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Mortadelo y Yo
Mortadelo y Yo
MORTADELO Y YO
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Este repaso informal a mi trayectoria como dibujante de comics, pretende dar respuesta a
quienes se han dirigido a mí interesándose por algunos aspectos de esa etapa.
LA EDITORIAL
Cuando en 1975 me presente en editorial Bruguera, tenía 21 años. El señor Sanchis Bonet,
entonces responsable del Bruguera-Equip, me propuso pasar allí una temporada practicando
Mortadelos. Ocho horas diarias con un sueldo de 2.000 pesetas semanales. Entonces el salario
mínimo anual era de 122.400 pesetas.
Allí me familiaricé con los materiales y la técnica que se utilizaba para dibujar aquel tipo de
historietas. También tuve ocasión de ojear los originales de Ibañez, que estaban amontonados
aleatoriamente sobre un par de mesas junto a los lavabos. Estaban allí para que el Bruguera-
Equip pudiese consultarlos. Examinando aquellas páginas pude comprobar cómo trabajaba
Ibañez, e incluso imaginar cuáles eran sus inquietudes.
Por ejemplo, en el reverso de una página original de “El sulfato atómico” -del que no nos
dejaban copiar por considerar su estilo demasiado elaborado-, había una nota de color
indicando cómo se podía colorear un chichón. Pensé que, habiéndose entregado tanto al
dibujar aquella historia, tal vez a Ibañez le preocupaba lo que hiciera con ella el departamento
de color. El sistema arcaico que Bruguera utilizaba para colorear las páginas de comics, podía
destrozar cualquier intento de superación artística. No obstante, las portadas se pintaban
debidamente.
Le habían permitido dibujar esa historieta a cuatro tiras; una concesión excepcional que nos
igualaba a las publicaciones de otros países de Europa. Aquí se había trabajado a seis o más
tiras por página. En aquel momento se hacía a cinco, lo cual obligaba a dibujar los personajes
caminando casi siempre sobre la línea inferior de la viñeta. Pero trabajar a cuatro tiras, ofrecía
una viñeta más grande que permitía incluir planos en perspectiva y enriquecerlo todo con más
detalles. Los personajes quedaban ubicados dentro de alguna parte; no encima de todo. Y las
viñetas gozaban de unas ambientaciones hasta el momento poco habituales.
No sé si planeó “Valor y… ¡al toro!” antes o después de “El gang del chicharrón” y “Safari
callejero”, pero las seis primeras páginas a cuatro tiras, estaban lideradas por dos nuevos
personajes que se distinguían poniendo la página a contraluz: uno era alto con traje y espesa
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pelambrera y el otro pequeñito. Tal vez Ibañez estaba harto de la calvicie pasada de moda de
Mortadelo y Filemón, y quiso crear dos personajes más en línea con los 70. En cualquier caso
debieron decirle que no, porque acabó poniéndole la cabeza de Filemón al del traje y tapó con
Mortadelo al otro personaje pequeñito. De ahí que, de la página 1 a la 6, veamos a Filemón con
una cabeza rarísima y a Mortadelo andando casi siempre encogido. Y además, a partir de la
página siete, decidieron regresar a las cinco tiras, y ahí, nos apeamos de Europa. Me atrevo a
pensar que en aquel momento, Ibañez, quizás podría haber iniciado un camino, no mejor, pero
tal vez distinto; con un estilo más profundo, más ornamentado; quien sabe si sus historias
podrían incluso haber destilado un poco de humanidad. Pero, supongo que la editorial
consideró que con el patrimonio “Mortadelo y Filemón” no se jugaba.
Creo que las cuatro tiras no fueron autorizadas hasta 10 años después, en el álbum “A por el
niño”. Pero para entonces, ese regalo sólo sirvió para que los personajes crecieran un poco
más.
El sector de la nave en la que yo estuve trabajando, estaba dividido en dos secciones por un
largo mostrador. A un lado estaba la dirección, las secretarias y los guionistas. Al otro lado
estábamos el “Bruguera-Equip”, un grupo de jóvenes locos por el comic y dispuestos a
comernos el mundo. Para nuestra desgracia, aquello sólo era un invento para producir
historietas como churros y exprimir al máximo el filón que significaban algunos personajes de la
casa. Tampoco sería descartable que se tratase de una apuesta para dar con “negros”
excepcionales e intentar prescindir de algún autor. Ese ha sido siempre el sueño húmedo de
muchos editores.
