Está en la página 1de 7

Shatranj: El juego de los reyes

José de Piérola

PRÓLOGO

Me faltaban pocos meses para cumplir dieciocho años, y


Copyright © Grupo Editorial Norma, 2005 – Copyright © José de Piérola, 2005

como quería juntar dinero para celebrar mi mayoría de


edad con un viaje en motocicleta, me conseguí un trabajo
extraño. Me lo dio George L. Raleigh, un arqueólogo britá-
nico que después de recibirme en su oficina adjunta al mu-
seo, se apresuró a señalar, en un castellano moroso, lleno
de erres metálicas, que no tenía nada que ver con el célebre
pirata que tuvo a mal traer a los galeones españoles durante
el siglo xvi. Tampoco era Sir, aunque su padre, me enteré
después, sí lo era, con un castillo, además, en medio de los
bosques de Sussex.
Después de preguntarme qué estudiaba, me dijo a
boca de jarro que no me gustaría el trabajo: no tenía nada
que ver con la ingeniería. Yo necesitaba dinero con urgen-
cia, por lo de la moto, de modo que le pedí que me diera
una oportunidad. George L. Raleigh, después de pensarlo
un poco, se puso de pie y me pidió que lo siguiera. Sali-
mos de su oficina a un largo corredor con piso de cerámica,
encerado, por donde llegamos a la gran sala de topograf ía
del museo donde una estudiante dibujaba encorvada sobre
un tablero. Ni siquiera levantó la mirada cuando entramos.
George L. Raleigh me señaló un tablero surtido con imple-
mentos de dibujo, luego me entregó una caja de cartón.
—Regreso en media hora —me dijo—. Ya veremos.
La caja de cartón contenía puntas de flecha talladas


shatranj: el juego de los reyes / prologo

en obsidiana. Miré a la dibujante con la esperanza de que


me orientara, pero como me ignoró por completo, tuve que
recurrir a mis mal llevadas clases de dibujo técnico. Logré
completar un bosquejo poco antes de que George L. Ra-
leigh regresara. Lo examinó arrugando la frente rosada, en-
tornando los ojos grises que se le plegaron con innumera-
bles arrugas, luego, como si ya trabajáramos juntos mucho
tiempo, se sentó a mi lado y empezó a explicarme las cosas
Copyright © Grupo Editorial Norma, 2005 – Copyright © José de Piérola, 2005

que debía corregir: alinear el dibujo con el eje, mejorar el


detalle de las muescas en forma de medialuna, enfatizar los
ángulos de ataque con que el artesano había modelado la
obsidiana.
Empecé ese mismo día. Como George L. Raleigh pro-
metió pagarme por horas, comprendí que podía juntar su-
ficiente dinero si organizaba mis prioridades. Saltándome
las clases de la universidad, me compraba un pan baguette
con jamón en una panadería de Salaverry, y me quedaba de
la mañana a la noche en la sala de topograf ía. Mi compañe-
ra habló sólo lo imprescindible en los meses que compar-
timos la oficina. Baja el volumen de la radio. ¿Has visto la
brocha? No te olvides de cerrar la puerta.
Felizmente Sir George —así lo llamaban en el mu-
seo— compensaba con sus frecuentes visitas. Tenía ya más
de cincuenta años, barba gris y dientes amarillos, pero ca-
minaba como un muchacho que acaba de encontrar un
secreto y está ansioso por compartirlo. Con frecuencia se
oía el chirrido de sus botines de explorador pasando por el
corredor que iba al taller del fondo. De vez en cuando los
pasadizos de paredes blancas traían su risa cuando el topó-
grafo le contaba algún chiste. Un lunes, sin embargo, llegó
a la sala de topograf ía inusualmente serio. Quería verme
en su oficina.


josé de piérola

Como yo había faltado una semana, me preparé para


explicarle por qué lo había hecho, pensando además que
debía parecer adulto; pero su pregunta me tomó despre-
venido:
—¿Qué tiene que hacer el domingo?
—Pensaba venir a ponerme al día —respondí—. Estoy
recontra atrasado.
—No, no, no —dijo—. Tiene que venir conmigo a
Copyright © Grupo Editorial Norma, 2005 – Copyright © José de Piérola, 2005

