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Fotografía-arte-emergente.

La Bienal de Fotografía como proyecto museológico

Juan Antonio Molina

Lynne Cohen. Instalación militar. 1999-2000

La Bienal de Fotografía de México ha sido uno de los más importantes proyectos


institucionales dirigidos a la validación de la fotografía como objeto estético y como práctica
de una experiencia artística. Este doble propósito conlleva la necesidad de unificar o, al
menos, interceptar, dos espacios de legitimación que durante mucho tiempo han estado
separados: el campo del arte y el campo de la fotografía (lo que ahora suele calificarse como
“cultura fotográfica”). Los esfuerzos por autenticar a la fotografía como arte siempre han
enfrentado la dificultad que se deriva de las diferencias funcionales e ideológicas entre
ambos espacios. En México, la Bienal de Fotografía puede llegar a ser uno de los más
fructíferos esfuerzos por salvar esas distancias, constituyendo un campo institucional
conectado con el campo del arte, desde el cual establecer y aplicar parámetros de juicio
estético para la evaluación de la fotografía.
En el momento en que se originó, ese proyecto coincidió con una tendencia a buscar
en el propio lenguaje fotográfico las claves para la definición de su funcionalidad estética, e
incluso para la justificación de la reubicación del objeto fotográfico en el campo de lo
artístico.1 Todavía en la década de 1980 se pensaba de manera generalizada que cualquier
intento de legitimación de la fotografía debía tener como referencia fundamental la
especificidad del lenguaje fotográfico. En consecuencia, la inserción de la foto dentro del
campo del arte pocas veces era vista por los fotógrafos, historiadores y otros ideólogos de
la fotografía como algo que obligara a un juicio sobre la especificidad del propio campo del
arte. Igual que el carácter documental y la funcionalidad comunicativa de la fotografía han
sido planteados siempre desde un a priori irrefutable, así también la condición artística de
una foto suele ser aceptada como una especie de homogeneidad desde la que se puede pasar
por alto cualquier tensión entre funciones extra artísticas, incorporadas también al lenguaje
de la fotografía.
En esas condiciones la artisticidad de una foto parece ser un concepto que se define y se
construye desde una posición distinta al de la funcionalidad de la foto dentro de los lenguajes
artísticos. Si bien el segundo concepto tiene en cuenta los contactos y los cruces entre el
lenguaje fotográfico y otros, el primero presume una suerte de autonomía, protegida desde
parámetros muy particulares. Esos parámetros, de acentuada raigambre modernista, atienden
especialmente a la evaluación de las soluciones formales y de la capacidad del autor para
dedicar la destreza técnica al logro de dichas soluciones formales. De hecho, en tales
circunstancias, la figura del autor suele construirse como un valor a partir de la exhibición de
la destreza técnica, un poco a pesar del valor formal de la foto. Por otra parte, también se
asocia a la construcción de la cualidad artística, la habilidad para relacionar las soluciones
formales con determinados contenidos que se aprecian a partir de la capacidad discursiva de
la propia foto, es decir de su capacidad para desencadenar una especie de metatextualidad
por medio del uso más o menos eficiente de una retórica visual.
En general la Bienal de Fotografía siempre ha incluido la necesidad de proveer a la foto de
un espacio propio, que debería funcionar dentro de la lógica del museo, rigiendo las
condiciones de la contemplación y estableciendo la contemplación como paradigma de la
realización de la foto como objeto estético. En tal sentido, la creación del Centro de la
Imagen, en 1994, vino a ofrecer el espacio idóneo para la contextualización museológica de
la Bienal de Fotografía; asimismo, aunque el Centro de la Imagen no se define como un
museo, la Bienal de Fotografía es probablemente uno de los proyectos que de manera más
evidente impone en esta institución la necesidad de asumirse desde los modelos de la
museología contemporánea. No deja de ser interesante, en consecuencia, que una parte
significativa de la colección del Centro de la Imagen esté constituida por obras que
provienen de las diversas ediciones de la Bienal de Fotografía y que la propia bienal se haya
constituido en uno de los proyectos claves del Centro, para garantizar el impacto de la
institución dentro de la comunidad artística y, en general, para justificar la funcionalidad de
la institución de acuerdo a sus objetivos de promoción, circulación, consumo y evaluación -
tanto como de educación, investigación, archivo y conservación (todas éstas, funciones
museológicas) de la fotografía a nivel nacional e internacional.
Demostrar que la creación del Centro de la Imagen transformó significativamente la historia
de la Bienal de Fotografía requeriría de un análisis mucho más concienzudo y autorizado que
el que da origen a este texto. Sin embargo, grosso modo pueden señalarse algunos puntos
que resultan útiles para sugerir una pauta. Primero, en términos cuantitativos, la VII Bienal
de Fotografía (primera celebrada después de la constitución oficial del Centro de la Imagen)
muestra una diferencia respecto a las anteriores: En la Segunda Bienal de Fotografía se había
señalado la cantidad de 165 participantes, mientras que en la tercera se contaron 224 autores
y en la cuarta edición sólo llegan 206 aspirantes. La Quinta Bienal y la sexta tuvieron 146 y
