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Blancanieves:

Un día de invierno la Reina miraba cómo caían los copos de nieve


mientras cosía. Le cautivaron de tal forma que se despistó y se
pinchó en un dedo dejando caer tres gotas de la sangre más roja
sobre la nieve. En ese momento pensó:

- Cómo desearía tener una hija así, blanca como la nieve,


sonrosada como la sangre y de cabellos negros como el ébano.

Al cabo de un tiempo su deseo se cumplió y dio a luz a una niña


bellísima, blanca como la nieve, sonrosada como la sangre y con
los cabellos como el ébano. De nombre le pusieron Blancanieves,
aunque su nacimiento supuso la muerte de su madre.

Pasados los años el rey viudo decidió casarse con otra mujer. Una mujer tan bella como envidiosa y orgullosa.
Tenía ésta un espejo mágico al que cada día preguntaba:

- Espejito espejito, contestadme a una cosa ¿no soy yo la más hermosa?

Y el espejo siempre contestaba:

- Sí, mi Reina. Vos sois la más hermosa.

Pero el día en que Blancanieves cumplió siete años el espejo cambió su respuesta:

- No, mi Reina. La más hermosa es ahora Blancanieves.

Al oír esto la Reina montó en cólera. La envidia la comía por dentro y tal era el odio que sentía por ella que
acabó por ordenar a un cazador que la llevara al bosque, la matara y volviese con su corazón para saber que
había cumplido con sus órdenes.

Pero una vez en el bosque el cazador miró a la joven y dulce Blancanieves y no fue capaz de hacerlo. En su
lugar, mató a un pequeño jabalí que pasaba por allí para poder entregar su corazón a la Reina.

Blancanieves se quedó entonces sola en el bosque, asustada y sin saber dónde ir. Comenzó a correr hasta que
cayó la noche. Entonces vio luz en una casita y entró en ella.

Era una casita particular. Todo era muy pequeño allí. En la mesa había colocados siete platitos, siete tenedores,
siete cucharas, siete cuchillos y siete vasitos. Blancanieves estaba tan hambrienta que probó un bocado de cada
plato y se sentó como pudo en una de las sillitas.

Estaba tan agotada que le entró sueño, entonces encontró una habitación con siete camitas y se acurrucó en una
de ellas.

Bien entrada la noche regresaron los enanitos de la mina, donde trabajaban excavando piedras preciosas. Al
llegar se dieron cuenta rápidamente de que alguien había estado allí.

- ¡Alguien ha comido de mi plato!, dijo el primero


- ¡Alguien ha usado mi tenedor!, dijo el segundo
- ¡Alguien ha bebido de mi vaso!, dijo el tercero
- ¡Alguien ha cortado con mi cuchillo!, dijo el cuarto
- ¡Alguien se ha limpiado con mi servilleta!, dijo el quinto
- ¡Alguien ha comido de mi pan!, dijo el sexto
- ¡Alguien se ha sentado en mi silla!, dijo el séptimo

Cuando entraron en la habitación desvelaron el misterio sobre lo ocurrido y se quedaron con la boca abierta al
ver a una muchacha tan bella. Tanto les gustó que decidieron dejar que durmiera.

Al día siguiente Blancanieves les contó a los enanitos la historia de cómo había llegado hasta allí. Los enanitos
sintieron mucha lástima por ella y le ofrecieron quedarse en su casa. Pero eso sí, le advirtieron de que tuviera
mucho cuidado y no abriese la puerta a nadie cuando ellos no estuvieran.

La madrastra mientras tanto, convencida de que Blancanieves estaba muerta, se puso ante su espejo y volvió a
preguntarle:

- Espejito espejito, contestadme a una cosa ¿no soy yo la más hermosa?


- Mi Reina, vos sois una estrella pero siento deciros que Blancanieves, sigue siendo la más bella.

La reina se puso furiosa y utilizó sus poderes para saber dónde se escondía la muchacha. Cuando supo que se
encontraba en casa de los enanitos, preparó una manzana envenenada, se vistió de campesina y se encaminó
hacia montaña.

Cuando llegó llamó a la puerta. Blancanieves se asomó por la ventana y contestó:

- No puedo abrir a nadie, me lo han prohibido los enanitos.


- No temas hija mía, sólo vengo a traerte manzanas. Tengo muchas y no sé qué hacer con ellas. Te dejaré aquí
una, por si te apetece más tarde.

Blancanieves se fió de ella, mordió la manzana y… cayó al suelo de repente.

La malvada Reina que la vio, se marchó riéndose por haberse salido con la suya. Sólo deseaba llegar a palacio y
preguntar a su espejo mágico quién era la más bella ahora.

- Espejito espejito, contestadme a una cosa ¿no soy yo la más hermosa?


- Sí, mi Reina. De nuevo vos sois la más hermosa.

Cuando los enanitos llegaron a casa y se la encontraron muerta en el suelo a Blancanieves trataron de ver si aún
podían hacer algo, pero todos sus esfuerzos fueron en vano. Blancanieves estaba muerta.

De modo que puesto que no podían hacer otra cosa, mandaron fabricar una caja de cristal, la colocaron en ella y
la llevaron hasta la cumpre de la montaña donde estuvieron velándola por mucho tiempo. Junto a ellos se
unieron muchos animales del bosque que lloraban la pérdida de la muchacha. Pero un día apareció por allí un
príncipe que al verla, se enamoró de inmediato de ella, y le preguntó a los enanitos si podía llevársela con él.

A los enanitos no les convencía la idea, pero el príncipe prometió cuidarla y venerarla, así que accedieron.

Cuando los hombres del príncipe transportaban a Blancanieves tropezaron con una piedra y del golpe, salió
disparado el bocado de manzana envenenada de la garganta de Blancanieves. En ese momento, Blancanieves
abrió los ojos de nuevo.

- ¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?, preguntó desorientada Blancanieves


- Tranquila, estáis sana y salva por fin y me habéis hecho con eso el hombre más afortunado del mundo.
Blancanieves y el Príncipe se convirtieron en marido y mujer y vivieron felices en su castillo.

Caperucita roja
Había una vez una dulce niña que quería mucho a su madre y a su
abuela. Les ayudaba en todo lo que podía y como era tan buena el día de
su cumpleaños su abuela le regaló una caperuza roja. Como le gustaba
tanto e iba con ella a todas partes, pronto todos empezaron a llamarla
Caperucita roja.

Un día la abuela de Caperucita, que vivía en el bosque, enfermó y la


madre de Caperucita le pidió que le llevara una cesta con una torta y un
tarro de mantequilla. Caperucita aceptó encantada.

- Ten mucho cuidado Caperucita, y no te entretengas en el bosque.


- ¡Sí mamá!

La niña caminaba tranquilamente por el bosque cuando el lobo la vio y se acercó a ella.

- ¿Dónde vas Caperucita?


- A casa de mi abuelita a llevarle esta cesta con una torta y mantequilla.
- Yo también quería ir a verla…. así que, ¿por qué no hacemos una carrera? Tú ve por ese camino de aquí que
yo iré por este otro.
- ¡Vale!

El lobo mandó a Caperucita por el camino más largo y llegó antes que ella a casa de la abuelita. De modo que se
hizo pasar por la pequeña y llamó a la puerta. Aunque lo que no sabía es que un cazador lo había visto llegar.

- ¿Quién es?, contestó la abuelita


- Soy yo, Caperucita - dijo el lobo
- Que bien hija mía. Pasa, pasa

El lobo entró, se abalanzó sobre la abuelita y se la comió de un bocado. Se puso su camisón y se metió en la
cama a esperar a que llegara Caperucita.

La pequeña se entretuvo en el bosque cogiendo avellanas y flores y por eso tardó en llegar un poco más. Al
llegar llamó a la puerta.

- ¿Quién es?, contestó el lobo tratando de afinar su voz


- Soy yo, Caperucita. Te traigo una torta y un tarrito de mantequilla.
- Qué bien hija mía. Pasa, pasa

Cuando Caperucita entró encontró diferente a la abuelita, aunque no supo bien porqué.

- ¡Abuelita, qué ojos más grandes tienes!


- Sí, son para verte mejor hija mía
- ¡Abuelita, qué orejas tan grandes tienes!
- Claro, son para oírte mejor…
- Pero abuelita, ¡qué dientes más grandes tienes!
- ¡¡Son para comerte mejor!!
En cuanto dijo esto el lobo se lanzó sobre Caperucita y se la comió también. Su estómago estaba tan lleno que el
lobo se quedó dormido.

En ese momento el cazador que lo había visto entrar en la casa de la abuelita comenzó a preocuparse. Había
pasado mucho rato y tratándose de un lobo…¡Dios sabía que podía haber pasado! De modo que entró dentro de
la casa. Cuando llegó allí y vio al lobo con la panza hinchada se imaginó lo ocurrido, así que cogió su cuchillo y
abrió la tripa del animal para sacar a Caperucita y su abuelita.

- Hay que darle un buen castigo a este lobo, pensó el cazador.

De modo que le llenó la tripa de piedras y se la volvió a coser. Cuando el lobo despertó de su siesta tenía mucha
sed y al acercarse al río, ¡zas! se cayó dentro y se ahogó.

Caperucita volvió a ver a su madre y su abuelita y desde entonces prometió hacer siempre caso a lo que le dijera
su madre.

Cenicienta:
Érase una vez un hombre bueno que tuvo la desgracia de quedar viudo al poco tiempo
de haberse casado. Años después conoció a una mujer muy mala y arrogante, pero que
pese a eso, logró enamorarle.

Ambos se casaron y se fueron a vivir con sus hijas. La mujer tenía dos hijas tan
arrogantes como ella, mientras que el hombre tenía una única hija dulce, buena y
hermosa como ninguna otra. Desde el principio las dos hermanas y la madrastra
hicieron la vida imposible a la muchacha. Le obligaban a llevar viejas y sucias ropas y
a hacer todas las tareas de la casa. La pobre se pasaba el día barriendo el suelo,
fregando los cacharros y haciendo las camas, y por si esto no fuese poco, hasta cuando descansaba sobre las
cenizas de la chimenea se burlaban de ella.

- ¡Cenicienta! ¡Cenicienta! ¡Mírala, otra vez va llena de cenizas!

Pero a pesar de todo ella nunca se quejaba.

Un día oyó a sus hermanas decir que iban a acudir al baile que daba el hijo del Rey. A Cenicienta le apeteció
mucho ir, pero sabía que no estaba hecho para una muchacha como ella.

Planchó los vestidos de sus hermanas, las ayudó a vestirse y peinarse y las despidió con tristeza. Cuando estuvo
sola rompió a llorar de pena por no poder ir al baile. Entonces, apareció su hada madrina:

- ¿Qué ocurre Cenicienta? ¿Por qué lloras de esa manera?

- Porque me gustaría ir al baile como mis hermanas, pero no tengo forma.

- Mmmm… creo que puedo solucionarlo, dijo esbozando una amplia sonrisa.

Cenicienta recorrió la casa en busca de lo que le pidió su madrina: una calabaza, seis ratones, una rata y seis
lagartos. Con un golpe de su varita los convirtió en un magnífico carruaje dorado tirado por seis corceles
blancos, un gentil cochero y seis serviciales lacayos.

- ¡Ah sí, se me olvidaba! - dijo el hada madrina.

Y en un último golpe de varita convirtió sus harapos en un magnífico vestido de tisú de oro y plata y cubrió sus
pies con unos delicados zapatitos de cristal.

- Sólo una cosa más Cenicienta. Recuerda que el hechizo se romperá a las doce de la noche, por lo que debes
volver antes.

Cuando Cenicienta llegó al palacio se hizo un enorme silencio. Todos admiraban su belleza mientras se
preguntaban quién era esa hermosa princesa. El príncipe no tardó en sacarla a bailar y desde el instante mismo
en que pudo contemplar su belleza de cerca, no pudo dejarla de admirar.

A Cenicienta le ocurría lo mismo y estaba tan a gusto que no se dio cuenta de que estaban dando las doce. Se
levantó y salió corriendo de palacio. El príncipe, preocupado, salió corriendo también aunque no pudo
alcanzarla. Tan sólo a uno de sus zapatos de cristal, que la joven perdió mientras corría.

Días después llegó a casa de Cenicienta un hombre desde palacio con el zapato de cristal. El príncipe le había
dado orden de que se lo probaran todas las mujeres del reino hasta que encontrara a su propietaria. Así que se lo
probaron las hermanastras, y aunque hicieron toda clase de esfuerzos, no lograron meter su pie en él. Cuando
llegó el turno de Cenicienta se echaron a reír, y hasta dijeron que no hacía falta que se lo probara porque de
ninguna forma podía ser ella la princesa que buscaban. Pero Cenicienta se lo probó y el zapatito le quedó
perfecto.

De modo que Cenicienta y el príncipe se casaron y fueron muy felices y la joven volvió a demostrar su bondad
perdonando a sus hermanastras y casándolas con dos señores de la corte.

Hansel y Gretel:
Había una vez un leñador y su esposa que vivían en el bosque en una humilde
cabaña con sus dos hijos, Hänsel y Gretel. Trabajaban mucho para darles de
comer pero nunca ganaban lo suficiente. Un día viendo que ya no eran capaces
de alimentarlos y que los niños pasaban mucha hambre, el matrimonio se sentó
a la mesa y amargamente tuvo que tomar una decisión.

