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ENTELEKIA FILOSÓFIK

CLASE 3
En esta clase empezamos complementando la información sobre el narrador en primera
persona del que le hablamos en la lección anterior. Pero también damos el salto a otro tipo de
narradores, como el narrador omnisciente.

No obstante, empezamos por el principio. Esa primera persona a la que tanto jugo podemos
sacar. Y a este respecto proponemos no solo escribir desde primera persona sino hacer el
ejercicio de intentar hacerlo con formas peculiares. Es así como hemos llegado al relato en forma
de listas.

Este tipo de relatos hace uso de enumeraciones, descripciones y comparaciones para contarnos
una historia de forma dinámica, a través de elementos destacados que agilizan la historia. Ya se
ha explicado en el vídeo, junto con otros recursos adicionales, no obstante, con ánimo de no
confundir, y para que tengamos claro qué es un relato en forma de lista atendamos al ejemplo
que les propongo en el mismo vídeo, un relato de Amy Hempel que también nos va a servir a
continuación para destacar otros recursos que nos conviene saber utilizar para enriquecer y
buscar nuestro propio estilo.

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EJEMPLO DE RELATO EN FORMA DE LISTAS de Amy Hempel

“El Cementerio donde está enterrado Al Jolson” de Amy Hempel

El cuento pertenece al volumen "Razones para vivir" de 1985.

La versión es la de Silvia Barbero.

Cuéntame cosas que no me importe olvidar —dijo ella—. Que sean banalidades; de lo contrario,
déjalo.

Empecé. Le conté que los insectos vuelan cuando llueve y que nunca se mojan porque
no les cae una sola gota encima. Le conté que nadie en Estados Unidos había tenido un
magnetófono antes de que Bing Crosby se comprase uno. Le conté que la luna tiene forma de
plátano... que, cuando la vemos llena, la estamos viendo de canto.

La cámara hizo que me cohibiese y me callé. Nos enfocaba desde un soporte instalado
en el techo, como esas cámaras que utilizan en los bancos para fotografiar a los ladrones. Nos
enfocaba para dirigir la señal a las enfermeras que estaban al fondo del pasillo en la Unidad de
Cuidados Intensivos.

—Sigue, chica —dijo—. Ya te acostumbrarás a ellas.

Tenía público. Seguí. ¿Sabía ella que Tammy Wynette había cambiado la letra de su
canción? En serio. Que ahora canta «Apoya a tus amigos» en vez de «Apoya a tu hombre». Que
Paul Anka había hecho lo mismo, le dije. Ahora canta «Vas a tener un hijo nuestro», en vez de
«Un hijo mío». Que estaba ya harto de las quejas de las feministas.

—¿Qué más? —me preguntó—. ¿Sabes algo más?

Oh, sí.

Para ella siempre sabría algo más.

—¿Sabías que la primera vez que enseñaron a hablar a una chimpancé mintió? Cuando
le preguntaron quién se lo había hecho en la mesa de trabajo, dio por señas el nombre del
limpiador. Y cuando la presionaron, dijo que lo sentía mucho, que en realidad había sido el
director del proyecto. Pero ella era madre, de modo que me imagino que tendría sus razones.

—Oh, eso está bien —asintió—. Una parábola.

—Hay más anécdotas sobre esa chimpancé —le dije—. Pero te romperían el corazón.

—No, gracias —y se rasca la mascarilla.

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Parecemos dos forajidas buenas. Buenas o malas, yo aún no me acostumbro a la mascarilla.


Siempre estoy tocando la parte caliente por donde sale, gracias a Dios, mi aliento. Ella está
acostumbrada a la suya. Sólo se ata las cintas de arriba. Las otras —como buena profesional que
es ya— las deja colgando.

Llamamos a este lugar Hospital Marcus Welby, en honor a la serie televisiva. Es ese
edificio blanco con palmeras que aparecía como fondo de los títulos de crédito de aquella serie.
Un hospital de Hollywood, aunque, en realidad, está varios kilómetros hacia el Oeste. Fuera del
campo visual de la cámara, al otro lado de la calle, hay una playa.

Me presenta a una enfermera como la Mejor Amiga. El artículo es más íntimo que el pronombre
posesivo. Me da a entender que ellas son las íntimas, la enfermera y mi amiga.

—Le contaba que en los viejos tiempos tomábamos ginger ale, de la marca Canadá Dry,
y nos hacíamos a la idea de que estábamos en Canadá.

—Así de tontas éramos —digo.

—Podríais ser hermanas —dice la enfermera.

Me apuesto a que están preguntándose por qué he tardado tanto tiempo en llegar a
este sitio tan glamuroso. Pero, ¿se lo preguntan?

No se preguntan nada.

Dos meses, y, ¿cuánto se tarda en llegar en coche?

La mejor explicación que puedo dar es la siguiente: tengo un amigo que trabajó durante
un verano en un depósito de cadáveres. Me contaba anécdotas de ese lugar. La que más me
impresionó no fue la más horripilante, pero fue la que más me impactó. Un hombre tuvo un
accidente y destrozó su coche en la carretera 101, en dirección al Sur. No perdió el conocimiento.
Pero se le había desgarrado un brazo hasta el hueso mismo y, cuando lo vio... le dio un susto de
muerte.

Es decir, que se murió.

De modo que no me había atrevido a mirar más de cerca. Pero ahora lo hago, y espero
sobrevivir.

Se sacude una mantita de verano, dejando al descubierto una pierna que no querrías ver por
nada del mundo. Si exceptuamos eso, al mirarla comprendes que la ley exija que haya dos
personas con el cuerpo en todo momento.

—He pensado en algo —dice—. Lo pensé anoche. Creo que aquí hace muchísima falta,
y con urgencia. Ya sabes, que alguien lo haga por ti cuando no puedes hacerlo tú misma,
pongamos por caso. Les llamas siempre que quieras... Por ejemplo, cuando no hay más remedio.

Coge el teléfono de la mesilla y se enrolla el cable alrededor del cuello.

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—¡Mira! —exclama—. Fin del trayecto. —Sigue hablando, aunque aturdida por algo.
Pero no sé por qué—. No consigo acordarme —me asegura—. Según la psiquiatra Kübler-Ross,
¿qué paso venía después de la Negación?

Creo recordar que el siguiente era la Ira. Después venían el Regateo, la Depresión y así
sucesivamente. Pero me guardo mis suposiciones.

—Lo único que falta saber es... cuándo viene la Resurrección. Dios sabe que me gustaría
hacerlo según mandan los cánones. Pero esa psiquiatra omitió la Resurrección.

Se ríe y me aferró a esa risa de la misma manera en que alguien colgado sobre un barranco se
aterra a la cuerda que le lanzan.

—Cuéntame lo de la chimpancé que habla con las manos. ¿Qué hacen cuando el
experimento termina y la chimpancé dice «No quiero volver al zoológico»? —como no contesto,
añade—: Vale, entonces cuéntame otra historia de animales. Me gustan las historias de
animales. Pero que no sea morbosa..., no quiero saber nada de perros guías que se quedan
ciegos.

No, no pensaba contarle ninguna historia morbosa.

—¿Qué te parece una de perros para sordos? —le pregunto—. No están perdiendo
audición, pero están volviéndose muy críticos. Por ejemplo, está la de ese perro labrador de
Nueva Jersey que despierta a la madre sorda y la arrastra al dormitorio de su hija porque la niña
está leyendo con una linterna debajo de las sábanas.

—Me estás matando —dice—. Sí, estás matándome del todo.

—Dicen que los perros inteligentes obedecen, pero que los más inteligentes saben
cuándo deben desobedecer.

—Sí, los más inteligentes saben cuándo deben desobedecer. Ahora mismo, por ejemplo.

Está flirteando con el Buen Doctor, que acaba de entrar. A diferencia del Mal Doctor, que
comprueba el gotero antes de dar los buenos días, el Buen Doctor dice cosas como «Dios no les
dio a los epilépticos un tembleque elegante». El Buen Doctor se adjudica puntos por los
minusválidos que podría haber atropellado en el aparcamiento. Como el Buen Doctor está un
poco enamorado de ella, dice que quizás un año. Acerca una silla a la cama y sugiere que a lo
mejor me gustaría pasar una hora en la playa.

—Cuando vuelvas, tráeme algo. De la playa o de la tienda de regalos —me dice—.


Aunque sea feo.

El médico corre la cortina de la cama.

—¡Espera! —grita ella.

