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El arte de la ficción

Henry James

POR QUÉ LEER A HENRY JAMES


José de Piérola

«Trata de ser una de esas perso-


nas en quienes nada se pierda»
Copyright © Esteban Quiroz Editor, 2007 – Copyright © José de Piérola, 2007

—Henry James,
El arte de la ficción

Muchos carruajes se detuvieron aquella noche en la calle


adoquinada frente al Ala Oeste de la Casa Burlington don-
de se alojaba la Real Sociedad de Londres. Mientras los co-
cheros inhalaban rapé a escondidas, los pasajeros se apre-
suraban a subir las escaleras para ocupar sus asientos en la
sala de conferencias; iban a escuchar la charla de uno de los
escritores más populares de su tiempo: el filántropo Walter
Besant. Ese 25 de abril de 1884 sería fundamental para la
literatura anglosajona, no sólo porque el título de la charla,
«El arte de la ficción», señala una intención de cambio, sino
también porque nunca antes se había discutido dicho tema
en un foro tan importante. De hecho, Besant es recordado
no tanto por las más de treinta novelas que publicó en vida,
sino por aquella charla que puso en marcha un diálogo que,
después de casi ciento veinte años, sigue despertando el
mismo interés.
Se trataba de dar carta de ciudadanía a la ficción, ya
que hasta entonces, al entender de Besant, todavía se la
consideraba un arte menor. Pero también, en un ambicioso


el arte de la ficción / por qué leer a henry james

giro, la charla debía sentar las bases teóricas del nuevo arte.
Semanas después, cuando la charla era publicada como
folleto, Henry James se sintió movido a responder con un
ensayo que también tituló: El arte de la ficción, ensayo que
se convertiría en uno de sus textos más citados durante el
siglo xx. No mucho después se sumarían a este diálogo
otros novelistas, empezando con E.M. Forster, hasta incluir
escritores tan variados como Edith Wharton, John Gard-
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ner, Anne Lamott, Stephen King, Mario Vargas Llosa, y,


más recientemente Norman Mailer, cuyo The Spooky Art
se publica en 2003. No obstante lo enriquecedor de este
diálogo, el ensayo de James no ha perdido vigencia: todo
lo contrario, todavía señala aspectos fundamentales para la
creación literaria.
James nunca pudo separar su vocación de su vida
privada, quizá porque su trabajo literario, más que una
vocación, era un modo de vida. Nacido en 1843, en Nue-
va York, año en que se botó en Bristol el gran bretaña,
primer trasatlántico con hélices, James fue el primer es-
critor norteamericano que escribe desde la experiencia
del expatriado. El joven que creció en las calles de Ma-
hattan, viajó a Europa en 1869, para, cinco años después,
tomar residencia permanente en Londres. No es casual
que muchas de sus obras reflejen el conflicto entre cul-
turas, la norteamericana de sus personajes —la mayoría
mujeres jóvenes de la naciente burguesía— con la cultura
europea de fines del siglo xix. Su etapa inicial, que inclu-
ye El retrato de una dama (1881), primera obra maestra,
se cierra con La musa trágica (1890). Durante los años si-
guientes, prueba escribir para teatro, pero no tiene éxito.
La experiencia teatral, no obstante, le daría un giro a su
carrera de escritor. Desde su novela Lo que sabía Maisie


(1897), James adapta las técnicas del teatro a la narración
novelesca, como registraría en uno de sus cuadernos de
notas: «Me doy cuenta —un poco tarde— que el método
escénico es mi prioridad absoluta, mi imperativo, mi úni-
ca salvación. Es al desarrollo de la acción a lo que debo,
más y más, asirme con firmeza: es lo único que de verdad,
para mí, por lo menos, producirá l’oeuvre, y l’oeuvre
es, a los ojos de Dios, a lo que yo aspiro». Lo que James
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llama método escénico le permitiría escribir indiscuti-


