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El chico de la foto

E ra extraño que su primer recuerdo fuera una fotografía,


una realidad de segundo orden, una versión estática del pa-
sado que, sin embargo, había imaginado por tanto tiempo,
con tanto ardor, que se había vuelto cada vez más vívida, más
precisa, más fiel a la realidad, si tal cosa es posible. Podía ver
la pila de libros, el hombre al otro lado de la mesa, los fotó-
grafos que disparaban sus cámaras, los periodistas con mi-
crófonos en la mano, y mucho más, pero el detalle irresistible
era la triste mirada del chico de diez años que él era entonces.
Por mucho tiempo le había costado trabajo entender por qué
se veía tan ausente cuando todo el mundo parecía tan pen-
diente de él. Después, cuando empezó a recordar por escrito,
por fin comprendió. Y le causó cierto placer el comprobar
que la razón no podía ser más adecuada.
Uno de los fotógrafos capturó aquella mirada triste un
sábado por la mañana, alrededor del mediodía, durante un
invierno inusualmente soleado para Lima. Por más de una
hora, sentado en una silla elevada con un almohadón de
Summa caligramática José de Piérola

peluquero, había tratado de armarse de coraje para cruzar en revistas literarias, un poema recogido en una Antología
los pocos metros que lo separaban del stand de enfrente. Si de Poesía Infantil del Tercer Mundo, quizá otro poemario du-
hubiera estado solo, quizá ya lo habría hecho, pero los dos rante sus años de estudiante universitario. Después la poesía
mayores que lo acompañaban le impedían dar rienda suelta habría tenido que pasar a un segundo plano, desplazada por
a su valor. responsabilidades más urgentes: matrimonio, búsqueda de
Tampoco ayudaba el hecho de que, durante el desayuno, trabajo, búsqueda de una casa, hijos, ascensos, vejez, jubila-
su padre le hubiera dado instrucciones precisas que contem- ción y muerte. Un simple apretón de manos lo salvaría de tan
plaban todos los posibles eventos del día, excepto lo que aho- ordinario futuro.
ra quería hacer. Hacia el final del desayuno su padre había Durante el desayuno, mientras su padre hablaba, el chico
dicho: «Esta feria del libro te cambiará la vida». había estado mirando el reloj de péndulo instalado en un
Mucho tiempo después, recordaría aquella frase, com- rincón del comedor. Eran casi las nueve cuando lo señaló
prendiendo cuán profética había sido, porque aquella maña- con la mirada. Los tres se levantaron de inmediato. La madre
na, oída desde su inexperiencia, no le pareció más que otra empezó a recoger la mesa, pero el padre la detuvo, tomándola
declaración solemne de su padre. Nadie, en realidad, podía del brazo casi con ternura.
haberlo adivinado. Viéndolos sentados a la mesa —una fa- —Sería mejor que tú… te quedaras en casa.
milia de clase media que desayuna un sábado por la mañana —¿Qué cosa?
en una casa cuya hipoteca se pagaría en treinta años— habría El padre le acarició la mejilla pero ella lo rechazó. El pa-
resultado imposible predecir que la vida del chico estaba a dre sonrió tratando de congraciarse. —Imagina lo que van a
punto de cambiar para siempre. pensar…
Uno podría argumentar que su vida ya había tomado un —Nunca me importó lo que la gente pensara… Quiero
giro definitivo tres años antes, el domingo en que su padre estar allí.
lo había llevado a la esquina de la sala que hacía las veces de El padre habló con el tono de quien lamenta ser el por-
estudio: tres estantes atiborrados de libros, un archivador y tador de malas noticias. —Ningún poeta, a excepción de
un enorme escritorio que dominaba la esquina opuesta al Borges, ha llegado nunca a una firma de libros de la mano
piano. Su padre había elegido un grueso volumen empastado de su madre. Es una cuestión de credibilidad. Comprendes,
en tela, y lo había hojeado muy despacio, antes de detenerse ¿verdad?
casi a la mitad para leer un poema de César Vallejo. —¿Y no es problema que llegue de la mano de su pa-
«Como él —había dicho su padre— has nacido con un dre?
talento singular, y será un privilegio ayudarte a desarrollarlo —Lo mandaría solo si pudiera. Pero no se trata de mí, o
hasta que te permita crear verdadero arte». de ti. Estamos hablando del futuro del chico… Pensé que ya
Uno podría señalar también aquel viernes terrible, unos habíamos hablado de esto.
cinco años después, cuando el chico, sentado en la vereda Sin quedar convencida del todo, ella aceptó reunirse con
de enfrente, había visto convertirse en cenizas todo lo que ellos en la tarde, para acompañarlos por un tiempo que de-
quería en el mundo. ¿Cómo negar la importancia capital de pendería de cómo iban las cosas. Los despidió desde la puer-
tal evento? ta mientras ellos se alejaban con dirección a la Avenida la
Sin embargo, yo elegiría aquel sábado por la mañana Marina. En lugar de caminar las quince cuadras hasta la feria
en la feria del libro. Sin el incidente minúsculo, casi insig- del libro, cosa que habría resultado más económica, el padre
nificante que ocurriría al mediodía, el chico habría tenido paró un taxi.
una vida más o menos ordinaria: algunos poemas publicados

