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El único emocionado era Pinino, a quien sólo le molestaban sus raíces para salir y
cotonearse de lo contento que se sentía.
Se imaginaba a si mismo brillando en la noche como inundado de luciérnagas y decorado
con guirnaldas y lacitos de muchos colores. Soñaba con villancicos y regalos y todas esas
cosas que le habían contado que hacían los humanos para celebrar la Navidad.
De pronto un día sus pensamientos fueron interrumpidos por algo filoso que lo arrancaba
de la tierra... ¡Había llegado el día! ¡Se lo llevaban a celebrar la navidad!
Durante el camino Pinino se dio cuenta de lo grande que era el mundo y aunque estaba
muy cansado se paró muy recto cuando lo pusieron en la casa y saludó a todos con su
agradable aroma.
¡Su sueño se había hecho realidad! Ahí estaba él, justo en el centro de la sala, todo
elegante y colorido.
-Si me vieran los demás árboles- pensó-¡Que lindo luzco con este montón de lucecitas
bailarinas y este bello angelito que me pusieron de sombrero!-
Sin embargo, conforme pasaban los días Pinino empezó a sentirse muy débil, y aunque
estaba vestido como un rey, ya no le parecía tan maravilloso. Extrañaba al viento, a la
lluvia, el rocío y a sus hermanos. Le hacía falta el calor del sol ¡y tenía tanta, pero tanta
sed!
Inclusive las ramitas en su pie ya se estaban comenzando a marchitar y ya no había
regalos, ni se cocinaban cosas ricas en la cocina. Lo peor de todo era que ya nadie se
preocupaba por encender las lucecitas en la noche y Pinino se quedaba ahí solo y a
oscuras.
Un día de tantos sin mucha emoción, y más bien con un poco de pereza, la señora de la
casa empezó a arrancarle uno por uno todos sus adornitos. Pinino se sintió muy ligero,
pero ya no le quedaba fuerza para agradecer tal favor siquiera con una aromática sonrisa.
Cuando la señora terminó su trabajo, cogió a Pinino y lo dejó olvidado en una esquina del
jardín. El arbolito vió el sol, pero ya no le calentaba, y sintió el agua, pero fue incapaz de
beberla.
El día y la noche pasaban sin novedad, y Pinino sintió que su vida estaba a punto de
extinguirse. Aún así, un día Pinino despertó sobresaltado al sentir dos pajaritos comemaíz
que piaban brincando entre sus secas ramas.
-¡Hola! Le saludaron los alegres pajarillos. ¡Estamos haciendo un nido!
-Pero si ya yo no puedo abrazarlos- exclamó muy triste nuestro arbolito.
Los pajaritos no le hicieron caso al comentario y muy contentos cantaban y traían muchos
palitos y hojas para acomodarlas dulcemente entre sus ramas.
Al poco tiempo, Pinino se dio cuenta de que estaba acurrucando a dos delicados
huevecillos que la mamá comemaíz empollaba y protegía con sus alas. En pocos días los
huevitos se convirtieron en dos pichoncitos que iluminaron sus amarillas e inertes ramas
y le alegraban cada vez que piaban por comida.
Y fue así, gracias a estos pequeños parillos, como Pinino se dio cuenta que en todos sus
sueños de grandeza cuando aún estaba plantado en el bosque, nunca sintió tanta alegría
como la que le habían dado estos humildes pajaritos (que por cierto, no tenían
destellantes colores como las bombitas con las que tanto había soñado) al convertirlo en
cuna para sus hijos.
Esa fue la forma el destino le enseñó al arbolito Pinino que son las cosas simples las que
hacen los detalles en nuestras vidas.