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Naranjo en flúo (Juan Solá)

Capítulo 1: La casa de campo

El auto se apartó de la ruta y, recién entonces, Isidro se asomó por la ventanilla. Tenía el
pelo prolijamente peinado, la ropa planchada y los ojos tristes.

El camino de tierra estaba amurallado por lapachos altos y el auto se tambaleaba un poco.
A lo lejos, una casita de tejas rojas y paredes blancas, como sacada de un cuento, se
despegaba del paisaje verde. Junto a la casa, erguido con la soberbia de un monarca, un
naranjo robusto apoyaba suavemente sus ramas sobre las tejas.

Isidro pensó que nunca había visto un árbol tan hermoso. Tenía el tronco grueso, entre
verde y gris, y la copa redonda estaba cubierta de enormes flores blancas. Las frutas
parecían globos, como si el árbol se hubiera vestido de fiesta para recibirlo. Levantó una
mano y la apoyó contra el vidrio del auto, acariciando la copa desde lejos.

Finalmente, el coche estacionó frente a la casa. Junto a la entrada, una anciana de cabello
blanco recogido en un rodete corrió a su encuentro, secándose las manos con el delantal
que llevaba atado alrededor de la cintura.

Isidro agarró su valija amarilla y abrió la puerta lentamente. Todavía llevaba puesto el
uniforme del colegio: una camisa blanca, suéter y pantalones bordó. Sus zapatos negros
habían acumulado una capa de polvo durante el viaje hasta la casa de campo.

Descendió sin levantar la vista. La mujer lo abrazó largamente, pero él no le devolvió el


abrazo. Nunca le había gustado que los extraños lo tocaran y para él aquella mujer de
rostro arrugado no era más que una extraña.

–La última vez que te vi eras así, así de chiquitito –, le dijo.

Pero Isidro no tenía ningún recuerdo de aquel encuentro y no supo qué responder.

Recién entonces miró bien a la anciana. Pudo verse reflejado en sus ojos oscuros y pensó
para sí mismo que se parecían un poco a los de su mamá.

–Te preparé tu cuarto, y te hice un bizcochuelo de naranja, ¿te gusta el bizcochuelo de


naranja, Isidro?

Como nunca había probado el bizcochuelo de naranja y no sabía qué sabor tenía, otra vez
no supo qué decir. Observó la casa y pensó que era muy bonita. La galería del frente estaba
llena de plantas que descansaban en macetas gordas de terracota y las ventanas tenían las
hojas de madera abiertas de par en par. Las cortinas blancas flotaban como fantasmas en el
viento fresco de marzo.

La casa era pequeña y acogedora, con los techos altos atravesados por pesadas vigas de
quebracho y las paredes pintadas del mismo blanco del exterior. Isidro se sentó en la cama
que había sido preparada para él. Sobre ella había una manta tejida a mano, formada por
incontables cuadraditos de lana, y un par de almohadones cómodos.
Miró a su alrededor. El dormitorio no se parecía en nada al de Buenos Aires. Aquel cuarto
no tenía televisor, ni videojuegos, ni computadora, pero sí una máquina de coser muy vieja.
El piso no era de madera, sino de baldosas grandes de color rojo oscuro. Por la ventana no
se veían los edificios modernos de Avenida del Libertador. En cambio, un grupo de pájaros
lo espiaba con curiosidad desde las ramas del naranjo en flor. Isidro pensó que tendría que
mantener aquella ventana cerrada.

La abuela se apoyó en el marco de la puerta.

– ¿Todo bien, Isidro?

– ¿Acá hay internet? – , preguntó él a su vez.

La anciana dejó escapar una carcajada bondadosa, lo miró dulcemente y giró sobre sus
talones,alejándose por el pasillo.

– ¡Vení rápido, que te hice un café con leche!

Isidro abrió la valija amarilla y encontró adentro la ropa que alguien había doblado, su
computadora portátil, chocolates, un álbum de figuritas de los jugadores del fútbol español y
una foto de sus papás.

Tomó la foto entre sus manos y tragó saliva. Todavía nadie le había explicado qué había
pasado. Bueno, sí, la tía Carola – que no era tía de verdad, pero era muy amiga de mamá –
llegó a la escuela la mañana anterior y le contó como pudo que sus papás habían tenido un
accidente, que ella no podía quedarse a cuidarlo y que ya había arreglado todo era para
que su abuela Dalmacia lo recibiera. Pero nadie le explicó por qué sus papás se habían
muerto y por qué ese colectivero había ido a trabajar sin dormir y qué pasaba cuando a uno
se le mueren los pares a los doce años. Tampoco le dijeron por qué no pudieron despedirse,
o por qué sentía que le ardía el corazón. No sabía si aquel ardor iba a durar para siempre. A
lo mejor, pensó, tendría que averiguarlo solo.

Escuchó a la abuela gritar desde la cocina.

– ¡Querido! ¡Se te enfría el café con leche!

Suspiró enojado. Guardó la foto en la valija, se puso en pie y, antes de abandonar la


habitación, se tomó un momento para espiar el naranjo por el rabillo del ojo.

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Capítulo dos: Los naranjos no crecen tanto

La tarde caía despacito y monótona sobre la casa de la abuela y las paredes se iban
pintando primero de ocre, después de naranja, hasta que en el extremo opuesto del cielo se
asomaba la luna color humo. Las cigarras daban su último concierto del día. Pronto
abandonarían el campo para darle paso al otoño.

Isidro estaba sentado en la cocina. La abuela le había preparado una sopa de verduras que
apenas había probado. Pensó que aquella sopa no se parecía en nada a las hamburguesas
que vendían en la casa de comidas rápidas frente al departamento de Buenos Aires. La
sopa era aburrida, pero las hamburguesas eran una torre de colores – aunque él siempre le
sacaba el tomate y los pepinos – y venían en cajitas con sorpresas y papas fritas y una
gaseosa gigante que nunca podía terminar.

– ¿Qué pasa? –, preguntó la abuela. –¿No te gusta?

Isidro quería decirle que la sopa le parecía horrible y que quería una hamburguesa con
papas y después un cono de helado de vainilla y chocolate y que tenía ganas de volver a su
casa en Buenos Aires porque la hamburguesería estaba cruzando la avenida y que sus
papás estuvieran allá y lo acompañaran y que mamá lo retara porque comía muchas
hamburguesas y que papá opinara que debía practicar algún deporte.

– No tengo hambre, abuela –, dijo, en cambio.

– Tenés que comer, m’hijo.

Entonces Isidro levantó la vista y quiso gritar que él no era su hijo, que su mamá se llamaba
Alicia y que era alta y rubia y no tenía arrugas y trabajaba en una empresa que tenía un
nombre en inglés y que no tenía tiempo para hacer sopas tan feas como esas.

– Hoy no tengo hambre, abuela –, dijo, sin embargo.

Temiendo que Dalmacia volviera a insistirle, cambió rápidamente de tema, como había cada
vez que su papá hablaba sobre hacer deporte.

– Qué lindo árbol ese que tenés atrás de tu casa.

– ¿El naranjo? Está acá desde que tu mamá era chiquita. No sé de dónde salió, un día
simplemente empezó a crecer junto a la ventana del cuarto. En ese cuarto dormía ella,
¿sabías? Y el naranjo creció y creció. Los naranjos no crecen tanto en realidad. No más de
cinco o seis metros. Pero este tiene como quince.

Isidro pensó que su abuela hablaba mucho.

–Es lindo –, respondió.

–Una vez, cuando tu mamá era chiquita, la escuché conversando con el naranjo. Nunca se
lo conté, le hubiera dado mucha vergüenza.

Isidro no estaba seguro de querer escuchar aquella historia. Pensaba que él y su abuela
habían conocido a dos Alicias diferentes. La Alicia de Isidro jamás hubiera conversado con
una planta. Ella mantenía largas conversaciones por internet con personas que vivían en
Estados Unidos, en Francia, en Corea. Seguramente, aquellas personas de negocios
tampoco hablaban con plantas. Ellos hablaban sobre viajes, sobre números, sobre
inversiones seguras y riesgos y se entendían muy bien. Pensó que a veces su mamá
hablaba tanto con ellos que le quedaba poco tiempo para conversar con él, pero nunca se
animó a decirle nada.

– Me voy a dormir –, dijo, fingiendo fatiga.

– ¿Querés que te cuente un cuento? –, propuso la abuela sonriendo mientras le retiraba el


plato.

Un silencio incómodo se apoderó de la cocina.


– No –, respondió él, y se fue.

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Capítulo tres: Naranjo en flúo

La quietud del campo era interrumpida constantemente por el chillido de alguna lechuza o el
canto de las ranas, que lo sobresaltaban justo cuando cerraba los ojos para dormir. Detrás
de la cortina cerrada, el campo era un misterio.