Al fondo, sentado detrás de nosotros, estaba el Sr. Sanchis controlándolo todo. Delante de él
se hallaba el entrañable señor Osete, veterano dibujante todoterreno, que en aquellos días
pasaba a tinta junto a la gente joven. En la siguiente fila, entintando páginas de Sir Tim
O’Theo, estaba August Tharrats, más adelante “Tha”, un artista con un sentido de la estética
impresionante. También estaban Joan Gómez, que dibujaba y pintaba unas historietas
deliciosas de Tamibú, El niño del bosque”; Jaume Esteve, que elaboraba unas páginas de “El
pirata Xocolata” increíbles, tocadas con anilinas y lápices de colores. Y finalmente, entre otros,
estaba yo, que, entre Mortadelo y Mortadelo, tuve que ponerme las pilas rápidamente para
estar a la altura de aquella gente.
Naturalmente, estos compañeros desarrollaban todas aquellas maravillas en sus respectivos
domicilios; en la editorial sólo se dedicaban a entintar durante ocho horas diarias, por unas
1.800 pesetas semanales. Creo que Bruguera nunca llegó a publicar ninguna de sus historias.
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Quiero contar un pequeño suceso del que tuve oportunidad de ser testigo y que resulta muy
significativo.
Un día, cierta dama -que más tarde ocuparía cargos de relevancia-, se acercó hasta el
mostrador del Bruguera-Equip, portando una bolsa y un sobre grande. Era una mujer joven y
atractiva; alta, rubia, de cabello lacio, siempre vestida con gusto y elegancia.
Se detuvo justo frente a mi mesa, al otro lado del mostrador. Allí encima vació el contenido
del sobre. Se trataba de un montón de tiras y páginas originales de diversos autores de la casa.
De pronto, no sé de dónde, sacó unas tijeras enormes y empezó a cortar aquellos originales.
Hizo pedazos obras de Enrich, Segura, Raf, Conti, Ibañez… Mientras lo hacía, con la cabeza
girada, conversaba con la gente de su sección. Lo hacía con la máxima naturalidad; como si
estuviese pelando guisantes.
Entonces vació el contenido de la bolsa. Se trataba de un montón de originales de Ibañez;
unas treinta páginas de “Don Pedrito” que habían sido portada de la revista “Tío Vivo”. La
página de encima pertenecía a un extra de Navidad en la que Don Pedrito, accidentalmente,
encastaba una botella de cava en la boca de un tipo y el líquido acababa saliéndole por las
orejas. Años atrás, yo había copiado aquella viñeta; aquel plano me había hecho salivar. Me
levanté y le dije que de pequeño había leído aquella historia. Me miró, sonrió y me preguntó si
quería las páginas. Le dije que sí y me las dio; las treinta. Luego me enteré de que en
ocasiones anteriores, mis compañeros ya habían salvado otros originales.
Si realmente tenían necesidad de destruir originales irremplazables para generar espacio en
sus archivos -cosa que resulta increíble-, podía perfectamente haberse hecho en privado. ¿Por
qué delante de nosotros?
Llego a la conclusión de que era una táctica, una maniobra para domesticar nuestro espíritu.
Nos estaban diciendo que todo lo que generásemos les pertenecía y que una vez impreso ya
no tenía ningún valor. Supongo que el objetivo era crear un equipo de autómatas, hábiles en
su trabajo, pero sin demasiadas ilusiones; sólo dispuestos a servir a la casa.
Allí dibujé unas pocas páginas de Mortadelos, con guiones ajenos. Al poco tiempo me
invitaron a marchar por considerarme poco productivo.
Al terminar el servicio militar, me tomé un respiro y volví a la carga con los Mortadelos. En
1977, desde mi casa empecé a servir un promedio de ocho páginas semanales, que editorial
Bruguera aceptaba sin rechistar.
Lo cierto es que hacer Mortadelos me divertía. Sobre todo porque escribía mis propias
historias. Esos personajes están creados para que el autor se desahogue con ellos a diario. Es
algo así como golpear un saco de arena; después de vaciarte durante ocho horas, ya quedas
listo para alternar civilizadamente con tus semejantes.
Para que tanto trabajo fuese soportable, y no notar las horas de mesa, tenía que dibujar
primero las historias y escribirlas después. Nunca sabía lo que iba a pasar cinco viñetas más
allá. Cuando lo tenía claro, me aburría.
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Unos años más tarde solicité publicar un personaje mío en las revistas habituales de
Bruguera, pero el contrato que me presentó la editorial era imposible: “4 páginas semanales de
Mortadelo y Filemón, 2 de Pepe Gotera y Otilio, 2 de Rompetechos, 1 del botones Sacarino, 1
del 13, Rúe del Percebe y, si tenía tiempo, una página de un personaje propio”.