Huaca Prieta.
—No sé nada de arqueología.
—Lo sé —dijo—. Sin embargo, preferiría que me
acompañara.
Me pareció que no debía desairarlo, de modo que el
domingo siguiente me levanté a las seis de la mañana, y
tomé la 41 para llegar al museo a las siete como habíamos
quedado. Me esperaba ya en el Jeep verde olivo cuyas puer-
tas llenas de pequeñas abolladuras y abrasiones hablaban
de años de salidas al campo. Detrás del Jeep esperaba tam-
bién la camioneta azul del topógrafo, acompañado por dos
practicantes.
El día consistió en una larga sesión de excavación en
un arenal desértico. De cuando en cuando un ventarrón
levantaba una nube de arena que me obligaba a apretar los
ojos pero el viento era tan porfiado que sentía los granos
de arena entrándome por la nariz. Sir George por el con-
trario, como si hubiera vivido en el desierto toda la vida,
no parecía incomodarse por nada. En cuclillas dentro de la
fosa de la excavación, trabajaba parpadeando con la lenti-
tud segura de un camello, alcanzándome de vez en cuando
un fragmento de piedra. Mi importante tarea era meter el
hallazgo en un sobre que codificaba con el número que él
me dictaba.


shatranj: el juego de los reyes / prologo

Cuando Sir George suspendió la excavación al me-


diodía para almorzar, yo tenía los labios partidos, la cabeza
embotada por el calor y unas ganas enormes de regresar-
me; caminando, si fuera necesario. Me invitó a sentar-
me en una de las sillas plegables que sacó del Jeep; lue-
go, mientras compartíamos una botella de agua mineral
y unos sándwiches de atún, comprendí por qué me había
invitado.
Copyright © Grupo Editorial Norma, 2005 – Copyright © José de Piérola, 2005

—Me enteré de la muerte de su padre —dijo sin prole-


gómenos—. Mis condolencias. Verdaderamente, lo siento.
Me cayó tan de repente que el pepinillo del sándwich
se me atragantó en la garganta, y tuve que beber media bo-
tella de agua mineral para no derrumbarme. Sir George me
miró con sus ojos grises, luego se dedicó a estudiar una pe-
queña piedra negra, grabada con líneas blancas, que había
encontrado poco antes del mediodía.
En la tarde, cuando ya regresábamos a Lima, me pre-
guntó si quería pasar a tomar algo en su casa. Me dolía la
cabeza, pero como me había gustado su gesto, acepté. De
modo que terminamos el día en una inmensa mansión de
Las Lomas de Chacarilla, tomando café, sentados junto a
un hermoso tablero de ajedrez cuyos escaques, adiviné,
eran de ébano y marfil. Fue entonces que me contó aque-
lla historia. Pensé que era una de aquéllas que inventan los
arqueólogos mientras comparten un whisky en la barra de
un hotel de ultramar. Pero a medida que hablaba, haciendo
pausas como para buscar la palabra precisa, su tono adqui-
rió la seguridad de quien no sabe inventar nada.
—Me la contó mi padre —agregó—. Murió el año 45,
cuando una de las últimas incursiones de la Luftwaffe pasó
por Sussex. Yo era un muchacho entonces: tenía su edad
—sus ojos grises miraron hacia ese lugar donde de vez en


josé de piérola

cuando vemos el pasado—. Se lo cuento porque sé que la


ingeniería es algo pasajero, usted terminará siendo escri-
tor.
Esto último me sorprendió tanto que casi se me cae la
taza de café. Había escrito un par de cosas, pero no se las
había mostrado a nadie. Escritor, en mi país, en esos años,
era un sueño tan imposible como ser astronauta.
—No se sorprenda —dijo—. Usted mira el mundo
Copyright © Grupo Editorial Norma, 2005 – Copyright © José de Piérola, 2005

como lo mira un escritor.


Me pareció que el sol le había calentado al cabeza a
Sir George. Tal vez la muerte de mi padre se me notaba
en la mirada en esos días, pero, aparte de eso, yo miraba el
mundo como cualquier muchacho de diecisiete que quie-
re tener dieciocho con urgencia, pensando que esa edad lo
cambiaría todo para siempre.