Me asomo.

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—Cualquier cosa, salvo una suscripción a una revista.

El médico aparta la mirada.

Veo que su boca esboza una sonrisa.

Con frecuencia, lo que parece peligroso no lo es..., como, por ejemplo, las serpientes negras o
las turbulencias en un cielo despejado. Mientras que las cosas que están ahí mismo, como esta
playa, están cargadas de peligros. Un polvo amarillo que asciende de la tierra, el calor que hace
madurar los melones por la noche... Son señales inequívocas que presagian terremotos. Puedes
estar sentada aquí, trenzando tranquilamente los flecos de tu toalla, y la arena, de repente, te
traga igual que un reloj de arena. El aire brama. En los apartamentos baratos de la costa, las
bañeras se llenan solas y los jardines se levantan y se enrollan igual que olas verdes. Si no ocurre
nada, el polvo irá a la deriva y el calor aumentará hasta que el temor se convierta en deseo. Sólo
una catástrofe puede apaciguar esos nervios.

—Nunca se da cuando piensas en él, ¿verdad? —comentó una vez—. Terremoto, terremoto,
terremoto.

—Terremoto, terremoto, terremoto —repetí yo.

Y no nos cansábamos de decirlo, como el aviofóbico que mantiene el avión en el aire


con sus oraciones, hasta que una réplica resquebrajó el techo de la habitación.

Aquello ocurrió después del terremoto grande del 72. Estábamos en la universidad.
Nuestro dormitorio se encontraba a ocho kilómetros del epicentro. Cuando terminó el
corrimiento y mi pulso farfullero empezó a desacelerarse, ella hizo un bebedizo mezclando cinco
partes de champán con una de zumo de naranja, y bromeó con la idea de vivir en Ocean View,
Kansas. Le ofrecí llevarla en coche a Hawai, con arreglo a las teorías del nuevo mundo que, según
pronosticaban los videntes, afloraría para la próxima vez, o la siguiente.

Ahora no podría decir esa palabra... siguiente.

—¿La siguiente de quién? —podría haberme preguntado ella.

¿Era yo la única en percibir que los expertos habían dejado de decir si y ahora hablaban de
cuándo7. Desde luego que no. Los temerosos podían contarse por miles. Observábamos a los
escarabajos japoneses, a la busca de algún cambio en su comportamiento. Cualquier cambio
podría significar una intensificación de la violencia natural.

Quería que ella tuviese tanto miedo como yo. Pero me decía:

—No sé, pero el caso es que no tengo miedo.

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No le tenía miedo a nada, ni siquiera a volar.

Cuando tengo que viajar en avión, sueño que nos abrochamos el cinturón y que el avión
avanza por la pista. Despega a unos cincuenta y cinco kilómetros por hora, y después ya estamos
en el aire, rozando las copas de los árboles. Aun así, llegamos puntualmente a Nueva York.

Es muy agradable.

Una noche volé a Moscú de esa manera.

Sólo una vez había volado ella conmigo. Aquella vez que voló conmigo, comía nueces de
macadamia mientras las alas pegaban botes. Sabe que la punta de las alas puede inclinarse
nueve metros hacia arriba o hacia abajo sin que el avión se caiga. Ella se lo cree. Confía en las
leyes de la aerodinámica. Mi mente se desbarajusta. Me cuesta trabajo aceptar que un buque
de guerra flote, ya que todo el mundo sabe que el acero se hunde.

Ahora veo miedo en su cara, y no voy a procurar ahuyentárselo. Hace bien en tener
miedo.

Después de un temblor, las noticias de las seis emiten la secuencia de una película en la
que un grupo de alumnos de primer grado, a instancias de su maestra, amonestan al patio de
recreo destrozado.

—Tierra mala —gritan, porque la ira es más fuerte que el miedo.

Pero hoy la playa está calma. Aquí todo el mundo está sedado, adormecido o parece indiferente.
Las adolescentes se ponen unas a otras aceite de coco en las zonas del cuerpo a las que resulta
difícil llegar por una misma. Huelen a esencia de copra. Abren con dificultad las polveras que
parecen conchas de almejas. Los espejos atrapan el sol y arrojan un haz de rayos blancos sobre
los hombres satinados. Las chicas se adornan el pelo húmedo con flores de seda con arreglo a
lo que aprendieron en la revista Seventeen. Posan.

Unos tipos detienen sus coches tuneados para observarlas y de paso se toman unas
cervezas. Se vuelven ruidosos cuando las chicas comprueban las líneas del bronceado. Cuando
se les acaba la cerveza, se largan, alardeando de sus coches, bulevar arriba.

Sobre esta salud agresiva se alzan las terrazas gemelas de hierro forjado de Palm Royale
—pintadas en un tono rosado igual que el de los flamencos—, donde cada vez que cambian las
sábanas se muere alguien. Hay una ambulancia en la entrada de coches, y los residentes que
aún quedan están asomados a los balcones, inquietos y en silencio, inclinados hacia adelante.

El océano que contemplan es peligroso, y no sólo por la resaca. Casi pueden verse los
coletazos de los tiburones toros, acechantes.

Si ella mirase, podría verlo, podría ver parte de esto, desde la ventana. Sería la primera
en decir que qué poco hace falta para que todo se eche a perder.

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¡Cuando regresé a la habitación había una segunda cama!

El corazón me latió dos veces antes de comprender qué significaba aquello. Entonces se
hizo tan patente como un ataúd abierto.

«Quiere que esté con ella en todo momento», pensé. «Quiere mi vida.»

—Acaba de irse Gussie, te la has perdido —me dijo nada más entrar.

Gussie es la criada de sus padres, ciento treinta y cinco kilos de narcolepsia. A menudo
le dan los ataques ante la tabla de la plancha. Todas las fundas de las almohadas de la familia
están ribeteadas de quemaduras.

—Ha tenido que ser un viaje duro para ella —le digo—. ¿Cómo está?

—Bueno, no se ha quedado dormida, si te refieres a eso. Gussie es fantástica. ¿Sabes lo


que me ha dicho? Pues me ha dicho: «Cariño, déjate ya de tantas mortificaciones. Sigue rezando,
arrodíllate ante el Señor...», yo, que ni siquiera puedo levantarme de la cama.

Se encogió de hombros.

—¿Me estoy perdiendo algo?

—El tiempo presagia terremoto —le contesté.

—Lo mejor que puede hacerse con los terremotos es no vivir en California.

—Un consejo muy útil —le dije—. Hablas igual que el reverendo Ike: «Lo mejor que
puede hacerse por los pobres es no ser uno de ellos.»

El reverendo Ike nos vuelve locas.

Me di cuenta de que tenía la cara hinchada.

—¿Sabes una cosa? Me siento muy mal. Tengo la intención de dejar de divertirme.

—Los antiguos tenían un dicho: «Hay momentos en que los lobos callan y momentos en
que la luna aúlla.»

—¿Qué es eso? ¿De los indios navajo? —me preguntó.

—Un graffiti en el vestíbulo de Palm Royale —le contesté—. He comprado el periódico.


Te leeré algo.

—¿Aunque no me interese nada?

Lo abrí por la página de trivialidades. Le dije:

—¿Sabías que a los flamencos, cuantas más gambas comen, más rosadas se les ponen
las plumas? ¿Sabías que los esquimales necesitan congeladores? ¿Sabías por qué los esquimales
necesitan congeladores? ¿Sabías que los esquimales necesitan congeladores porque, si no, de
qué otra manera iban a evitar que se les congelara la comida?

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Me fui a la página tres, a una sección de noticias de agencia fechada en la ciudad de


México. Le leí la noticia titulada HOMBRE ROBA BANCO CON POLLO. Trataba de un hombre que
compró un pollo asado en un puesto callejero que había a una manzana del banco. Al pasar por
delante del banco, tuvo una idea. Entró y se dirigió a una ventanilla. Apuntó con la bolsa de papel
a la cajera y ella le dio los ingresos del día. El olor de la salsa de barbacoa facilitó su captura.

Dijo que la historia le había dado hambre. De modo que entré en el ascensor y bajé seis plantas
para ir a la cafetería. Regresé con todo el helado que me había encargado. Me tumbé en la cama
contigua a la suya. Ambas teníamos las camas regulables elevadas para disfrutar de una visión
óptima del televisor. Desperdigamos por las sábanas los envoltorios de los helados y picoteamos
almendras tostadas de entre las gasas. Éramos Lucy y Ethel, Mary y Rhoda in extremis. Las
persianas estaban echadas para evitar reflejos en la pantalla.