A partir de ese momento comprendí que Bruguera nunca me daría una oportunidad seria
como autor. Como no tenía vocación de “negro”, pensé en expandirme. Pero antes necesitaba
ayuda para mantener la producción de Mortadelos. Compré calcadoras como las que utilizaban
el Bruguera-Equip y todos los colaboradores de la editorial, y puse un anuncio en un periódico
buscando ayudantes. En un día desfilaron 30 personas por mi casa. Escogí a 3: Arturo, Isabel
y Lourdes. Arturo duró poco. En cambio, con las dos chicas la cosa fue diferente.
Todas las mañanas bocetaba una página de guión para que ellas, a base de calcadora,
desarrollasen dos tiras cada una. A la vez yo dibujaba una segunda página. Al principio les
pagaba 500 pesetas por tira; y se las pagaba a diario para que mantuviesen la moral. Hay que
tener en cuenta que aún no tenían nivel, ni trazo, ni nada; sólo una cierta habilidad para dibujar.
Cuando se marchaban, rehacía casi todo su trabajo para que no se notase la diferencia con el
mío. A la mañana siguiente, cuando regresaban, Lourdes examinaba sus dibujos del día
anterior y solía decir: ¡Caramba, sí que lo hago bien! -y se reía-.
Mi intención había sido conseguir tiempo para proyectarme fuera de Bruguera, pero el
resultado era que, entre guiones bocetados, correcciones y mis páginas obligadas, no disponía
ni de un minuto para mí. No obstante, gozaba de una grata compañía. Poco a poco, ellas
fueron mejorando.
Durante una temporada osciló la demanda de producción. En un momento dado, la situación
se hizo insostenible; no había suficientes ingresos para mantener a tres personas.
Para que ellas no se quedasen sin trabajo, se me ocurrió una idea. Tal como lo veníamos
haciendo, entre los tres preparamos una historia de dos páginas de Rompetechos. Les boceté
el guión, ellas dibujaron las dos páginas como hacían habitualmente, y yo las corregí. Con
aquella muestra impecable bajo el brazo, las mandé a Bruguera con la esperanza de que
obtuvieran un trabajo paralelo que no afectase a mi producción. Si lo conseguían, la idea era
venderles las calcadoras y que siguieran por su cuenta.
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Diremos que las recibió el Sr. X. Según me contaron ellas más tarde, este Sr. X, se miró las
páginas y les dijo que estaban bien, pero que les faltaba nivel. Después entró en el estudio y
salió con otras páginas que, casualmente, habíamos hecho ellas y yo unas semanas antes. Les
dijo que aquel era el nivel que tenían que alcanzar. Regresaron al estudio, nos reímos un rato y
seguimos adelante a trancas y barrancas. Al cabo de un tiempo Isabel nos dejó.
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En Junio de ese mismo año, recibí una carta de Bruguera anunciándome que, la empresa,
para reconvertirse y poder continuar, había entrado en suspensión de pagos. Pero aseguraban
que acabaríamos cobrando. Aunque me quedaban a deber una cantidad considerable, la
producción no podía disminuir.
Estando así las cosas, unos días después, cuando fui a hacer la entrega semanal, salió a
recoger las páginas cierta dama en persona… Honorando sus hazañas, podríamos
perfectamente llamarla “Manostijeras”. Bien, pues la señora Manostijeras, personalmente salía
a rogarme que mantuviese la producción una temporada pero cobrando la mitad del sueldo. Yo
le contesté que, dadas las circunstancias, no se podían pedir sacrificios adicionales. Entonces
me lo pidió como un favor personal. Insistí en que era imposible –con la mitad de los ingresos
Lourdes se quedaba en la calle-; le dije que tenía familia y un rosario de obligaciones como
todo el mundo. Entonces me dijo, textualmente: Así… ¿no vas a hacerlo por mí? ¿Pues sabes
que, Ramón?... No hace falta que vuelvas más por aquí. -Dio media vuelta y decidida se dirigió
hacia la puerta del estudio. Antes de cerrármela en las narices, apuntilló-: Ah, por cierto, ¡esto
no te lo perdonaré nunca!
Y así fue como, después de cinco años de colaboración ininterrumpida con editorial Bruguera,
me quedé en la calle de la noche a la mañana. Aquel día, decidí que nunca más sería el
“negro” de nadie.