Pasaron varias hojas, no supo cuántas, hasta que por fin llegó el silencio. Un silencio
pesado, como el que hay que hacer cuando están bajando la bandera. Una quietud tal que
lo hizo pensar que todos los bichos y hasta el viento se habían quedado dormidos.

Y entonces la luz.

La ventana del dormitorio se encendió por completo, como si un auto hubiera estacionado
frente a ella con las luces altas. Pero aquella era una luz diferente, la luz de un amanecer
súbito.

Isidro abrió los ojos, aterrorizado.

La irradiación crecía en intensidad, como si fuera a atravesar el paño de la cortina. El viento


regresó con la fuerza de una tormenta y la ventana se agitó violentamente. Antes de que
Isidro pudiera ponerse de pie, las hojas se abrieron de par en par estruendosamente y, ante
su mirada de sorpresa, apareció la imagen del naranjo agitándose como si estuviera vivo.
Las flores y las frutas del árbol brillaban como bolas de fuego plateado. El naranjo en flor
era ahora un naranjo en flúo.

Se acercó a la ventana lentamente con la mirada fija en el árbol que seguía sacudiéndose.
Entonces, el tronco tembló y se hinchó como si fuera a estallar. El sonido de la madera
quebrándose lo estremeció. El naranjo se rajó desde la copa hasta las raíces. Del centro del
árbol escapó toda la luz, y una sombra siniestra, como un puma negro, emergió del interior.

Todavía enceguecido, Isidro no fue capaz de observar el animal en detalle. El bicho dio una
vuelta alrededor de la copa, como flotando, y escapó a toda velocidad hasta perderse en el
verde oscuro del campo.

Entonces, una nueva silueta emergió de las entrañas del naranjo, pero ésta era traslúcida,
como hecha de humo plateado. El zorro de patas delgadas emitió un aullido penetrante y,
enseguida, corrió detrás de la sombra, confundiéndose con la luz de la luna que bañaba el
campo.

Sin saber bien por qué, Isidro se puso las zapatillas y saltó por la ventana. Rodeó el tronco
del naranjo, cuya luz estaba casi extinta, y corrió hacia el grupo de árboles siguiendo al
puma y al zorro.

La luna iluminaba el sendero entre los árboles del montecito que se extendía próximo a la
casa de la abuela. Isidro corrió con todas sus fuerzas, tratando de aguzar la vista con la
esperanza de distinguir las siluetas de los animales.
El monte era mucho más extenso de lo que pensaba y, poco tiempo después, el niño
comenzó a temer que la oscuridad le jugara una mala pasada y no pudiera volver a su
habitación esa noche. Se detuvo junto a un lapacho, apoyándose en el tronco y tomando
aire a bocanadas. Miró hacia atrás y luego a ambos lados, buscando orientarse, pero era
como si el sendero que la luna había iluminado hacía un momento hubiese sido tragado por
la más tenebrosa oscuridad.

Un sonido gutural, mezcla de gruñido y lamento, lo sobresaltó. Giró sobre sí mismo y la


escena lo apabulló: tendido sobre el suelo del monte, el zorro blanco de humo estaba a
punto de ser asesinado por el puma de sombra. Isidro pudo distinguir bien a los oponentes
esta vez. El animal negro tenía manos de hombre con garras. Su cuerpo felino estaba
cubierto de plumas negras y su rostro no era el de un puma, sino el de un niño pálido, con
los ojos inyectados en sangre. Sus fauces abiertas revelaban una hilera de colmillos a punto
de hundirse en el cuello descubierto del zorro que luchaba por su libertad.

Así como antes había sentido el impulso de escapar por la ventana, ahora Isidro supo que
lo correcto era salvar al zorro. Totalmente convencido de la locura que iba a cometer, tomó
del suelo una rama llena de espinas y se acercó sigilosamente, rodeando a las bestia negra
para atinarle un certero golpe en la nuca.

El animal, confundido saltó sobre el zorro blanco y enfrentó a Isidro. El niño quedó
petrificado cuando los ojos de sangre del monstruo se clavaron en los suyos. Todo ocurrió
en un instante. El animal se irguió sobre sus extremidades traseras, que también eran
manos de hombre con garras, y extendiendo sus brazos delgados arremetió contra Isidro,
abrazándolo para aferrarlo contra su pecho frío y luego escapar.

El monstruo dio un salto magnífico, alcanzando fácilmente la parte más alta de los árboles
del monte, y fue entonces cuando se pasó al niño de las garras delanteras a las traseras.
Luego, sus brazos comenzaron a retorcerse, haciendo un ruido como de huesos
quebrándose, hasta convertirse en un par de alas negras que cubrieron por completo la luz
de la luna, dibujando un manto de sombra sobre las copas de los árboles.

Aterrorizado, Isidro comprobó que estaban a mucha distancia del suelo y que la bestia
volaba a toda velocidad en dirección a la casa de Dalmacia. También le pareció distinguir la
imagen del zorro blanco de patas delgadas detrás de ellos, saltando sobre las ramas,
persiguiéndolos.

El monstruo que sostenía al niño entre sus garras descendió en picada y cuando estaban a
punto de estrellarse contra el naranjo junto a la casa, Isidro cerró los ojos con mucha fuerza
y esperó el golpe, incapaz de gritar a pesar del miedo. Sin saber por qué, se acordó de su
mamá y suplicó que ella estuviera allá, donde fuera que el impacto lo llevara.

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Capítulo 4: Yací

Abrió los ojos lentamente y miró a su alrededor. Supo de inmediato que estaba en el monte,
pero no sabía cómo había llegado allí, ni cuánto tiempo había transcurrido hasta que
recuperó la conciencia.
Aquella parte era especialmente oscura y los árboles que lo rodeaban no se parecían en
nada a los que había visto cuando corrió detrás del monstruo y el zorro, estos árboles eran
mucho más robustos y frondosos. Levantó la vista y descubrió que sus copas estaban tan
arriba, tan lejos, que fue como si estuviera bajo la bóveda oscura de una catedral.

Tragó saliva y se puso de pie. Giró varias veces sobre sí mismo, tratando de orientarse sin
éxito. Comenzó a inquietarse. Sintió una piedra en el estómago y tragó saliva con dificultad.
Se le llenaron los ojos de lágrimas y la garganta de angustia.

—¿Y vos quién sos?

La voz lo sobresaltó y ahogó un grito. Miró, pero no pudo ver a nadie y temió que su
imaginación se estuviera burlando de él.

—¡Acá arriba!

Ahí estaba el niñito, sentado sobre una rama muy alta.

—¿Vos quién sos?—. Le preguntó Isidro.

—Yací—, respondió el otro.

Sus bucles grandes le caían hasta los hombros, enmarcando un rostro moreno. Llevaba
puesto un trajecito de una sola pieza, hecho de cuero, y tenía los pies desnudos.

—¿Y vos? ¿Vos quién sos?—, insistió Yací.

—Isidro.

—Estás perdido, ¿no es cierto? ¿De dónde venís? ¿Qué es eso que llevás puesto?

Isidro se miró la ropa y descubrió que llevaba puesta la remera que le había traído Carola
de Disney, los pantalones del pijama y unas zapatillas rojas con los cordones desatados.

—Qué te importa—, le dijo. Se dio media vuelta y empezó a caminar.

—¿Por qué te vas si no sabés adónde ir?—, le preguntó Yací y aquello lo detuvo. —Tenés
que tener cuidado. El monte es muy peligroso a esta hora, está lleno de Poras.

—No les tengo miedo—, respondió el muchacho, altanero.

El niñito de bucles blancos saltó de la rama y flotó hasta tocar el suelo con los pies. Aquello
maravilló a Isidro, pero no se animó a preguntarle cómo lo había hecho.

—Deberías—, le dijo Yací. —Los Poras son muy peligrosos. Se comen a los niños y les
sacan los rostros para hacerse máscaras. Yo mismo escapé de uno hace un par de días.
Están por todo el monte y salen a esta hora.

—No te creo una sola palabra—, mintió Isidro.

—¿No ves lo que digo?—exclamó el niño acercándose a él. —¡Vos no sos de acá! Contame
cómo llegaste, quién te trajo.
Cuando Yací se aproximó, Isidro pudo ver sus ojos, que eran como dos gotas de miel
suspendidas sobre la piel oscura,

Dudó antes de responder.

—No sé bien cómo llegué—, dijo finalmente.

—Alguien tuvo que haberte traído—, insistió Yací.

En ese momento, un gran graznido retumbó como un trueno en la tranquilidad del monte.
Isidro y Yací levantaron la cabeza y vieron al monstruo negro volando entre las copas de los
árboles.

—¡Escondete, rápido!—, le gritó Yací, asustado.

Se guarecieron entre el follaje de un arbusto lleno de frutos diminutos y rojos.

—¡Ese me trajo!—, susurró Isidro con el corazón en la mano.

