Se da cuenta de que inútil
fue la crueldad? El mismo corazón y el mismo pensamiento.

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