- No podemos hacer otra cosa. Los dejaremos en el bosque con la esperanza de


que alguien de buen corazón y mejor situación que nosotros pueda hacerse
cargo de ellos, dijo la madre.

Los niños, que no podían dormir de hambre que tenían, oyeron toda la conversación y comenzaron a llorar en
cuanto supieron el final que les esperaba. Hänsel, el niño, dijo a su hermana:
- No te preocupes. Encontraré la forma de regresar a casa. Confía en mí.

Así que al día siguiente fueron los cuatro al bosque, los niños se quedaron junto a una hoguera y no tardaron en
quedarse dormidos. Cuando despertaron no había rastro de sus padres y la pequeña Gretel empezó a llorar.

- No llores Hänsel. He ido dejando trocitos de pan a lo largo de todo el camino. Sólo tenemos que esperar a que
la Luna salga y podremos ver el camino que nos llevará a casa.

Pero la Luna salió y no había rastro de los trozos de pan: se los habían comido las palomas.

Así que los niños anduvieron perdidos por el bosque hasta que estuvieron exhaustos y no pudieron dar un paso
más del hambre que tenían. Justo entonces, se encontraron con una casa de ensueño hecha de pan y cubierta de
bizcocho y cuyas ventanas eran de azúcar. Tenían tanta hambre, que enseguida se lanzaron a comer sobre ella.
De repente se abrió la puerta de la casa y salió de ella una vieja que parecía amable.

- Hola niños, ¿qué hacéis aquí? ¿Acaso tenéis hambre?


Los pobres niños asintieron con la cabeza.

- Anda, entrad dentro y os prepararé algo muy rico.

La vieja les dio de comer y les ofreció una cama en la que dormir. Pero pese a su bondad, había algo raro en
ella.

Por la mañana temprano, cogió a Hänsel y lo encerró en el establo mientras el pobre no dejaba de gritar.

- ¡Aquí te quedarás hasta que engordes!, le dijo

Con muy malos modos despertó a su hermana y le dijo que fuese a por agua para preparar algo de comer, pues
su hermano debía engordar cuanto antes para poder comérselo. La pequeña Gretel se dio cuenta entonces de que
no era una vieja, sino una malvada bruja.

Pasaban los días y la bruja se impacientaba porque no veía engordar a Hänsel, ya que este cuando le decía que
le mostrara un dedo para ver si había engordado, siempre la engañaba con un huesecillo aprovechándose de su
ceguera.

De modo un día la bruja se cansó y decidió no esperar más.

- ¡Gretel, prepara el horno que vas a amasar pan! ordenó a la niña.

La niña se imaginó algo terrible, y supo que en cuanto se despistara la bruja la arrojaría dentro del horno.

- No sé cómo se hace - dijo la niña


- ¡Niña tonta! ¡Quita del medio!

Pero cuando la bruja metió la cabeza dentro del horno, la pequeña le dio un buen empujón y cerró la puerta.
Acto seguido corrió hasta el establo para liberar a su hermano.

Los dos pequeños se abrazaron y lloraron de alegría al ver que habían salido vivos de aquella horrible situación.
Estaban a punto de marcharse cuando se les ocurrió echar un vistazo por la casa de la bruja y, ¡qué sorpresa!
Encontraron cajas llenas de perlas y piedras preciosas, así que se llenaron los bolsillos y se dispusieron a volver
a casa.

Pero cuando llegaron al río y vieron que no había ni una tabla ni una barquita para cruzarlos creyeron que no lo
lograrían. Menos mal que por allí pasó un gentil pato y les ayudó amablemente a cruzar el río.

Al otro lado de la orilla, continuaron corriendo hasta que vieron a lo lejos la casa de sus padres, quienes se
alegraron muchísimo cuando los vieron aparecer, y más aún, cuando vieron lo que traían escondido en sus
bolsillos. En ese instante supieron que vivirían el resto de sus días felices
los cuatro y sin pasar penuria alguna.

El gato con botas:


Había una vez un molinero pobre que cuando murió sólo pudo dejar a sus hijos por herencia el molino, un asno
y un gato. En el reparto el molino fue para el mayor, el asno para el segundo y el gato para el más pequeño. Éste
último se lamentó de su suerte en cuanto supo cuál era su parte.

- ¿Y ahora qué haré? Mis hermanos trabajarán juntos y harán fortuna, pero yo sólo tengo un pobre gato.

El gato, que no andaba muy lejos, le contestó:

- No os preocupéis mi señor, estoy seguro de que os seré más valioso de lo que pensáis.

- ¿Ah sí? ¿Cómo?, dijo el amo incrédulo

- Dadme un par de botas y un saco y os lo demostraré.

El amo no acababa de creer del todo en sus palabras, pero como sabía que era un gato astuto le dio lo que pedía.

El gato fue al monte, llenó el saco de salvado y de trampas y se hizo el muerto junto a él. Inmediatamente cayó
un conejo en el saco y el gato puso rumbo hacia el palacio del Rey.

- Buenos días majestad, os traigo en nombre de mi amo el marqués de Carabás - pues éste fue el nombre que
primero se le ocurrió - este conejo.

- Muchas gracias gato, dadle las gracias también al señor Marqués de mi parte.

Al día siguiente el gato cazó dos perdices y de nuevo fue a ofrecérselas al Rey, quien le dio una propina en
agradecimiento.

Los días fueron pasando y el gato continuó durante meses llevando lo que cazaba al Rey de parte del Marqués
de Carabás.

Un día se enteró de que el monarca iba a salir al río junto con su hija la princesa y le dijo a su amo:

- Haced lo que os digo amo. Acudid al río y bañaos en el lugar que os diga. Yo me encargaré del resto.

El amo le hizo caso y cuando pasó junto al río la carroza del Rey, el gato comenzó a gritar diciendo que el
marqués se ahogaba. Al verlo, el Rey ordenó a sus guardias que lo salvaran y el gato aprovechó para contarle al
Rey que unos forajidos habían robado la ropa del marqués mientras se bañaba. El Rey, en agradecimiento por
los regalos que había recibido de su parte mandó rápidamente que le llevaran su traje más hermoso. Con él
puesto, el marqués resultaba especialmente hermoso y la princesa no tardó en darse cuenta de ello. De modo
que el Rey lo invitó a subir a su carroza para dar un paseo.

El gato se colocó por delante de ellos y en cuanto vio a un par de campesinos segando corrió hacia ellos.

- Buenas gentes que segáis, si no decís al Rey que el prado que estáis segando pertenece al señor Marqués de
Carabás, os harán picadillo como carne de pastel.

Los campesinos hicieron caso y cuando el Rey pasó junto a ellos y les preguntó de quién era aquél prado,
contestaron que del Marqués de Carabás.

Siguieron camino adelante y se cruzaron con otro par de campesinos a los que se acercó el gato.

- Buenas gentes que segáis, si no decís al Rey que todos estos trigales pertenecen al señor Marqués de Carabás,
os harán picadillo como carne de pastel.

Y en cuanto el Rey preguntó a los segadores, respondieron sin dudar que aquellos campos también eran del
marqués.

Continuaron su paseo y se encontraron con un majestuoso castillo. El gato sabía que su dueño era un ogro así
que fue a hablar con el.

- He oído que tenéis el don de convertiros en cualquier animal que deseéis. ¿Es eso cierto?

- Pues claro. Veréis cómo me convierto en león

Y el ogro lo hizo. El pobre gato se asustó mucho, pero siguió adelante con su hábil plan.

- Ya veo que están en lo cierto. Pero seguro que no sóis capaces de convertiros en un animal muy pequeño
como un ratón.

- ¿Ah no? ¡Mirad esto!

El ogro cumplió su palabra y se convirtió en un ratón, pero entonces el gato fue más rápido, lo cazó de un
zarpazo y se lo comió.

Así, cuando el Rey y el Marqués llegaron hasta el castillo no había ni rastro del ogro y el gato pudo decir que se
encontraban en el estupendo castillo del Marqués de Carabás.

El Rey quedó fascinado ante tanto esplendor y acabó pensando que se trataba del candidato perfecto para
casarse con su hija.

El Marqués y la princesa se casaron felizmente y el gato sólo volvió a cazar ratones para entretenerse.

El patito feo:
Todos esperaban en la granja el gran acontecimiento. El nacimiento de los
polluelos de mamá pata. Llevaba días empollándolos y podían llegar en
cualquier momento.
El día más caluroso del verano mamá pata escuchó de repente…¡cuac,
cuac! y vio al levantarse cómo uno por uno empezaban a romper el
cascarón. Bueno, todos menos uno.

- ¡Eso es un huevo de pavo!, le dijo una pata vieja a mamá pata.


- No importa, le daré un poco más de calor para que salga.

Pero cuando por fin salió resultó que ser un pato totalmente diferente al
resto. Era grande y feo, y no parecía un pavo. El resto de animales del corral no tardaron en fijarse en su aspecto
y comenzaron a reírse de él.

- ¡Feo, feo, eres muy feo!, le cantaban

Su madre lo defendía pero pasado el tiempo ya no supo qué decir. Los patos le daban picotazos, los pavos le
perseguían y las gallinas se burlaban de él. Al final su propia madre acabó convencida de que era un pato feo y
tonto.
- ¡Vete, no quiero que estés aquí!

El pobre patito se sintió muy triste al oír esas palabras y escapó corriendo de allí ante el rechazo de todos.
Acabó en una ciénaga donde conoció a dos gansos silvestres que a pesar de su fealdad, quisieron ser sus
amigos, pero un día aparecieron allí unos cazadores y acabaron repentinamente con ellos. De hecho, a punto
estuvo el patito de correr la misma suerte de no ser porque los perros lo vieron y decidieron no morderle.

- ¡Soy tan feo que ni siquiera los perros me muerden!- pensó el pobre patito.

Continuó su viaje y acabó en la casa de una mujer anciana que vivía con un gato y una gallina. Pero como no
fue capaz de poner huevos también tuvo que abandonar aquel lugar. El pobre sentía que no valía para nada.

Un atardecer de otoño estaba mirando al cielo cuando contempló una bandada de pájaros grandes que le dejó
con la boca abierta. Él no lo sabía, pero no eran pájaros, sino cisnes.
- ¡Qué grandes son! ¡Y qué blancos! Sus plumas parecen nieve .

Deseó con todas sus fuerzas ser uno de ellos, pero abrió los ojos y se dio cuenta de que seguía siendo un
animalucho feo.

Tras el otoño, llegó el frío invierno y el patito pasó muchas calamidades. Un día de mucho frío se metió en el
estanque y se quedó helado. Gracias a que pasó por allí un campesino, rompió el frío hielo y se lo llevó a su
casa el patito siguió vivo. Estando allí vio que se le acercaban unos niños y creyó que iban a hacerle daño por
ser un pato tan feo, así que se asustó y causó un revuelo terrible hasta que logró escaparse de allí.

El resto del invierno fue duro para el pobre patito. Sólo, muerto de frío y a menudo muerto de hambre también.
Pero a pesar de todo logró sobrevivir y por fin llegó la primavera.

Una tarde en la que el sol empezaba a calentar decidió acudir al parque para contemplar las flores, que
comenzaban a llenarlo todo. Allí vio en el estanque dos de aquellos pájaros grandes y blancos y majestuosos
que había visto una vez hace tiempo. Volvió a quedarse hechizado mirándolos, pero esta vez tuvo el valor de
acercarse a ellos.

Voló hasta donde estaban y entonces, algo llamó su atención en su reflejo. ¿Dónde estaba la imagen del pato
grande y feo que era? ¡En su lugar había un cisne! Entonces eso quería decir que… ¡se había convertido en
cisne! O mejor dicho, siempre lo había sido.

Desde aquel día el patito tuvo toda la felicidad que hasta entonces la vida le había negado y aunque escuchó
muchos elogios alabando su belleza, él nunca acabó de acostumbrarse.

Bella durmiente:

Érase una vez un rey y una reina que aunque vivían felices en su castillo ansiaban
día tras día tener un hijo. Un día, estaba la Reina bañándose en el río cuando una
rana que oyó sus plegarias le dijo.

- Mi Reina, muy pronto veréis cumplido vuestro deseo. En menos de un año daréis
a luz a una niña.

Al cabo de un año se cumplió el pronóstico y la Reina dió a luz a una bella


princesita. Ella y su marido, el Rey, estaban tan contentos que quisieron celebrar
una gran fiesta en honor a su primogénita. A ella acudió todo el Reino, incluidas las
hadas, a quien el Rey quiso invitar expresamente para que otorgaran nobles virtudes a su hija. Pero sucedió que
las hadas del reino eran trece, y el Rey tenía sólo doce platos de oro, por lo que tuvo que dejar de invitar a una
de ellas. Pero el soberano no le dio importancia a este hecho.

Al terminar el banquete cada hada regaló un don a la princesita. La primera le otorgó virtud; la segunda,
belleza; la tercera, riqueza.. Pero cuando ya sólo quedaba la última hada por otorgar su virtud, apareció muy
enfadada el hada que no había sido invitada y dijo:

- Cuando la princesa cumpla quince años se pinchará con el huso de una rueca y morirá.