326 participantes respectivamente, mientras que en la Séptima Bienal de Fotografía,
celebrada en 1995, se contaron 560 propuestas, un número sin precedentes.
Por otra parte, creo que pueden señalarse dos tendencias en ese proceso de legitimación
estética de la fotografía, que ya he comentado. Las cuales estarían marcadas por diferentes
actitudes y discursos para la evaluación del objeto fotográfico, pero sobre todo por diversas
direcciones en la propia práctica fotográfica. Entre 1980 y 1988, la Bienal de Fotografía
parece referirse a la especificidad y autonomía del lenguaje fotográfico, a la construcción de
la figura de autor respecto a dicha especificidad, a las condiciones que dicha especificidad de
lenguaje –tanto técnica como ideológica– imponía para resolver visualmente un rango de
representaciones históricamente pre-codificadas (resumidas en el maridaje entre
representación y documento), y a una lógica según la cual lo artístico se construía desde el
campo de lo fotográfico, descartando la posibilidad de que lo fotográfico se construyera y se
modificara desde el campo de lo artístico.
En una segunda etapa esa situación parece revertirse: comienza a hacerse más evidente la
funcionalidad de referentes para la construcción del valor estético que son externos al
lenguaje fotográfico y que permiten cuestionar la autonomía de dicho lenguaje. El paradigma
forma-técnica comienza a modificarse también cuando la forma deja de referirse
exclusivamente a la retórica visual sostenida por la técnica fotográfica, dado que
la técnica también deja de referirse a un aparato de representación de carácter estrictamente
fotográfico. En consecuencia, la retórica visual también empieza a modificarse, cuando los
temas (necesariamente localizables en el objeto supuestamente definitivo que es la foto)
deben competir con los procesos (necesariamente localizables en el continuo que se extiende
desde el momento pre-fotográfico de la “construcción” del tema, hasta el momento post-
fotográfico de la interpretación). Un ejemplo suficientemente ilustrativo es el cambio de
percepción y definición del desnudo fotográfico, a partir de la consolidación de prácticas
performáticas para la representación del cuerpo, no como entidad formal aislada y definitiva,
sino como señal de toda una serie de relaciones simbólicas, que son presentadas en su
condicionamiento social e histórico.
Aunque no de manera tajante, lo cierto es que la segunda etapa puede ser asociada a la propia
historia del Centro de la Imagen (y no sólo como institución de promoción artística, sino
también como institución educativa). Sin embargo, también este planteamiento obliga a
entender cómo se inserta la historia del Centro de la Imagen, y la historia de la misma Bienal
de Fotografía, en el devenir de la fotografía mexicana a finales del siglo XX. Si la Séptima
Bienal marca un giro en términos cuantitativos –probablemente asociado a la existencia
de un espacio institucional diseñado, en formas y en funciones, para sostener el proyecto de
legitimación estético-artística de la fotografía– los cambios cualitativos pueden apreciarse
desde antes. La Sexta Bienal de Fotografía, convocada en 1993, muestra ya claros indicios de
dichos cambios. Si atendemos a los términos con que se elabora el acta del jurado, vemos
que ya se hacen evidentes y dignos de discusión los nuevos referentes conceptuales desde los
que se evaluará la fotografía durante todo el resto de la década de 1990 y los años
subsiguientes. Allí se señalan aspectos como “una visión más ambigua y distante del sexo [y]
un espíritu más agresivo, o más bien, paródico, de exploración del cuerpo humano”.
También se plantea que es un “buen momento” para el autorretrato y se indica que hay una
“clara tendencia a la representación”. Pero lo más interesante es que, por primera vez el
jurado de la bienal, conformado en esa ocasión por Graciela Iturbide, Adolfo Patiño y
Hermann Bellinghausen, asocia determinadas características conceptuales de la fotografía
con “climas del imaginario colectivo en nuestros tiempos”, con lo cual abre la posibilidad de
que se entienda que las representaciones no están condicionadas estrictamente por el aparato
técnico-ideológico de la fotografía, sino por una experiencia social de lo imaginario.2 Las
obras de Gilberto Chen, Marco Antonio Pacheco y Eugenia Vargas –premiadas en esa sexta
edición de la bienal– justifican de manera bastante clara el discurso de los miembros del
jurado. También hay coherencia en el hecho de que entre las menciones honoríficas se
encuentren Ambra Polidori, Gustavo Prado o Laura Anderson, además de otros autores.
En general ese momento parece responder a las circunstancias de lo que ahora podemos
calificar como una fotografía “emergente”, siempre que entendamos que ese término no se
define solamente desde una variable generacional, ni desde las claves que se proponen hoy
día desde el mercado del arte y otras instancias del campo artístico. Encuentro que lo
emergente tiene que ver aquí sobre todo con la emergencia de una sensibilidad y una
inteligencia que se van conformando alrededor del fenómeno fotográfico, al mismo tiempo
que el propio fenómeno fotográfico amplía las posibilidades de su definición (o de su
indefinición) como lenguaje.
El premio otorgado a Laura Barrón en la VIII Bienal de Fotografía (en la que Dante Busquets
y Adriana Calatayud obtuvieron sendas menciones), los premios de Katia Brailovsky y Javier
Dueñas en la IX Bienal, de Federico Gama e Yvonne Venegas en la décima, de Gerardo