Yací no le respondió y ni siquiera lo miró. Por el contrario, mantuvo los ojos clavados en la
bestia hasta verla desaparecer entre las copas de los árboles.

—¿Dónde te encontró el Pora?—, preguntó Yací, asustado.

—¿Eso es un Pora?

—¿Dónde te encontró?

—No me encontró, yo fui a buscarlo.

—¿Estás loco? ¿Dónde fuiste a buscarlo?

—¡No me hablés así! Ese bicho estaba por matar a un zorro blanco.

Por un momento, Isidro se detuvo a pensar que aquella conversación no tenía ningún
sentido y que todo aquello era, sin duda, el sueño más confuso que había tenido alguna
vez.

—¿Dónde lo viste, Isidro?—, le preguntó Yací, apretándole los brazos con sus manitos.

—Salió del naranjo de la casa de mi abuela.

Isidro no entendió por qué su respuesta pareció horrorizar a Yací, que lo había soltado y se
había quedado mirándolo con la boca abierta.

—Entonces vos… vos venís del campo—, murmuró.

Isidro no sabía si venir del campo era considerado bueno o malo, entonces no respondió
nada.

—Dame la mano—, le dijo Yací. —Tenemos que ir a ver a alguien.

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Capítulo 5: Los niños pájaro


Caminaron un rato largo tomados de la mano sin que Yací dijera una sola palabra. El monte
era interminable y, a medida que iban adentrándose, los árboles parecían mucho más altos.
Isidro nunca había visto tantos árboles juntos. A dos cuadras del departamento de Buenos
Aires, había una plaza llena de pinos, pero estaban tan separados unos de otros que no
parecían tocarse con las puntas de sus ramas. Acá, en cambio, se abrazaban y formaban
murallas y techos verdes, marrones y rojos. Las copas eran tupidas, que pronto la luna llena
dejó de colarse entre el follaje y se vieron sumidos en una profunda oscuridad.

—Al menos podrías decirme adónde me estás llevando, Yací—, le reprochó Isidro, cansado
de caminar. No estaba acostumbrado al ejercicio.

—Si fuera por mí, ya hubiéramos llegado, pero vos no podés saltar entre las ramas y yo soy
muy chiquito para llevarte en mi espalda.

En efecto, mientras Isidro tenía la espalda ancha y los brazos y las piernas gruesas de un
niño que cenó muchas hamburguesas con papas, Yací era más bien flacucho, tenía la piel
pegada a los huesos y la estatura de un nene de tercer grado.

—¿Cuántos años tenés?—, le preguntó Isidro.

—Dos mil novecientos dieciocho—, respondió Yací.

Isidro lo miró como quien mira a un loco.

—Ah—, respondió. —Yo tengo doce.

Yací le devolvió una mirada de compasión y le sonrió tiernamente.

—Ustedes viven menos y encima viven mal—, le dijo.

—¿Nosotros?—, preguntó Isidro, sorprendido por la declaración.

—Ustedes, los humanos.

El cielo comenzaba a dejarse ver nuevamente. Isidro comprobó que la luz de la luna había
perdido intensidad, dándole paso a una luz rosa, muy tenue, que anunciaba el amanecer
inminente.

—Tengo que volver a mi casa—, sentenció. —Si mi abuela se despierta y no me ve…

—No podés volver—, le dijo Yací. —El camino está cerrado.

—¿Qué camino?—, preguntó el otro, preocupado. —¿No hay otra forma? Mirá que mi
abuela…

—El Árbol Negro está cerrado hace muchos siglos, Isidro. No se puede pasar, está
prohibido. El Pora que te trajo acá tuvo que haber usado magia negra para abrirlo.

—¿Árbol Negro?

—El único que te puede llevar otra vez hasta tu casa es Pyragué, el Dueño del Sol.
Tenemos que ir a buscarlo.
Aunque la respuesta de Yací no lo tranquilizó, Isidro prefirió guardar silencio, apretarle la
mano y seguirle el paso enérgicamente.

En eso, escucharon un batir de alas entre las copas de los árboles y ambos levantaron la
cabeza, asustados. Desde las ramas, un grupo de pajaritos de cola larga y plumaje pardo
se lanzó en picada sobre ellos. Antes de tocar el suelo, ya se habían transformado en niños
que llevaban pantalones blancos muy anchos, chaquetas de cuero y adornos de pluma en
la cabeza.

—¡Crespines!—, exclamó Yací, como aliviado.

El mayor de ellos se acercó al niño de bucles blancos y lo abrazó largamente.

—¡Yací! ¡Qué bueno verte!

—Tengo malas noticias, Ahwenché—, respondió Yací. El Ada Nawé ha sido abierto. Un
Pora cruzó el campo. Estoy yendo a ver a Pyragué para que devuelvan a este niño.

Fue recién entonces que Ahwenché se fijó en Isidro.

—¿Es un niño?—, preguntó.

—Un niño de campo—, afirmó Yací.

Ahwenché hizo un silencio prolongado mientras contemplaba a Isidro, cuyo rostro lucía
demasiado pálido bajo la luz tenue del amanecer.

—Tenemos que advertir al Dueño del Sol—, dijo, finalmente. —Si un Pora consiguió cruzar,
otros lo harán pronto y el Tahñí y sus habitantes estaremos en peligro.

—El niño dijo que el Pora atacó a un Aguará en el campo.

—¿Un guardián? ¿El niño vio al guardián?

—El zorro persiguió al Pora—, interrumpió Isidro. —Y el Pora casi lo mata y yo traté de
ayudarlo…

Los Crespines secretearon entre ellos sin despegar los ojos de Isidro, que de inmediato
guardó silencio por miedo a haber dicho algo terrible.

Ahwenché giró sobre sus talones y empezó a silbar como pajarito, dirigiéndose a sus
compañeros. Los Crespines no dijeron nada. Como acatando una orden, treparon de un
salto a las ramas de los árboles, ya bajo la forma de pájaros, para luego atravesar la
inmensidad del cielo naranja.

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Capítulo 6: Caaporá

Ahwenché caminaba con cierta dificultad sobre el suelo del monte y a Yací aquello le
parecía divertido.
—¿No estás acostumbrado a caminar, pajarito?—, bromeó.

En ese momento, un sonido del batir de alas los apabulló. Un grupo de Poras atravesó el
cielo de la mañana en dirección al norte. Graznaban como cuervos hambrientos.

—No podemos volar—, murmuró Ahwenché. —Están buscando al niño.

— Me llamo Isidro.

— No digas tu nombre en voz alta—, le advirtió. —Pueden embrujarlo.

Isidro tragó saliva.

— ¿Por qué me están buscando?—, preguntó. —¿Qué hice?

— Te buscan por lo que sos—, replicó el Crespín—, no por lo que hayas hecho. Añag
necesita la sangre de los niños, pero no hay niños en el Tahñí. Por eso rompieron el pacto y
abrieron el Ada Nawé, el camino al campo.

— ¿Quién es Añag?—, preguntó Isidro.

— El Dueño de la Noche. El Expulsado del Monte.

Ahwenché le contó a Isidro que muchos siglos atrás, Añag y Pyragué eran los guardianes
del monte. El Tahñí era entonces un lugar hermoso, sin maldad y sin miedo. Pyragué se
pasaba los días en la costa del río haciendo animalitos de arcilla que después cobraban
vida para habitar el monte. Y cuando se hacía tarde, Añag pasaba a buscarlo trayendo
consigo la noche y lo llevaba hasta el Ada Nawé, el Árbol Negro, donde ambos dormían
para cuidar la puerta que separaba al Tahñí, el monte mágico, del campo.

Un día, jugando con arcilla, Pyragué creó una criatura distinta, perfecta, y cuando le dio el
soplo de vida la criatura se sentó junto a él y le agradeció por haberla creado. Pyragué
estaba feliz porque aquella era su figura de arcilla más hermosa.

Consumido por los celos, Añag intentó también crear un ser de arcilla. Sin embargo, algo
terrible sucedió. Al darle el soplo de vida, la criatura mitad carancho y mitad yaguareté, saltó
sobre las ramas de los árboles y mató a todos los pájaros. Así nacieron los Poras. Al
enterarse de lo sucedido, Pyragué le prohibió a Añag ir al río para siempre.

El dueño del Sol y su figura de arcilla se casaron y como era de esperarse, Añag desaprobó
la unión. Otros seres parecidos a la figura perfecta fueron creados, hombres y mujeres, y
Pyragué les regaló un pedazo de monte mágico para que lo habitaran y fueran felices.

Arrastrado por la ira, Añag subió una noche hasta la rama donde dormía la esposa de
Pyragupe y se alimentó de sangre, descubriendo cuánto lo fortalecía y lo embriagaba el
líquido carmesí que brotaba a borbotones de su garganta.

Cuando el Dueño del Sol supo lo que Añag había hecho, lo expulsó de Tahñí. Dicen que
aquella fue la única vez que Pyragué lloró.