***

Se acabaron las puntas de flecha. Hice aquel viaje en moto-


cicleta. Los años pasaron. Un día encontré en una bibliote-
ca el libro de Sir George. En la solapa decía que ahora era
Sir y vivía en Sussex, en un castillo heredado de su padre,
donde escribía un nuevo libro sobre estatuillas precolom-
binas. Terminé de estudiar ingeniería. Trabajé como inge-
niero muchos años. Me fui a vivir a Los Angeles, Califor-
nia. Hasta que un día, sin recordar a Sir George para nada,
colgué la corbata y empecé a escribir. Gané un premio en
España. Me publicaron un librito que pasó desapercibido.
Unos meses después me llegó un grueso sobre de la insti-
tución que me había dado el premio. Pensando que eran
recortes de periódico sobre mi libro, lo abrí entusiasmado.
Era otra cosa.


shatranj: el juego de los reyes / prologo

Dentro del sobre español había un sobre franqueado


en Sussex con tres estampillas de la Reina. Una hermosa
letra llena de curvas había escrito mi nombre pero con
la dirección de la institución española. Dentro del sobre,
como en un juego de cajas chinas, había otro, más antiguo,
que había tenido la dudosa suerte de haber viajado ida y
vuelta de Sussex a mi país. El sello tenía más de diez años
de antigüedad pero el sobre no había sido abierto. Todavía
Copyright © Grupo Editorial Norma, 2005 – Copyright © José de Piérola, 2005

se podía leer la nota del cartero: dirección equivocada. El


sobre contenía un grueso manuscrito acompañado de una
carta de Sir George. Me escribía en inglés.

Querido José,
Espero que no me haya olvidado. Pero aun si ese es el
caso, quiero suponer que ya ha dejado la ingeniería para
dedicarse a contar historias, que es para lo que ha venido
a este mundo. Lo que supongo no ha olvidado es la historia
que le relaté aquel domingo. Es una historia que tiene la
virtud de vivir en la memoria por mucho tiempo.
Como usted, también yo pensé que se trataba de una
ficción inventada por mi padre para justificar sus numero-
sos viajes a Bagdad. Pero hace unos meses, ordenando los
pocos papeles que quedaron en su archivo, hice un par de
hallazgos sorprendentes. El primero es el manuscrito a má-
quina que le adjunto. Data del inicio de los 40. El segundo
fue una libreta de notas de mi padre donde habla de un
códice árabe de fines del siglo séptimo que compró en un
anticuario de Bagdad. Pagó cien libras esterlinas por el ma-
nuscrito y cuatrocientas por la traducción (lo anotaba todo
en sus libretas). No sé qué pensaba hacer con la traducción.
Cualesquiera que hayan sido sus planes, aquel bombarde-


josé de piérola

ro de la Luftwaffe se lo impidió. Yo gustoso la publicaría,


pero en estos años una dolencia me obliga a dedicar toda
mi energía a terminar, si Dios quiere, un último libro sobre
su país. Conf ío en que usted me haga llegar un ejemplar si
decide recontar esta historia.
Dios guarde a la Reina.

Sir George L. Raleigh


Copyright © Grupo Editorial Norma, 2005 – Copyright © José de Piérola, 2005

El manuscrito era una copia a carbón en papel de cebolla


escrito sin interlineado para ahorrar espacio. Me bastó leer
un par de líneas para caer, primero a aquellos días lejanos
en que me ganaba la vida dibujando puntas de flecha, des-
pués a un pasado mucho más remoto. Cuando terminé de
leer ya había anochecido. Desde mi ventana pude ver los
eucaliptos recortados contra un cielo azul marino lleno de
estrellas.
No me costó trabajo comprender que Sir George ha-
bía muerto, y que su esposa, o su hija, había cumplido su
voluntad al enviarme aquel manuscrito. Entonces, sin sa-
ber si hacía bien o mal, esa misma noche empecé a hacer
una traducción de aquella traducción. Cambié el orden de
algunos pasajes, suprimí algunas digresiones filosóficas,
pero en lo sustancial creo haber conservado aquella her-
mosa historia.

La Jolla, California, 2004

También podría gustarte