IBAÑEZ Y YO
Yo fui el “negro” de la editorial, no de Ibañez. Nunca hubo por mi parte ningún resentimiento
hacia él; ni guiños, ni mensajes subliminales en ninguna de mis historias. Cualquier cosa
sospechosa, es pura coincidencia. Cuando le hice protagonista de una historieta, le situé en el
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papel de víctima frente a la editorial, tal como me sentía yo. E imaginé que sería indulgente y lo
juzgaría con simpatía.
Ambos somos ácidos e irónicos en nuestro trabajo. Tal vez tengamos en común lumbagos
crónicos, cervicales cascadas, pulmones corroídos y la sensación de que nos hemos perdido la
infancia de nuestros hijos. ¿Quién sabe?... Pero nadie debe pensar que “Casanyes lo dibujó
todo”, porque no es cierto. Por encargo de Bruguera, de mi estudio salieron unas dos mil y
pico de páginas y unas cuantas portadas.
Con ayudantes o sin ellos, Ibañez es un dibujante enorme y genuino, con una capacidad de
trabajo increíble. Sus personajes nos han hecho reír a todos, y a unos pocos nos han dado de
comer. Sólo me cabe estarle agradecido.
Tras el despido de Bruguera, caí enfermo de varicela y estuve convaleciente unos veinte
días. Según me contó mi familia, casi me voy al otro mundo. Por lo visto los niños superan esta
enfermedad con relativa facilidad, pero para los adultos puede ser peligrosa. En cualquier caso,
sigo aquí.
Mantuve contacto con Lourdes una temporada y creo que acabó trabajando para Ibañez; no
estoy seguro. Una vez me enseñó unas páginas de Mortadelo bocetadas por él, que ella tenía
que terminar. Estaban dibujadas las cabezas, las manos y los pies de los personajes. El resto
estaba estructurado muy esquemáticamente. Esto es lo que vi; no sé más.
Aunque perdí su pista, siempre le he deseado lo mejor. Lourdes era una persona estupenda a
quien no asustaba el trabajo y con la que este “ateo”, se rió un montón.
Como había vivido peligrosamente al día, después de Bruguera, tuve que abandonar mi casa
y encontrar un alquiler barato. Durante cuatro años habité un piso de unos 40 metros que no
tenia ducha, ni agua caliente. El piso aún conservaba la cocina de carbón y el retrete estaba en
un rellano del patio de luces. Allí hacía un frío de mil demonios. Demasiadas manos de pintura,
complicaban el cierre hermético de puertas y ventanas. Tuve que cubrir algunas con toallas de
playa que a veces se ahuecaban por la corriente. Bajo la mesa de dibujo tenía un cajón con
mantas en el que metía los pies cuando iba corto de butano. A veces, cuando la cosa se ponía
cruda de verdad, dibujaba y entintaba usando guantes con los dedos recortados. Por
descontado que mis hijos de dos y siete años, tuvieron que instalarse en casa de mis padres.
Al poco tiempo mi mujer y yo nos separamos.
A pesar de todo, aquellos cuatro años fueron creativamente intensos. Aunque tuve que
ilustrar alguna carátula de video en plan alimenticio, logré realizar unas cuantas historias
propias que se publicaron en las principales revistas locales.
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También inicié una serie para Norma Comics, cuyo título genérico era “Los comediantes“.
Sería mi primera historia de 44 páginas. El primer libro se titulaba “La isla“. El estilo de las
primeras seis páginas que dibujé y pinte, se consideró inapropiado para la revista Cimoc.
Reconstruí el proyecto, pero finalmente, por desavenencias con el editor, me retiré.
Años después leí en internet que aquellas primeras seis páginas se habían publicado con el
título de “El comediante y el astrónomo“. Seguramente le encargaron a un guionista que
cambiase el título e improvisara una historia sobre mis dibujos.
En casa de mis padres cabía todo el mundo. A mi primera compañera la acogieron con 19
años, y cuidaron de ella y de mi hijo recién nacido, mientras yo hacía el servicio militar. Luego,
en 1977, a partir de mi reencuentro con Bruguera, alquilamos un piso dos rellanos por encima
del suyo. Naturalmente, lo seguíamos compartiendo casi todo.
A veces, cuando acababa de dibujar una historieta, bajaba para que mi padre pasase a
máquina el guión. Mientras yo se lo dictaba, el hombre iba soltando carcajadas con el pitillo en
la boca, esparciendo ceniza por todo el teclado. Otras veces, con una autorización firmada en
el bolsillo, se iba a Bruguera a cobrar. En la ventanilla ya lo conocían como “el señor Francisco,
padre de Casanyes”. Le encantaba cobrar y traer el dinero. Cuando llegaba a casa esparcía los
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billetes sobre la mesa y repartíamos. No teníamos ninguna previsión; ningún sentido del
ahorro.