Todas las mujeres y los hombres creados fueron reunidos en la entrada del Ada Nawé y
usando toda su magia, Pyragué abrió la puerta que une el Tahñí con el reino del campo y
los envió allá para protegerlos.
— Desde entonces, Añag ha intentado atravesar el Árbol Negro para ir en busca de los
hombres.

Ahwenché y Yací suspiraron con pesar.

Caminaron largo rato en silencio. Isidro iba distraído, con la mirada clavada en el suelo
verde del monte. No estaba acostumbrado a caminar tanto, pero le daba vergüenza
confesar que estaba cansado.

Ahwenché, aún con mayor dificultad, avanzaba dando saltos entre las ramas y las piedras,
levantando la vista con frecuencia para asegurarse de que no iban a ser atacados.

— ¡No falta mucho! —, exclamó Yací desde la rama de un quebracho altísimo.

En ese momento, los pájaros del monte comenzaron a cantar como aterrorizados. Isidro
pudo ver a los monos, las serpientes y las aves huir en dirección opuesta a la suya.

Un rugido estremecedor los aturdió. De entre los árboles emergió la figura de un


gigante.Tenía el pecho, los brazos y hasta el rostro cubiertos de pelos gruesos y negros y
sus ojos rojos brillaban como brasas.

— ¡Caaporá! —, exclamó Yací desde lo alto.

El gigante iba montado sobre un cerdo de pelaje oscuro que gruñía y enseñaba las fauces
llenas de sangre.

Al divisar al niño y sus acompañantes, Caaporá arremetió contra ellos con un grito de
guerra. Isidro quedó petrificado, contemplando la imagen del monstruo que se aproximaba
al galope sobre el pecarí.

El cielo del monte se oscureció repentinamente. Como un torbellino de nubes negras, los
Poras descendieron sobre ellos, graznando.

Comandados por la voz de Caaporá, los Poras atacaron a Yací y Ahwenché, quienes
intentaron en vano dar pelea. Decenas de monstruos con rostro de niño los rodearon
rápidamente, chillando para aturdirlos.

Uno de ellos consiguió asir a Yací del cabello y lo elevó sobre el suelo del monte para luego
dejarlo caer violentamente. Aún herido, el niño consiguió trepar a la rama de un lapacho,
desde donde vio a Isidro de pie en medio del claro del monte, inmóvil. De un salto se puso
entre él y Caaporá, pero fue en vano. El gigante derribó a Yací de un golpe y arremetió
contra el muchacho, asiéndolo del brazo para subirlo al lomo del pecarí.

Ni Yací ni Ahwenché pudieron hacer algo para evitarlo, Caaporá ya lo había tomado
prisionero y se alejaba al galope, perdiéndose entre los quebrachos en flor.

—¡Soltame!—, le gritó Isidro al hombre. —¡Soltame, dejame ir!

Caaporá reía, triunfante, mientras zamarreaba a Isidro y le daba golpes en las costillas y la
cabeza.

La imagen de los Poras impidiéndoles el paso a Yací y Ahwenché fue lo último que pudo ver
el niño antes de que la densidad del verde le llenara los ojos.
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Capítulo 7: El Aguará

El pecarí se detuvo en seco en medio del monte y miró a su alrededor, ignorando la orden
de Caaporá, que le golpeaba los flancos con sus piernas, que parecían troncos cubiertos de
pelos.

—¡Adelante, bestia asquerosa!

Pero el pecarí no avanzaría. Algo lo había apabullado y comenzó a retroceder lentamente.

Isidro levantó la cabeza suavemente. Estaba mareado y sentía que el estómago se le iba a
salir por la boca. Pudo escuchar claramente que alguien -o algo- deambulaba entre la
floresta, rodeándolos.

— ¡Adelante, animal inmundo!—, ordenó Caaporá golpeando nuevamente al pecarí.

El animal, confundido y asustado, se irguió sobre sus patas traseras y profirió un chillido
ensordecedor. El niño y el gigante cayeron sobre la tierra húmeda con un ruido sordo al
tiempo que el cerdo escapaba a toda velocidad y se perdía entre los árboles.

Isidro oyó el gruñido segundos antes de ver cómo el zorro delgado, envuelto en un halo,
como una neblina plateada, saltaba sobre él, dirigiendo sus fauces abiertas al cuello del
gigante que aún yacía sobre el suelo.

Justo a tiempo, Caaporá le atinó un golpe de puño cerrado en el cráneo y el zorro atravesó
el aire gimiendo de dolor hasta estrellarse contra el tronco lleno de espinas de un palo
borracho.

Caaporá se puso de pie para enfrentar al zorro.

— ¡Cómo se atreve un Aguará a medirse contra el más fuerte de los hablantes del Tahñí!—,
exclamó en tono de burla el gigante, sonándose los nudillos peludos. Tenía una sonrisa
maligna de dientes amarillos y torcidos dibujada en el rostro.

Cuando el animal pudo erguirse, cruzó su mirada con la de Isidro por un momento y el niño
lo escuchó hablar aunque su hocico no se movió.

— Yo te voy a ayudar, humano—, le dijo.

Isidro se puso de pie, pero Caaporá se apresuró a empujarlo contra una enorme roca. El
Aguará gruñó y se abalanzó sobre el gigante, buscándole el cuello con los colmillos.

Caaporá era muy fuerte, pero el zorro lo superaba en agilidad. Consiguió esquivar un nuevo
golpe y le clavó los dientes en la pierna. La sangre que brotó de la herida cayó sobre el
verde del monte dejando una marca negra y humeante. El Aguará sacudió la cabeza para
sacarse la sangre venenosa de las fauces.

El gigante se abalanzó sobre el zorro y, asiéndolo del pellejo, lo arrojó contra un árbol. Sin
darle tiempo a ponerse de pie, atacó nuevamente, esta vez con mucha más saña,
agarrándolo de la cola para azotarlo una y otra vez contra el suelo y las rocas del monte.
Isidro se puso de pie, aterrorizado.

— ¡Soltalo!—, reclamó. Luego juntó una piedra y la arrojó contra Caaporá, atinándole a uno
de sus ojos.

El gigante maldijo mientras soltaba al zorro para cubrirse el rostro con ambas manos.
Luego, giró sobre sus talones y se dirigió a Isidro, que estaba muerto de miedo. En dos
pasos lo alcanzó y tomándolo de la remera lo levantó como si no fuera más que una pluma.

— ¡No te voy a llevar con Añag!—, le gritó. — ¡Te voy a comer vivo!

Abrió la boca y el niño pudo sentir el olor a carne podrida trepándole por la nariz.

Cuando estaba a punto de devorarlo, Caaporá quedó inmovil. Unos segundos más tarde
soltó a Isidro que cayó tres metros sobre su brazo derecho. El gigante se tambaleó
torpemente, se llevó las manos a la nunca y se encontró con las fauces feroces del Aguará
enterradas en su piel. Desesperado, tomó al zorro del lomo y tiró con tanta fuerza que Isidro
pensó que lo desollaría.

Cuando consiguió desprenderse el animal del cuello, Caaporá dio unos pasos errantes y
golpeó su cuerpo contra los árboles. Una maldición se escapó de sus labios. Su cuerpo se
desplomó como un quebracho talado y no volvió a moverse.

El Aguará se puso de pie lentamente. El vapor plateado de su cuerpo se iba extinguiendo,


dando paso a un pelaje rojizo y brillante como el atardecer. Tenía el hocico lleno de sangre
venenosa del gigante. Se acercó a Isidro y lo olfateó a una distancia prudencial, pero el niño
se abalanzó sobre él y lo abrazó sin importarle el veneno.

— Gracias—, le decía. —Gracias, Aguará, me salvaste la vida.

— Y vos salvaste la mía, humano—, dijo el Aguará.

El zorro pasó su cabeza por debajo del cuerpo de Isidro con mucho cuidado, evitando
tocarle la piel con la sangre de Caaporá. Lo levantó sobre su lomo y miró de reojo el cuerpo
inerte del gigante. Luego se alejaron por un senderito bordeándolo por cedrones altos.

Llegaron a la orilla de un riachuelo donde flotaban unas plantas extrañas que Isidro jamás
había visto. Tenían forma de plato y de su centro salía una flor hermosa, como una princesa
diminuta vestida de blanco.

El Aguará depositó a Isidro sobre la planta y la corriente comenzó a arrastrarlo río abajo.

— El Tahñí está en tu alma, hijo de Alicia—, dijo el zorro.

Mientras el plato de agua se alejaba con la corriente, Isidro vio el cuerpo del Aguará
desplomarse en la orilla. La neblina blanca se había extinguido por completo. Ya no volvió a
moverse.

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Capítulo 8: El sueño

El río mecía suavemente a Isidro sobre la planta. la oscuridad se había devorado el


atardecer y las estrellas fueron encendiéndose suavemente sobre el telón oscuro del cielo y
sobre el espejo del agua.