bles obras maestras como Las alas de la paloma (1902) y
Los embajadores (1903). Se naturalizaría inglés en 1915,
un año antes de su muerte.
Pero el método escénico es sólo una contribución de
quien, como nunca antes, profesionalizaría el oficio de es-
critor. Con una meticulosidad propia de un contador, lle-
vaba un registro minucioso tanto de sus ingresos, como de
su producción literaria. Siguiendo la convención de la ma-
yoría de escritores anglosajones, medía sus obras no por el
número de páginas, ni por la dudosa denominación de gé-
nero, sino por el número de palabras. Cada proyecto, para
James, representaba un número de palabras a producir por
mes, por semana, inclusive por día. El 21 de diciembre de
1896 se puede leer una nota sobre Lo que sabía Maisie: «to-
davía tengo que escribir 10,000 palabras».
Ninguno de estos pruritos administrativos, necesarios
para su sobrevivencia como escritor, hizo que su obra fue-
ra menos original o, como le gustaba recordar a él mismo,
menos «interesante». Todo lo contrario. James ejerció, so-
bre la base de esta disciplina espartana, una labor creativa
que produjo los clásicos arriba mencionados, innumerables
cuentos, así como incontables artículos de crítica literaria
sobre diversos escritores de su tiempo.


el arte de la ficción / por qué leer a henry james

Toda esta producción, que James escribía en hojas


sueltas, tenía una contrapartida, un verdadero taller de es-
critor. Durante toda su vida James llevó siempre consigo un
cuaderno de notas —en ocasiones una pequeña libreta de
bolsillo— donde registraba ideas de títulos, pequeñas cáp-
sulas descriptivas sobre personajes, «semillas» para posi-
bles narraciones, inclusive pequeñas frases oídas al azar en
un café parisino o en el vestíbulo de un hotel londinense. El
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cuaderno de notas también le servía para sostener diálogos


consigo mismo que le servían para solucionar los proble-
mas literarios del proyecto en curso. James creía, en efecto,
que un escritor es aquel que, sobre la base de un constante
ejercicio de la escritura, desarrolla los diversos elementos
de su arte. Inclusive cuando, ya escritor de éxito, empezó
a dictar sus novelas a Miss Bosanquet, su asistente, nunca
abandonó la libreta de notas como el taller indispensable
para fraguar los diversos elementos de sus narraciones. Ni
siquiera cuando un primer derrame cerebral lo confinó a la
cama se privó de esta elaboración lenta, parsimoniosa, de
sus ficciones. La única excepción fue el delirante dictado
final el día de su muerte.
Pero las libretas de notas también le servían para de-
sarrollar otra de sus obsesiones. Pocos escritores como Ja-
mes han dedicado tanto tiempo a reflexionar por escrito
sobre el arte de la ficción. Durante toda su vida trabajó esta
obsesión en dos cuerpos impresionantes de especulación,
tanto sobre el proceso creativo, como sobre la técnica lite-
raria. El primero son las notas críticas sobre los escritores
de su tiempo. Fue James, por ejemplo, el primero en consi-
derar a Iván Turgueniev como una de las voces importan-
tes de la literatura rusa de la segunda mitad del siglo xix.
El otro cuerpo de especulación sobre la técnica literaria


josé de piérola

son los prefacios que escribió para la edición completa de


sus obras en Nueva York (1906-1910). En cada una de ellos
discute con solvente maestría desde la «semilla» de cada
novela hasta los aspectos técnicos más específicos, como el
«personaje reflector» elegido, por ejemplo.
Sin embargo, ninguno de sus escritos concentra tan-
tas ideas primordiales sobre la técnica literaria como lo
hace El arte de la ficción. En un típico gesto, James abre
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con una declaración que acota su intención, pero al mismo