Vimos una película protagonizada por unos hombres con los que antes creíamos que
nos hubiera gustado acostarnos. El de ella era un poli duro que intentaba detener al mío, un
violador despiadado que perseguía a camareras especializadas en recepciones.

—Es una buena película —dijo en la escena en que unos francotiradores abatían a los
dos.

Yo ya la echaba de menos.

Una enfermera filipina entró de puntillas y le puso una inyección. Antes de irse, recogió de la
mesita de noche los palos de los helados, suficientes para entablillar a un animal pequeño.

La inyección nos puso soñolientas a las dos. Nos dormimos.

Soñé que ella era una decoradora que estaba arreglándome la casa. Trabajaba en
secreto, cantando para sus adentros. Cuando terminó, me condujo, orgullosa, hasta la puerta.

—¿Qué te parece? —me preguntó, mientras me empujaba delicadamente al interior.

Cada viga, alféizar, estante y pomo estaba adornado con banderitas alegres, y unas
serpentinas de crespón de color pastel ribeteaban los brillantes espejos.

—Tengo que ir a casa —le dije cuando se despertó.

Creyó que por casa quería decir su casa en el Cañón, y tuve que decirle: No, mi casa. Me
retorcí las manos de la manera convencional en que lo hace la gente que sufre. Se suponía que
yo tendría que ofrecerle algo. La Mejor Amiga. Ni siquiera podía ofrecerle que regresaría.

Me sentí débil y pequeña y fracasada.

También eufórica.

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En el aparcamiento me esperaba un descapotable. Una vez fuera de aquella habitación,


bajaría a toda velocidad por la Autopista de la Costa, aspirando en el aire un olor a cangrejo. Una
parada en Malibú para tomar sangría. La música en aquel lugar sería sensual y ruidosa. Tomaría
papaya con gambas y helado de sandía. Después de la cena, reluciría de ansia, zumbaría de calor,
vibraría de vida y me pasaría toda la noche despierta.

Sin articular palabra, se arrancó de un tirón la mascarilla y la tiró al suelo. Le dio una patada a la
manta y se dirigió a la puerta. Debió de haberle dado mucho coraje tener que detenerse para
respirar y mantener el equilibrio antes de salir, dando un portazo, de la zona de aislamiento y
de la habitación contigua, esa donde había que desinfectarse y ponerse las mascarillas blancas.

Una voz alarmada gritó su nombre, y el personal corrió por el pasillo. Llamaron al Buen
Doctor por el interfono. Abrí la puerta, y las enfermeras que estaban en el puesto de enfermería
me lanzaron una mirada recriminatoria, como si esa huida hubiese sido idea mía.

—¿Dónde está? —pregunté, y señalaron con la cabeza el cuartito de las medicinas.

Me asomé. Dos enfermeras estaban arrodilladas junto a ella, hablándole en voz baja.
Una le sujetaba una mascarilla sobre la nariz y la boca, la otra le masajeaba la espalda con lentos
movimientos circulares. Las enfermeras levantaron la vista para ver si yo era el médico... y, como
no lo era, siguieron con lo suyo.

—Cariño, ya ha pasado, ya ha pasado —le susurraban.

La misma mañana en que la llevaron al cementerio, aquel cementerio donde está enterrado Al
Jolson, me matriculé en un cursillo para vencer el miedo a volar en avión.

—¿A qué le tiene más miedo? —me preguntó el instructor, y le respondí:

—A que termine este curso y siga teniendo miedo.

Duermo con un vaso de agua encima de la mesilla de noche para así poder ver por el nivel si es
el suelo de la costa el que está temblando o si soy yo la que sigue convulsionándose. ¿Qué
recuerdo?

Sólo recuerdo las trivialidades que oigo: que la madre de Bob Dylan inventó el tipex, que
en una habitación tienen que reunirse veintitrés personas para que haya un cincuenta por ciento

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de posibilidades de que dos de ellas cumplan año el mismo día. ¿A quién le importa que sea
cierto o no? En mi cabeza hay toallas de baño que envuelven esas historias. Nada más se filtra.

Repaso los detalles que aparecerán cuando vuelva a contar todo aquello: un beso a
través de una gasa quirúrgica, una mano pálida que corrige la posición de la peluca...

Tomé nota de todos esos gestos a medida que iban ocurriendo, no


retrospectivamente..., aunque no sé por qué el hecho de mirar atrás debiera revelarnos más
cosas que un simple mirar a.

Es posible que diga que me quedé a pasar la noche.

¿Hay alguien que pueda decir lo contrario?

Me acuerdo de la chimpancé, la de las manos parlantes.

En el transcurso del experimento, aquella chimpancé tuvo una cría. Imagínense el


entusiasmo que debieron de sentir sus adiestradores cuando la madre, por iniciativa propia,
empezó a hablar por señas a su cría recién nacida.

Cariño, bebe leche.

Cariño, juega a la pelota.

Y cuando la cría murió, la madre se inclinó sobre el cuerpo, moviendo sus manos
arrugadas con una elegancia animal, formando una y otra vez las palabras: Cariño, dame un
abrazo, expresándose con fluidez en el lenguaje del dolor.

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En este relato no sólo vemos un ejemplo perfecto de un relato en forma de listas. Las
enumeraciones que dan esa forma hacen más ligero el relato. Pero también lo hace usar el
recurso de las comparaciones, y ver como en lo cotidiano se esconden las grandes historias. Así
pues, invitamos a empezar imitando precisamente este relato para poner en práctica esta
técnica.

De hecho, esto también resulta de ayuda si no tenemos ideas. ¿No hay ideas? Piensa, ¿cuántas
cosas te cabrean?, ¿cuántos “y si hubiera hecho…” tienes en la cabeza?, ¿cuántos deseos
incumplidos o cumplidos? Empieza enumerándolos y rompiendo el papel en blanco con ello, y a
partir de estas enumeraciones construye una historia. Es una buena forma de romper el hielo y
sacar el mayor partido a una primera persona que se confiesa ante el papel pero con un
dinamismo que lo hace más atractivo al lector.

Esta técnica además podemos usarla para diferentes tipos de historias. Veamos otro ejemplo,
para familiarizarnos con ella, que también sirve de modelo.

En esta ocasión es un relato del mismo profesor que inspiró este curso y del que recibí esta
misma enseñanza, José Carlos Carmona. Atendamos al mismo, leer este tipo de historias nos
familiariza con la técnica.

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EL PUF

Por José Carlos Carmona

El día que supe que mi hijo de 4 años iba a morir golpeándose con la mesita del salón habíamos
estado en un parque de bolas con los compañeros de su cole. La reunión había sido un éxito de
niños de su colegio. Yo me sentía un poco fastidiado porque al cumpleaños de mi hijo no había
querido venir nadie. Habíamos llamado a los primos y a un nieto de una amiga de su abuela,
pero del colegio no había venido nadie. Bueno, había venido El Niño que le pega, pero ese
tampoco consigue que vayan niños a su cumpleaños.

Ese verano habíamos llevado a mi hijo a diversos sitios de entretenimiento y yo me sentí


contento porque tenía la sensación formal de haber cumplido. Soy un padre viejo, de estos de
las nuevas generaciones que se casan tarde. Mi hijo tiene 4 y yo tengo 50. El beneficio para él es
que yo tengo esa edad en la que se planifica, hago listas. Y yo planifiqué ir a diversos lugares de
ocio de veraneo. Pero ya antes del verano, y previendo que mi hijo podía morir desnucado con
la mesita baja del salón, fui a un tapicero y encargué un enorme puf con esquinas bien
redondeadas y recubierto todo él de cuero para sustituir la mesita. Me sentí bien tras hacer el
encargo. Era un padre previsor.

Entre las previsiones del verano planifiqué la asistencia a un parque acuático. Para mí fue un
auténtico calvario. El suelo quemaba por todas partes, el niño apenas podía montarse en casi
ninguno de los toboganes porque eran muy peligrosos y yo estaba todo el tiempo temiendo que
se ahogara en la piscina de olas o que se desnucara en el tobogán de niños. Intenté leer, pero el
calor era sofocante. Había mucho suelo y poca hierba.