Todos los invitados se quedaron con la boca abierta, asustados, sin saber qué decir o qué hacer. Todavía
quedaba un hada, pero no tenía poder suficiente para anular el encantamiento, así que hizo lo que pudo para
aplacar la condena:

- No morirá, sino que se quedará dormida durante cien años.

Tras el incidente, el Rey mandó quemar todos los husos del reino creyendo que así evitaría que se cumpliera el
encantamiento.

La princesa creció y en ella florecieron todos sus dones. Era hermosa, humilde, inteligente… una princesa de la
que todo el que la veía quedaba prendado.

Llegó el día marcado: el décimo quinto cumpleaños de la princesa, y coincidió que el Rey y la Reina estaban
fuera de Palacio, por lo que la princesa aprovechó para dar una vuelta por el castillo. Llegó a la torre y se
encontró con una vieja que hilaba lino.

- ¿Qué es eso que da vueltas? - dijo la muchacha señalando al huso.

Pero acercó su dedo un poco más y apenas lo rozó el encantamiento surtió efecto y la princesa cayó
profundamente dormida.

El sueño se fue extendiendo por la corte y todo el mundo que vivía dentro de las paredes de palacio comenzó a
quedarse dormido inexplicablemente. El Rey y la Reina, las sirvientas, el cocinero, los caballos, los perros…
hasta el fuego de la cocina se quedó dormido. Pero mientras en el interior el sueño se apoderaba de todo, en el
exterior un seto de rosales silvestres comenzó a crecer y acabó por rodear el castillo hasta llegar a cubrirlo por
completo. Por eso la princesa empezó a ser conocida como Rosa Silvestre.

Con el paso de los años fueron muchos los intrépidos caballeros que creyeron que podrían cruzar el rosal y
acceder al castillo, pero se equivocaban porque era imposible atravesarlo.

Un día llegó el hijo de un rey, y se dispuso a intentarlo una vez más. Pero como el encantamiento estaba a punto
de romperse porque ya casi habían transcurrido los cien años, esta vez el rosal se abrió ante sí, dejándole
acceder a su interior. Recorrió el palacio hasta llegar a la princesa y se quedó hechizado al verla. Se acercó a
ella y apenas la besó la princesa abrió los ojos tras su largo letargo. Con ella fueron despertando también poco a
poco todas las personas de palacio y también los animales y el reino recuperó su esplendor y alegría.

En aquel ambiente de alegría tuvo lugar la boda entre el príncipe y la princesa y éstos fueron felices para
siempre.

La bella y la bestia:
Había una vez un mercader adinerado que tenía tres hijas. Las tres eran muy hermosas,
pero lo era especialmente la más joven, a quien todos llamaban desde pequeña Bella.
Además de bonita, era también bondadosa y por eso sus orgullosas hermanas la
envidiaban y la consideraban estúpida por pasar el día tocando el piano y rodeada de
libros.

Sucedió que repentinamente el mercader perdió todo cuanto tenía y no le quedó nada
más que una humilde casa en el campo. Tuvo que trasladarse allí con sus hijas y les dijo
que no les quedaba más remedio que aprender a labrar la tierra. Las dos hermanas
mayores se negaron desde el primer momento mientras que Bella se enfrentó con
determinación a la situación:

- Llorando no conseguiré nada, trabajando sí. Puedo ser feliz aunque sea pobre.

Así que Bella era quien lo hacía todo. Preparaba la comida, limpiaba la casa, cultivaba la tierra y hasta
encontraba tiempo para leer. Sus hermanas, lejos de estarle agradecidas, la insultaban y se burlaban de ella.

Llevaban un año viviendo así cuando el mercader recibió una carta en la que le informaban de que un barco que
acababa de arribar traía mercancías suyas. Al oír la noticias las hijas mayores sólo pensaron en que podrían
recuperar su vida anterior y se apresuraron a pedirle a su padre que les trajera caros vestidos. Bella en cambio,
sólo pidió a su padre unas sencillas rosas ya que por allí no crecía ninguna.

Pero el mercader apenas pudo recuperar sus mercancías y volvió tan pobre como antes. Cuando no le quedaba
mucho para llegar hasta la casa, se desató una tormenta de aire y nieve terrible. Estaba muerto de frío y hambre
y los aullidos de los lobos sonaban cada vez más cerca. Entonces, vio una lejana luz que provenía de un castillo.

Al llegar al castillo entró dentro y no encontró a nadie. Sin embargo, el fuego estaba encendido y la mesa
rebosaba comida. Tenía tanta hambre que no pudo evitar probarla.

Se sintió tan cansado que encontró un aposento y se acostó en la cama. Al día siguiente encontró ropas limpias
en su habitación y una taza de chocolate caliente esperándole. El hombre estaba seguro de que el castillo tenía
que ser de un hada buena.

A punto estaba de marcharse y al ver las rosas del jardín recordó la promesa que había hecho a Bella. Se
dispuso a cortarlas cuando sonó un estruendo terrible y apareció ante él una bestia enorme.

- ¿Así es como pagáis mi gratitud?

- ¡Lo siento! Yo sólo pretendía… son para una de mis hijas…

- ¡Basta! Os perdonaré la vida con la condición de que una de vuestras hijas me ofrezca la suya a cambio. Ahora
¡iros!

El hombre llegó a casa exhausto y apesadumbrado porque sabía que sería la última vez que volvería a ver a sus
tres hijas.

Entregó las rosas a Bella y les contó lo que había sucedido. Las hermanas de Bella comenzaron a insultarla, a
llamarla caprichosa y a decirle que tenía la culpa de todo.

- Iré yo, dijo con firmeza

- ¿Cómo dices Bella?, preguntó el padre


- He dicho que seré yo quien vuelva al castillo y entregue su vida a la bestia. Por favor padre.

Cuando Bella llegó al castillo se asombró de su esplendor. Más aún cuando encontró escrito en una puerta
“aposento de Bella” y encontró un piano y una biblioteca. Pero se sentó en su cama y deseó con tristeza saber
qué estaría haciendo su padre en aquel momento. Entonces levantó la vista y vio un espejo en el que se reflejaba
su casa y a su padre llegando a ella.

Bella empezó a pensar que la bestia no era tal y que era en realidad un ser muy amable.

Esa noche bajó a cenar y aunque estuvo muy nerviosa al principio, fue dándose cuenta de lo humilde y
bondadoso que era la bestia.

- Si hay algo que deseéis no tenéis más que pedírmelo, dijo la bestia.

Con el tiempo, Bella comenzó a sentir afecto por la bestia. Se daba cuenta de lo mucho que se esforzaba en
complacerla y todos los días descubría en él nuevas virtudes. Pero pese a eso, cuando todos los días la bestia le
preguntaba si quería ser su esposa ella siempre contestaba con honestidad:

- Lo siento. Sois muy bueno conmigo pero no creo que pueda casarme con vos.

La Bestia pese a eso no se enfadaba sino que lanzaba un largo suspiro y desaparecía.

Un día Bella le pidió a la bestia que le dejara ir a ver a su padre, ya que había caído enfermo. La bestia no puso
ningún impedimento y sólo le pidió que por favor volviera pronto si no quería encontrárselo muerto de tristeza.

- No dejaré que mueras bestia. Te prometo que volveré en ocho días, dijo Bella.

Bella estuvo en casa de su padre durante diez días. Pensaba ya en volver cuando soñó con la bestia yaciendo en
el jardín del castillo medio muerta.

Regresó de inmediato al castillo y no lo vió por ninguna parte. Recordó su sueño y lo encontró en el jardín. La
pobre bestia no había podido soportar estar lejos de ella.

- No os preocupéis. Muero tranquilo porque he podido veros una vez más.

- ¡No! ¡No os podéis morir! ¡Seré vuestra esposa!

Entonces una luz maravillosa iluminó el castillo, sonaron las campanas y estallaron fuegos artificiales. Bella se
dio la vuelta hacia la bestia y, ¿dónde estaba? En su lugar había un apuesto príncipe que le sonreía dulcemente.

- Gracias Bella. Habéis roto el hechizo. Un hada me condenó a vivir


con esta forma hasta que encontrase a una joven capaz de amarme y
casarse conmigo y vos lo habéis hecho.

El príncipe se casó con Bella y ambos vivieron juntos y felices


durante muchos muchos años.

Los tres cerditos:

Había una vez tres hermanos cerditos que vivían en el bosque. Como
el malvado lobo siempre los estaba persiguiendo para comérselos dijo
un día el mayor:

- Tenemos que hacer una casa para protegernos de lobo. Así podremos escondernos dentro de ella cada vez que
el lobo aparezca por aquí.

A los otros dos les pareció muy buena idea, pero no se ponían de acuerdo respecto a qué material utilizar. Al
final, y para no discutir, decidieron que cada uno la hiciera de lo que quisiese.

El más pequeño optó por utilizar paja, para no tardar mucho y poder irse a jugar después.

El mediano prefirió construirla de madera, que era más resistente que la paja y tampoco le llevaría mucho
tiempo hacerla. Pero el mayor pensó que aunque tardara más que sus hermanos, lo mejor era hacer una casa
resistente y fuerte con ladrillos.

- Además así podré hacer una chimenea con la que calentarme en invierno, pensó el cerdito.

Cuando los tres acabaron sus casas se metieron cada uno en la suya y entonces apareció por ahí el malvado
lobo. Se dirigió a la de paja y llamó a la puerta:

- Anda cerdito se bueno y déjame entrar...

- ¡No! ¡Eso ni pensarlo!

- ¡Pues soplaré y soplaré y la casita derribaré!

Y el lobo empezó a soplar y a estornudar, la débil casa acabó viniéndose abajo. Pero el cerdito echó a correr y
se refugió en la casa de su hermano mediano, que estaba hecha de madera.

- Anda cerditos sed buenos y dejarme entrar...

- ¡No! ¡Eso ni pensarlo!, dijeron los dos

- ¡Pues soplaré y soplaré y la casita derribaré!

El lobo empezó a soplar y a estornudar y aunque esta vez tuvo que hacer más esfuerzos para derribar la casa, al
final la madera acabó cediendo y los cerditos salieron corriendo en dirección hacia la casa de su hermano
mayor.

El lobo estaba cada vez más hambriento así que sopló y sopló con todas sus fuerzas, pero esta vez no tenía nada
que hacer porque la casa no se movía ni siquiera un poco. Dentro los cerditos celebraban la resistencia de la
casa de su hermano y cantaban alegres por haberse librado del lobo:

- ¿Quien teme al lobo feroz? ¡No, no, no!

Fuera el lobo continuaba soplando en vano, cada vez más enfadado. Hasta que decidió parar para descansar y
entonces reparó en que la casa tenía una chimenea.

- ¡Ja! ¡Pensaban que de mí iban a librarse! ¡Subiré por la chimenea y me los comeré a los tres!

Pero los cerditos le oyeron, y para darle su merecido llenaron la chimenea de leña y pusieron al fuego un gran
caldero con agua.
Así cuando el lobo cayó por la chimenea el agua estaba hirviendo y se pegó tal quemazo que salió gritando de la
casa y no volvió a comer cerditos en una larga temporada.

Peter pan:

Hace tiempo, allá por 1880, vivía en la ciudad de Londres la familia


Darling. Estaba formada por el señor y la señora Darling y sus hijos:
Wendy, Michael y John. Sin olvidarnos de Nana, por supuesto, el perro
niñera.

Vivían felices y tranquilos hasta que Peter Pan llegó a sus vidas. Todo
comenzó la noche en que Nana tenía el día libre y la señora Darling se
quedó a cargo de sus hijos. Cuando todos, incluida ella, estuvieron
dormidos el muchacho entró por la ventana. Pero entonces ella se
despertó y se asustó tanto al verle que lanzó un fuerte grito. Entonces
apareció Nana, que cerró la ventana para evitar que saliera y acabó
atrapando su sombra. Y así fue como la sombra de Peter Pan acabó en
un cajón de la casa de los Darling.

Una noche el señor y la señora Darling salieron a cenar a casa de los vecinos del número 27. Los niños se
quedaron en casa al cuidado de Nana y no tardaron en quedarse todos dormidos.
Pero cuando la casa estaba en silencio, entró una diminuta hada revoloteando a gran velocidad y tras ella, Peter
Pan, dispuesto a recuperar su sombra. La encontró en el cajón en el que la había guardado Nana pero se
entristeció mucho cuando comprobó que la sombra no le seguía. Probó a pegársela con jabón pero no dio
resultado y desesperado se sentó en el suelo a llorar.

- ¿Quién está llorando? - preguntó Wendy, a quien despertaron los sollozos.


- Soy yo - contestó Peter
- ¿Cómo te llamas? - preguntó la niña, aunque ella estaba casi segura de saber quien era
- Peter Pan
- ¿Y qué te pasa Peter?
- Que no consigo que mi sombra se me quede pegada
- Tranquilo. Creo que podré cosértela

Wendy ayudó a Peter y mientras los dos niños comenzaron a hacerse amigos.

- Yo vivo en el País de Nunca Jamás. Es maravilloso, allí eres siempre un niño y no tienes que obedecer a nadie.
Conmigo viven los Niños perdidos, ya sabes, los niños que caen de los carritos cuando la niñera mira a otro
lado. Además hay piratas, hadas, indios y toda clase de seres.