Mi padre, no era un hombre práctico; era un artista, un soñador como yo. Cuando en 1982 me
despidieron de Bruguera, cargó con mi familia sin queja ni desanimo. Pero faltando aquellos
ingresos, entre 1983 y 1985, la cosa fue empeorando. Entre sus ganancias como profesor de
piano, y lo que yo sacaba de mis dos, tres o cuatro páginas mensuales y alguna que otra
ilustración, no alcanzaba para mantenerse dos familias.
No sé si no lo vi venir, o no quise verlo; el caso fue que, mientras yo jugaba a hacer de autor
aspirando a un futuro rico en royalties y otras promesas, el hombre se estaba endeudando para
poder solventar el día a día. Al final, sufrió una embolia y yo desperté de golpe.
Aunque tardó un tiempo, afortunadamente se recuperó sin secuelas.
Este suceso coincidió con una llamada de Montse Vives a principios de 1986.
Obviamente la creación de estos nuevos personajes cumplía con las expectativas que todo el
mundo había puesto en mí. Aun así, les convertí en periodistas para intentar moverlos en un
mundo distinto al de las misiones y los agentes secretos. Últimamente he revisado las 4
primeras páginas de “Trapicheo en el Cairo“, y aunque Paco Tecla rezumaba el cinismo del
universo Ibañezco, la relación entre él y Lafayette no era tan cruel como lo era entre las
criaturas de Ibañez. Tal vez de haber seguido en esa línea, habría logrado desarrollar algo
distinto e igualmente fresco y dinámico.
Pero bueno, editorial bruguera cerró, la historia quedo en suspenso y al cabo de un tiempo fui
requerido, también por Montse Vives, para repetir suerte en Garibolo.
Garibolo pretendía suplir las revistas “Bruguera”. Ya nadie quería que me anduviese con
ambigüedades. Paco Tecla y Lafayette tenían que ocupar el espacio que habían dejado
Mortadelo y Filemón. Así que, olvidé el tema del periodismo, les convertí en agentes y
empezamos de nuevo con “El caso de los juguetes diabólicos“.
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Seis páginas semanales, por el doble de lo que cobraba por los Mortadelos. Lo primero que
hice fue alquilar un piso de cien metros y comprobar que el agua caliente salía por todos los
grifos. A mis padres les asigné una pensión mensual que pudieron cobrar de por vida.
-Fallecieron entre los años 2005 y 2006-.
El equipo que pintaba las páginas de Garibolo, era el mismo que el de los peores tiempos de
Bruguera. O al menos lo hacían igual de mal. No había ninguna esperanza; por más que te
esforzaras en dibujar algo decente, ellos se lo cargaban. No existía coherencia, ni continuidad
en el coloreado; los cielos ahora eran blancos, después amarillos, el pelo de Lafayette de
repente era rojo, aviones color naranja, unos azules tan intensos que se comían todos los
detalles. En fin, en las últimas páginas de “Bebitos como bidones“, mi segundo álbum, el
desanimo era tal, que ya no podía más y empecé a trabajar a tres tiras para acabar cuanto
antes.
Para el tercer álbum me aseguraron que intentarían mejorar el tema del color. Yo me lo creí,
y decidí hacer algo por mi cuenta para auto estimularme. Una cosa que siempre me había
apetecido: dibujar una aventura que tuviese lugar en Egipto. Así pues, desenterré “Trapicheo
en el Cairo“, y la rehíce para que se ajustase a la nueva identidad de los personajes.
Pero la empresa tenía otros planes para mí. Como las Olimpiadas del 92 estaban a seis años
vista, querían hacer un gran libro tipo comic, que tratase la historia de las Olimpiadas desde el
principio de los tiempos, en clave de humor. Me concentré en eso y abandoné a “Paco Tecla”
definitivamente. Como yo improvisaba los guiones sobre la marcha, otro guionista retomó la
“Odisea“, y el dibujante que la continuó creo que fue Esegé.
Alemania me había hecho un contrato para publicar allí el “Paco Tecla“. “Die Chaos-Kids“, los
llamaban. Publicaron los dos primeros álbumes. Cuando les llegó la “Odisea“, terminada,
rechazaron el cambio de estilo y rescindieron el contrato. Si después se hizo algún refrito en
Guai, o lo olvidé por completo, o no me enteré.