Él parece que se lo pasó bien. Se lo pasa bien en casa. A veces rechaza mis planificaciones
de hacer actividades externas. Tiene sus muñequitos y sus juegos de construcción y fantasea
con batallas y malos muy malos. Ya se golpeó una vez con la mesita y se rajó una oreja. Tenía
algo menos de dos años y se cayó desde un caballito en el que andaba montado y se dio con la
oreja en el filo no del tablero de arriba de la mesa sino el de abajo. La mesa es como un catafalco,
una especie de sepulcro de iglesia, de esos donde se ponen las reliquias. Una madera rectangular
abajo, cuatro columnas talladas y un cristal encima con reborde de madera. Pero la madera es
de muy buena calidad y brillante. Yo no sé de maderas, pero sé que el sepulcro este tiene una
densidad solemne y pesa como si fuera de mármol de Carrara. El niño fue a darse con su orejita
con el filo de abajo (ya teníamos todo el filo de arriba recubierto de una goma tosca) y se cortó
la oreja, le salió sangre y el cartílago se quedó marcado para siempre.

Mi mujer, cuando el niño cayó gritó: "¡Esto no puede ser!", que yo nunca lo he entendido,
pero que lo recuerdo penetrantemente.

El niño vio a principios de verano un cartel de un parque de cocodrilos y pidió que lo llevara.
Yo lo anoté en mi libreta. A él luego se le olvidó. Pero al final del verano lo planteé y se emocionó

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mucho. Yo tengo la teoría de que morir con dos, con siete, con quince, con treintaycinco, con
setenta o con noventa años es indiferente. Cuando te mueres ni te duele nada ni sabes que te
has muerto. Por ejemplo, ya da igual que tu equipo gane o no la liga. Sólo saben que te has
muerto los que siguen vivos. Y luego está el concepto tiempo dentro del orden universal. O sea,
que entre vivir dos años o vivir ochenta en el devenir del cosmos todo es igual de absurdo. Por
lo tanto, lo importante es ser feliz mientras se viva: dos años o doscientos.

Yo, por eso, este verano seguí con mi lista. Fuimos al cine tres veces con el peque. Vimos una
de Pitufos, una de guerreros hoja y otra de villanos graciosos. Aguantó bien.

Mi hijo me pregunta de vez en cuando si no tengo un regalo escondido por la casa para él. Yo
sólo necesito que me lo diga una vez para saber que es una buena idea y el día siguiente ya tiene
escondido por la casa algún regalito. Lo malo es que me cuesta muchísimo aguantarme y no
decirle: "¿Hoy no me preguntas si no hay un regalito para ti?". Pero me suelo aguantar las ganas.

El tipo del puf no daba señales de vida y fui a verlo. "¿Qué pasa con el puf gigante que le
encargué?". Pasé con ese tipo por todas las fases. La primera fue la de comprenderle. Era un
pobre tapicero con una especie de síndrome de Diógenes de muebles y tapicerías: toda la
primera parte de su taller, la que daba al escaparate, era una montaña de muebles viejos
apilados con trozos de fundas y cueros por todas partes. Pero si intentabas llegar hasta su
espacio de trabajo en la parte de atrás todo era igual tanto por el camino como en su zona de
trabajo: abarrotado. Cosía en medio de montañas de sillones rotos y piezas amorfas.

Llevé al niño y a mi mujer a un pueblo de montaña donde había una roca escarpada y una
bella vista a una vega. El niño se aburrió. Con sólo cuatro años ya se puede decir que es un niño
de centro comercial y casa con tele.

Aquella vez que se rompió la oreja y que mi mujer dijo "esto no puede ser" lo llevamos a un
hospital público y estuvimos esperando a que lo atendieran casi dos horas. El corte iba a ser
cada vez más difícil de coser. Ahora está creciendo la oreja con la muesca en el cartílago y va a
quedar mal. Creo que su crecimiento no va a ser correcto. Y todo por esa mesa.

Y es curioso, porque esa mesa-sepulcro no la compramos nosotros. Cuando compramos el


piso estaba ahí y pegaba con los muebles clásico del matrimonio mayor que vivía ahí. Habíamos
hecho, mi mujer y yo, un plano a escala de la casa y recortables con los muebles que ya teníamos
en nuestro piso de alquiler. Pero no teníamos nada para poner delante del sofá. Nuestros
muebles eran más modernos pero no desentonaba demasiado. Al principio, antes de que viniera
el niño, no hubo problemas: nos sentábamos a ver la tele en el sofá y poníamos los pies sobre la
mesa. Luego, cuando el niño comenzó a levantarse del gateo comenzó nuestra preocupación.

Tampoco es que encargáramos el puf después del accidente de la oreja. Después del
accidente de la oreja cubrimos todas las aristas del tablón de abajo también con las feas gomas
que habíamos utilizado para la parte alta. Pero con cuatro años yo le quité las gomas y limpié
los bordes de la mesa.

Me he dado cuenta de que tengo muchas ganas de que mi hijo se haga mayor por pequeños
detalles que a veces me descubro. Me pasa igual cuando estoy leyendo un libro: voy por la
página de la izquierda y veo que mis dedos buscan ya la esquina inferior de la página derecha.
Es mi cuerpo que me está diciendo: "pasa ya la página, acabemos pronto". Y eso significa que
estoy cansado. Cuando quité todas las gomas de los bordes superior e inferior de la mesa me di

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cuenta de que estaba actuando de manera parecida: quería que mi hijo fuera ya suficientemente
mayor como para no tener que usar la fea goma alrededor de la mesa.

Pero sabía que era pronto.

Cuando me entraban los ataques de ansiedad pensando en que al final el niño se iba a
romper la crisma con esa mesa, iba de nuevo al tapicero. Me decía que estaba en ello, que ya
quedaba poco, que había encargado el armazón a un carpintero. Pero yo sabía que me mentía.

Durante el verano también llevé al niño a tres ferias: dos de pueblos y una de ciudad. Me
pude montar con él en unas canoas que caían por enormes cascadas de agua. Íbamos vestidos
con bolsas de plástico. Y fue muy emocionante.

En las ferias, el niño pedía montarse en todo. En un par de veces que fui solo con él le monté
en todo lo que quiso. Sabía que se iba a morir. Cuando fuimos con su madre solo se pudo montar
en dos cosas.

Un día, el tapicero me contó que el carpintero había cerrado y que no tenía quién le sirviera
el armazón necesario. Habían pasado por lo menos cuatro meses desde que lo encargué. En la
tercera vez que lo visité le había conseguido sacar el número de su teléfono, que él se resistió a
dar, y a partir de entonces lo pude llamar todas las semanas. Como él se temía. Pero mentía sin
mala conciencia alguna, se le notaba. Hasta que se inventó lo del cierre de la carpintería.

Yo renuncié y decidí buscar otro tapicero. Pero hay tan pocos. Ni lo busqué.

Lo curioso de la mesa es que era de uno de mis mejores amigos, porque la casa era de sus
padres. Así qué cuando él venía a visitarnos notaba que lo único que permanecía de su niñez era
la puerta de la casa y esa mesa. Me va a costar tirarla.

También llevé al niño varias veces a un castillo hinchable. Había uno enfrente de una pizzería
muy mala, pero al menos nos permitía charlar tranquilamente, incluso con amigos, mientras él
daba saltos en las enormes gomas hinchadas.

El día que supe que mi hijo de 4 años iba a morir golpeándose con la mesita del salón fue
en el que jugando conmigo en el sofá, su cabeza voló hacia la esquina de la mesa.

La mesa es muy pesada, da una sensación de ser maciza, sin flexibilidad ninguna ante la
cabecita blanda de un niño.

Esto lo aprendí en el colegio: si la masa de un objeto es muy grande, inmensamente


grande, no necesita velocidad alguna para hacer un daño atroz. Si no tuviera masa podría ir
lanzada que no haría daño alguno. La clave está en la masa.

La verdad es que la mayor parte del verano hemos tenido al niño en la piscina del
apartamento de mis padres. Ahí no molestaba. Mi mujer ha pasado muchos días de viaje por
trabajo y yo me he ido al jardín ante la piscina a leer. Leía y por encima miraba a mi hijo correr,
a mi hijo saltar al agua, a mi hijo jugar con unos niños vecinos, a mi hijo no salir de la piscina de
niños durante horas. En mitad del verano bromeábamos con que el niño estaba cambiando de
raza.

Cuando mi mujer llegaba hacia más o menos lo mismo, quizás creyendo que era la primera
de los dos en hacerlo. Eso es lo malo de los turnos.

Yo quería leer, ella quería leer.