tiempo le sirve de punto de partida: «No debería haberle
puesto un título tan ambicioso a estas pocas reflexiones».
Entendemos, por supuesto, que da por sentado que la fic-
ción es un arte, en contraste con el tono apologético de Be-
sant, pero también que, siendo un arte, su discusión nunca
podrá ser exhaustiva. En la brevedad de sus poco más de
9,000 palabras —como habría anotado él mismo— logra
incluir aspectos sobre el arte de la ficción que no han per-
dido vigencia.
Para empezar, James es uno de los primeros escritores
que además de asumir a la ficción como un arte, también la
trata como tal, despojándola de algunos conceptos román-
ticos sobre la creación literaria. Un aspecto fundamental,
ya que hasta hace muy poco, en muchos de los ambientes
literarios de Hispanoamérica todavía reinaba el concepto
decimonónico de la actividad literaria como una expresión
absoluta de la inspiración, el genio literario, el don natural.
Es revelador el hecho de que todavía no exista la especia-
lidad de creación literaria en la mayoría de universidades
hispanoamericanas, mientras que los programas de maes-
tría en creación literaria ya van a cumplir su primer siglo en
las universidades anglosajonas. En Hispanoamérica siem-
pre ha existido la especialidad de literatura, pero cualquier


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escritor comprende la diferencia que hay entre estudiar la


literatura y estudiar el oficio de escribir. Es cierto que no
todos los escritores que salen de los programas anglosajo-
nes llegan a calar en la literatura, cualquiera sea el concepto
que uno tenga del término, sin embargo, no se puede igno-
rar el hecho de que la existencia de dichos programas —de
donde han salido no pocos escritores importantes— nos
indica que hay aspectos de la creación literaria pasibles de
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ser enseñados.
Sin embargo, más de una vez hemos escuchado a
algún escritor declarar con solemnidad: «No se puede
enseñar a escribir». Una declaración que se cura en sa-
lud usando dos términos —«enseñar» y «escribir»— en
su sentido más amplio. Escribir, por supuesto, no se re-
fiere a lo que uno aprende en la escuela. Sino más bien
a todo un conjunto de procedimientos, principios, téc-
nicas y reglas que un escritor usa al momento de crear
un texto literario. Escribir también se refiere a la pre-
ocupación temática que un escritor tratará de explorar
en su obra. Escribir, por último, también es la habilidad
desigual que tienen las personas al momento de usar
el lenguaje. Cuando se tira la red para que «escribir»
pueda abarcar todo esto, uno puede afirmar sin temor a
equivocarse que es imposible enseñar a escribir. Lo que
esta declaración engañosa oculta —de cara al escritor
que empieza— es que, si bien no se puede enseñar a
escribir en el sentido amplio, totalizador del término,
sí se pueden enseñar ciertos procedimientos, técnicas,
principios y reglas imprescindibles al momento de es-
cribir un texto de ficción. Sobre las reglas, cosas como
la gramática, por ejemplo, no puede haber desacuerdo
alguno. Un escritor que empieza debe aprenderlas. En


josé de piérola

su debido momento, si su obra lo requiere, podrá saltar-


se las que crea convenientes.
Sobre los procedimientos, los métodos de trabajo,
fuentes de inspiración, documentación, etcétera, pueden
haber desacuerdos, ya que cada uno de éstos tendrán que
acomodarse al sistema de vida que cada escritor ha elegido.
No obstante, en la entrevistas publicadas por el Paris Re-
view, por ejemplo, todos los escritores concuerdan en que
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cierta regularidad es imprescindible, como lo es en cual-