Para llenar los capítulos de esta serie, yo sabía perfectamente lo que esperaban de mí; un
encadenado de gags, más o menos de este estilo: “El equipo nipón de natación sincronizada
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llega al pabellón deportivo con paso marcial, se quitan los albornoces y de un salto grácil…
¡CRONCH! …¡Se pegan la gran morrada! Pero… ¿quién ha robado el agua de la piscina?
¡SABOTAJE EN LA OLIMPIADA!”.
Durante un tiempo anduve perdido. Me dediqué a revisar la historia de Barcelona; como había
evolucionado desde la antigüedad. Buscaba un punto de encuentro entre la ciudad y los juegos
antes de nuestra era. Concretamente desde el año 776 a. C., hasta el 392 d. C., cuando
fueron abolidos por el emperador cristiano Teodosio I, por considerarlos una práctica pagana.
Hasta ser restablecidos en el año 1896 por Pierre de Coubertin, transcurrieron 500 años.
Y en estos 500 años de guerras y oscurantismo, en los que el espíritu olímpico había quedado
relegado al olvido, encontré la clave para crear un concepto original.
Entre 1987 y 1989, estuve elaborando el proyecto. Diseñé unos 200 personajes, escribí 28
capítulos y mi amigo Jaume Esteve diseñó los fondos de la serie y escribió los 28 capítulos
restantes.
Finalmente, bastantes años después de las Olimpiadas del 92, una productora compró los
derechos para realizar la serie.
En 1989, justo antes de acabar el proyecto de las Olimpiadas, en el Círculo Artístico de Sant
Lluc de Barcelona, conocí a Montserrat Aranda. Ella tenía 21 años y empezaba; yo tenía 35 y
me daba la sensación de haberlo vivido todo y andar vagando por ahí sin billete para el futuro.
El mundo de los comics y el de las series de televisión ya no eran rentables; por cuatro duros,
los países asiáticos te saturaban de Mangas y de tantas series como hiciera falta. Bastante
perdido y curtido en desencantos, me dejé impregnar de sus ilusiones. Cuando le pregunté qué
quería hacer en la vida, me respondió: “ahorrar”. También en eso me dejé llevar, porque a
pesar de haber ganado dinero, seguía viviendo al día.
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número de teléfono en el reverso de una cartulina amarilla que encontré en mi cartera y que
ella siempre conservó. Esa cartulina resultó ser el recibo que entonces servían los cajeros
Con Hermes me había paseado por el mundo de la animación y tenía una cierta experiencia
en el diseño de “storyboards“. En 1990, un grupo de dibujantes de comics que acababan de
montar una mini agencia llamada Artcelona, me contactaron para que les ayudase a desarrollar
Durante 15 años había intentado vender a los editores mis ideas y mis creatividades. Ahora,
había decidido ponerme a disposición de las agencias para diseñar las ideas de sus creativos.
Esto era un cambio de vida radical. De repente mi cerebro quedaba liberado de la
Ya por mi cuenta, empecé a dibujar storyboards para distintas agencias. Eran trabajos
rápidos que se tenían que servir en 24 o 48 horas, como mucho. Había más trabajo del que se
podía abarcar. El teléfono no paraba de sonar. Dormir era un lujo. En una ocasión llegué a
trabajar dos días y dos noches sin descanso. Pero merecía la pena; la publicidad estaba
espléndidamente remunerada en comparación con lo que se percibía en el mundo del comic.
Si Norma Comics me había estado pagando 7.000 pesetas por una página de ocho viñetas, por
cada viñeta de los storyboards publicitarios, percibía 6.000 pesetas. Y en ocasiones se
llegaban a hacer de 8 a 15 viñetas diarias. Viñetas que eran simples bocetos y no las virguerías
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NESTLÈ
asistía a rodajes; estaba bien considerado por todos y no pertenecía a nadie. ¿Cómo iba a
enclaustrarme otra vez en mi estudio y regresar a la artesanía del comic? Además, no me
apetecía nada pasarme 44 páginas dibujando un conejito y contando la historia del chocolate,
Pero el señor José Antonio Carreira, entonces responsable de la marca Nesquik, era un
hombre extraordinariamente aficionado al comic y estaba resuelto a producir una serie de libros
de aventuras, con Quicky como protagonista. Quería hacer algo de máxima calidad: tapas
duras, páginas satinadas, e incluso estaba dispuesto a cederme la iniciativa en el guión.