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ENTELEKIA FILOSÓFIK

Eso es lo que va a matar al niño: nuestra desidia por él, nuestros deseos de jugar nosotros
con nuestras cosas (libros, conversaciones, compras).

En septiembre volví a llamar al tapicero y me dijo que el carpintero había vuelto a abrir. Tuve
esperanzas.

Cuando el niño volvió al colegio, la profe les hizo pintar la escena del mejor momento del
verano. El niño pintó una cascada de agua y su padre y él tirándose por ella. Me emocionó. He
guardado el dibujo entre mis cosas.

Apunté en mi lista "llevar al niño a un paseo en piraguas". Casi el último día del verano lo
llevé. Se salía en grupo con otras parejas de desconocidos que iban en piraguas por unas calitas
de la costa. Mi mujer y yo remábamos, él iba en medio. Se aburrió a los veinte minutos. Eso es
lo bueno de tener un niño y ser un hombre de cincuenta años, que le tomas la palabra,
aprovechas, y te vuelves. Yo estaba ya fundido.

Pero la muerte del niño está mucho más cerca. Sólo necesita una carrera, una mala caída y la
masa de la mesa hará el resto. Y mi mujer dirá: "Esto no puede ser". Pero habrá sido.

José Carlos Carmona

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ENTELEKIA FILOSÓFIK

NARRADORES EXTERNOS
Claro que a partir de aquí, hemos propuesto salir de nuestra zona de confort. Habiendo
practicado la primera persona, la más cercana a nosotros, toca empezar a practicar con
narradores externos. Debemos proponernos el ejercicio de fingir ver el mundo con otros ojos
que no son los nuestros. Cambiar de voz. Es por ello que a partir de aquí proponemos usar los
narradores externos que, además, son una importante ventaja para algunas historias. Ya vimos
que el narrador en primera persona tiene ventajas, pero también limitaciones. Esto no es que
sea mejor o peor que otro, esto es que a cada narrador le viene mejor o peor un tipo de voz al
contarla.

Así que atendiendo a la voluntad de sacar el mayor partido posible a nuestros relatos
proponemos empezar a probar con otros tipos de narradores, los externos. Y en esta clase
concretamente hemos optado por empezar por el externo omnisciente, una especie de Dios que
lo conoce todo, y un externo alter ego.

Repasemos las características señaladas en el vídeo de estos dos narradores, con ejemplos de
cada uno de ello. Para ello, les añado el siguiente texto explicativo de José Carlos Carmona, del
quien aprendí yo misma estas técnicas.

El narrador Externo alter ego.

Todos los narradores externos cuentan en 3ª persona, pero no se parecen tanto como pudiera
parecer a primera vista. Este tipo de narrador cuenta la historia desde el punto de vista del
protagonista pero tratándolo en tercera persona. O sea, está en la mente del personaje, dentro
de él. No llega a ser, como en los siguientes casos, un “ente” que está fuera de él y contempla la
escena. Si el protagonista se equivoca en su apreciación de lo que percibe, el narrador lo va a
contar de esa misma manera. Es por lo tanto un narrador no muy fiable ¡y sin embargo, da
presencia de serlo! Engaña. Porque el lector cree que le está hablando una tradicional voz
externa que nunca se equivoca pero como no es más que el pensamiento del personaje contado
en tercera persona, puede llevar a equivocación.

Un ejemplo:

Ignacio quería hablar con Elena en su casa. Le pidió a su amigo Juan que le acompañara, no
sabía si necesitaría ayuda.

Cuando llegaron a su bloque la llamaron por el portero electrónico y les dijo que se fueran que
no quería hablar con él. Tuvieron suerte porque pasó un vecino y dejó el portal abierto y así
consiguieron llegar hasta la puerta de su piso. Ignacio llamó al timbre en repetidas ocasiones.
Ella les gritó enfadada desde dentro:

–¡¿Qué quieres?! ¡Te he dicho que me dejes!

–Déjame entrar, Elena –le dijo sin gritar. Él amaba a esa mujer más que su novio que vivía
en Barcelona y la tenía siempre abandonada. Dos noches atrás ella le había besado
apasionadamente y no se podía olvidar de semejante subidón. Ignacio la había llamado pero ella

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ENTELEKIA FILOSÓFIK

no le había cogido el teléfono. Él sabía lo que pasaba: ella estaba chapada a la antigua y debía
de haber padecido un ataque de mala conciencia y seguro que era por eso que ella se había
planteado dejar de verlo–. Como no me abras, empezaré a gritar.

Juan le susurró:

–Si te pones a gritar me piro. –Ignacio le hizo un gesto con la mano para que le dejara.

–En serio. No quiero verte –dijo ella desde dentro–. Déjame en paz.

–Ábreme Elena. Ábreme. –Empezó a subir el tono de su voz–. ¡Ábreme, Elena, te quiero! –
Gritó más fuerte:– ¡Te quiero, Elena, te quiero! –Él ya se sabía este truco de una vez que le hizo
lo mismo su ex de Madrid–. ¡¡Te quierooo!! –Juan le tocó en el hombro, lo miró y le hizo señas
de que se iba–. ¡¡¡TE QUIERO, AMOR MÍO, ÁBREME LA PUERTA!!! –Juan bajó las escaleras a todo
meter.

–¡Ignacio, vete!

–¡¡¡ÁBREME LA PUERTA, TE QUIERO, TE QUIERO, TE QUIERO!!!

Oyó, por fin, cómo el mecanismo de la puerta se abría. Al abrirse la puerta vio que Elena
corría hacia el balcón. Se asustó.

El narrador Externo omnisciente.

Cuenta en 3ª persona. Pero a diferencia del Narrador Externo Alter Ego es un ente externo que
todo lo ve. No es una persona, como en el anterior, que “inventa” una historia. Es una especie
de Notario Fiable que normalmente está situado por encima del espacio y del tiempo. Esto es:
sabe lo que pasa a un lado y a otro de una puerta; sabe qué piensan todos los personajes; y
conoce el pasado (con sus escenas detalladas, si quiere) y hasta puede saber su futuro si se le
encarta. Existen narradores omniscientes que opinan de lo que les ocurre a los personajes o de
lo que pasa en la escena o en la época de la que hablan. Y es muy delicado porque pueden
convertirse con una sola frase en un tipo de narrador indeseado para este modelo: el narrador
escritor. En la disciplina de la narratología, pensar sobre los límites de los narradores es muy
interesante porque se debe considerar un error, pasar de un tipo de narrador a otro por
despiste.

El narrador omnisciente sabe sobre todo y al contarlo es indudable de que puede estar
dando una opinión (p. ej.: “el campo de batalla era todo desolación y muerte, angustia y horror,
la vergüenza hecha carne de toda una sociedad”. Pero es distinto al narrador escritor que diría,
p. ej.: “el campo de batalla era todo desolación y muerte, angustia y horror, era una vergüenza
que toda una sociedad permitiera tal carnicería”).

Un ejemplo:

Ignacio quería hablar con Elena en su casa. Le pidió a su amigo Juan que le acompañara, no
sabía si necesitaría ayuda.

Cuando llegaron a su bloque la llamaron por el portero electrónico y les dijo que se fueran que
no quería hablar con él. Tuvieron suerte porque pasó un vecino y dejó el portal abierto. El vecino
dudó si decirles algo, se habían abalanzado hacia la puerta con mucha ansiedad. Pero pensó que
por la ropa que llevaban, aseada, y el corte de pelo, reciente, no debían de ser un problema.

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ENTELEKIA FILOSÓFIK

Ignacio y Juan consiguieron llegar hasta la puerta del piso de Elena. Ignacio llamó al timbre en
repetidas ocasiones. Ella estaba histérica. Se movía por su salón sin saber qué hacer. Les había
contestado por el portero electrónico para que se fueran pero había llegado a oír cómo entraban
en el portal, habría salido algún vecino y se habrían colado. Ella les gritó enfadada desde dentro:

–¡¿Qué quieres?! ¡Te he dicho que me dejes!

–Déjame entrar, Elena –le dijo sin gritar. Él amaba a esa mujer más que su novio que vivía
en Barcelona y la tenía siempre abandonada. Dos noches atrás ella le había besado
apasionadamente y no se podía olvidar de semejante subidón. Ignacio la había llamado pero ella
no le había cogido el teléfono. Él sabía lo que pasaba: ella estaba chapada a la antigua y debía
de haber padecido un ataque de mala conciencia y seguro que era por eso que ella se había
planteado dejar de verlo–. Como no me abras, empezaré a gritar.