Peter decía que era muy feliz allí aunque reconoció que a él y a los Niños perdidos les gustaría que hubiese
alguien que les contara cuentos como hacía ella con sus hermanos. Peter le propuso ir con él al País de Nunca
Jamás y a Wendy le pareció de inmediato una idea maravillosa.

- Pero, ¿y mis hermanos? ¿pueden venir ellos también?


- Si tu quieres, ¡claro!
- ¡Estupendo!

Wendy despertó a Michael y John y Peter para iniciar su viaje. Pero antes de partir Peter les explicó que debían
aprender a volar. Les echó un poco de polvo de hada por encima y enseguida los tres niños comenzaron a
elevarse por el aire. A todos les pareció muy divertido y comenzaron a dar vueltas y más vueltas por la casa.
Armaron tal revuelo que acabaron despertando a Nana.
Peter la oyó venir así que pudieron volver a sus camas rápidamente como si no hubiese pasado nada. Así,
cuando la niñera entró en la habitación creyó que los tres dormían plácidamente.

Pero Nana estaba intranquila y estaba casi segura de que algo raro estaba ocurriendo en el cuarto de los niños,
de modo que corrió a avisar a los señores Darling. Pero cuando volvieron, los niños ya no estaban. Los tres
habían partido rumbo a Nunca Jamás nerviosos e ilusionados por vivir aquella fantástica aventura.

Volaron durante días atravesando océanos pero al final llegaron al país de Nunca Jamas.

Al primero que vieron desde el aire fue al temible capitán Garfio, el peor enemigo de Peter Pan. En una lucha
hacía tiempo Peter había logrado arrebatarle la mano derecha y por eso el pirata llevaba en su lugar ahora un
garfio. Pero lo manejaba perfectamente y eso, unido a sus ganas de venganza, lo hacían muy peligroso. Aunque
había algo a lo que el capitán Garfio tenía miedo: el cocodrilo. Una vez estuvo a punto de comérselo y por eso
ahora no quería otra cosa que no fuese él. Menos mal que el capitán le arrojó un reloj y por eso ahora hacía tic-
tac cada vez que se acercaba.

Llegaron hasta el lugar donde estaban los Niños perdidos. Pero Campanilla, que estaba muy celosa de Wendy
porque estaba todo el tiempo junto a Peter, se adelantó para tramar algo.

- Peter dice que ataqueis a Wendy - le dijo a los Niños perdidos.


- ¡De acuerdo! - contestaron todos al unísono corriendo a por sus arcos y flechas

Así que los niños comenzaron a disparar sus arcos y flechas hacia Wendy y sus hermanos. Pero
afortunadamente no les pasó nada.

En cuanto llegó Peter detrás de todos les echó una gran bronca.

- ¿Pero qué hacéis? ¡Encima que os traigo a una madre para que os cuente cuentos la recibís así!

Los Niños perdidos, que iban vestidos con las pieles de los osos que cazaban, se disculparon y Peter les
presentó a Wendy y a los demás.

- Estos son Tootles, Slightly, Nibs, Curly y los gemelos


- Hola - contestó la muchacha - Estos son mis hermanos Michael y John y yo soy Wendy.

Wendy y sus hermanos decidieron quedarse allí y junto con los Niños perdidos y Peter formaron una gran
familia que vivía feliz en su guarida subterránea.

Un día estaban los niños jugando en la laguna de las sirenas, concretamente en la Roca de los Desamparados,
cuando sucedió algo extraño. De repente el Sol desapareció por completo, se hizo de noche y entre las sombras
apareció un bote con dos de los piratas de Garfio, Smee y Starkey, que llevaban como prisionera a la princesa
india Tigridia. Peter, Wendy y los demás se escondieron y vieron como arrojaban a Tigridia sobre la Roca de
los Desamparados. Entonces a Peter se le ocurrió una idea.

- ¡Soltadla! - dijo a los piratas imitando la voz del capitán Garfio


- ¿Capitán? - dijeron los dos piratas mirando a todos los lados
- ¡Ya me habéis oído! ¡Hacedlo!

Así que los piratas cortaron las cuerdas que apresaban a la princesa. Entonces apareció por la laguna el capitán
Garfio a bordo de su barco. Iba para contarles que sabía que los Niños perdidos habían encontrado una madre y
de ninguna manera podían permitirlo.
- Los raptaremos, los obligaremos a lanzarse por la borda y Wendy se convertirá en nuestra madre.
- ¡Sí! ¡Es una idea estupenda capitán!, contestaron Smee y Starkey

Wendy se quedó pálida al oír aquello y Peter, que no aguantó más callado, de nuevo imitó la voz de Garfio.
Pero esta vez el pirata fue más listo que en otras ocasiones y supo que se trataba de Peter Pan. Lo encontró y
luchó contra él hasta que logró herirlo con su garfio, mientras los niños escapaban en el bote. Wendy se salvó
gracias a la ayuda de las sirenas y a la cometa que Michael había perdido unos días antes y que apareció por allí,
mientras que Peter logró sobrevivir gracias a la ayuda de la pájara de Nunca Jamás.

Aquella aventura hizo que Peter se hiciera muy amigo de los indios pieles rojas, pues le estaban agradecidos por
haber salvado a la princesa Tigridia y prometieron defenderlo con sus arcos y flechas del ataque de los piratas.

Una noche estaba Wendy contando a los niños su cuento de antes de ir a dormir cuando habló de las madres, de
lo buenas y atentas que son con sus hijos. Peter no estuvo de acuerdo con las ideas de Wendy y discutió con ella
y al mismo tiempo los hermanos de la muchacha empezaron a sentir nostalgia por lo que entre todos decidieron
que había llegado el momento de volver a casa.

- Nos iremos esta misma noche - contestó tajante Wendy

Los Niños perdidos se sintieron muy tristes al oír esto y decidieron que se irían con ella. No así Peter, que de
ninguna manera quería abandonar el país de Nunca Jamás. Al menos se preocupó porque Campanilla y los
pieles rojas acompañaran a los niños por el bosque en su camino de vuelta a Inglaterra.

Pero en su camino de vuelta surgieron nuevas complicaciones. Los piratas estaban al corriente de que iban a
pasar por allí y los esperaban encaramados a los árboles del bosque. Los niños, y tampoco Peter Pan, se podían
esperar algo así, así que los cogieron desprevenidos.

Mientras tanto Garfio acudió a la guarida secreta de Peter, donde el muchacho pasaba el tiempo en soledad
haciendo ver que no le importaba haberse quedado solo. El pirata y se escondió dentro de un tronco y esperó a
que Peter se durmiera para echar en un vaso que tenía el muchacho junto a su cama un poco del veneno secreto
y mortal que siempre llevaba consigo. Esta vez conseguiría acabar con él.

Pero en mitad de la noche Campanilla llegó para contarle a Peter lo ocurrido y advertirle de que sabía que el
capitán Garfio le había echado veneno en su vaso. Así que Peter salió veloz con sus armas dispuesto a rescatar a
los niños.

Peter llegó hasta el barco de los piratas, el Jolly Roger, un barco siniestro en el que los niños estaban a punto de
ser obligados a saltar por la pasarela al mar.

Los piratas estaban atando a Wendy al palo mayor en ese momento cuando de repente sonó algo que nadie
esperaba... Tic- tac, tic-tac, tic-tac...

- ¡Es ese maldito cocodrilo! ¡Rápido Smee escóndeme! ¡No dejes que me coja!- gritó Garfio preso del pánico

Pero allí no había ningún cocodrilo, era Peter, que hábilmente se había hecho pasar por él. en cuanto Garfio fue
a su camarote a esconderse Peter apareció en la cubierta del barco de un salto y empezó a acabar con los piratas
uno por uno. Pero desde sus aposentos Garfio dejó de oír el tic-tac y creyó que el cocodrilo había huido y podía
salir de nuevo.

Al salir Garfio se encontró con varios piratas muertos. Nadie sabía qué había ocurrido exactamente así que
todos empezaron a pensar que el barco estaba maldito pues ya se sabe que los piratas son algo supersticiosos.
Estaban a punto de lanzar a Wendy por la borda convencidos de que era ella quien atraía a la mala suerte,
cuando Peter salió de su escondrijo para evitarlo.

- ¡Joven descarado, prepárate para morir! – dijo Garfio


- ¡De eso nada maldito capitán Garfio! ¡No es mi hora sino la tuya! - contestó el valiente Peter Pan

Se enzarzaron en una violenta lucha de espadas y al final Garfio acabó gravemente herido en las costillas, tanto,
que no vio salida y decidió lanzarse por la borda sin saber que el cocodrilo lo estaba.

El conejito soñador:

Había una vez un conejito soñador que vivía en una casita en medio del bosque, rodeado de
libros y fantasía, pero no tenía amigos. Todos le habían dado de lado porque se pasaba el día
contando historias imaginarias sobre hazañas caballerescas, aventuras submarinas y
expediciones extraterrestres. Siempre estaba inventando aventuras como si las hubiera vivido
de verdad, hasta que sus amigos se cansaron de escucharle y acabó quedándose solo.

Al principio el conejito se sintió muy triste y empezó a pensar que sus historias eran muy
aburridas y por eso nadie las quería escuchar. Pero pese a eso continuó escribiendo.

Las historias del conejito eran increíbles y le permitían vivir todo tipo de aventuras. Se
imaginaba vestido de caballero salvando a inocentes princesas o sintiendo el frío del mar
sobre su traje de buzo mientras exploraba las profundidades del océano.

Se pasaba el día escribiendo historias y dibujando los lugares que imaginaba. De vez en
cuando, salía al bosque a leer en voz alta, por si alguien estaba interesado en compartir sus relatos.

Un día, mientras el conejito soñador leía entusiasmado su último relato, apareció por allí una hermosa conejita que parecía
perdida. Pero nuestro amigo estaba tan entregado a la interpretación de sus propios cuentos que ni se enteró de que alguien
lo escuchaba. Cuando acabó, la conejita le aplaudió con entusiasmo.

-Vaya, no sabía que tenía público- dijo el conejito soñador a la recién llegada -. ¿Te ha gustado mi historia?
-Ha sido muy emocionante -respondió ella-. ¿Sabes más historias?
-¡Claro!- dijo emocionado el conejito -. Yo mismo las escribo.
- ¿De verdad? ¿Y son todas tan apasionantes?
- ¿Tu crees que son apasionantes? Todo el mundo dice que son aburridísimas…
- Pues eso no es cierto, a mi me ha gustado mucho. Ojalá yo supiera saber escribir historias como la tuya pero no se...

El conejito se dio cuenta de que la conejita se había puesto de repente muy triste así que se acercó y, pasándole la patita
por encima del hombro, le dijo con dulzura:
- Yo puedo enseñarte si quieres a escribirlas. Seguro que aprendes muy rápido
- ¿Sí? ¿Me lo dices en serio?
- ¡Claro que sí! ¡Hasta podríamos escribirlas juntos!
- ¡Genial! Estoy deseando explorar esos lugares, viajar a esos mundos y conocer a todos esos villanos y malandrines -dijo
la conejita-

Los conejitos se hicieron muy amigos y compartieron juegos y escribieron cientos de libros que leyeron a niños de todo el
mundo.

Sus historias jamás contadas y peripecias se hicieron muy famosas y el conejito no volvió jamás a sentirse solo ni
tampoco a dudar de sus historias.

El hada fea:
Las hadas, por lo general, son criaturas bellas, dulces, amables y llenas de amor. Pero hubo
una vez un hada que no eran tan hermosa. La verdad, es que era horrible, tanto, que parecía
una bruja.

El Hada Fea vivía en un bosque encantado en el que todo era perfecto, tan perfecto que ella
no encajaba en el paisaje, por eso se fue a vivir apartada en una cueva del rincón más
alejado del bosque. Allí cuidaba de los animalitos que vivían con ella, y disfrutaba de la
compañía de los niños que la visitaban para escuchar sus cuentos y canciones. Todos la
admiraban por su paciencia, la belleza de su voz y la dedicación que prestaba a todo lo que
hacía. Para los niños no era importante en absoluto su aspecto.

- Hada, ¿por qué vives apartada? -le preguntaban los niños.


-Porque así vivo más tranquila -contestaba ella.

No quería contarles que en realidad era porque el resto de las hadas la rechazaban por su aspecto.

Un día llegó una visita muy especial al bosque encantado. Era la reina suprema de todas las hadas del universo:
el Hada Reina. La cual estaba visitando todos los reinos, países, bosques y parajes donde vivían sus súbditos
para comprobar que realmente cumplían su misión: llevar la belleza y la paz allá donde estuvieran.

Para comprobar que todo estaba en orden, el Hada Reina lanzaba un hechizo muy peculiar, que ideaba en
función de lo que observaba en cada lugar.

-Ilustrísima Majestad-dijo el Hada Gobernadora de aquel bosque encantado-. Podéis ver que nuestro bosque
encantado es un lugar perfecto donde reina la belleza y la armonía.
-Veo que así parece -dijo el Hada Reina-. Veamos a ver si es verdad. Yo conjuro este lugar para que en él reinen
los colores más hermosos si lo que decís es verdad, o para que desaparezca el color si realmente hay algo feo
aquí.

Pero en ese momento, el bosque encantado empezó a quedarse sin colores, y todo se volvió gris.