También permitiría que yo mismo pintase las páginas. Además, me harían un contrato en el
que se me cederían los derechos de los libros al cabo de diez años, y se me abonaría una
cantidad determinada por cada historia vendida a un mercado extranjero. Para completar el
trabajo tendría 7 meses (un Mortadelo de 44 páginas se hacía en 7 semanas).
Sabía que para poder cumplir el plazo tendría que dedicarle todo el tiempo y que
probablemente perdería a todos mis otros clientes; pero acepté. Siempre había deseado hacer
un comic bajo unas condiciones parecidas; rechazarlo habría sido injustificable.
Aquí no se podía empezar dibujando; se tenía que crear una estructura sólida que aguantase,
no sólo una historia, sino una serie de historias.
En los spots de aquella primera época, a Quicky se le solía mover alrededor de la casa,
siempre consumiendo Nesquik con sus amigos. Pero en un comic, no nos podíamos pasar 44
páginas consumiendo o haciendo propaganda continuada del producto. Habría sido una falta
de respeto hacia los consumidores, que habrían estado reuniendo las etiquetas de los envases
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para conseguir un libro de aventuras. La cuestión era, ¿cómo hablar de Nesquik sin aburrir con
Nesquik?
Un día, viendo un pase televisivo de Ben-Hur, en los créditos iniciales leí la siguiente frase:
“Ben-Hur / A tale of the Christ” (Ben-Hur / Una historia de Cristo).
Si Ben-Hur era una historia de Cristo, ¿por qué nunca me lo había parecido? Fácil, la
estructura del guión era magnífica: cinco minutos de pesebre al principio y diez minutos de
crucifixión al final; el resto de las tres horas y pico: traiciones, venganzas, batallas navales,
carreras de cuadrigas… Y ese fue el esquema que aplique a las aventuras de Quicky: un poco
de producto en el planteamiento inicial y un brindis con Nesquik para celebrar el triunfo de
Tenía que conseguir que el lector olvidase que era un conejo. De entrada le puse a trabajar. Él
era la estrella de Nesquik, pero tenía que ganarse la vida como cualquier mortal. ¿Qué mejor
trabajo que rodar spots televisivos? Además, tener que desplazarse por el mundo para los
manifestaba al degustar algo delicioso. Cuando comía o bebía algo bueno, el pobre hombre se
retorcía de dolor. Por lo que se veía obligado a comer basura para sobrevivir. Lógicamente,
odiaba las cosas deliciosas, y como Nesquik era lo más exquisito, su obsesión era acabar con
ello. Pero aún mayor era su obsesión por privar al mundo de aquello que él no podía disfrutar.
Sobre esta estructura, escribí una sinopsis que me fue aprobada, y a partir de ahí, fiel a mi
sistema de trabajo, empecé a improvisar el guión día a día mientras iba dibujando.
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En Noviembre de 1993 inicié “El misterio de las ortigas“. Dibujé las páginas y las entinté con
pincel para que Montse, se encargara de pintarlas a mano sobre pruebas en azul. Tardamos
siete meses y quince días en terminar la historia. Para nosotros fue un trabajo durísimo.
Volqué en aquel primer libro todos los elementos que siempre había deseado dibujar y ver
correctamente coloreados. En primer lugar, para sacarme una espina, hice que parte de la
historia transcurriese en el Cairo, por supuesto. Después dibujé, las pirámides, puestas de sol,
a todos los mercados. Se trataba de acabar con los distintos diseños de esta mascota que
corrían por el mundo. En Francia, incluso habían llegado a sustituir a Quicky por un gigante
humano que consumía Nesquik. Paralelamente a este trabajo, inicié el segundo libro de “Las
EL IMPOSTOR
A principios de los 90, el ordenador aún no se consideraba una herramienta pictórica capaz de
sustituir a las témperas y el aerógrafo. Una vez, un director de arte me mostró la impresión de
Esto da una pequeña idea de cómo estaba el tema informático en aquellos días. Internet era
un caos que justamente empezaba a organizarse. Un “E-mail”, era algo que en las películas se
traducía del inglés como “Correo E”. Y la telefonía móvil era ciencia ficción.
A pesar de todo, decidimos comprar un ordenador Macintosh e intentar ilustrar “El impostor”
con el programa Adobe Photoshop 2.5. Montse hizo un cursillo y aprendió lo indispensable
para poder hacer este trabajo. Escaneábamos las viñetas dibujadas y entintadas sobre papel y
luego ella las coloreaba en el ordenador. Como no teníamos ni idea de cómo quedarían
impresas, hicimos pruebas de impresión con distintos grabadores. De la página uno a la cinco
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De todos modos el proceso de pintado era lento. El ordenador se colgaba cada dos por tres,
por lo que se tenía que estar guardando constantemente. Y para guardar tardaba un siglo. Por
la facilidad con que se hacían los degradados, era posible lograr grandes efectos de volumen.