Juan le susurró:

–Si te pones a gritar me piro. –Ignacio le hizo un gesto con la mano para que le dejara.

–En serio. No quiero verte –dijo ella desde dentro–. Déjame en paz.

–Ábreme Elena. Ábreme. –Empezó a subir el tono de su voz–. ¡Ábreme, Elena, te quiero! –
Gritó más fuerte:– ¡Te quiero, Elena, te quiero! –Él ya se sabía este truco de una vez que le hizo
lo mismo su ex de Madrid–. ¡¡Te quierooo!! –Juan le tocó en el hombro, lo miró y le hizo señas
de que se iba–. ¡¡¡TE QUIERO, AMOR MÍO, ÁBREME LA PUERTA!!! –Juan bajó las escaleras a todo
meter.

–¡Ignacio, vete!

–¡¡¡ÁBREME LA PUERTA, TE QUIERO, TE QUIERO, TE QUIERO!!!

Oyó, por fin, cómo el mecanismo de la puerta se abría. Al abrirse la puerta vio que Elena
corría hacia el balcón. Se asustó.

José Carlos Carmona

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ENTELEKIA FILOSÓFIK

Añadamos como ejemplo un relato en narrador externo, que además añado como ejemplo
porque en él vemos más recursos que podemos tomar de modelo. Usar los supuestos, el mundo
imaginario del protagonista y jugar con dilemas éticos y morales hacen de un relato una historia
más rica, como vemos en este caso. Incluso, si lo hacemos, puede llegar a ser en cierta medida
terapéutico para nosotros. ¿Qué tal si desarrollamos a través de un personaje los pensamientos
“impuros”, “malignos”, que tenemos cada uno de nosotros? ¿Qué tal si volcamos esas fantasías
que alguna vez hemos tenido, aun sabiendo de lo incorrecta de las mismas? Esto da fuerza al
relato, nos desahogamos más fácilmente al volcarlo en otro a través de un narrador externo, lo
cual es bueno para nosotros, pero además el lector empatiza porque todo el mundo ha vivido
este tipo de situaciones. Todos tenemos pensamientos reprimidos, usemos la literatura para
sacarlos a través de otros personajes, para lo cual un narrador externo es una opción ideal.

Atendamos al siguiente relato como ejemplo de ello y modelo de lo dicho.

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ENTELEKIA FILOSÓFIK

“REDUCIDA A HUESOS” DE TOBIAS WOOLF

Tenía una cita en una funeraria y estaba inquieto por marcharse. Su madre agonizaba, allí en su
propia cama, como había querido, con él atendiéndola. Le había dado un poco de hielo . Era la
única cosa que podía hacer ya por ella. Parecía que estaba dormida otra vez, Pero se obligó a
esperar un poco más antes de marcharse.

Se acomodó en el sofá en que había estado durmiendo y volvió a hojear uno de los
álbumes de fotos de su madre. Aquél había sido su favorito cuando era niño, porque presentaba
a su madre cuando era pequeña, en un mundo sepia con vestidos de los años veinte, trajes de
baño con volantes y automóviles de turismo Franklin. Allí estaba de primera comunión, la viva
imagen de la hija de él. El parecido le produjo nostalgia; aquello quedaba tan cerca. Su madre
miraba hacia el cielo en una pose de untuosa reverencia probablemente dictada por su padre,
pues ni la unción ni la reverencia formaban parte de su carácter. Siempre trató los arrebatos de
fe religiosa de él con evidente desconcierto.

Y aquí un poco mayor en la popa de un barco, flanqueada por su frágil madre de rostro
dulce y su padre, un hombre bajo con uniforme de la marina, los brazos cruzados sobre el pecho.
Un gilipollas completo. Pedante, incansable, mezquino, matón. Cuando murió su madre la hizo
dejar de estudiar y la convirtió en esclava de la casa. Se escapó a los diecisiete años, después de
que su padre disparase con una pistola a un chico escondido en el jardín de atrás, que esperaba
a que ella saliera a escondidas. Hablaba de él muy pocas veces, y cuando lo hacía tensaba los
labios. En su entierro ella tenía una expresión de extraña frialdad inflexible, casi de triunfo. ¿Por
qué había ido? ¿Sólo para estar segura?

Ah, aquella, la mejor, con su madre de pie delante de una larga tabla de surf clavada en
la arena de Waikiki Beach, el propio Duke Kahanamoku le había enseñado a cabalgar las olas.
Era esbelta, encantadora y posaba de cara a la cámara con una bravuconería que le hizo mirar
con atención. Aquella era su madre, la gran amiga de su juventud.

Iba a llegar tarde a su cita. Era viernes por la tarde, y si no iba ahora tendría que esperar hasta
el lunes. La idea de no llegar a tiempo le hizo sentir una especie de pánico. Se paró delante de
su madre y miró su fino pelo blanco, una bruma sobre su cráneo. Los hombros le subían y
bajaban con su respiración rasposa y superficial. Él le susurró algo. Esperó, volvió a susurrar.
Nada.

Al salir se detuvo en la habitación de las que la atendían y pidió a Feliz, la joven que
estaba ahora, que entrara de vez en cuando y le diera a su madre unos trocitos de hielo si
despertaba antes de que él volviese. Ella se mostró de acuerdo, pero él notó que le molestaba.
Era nueva le daba miedo el consumido cuerpo de la madre, como le pasaba a él; había visto lo
intimidada que estaba aquella mañana cuando los dos le pasaron la esponja, y supuso que ella
había visto que también lo estaba él.

—Por favor— dijo—. No estaré mucho fuera.

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ENTELEKIA FILOSÓFIK

—Bien, vale —dijo ella, pero no quiso encontrarse con la mirada de él.

Dios, era agradable salir de allí; poner en marcha el Miata color rojo pirulí que había
alquilado y salir disparado del aparcamiento, con el sol en la cara. En la agencia de viajes donde
había sacado el billete para el vuelo a Miami le habían conseguido un Buick sedán de tamaño
mediano a precio de saldo, pero en cuanto salió de la terminal al cálido crepúsculo le dominó la
idea de un descapotable; y cuando volvió dentro y la guapa latina del mostrador mencionó que
tenía un Miata disponible, lo alquiló sin dudarlo, aunque era absurdamente caro y, dada la
ocasión, quizá un poco llamativo.

Antes nunca había conducido un coche deportivo. Disfrutó yendo cerca de la carretera
y abierto al cielo, notando el aterciopelado aire del mar envolviéndole. Durante las horas dentro
del apartamento en sombra, con olor a lavanda, fue consciente del coche que tenía fuera y la
idea le gustaba.

No había mucho que le gustase, y menos que nada todas aquellas largas horas como
inútil testigo potencial de la agonía de su madre; no era capaz de tener contacto con ella, no
sabía qué hacer o decir. Nada de aquello era como él esperó: los dos recordando los viejos
tiempos mientras las sombras se alargaban, recuperando su camaradería, suprimiendo la
cautela que en cierto modo se interpuso entre ellos. Trató de superarla: habló exultante de su
mujer e hijos, mientras se daba perfecta cuenta de que ella estaba más allá de la curiosidad, si
es que le entendía algo. Y habló, sabía, para apagar los esfuerzos para respirar de ella, para llenar
la propia cabeza con el sonido de una conversación normal y distraerse de su impaciencia porque
se acercara el final, por el bien de ella, trató de creer; para liberarla.

Sintió que le había tocado un papel un tanto rastrero, como cuando registró el
apartamento en busca de las joyas de ella. Lo había hecho después de que el encargado de una
funeraria le dijera que otras personas con acceso a ellas —cuidadoras, personal del edificio—
podrían hacerse con las joyas si no las encontraba él primero. "Pasa todo el tiempo", dijo
tristemente el hombre. Era un trajín macabro, revolver a todos los cajones y armarios mientras
su madre yacía hecha un ovillo en la cama. De vez en cuando él se sobresaltaba y quedaba
inmóvil como un ladrón, con la mano en el bolsillo de un abrigo, debajo de una pila de jerséis,
conteniendo la respiración. Todo estaba allí, todas las cosas que recordaba, en cualquier caso, y
nada de aquello era digno de un robo; tal vez su hija pudiera usar algo para jugar a vestirse de
manera elegante. Y se había dado a sí mismo otra razón más para sentirse moralmente
empequeñecido por las mujeres mal pagadas que cuidaban de su madre y la querían, y ahora
simplemente la lloraban en vano.