La luz tenue de una luna muy lejana perlaba el rostro febril del niño. Derrotado por la fatiga,
Isidro contemplaba las estrellas. Pronto la orilla del monte se fue desdibujando y el perfil
negro de los árboles se fundió con el cielo y con el río.

Se pasó una mano por el rostro bañado de sudor tibio. A lo lejos, una orquesta de insectos
cantaba escondida entre los yuyos, cada vez más despacio, hasta que el sonido se perdió
en la inmensidad. Las estrellas se encendieron con tanta furia, que Isidro creyó que el cielo
se estaba arrimando al agua.

Le ardía la garganta como si hubiera tragado carbón encendido y le temblaban tanto los
brazos y las piernas, que hasta el plato de agua comenzó a palpitar, como si fuera un
corazón. La flor en el centro comenzó a abrirse.

Una muchacha de piel oscura y ojos rasgados estiró los brazos para salir de la flor. Tenía el
cabello negro y brillante como la noche, y un vestido blanco de algodón.

La niña se recostó junto a Isidro y le tomó la mano temblorosa. Él volteó a verla. Por un
instante, sus ojos se cruzaron. Había estrellas en la mirada de la muchacha.

En la quietud de la noche, ella entonó una canción de cuna para que Isidro pudiera dormir.

—O Olec, o olec, dó ochi yalqalec, dó ocho yalqalec… dormí, dormí, hijito, dormí, porque tu
papá fue a pescar, fue a buscar miel de abeja… Dormí, dormí, hijito dormí, dó ochi yaqalec.

El río lo acunaba dulcemente, el dolor del cuerpo iba desapareciendo. Entonces, las
estrellas se desprendieron del cielo y cayeron sobre ellos en el afán de encontrarse con el
espejo de agua oscura donde flotaban, lloviendo copiosamente sobre el río que ya no era
manso. Miles de estrellas brillantes rebotaron sobre el agua hasta convertirse en
luciérnagas, que se enredaron en su pelo y les hicieron cosquillas en los brazos y en las
piernas.

El río se encendió, como si cientos de pequeños soles hubieran emergido de las


profundidades y flotaran sobre él. Un cardumen de peces dorados se arrimó al plato de
agua, iluminándoles el rostro con tanta intensidad que hasta les quedó un poco de luz en los
ojos.

los peces y las luciérnagas también cantaban, pero su idioma era incomprensible para
Isidro. Los animales lo arrastraron suavemente río abajo, mientras la música del monte lo
acunaba.

El dolor y la fiebre desaparecieron junto con la angustia y el miedo, hasta que se quedó
profundamente dormido.

Despertó mucho tiempo después. El cielo y el río habían desaparecido.

A primera vista, pensó que estaba dentro de un árbol.


La cabaña de barro y ramas estaba apenas iluminada por el fuego que crepitaba en el
centro del recinto. Sobre el piso de tierra había vasijas de arcilla de distintos tamaños y
utensilios hechos con hueso que proyectaban sombras inmensas en las paredes de la
casita. El techo era un domo de barro del que sobresalían raíces, como si el refugio se
encontrara bajo tierra.

Le llegaba el olor penetrante de la algarroba y de los yuyos recién cortados. Había alguien
más allí, pero Isidro no alcanzaba a distinguirlo.

Entonces, un hombrecito se inclinó sobre él y el niño ahogó un grito.

— No te asustes, no te asustes. Ya te bajó la fiebre—, le dijo.

— ¿Dónde estoy?—, preguntó Isidro, nervioso.

—Estás en mi casa, bienvenido. Yo soy Yastay.

Isidro se incorporó y comprobó que el cuerpo ya no le dolía tanto, aunque se sentía


mareado y desconcertado. No sabía qué hora era, ni cómo había llegado hasta ahí.

—Te encontré en la orilla del río—, dijo el hombrecito. —Estabas tan maltratado que pensé
que te ibas a morir, pichoncito.

—Caaporá quiso matarme—, dijo Isidro. —Un Aguará me salvó y me llevó hasta el río.

El hombre levantó la vista y miró a Isidro extrañado.

—¿Un Aguará Guazú te salvó la vida? ¿Cómo sabés?

—Porque lo vi. Caaporá me subió a un cerdo gigante y quiso escaparse conmigo… El


Aguará le salió al cruce, pero Caaporá lo lastimó y el zorro se volvió rojo porque la sangre
del gigante estaba envenenada.

Los ojos de Isidro se llenaron de lágrimas mientras relataba el enfrentamiento.

—El Aguará ya no era blanco y brillante como la luna. Se murió en la orilla del río. No pude
ayudarlo. Y después el río… y la chica que salió de la flor… cantaba. Cantaba una canción
de cuna que me curó. No sé quién es, no pude decirle gracias.

Hablaba rápido y lleno de angustia. Yastay le acercó un cuenco hecho con una calabacita
hueca de la que salía una cañita.

—Tranquilo, cachorrito, tranquilo. Tomá esto, te va a hacer bien.

—¿Qué es?—, preguntó el niño.

—Se llama caá, pichoncito. Es la bebida que toman los valientes como vos. Es un tegalo de
la Luna para los habitantes del monte.

El niño sorbió a través de la cañita delgada y el líquido caliente le llenó el cuerpo. Si alguien
le hubiera preguntado, Isidro hubiese dicho que aquella infusión tenía el sabor del
mismísimo monte, como si todos los árboles de Tahñí estuvieran metidos en la calabacita.

—¿Vos conocés a Yací?—, preguntó Isidro. —¡Necesito encontrarme con él!


—Pero Yací es un espíritu del monte, pichón, no se deja encontrar así de fácil.

—¡No, no! Yací me ayudó cuando llegué acá, señor. Yací y el Crespín Ahwenché van a
llevarme a la casa de Pyragué para que me ayude a volver al campo de mi abuela.

—¿Vos venís de lejos, entonces? ¿Vos también escapaste de los hombres?—, preguntó
Yastay, melancólico.

—Yo no me escapé. Yo vivo con los hombres. Yo soy un niño, que es un hombre chiquito.

—No puede ser—, dijo Yastay, negando con la cabeza y frunciendo el ceño. —Los hombres
son malos. Yo vi tu alma, cachorro, vos sos luminoso. Los hombres asesinan bosques. Ellos
demolieron mi casa en las montañas del sur y contaminaron el río porque buscaban plata,
oro, cobre. Por eso me escapé al Tahñí.

Isidro no sabía qué decir. Él conocía de cerca a los hombres y Yastay tenía razón. Algunos
asesinaban animales para vender sus pieles y colmillos. Otros, incendiaban bosques para
hacer casas y shoppings. Y había algunos, muy malos que también mataban niños.

—Perdónenos, Yastay—, dijo Isidro.

— Vos no tenés que pedir perdón, cachorrito. Pero prometeme una cosa: cuando vuelvas a
tu casa, no seas como los hombres. Prometeme que vas a cuidar el monte. Esta es la única
casa que tenemos.

—Te lo prometo—, dijo el niño, abrazando al hombrecito.

Yastay le acarició el pelo y le dio un beso en la frente.

—Ahora tomá un poquito más de caá y descansa, que mañana vamos a tener que salir al
monte. Tenemos que encontrar a Pyragué.

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Capítulo 9: Yastay, el sabio

El sol se asomaba tímido entre los árboles del monte. La mañana estaba fresca. Isidro
podía escuchar a los pájaros y los monos jugando entre las ramas de lapachos y timbós. A
lo lejos se oía el arroyo que corría a toda prisa buscando el río.

– Tenemos mucho camino por recorrer –, dijo Yastay, apoyándose en un bastón hecho con
una rama de quebracho.

– ¿Pyragué vive muy lejos? –, preguntó Isidro.

– Su casa está en el medio del monte en la copa del árbol más antiguo del Tahñí. Desde
ahí, Pyragué cuida de todos los animales y las plantas.

– ¿Y será que Pyragué puede vernos desde su casa?

– A lo mejor –, dijo el hombrecito y sonrió.


Caminaron largo rato, adentrándose más y más en el monte. El sol del mediodía los
sorprendió sentados sobre un tronco. Yastay le acercó a Isidro unos frutitos rojos, como
tomatitos diminutos.

– Comé el ñangapirí –, le dijo. – Es rico.

Isidro probó uno y pensó que el ñangapirí no se parecía en nada a los caramelos pegajosos
que vendía Rosana, la kiosquera de la escuela. El ñangapirí era fresco y dulce.

– ¡Son muy ricos! –, exclamó con la boca llena. – En Buenos Aires no existen estas cosas,
pero tenemos chocolates, caramelos…

– ¿Caramelos? –, preguntó Yastay, extrañado porque nunca había escuchado esa palabra.