-Parece que no es verdad lo que me decís -dijo el Hada Reina-. Tendréis que buscar el motivo de que vuestro
hogar haya perdido el color. Cuando lo hagáis, este bosque encantado recuperará todo su brillo y esplendor.
Sólo cuando la auténtica belleza viva entre vosotras este lugar volverá a ser perfecto.

Tras la visita del Hada Reina se reunieron urgentemente todas las hadas del consejo del bosque encantado.
-Esto es cosa del Hada Fea -dijo una de las hadas del consejo-. Ella es la culpable.
-Vayamos a buscarla -dijo el Hada Gobernadora del bosque -. Hay que expulsarla de aquí.

Todas las hadas fueron en busca del Hada Fea. Cuando la encontraron le pidieron que se marchara. La pobre
Hada Fea, pensando que era la culpable, se marchó.

Pero cuando cruzó las fronteras del bosque, éste dejó de ser gris y pasó a ser de color negro.

Mientras los niños se enteraron de la noticia fueron rápidamente a hablar con el resto de las hadas muy
enfadados.
-¿Qué habéis hecho? ¿Por qué le habéis echado de aquí? -decían llorando los niños -. Puede que el Hada Fea no
sea muy bonita, pero es mucho mejor que vosotras.
-¡Dejadla que vuelva a entrar! Ella es buena y cariñosa, y no como vosotras que sois presumidas y egoístas. No
es el Hada Fea quien hace feo este lugar sino vuestro egoísmo.

El Hada Fea no andaba muy lejos del bosque y al escuchar a los niños gritar enfadados volvió para ver qué
ocurría.

-Niños, ¿qué ocurre? -dijo el Hada Fea entrando de nuevo en el bosque.

Los niños corrieron a abrazarla. Todos menos uno, que se quedó con la boca abierta.

- ¡Mirad eso! -dijo el niño. El suelo que acaba de pisar el Hada Fea ha recuperado su color, y también las flores
que tiene a su lado.

El resto de hadas comprendieron en ese momento lo equivocadas que habían estado.

-Hada Fea, perdónanos -dijo el Hada Gobernadora-. Pensábamos que estropeabas nuestro bosque y no hemos
sido capaces de ver que éramos nosotras quienes lo hacíamos siendo injustas contigo. Tienes un corazón es
bueno y puro. Te pedimos que nos disculpes por favor.

El Hada Fea perdonó a sus hermanas y las acompañó por todo el bosque. Todo el mundo pudo admirar el gran
corazón de aquel hada que, aunque tenía una cara muy fea, emocionaba a todos con su belleza interior.

El inspector Cambalache y el robo en el museo:


Oyó la conversación y no podía creer lo que pasaba.Tras las cortinas, el inspector
Cambalache permanecía escondido mientras aquellas dos personas tan siniestras
planeaban el robo de los cuadros más valiosos del museo de la ciudad. El pobre
inspector estaba muerto de miedo, y no sabía qué hacer. Así que esperó a que los
ladrones se marcharan para salir de su escondite y avisar a sus compañeros de la
comisaría para que evitaran el robo.
Pensaréis que el inspector Cambalache era un poco cobarde. La verdad es que sí, pero él
se defendía diciendo que era una persona prudente y que pensaba bien las cosas antes de
actuar.
El caso es que el inspector Cambalache sacó su móvil para avisar a la policía y al
museo. Salió muy contento por la puerta, con una sonrisa de oreja a oreja, con el
teléfono en la oreja esperando a que le cogieran la llamada.

Justo cuando cruzaba la puerta para salir a la calle, alguien con una pinta extraña le preguntó:
-¿Por qué sonríe usted tanto, inspector?
-¡Ja ja ja!- se rió él, muy orgulloso de sí mismo-. Sonrío porque voy a evitar un terrible robo esta misma
mañana-.
-¿Sí? ¿De veras?- siguió preguntando aquel extraño -. ¿Dónde se va a producir el robo?
-Pues en el museo de la ciudad.

No pudo seguir hablando. En ese momento, alguien agarró por detrás al inspector Cambalache, le quitó el móvil
y le tapó los ojos con una venda. Entre dos le sujetaron los brazos contra su propio cuerpo y lo metieron en una
furgoneta que justo acaba de aparcar enfrente.
El pobre inspector se dio cuenta de su error. ¿Quién le manda a él ir contando sus planes por ahí, a cualquiera
que le preguntase? Su propio orgullo le había traicionado. Pero no era momento de lamentarse. Tenía que
pensar en cómo podía librarse de aquellos malhechores.

Al cabo de un rato, la furgoneta paró. Aquellos hombres bajaron al inspector Cambalache. Entraron en algún
sitio que parecía abandonado, bajaron unos cuantos pisos en un ascensor, le quitaron la venda y lo metieron en
lo que debía ser un sótano. Allí lo dejaron encerrado y se fueron.

-No estábamos seguros de que hubieras conseguido seguirnos, Cambalache- empezó a decir uno de los bandidos
-. Cuando acabemos de robar los cuadros vendremos a ajustar cuentas contigo.
Y se marcharon, dejándolo solo en aquella horrible habitación sin ventanas y con una lúgubre bombilla que
parpadeaba cada poco. Solo una mesa vieja y una silla de hierro oxidado le hacían compañía.

Se sentó en la silla a pensar en su mala suerte y en su estúpido orgullo cuando, de pronto, de un agujero de la
estancia salió un misterioso gato negro con algunos mechones de color claro.
La verdad es que el inspector Cambalache no era muy amante de los animales, pero en aquel momento aquella
compañía le resultó un gran alivio.
-¿Qué hace aquí un gato metido? -dijo el inspector, por aquello de entablar conversación mientras esperaba,
aunque bien sabía él que los gatos son poco conversadores.
-Miau -respondió el gato, como era de esperar, con un maullido triste y lastimero.
-Pobrecito -siguió diciendo el inspector -. Seguro que estás muerto de hambre.
-¡Qué hambre ni qué pamplinas!

El inspector Cambalache pegó un salto.

-¡Estoy loco! ¡Estoy loco! -gritó corriendo alrededor de la sala -. ¡No llevo aquí ni cinco minutos y el encierro
ya me ha afectado a la sesera!
El gato empezó a merodear alrededor del inspector Cambalache, mientras el pobre hombre se afanaba por
alejarse todo lo que podía de de aquel gato.
-No estás loco, Cambalache -empezó a decir el gato-. Soy un gato que habla, y ya está. ¿No conoces a ninguno,
o qué?

El inspector Cambalache no salía de su asombro. Pero, como no le quedaba otra que hablar con aquel gato, le
contestó:
-La verdad es que ignoraba que los gatos hablaran. ¿Cómo es posible?
-¡Y qué más da! ¡¿Es que te corre horchata por la venas?! ¡¿Están a punto de robar los cuadros más valiosos de
la ciudad y tú te quedas ahí preguntándome por tonterías?!
-¡Es cierto! ¡Tenemos que hacer algo! Tengo que salir de aquí.

El inspector empezó a dar vueltas a ver qué podía coger para forzar la puerta. El gato, que no era capaz de
comprender a aquel detective tan poco avispado, le dijo con sorna:
-¿No te has preguntado por dónde he entrado yo? Porque no estaba cuando tú entraste, ¿recuerdas?
-Vaya, es cierto. ¿Cómo has entrado? Tal vez pueda yo salir por ahí.

El gato le enseñó el agujero al inspector. Como era demasiado pequeño para él, Cambalache cogió la mesa y la
partió de un golpe contra el suelo. Sacó una de las patas y la utilizó para hacer palanca y romper la pared. Tal
vez no fuera muy listo, pero Cambalache era increíblemente fuerte.
El inspector y el gato salieron a la calle. No sabía dónde estaba, ni podía avisar a nadie.
-¿Cómo vamos a llegar al museo?- se lamentó.
-Tranquilo, tengo una idea -dijo el gato-. Ven conmigo.

El gato, que conocía muy bien la zona porque llevaba tiempo viviendo por allí, condujo al inspector
Cambalache hasta un garaje en el que había una avioneta.
- Sube -dijo el gato.
-¿Qué? ¿Cómo? ¡Hace años que no piloto! No sé si podré hacerlo...
- Eres policía y no tenemos demasiado tiempo así que tendrás que intentarlo.

El inspector Cambalache pensó que no tenía nada que perder así que se concentró y consiguió poner la avioneta
en marcha. Despegaron y en unos minutos estaban en el tejado del museo.

Aterrizaron en el tejado del museo. Bajaron de un salto de la avioneta y se metieron en el museo rompiendo la
claraboya de la sala central. Las alarmas saltaron por la rotura de los cristales justo cuando los ladrones
empezaban a meter los lienzos en sus bolsas. Asustados, los ladrones intentaron huir, pero la policía había
llegado ya y los cogieron “in fraganti”.

El inspector había sufrido un fuerte golpe en la cabeza al caer y estaba inconsciente en el suelo mientras esto
sucedía.
Cuando despertó en el hospital no estaba muy seguro de lo que había pasado. Cuando le contó a la policía y a
los médicos lo que recordaba todo el mundo lo tomó por loco. Pero cuando él mismo empezó a dudar de su
cordura, un gato negro con mechones claros apareció en la ventana y le guiñó un ojo.

Loco o no, el inspector Cambalache era un héroe y fue premiado con la medalla de honor de la ciudad por evitar
el robo. Eso sí, no volvió a contarle a nadie sus planes, por si acaso.

El perrito que no podía caminar:


Bo era un perrito muy alegre y juguetón que no podía caminar desde que nació porque
tenía una parálisis en las patas traseras. Amina, una niña que lo vio al nacer, convenció
a sus papás para llevarlo a casa y cuidarlo para evitar que lo sacrificasen.

Bo y su pequeña dueña Amina jugaban mucho juntos. El perrito se esforzaba por


moverse usando solo sus patas delanteras y, puesto que no podía saltar y apenas
moverse, ladraba para expresar todo lo que necesitaba. A pesar de las dificultades, Bo
era un perro feliz que llenaba de alegría y optimismo la casa en la que vivía.

Un día los papás de Amina llegaron a casa con Adela, una niña de la edad de Amina
que iba vivir con ellos una temporada. Cuando Bo la vio se arrastró enseguida a
saludarle y a darle la bienvenida con su alegría de siempre. Pero Adela lo miró con
desprecio y se echó a llorar.

Bo no se rindió e intentó hacer todas las tonterías que sabía para hacerla reír, pero no nada funcionaba y Adela
no dejaba de llorar.
- No te preocupes, Bo- decían los papás de Amina-. Adela está triste porque viene de un país muy pobre que
está en guerra y ha sufrido mucho. Está triste porque ha tenido que separarse de su familia.

Bo pareció entender lo que le decían, porque se acercó a Adela y se quedó con ella sin ladrar ni hacer nada, sólo
haciéndole compañía.

La tristeza de Adela fue poco a poco inundando la casa. Todos estaban muy preocupados por ella, porque no
eran capaces de hacerla sonreír ni un poquito.

Pasaron los días y Bo no se separaba de Adela, y eso que la niña lo intentaba apartar y huía a esconderse cuando
lo veía e incluso protestaba cuando Bo intentaba jugar con ella.

Pero el perrito no se daba por vencido. Cuando Amina estaba, Bo jugaba con ella mientras Adela miraba y,
aunque no sonreía, dejaba de llorar cuando Bo jugueteaba y hacía sus gracias.

Un día que Amina no estaba a Bo le entraron muchas ganas de jugar y se le ocurrió intentar que fuera Adela
quien jugara con él. Como la niña no le hacía caso, Bo no paraba de moverse y, de pronto, se chocó contra una
mesa tan fuerte que se le cayó encima un vaso de leche. El vaso no se rompió porque era de plástico, pero
empapó al pobre Bo de leche y lo dejó paralizado del susto.

Adela, cuando lo vio, le quedó mirando al perrito sin decir nada. De repente, se echó a reír, viendo lo gracioso
que estaba el perrito lleno de leche con su cara de susto.
Cuando Bo vio que Adela se reía, empezó a lamerse la leche y a hacer más tonterías mientras la niña, sin parar
de reír, intentaba limpiarlo con el mantel. Cuando Amina y sus vio lo que se reía Adela se alegró muchísimo, y
corrió a decírselo a sus papás. Por fin todos volvían a estar alegres.

A pesar de no ser un perrito como los demás, Bo fue el único capaz de lograr que la alegría y el optimismo
volvieran a aquella casa.

La bruja desordenada
Había una vez una bruja llamada Lola que hacía unas pócimas y unos hechizos
increíbles.

Tenía recetas para conseguir cualquier cosa, y sabía hechizos que nadie más en
el mundo conocía. Era tan famosa que todas las brujas del mundo querían
robarle los libros que contenían todos sus secretos.

Lo cierto es que la bruja Lola era una bruja perfecta. Bueno, casi perfecta.
Porque lo cierto es que tenía una gran defecto: era muy desordenada. Pero a ella
le daba lo mismo, porque cuando necesitaba algo que no encontraba lanzaba un
hechizo y aparecía.

Pero un día el hechizo de la bruja Lola para localizar cosas falló. Ella no entendía qué podía pasar, porque era el
mismo hechizo de siempre. Un ratoncito que vivía en su casa y que en tiempos había sido un niño, se subió a
una mesa y le dijo:
- Bruja Lola, no es el hechizo lo que falla sino que no buscas el libro correcto.
- ¿El libro correcto? ¿Y cual es el libro correcto? Madre mía… ¡estoy perdiendo la memoria!