Montiel en la décimo primera o de Cannon Bernáldez y Dante Busquets en la décimo
segunda, justifican este planteamiento de lo emergente como algo asociado a una nueva
sensibilidad pero también vinculado a un nuevo repertorio de modelos formales, temáticos y
retóricos. Pero además de eso, lo que resulta importante concluir aquí es que esas
circunstancias de lo emergente parecen estar marcando el origen, el presente y el futuro de
una institución como el Centro de la Imagen, y determinando también un renovado
posicionamiento de la Bienal de Fotografía respecto al contexto de la fotografía mexicana e
internacional.
Tal vez el intento más audaz de confrontar a los fotógrafos, a la crítica y a la propia
institución con esa realidad se dio en la IX Bienal de Fotografía, realizada en 1999. Por
primera vez se trabajó buscando coherencia entre el reconocimiento de una fotografía
emergente y el reconocimiento del carácter museológico de la Bienal de Fotografía. Esa
coherencia implicaba de forma inevitable replantearse los términos en que se asumía la
relación entre la fotografía y el arte contemporáneo, pero también replantearse los términos
desde los que se definían los procesos de legitimación, evaluación y juicio de la práctica
fotográfica. En consecuencia, fue la primera ocasión en que el proyecto de la bienal pareció
cuestionarse a sí mismo, y confrontar un modelo autosuficiente de definición de la
fotografía, con un modelo más abierto e interdependiente de otras prácticas
discursivas. La figura de autoridad que constituyen los jurados de las bienales de fotografía
se vio complementada aquí por la figura de autoridad que constituyen los curadores. En
consecuencia, el concurso no fue asumido como el único método para la calificación de las
obras, tampoco como un contexto de exhibición excluyente.
Los textos publicados en el catálogo de la IX Bienal de Fotografía, redactados por sus tres
curadores, sintetizaban una perspectiva teórica novedosa en ese contexto. Guillermo
Santamarina la resumió en dos factores básicos: “…la comprensión de que la fotografía va
más allá de la fotografía, y la necesidad de la experimentación fotográfica como creación
artística.”3 En general el discurso de los curadores iba en la dirección de una revisión crítica
de las fronteras entre los diferentes medios, y particularmente entre la fotografía y otros
medios, algo que daba una segunda lectura al tema de la bienal, que era precisamente el de
las fronteras.4
La noción de “cultura contemporánea de la imagen”, que maneja José Antonio Navarrete en
ese catálogo, es el contexto propicio para defender una perspectiva oblicua (tal vez asociada
a lo que he calificado como una “transversalidad” de la experiencia estética) frente a la
representación fotográfica. Esa transversalidad permitiría apreciar mejor el carácter mixto y
transitivo de los principales ejes temático-conceptuales que han venido reiterándose en la
fotografía mexicana contemporánea.
Tal vez el más evidente de esos ejes sea el que atraviesa el campo de lo fotográfico,
reconectándolo con otros medios y tecnologías, creando transiciones entre la fotografía y el
video, la fotografía y el performance, la fotografía y la instalación o la fotografía y los
medios electrónicos, por poner varios ejemplos. Pero por debajo de estos cruces pueden
apreciarse otros ejes, que invierten las polaridades históricas del tipo local/global,
identidad individual/identidad colectiva, espacio público/espacio privado,
documento/ficción, contemplación/participación o registro/intervención. Por último, como
otra subtrama, no menos importante, encontraríamos que la fotografía, aun en su
presentación como objeto artístico, involucra otros referentes externos al campo del arte,
vinculados a diversas maneras de codificar las relaciones sociales.
La complejidad de este entramado justifica que se generen nuevas expectativas respecto a la
representación fotográfica, y que el propio concepto de representación sea revisado desde
perspectivas más dinámicas. Quizás cuando los jueces de la VI Bienal de Fotografía
hablaban de una “clara tendencia a la representación” se estaban refiriendo, sobre todo, a las
puestas en escena, a las narrativas en que se mezcla lo testimonial con la ficción, o al
replanteamiento formal y conceptual de los géneros tradicionales, entre otros rasgos de la
fotografía contemporánea. Recientemente, al retomar ese concepto de representación, lo he
relacionado con la tendencia, todavía predominante, a considerar la foto como objeto
definitivo y a considerar la representación exclusivamente como un momento técnico en la
construcción del icono.5
Una alternativa, hasta ahora no explorada del todo, es la de involucrar la práctica fotográfica
en una crítica de la representación, al tiempo que se abre a procesos más a tono con la
realidad de la cultura visual contemporánea. Eso es algo común dentro de los lenguajes del
arte contemporáneo, independientemente de los medios y tecnologías a que se acuda, pero
todavía poco comprensible para los actores del campo de la cultura fotográfica. Cuando se
habla de procesos de intervención, apropiación y tránsito en el espacio social, o de
circulación e intercambio mediante las nuevas redes sociales, o de transferencia original-
copia-original o de generación, reinvención y resignificación de zonas de conflicto, da la
impresión de que se está usando un lenguaje totalmente ajeno a la cultura fotográfica, y la
respuesta suele ser de distanciamiento o suspicacia,
en el mejor de los casos.