Mientras terminaba de engullir otro puñado, Isidro pensó cómo explicarle.

– Los caramelos son como el ñangapirí, pero no salen de los árboles. Vienen en envoltorios
de plástico de colores.

– ¿Envoltorios? ¿Para qué?

– ¿Cómo para qué? –, preguntó el niño, divertido. – ¡Para cuidar que el alimento no se
contamine!

Yastay parecía entender cada vez menos.

– ¿Y por qué se contaminaría?

– ¿Cómo por qué? Porque el aire, el ambiente, todo está contaminado. Las manos de las
personas están contaminadas. Uno se puede enfermar con cualquier cosa.

Yastay suspiró con tristeza.

– Ahora siento un poco de pena por los hombres… –, dijo. – Viven con miedo hasta de lo
que comen porque no supieron cuidar su pedacito de monte. Pobres hombres.

Isidro se metió el último puñado de ñangapirí en la boca, se levantó y se sacudió la ropa.

Continuaron su camino, internándose cada vez más. Pronto notaron que aquella porción de
monte era más oscura y sus árboles mucho más frondosos. Las copas formaban una
bóveda que los hacía sentir protegidos de los Poras que sobrevolaban el Tahñí graznando.

– Ya falta poco –, dijo Yastay entusiasmado, pero Isidro no le respondió.

Cuando el hombrecito volteó, notó que el niño tenía un dejo de tristeza en sus ojos.

– ¿Qué te pasa, cachorrito?

– Nada, nada –, se apresuró a decir Isidro, pero después de un momento levantó la vista y
confesó: –No sé si quiero volver a mi casa. Allá ya no tengo a nadie.

Yastay se acercó a él y le tiró de la ropa para hacerlo sentarse.

– ¿No hay nadie esperándote en el campo?


– Solo mi abuela, a la que casi no conozco. Mis papás… ellos no están más.

– ¿Qué querés decir con no están más?

Isidro miró a Yastay con impaciencia.

– Se murieron.

– Los seres que amamos no se mueren, pichón. Solo terminan de recorrer su camino, y van
a esperarnos a la salida del monte. Cuando vos atravieses el Tahñí de la vida, vas a poder
encontrarte con ellos. Aunque te duela mucho, es tu destino. Es necesario que durante ese
camino llegues a comprender que la grandeza de tus papás no tiene que ver con el lugar
que ocuparon cuando vivían en tu mundo, sino con el gran vacío que dejaron cuando se
fueron.

La sabiduría de Yastay le dio fuerzas a Isidro, que no pudo más que abrazarlo para
contener sus lágrimas y sonreír agradecido.

– Bueno, bueno, ¡a ponerse fuerte! –, exclamó el hombrecito, dándole una palmada.

Luego se acercó a un lapacho enorme y calculó rápidamente la distancia que había entre el
suelo del monte y la copa.

– Treparé hasta arriba para distinguir la casa de Pyragué –, sentenció.

Isidro contempló la escena en silencio, preguntándose cómo haría Yastay, tan diminuto y un
tanto jorobado, para alcanzar las ramas más altas del lapacho, que estaban a muchos
metros sobre ellos.

Yastay no tuvo que hacer ningún esfuerzo. Golpeó el tronco suavemente con su bastón y,
para sorpresa de Isidro, el lapacho gigante se agitó como si un rayo lo hubiera alcanzado,
haciéndolo cobrar vida. Entonces el árbol se inclinó frente a Yastay como en una reverencia
y una rama gruesa se torció hasta convertirse en un trono de madera, donde el hombrecito
se acomodó para que el lapacho lo elevara hasta la copa.

Isidro, divertido, saludaba con la mano desde el suelo. Yastay desapareció rápidamente
entre el follaje de la bóveda del monte.

Fue entonces, cuando el niño escuchó el sonido metálico, como de cadenas gruesas
arrastrándose entre la maleza.

– ¿Quién está ahí? –, preguntó, nervioso.

El sonido lo envolvía, como si viniera de todas las direcciones, hasta hacerse insoportable.
Isidro se cubrió los oídos con las manos, asustado.

Desde la copa del árbol, Yastay lo oyó gritar. Sin embargo, cuando consiguió alcanzar
nuevamente el suelo del monte, el niño había desaparecido.

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Capítulo 10: Los dueños del Sol y la Noche


Isidro se despertó y supo que yacía sobre el sueño del monte, a la orilla de un lago de
aguas oscuras. Sintió el cuerpo rígido, como si lo hubieran atado con una cuerda muy
gruesa, pero para su espanto comprobó que lo que mantenía prisionero era una serpiente
gigante, de unos diez metros de largo y piel amarilla y marrón. El animal se había enrollado
sujetándolo con firmeza. Sus ojos de pupilas verticales se clavaron en los de Isidro cuando
detectó que el niño se movía. La lengua bífida salía de su boca sin control.

Cada vez que el niño intentaba moverse, la serpiente lo apretaba aún más. El cuerpo del
reptil sobre el suelo producía aquel sonido metálico, como cadenas arrastrándose, que
Isidro había oído momentos antes de ser separado de Yastay.

Entonces, el lago comenzó a agitarse como si hirviera y sus aguas se separaron hasta
formar un camino que unía la orilla con la parte más profunda. La serpiente levantó la
cabeza, ansiosa.

El miedo de Isidro no pudo más que incrementarse cuando vio la sombra emerger de las
profundidades. El espectro parecía ir flotando. Su cuerpo delgado estaba cubierto por un
manto de sombra y hojas secas y su rostro sin ojos estaba arrugado como el tronco de un
árbol.

La serpiente estrujó aún más el cuerpo de Isidro, que profirió un alarido de dolor.

El espectro se acercó al niño y se quedó de pie junto a él, observándolo a pesar de tener el
cuenco de los ojos vacío. Estiró un brazos – tan largo y delgado como una rama seca – y
sin necesidad de inclinarse, consiguió acariciarle el rostro pálido y sudoroso.

La serpiente gigante seguía los movimientos del espectro como si esperara su recompensa.

– Muy bien, Yacumama – , la felicitó el espectro, acariciándole la cabeza también a ella. –


Me trajiste al niño, uno muy especial. Un niño con sangre mágica.

Isidro tenía la garganta y los ojos llenos de miedo. La escena estaba iluminada por la luz de
una luna redonda y plateada, que flotaba sobre el monte como el farol de una plaza.

– Un niño con sangre mágica, para alimentar a la bestia, para oscurecer el Tahñí –, recitaba
el espectro con voz grave, mientras rodeaba a Isidro, gozando la victoria de haberlo
atrapado. – Un niño con sangre mágica y carne de arcilla, para alimentar a la bestia, para
traer la noche eterna al Tahñí.

El ritual se volvió aún más aterrador cuando decenas de Poras comenzaron a descender
sobre ellos, formando un círculo y dejándolos en el centro.

Los Poras graznaban enfurecidos, algunos se paraban sobre sus patas traseras y se
afilaban las garras contra el vientre, lastimándose a sí mismos.

– Calma, calma, hijos mío –, ordenó el hombre de sombras, pero los Poras no dejaban de
chillar.

Entonces, la voz débil de Isidro los silenció.


– ¿Añag?

El espectro se inclinó por primera vez y su rostro arrugado quedó a escasos centímetros de
los ojos del niño. Su boca despedía el aroma de la muerte.

– Hijo de Alicia… –, murmuró. – El hijo de Alicia me reconoció.

– Añag, dejame ir –, le suplicó el niño, llorando. – Dejame ir, por favor.

Añag dejó escapar una carcajada maligna y los Poras chillaron intentando imitarlo.

– Un niño con sangre mágica, para alimentar a la bestia, para oscurecer el Tahñí… Oh, hijo
de Alicia, no puedo dejarte ir. Durante siglos esperé el reencuentro con tu sangre. Muchos
siglos aguardando pacientemente a que los Poras cumplieran su mandato. No puedo dejar
que te vayas.

– ¿Por qué me hacés esto, Añag?

Isidro lloraba desconsolado, pero su llanto no tocaba el corazón oscuro de Añag, que ahora
flotaba entre los Poras, acariciándoles el lomo con sus dedos cadavéricos.

– Pyragué y yo éramos tan felices, ¡tan felices! Cuidábamos el Tahñí y nos cuidábamos el
uno al otro. Él era todo para mí, mi única familia. Hasta que apareció… esa inmunda figurita
de arcilla que se llevó su corazón. ¿Cómo puede una mujer de barro ser más valiosa que el
Dueño de la Noche?

Isidro olvidó por un momento su propio dolor para recordar el que sintió Pyragué al
descubrir que Añag había asesinado a la mujer.

– ¡Vos la mataste! – , le reclamó. – ¡Vos te alimentaste de su sangre!

– ¡Debería haberme alimentado de la sangre de sus hijos también! ¡Hombres con sangre
mágica! ¡Hombres de arcilla con sangre mágica! ¡Hijos de Pyragué!