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Llegaron a eso de las nueve y media. Encontraron gente —Oh, no, no es mío —el padre acercó al chico a la
esperando frente a la reja: mayormente estudiantes universi- mesa—. Aquí, mi hijo es el autor.
tarios y madrugadores que querían ser los primeros en exa- El viejo poeta miró al chico, y la indiferencia de sus ojos
minar las mesas de descuentos. El editor los esperaba en la inyectados se convirtió en simpatía, pero no dijo una palabra.
entrada principal. La señora poeta se llevó las manos a la boca. —Oh, Dios
El inmenso hangar metálico —con sus vigas altas, su te- mío, ¡un milagro!
cho curvado y sus fluorescentes suspendidos de gruesos ca- El viejo poeta sonrió con desprecio. —Dios no tiene nada
bles de acero— tenía el aspecto de una iglesia futurista cons- que ver con esto. De hecho, Dios no sabe nada de poesía. Si
truida en un planeta lejano. En los stands, distribuidos en tres no, ¿cómo se explica que haya creado un mundo donde la
hileras que corrían paralelas hacia el fondo, la actividad era mierda adopta todas las formas posibles?
febril: personas que abrían cajas, pegaban afiches en las pare- La poeta no escuchó. Había rodeado la mesa para abra-
des, organizaban libros en los estantes o los distribuían sobre zar al chico, apretándolo contra sus pechos generosos. Su
las mesas. El chico reconoció los nombres de las librerías a perfume era intenso pero agradable.
las que su padre lo llevaba los domingos, y también el de al- —Santo cielo —susurró—. Eres un verdadero milagro.
gunas editoriales, aunque algunas de ellas lo hicieron pensar —No le hagas caso —dijo el viejo poeta—. Eres lo que
en instituciones vagamente psiquiátricas. Había tantos co- eres, y eso es todo.
lores, imágenes y sonidos que por unos instantes caminó sin La efusión no fue tan breve como el chico había espera-
mirar al frente, salvándose de milagro de ser arrollado por un do, y el dolor repentino en el pecho producido por el contac-
carrito cargado de libros. Instintivamente, agarró la mano de to inicial, se agravó cuando la poeta lo estrechó más fuerte.
su padre, pero este lo rechazó sin mirarlo. Sin pensarlo, la alejó de un empujón tan violento que la poe-
El editor se detuvo frente a un pequeño stand, casi es- ta retrocedió unos pasos, asustada. Sus labios formaron un
condido en una esquina, en cuya pared posterior se podía leer silencioso «Oh».
el nombre de la editorial impreso en una pancarta de papel. El viejo poeta se rio con dientes manchados de nicotina.
En los escasos metros cuadrados, aprovechando cada ángulo El padre tomó el hombro del chico. —Pide disculpas, me
posible, habían instalado una mesa con una caja registradora estás avergonzando —pero el chico no se movió. El padre se
en el fondo, tres estantes de libros al centro, y al frente, una dirigió a la poeta—: Mil disculpas, nunca se porta así. No
mesa donde dos mayores ya esperaban sentados. La señora sé qué le pasa —el padre sacudió al chico otra vez—. ¡Pide
de la derecha, vestida como las mujeres elegantes que apa- disculpas!
recían en las páginas sociales de El Comercio, le ofreció una El viejo poeta habló. —Si me permite, mi estimado. El
mano blancuzca al padre. chico está nervioso, como corresponde a todo poeta que está
—Encantada de conocerlo. a punto de firmar libros por primera vez. Hay que tenerle un
El hombre de la derecha, un poco mayor, con pelo gris poco de paciencia, ¿no cree? Por otro lado, para serle franco,
desordenado, los ojos inyectados, una pañoleta lavanda ama- yo creo que un verdadero poeta no debería disculparse nun-
rrada al cuello y un saco de pana negra, también le ofreció la ca. Eso hay que dejárselo a los políticos, a los malos políticos.
mano al padre, y este hizo una pequeña venia. Es el mundo el que debería pedirle disculpas a los poetas,
—Es un verdadero honor, maestro. He leído todos sus siempre.
libros. El editor señaló su reloj. —¿Por qué no nos alistamos?
El hombre curvó los labios. —Lamento no haber leído Estamos sobre la hora.
el suyo todavía. —Oh, Dios —dijo la poeta—. Son casi las diez.