quiera de las otras artes. Lo que queda, lo que puede ser en-
señado, de cara a la creación literaria, son ciertas técnicas
y principios básicos que ningún escritor, desde Cervantes
a Calvino, desde Woolf hasta Morrison, desde Joyce hasta
García Márquez, han ignorado. Ningún escritor que espere
crear una obra puede ignorarlas.
De las lecciones que nos ha legado James, quizá la pri-
mera es la desmitificación de la creación literaria. Es cier-
to que muchos escritores han tratado de rodear el aspec-
to creativo de su trabajo de un halo de misterio. Muchos,
inclusive, repiten cuán rápido escribieron tal o cual obra.
Lo que el escritor principiante no debe olvidar es que, pri-
mero, muchas de esas declaraciones son simples exagera-
ciones de artista. El caso del “Kubla Khan” de Coleridge
es instructivo. Segundo, los escritores que han creado una
obra en poco tiempo, lo han hecho porque ya llevaban años
de practica en el oficio, habiendo llegado al punto en que
tienen absoluto control sobre su material, sus técnicas, sus
principios narrativos. Faulkner, por ejemplo, escribe Mien-
tras agonizo en tres meses, porque ya tenía más de diez
años de experiencia como escritor.
La segunda lección es que se debe ver la creación li-
teraria no sólo como una vocación sino también como una


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práctica, un modo de vida. El problema con la falta de pro-


fesionalización de la creación literaria en Hispanoamérica
es que ha perpetuado el concepto romántico del escritor.
La noción de que, ya que todos sabemos escribir, cualquie-
ra puede escribir ficción. Ya lo había dicho Tolstoy, pero
vale la pena recordarlo. Si a una persona a quien le gus-
ta le música, pero que no sabe tocar un instrumento, se le
pregunta si estaría dispuesta a dar un concierto de violín
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—ni hablemos de componer uno—, se negaría con justifi-


cada razón. Pero si a una persona a la que le gusta leer se
le pregunta si puede escribir una novela es probable que lo
considere factible.
El otro problema con la falta de profesionalización
es que obliga a todo escritor a convertirse en autodidacta,
con las demoras, pero, sobre todo, las frustraciones que eso
conlleva. Muy pocos aspirantes a escritor logran superar
esta etapa, pero ningún escritor ha podido evitarla. Gar-
cía Márquez, por ejemplo, en Vivir para contarla (2002),
escribe por primera vez con una transparencia propia de
James sobre su etapa de aprendiz. También Vargas Llosa ha
dejado claro que necesitó un periodo de aprendizaje, tanto
en Historia de un deicido (1971), quizá la primera obra del
género escrita en castellano, como en Cartas a un novelista
(1997).
También es importante leer a James para confron-
tar otro de los fantasmas que ronda cualquier foro don-
de se habla sobre este tema. La preocupación de reducir
la creación literaria a la aplicación mecánica de fórmulas.
El dedo acusador se dirige a las listas de best-sellers nor-
teamericanos. Quien tiene esa preocupación demuestra
que tal vez no ha comprendido de qué se habla cuando se
habla de técnica literaria. No eran fórmulas, por supuesto,


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lo que García Márquez buscaba al estudiar cómo estaban


hechas las novelas de Faulkner. Tampoco eran fórmulas las
que buscaba Vargas Llosa al leer, lápiz en mano, las obras
del mismo escritor norteamericano. Lo que ambos busca-
ban eran principios de construcción, aspectos técnicos, la
«carpintería secreta» —como diría García Márquez— que
dotaba a dichas novelas de su poder de persuasión. Este co-
nocimiento no es infuso, ni genético, ni se bebe en la leche
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materna: hay que aprenderlo.


También flota en el ambiente la idea de que si uno
tiene suficiente qué decir, hallará los medios adecuados
para hacerlo, ya que la experiencia, las ideas filosóficas o
los puntos de vista políticos dotarán a la narración de su
poder de persuasión. No hay duda que la honestidad al
momento de escribir es fundamental, pero quienes sostie-
nen esto asumen que el «tener algo que decir» precede a la
narración, el «cómo se va a decir». Hay por lo menos tres
respuestas para esta preocupación. Primero, basta leer una
novela escrita con el expreso propósito de probar una idea
para comprobar cuán poco poder de persuasión tiene ese
tipo de ficción. Dichas novelas —propaganda— son pro-
ductos culturales coyunturales que no dicen nada al lector
fuera del entorno.
La segunda respuesta es que el significado —lo que la
ficción tiene que decir— no es algo que precede a la crea-
ción sino un producto de ésta. Es por medio de la continua
lectura —como John Gardner les recordaba a sus alum-
nos— que el escritor no sólo descubre lo que su ficción
tiene que decir, sino también logra convertirlo en parte in-
tegral de lo narrado, un hilo más en el complejo tapiz que
formará la figura final de la novela. Sé que el término está
pasado de moda, pero no hay mejor forma de explicarlo:


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hay una relación dialéctica entre la narración y lo que ésta


pueda significar, siendo ambas partes inseparables del pro-
ceso creativo.
La tercera respuesta viene del mismo James, cuando
señala que el escritor debe ser aquella persona en la que
«nada se pierda». Pero no se refiere a que el escritor sea un
enorme almacén de información, sino, por el contrario, se
refiere a que un potencial narrativo, una «semilla» —como
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le llamaba James—, debe crear en la mente del escritor una


serie de asociaciones que le permitan desarrollarla de modo
que produzca su propio significado. Su ejemplo clásico es
el de una joven escritora que después de tener una «visión
fugaz» de la familia de un pastor parisiense logró construir
una novela formidable sobre una vida que no había experi-
mentado en forma directa.
Es imposible pasar revista a todas las opiniones de Ja-
mes, todavía vigentes, pero hay una última que me gusta-
ría comentar antes de concluir. No hace mucho un escritor
latinoamericano de éxito afirmaba que ciertos temas en la
novela están muertos ya que ahora, con la posmodernidad
respirándonos en la nuca, la globalización galopando en
nuestras pesadillas, la desintegración del sujeto moderno
que ha anulado toda posibilidad totalizadora, lo único que
importa es la novela urbana, con temas urbanos: todo el
mundo come en un McDonald, pasa horas muertas viendo
mtv, navega el Internet, anda por las calles con un micros-
cópico teléfono móvil pegado a la oreja, en fin: el dictamen
era que en esta época posmoderna ya no había espacio para
ningún otro tipo de novela, la rural, por ejemplo.
En lugar de recurrir al éxito que las novelas rurales del
siglo xxi siguen teniendo en el posmoderno primer mun-
do, quiero recurrir a James. El «único punto que puede ser

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debatido» en la novela, nos recuerda, es «la ejecución», de


otro modo uno puede arribar a infinidad de «confusiones y
malentendidos». Un escritor, para James, tiene derecho a su
donnée, su asunto, el problema que explorará en su ficción.
En eso debe existir total libertad sin prescripciones ni pros-
cripciones de ninguna clase. Un escritor, si lo desea, puede
escribir una novela rural, urbana o de cualquier otro tipo
sin que el tema presuponga ventaja o desventaja alguna. Lo
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único que se puede criticar, lo que realmente importa, es


lo que el escritor haga con su donnée, con cuanta maestría
dote a su narración de poder de persuasión. Para eso, el
aprendizaje no es sólo indispensable, sino inevitable.
Este volumen reúne por primera vez los dos escrito-
res que iniciaron el fructífero diálogo que me ocupa. En
ediciones anteriores, en otras traducciones, hubo quienes
consideraron innecesario publicar la charla de Besant en
la Real Sociedad de Londres, ya que suponían que las citas
en la respuesta de James la reemplazaban. Gran error que
demuestra desconocimiento, tanto de lo que Besant tenía
que contribuir, como del estilo de James. El maestro de lo
sutil, del detalle revelador, el maestro que desplegaba una
oración hasta cargarla de una complejidad enriquecedora,
no se habría dado el trabajo de intercalar en su respuesta
citas de la charla de Besant si no hubiera pensado que su
validez no debía ser negada de raíz, sino modificada, enri-
quecida, añadiendo en este proceso su propia experiencia.
Más de cien años después, el diálogo iniciado aquella fría
noche Londinense del 25 de abril, se convierte en el punto
de partida ideal para todo aquel que esté interesado en el
arte de la ficción.

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