Fue recién entonces que Isidro comprendió el resto del relato. Pyragué se había enamorado
de la mujer que había creado, habían formado una familia juntos. Entendió los celos de
Añag y hasta sintió compasión por él.

– Pyragué sufrió mucho con lo que hiciste –, le dijo Isidro.

– ¡Pyragué sufrió porque amó! ¡El amor lo hizo débil! –, gritó Añag, y los Poras chillaron
acompañando su ira.

– ¡El amor note hace débil! –, contestó el niño.

– ¡Vos sos débil, porque no sabés lo que es amar!

La furia se apoderó de Añag porque no pudo soportar el atrevimiento de Isidro. Yacumama,


la serpiente, le apretó el cuerpo con todas sus fuerzas y el niño profirió un alarido.

– ¿No entendés, Añag? Vos podés hacer conmigo lo mismo que hiciste con la esposa de
Pyragué, pero eso no va a devolverte el amor de tu hermano.

Yacumama volvió a apretar su cuerpo hasta casi dejarlo inconsciente.


El sonido de aleteo los sorprendió. Cuando levantaron la cabeza, la bandada de Crespines
descendía sobre ellos, algunos ya convertidos en niños. Los pajaritos atacaron a los Poras,
que rompieron la formación circular para defenderse.

Al mismo tiempo, un grupo de Aguarás apareció de entre los árboles, uniéndose a los
Crespines. Ambos dieron feroz batalla a los Poras, aunque estos los triplicaban en número y
rápidamente tomaron el control.

Un Aguará, separándose del grupo, arremetió contra Yacumama y consiguió liberar el


cuerpo lastimado de Isidro. El niño permaneció sobre el suelo, incapaz de moverse,
contemplando la pelea entre el zorro y la serpiente.

Testigo de la escena, Añag elevó los brazos y pronunció una maldición que hizo temblar a la
tierra del monte. Isidro vio emerger a los monstruos del lago oscuro, Poras que cobraban
vida por el mandato del Dueño de la Noche y se unían a la batalla, reduciendo a Crespines
y Aguarás.

Añag se arrojó sobre Isidro, con sus brazos extendidos, para tomarlo del cuello. Sin
embargo, antes de alcanzarlo, la silueta oscura fue golpeada por la rama llena de flores de
un palo borracho que había cobrado vida.

Isidro buscó con la mirada y sonrió cuando vio a Yastay en la copa del árbol, dirigiéndolo
con su bastón mágico. Un Crespín posado en el sombrero del hombrecito descendió en
picada y antes de alcanzar el suelo ya se había transformado en Ahwenhé.

– ¡Niño! – , exclamó, abrazándolo.

Isidro sintió la valentía crecer en su corazón, como aquella noche en el campo, cuando se
encontró por primera vez con el Aguará y el Pora. El tipo de valentía que uno siente cuando
está con sus amigos.

Se puso de pie y tomó una rama que había caído del árbol, empuñándola como si fuera una
espada.

– ¡Tenemos que pelear por el Tahñí!

En procesión siniestra, los monstruos brotaban de las aguas turbias del lago. Al alcanzar la
orilla, sus cuerpos de barro se endurecióan y las plumas negras rompían la cáscara de
tierra seca.

Isidro golpeó a una de las bestias justo antes de que le salieran las plumas y su cuerpo se
desmoronó sobre el suelo, convertido en lodo y arena. Al ver lo que el niño había hecho, los
Crespines lo imitaron, pero los Poras eran tantos que consiguieron evadirse con facilidad.

Ahwenché y Yastay hacían lo posible para mantener a Añag lejos de Isidro, que continuaba
dando combate a los monstruos como el más bravo guerrero.

Entonces, aparecieron las luciérnagas. Miles de luciérnagas, que salían de los árboles y el
pasto y flotaban entre los aguerridos protagonistas de la escena. Como soldados diminutos,
los insectos se posaron sobre los Poras, cubriéndoles la cabeza y las patas, impidiéndoles
moverse. Algunos cayeron, encegueciddos por la incandescencia, otros intentaron volver al
lago sin éxito.
Añag conocía alas luciérnagas, y comprendió que no habían llegado solas.

– Es él… – , murmuró.

Aprovechando el descuido, Yastay atacó montado en el palo borracho, pero las ramas
atravesaron el cuerpo de Añag, que se había convertido en una nube de humo negro.

– Es él… –, repitió el espectro, mirando fijo las luces diminutas que flotaban sobre el monte.
Se había olvidado de los Poras, de los Aguarás y hasta de Isidro.

Las luciérnagas volaron hasta el centro del lago turbio, formando una esfera de luz cada vez
más grande y brillante como el sol del mediodía. El agua oscura se agitó como se agira el
mar cuando hay tormenta y un puente de luz se proyectó desde la esfera hasta la orilla.
Luego, el sol nocturno se abrió como una flor.

Ningún ser se movió, ni siquiera Añag.

De la esfera emergió un hombre hermoso. Su piel, negra como el carbón, se transformó en


un trozo de cielo nocturno cuando las luciérnagas se posaron en él. Sus ojos grandes
brillaban más que la luna. Llevaba puesta una túnica blanca y un sombrero de ala ancha tan
grande, que sobre él crecían algunas plantas.

– Pyragué… – , murmuró Isidro, mientras el Dueño Del Sol caminaba suavemente sobre el
puente de luz, hasta alcanzar la orilla.

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Capítulo 11: El banquete

Añag se acercó a Pyragué, atravesando el campo de batalla de guerreros inmóviles.

— ¡Hermano!—, exclamó.

La voz del espectro estaba llena de miedo. El Dueño del Sol se paró frente a él, lo tomó de
las manos y lo miró a los ojos, sin decir una palabra. En ese momento los Poras se
desmoronaron, convertidos en polvo. Yacumama escapó reptando entre la espesura del
monte.

— Añag, el monte es tu casa, ¿por qué querés destruirlo?—, le preguntó Pyragué, sin
soltarle las manos.

Las luciérnagas se posaron sobre el cuerpo de sombra del espectro, iluminándole el rostro
sin ojos.

—¡Traidor!—, exclamó Añag. —¡Le regalaste el monte a los hombres!

Pyragué negó con la cabeza.

— El monte es tuyo y es mío, y de tus hijos y de los míos. El monte es más viejo que todos
nosotros, Añag, no le pertenece a nadie porque nos pertenece a todos y porque nosotros le
pertenecemos. La sangre de un hombre no te convertirá en rey.

Añag se alejó de Pyragué.


— ¡Este no es un hombre común!

Pyragué desvió la mirada y vio a Isidro de pie junto a Ahwenché y Yastay. El niño tragó
saliva y bajó la vista, nervioso.

— ¡Tiene tu sangre!—, exclamó Añag.

— Y la tuya, hermano—. respondió Pyragué.

Al escuchar esas palabras el espectro enloqueció de ira. Se elevó sobre el suelo del monte
y extendió sus manos en dirección a su hermano. De sus garras salieron miles de avispas
que descendieron como un torbellino sobre el cuerpo delgado de Pyragué y lo atacaron.

Pyragué, sin embargo, era poderoso. Cuando las avispas se posaron en su piel se
convirtieron en luciérnagas.

Entonces, Añag intentó alcanzar a Isidro, pero lo que ocurrió fue maravilloso: la tierra tembló
y se partió, y de las entrañas del monte emergió un quebracho que creció sin control,
enredándose en el cuerpo fantasmagórico del espectro, impidiéndole moverse. Como una
jaula de madera, el quebracho lo aprisionó y se cerró sobre él. Para cuando alcanzó la
altura de los otros árboles del monte, Añag había desaparecido.

Los Aguarás le aullaron a la luna como un canto de victoria.

— Isidro, vení, vení —, le dijo Pyragué, sonriendo.

El niño se acercó tímidamente. El Dueño del Sol lo tomó de la mano y lo llevó, sin decirle
nada, hasta el puente del lago. Lo atravesaron juntos y cuando llegaron al centro, la luz lo
encegueció.

Abrió los ojos y el monte había desaparecido.

Estaban dentro de un recinto con paredes de piedra. El techo en forma de bóveda estaba
iluminado por miles de luciérnagas que flotaban como estrellas.

En el centro de la sala, sobre una piedra plana, el banquete estaba servido: dulces de
algarroba, tazones colmados de ñangapirí, cuencos con guayabas y agua fresca. Allí no
había hamburguesas ni papas fritas de casas de comida rápida, pero a Isidro no le importó.

Pyragué se sentó y lo invitó a acomodarse a su lado.

— Bienvenido a mi casa—, le dijo.

Isidro se colocó junto a él y tomó agua y comió unos dulces. Luego de un silencio
prolongado, propio de quien pasa mucho tiempo meditando una pregunta, dijo:

— ¿Añag se fue para siempre?