La funeraria estaba sólo a unas cuantas manzanas de distancia. Era la cuarta que había
decidido ver. Buscaba lo más básico: incineración, entrega de las cenizas en un recipiente
adecuado, rellenado de los certificados de defunción. Su madre quería que la incinerasen y sin
duda hubiera aprobado que comparase los precios. Ella no tenía tampoco ninguna capacidad
para guardar duelo. Dos semanas después de la muerte de su marido hizo un crucero por el
Egeo. Cuando a su cocker spaniel- Mugsy, al que quería más que a cualquier marido- lo atropelló
un camión, compró una estatua de tamaño natural para señalar el lugar donde descansaba en
el jardín de atrás, pero la estatua era de un terrier airedale; le salió muy barata después de que
el tipo que la había encargado se echara atrás.

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ENTELEKIA FILOSÓFIK

La Capilla Funeraria Colonial Grolier e Hijos tenía aspecto de misión española, lo que
inmediatamente le puso en guardia. ¿Quién sino los deudos del muerto pagarían el techo de
azulejos de imitación, el campanario falso? Los precios que ya le habían dado iban de entre los
mil cien pavos a unos acojonantes mil ochocientos por el mismo servicio mínimo. ¿A cuánto se
atreverían a subir Grolier e Hijos?

En la puerta salió a recibirle una mujer alta con traje de chaqueta negro. Tenía el pelo
moreno muy corto con un mechón blanco en una sien, y llevaba los labios pintados de un granate
oscuro. Le miró con tal fijeza cuando el se presentó tartamudeando su nombre, que no se enteró
del de ella.

—Entre —dijo la mujer, y él la siguió por el vestíbulo tras un rastro de perfume


levemente especiado con sudor. El edificio era fresco y silencioso, callado. La mujer le dijo que
todos los demás estaban fuera realizando servicios. Tenían dos entierros aquella tarde, y ella se
había marchado pronto de uno de ellos para verle. Si parecía,"¿cómo se dice?...Un poco alicaída,
sí, alicaída", era porque la demoró la circulación y había llegado sólo unos minutos antes, con
retraso para su cita. Pensó que igual él no la había esperado. ¡De lo menos profesional! Pero al
parecer él también había llegado tarde, ¿no? Conque a los dos les había pasado lo mismo.

—Estamos empatados.

La mujer le llevó a un pequeño despacho y escuchó mientras él exponía la situación de


su madre y lo que tenía en mente. Mientras hablaba, ella mantenía los ojos fijos en él. Se sintió
otra vez intimidado por la franqueza de su mirada.

—Ésta es la parte más dura— dijo ella—. Mi viejo padre murió el año pasado y sé que
no es una fiesta campestre. Estaba muy unido a su madre ¿verdad?

—Estábamos muy unidos.

—Lo puedo asegurar —dijo la mujer.

Él le preguntó cuánto cobrarían Grolier e Hijos por lo que quería.

—Bien—dijo la mujer—. Vamos al asunto.

Con unos tirones ensayados se quitó los guantes negros que llevaba puestos, luego se
despojó de la chaqueta y tomó una hoja impresa de la bandeja de su mesa y empezó a destacar
varias líneas con un rotulador fosforescente. sus dedos eran gordezuelos y no llevaba anillos.
Claro...los guantes. Mientras esperaba, el nombre de ella le vino desde donde se hubiera ido.
Elfie. Aquello no encajaba. En ella no había nada delicado y pequeño, nada ligero o esquivo. En
aquella habitación pequeña podía olerla con claridad entre su perfume; más salada que agria.
Sus pechos hinchaban la tela de su blusa sin mangas, y tenía los brazos pesados y redondos, no
gruesos, sino con la rotundidad de los cuarenta y cinco, cincuenta años. Tenía una boca grande,
casi grosera. Fruncía los labios según enumeraba las cifras, luego empujó el papel por encima de
la mesa y se echó hacia atrás en su asiento.

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ENTELEKIA FILOSÓFIK

—Puede que le salga mejor —dijo—. Le puedo recomendar otras empresas que le
convengan más.

Los ojos de él se dirigieron directamente al final de la página. Dos mil trescientos. Tuvo
cuidado de no demostrar su reacción ante aquella suma casi cómica.

—Pensaré en ello.

—La Capilla Funeraria Colonial Grolier e Hijos es una empresa que hace todos los
servicios -dijo-. Todo de primera clase. Si quiere que a su abuelo lo entierren en un barco vikingo,
acuda a la Capilla Funeraria Colonial Grolier e Hijos. No se ría. Le podría contar algunas historias.
Bien...¡qué vergüenza! ¿Me perdonará por haberle dejado seco todo este tiempo? ¿Zumo de
naranja? ¿Evian?

—Él iba a decir que no, pero el zumo sonaba bien y ella añadió:

—¿O cerveza? Tenemos cerveza.

Él dudó.

—Bien —dijo la mujer—. Le acompañaré —hizo rodar su silla hasta una pequeña
nevera del rincón—. Agua —dijo, rebuscando—Agua, agua, agua.

—Agua estará bien.

—No. Demasiado tarde para eso. Venga.

Le condujo al fondo del vestíbulo, a un gran despacho de madera negra y amueblado


como un club de caballeros. Alfombras orientales, sofá y butacas de cuero rojo, estanterías
llenas de libros encuadernados en piel. Elfie le señaló una silla. Sacó una botella y dos vasos altos
de una nevera integrada en la madera. Sirvió cerveza con cierto cuidado, le tendió un vaso, y se
situó detrás de un pesado escritorio con fotografías en marcos plateados.

—Salut —dijo.

—Salut.

La mujer dio un largo trago y se pasó la lengua por los labios. Luego se echó bruscamente
hacia adelante y puso una de las fotografías de la mesa boca abajo.

—Es buena —dijo él.

—Pilsner checa. La mejor.

—¿Es usted checa?

—¿Creería que soy japonesa si le hubiera dado Asahi? No. Soy de Wien. ¿Ha estado?

—Dos veces. Hermosa ciudad -le encantó saber que Wien era Viena.

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ENTELEKIA FILOSÓFIK

—Supongo que fue por la ópera.

Tentado a mentir, se decidió en contra.

—No —dijo—.No me gusta la ópera.

—Tampoco a mí. La encuentro absurda —la mujer se estiró y puso otra fotografía al
revés.

—Entonces, ¿cómo terminó usted aquí?— preguntó él.

—¿En Miami, Estados Unidos? ¿O en la Capilla Funeraria Colonial Grolier e Hijos?

—Las dos cosas.

—Es una larga historia.

—Ah, el viejo truco de la Legión Extranjera.

Ella engalló la cabeza y esperó.

—Cuando uno le pregunta a un legionario algo sobre él, siempre dice: "Es una larga
historia". Tienden a tener historias que no soportan el examen a fondo.

—Como nos pasa a todos.

—Como nos pasa a todos— repitió él, nada molesto porque alguien creyera que poseía
una historia de ese tipo.

—¿Fue usted legionario?

—¿Yo? No.

—Pero fue usted soldado. Lo puedo asegurar.

—Hace mucho tiempo.

—Ah, ¡hace mucho tiempo! Es usted tan viejo.

—Hace treinta años.

—Eso marca —dijo ella—. Siempre lo puedo notar.

—¿De verdad?

—Siempre.

Siguieron hablando, y a él todo el rato le pareció que estaban manteniendo otra


conversación. En esta conversación paralela él estaba diciendo: "Me gusta como hablas", y ella
estaba diciendo:"Ya sé que te gusta, ¿y qué más cosas te gustan?". Él estaba diciendo: "Me gusta
tu boca y cómo me miras por encima del vaso cuando tomas cerveza", y ella estaba
diciendo:"Tengo mis debilidades ocasionales, y yo creo que tú puedes ser una de ellas, ¿y
entonces?".

Él había notado aquel tipo de comunión anteriormente. De tanto en tanto, cuando era
más joven, resultaba que no era unilateral del todo. La notaba menos a menudo en estos días,
y cuando lo hacía tendía a rebajarla a ilusión sin fundamento real. Pronto se encontraría en
ridículo por imaginar que era objeto del deseo de aquella mujer, que a fin de cuentas tan sólo

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ENTELEKIA FILOSÓFIK

se estaba relajando después de un largo y cálido día y disfrutando -juguetonamente, eso seguro-
con el interés que él no podía ocultar.