La bruja Lola intentó hacer un hechizo para recuperar la memoria, pero como no sabía en qué libro estaba y
tampoco se acordaba, no pudo hacerlo.

-Si me conviertes otra vez en niño y me dejas marchar te ayudaré a buscar la pócima que necesitas para
recuperar la memoria -dijo el ratoncito.
-Está bien, pero, ¿cómo sé que no me vas a engañar? -dijo la brujo Lola.
-Puedes hacer un hechizo para cerrar la puerta para que no me escape. En ese libro de ahí tienes las
instrucciones para hacerlo. Si me conviertes en niño de nuevo te ayudaré a colocar todo esto y encontraremos
todo lo que no encuentras. Pero después me tienes que dejar marchar.

La bruja Lola accedió, hizo el hechizo para cerrar la puerta y convirtió al ratón de nuevo en niño. Juntos
ordenaron todo aquel desastre. Pero como el niño no se fiaba mucho de la bruja Lola cogió uno de sus libro de
hechizos y pócimas y lo escondió por si acaso.

Cuando acabaron de ordenarlo todo, el niño le pidió a la bruja Lola que le abriera la puerta, pero ésta le
traicionó y le volvió a convertir en ratón.

En poco tiempo, la bruja Lola volvió a tener su laboratorio mágico tan desordenado que era imposible encontrar
nada. Y cuando la bruja Lola se dio cuenta de que no encontraba lo que necesitaba intentó lanzar el hechizo
para encontrar cosas. Pero lo había olvidado. Y también había olvidado la receta de pócima para acordarse de
las cosas. Intentó buscar los libros, pero aquello era un auténtico desastre.

Entonces la bruja se acordó del ratón, y le prometió que esta vez lo dejaría marchar como un niño normal si le
ayudaba a recoger aquello. Al ratoncito le pareció bien y ayudó a la bruja Lola.

Cuando terminaron de ordenar todo la bruja Lola se dio cuenta de que el libro que buscaba no estaba allí.
-¿Buscas esto? -le dijo el niño, sacando el libro de hechizos que había escondido la vez anterior.
-¡El libro! ¡Dámelo!

El libro contenía todos los hechizos y pócimas que necesitaba la bruja Lola: el hechizo de encontrar cosas, la
pócima para recordar lo olvidado y, por supuesto, el conjuro para convertir al niño en ratón. El niño lo sabía, y
no estaba dispuesto a devolver el libro.

-No te acerques. Abre la puerta y déjame marchar.

La bruja abrió la puerta con la intención de engañar al niño y quitarle el libro pero el muchacho fue más listo.
En el libro había un conjuro para desordenarlo todo que había estudiado muy bien. Así que, cuando la puerta se
abrió, el niño lo recitó mientras lanzaba el libro que tenía entre manos.

-Ahora tendrás que ordenarlo todo tú sola si quieres volver a encontrar algún libro, bruja mentirosa.

Así fue como el niño logró escaparse de la bruja Lola, que tardó semanas en ordenarlo todo de nuevo. Eso sí,
tanto trabajo le costó colocar cada cosa en su sitio, que no volvió a tener su laboratorio mágico desordenado
nunca más ni tampoco a convertir a ningún niño en ratón.

La competición de las verduras


Tomatito y Zanahorio eran dos amiguitos que siempre estaban muy alegres y
contentos. Cada día iban a casa de todos los niños a llevarles un montón de
tomates y zanahorias porque a los niños les encantaba comérselos a cualquier
hora del día.

Tomatito y Zanahorio eran la envidia de todas las demás verduras y hortalizas.


Ninguna otra familia de verduras conseguía que los niños se entusiasmasen
tanto a la hora de comérselas.
- Mirad, ahí van Tomatito y Zanahorio con sus carretillas repletas de tomates y
zanahorias para repartir. Ojalá los niños me hicieran tanto caso a mi y a mis esparraguitos – dijo Don Espárrago

Un día, mientras estaban un montón de verduras reunidas, apareció Doña Patata.


- ¿Pero qué os pasa a todos?, ¿A qué vienen esas caras tan tristes? – preguntó Doña patata
- Los niños no nos hacen caso. Cuando vamos a sus casas no nos quieren. Sólo se alegran cuando Tomatito y
Zanahorio les llevas su ricos tomates y sus enormes zanahorias – contestaron las verduras.

Doña patata, que era una señora muy mayor e inteligente y a la que los niños querían mucho les dijo:
- ¡Tengo una idea! Tengo un truco para que se den cuenta de lo ricos que estáis y de lo buenos que sois para su
alimentación.

Entonces, Doña Patata se puso manos a la obra y preparó una competición de verduras en la que todos
demostrarían sus cualidades.

Todas las verduras participaron: espárragos, brócolis, coliflores, judías, cebollas, calabacines, alcachofas…y
también los tomates y las zanahorias.

La competición comenzó y en ella todas las verduras tenían que explicar a los niños cuáles eran las cosas
buenas que conseguirían si las comían.
- Yo me llamo Brócoli y soy una verdura muy completa llena de vitaminas que os dará mucha energía para
crecer y que seáis buenos estudiantes.
- Yo me llamo Alcachofa y soy una verdura que hará que vuestro corazón sea muy fuerte y resistente para que
seáis buenos deportistas.

Y así, todas las verduras explicaron sus cualidades, pero los niños abuchearon a todas las verduras.
- ¡¡Buuuuu!! ¡¡Buuuu!! ¡Yo sólo quiero comer verduras ricas y vosotras no nos gustáis nada! – gritaban los
niños

Pero Doña Patata, que era tan querida por todos, tenía un plan. Había preparado riquísimas recetas usando sus
patatitas y el resto de verduras.

Por un lado, hizo un puré de patatas con brócoli y zanahoria que estaba para chuparse los dedos, por otro hizo
un plato de espárragos con jamón, también preparó arroz con tomate y salchichas, una tortilla de calabacín,
cebolla y patata y un montón de cosas más.

Tapó los ojos a todos los niños y les dio a probar todos y cada uno de los platos.
- ¡¡Uhmmm!! ¡Qué puré más rico! Creo que es de patata y zanahoria, pero tiene algo más que me gusta mucho –
dijo uno de los niños
- ¡Anda! Pero si esta tortilla está riquísima! – dijo otro

Todos los niños probaron los platos que Doña Patata había preparado y tuvieron que votar sus platos preferidos.
- ¡Yo voto al puré! ¡yo a la tortilla! – gritaban todos a la vez

Cuando Doña Patata les enseñó qué era lo que habían probado aunque la mayoría de los niños no se lo creían.
- ¡Pero eso es imposible! ¡Si yo odio el brócoli! – dijo un niño
- ¡Y yo los espárragos! – dijo otro

Y Doña Pata, que sabía que con su pequeño engaño les demostraría que con imaginación todo era posible, les
dijo:
- Es muy importante que comáis todas las verduras que podáis y no sólo tomate, zanahoria o patata. Hay mil
maneras de comerlas y siempre las podéis mezclar con otras que os gusten más para conseguir sabores tan ricos
como los que habéis probado hoy. ¡Es sólo cuestión de imaginación!

Desde ese día, los niños se animaron a probar otras cosas y Tomatito y Zanahorio llenaron sus carretillas de un
montón de verduras de diferentes colores y sabores.
Todas las verduras vivieron felices a sabiendas de que los niños se estaban alimentando tan bien que crecerían
muy fuertes e inteligentes.

La tortuga y la cometa voladora


Érase una vez, un conejito, una ardilla y un ratón que vivían en una aldea muy
soleada del bosque. Casi siempre brillaba el sol y todos los animalitos salían a jugar
entre las flores y los arbustos con sus juguetes.

El conejito tenía una pelota con la que jugaban a muchos juegos divertidos, la ardilla
tenía una cuerda con la que todos saltaban a la comba y el ratón tenía unos cuentos
que leía a sus amiguitos cuando todos descansaban después de jugar.

Pasaban las tardes jugando y siempre estaban riendo. Nunca se enfadaban unos con
otros, se ayudaban en todo lo que podían y les gustaba compartir sus juguetes y
divertirse juntos. Pero un día, todo cambió…

Una familia de animalitos llegó a la aldea. Eran unas tortugas que venían de otro lugar y que buscaban un nuevo
sitio donde vivir. La tortuga más pequeña era de la misma edad que ellos y tenía un juguete que nunca habían
visto por la aldea. Era un juguete volador con una forma muy extraña. La tortuguita lo hacía volar por toda la
aldea mientras los animalitos miraban extrañados. Hasta que un día todos se acercaron a preguntar:
¡Tortuguita, Tortuguita! ¿Qué es ese juguete?
La tortuguita los miró y respondió:
Es una cometa voladora

El conejito, la ardilla y el ratón se sorprendieron de ver aquella cometa y todos querían jugar con aquel juguete
tan divertido así que le dijeron:
¡Tortuguita, Tortuguita! ¿Quieres venir a jugar con nosotros y enseñarnos cómo jugar con tu cometa?

Pero la tortuga, muy enfadada, les dijo:


¡No! La cometa es sólo mía. Vosotros no podéis jugar con ella.

Todos los animalitos se entristecieron y se fueron a jugar con sus juguetes mientras veían como la tortuga se
divertía con su cometa voladora. No entendían por qué la tortuguita no quería jugar con ellos.

Todas las tardes salían juntos a jugar con la pelota del conejito y la cuerda de la ardilla y siempre terminaban
escuchando los cuentos del ratón. La tortuguita no se acercaba a ellos y jugaba sola con su cometa.

Un día, mientras todos los animalitos jugaban juntos, observaron como la tortuga se divertía con su cometa,
pero algo ocurrió. De repente, la cometa salió volando y se fue muy muy muy muy lejos y la tortuguita se quedó
triste porque no la encontraba por ningún sitio.

El conejito, la ardilla y el ratón vieron como la tortuguita se iba a su casa triste y se dieron cuenta de que en los
días siguientes la tortuguita no salió a jugar como acostumbraba.

Todos los animalitos pensaron que la tortuga estaría muy disgustada porque había perdido su juguete así que
pensaron que entre todos podrían hacer algo para ayudarla. Una tarde, en vez de salir a jugar con sus juguetes,
decidieron salir a buscar la cometa de la tortuguita. Buscaron y buscaron y pidieron ayuda a todos los animalitos
del lugar para encontrarla lo más rápido posible hasta que por fin vieron que la cometa estaba en un árbol.

Llamaron a los pajaritos de la aldea para que volaran hasta la cima del árbol y entre todos consiguieron la
cometa voladora así que, muy contentos, fueron a buscar a la tortuguita para darle una gran sorpresa.

Cuando llegaron a la casa de la tortuga, todos la llamaron para que saliera:


¡Tortuguita, Tortuguita! ¡Sal con nosotros! ¡Tenemos una sorpresa para ti!

La tortuga salió con el resto de su familia y todos vieron que los animalitos de la aldea habían tenido un gesto
muy bello con ellos. La tortuguita, muy feliz, dijo:
¡Es mi cometa voladora! ¡La habéis encontrado!

Los animalitos devolvieron a la tortuguita su juguete tan preciado y muy contentos por lo que habían hecho
fueron a jugar.

La tortuguita se quedó jugando con su cometa hasta que sus papás se acercaron y le dijeron:
Tortuguita, los animalitos de la aldea te han ayudado a encontrar tu cometa y se han portado muy bien contigo.
¿Por qué no juegas con ellos y les dejas jugar con ella?

La tortuguita se dio cuenta de que sería mucho más divertido jugar con el resto de animalitos y que a todos los
animalitos les haría muy feliz jugar con su cometa voladora así que se acercó a ellos y les agradeció el bonito
gesto que habían tenido.
Desde ese momento, todos los animalitos de la aldea jugaron con la tortuguita y compartieron sus juguetes y la
tortuga, muy feliz, les enseñó a jugar con su cometa voladora.

Los dos gemelos y la caja mágica


Érase una vez dos hermanos gemelos que se llamaban Juanito y Miguelito.
Tenían el mismo color de pelo, los mismos ojos y la misma sonrisa. Además
su madre siempre los vestía igual. Pero había algo que los diferenciaba: uno
era más travieso que otro. Juanito siempre hacía rabiar a Miguelito hasta que
lo hacía llorar.

En vacaciones fueron a visitar a sus abuelos. Ellos vivían en una casa en


mitad del bosque donde había muchos árboles y sitios para jugar. Un día,
mientras corrían al lado del río, Juanito hacía rabiar a su hermano
continuamente así que al final Miguelito decidió esconderse en una casita de
madera que encontró por el camino.

Se quedó allí un rato esperando a que Juanito lo dejara tranquilo cuando, de repente, encontró una caja que
brillaba mucho. Era una caja preciosa, bastante pequeña y pintada con muchos dibujos antiguos. Miguelito se
acercó a la caja y la miró detenidamente hasta que la cogió y la abrió muy despacio. Al abrir la caja, una voz
muy dulce le dijo:
- Soy la caja mágica de los deseos. Puedes pedirme todo lo que quieras pero has de ser bueno y no ser egoísta,
sino me iré apagando poco a poco hasta no poder hacer realidad los deseos de ningún otro niño nunca jamás.
Miguelito soltó la caja porque se asustó mucho al oír aquella voz, pero rápidamente se acercó de nuevo y volvió
a abrirla.
- Pídeme un deseo y te lo concederé, pero piénsalo bien porque tiene que ser un deseo importante - dijo la caja.