No obstante, yo quería mantener el espíritu del pintado tradicional. Por lo tanto, intentamos no
Esta vez quería dibujar París. Hasta la página 6 todo fue como una seda. Pero al dibujar una
escena que tenía lugar alrededor del Arco de Triunfo de la ciudad, me di cuenta que los libros y
las postales no eran suficientes para documentarme. Si seguía dependiendo de este tipo de
documentación, acabaría echando mano de los libros de Franquin, y acabaría dibujando sus
tejados y sus gendarmes. Montse y yo, con la sinopsis bajo el brazo, cogimos el tren y nos
fuimos a París.
Allí fotografiamos las calles, los semáforos, las farolas, los quioscos, los equipos de limpieza
urbana, las comisarías, los policías –que ya no vestían los uniformes que Franquin solía
dibujar-, el Sena, sus barcos y puentes, los tejados de París, los cafés, las cabinas telefónicas;
incluso las vallas de las obras públicas y los protectores de las alcantarillas. Un día fuimos a
visitar Versalles y decidí que me las arreglaría para que parte de la historia ocurriese allí.
que, bien administradas, convertían la historia en algo distinto; más original de lo que podría
haber sido.
En esta historia hay un personaje llamado Plastilino Variopinto, cuya habilidad como
transformista, ha hecho sospechar a algunos que podía estar inspirado en Mortadelo. Es pura
coincidencia. El guión exigía que el personaje fuese un genio del transformismo, pero lo que
verdaderamente convierte a Plastilino en un gran personaje, es el hecho de que no conozca la
diferencia entre el bien y el mal. Es una buena persona, pero este desconocimiento le convierte
en un ser letal, sin conciencia, ni sentimiento de empatía. El día que descubre la diferencia
entre el bien y el mal, se da cuenta de las barbaridades que ha hecho a lo largo de su vida y no
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Tardamos un año en realizar este segundo volumen. Se hizo un tiraje de más de 100.000
ejemplares y distintos países, entre ellos Alemania, compraron los derechos.
EL CARÁMBANO NEGRO
Siempre me había fascinado el personaje de James Bond. La idea de que Quicky viviese una
aventura junto al mítico 007, era irresistible. El problema, una vez más, era de credibilidad.
Nadie se iba a creer que un grupo de niños pudiesen colaborar con un agente secreto del MI-6.
Estaba estudiando la caricatura del primer 007, Sean Connery, cuando se me ocurrió la idea:
¿Por qué no hacer una caricatura del Sean Connery actual? ¿Por qué no hacer un James Bond
La cosa cuadraba. Un grupo de críos ayudando a un anciano furioso; eso sí que era creíble.
Una vez más, hicimos la maleta y, está vez, volamos a Londres. De allí obtuvimos toda la
información gráfica necesaria. Los pubs, el Zoo, la casa de Sir James (007) en la zona alta, los
típicos autobuses de dos pisos y un itinerario callejero para desarrollar una persecución entre
un Land Rover y una especie de Aston Martin del 63 –primer coche de 007-, modificado por
exigencias del guión.
Probablemente de haber existido Google Earth/Street view, todo habría sido más fácil, pero
seguro que Montse y yo no nos habríamos divertido tanto.
La persecución culminaba en el popular Puente de La Torre. Dibujar el puente hasta cinco
veces, desde distintos ángulos, con colisiones múltiples mientras el sol de la mañana se
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–De pequeño, yo había vivido en Kirkenes. Allí todo el verano era de día y los inviernos, noches
interminables que yo pasaba dibujando Mortadelos, Truenos y Jabatos, con temperaturas
externas de hasta veinte grados bajo cero. Mencionar la ciudad fue un pequeño homenaje-.
En este volumen titulado “El carámbano negro”, Montse hizo un extraordinario trabajo con el
color. Y conseguí autorización para que se reconociese su labor. En la última página el color
Quiero expresar mi agradecimiento al señor José Antonio Carreira, promotor del proyecto, y a
la señora Silvia Escudé, su, entonces, sucesora en el cargo, por la gran oportunidad que me
FUTUROS PROYECTOS
Cuando estás en activo, plantearte el futuro no tiene sentido. El único objetivo valido es
intentar hacer bien el trabajo diario. Todo lo demás es una consecuencia inevitable.
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RAMON CASANYES
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