Vincent Delbrouck. Más allá de la historia. 2006. Detalle de instalación


Entre las obras expuestas en la XIII Bienal de Fotografía son muy pocas las que parecen
acercarse a alguna variante de las que he mencionado. Si acaso, la instalación de Marianna
Dellekamp (Arquitect, 2008) y los montajes de Fernando Etulain (serie Farbtafel, 2007) que
parten de respectivas investigaciones sobre la circulación de la imagen y la reproductividad
del valor estético. O las fotos de Sector Reforma (serie Nadie recuerda todo, 2007) que
mantienen la conexión con sus experiencias de trabajo en el cruce entre espacio público,
comunidad y representación. También está la instalación de Vincent Delbrouck, dentro de la
exposición Discoveries of the Meeting Place, una obra aleatoria, en la que la fotografía se
complementa con la escritura y la ficción con el testimonio, y en la que la representación se
da por acumulaciones e intercambios, pero también por medio de la omisión y el fragmento.
Además de Lynne Cohen, con sus fotografías de espacios impersonales y llenos de tensión,
Jin-me Yoon y Federico Gama mostraron, en la exposición-concurso The Grange Prize,
proyectos documentales que usan en diversos grados los procesos de participación, los flujos
de información y el intercambio de subjetividades, para investigar experiencias que tienen
que ver con la sugerente dualidad entre emplazamientos y desplazamientos en el espacio
social. Varias de estas opciones fueron atendidas igualmente por algunos de los participantes
en la exposición Orden abierto.