Así fue como lo vio más adelante, después de que hubiera cierto espacio para pensar en
ello de un modo natural. Pero en aquel instante no tenía duda de que él constituía la debilidad
ocasional de la mujer, de que si se levantara y se quitara las gafas ella le sonreiría y diría: "Sí, ¿y
entonces?". No tenía duda de que si rodeaba aquella mesa ella se pondría de pie y le recibiría
con aquella boca de aspecto tan vicioso, luego se dejaría caer con él al suelo, encima de aquella
hermosa alfombra de Bokhara, con la mano en su cinturón, el aliento en su oreja. "¡Ah, mi
legionario!"

¡Y por qué no! Los dos eran realistas, detestaban la ópera, sabían lo que les esperaba
dentro de veinte, treinta años, si no mañana. ¿Por qué no se libraban de la ropa y se acercaban
el uno al otro y hacían el amor?; no hacían el amor: ¡follaban! Follaban como campeones a la
vista de cielo y tierra, sólo porque querían, sin un pensamiento dentro de la cabeza aparte de
¡sí sí sí!

Todo lo que tenía que hacer era quitarse las gafas y ponerse de pie. Entonces, ¿por qué
no lo hacía? Por todo tipo de razones, sin duda: una prolongada costumbre de ser fiel, si no
virtud auténtica; la confianza absoluta de sus hijos; puede que incluso una sensación infantil de
ser observado por Dios, en el que creía con pereza. Cualquiera de esas cosas podría estar activa
por debajo del horizonte de su consciencia. De lo que era consciente, en aquel mismo momento,
era de la irritación que le provocaba encontrarse jugando a algo que le desagradaba: el juego de
Freud. ¡Freud! ¿Por qué tenía que ponerse a pensar en él? Era como si pudiera ver al sabelotodo
vienés acariciándose la barba con petulancia al apreciar el papel que estaba desempeñando él
en aquel abandono a Eros para borrar el miedo a la muerte. El hombre tenía una explicación
para todo haría su agosto con aquella lujuria funeraria, con el profundo placer que hallaba él en
tomar una copa junto a la playa, a la luz del sol y con el sonido de las olas, en huir del
apartamento de su madre de noche cerrada para recorrer Collins Avenue en un coche deportivo
rojo y contemplar a las chicas con sus ceñidos vestidos y tacones altísimos, que se tambaleaban
cuando iban de club en club.

Es decir, tenía una imagen de sí mismo personificando los clichés más gastados y
degradantes. Eso le ofendió. Eso le dejó frío. Terminó su cerveza, agradeció a la mujer el tiempo
que le había dedicado, y le estrechó la mano a la puerta del despacho. Insistió en salir solo para
así no tenerla a su espalda, viéndole cruzar el aparcamiento vacío hacia el resplandeciente,
ridículo Miata.

Cuando llegó al apartamento de su madre oyó voces altas que hablaban en español. La puerta
estaba abierta. "No -pensó- ¡no mientras yo esté fuera!".Pero encontró que seguía viva; no
moriría hasta avanzada aquella noche, mientras él había bajado a la calle a tomar un plato de
plátanos fritos. En aquel momento se agitaba débilmente adelante y atrás entre Feliz, que le
miró con frialdad, y una mujer mayor que se llamaba Rosa. Su madre gritaba la misma palabra:

—¡Papá!¡Papá!

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ENTELEKIA FILOSÓFIK

Tenía los ojos abiertos pero no veía. Rosa trataba de calmarla con una cancioncilla
extranjera mientras Feliz intentaba agarrarle las manos.

—¡Papá!

—Aquí está —dijo Rosa—.Su padre está aquí.

—¡Papá!

Rosa alzó la vista hacia él rogando.

—Aquí estoy —confirmó él, y ella se dejó caer y le miró. Él ocupó el sitio de Feliz a su
lado en la cama y le acarició las manos. Estaba reducida a huesos.

—¿Papá?

—Va todo bien. Aquí estoy.

—¿Dónde estabas?

—Trabajando.

La habitación estaba en penumbra. Las dos mujeres se movían como sombras a sus
espaldas. Oyó cerrarse el picaporte de la puerta.

—Estaba sola.

—Lo sé. Ahora todo está bien.

Los dedos de ella apretaron los suyos.

Ya no sabía cómo ser hijo, pero todavía sabía cómo ser padre. Le agarró la mano con las
dos suyas.

—Todo está bien cariño. Todo va a ir bien. Eres mi niñita, mi flor, mi pequeña.

—Papá —susurró ella—. Estás aquí.

26
ENTELEKIA FILOSÓFIK

También, para profundizar un poco más en el narrador omnisciente, les añadimos un texto de
Enrique Anderson Imbert que, en su libro Teoría y técnica del cuento, define así el narrador
omnisciente, y con ello añade más sobre las ventajas que podemos sacar de este tipo de
narrador.

La omnisciencia es un atributo divino, no una facultad humana. Solamente en el mundo


ficticio de la literatura vale la convención de que un narrador tenga el poder de saberlo
todo.

Este microdiós de un microcosmos es capaz de analizar la totalidad de su creación y de


sus criaturas. Desde fuera de lo que cuenta analiza cuanto sucede dentro del cuento. No
limitado ni por el tiempo ni por el espacio, capta lo sucesivo y lo simultáneo, lo grandioso
y lo minúsculo, las causas y los fines, la ley y el azar.

El narrador-omnisciente es un autor con autoridad; impone su autoridad al lector (y éste


la acata pues reconoce inmediatamente que la historia está vista a través de una mente
dominadora). Dice qué es lo que cada uno de los personajes o todos a la vez sienten,
piensan, quieren y hacen. También se refiere a acontecimientos que no han sido
presenciados por ninguno de ellos. Selecciona libremente. Tan pronto habla del
protagonista como de personajes menores. Gradúa las distancias. Nos da,
telescópicamente, un vasto cuadro de la vida humana o, microscópicamente, una
escena de concretísimos pormenores. Si se le antoja, va comentando con reflexiones
propias todo lo que cuenta. Hace lo que quiere. Si quiere, presenta una situación de un
modo objetivo sin colarse dentro de la conciencia de los personajes; o elige de la
conciencia de los personajes sólo una tensión momentánea que le sirve para lograr un
efecto especial; o examina las actividades de la conciencia del protagonista sin más
concesión al entorno social que unos pocos diálogos y descripciones; o escenifica
sucesos a la manera de un comediógrafo; o pronuncia discursos a la manera de un
ensayista; o construye cámaras con espejos y máquinas del tiempo… En fin, que el
narrador-omnisciente es un dios caprichoso.

Es capaz de penetrar tan profundamente en la conciencia de los personajes que, en esas


profundidades, encuentra aun aquello que los mismos personajes desconocen. Porque
los personajes no siempre aparecen en el cuento tal como se ven a sí mismos ni tampoco
tal como los vecinos los ven. No. Con clarividencia el narrador-omnisciente puede
revelar el ámbito objetivo en que están sumidos los personajes y también las
reconditeces de sus personalidades. Es más: baja hasta casi tocar la subconsciencia de
sus criaturas. Nada le es ajeno: pesadillas, delirios, desmayos, olvidadas experiencias de
infancia, tendencias hereditarias, oscuros instintos, sentimientos y pensamientos más
explicaciones de por qué sienten y piensan así. Este narrador-omnisciente que se refiere
a cada personaje con los pronombres «él», «ella», suele extremarse con las técnicas de
fluir psíquico. Entonces los acontecimientos del cuento quedan sumergidos en la
corriente y sus formas y colores tiemblan como la imagen de cantos rodados bajo las
ondas de un río.

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ENTELEKIA FILOSÓFIK

EJERCICIOS PROPUESTOS

1.-Hacer un relato con forma de Listas, en primera persona, usando los modelos añadidos en
páginas anteriores.

2.-Hacer un relato con narrador externo, en el que atendamos a supuestos imaginativos del
personaje, como en el ejemplo que hemos añadido de Tobias Woolf.

RECUERDA, NO TE CASTIGUES CON EL PERFECCIONISMO, ESTO ES PROBAR, PROBAR Y PROBAR.


ATRÉVETE A EQUIVOCARTE, ESE NO ES EL PRINCIPIO DEL FRACASO SINO DEL APRENDIZAJE. Y
SOBRE TODO…¡¡DISFRUTA DEL ACTO DE ESCRIBIR!!

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