Miguelito cerró la caja y la guardó en su mochila. Cuando llegó a casa de sus abuelos la escondió debajo de la
cama sin darse cuenta de que su hermano Juanito, estaba espiándole desde la ventana.

Cuando Miguelito salió de la habitación, Juanito fue a buscar lo que su hermano había escondido y se encontró
con aquella preciosa caja. Cuando la abrió, la caja le dijo:
- Soy la caja mágica de los deseos. Puedes pedirme todo lo que quieras pero has de ser bueno y no ser egoísta,
sino me iré apagando poco a poco hasta no poder hacer realidad los deseos de ningún otro niño nunca jamás.

Juanito, rápidamente, pidió a la caja que aquella habitación se llenase de golosinas para él sólo y la caja le
concedió el deseo.
Empezó a comer y comer hasta que llegó su hermano Miguelito. Éste vio todas aquellas chucherías y pidió a
Juanito que le dejara comer alguna, pero su hermano le dijo que todas eran para él porque así se lo había pedido
a la caja mágica.

Miguelito se enfadó mucho porque su hermano le había quitado la caja y porque además estaba siendo egoísta
al no querer compartir con él ninguna golosina. Tenía miedo de que la caja se enfadara así que fue corriendo a
abrirla y fue cuando vio que la cajita ya no brillaba tanto.

Miguelito había pensado su deseo, así que cuando la cajita le habló, le dijo:
- Cajita mágica, me encantaría que me ayudases a hacer que mi hermano se portase mejor conmigo, con mis
papás y con nuestros amigos y que no fuera tan egoísta.

La caja le concedió el deseo y, por sorpresa, todas aquellas golosinas de la habitación desaparecieron. Juanito se
sorprendió mucho, pero algo había cambiado. En vez de enfadarse con Miguelito, se acercó a él y dándole un
abrazo fuerte le pidió perdón por haberse portado mal con él.
Miguelito estaba muy feliz, porque la caja mágica había cumplido su deseo. Ahora su hermano Juanito se
portaba muy bien con todos y jugaba con él sin hacerle rabiar.

Los dos hermanos guardaron la caja mágica y siguieron pidiéndole deseos. Siempre pedían juntos buenos
deseos para su familia y sus amigos y la preciosa caja mágica nunca dejaba de brillar.

Mieduh, el fantasma cobardica:

En un castillo encantado vivían unos fantasmas muy malos que


asustaban a todos las personas que vivían en él. Por las noches, los
fantasmas se paseaban alegremente por el castillo, aterrorizando a
cualquiera que se encontraran.

Pero había uno que no se atrevía a salir a dar sustos, porque tenía
mucho miedo. Este fantasma era cobarde porque no siempre había sido
un fantasma, sino que en realidad era un niño que había sido castigado
por una señora a la que había asustado disfrazado con una sábana.
Resultó que la señora era una bruja y le lanzó un hechizo que lo
convirtió en un fantasma de verdad.

El niño fantasma tuvo que huir de su pueblo y refugiarse en un lugar donde hubiera más fantasmas como él y
así llegó hasta aquel castillo encantado.

Cuando llegó a su nuevo hogar y sus compañeros descubrieron que era un cobarde al que le daban miedo los
sustos, el niño fantasma pasó a ser la diversión de los demás. Para reírse de él, los demás fantasmas le daban
unos sustos tremendos, y le decían:
- ¡Uuuuh! ¡Uuuuuh! ¡Tengo mieduuuuuuuh!

Y así fue como le pusieron de nombre Mieduh.

Un día llegó al castillo una nueva familia. Los muy incautos habían comprado aquella propiedad a los antiguos
dueños que, hartos de fantasmas, la habían vendido a buen precio sin contarle a nadie lo terrible que era vivir en
aquél lugar lleno de fantasmas.

Entre los recién llegados había una niña muy guapa y muy amable de la misma edad que Mieduh llamada Alma.
Él quiso ir a visitarla para contarle lo que pasaba en aquel castillo y decirle que no tenía que tener miedo de él.
En realidad él solo quería que fueran amigos. Pero en cuanto lo vio, Alma empezó a chillar aterrorizada y salió
huyendo de allí.

Mieduh, asustado por aquellos gritos histéricos, corrió a esconderse. Los demás fantasmas se rieron de Mieduh
sin descanso durante horas.
- ¡Ja ja ja! Para un susto que vas a dar y huyes muerto de miedo
- No fui a darle un susto -dijo Mieduh -. Sólo quería que fuera mi amiga.
- ¿Tu amiga? Eres un fantasma. ¡No puedes tener amigos!
- ¿Quién te va a querer a ti como amigo con lo aburrido que eres? Si supieras asustar tend?ias amigos
fantasmas.

Pero Mieduh no quería tener esa clase de amigos. Él quería amigos de verdad, de carne y hueso, aunque no
sabía muy bien cómo conseguir que Alma le hiciera caso.

Esa misma noche, todos los fantasmas se reunieron para darles una bienvenida especial a los nuevos inquilinos.
- Nos separaremos -dijo el fantasma más experimentado -. En grupos, asustaremos a cada uno por separado y,
cuando se reúnan, entre todos lanzaremos el Gran Susto.

Mieduh no quería que asustaran a Alma. Ya había visto el Gran Susto en otras ocasiones, y a más de uno se le
había parado el corazón con él. Así que se llenó de valor y se preparó para hacer algo. Se escondió en la
habitación de Alma y, sin salir para que no la viera, le dijo:
- ¡Ps, ps! ¡Hola! -dijo Mieduh desde debajo de la cama.
- ¿Quién anda ahí? -preguntó la niña.
- Un habitante del castillo, pero no tengas miedo, no te voy a hacer nada.
- ¿Eres el fantasma de antes? -dijo la pequeña, un poco asustada.
- Bueno, no siempre he sido un fantasma, y mi intención nunca fue asustarte -.

Mieduh le contó que el castillo estaba lleno de fantasmas malos y le explicó lo que planeaban.

- Mis padres no se van a creer esto -dijo Alma-. Además, ni siquiera te veo. ¿Cómo voy a saber que eres de
verdad un fantasma y no un chiquillo del pueblo que viene a asustarme y a reírse de mí?
Mieduh salió de debajo de la cama con mucho cuidado y, temblando de miedo, le dijo:
- No chilles, por favor, que me asusto.
- ¡Vaya, pues es verdad! Eres un fantasma. ¿Por qué me ayudas?
- Porque estoy muy triste y necesito una amiga. Estos fantasmas son muy malos y me están haciendo la vida
imposible.
- Tranquilo, ya sé como los echaremos. Tengo una idea pero tienes que ayudarme a darles a ellos un susto
todavía mayor.

La niña habló con sus padres, y les dijo que quería organizar una noche de miedo en el castillo para divertirse
un rato.
- Yo me encargo de todo. Invitaré a unos amigos y nos divertiremos.

Cuando los fantasmas salieron a dar sustos todo el mundo se rió mucho de lo divertidos que eran los disfraces,
pensando que eran amigos de la muchacha invitados a la fiesta. Y mientras los fantasmas estaban confusos,
Alma y Mieduh salieron metidos dentro de una gran sábana articulada que soltaba humo y chispas, dando unos
gritos y unos alaridos terribles.

Los fantasmas, que no se lo esperaban, salieron corriendo asustados ante aquella situación.

Mieduh y Alma se rieron mucho y, de la emoción, la muchacha besó al fantasma. Y, como suele pasar con estas
cosas de hechizos y besos, el encantamiento se desvaneció y Mieduh volvió a ser el niño de siempre.

Desde aquel día, el niño vive en el castillo con su nueva familia, y nunca más volvió a tener miedo. Y, aunque a
veces se asustaba, se enfrentaba a sus miedos con valentía y coraje.

Polvos de hada
Érase una vez, un lugar encantado en el que vivían unas bellísimas hadas.
Sus alas eran preciosas, de muchos colores, y brillaban tanto que
cualquiera las podía ver cuando volaban en el cielo.

De todas ellas, había dos que destacan por encima del resto. Una de ellas
se llamaba Alina y la otra Gisela. Ambas tenían las alas más grandes y
brillantes de todo el lugar. Tanto que el resto de hadas las admiraban
profundamente.

No muy lejos de aquellas hadas vivía Úrsula, la reina de los mundos


oscuros. Una hechicera muy fea, llena de verrugas y con la cara muy arrugada.

Cuando la vieja bruja observaba a las hadas pensaba:


- ¡Algún día os robaré vuestros polvos de hada para convertirme en la hechicera más bella del lugar!

Úrsula era tan envidiosa que era capaz de todo. Y así lo demostró el día que las hadas organizaron una fiesta.

Ese día, todas las hadas se pusieron muy guapas y volaron en el cielo mostrando todos sus encantos. Alina y
Gisela eran las más brillantes de todas y ese día estaban especialmente bellas.

Cuando Úrsula las vio, no dudó en ordenar a sus cuervos malvados que fuesen a secuestrarlas. Y, mientras
Alina y Gisela revoloteaban en el cielo los pájaros se lanzaron a por ellas.
- ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Mirad esos pájaros tan feos! – gritaban el resto de las hadas desde el suelo.

Las hadas volaron y volaron para intentar escapar, pero los cuervos pudieron raptar a Gisela.
- ¡¡¡Noooooo!!! ¡¡¡Soltarla!!! – gritaban las hadas

Pero los cuervos se la llevaron a los mundos oscuros donde la bruja Úrsula le robó sus polvos de hada y la
encerró en una jaula.

- ¡Ja, ja, ja! ¡Por fin tengo mis polvos de hada! Ahora me convertiré en la más bella hechicera! – gritaba Úrsula
triunfal

La pobre hada se quedó apagada y triste sin sus polvos mágicos. Además la pobre ya no podía volar.

El resto de hadas no podían permitir lo que estaban pasando y entre todas pensaron un plan para salvar a Gisela.

Entonces, decidieron enfrentarse a la malvada bruja. Y así fue. Todas las hadas volaron hacia los mundos
oscuros. Fue un viaje muy duro y , aunque las hadas estaban agotadas, sabían que era necesario para ayudar a su
compañera. Se esforzaron mucho, sobreviviendo a las peores tormentas, pero por fin encontraron a Úrsula.
- Venimos a rescatar a Gisela y no nos moveremos de aquí hasta que le devuelvas sus polvos de hada – dijeron

Úrsula no podía parar de reír. Ahora que tenía sus polvos de hada no daría un paso atrás. Pero las hadas, no se
movieron de allí y fue entonces cuando Alina dijo:
- ¡Espera! ¡Yo te daré mis polvos si la liberas!

Úrsula sabía que los polvos de Gisela eran más poderosos que los de esa hada, así que se rió aún más.

El resto de hadas se dieron cuenta del gesto que había tenido su compañera y tuvieron una idea:
- Espera. Todas te daremos algo de nuestros polvos si liberas a Gisela. Somos más de cien hadas. Así
conseguirás los polvos que necesitas.

Úrsula se dio cuenta de que así conseguiría mucho más polvo del que tenía y acabó
aceptando el trato.

Las hadas le hicieron prometer que nunca más las molestaría y entre todas consiguieron
salvar a Gisela. Todas sabían que si perdían parte de sus polvos de hada ya no serían tan
brillantes, ni volarían tan alto, ni serían tan espectacularmente bellas, pero también
sabían que era la única manera de ayudar a su amiga y entre todas hicieron el esfuerzo y
devolvieron a Gisela la magia de sus alas.

El sastrecillo valiente:
Había una vez un sastrecillo que cosía alegremente un jubón en su taller. Pasó por allí una aldeana vendiendo
mermelada y el sastre, que era muy goloso, la llamó para comprarle una poca.

Después se preparó una rebanada de pan con la rica mermelada y siguió cosiendo. Mientras tanto las moscas
empezaron a llenar el pan y cuando el sastrecillo las vio, dio sobre la mesa un fuerte golpe para ahuyentarlas. Al
levantar la mano se sorprendió de su propia fuerza:

- ¡Pero si he matado siete de un golpe! ¡Esto sí es ser valiente! ¡Voy a contárselo a todo el mundo!

Así que el pequeño sastre se cosió un cinturón en el que bordó la frase “Siete de un golpe” y salió lleno de
orgullo a recorrer el mundo.

Llegó a lo alto de una montaña y allí se encontró a un gigante. Al ver éste lo que decía el cinturón del sastrecillo
lo miró con desprecio y finalmente lo desafió.

- ¿Tan valiente eres que derribaste a siete de un golpe?


- Sí señor, a siete.
- ¡Si es así demuéstralo! Ven a mi cueva a pasar la noche si te atreves.
- ¡Iré encantado!

La cueva era muy grande y aunque el gigante ofreció una cama al sastrecillo, él prefirió pasar la noche
acurrucado en una esquina.

A media noche, el malvado gigante, que creía que el sastrecillo dormía plácidamente en la cama, cogió una
barra de hierro y dió un golpe sobre ella.
Pero cuando al día siguiente el gigante vió que el sastrecillo estaba vivo, tuvo tanto miedo de que quisiera
acabar con él que huyó atemorizado.