— No—, respondió Pyragué. —Añag permanecerá dentro del árbol hasta que puedas
cruzar el Ada Nawé. La oscuridad no puede desaparecer, Isidro.

— ¿Por qué no? ¿No tendríamos un mundo mejor si no existiera la oscuridad?


— El espíritu de un ser se engrandece cuando puede elegir la luz. Si no existiera la
oscuridad, tal vez tendríamos un mundo más pacífico, pero sólo porque no podríamos
escoger otra cosa. Es importante tener la posibilidad de elegir.

— ¿Para qué?

— Para elegir lo correcto.

— ¿Pero cómo sabré si estoy eligiendo lo que es correcto?

Pyragué sonrió.

— Yací me contó que llegaste al Tahñí porque intentaste salvar a un Aguará. ¿Creés que
elegiste hacer lo correcto? ¿A pesar de poner en riesgo tu vida y preocupar a tu familia?

— ¡Claro que sí! ¡Tenía que intervenir!

— ¿Lo ves? Tenías que intervenir. Lo correcto es ponerse en el lugar del que está sufriendo
aunque eso pueda significar el sufrimiento propio. Y es correcto porque elegiste hacerlo. Si
el mal no existiera, Isidro, no podríamos elegir hacer lo correcto, simplemente seguiríamos
el mandato impuesto. Esto no hace más grande a nuestro espíritu.

El niño bajó la vista e hizo silencio, pensando en lo que Pyragué le explicaba.

— Cuando Caaporá quiso secuestrarme… un Aguará me salvó y me llevó hasta la orilla del
río. Y él me dijo que Tahñí estaba en mi alma, y sabía quién era mi mamá. ¿Cómo lo supo?

Pyragué le tomó la mano y lo miró directo a los ojos.

— Hace muchos, muchísimos años, una mujer y yo tuvimos hijos hermosos. Aquello desató
la ira de mi hermano, Añag, y para proteger a mis hijos los llevé al otro lado del árbol
mágico, el Ada Nawé. Durante la primavera, año tras año, los visité en secreto para
asegurarme de que estuvieran a salvo. Así los vi conocer a otros hombres y mujeres y tener
sus propios hijos, que poblaron el campo y el monte. Ellos también son tu sangre, Isidro.
Ellos son los antecesores de tu madre y de tus abuelos, y de los abuelos de tus abuelos.
Vos y yo somos parte de una gran familia.

Los ojos de Isidro se llenaron de lágrimas cuando recordó a su mamá, pero ahora ya no se
sentía solo. Supo que ella estaba allí, en el Tahñí, y que parte de su alma estaba en el río,
en el monte y en las luciérnagas. Abrazó a Pyragué con todas sus fuerzas y sonrió,
secándose las lágrimas con la remera.

— Años atrás fui a visitar el campo y crucé el Ada Nawé—, le contó Pyragué. —Allí estaba
Alicia, como esperándome, apoyada en el marco de la ventana del dormitorio. Conversamos
muchas horas y nos hicimos amigos. Un día la invité al Tahñí, le mostré el monte y los
Aguarás, conoció a las luciérnagas y a los Crespines. Seguí visitándola muchos veranos,
hasta que un día no la encontré más.

— Ella se fue del campo, Pyragué. Se fue a Buenos Aires, se casó con mi papá y nací yo.
Ahora ellos no están más, y por eso me trajeron a casa de mi abuela.
— Alicia siempre va a estar Isidro. Alicia es parte del Tahñí, igual que vos—, y señalándose
el corazón, agregó: —Este es el Tahñí más grande, acá los árboles crecen para siempre.

Isidro sentía que había aprendido más de su mamá ahora y aquello le dio paz a su corazón,
que ya no estaba triste.

Esa noche soñó con una niña de bucles rubios y vestido blanco que atravesaba el monte en
el lomo de un Aguará y despertó sonriendo.

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Capítulo 12: La capa de colores

El Ada Nawé se erguía imponente entre los árboles de monte, pero no se parecía a ninguno
de ellos. La torre de madera era negra y brillante como el terciopelo. Sus ramas sin hojas
trepaban hasta el cielo como garras que querían alcanzar las nubes. El tronco era grueso y
estaba atravesado por surcos profundos, como arroyos secos. Esa mañana, todos los
series del Tahñí se habían reunido allí para despedir a Isidro.

El niño se acercó al árbol y lo acarició. Sintió electricidad en los dedos y las ramas se
agitaron.

Ahogó un grito cuando sintió el peso en sus hombros. Al levantar la cabeza, se encontró
con el rostro sonriente de Yací:

— ¡Te asusté!—, exclamó el pequeño, largando una carcajada.

Isidro lo bajó de sus hombros y lo abrazó.

Luego levantó la vista y vio a Ahwenché y Yastay, que lo saludaban con la mano.

— Buen retorno, cachorrito—, le dijo el hombrecito. —Y no te olvides de lo que me


prometiste.

— Juro que no me olvidaré de nada de lo que ustedes me enseñaron —, respondió Isidro.

Pyragué se acercó por detrás y le colocó sobre los hombros una capa de colores, tejida a
mano.

— Hace muchos años, cuando tu mamá visitó el Tahñí, me dejó esta capa. Me dijo que me
ayudaría a no olvidarme nunca de ella. Ahora yo quiero que vos te la lleves, Isidro, para que
no te olvides nunca de nosotros.

El Dueño del Sol lo rodeó con sus brazos y le dio un beso en la frente.

— Me voy, Pyragué—, le dijo Isidro —pero me levó el Tahñí acá—, y señaló su corazón. —
Acá los árboles no dejan de crecer nunca.

Los Aguará se acercaron y frotaron sus cuerpos delgados contra las manos del niño, en
señal de despedida. A su vez, los Crespines silbaron una melodía triste y levantaron sus
manos para decirle adiós. Ahwenché se separó del grupo y le colocó tres plumas de crespín
en la cabeza en señal de respeto.
— Fuiste muy valiente, Isidro.

El muchacho sonrió y se acercó al niño pájaro para susurrarle al oído:

— No digas mi nombre en voz alta, podrían embrujarlo.

Ahwenché no pudo contener la carcajada y le dio una palmada en la espalda.

— Tenemos que irnos—, dijo Pyragué.

Apoyó sus manos en el tronco del árbol y lo hizo temblar como tembló el naranjo aquella
noche que Isidro llegó al Tahñí. Una línea dorada se dibujó en el tronco y se fue
ensanchando, acompañada por el sonido de la madera quebrándose. El Ada Nawé se abrió,
y de él emanó una luz dorada que iluminó a todos los seres mágicos.

Pyragué lo tomó de la mano.

— ¿Estás listo?—, le preguntó.

El niño asintió y volteó la cabeza por última vez para ver a sus amigos. Entonces distinguió
la figura de la niña entre los árboles, alejada de la escena, contemplándolo. La reconoció al
instante: aquella era la niña que se había recostado junto a él y lo había cuidado la noche
que el Aguará lo dejó en la orilla del río, después de salvarle la vida.

Levantó la mano tímidamente. La saludó y ella le devolvió el saludo.

La luz dorada del Árbol Negro se hizo más brillante y lo envolvió, obligándolo a cerrar los
ojos.

Cuando volvió a abrirlos, el Tahñí había desaparecido.

Isidro despertó sobre la cama de su dormitorio, con el sol de la mañana entrando por la
ventana. Lo invadió la angustia de aquel que es obligado a despertar de un sueño
maravilloso.

Corrió hasta la ventana -abierta de par en par- y se encontró con el naranjo en flor.

— ¡Pyragué! —, gritó. — ¡Pyragué! ¿Estás ahí?

Se quedó mirando el árbol como si fuera a responderle, pero solamente alcanzó a oír el
sonido de los pájaros del campo.

— ¿Vos también hablás con el naranjo?

La voz de la abuela Dalmacia lo sobresaltó. Giró sobre sus talones y la vio parada en el
marco de la puerta, sonriendo. Sin decir una palabra, corrió hasta ella y la abrazó.

— ¿Dónde encontraste eso?

La mujer se abalanzó sobre la cama y levantó la capa multicolor tejida a mano.

— ¡Hace años que no la veía! Era de tu mamá, ¿sabías? Se la hice yo misma.


Isidro no respondió. Dalmacia se sentó en la cama, con la mirada nostálgica fija e la capa.
La acercó a su rostro y la olió.

— Qué raro—, dijo. — Tiene olor a algarroba. ¿Dónde estaba?—, y luego, sonriendo,
agregó: — A tu mamá se le perdió cuando era chica. ¿Sabés lo que me dijo? Me dijo que se
la había regalado al Pomberito. Tenía mucha imaginación. Decime dónde la encontraste.

Isidro le sacó la capa y se la puso sobre los hombros.

— Si me hacés un café con leche y bizcochuelo de naranja, te lo cuento.

FIN.

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