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EL MIRLO BLANCO Evelin Bogado

EL MIRLO BLANCO
En pocos meses, Doña Raquel tuvo como diez muchachas. Hay quien dice que en variar está el gusto; Doña Raquel
no hallaba sabrosa esta variedad. Porque cada muchacha nueva su- pone un nuevo cursillo de adaptación a las
costumbres y usos de la casa; y si una misma lección repetida cansa al alumno, no hay motivo para suponer que en
el maestro produzca mejor efecto.

Diez veces en medio año tuvo Doña Raquel que comenzar las explicaciones: Cómo se limpia la
pava; que los platos se secan con el paño y no con la pollera; que las servilletas son para la mesa
y no para el fogón; que la cafetera de porcelana no se pone al fuego; que al poner la mesa hay
que poner tantos cubiertos como platos, y un vaso para cada comensal.
Doña Raquel no era precisamente un ogro. Hasta podría decirse que era una patrona muy paciente. Transigía con
muchísimas cosas que sacaban de quicio a otras dueñas de casa. Doña Raquel daba buen sueldo; hacía como que no veía
los ataditos que cada domingo sacaba bajo el brazo la chica de turno cuando se iba a ver a la familia; no decía nada, o decía
muy poco, cuando el asado o el pollo llegaban a la mesa con evidentes muestras de haber pagado cocínenles derechos de
pernada; en fin, Doña Ra- quel era más que indulgente. Sólo en una cosa no transigía; en lo que se refiere al tan antiguo
como vulgarizado ejercicio del «filo». Doña Raquel era viuda y antañona, no se hallaba ya en edad de amorosas
delicuescencias y de sus vivencias sexagenarias había sacado, un poco sofísticamente, la conclusión de que afilar es una
costumbre gratuita, fruto de la ociosidad y mal ejemplo, como el jugar a las cartas. Y como la experiencia le había
demostrado que el filo era la perdición de las mujeres en general y de las sirvientas en particular; que chica enamorada no
da pie con bola ni está nunca en su sitio, sino junto al espejo o en la puerta de calle, exigía de sus muchachas que no
afilasen. Era lo único que pedía. Poca cosa, como se ve.
Pero Doña Raquel no tenía suerte. No había conseguido nunca chica que tarde o temprano -generalmente lo
último- no le diese un disgusto. Al entrar en la casa, Doña Raquel les leía el decálogo: el onceno, no
afilarás. Invariablemente las muchachas juraban no tener ni desear tener nada que se pareciese a un filo.
Pero a los cuatro o cinco días de estar en la casa la nueva mucha- cha, Doña Raquel empezaba a notar en
ella manejos sospecho- sos; tardaba en volver del mercado como si la carne hubiese teni- do que buscarse
en Tablada; o enviada a llevar un recadito a una amiga de la patrona, tardaba tanto como Stanley en
encontrar a Livingstone.

Y a poco el apéndice filoso hacía su aparición a la luz del sol. La casa de Doña Raquel mediaba la cuadra. Tres pasos
a la izquierda se alzaba un poste de la ANDE. Nadie ha investigado
Y desde ese punto y hora comenzaban los quebrantos de Doña Raquel. Tardanzas, mentiras, descuidos de la chica, reniegos,
reprimendas de la dueña de casa; hasta que la cuerda se rompía por lo más delgado, que era la lavantisca afición de la chica. Y
Doña Raquel quedaba sin sirvienta.
Tras tanto sufrimiento, Doña Raquel creyó haber acertado, esta vez. Tomó a una mujer fea, flacuchenta, desdentada,
barrigona. No le agradaban las sirvientas viejas, porque para acha- de esperanza ques le bastaba con los suyos pero transigió
con la que ésta por razones que estaban a su parecer bien patentes se hallaría libre de tan odiosa costumbre como la del filo.
-Y no, la señora. No tengo. Lo hombre, catú, son muy j... Doña Raquel renunció a más averiguaciones. Pensó que cuando una
mujer vieja, fea, tuerta, flaca y sin dientes se las apa- ña para tener seis hijos dos a dos, el mundo debe andar cerca de su
consumación. Conservó la serenidad suficiente para terminar sus ravioles, y aquella misma tarde despidió a la prolífica fea, no
fuese que a la salida de ta Maternidad se le viniera a entrar por las puertas con un par de crios berreantes, en solicitud de
recepción.
Durante un tiempo, presa de santo pánico, no buscó chica; pero estaba achacosa, el trabajo doméstico se le hacía pesado, y
hubo que ceder. Una mañana, en el almacén, encontróse con la vecina cuya casa comunicaba por los fondos con la suya; era
una señora muy amable, esposa de un jefe en activo. Ofreció a Doña Raquel una muchacha.

-Es una buena chica, que acaba de llegar de la campaña. Dice que es prima de un asistente de mi
marido. Quiere demasiado conchabarse conmigo, pero yo tengo ya muchacha, y con un chico y el
asistente me arreglo bien, no necesito más.
Así pasaron unos meses. Anastasia, confiada en su delicio- sa impunidad, caloteaba a más y mejor. Metía la mano en la com-
pra, en las provisiones de la cocina, en la heladera. Desaparecía el jamón, se evaporaba el queso, se volatilizaba el lomito. Doña
Raquel se mordía la lengua y no decía nada, porque Anastasia en lo demás podía haber sido una monja oblata según era de
recogida y poco callejera. Sin embargo la impunidad cegó un poco a Anastasia. Metió la mano en el ropero de Doña Raquel: se
llevó un par de bombachas, un viso de seda, un vestido, y final- mente puso los empecatados dedos en unos aros de oro. Doña
Raquel ya no aguantó. Hubo una escena tormentosa, vino la po- licía, registraron la valija de Anastasia: nada apareció, aunque
Anastasia no había salido a la calle. La recogida y honesta Anas- tasia fue a Investigaciones. Menos mal que la cosa fue discreta
y los vecinos no se enteraron. Doña Raquel que se sentía muy mal hizo de tripas corazón y apostada en la puerta de la calle
esperó pasar a un Cirineo femenino que la sacase del trance. Tuvo suer- te. Pasó una mujer de unos cincuenta años, renga y
grandota, pero campechana, que según dijo tenía dos hijos en el Chaco. Doña Raquel dejó todo en sus manos y se metió en la
cama.

La nueva sirvienta trafagueó al parecer con buena voluntad todo el día, y tempranito se
acostó también.
Pero allá a las diez de la noche, desaforados chillidos des- pertaron a Doña Raquel, que olvidada de todos sus malestares saltó
de la cama y prendió las luces. Era la sirvienta la que grita- ba. La mujerona, arrodillada en su catre, en camisa, juntas las
manos vociferaba histéricamente:
-Un póra, Dio la Virgen, un póra...
A duras penas pudo Doña Raquel convencerla de que baja- se de la cama y tomase un vaso de agua. Cuando estuvo un poco
más repuesta, Doña Raquel inquirió:
-¿Cómo era el póra?...
-Y, como un conscripto, la señora.
-¿Un conscripto? -repitió aturdida Doña Raquel.
-Sí, la señora. Le vi muy bien... Entró en la pieza y llamó muy bajito... Anastasia... Anastasia ¿requema pichojhina?... Y
cuando yo grité, corrió, saltó la muralla del fondo... Tenía traje de conscripto... Ay, la señora...
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