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APATÍA, SIMPATÍA Y EMPATÍA

Lic. Julio Ruiz (604-502-9049) veneruiz@telus.net


Delta, CA, 19 Sept. 2002, (Especial) Esta trilogía de palabras, que suenan a primera vista
muy similares, nos presentan los diferentes rostros que solemos ofrecer al momento de
encarar una situación ajena. En la apatía, el individuo asume una posición pasiva e
indiferente, con muy poca sensibilidad por las penas de otros. En tal persona hay una
carencia afectiva cuando está al frente de lo que demanda su ayuda. Al tal, no le
conmueven las lágrimas de su prójimo, ni mucho menos lo sensibiliza el llanto del que está
más lejos. Sus palabras más comunes son: “no me importa”; “no me interesa”; o, “todo me
da igual”. Por el contrario, en la simpatía, la persona es movida por una comunidad de
sentimientos, que es la traducción de esta palabra en griego. La simpatía es lo opuesto a la
apatía. En ella el individuo deja que la misericordia y el amor por otros, fluyen en su
interior de una manera libre. Es la cualidad que mueve a dar una palabra de aliento, a
entregar alguna flor o alguna carta, y en algunos casos, hasta llegar a la casa del
quebrantado trayendo gestos bondadosos. Sin embargo, la empatía deja a un lado a la apatía
y se levanta más allá de una simple simpatía. En la empatía los sentimientos dejan de ser
“suspiros y deseos” y se convierten en expresiones concretas, que más que ser oídas, son
sentidas por el necesitado.

La empatía llega a ser aquel conjunto de capacidades que nos permiten reconocer y
entender las emociones de los demás, sus motivaciones y las razones que explican su
comportamiento. Es como lo expresa un proverbio indio, "Camina un rato con mis
zapatos". En un mundo donde nadie está para los demás; donde primero pienso en mi y
después en mi; donde las penas ajenas no tienen por qué interferir mi espacio, los hombres
y mujeres empáticos son tan necesarios para fortalecer el espíritu, como son los médicos
para la salud del cuerpo. Pero en honor a la verdad, esa capacidad de “descender” para
ponerse en el “talón” del otro, pareciera reducirse a algunas “santas especies” que están a
punto de extinción. La parábola del “Buen Samaritano”, tan conocida en el mundo de la
filantropía, nos describe la actuación de una persona empática. Hubo un hombre que fue
asaltado por ladrones y dejado medio muerto en el camino. Mientras gemía en su dolor,
descendió un sacerdote y un levita —los más indicados para socorrerle, debido a su
posición religiosa— pero al verle, pasaron de largo. Su apatía ni siquiera les hizo llegar a la
simpatía. Sin embargo, por allí también descendió un samaritano —el menos apropiado—
quien el ver al hombre echado fue movido a misericordia. Se acercó a él y vendó sus
heridas con aceite y vino fresco. No conforme con esto, puso al herido en su propia
cabalgadura y lo llevó a un lugar de recuperación. Y estando allí, antes de seguir su camino,
dejó instrucciones específicas, incluyendo dinero, para que lo atendieran de modo que nada
le faltara mientras él iba y regresaba de su viaje. Esto se llama empatía. La vida llena de
satisfacción es la que se ofrenda en servicio por los demás.

En la búsqueda del ser más empático, Dios encarna de una manera absoluta los más
insondables atributos de amor por cada ser humano. Desde que el hombre le falló al
momento de ser creado, hasta haber entregado a su Hijo para salvarlo, encontramos las
infinitas dimensiones de la auténtica empatía divina. El descenso de Dios, convirtiéndose
como uno de nosotros, humillándose con esto hasta el grado sumo, y luego morir en una
vergonzosa cruz —la muerte más temida y espantosa de su tiempo— nos habla de una
asombrosa empatía al alcance de todo hombre. Dios, a través de su Hijo Unigénito,
descendió hasta nuestra propia miseria. A Él no podemos culparlo de ser indiferente e
insensible frente al mal que nos aqueja. Al contrario, nos dice el escritor sagrado: "Porque
ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre,
siendo rico, para que vosotros con su pobreza, fueseis enriquecidos" (2 Cor. 8:9) Dios no
conoce la apatía. Pero tampoco posee sólo un sentimiento de simpatía, sino que existe para
aplicar su empatía a todos por igual. Imitemos al Señor haciendo lo mismo a favor de otros.

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