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Summa caligramática

El chico dudó unos instantes, pero supuso que debía al- 


canzarla, aunque no tuviera la menor idea de cómo explicar
lo que acaba de hacer. Cuando llegó al primer piso, el chico
vio a Vera con su madre y a su padre llamándolo con la mano.
La pierna de Rimbaud
Le habría gustado regresar al mundo de Tintín del que aca-
baba de salir. Pero su padre lo miró tan serio que no tuvo más
remedio que obedecer.
—¿Qué has hecho? —su padre lo señaló con el dedo. El
chico no supo qué decir. Su padre lo conminó—: Responde.
—No te preocupes —dijo la madre de Vera—. Son cosas
de chicos, además, estoy segura de que esta señorita también
ha hecho algo.
El chico se sintió tan avergonzado que, sin pensarlo, salió
corriendo de la librería. Recordaría después que corrió hasta
el Parque Kennedy, cruzó el círculo de los artesanos, luego
saltó sobre unas cantutas y unos lirios, sin poder librarse de la
vergüenza. Fue la primera vez que deseó estar muerto.

C uando se presentaba como Arthur Rimbaud, nuestro ex


prodigio no estaba bromeando del todo. Por mucho tiempo,
inclusive antes de empezar a recordar por escrito, había senti-
do una profunda afinidad con el poeta francés. ¿Cómo podía
ser de otra manera? Es cierto que Rimbaud ya tenía quince
años cuando La Revue pour tous le publicó «Los regalos de
los huérfanos» mientras que nuestro ex prodigio apenas había
cumplido diez cuando publicó Caligramas. También es cierto
que a Rimbaud le tomó cuatro años completar Une Saison
en Enfer mientras que nuestro ex prodigio solo necesitó tres
para terminar su primer libro. Pero ésas son diferencias me-
nores. Ambos empezaron a escribir temprano, ambos escri-
bieron febrilmente por unos pocos años, ambos fueron como
flechas que buscan con ardiente urgencia el blanco donde se
consumirá su vuelo.
No resulta extraño que nuestro ex prodigio escribiera so-
bre el poeta francés en un tono de orgullo fraternal. En su
segunda libreta, por ejemplo, escribe que Rimbaud, seguro

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Summa caligramática José de Piérola

de las limitaciones del lenguaje para comunicar ciertas ideas, se hizo capataz en Chipre. Era ya un viejo de veintiséis años
se propuso desmontarlo, llegando hasta las partes más insig- cuando perdió la paciencia y mató a pedradas a un trabajador
nificantes, para después recombinarlo de una manera nueva, que le había levantado la voz.
inesperada, empujándolo a los límites mismos de su natura- De hecho, se podría decir que ya no era Rimbaud cuando
leza. La meta era lograr que el lenguaje revelara «la cara ocul- La Vogue publicó Les Illuminations. El nuevo Rimbaud estaba
ta de la realidad». Un proyecto ambicioso de consecuencias demasiado ocupado cerrando un negocio en Etiopía como
paradójicas. Si lograba mostrar la cara oculta de la realidad, para que la publicación le importara. Cruzaba el desierto con
entonces el lenguaje, a pesar de sus limitaciones, era capaz de un cargamento de rifles, seguro de que ganaría una fortuna,
expresarlo todo. Por el contrario, si el lenguaje se quebraba pero el rey Menelik II de Abisinia, su cliente, no aceptó el
en el proceso, entonces nunca veríamos la cara oculta de la cargamento. Estamos en 1887. Rimbaud intenta otros nego-
realidad. cios, entre los cuales —según una carta de Alfred Ilg— está
Seis años son muy poco tiempo para un proyecto tan la posibilidad de traficar con esclavos, pero al final decide ne-
ambicioso. Seis años no son nada. El francés, como cualquier gociar café, pieles y musk. Pero esta nueva empresa también
otro lenguaje humano, fue capaz de resistir los golpes más lo hace perder dinero. No es cómico, ni irónico, sino triste.
fuertes sin sufrir magulladuras visibles. No importa cuan El joven prodigio cuya poesía luminosa trató de destruir el
poderoso sea el asalto, ni cuanta furia impulse al asaltante, lenguaje humano gastó catorce años de su vida tratando de
el lenguaje parece desaparecer bajo el golpe, pero solo por acumular riquezas. Un día descubre que su pierna izquier-
un instante, porque reaparece pronto, fluyendo con la misma da se ha adormecido, y en uno de sus últimos momentos
pausada fuerza de siempre, burlándose del asaltante, recor- de lucidez, escribe una carta. «Siguiendo el destino del alma
dándole quién es quién en esa relación. Imposible romperlo —dice su letra inclinada y desordenada— también el cuerpo
en pedazos, imposible controlar su flujo: el lenguaje es nues- tiene que morir, aunque sea por partes, desde las más grandes
tro dueño y no al revés, como pensaba Rimbaud. Nos pre- hasta las más insignificantes».
cede, lo tomamos prestado por unos pocos años, luego se lo Como el héroe épico que nunca fue, Rimbaud cruza el
pasamos a la generación siguiente dejando solo un leve rastro desierto africano bajo un cielo despiadado cuyo Sol se ensa-
de nuestra existencia en su tejido acuoso. ña con su carne. Padeciendo una fiebre desbocada, sabiendo
Pero el fracaso de Rimbaud, su verdadero fracaso, no le que una neblina interior empieza a apoderarse de sus sen-
sobrevino en el reino del lenguaje, sino en el reino de la exis- tidos, delira. Imagina que el Rey Menelik II le ha pagado
tencia encarnada. Tenía solo veintidós cuando dejó de escri- generosamente por los rifles. Se imagina viviendo en Harari,
bir, cerrando un breve capítulo de su vida, los seis años por en una mansión blanca, enorme, rodeado de esclavas núbiles.
los cuales es recordado. El ardiente deseo de hacer poesía se Recita el poema que una vez escribió para Ofelia. De vez en
apagó, y a los veintidós años era ya un viejo. El sueño origi- cuando, tirita pensando en Verlaine, cuyas caricias amorosas
nal —dinamitar la lengua francesa— fue reemplazado por le enseñaron que hay cosas que la poesía no puede expresar
otro, quizá perseguido con el mismo ardor, pero difícilmente porque pertenecen al reino de la carne. El ex prodigio, to-
tan original. Se hizo soldado del Ejército Colonial Holandés, davía lúcido, piensa que está pagando por los errores de su
reclutó mercenarios en Colonia, y en Bremen trató de enlis- juventud. Delirante, incapaz de saber si las luces que ve están
tarse en el US Marine Corps, pero fue rechazado debido a su fuera o dentro de su cabeza, cree que sus poemas regresan
delgadez extrema. Empezaba a sumergirse en una realidad convertidos en incandescencia pura.
mucho más alucinante que cualquiera de sus poemas. Traba- Sin saber si llegará a su destino, Rimbaud viaja por doce
jó en un circo en Estocolmo, viajó a pie por media Europa, días, de Harari a Zeila, hablando en una lengua afiebrada