Konrad Pustola. De la serie Casas inconclusas. 2005


Debo aclarar que la mención de estos ejemplos no implica un juicio en relación con el resto
de la obra expuesta en las diversas muestras. Más que defender o promover ciertas
tendencias, la XIII Bienal de Fotografía ha buscado ampliar la diversidad de los mecanismos
de legitimación y “autorización” de las prácticas fotográficas, de modo que las instancias y
los procesos de evaluación, selección y crítica no se limiten ni a los modelos curatoriales
imperantes ni al modelo de juicio colegiado, propio de los concursos de arte.6 Por eso es tan
significativo que la mayoría de las exposiciones que conforman esta bienal se organicen a
partir de procedimientos que hacen más directa e interactiva la relación entre el crítico, la
obra y el autor.
Discoveries of the Meeting Place se genera a partir de un contexto en el que el juicio del
experto (crítico o curador) no se origina desde la distancia autoritaria del texto especializado
o el proyecto curatorial, sino desde la cercanía y el intercambio inmediato con los autores
cuestionados. El Festival PhotoPoland –del cual recibimos la exposición de Konrad Pustola–
pone en práctica igualmente un procedimiento plural de evaluación y selección. La
exposición-concurso The Grange Prize propone un modelo más abierto para el ejercicio del
juicio estético, al dejar en manos del público la selección de las obras a ser premiadas. Así se
aplica un nuevo orden en la relación entre la obra y el público, ofreciendo nuevas variantes
de participación y removiendo los lugares de autoridad establecidos en el campo del arte.
Orden abierto es una exposición que por primera vez muestra en una bienal los resultados
del Seminario de Fotografía Contemporánea del Centro de la Imagen, uno de los programas
docentes más importantes dentro del proyecto educativo de la institución. Esto sienta un
precedente que obliga a replantearse la relación entre proyectos educativos y curatoriales, y
su impacto especifico en lo que respecta a la fotografía emergente en México. En tal sentido
es importante comprender que la función del Centro de la Imagen no se limita a la
promoción de una práctica fotográfica emergente, sino especialmente a la formación y
profesionalización de fotógrafos que puedan contribuir al enriquecimiento de dicha práctica.

Alejandra Vega. Irreal cotidiano. 2007


La articulación de estos proyectos en la XIII Bienal de Fotografía coincide oportunamente
con una etapa de madurez en la definición del perfil institucional del Centro de la Imagen.
En esas condiciones, y dados los antecedentes que ya he mencionado, creo que resulta
insuficiente, además de impreciso, proponer una lectura de la XIII Bienal de Fotografía como
un proyecto de renovación en sí mismo, cuando lo más justo y productivo sería reparar en
que el Centro de la Imagen está enfrentando, a quince años de su fundación, la
necesidad de una renovación mucho más amplia e integral.

NOTAS
1 En un texto publicado en el catálogo de la XI Bienal de Fotografía, Armando Cristeto caracteriza una primera
época, que transcurre en el período que va de la primera a la quinta bienales de fotografía, como un plazo en el
que la bienal contribuye a “la legitimación que se venía reclamando para la fotografía mexicana, ya antigua o
contemporánea.” Armando Cristeto. Vigencia y permanencia. XI Bienal de Fotografía. Catálogo. Centro de la
Imagen/Lunwerg Editores. México DF, 2004. Pág. 12
2 Véase el catálogo de la VI Bienal de Fotografía. CONACULTA. México DF, 1994. Págs. 19-23
3 Véase Hou Hanru, José Antonio Navarrete y Guillermo Santamarina en IX Bienal de Fotografía. Catálogo.
Centro de la Imagen, 1999. Págs. 4-9
4 El hecho de convocar con un tema específico fue otro rasgo sui generis de la IX Bienal de Fotografía.
5 Este es un tema que he comentado más ampliamente en la conferencia La fotografía como forma de
participación, impartida en AAVI (Academia de Artes Visuales). Julio de 2009. Texto inédito
6 En el catálogo de la XI Bienal de Fotografía, Rubén Ortiz llamaba la atención sobre el conflicto entre el
modelo curatorial y el modelo de evaluación colegiada, planteándolo en los siguientes términos: “Respondiendo
a las limitaciones de la visión individual y subjetiva de un curador, se ha defendido la idea del comité como un
proceso de decisión más democrático y plural. Si bien es cierto que tal vez éste garantiza un compromiso
político y la representatividad de diferentes agendas y puntos de vista, por lo mismo suele
negar un discurso coherente y legible […] De hecho, la idea de una exposición colectiva donde se genera un
discurso colectivo a partir de obra generada individualmente con otras intenciones es de por sí problemática.
También lo es la idea de tener a un curador mediando entre el público y el autor, y de alguna forma
convirtiéndose en autor también. En ese sentido todas las bienales son un fracaso...” (Rubén Ortiz Torres.
Bienvenido/Welcome al moco de Frankestein. En XI Bienal de Fotografía. Catálogo. Centro de la
Imagen/Lunwerg Editores. México DF, 2004. Pág. 15). Pero podemos encontrar reflexiones sobre estos temas
prácticamente desde las primeras ediciones de la bienal. Por ejemplo, en 1986, Pedro Meyer publicó un artículo
en el que sugería la necesidad de “…alternativas más razonables al modificar los sistemas de participación,
exhibición y premiación” que permitieran “observar, sin la censura de un jurado, un testimonio mucho más
elocuente de lo que se está produciendo durante el período en cuestión…” (Pedro Meyer. ¿Para qué la Bienal
de Fotografía? La Jornada. 27 de Junio de 1986. Pág. 20. Versión digital en http://www.pedromeyer.com)

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