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Shatranj: El juego de los reyes

José de Piérola

LA CIUDAD DE LOS DOMOS

Un mes antes del día más importante de su vida, la princesa


Copyright © Grupo Editorial Norma, 2005 – Copyright © José de Piérola, 2005

Deyazad miraba desde la ventana de su habitación el perfil


de la Ciudad de los Domos, tratando de adivinar cómo era
la famosa Fuente de los Cuatro Ríos. Con el aire caliente,
los domos blancos parecían temblar en la distancia; sin em-
bargo, aquel aleteo era sólo una apariencia, una ilusión que
engañaba al sentido de la vista, tal como lo habían explica-
do los antiguos. Los domos eran de sólido ladrillo cocido.
Se lo habían contado las mujeres; como también le habían
contado que por las calles de aquella ciudad pasaban mer-
caderes de todos los confines del mundo; que alrededor de
su fuente se reunían encantadores, músicos, recitadores de
daptars; que en el Gran Bazar se podía comprar cualquier
cosa que la imaginación humana pudiera desear. Sin em-
bargo, la princesa Deyazad, a tan poco tiempo de cumplir
los dieciséis años, jamás había cruzado el puente del mag-
nífico palacio.
Todavía mirando los domos lejanos, ondulantes
como blancos elefantes en marcha, supo por fin qué le
pediría a su padre. Le parecía ahora tan claro que no
comprendió por qué había tardado tanto en darse cuen-
ta. Cruzó su habitación, bajó las escaleras de azulejos, y
cometió lo que hasta hace muy poco tiempo habría sido
una imprudencia mayor: entró a la Sala de Audiencias sin
ser anunciada.


shatranj / la ciudad de los domos

El sha Amir, mi empleador, estudiaba con el ceño


fruncido una caja de arena donde reproducía los pormeno-
res de la Batalla Fatal. Estaba tan concentrado que su ceño
fruncido no cambió sino hasta que la princesa estuvo a su
lado. Los guijarros negros brillaban por las veces infinitas
en que los había sostenido entre las yemas de los dedos
ponderando los azares de la guerra. Su padre volteó para
mirarla con sus firmes ojos marrones. El alto ventanal le
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iluminó la diadema del turbante de seda.


—¿Has decidido por fin?
—Sí, padre.
—Muy bien. Llamemos al Visir para que tome nota.
—No hace falta, padre, porque tendrás que dar la or-
den tú mismo.
El sha Amir vaciló antes de dejar el guijarro blanco
que significaba mucho más que un solitario guijarro. En un
gesto mecánico, se pasó la mano por las trenzas de la bar-
ba, grises a pesar del tinte de henna que se hacía aplicar por
las mañanas.
—Entonces, querida hija, comunícame lo que deseas.
Deyazad había bajado siguiendo un impulso, pero
ahora que estaba frente a su padre, uno de los hombres más
poderosos del Estrecho de Ormuz a la ciudad de Bactria,
dudó. El sha Amir la miró con ojos ensombrecidos por la
pena.
—Lo que deseo, padre, es visitar la Ciudad de los Do-
mos.
El sha Amir negó enfáticamente con la cabeza.
—Pídeme lo que quieras —dijo—. Te puedo traer un
elefante blanco de la India, seda carmesí del Bishapur, te
puedo traer un códice bizantino con aquellas historias que
tanto te gustan, pero eso, eso no te lo puedo conceder.


josé de piérola

—Tú me dijiste, padre, que podía pedir lo que qui-


siera.
—Sé otorgar, querida hija, pero cuando lo hago, otor-
go lo que es posible. Sólo a Alá, bendito sea su nombre, le
es dado conceder lo imposible.
Entonces, la princesa Deyazad, con esa inteligencia
que demostró desde el día en que la conocí, trajo a colación
un asunto al parecer no relacionado, lo que los antiguos
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llamaban un non sequitur.


—Recuerdo, padre, que el príncipe Jahandar, Alá lo
tenga en su gloria, visitaba la Ciudad de los Domos con fre-
cuencia.
—Lo hacía —dijo el sha Amir— en calidad de prínci-
pe, para las festividades.
—¿No es verdad, querido padre, que me has separado
de las mujeres porque quieres que yo sea una princesa?
—Es diferente —dijo el sha Amir—. Te puedo traer el
mundo entero al palacio, Alá, bendito sea su nombre, sabe
que es posible, pero no permitiré que cruces el puente.
—¿Qué pasará, querido padre, si desposo al príncipe
Prashan?
—Vivirá en palacio; es el acuerdo. Mi riqueza, la ri-
queza de nuestro reino, será suficiente para que seas feliz,
con la bendición de Alá.
Deyazad se quedó en silencio. Su padre era alto. Exu-
daba un poder que llenaba de temor a quienes estaban
frente a él. Inclusive ella, que lo había visto de rodillas, em-
pezaba a sentir aquel temblor en el alma. Pero no se dio por
vencida.
—¿Por qué, padre, el príncipe puede conocer la Ciu-
dad de los Domos y la princesa no puede?
—Haces demasiadas preguntas, hija.


shatranj / la ciudad de los domos

—No en balde has hecho traer al maestro librero.


—Para tu educación, hija, no para que te conviertas
en mi enemiga.
—Padre, debes saber que las últimas revelaciones del
Profeta, Alá lo tenga en su gloria, dicen que tanto el hom-
bre como la mujer son iguales antes los ojos divinos. ¿No
es demasiada presunción humana el querer cambiar la vo-
luntad divina?
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El sha Amir recorrió con la mirada la inmensa sala


adornada con nuevos tapices. Se detuvo en el trono, eleva-
do cuatro palmos sobre el piso, adornado con almohadas
de plumas de cisne forradas en antigua seda del oriente, el
trono que su hijo jamás ocuparía. Luego volvió la mirada a
la princesa.
—¿Qué hay en la Ciudad de los Domos que no tengas
aquí?

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