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que no es francés, ni ninguna de las otras seis que aprendió 


en su vida. Cuando la caravana por fin llega al puerto de
Anden, su pierna infectada no es más que una masa de carne
incapaz de sentir aquello que la poesía no puede expresar.
El viejo y el fuego
El alucinado traficante de armas, el mercenario, el caminan-
te infatigable, el capataz irascible, el ladrón, el mentiroso, el
hombre que quizá en el fondo nunca dejó de ser poeta, cruza
el Mediterráneo pidiéndole a los marineros que tengan cui-
dado porque no quiere caer fuera de borda. Los marineros,
para quienes Rimbaud no es más que un enfermo delirante
incapaz de controlar su vejiga, lo consuelan en una lengua
que no es francés ni ninguna de las otras seis que Rimbaud
ya no hablaba. Le amputan la pierna en Marsella, y el ex
prodigio, expulsado del mundo material, se ve confinado a la
cárcel del lenguaje. No es irónico. Él, que quería hacer que el
francés revelara el lado oculto de la realidad, habla ahora en
un idioma privado que suena para los demás como una serie
de quejidos guturales. Es triste.
Las luces se multiplican dentro de su cabeza. Quizá ve
a Ofelia, porque es el último nombre que articula con clari-
dad, aunque para los demás suena como una palabra extran-
jera, rara —Ofelia, Ofelia, Ofelia—, luego cae en un estado S e vendieron más de seis mil ejemplares de Caligramas en
un mes. Considerando que era un libro de poesía publicado
delirante que dura tres días hasta que la carne mortal sigue
el destino del alma. Su muerte les permitió a otros el po- en un país donde las tiradas de los libros de ficción rara vez
der olvidar, misericordiosamente, al rufián, reteniendo solo sobrepasan los dos mil ejemplares, se trataba de un éxito ab-
una parte de Rimbaud: los seis años en los que fue poeta. Su soluto, un verdadero best seller. El padre vio esto como una
muerte lo limpió, lo renovó, lo transformó en el adolescente señal de que el método de trabajo estaba dando los resulta-
etéreo cuyos ojos clarividentes parecen mirar más allá de la dos esperados. De modo que, cuando las apariciones públicas
cámara en su más famosa fotografía. menguaron, le dijo al chico que era hora de volver a la rutina
para trabajar en el segundo libro. Cada tarde, sin falta, mien-
tras otros chicos de su edad correteaban detrás de una pelota
en la calle, el chico dedicaba dos horas a la escritura.
Un lunes, su padre le dijo que ese día no trabajarían, pero
antes de que pudiera alegrarse, le aclaró que era una excep-
ción porque tenía que salir con su madre. El chico sospechó
a dónde iban, pero sentía tanto alivio de no tener que escri-
bir, que logró ignorar sus temores por un buen rato. Recién
cuando el taxi dobló Santa Cruz sintió un hormigueo helado
en la nuca, y cuando bajaron del auto se negó a moverse.

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