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Sacó una polvera de su cartera y empezó a retocarse el vaca, poetita. Guárdalas para tu poesía —costaba trabajo no
maquillaje. reírse.
Con ayuda del editor, el chico subió a la silla. El almoha- Cuando a la poeta se le acabaron las preguntas, los tres
dón de peluquero no era muy firme, y las piernas le quedaron quedaron en silencio por un rato. Luego, como haciéndolo
colgando en el aire, de modo que tuvo que apoyar los codos a regañadientes, el viejo poeta sacó una caja de fósforos del
en la mesa para conseguir una estabilidad decorosa. El viejo bolsillo. Le hizo un guiño al chico, colocándola en uno de sus
poeta se inclinó hacia él. lados sobre la mesa, y luego, con un impulso experto del dedo
—Bien hecho, poetita —susurró—. Tengo la impresión índice, hizo que la caja diera un salto mortal y cayera como
de que este es el principio de una larga amistad. había empezado. Repitió el truco varias veces sin fallar. Era
El chico sintió en la cara el pesado aliento, una mezcla de divertido, pero después de un rato el chico se cansó y sus ojos
café con alcohol, pero no le importó, porque en ese momento empezaron a vagar por la feria.
supo que podía confiar en el viejo poeta más que en su pro- Ese fue el momento en que la encontró.
pio padre. El viejo poeta le guiñó un ojo, señalando los libros ¿Cómo se le había escapado? Es probable que ella hu-
ordenados en tres pilas sobre la mesa. El soporte del centro biera estado sentada allí desde que abrieron la feria. Quizá
mostraba al público la carátula de Caligramas. El chico no su visión periférica se había distraído con la mujer sentada
sentía nada especial con respecto al libro. Era simplemente al escritorio de la derecha. Quizá había sido la inmensa fo-
algo que le había ocurrido. Le bastaba con saber que hacía tografía en sepia, pegada en el panel del fondo, desde donde
feliz a su padre. Solo deseó que su madre también estuviera una mujer del siglo diecinueve miraba severamente a la cá-
allí. mara. No importaba. Sentada en la banca de la izquierda con
Si uno no compraba nada, la feria del libro era el entrete- las rodillas recogidas, una chica leía un libro, sosteniéndolo
nimiento más barato de la ciudad. De modo que, tan pronto de tal manera que hacía imposible verle la cara. Estaba muy
como se abrieron las puertas, la gente empezó a inundar los lejos para leer el título del libro, pero el chico lo reconoció
pasillos. En su mayor parte universitarios, pero también ha- de inmediato. Era una de las aventuras de Tintin que había
bía hombres de saco, parejas de oficinistas, algunos escolares hojeado en una librería de Miraflores mientras su padre le
y hombres mayores de guayabera que llevaban del brazo a explicaba algo al dependiente.
sus esposas. Todos, sin embargo, parecían irresistiblemente Durante los minutos siguientes trataría de reunir el co-
atraídos por el inmenso stand del fondo, donde, desde dos raje necesario para desobedecer las instrucciones de su padre.
fotografías de diez metros de alto, un hombre de mediana Pero antes que pudiera hacerlo, el destino interpuso en su
edad, de aspecto distinguido, miraba a los asistentes con una camino la impenetrable densidad de noventa y seis cuerpos
enigmática sonrisa. humanos. ¿Cómo no comprender que estuviera tan triste
La poeta estuvo resentida por un rato, pero después, con justo cuando recibió el apretón de manos que cambiaría su
el tono de una tía sin hijos, empezó a preguntarle al chico vida para siempre?
dónde estudiaba, cuál era su programa favorito en la televi-
sión, dónde vivía, y cosas así. El chico respondía con la mayor
educación de la que era capaz, pero la poeta no parecía satis-
fecha con ninguna de sus respuestas.
De cuando en cuando, el viejo poeta le daba un discreto
codazo, susurrándole al oído: —No gastes tus palabras en esa

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