El sastrecillo continuó con su viaje y llegó al palacio del Rey. Como estaba muy cansado de tanto andar, se
tumbó un rato a descansar. Mientras dormía unas gentes leyeron la inscripción de su cinturón: “Siete de un
golpe” y como creyeron que se trataba de un importante caballero corrieron a informar al Rey.

El Rey quiso contratarlo, pero no acababa de estar seguro, así que quiso ponerlo a prueba.

- Deberás acabar con los dos gigantes que hay en el bosque y que asolan mi reino. Te advierto que son
malvados y que nadie se atreve a acercarse a ellos, así que si lo consigues te otorgaré en señal de gratitud la
mano de mi hija y la mitad de mi reino.
- ¡Acepto!, dijo con firmeza el sastrecillo.

Al llegar al bosque el sastrecillo se encontró a las dos bestias durmiendo profundamente.

Observó que justo encima de ellos caían las ramas de un árbol. Se llenó los bolsillos de piedras y se subió a las
ramas. Empezó a lanzar las piedras sobre el pecho de uno de los gigantes, que al cabo de un rato se dio cuenta y
se despertó gritándole al otro:

- ¿Qué pasa? ¿Por qué me pegas?


- ¡Pero qué dices! ¡Estás soñando!

Se volvieron a dormir y el sastrecillo volvió a lanzar piedras sobre el pecho, esta vez, sobre el otro gigante.

- ¿Pero qué haces?, gritó malhumorado el gigante


- Nada, estaba durmiendo. ¡Pero me acabas de despertar!
- ¡Mentira, me estabas tirando piedras!

Discutieron un rato los dos gigantes, pero como estaban tan cansados no duró mucho la riña y se volvieron a
dormir. En ese momento el sastrecillo lanzó la piedra más grande que guardaba sobre el primer gigante.

- ¡¡Ahora si que te has pasado!! - dijo el gigante, y saltó sobre su compañero y se enzarzaron en una disputa con
todas sus fuerzas en la que arrancaron incluso troncos de cuajo y que finalmente acabó con la muerte de los dos.

Con su objetivo cumplido, el sastrecillo volvió al reino diciendo que había sido él quien los había matado.

Pero el Rey seguía dudando así que le puso un nuevo reto.

- Antes de tomar la mano de mi hija y la mitad de mi reino tendrás que capturar al unicornio que hay en el
bosque.

El sastrecillo salió en su búsqueda provisto de una cuerda y un hacha y en cuanto lo vió, éste corrió velozmente
a embestirlo. Pero el sastrecillo fue más listo y se ocultó rápidamente tras un árbol, lo que hizo que el unicornio
quedara clavado con toda su furia en el árbol. El sastrecillo le ató la cuerda al cuello, cortó con el hacha el
cuerno y volvió a presentarse ante el Rey.

Pero el monarca seguía sin estar conforme y le ordenó una nueva tarea.

- Tendrás que cazar al jabalí que hay suelto por el bosque y que produce tantos destrozos.

El sastrecillo volvió al bosque y en cuanto el jabalí lo vió, corrió contra él dispuesto a hacerlo añicos. El
sastrecillo vio entonces una capilla que había muy cerca y de un salto se subió a una de sus ventanas. El jabalí
entró dentro de la capilla y cuando quiso salir se encontró con que el sastrecillo había cerrado la puerta por
fuera.

De nuevo volvió el sastrecillo a palacio henchido de orgullo y esta vez el Rey no tuvo más remedio que aceptar
que se casara con su hija y se quedara con la mitad de su reino.

Pasado el tiempo la princesa oyó a su marido hablar en sueños:

- ¡Muchacho, acábame el jubón y cose los pantalones si no quieres que te mida la espalda con esta vara!

Rápidamente creyó que su esposo no era un guerrero sino un vulgar sastre y se presentó ante el Rey exigiendo
el divorcio. Su padre decidió que dejase la puerta abierta del dormitorio la próxima noche y cuando el sastre
volviera a repetir sus palabras, los guardias reales lo capturarían y conducirían a un lugar lejano por impostor.

Pero las palabras del Rey fueron oídas por un escudero fiel al sastrecillo que acudió a contarle el plan que tenían
contra él.

Al día siguiente, cuando la princesa creía que su marido dormía se levantó a abrir la puerta y entonces él, que se
hacía el dormido pero estaba en realidad bien despierto, comenzó a gritar:

- ¡Muchacho, acábame el jubón y cose los pantalones o te mediré la espalda con esta vara! ¡Por algo he matado
a siete de un golpe, a dos gigantes, un unicornio y un jabalí!
Tras estas palabras nadie más volvió a cuestionar al sastrecillo y menos aún, a enfrentarse a él.

Pegaojos

Nadie sabe tantos cuentos como Pegaojos.

Al anochecer viene un duende llamado Pegaojos. Se desliza por detrás, les


sopla a los niños suavemente en la nuca y los hace quedar dormidos. Pero no
les duele, pues Pegaojos es amigo de los niños; sólo quiere que se estén
quietecitos para que él pueda contarles sus cuentos.

Cuando ya los niños están dormidos, Pegaojos se sienta en la cama. Lleva un


traje de seda. Y lleva dos paraguas, uno debajo de cada brazo.

Uno de estos paraguas está bordado con bellas imágenes, y lo abre sobre los
niños buenos; entonces ellos durante toda la noche sueñan los cuentos más
deliciosos; el otro no tiene estampas, y lo despliega sobre los niños traviesos,
los cuales se duermen como marmotas y por la mañana se despiertan sin
haber tenido ningún sueño.

Ahora veremos cómo Pegaojos visitó, todas las noches de una semana, a un muchachito que se llamaba
Federico, para contarle sus cuentos. Son siete, pues siete son los días de la semana.

Lunes

-Atiende -dijo Pegaojos, cuando ya Federico estuvo acostado.

Y todas las flores de las macetas se convirtieron en altos árboles. L ramas estaban llenas de flores, y cada flor
era más bella que una rosa y exhalaba un aroma delicioso, y sabía más dulce que mermelada.

Pero al mismo tiempo salían unas lamentaciones terribles del cajón de la mesa, que guardaba los libros
escolares de Federico.

-¿Qué pasa ahí? -inquirió Pegaojos, y abrió el cajón. Algo se agitaba en la pizarra: era una cifra equivocada que
se había deslizado de una cuenta, y todo andaba revuelto. El pizarrín salta, como si fuese un perrillo ansioso.
Pero lo peor era el cuaderno de escritura. Todo lamentos y quejas que partían el alma.

-Miren, tienen que poner así -decía la muestra-. ¿Ven? Así, inclinadas, con un trazo vigoroso.

-¡Ay! ¡qué más quisiéramos nosotras! -gimoteaban las letras de Federico-. Pero no podemos; ¡somos tan
raquíticas!

- Entonces les voy a dar un poco de aceite de hígado de bacalao -dijo Pegaojos.

-¡Oh, no! -exclamaron las letras, y se enderezaron.

-Pues ahora no hay cuento -dijo el duende-. Ejercicio es lo que conviene. ¡Un, dos, un, dos!

Y siguió ejercitando a las letras, hasta que estuvieron esbeltas y perfectas como la propia muestra. Mas por la
mañana, cuando Pegaojos se hubo marchado, Federico las miró y vio que seguían tan raquíticas como la
víspera.
Martes

En cuanto Federico se metió en la cama, Pegaojos roció los muebles de la habitación, y enseguida se pusieron a
charlar todos a la vez. Solo callaba la escupidera.

Encima de la cómoda colgaba un gran cuadro que representaba un paisaje en el que se veían viejos y
corpulentos árboles, y flores entre la hierba, y un gran río. Pegaojos tocó el cuadro y los pájaros empezaron a
cantar; las ramas, a moverse, y las nubes, a desfilar, según podía verse por las sombras que proyectaban sobre el
paisaje.

Entonces Pegaojos levantó a Federico y lo puso de pie sobre el cuadro, entre la alta hierba. Echó a correr hacia
el río y subió a una barquita. Peces magníficos nadaban junto al bote.

Había vastos palacios de cristal y mármol con princesas en sus terrazas, y todas eran niñas a quienes Federico
conocía y con las cuales había jugado. Todas le alargaban la mano y le ofrecían pastelillos. Federico agarraba el
dulce por un extremo, pero la princesa no lo soltaba del otro, y así, al avanzar la barquita se quedaban cada uno
con una parte: ella, la más pequeña; Federico, la mayor. Y en cada palacio había príncipes de centinela que,
sables al hombro, repartían pasas y soldaditos de plomo.

El barquito pasó también por la ciudad de su nodriza y la buena mujer le cantó la bonita canción que había
compuesto de pequeño.

Y todas las avecillas le hacían coro, y las flores bailaban sobre sus peciolos, y los viejos árboles inclinaban,
complacidos, las copas, como si también a ellos les contase historias Pegaojos.

Miércoles

Federico oía la lluvia en sueños, y como a Pegaojos le dio por abrir una ventana, el pequeño vio cómo el agua
llegaba hasta el antepecho. Y junto a la casa flotaba un barco soberbio.

-Si quieres embarcar, Federico -dijo Pegaojos-, esta noche podrías irte por tierras extrañas y mañana estar de
vuelta.

Y Federico se embarcó. En un tris se despejó el cielo y el barco avanzó por las calles y fue a salir a un mar
inmenso. Y siguieron navegando hasta que desapareció toda tierra, y vieron una bandada de cigüeñas que se
marchaban de su país en busca de otro más cálido. Una de ellas se sentía tan cansada, que sus alas casi no
podían ya sostenerla. Finalmente, la vio perder altura, con las alas extendidas, y aunque pegó unos aletazos,
todo fue inútil. Tocó con las patas el aparejo del barco, se deslizó vela abajo y, ¡bum!, fue a caer sobre la
cubierta.

La cogió el grumete y la metió en el gallinero, con los pollos, los gansos y los pavos; pero la pobre cigüeña se
sentía cohibida entre aquella compañía.

-¡Miren a ésta! -exclamaron los pollos.

El pavo se hinchó tanto como pudo y le preguntó quién era. Los patos todo era andar a reculones, empujándose
mutuamente y gritando: ¡Cuidado, cuidado!.

La cigüeña se puso a hablarles de África, de las pirámides y las avestruces, que corren por el desierto más
veloces que un camello salvaje. Pero los patos no comprendían sus palabras, y reanudaron los empujones:
-Estamos todos de acuerdo en que es tonta, ¿verdad?.

-Claro que es tonta! -exclamó el pavo.

Entonces la cigüeña se calló y se quedó pensando en su África.

-¡Qué patas tan delgadas tiene usted! -dijo la pava-. ¿A cuánto la vara?

-¡Cuac, cuac, cuac!-, graznaron todos los gansos; pero la cigüeña hizo como si no los oyera.

-¡Por qué no te ríes con nosotros? -le dijo la pava-. ¿No te parece graciosa mi pregunta? ¿O es que está por
encima de tu inteligencia? ¡Bah! ¡Qué espíritu tan obtuso! Mejor será dejarla.

Y soltó otro graznido, mientras los patos coreaban: ¡Cuac, cuac! ¡cuac, cuac!.

Pero Federico fue al gallinero, abrió la puerta y llamó a la cigüeña, que muy contenta lo siguió a la cubierta
dando saltos.

Estaba ya descansada, y con sus inclinaciones de cabeza parecía dar las gracias a Federico. Desplegó luego las
alas y emprendió nuevamente el vuelo mientras las gallinas cloqueaban, los patos graznaban, y al pavo se le
ponía toda la cabeza encendida.

-¡Mañana haremos una buena sopa contigo! -le dijo Federico, y en esto se despertó, y se encontró en su camita.

Jueves

-¿Sabes qué? -dijo el duende-. Voy a hacer salir un ratoncillo, pero no tengas miedo.

Y le tendió la mano, mostrándole el lindo animalito.

-Ha venido a invitarte a una boda. Esta noche se casan dos ratoncillos. Viven abajo, en la despensa de tu madre;
¡es una vivienda muy hermosa!

-Pero ¿cómo voy a pasar por la ratonera? -preguntó Federico.

-Déjalo por mi cuenta -replicó Pegaojos-; verás cuán pequeño te vuelvo.

Lo tocó y enseguida Federico se fue reduciendo hasta no ser más largo que un dedo.

-Ahora puedes pedirle su uniforme al soldado de plomo; en sociedad lo mejor es presentarse de uniforme.

-¿Hace el favor de sentarse en el dedal de su madre? -preguntó el ratoncito-. Será para mí un honor llevarlo.

-Si la señorita es tan amable -dijo Federico; y salieron para la boda.

-¿Verdad que huele bien? -dijo el ratón. Han untado todo el pasillo con corteza de tocino.

Así llegaron al salón de la fiesta. A la derecha se hallaban reunidas todas las ratitas y a la izquierda quedaban
los caballeros. Y en el centro de la sala los novios, besándose sin remilgos delante de toda la concurrencia.

Seguían llegando forasteros y más forasteros. Toda la habitación estaba untada de tocino como el pasillo, y en
este olor consistía el banquete; para postre presentaron un guisante, en el que un ratón de la familia había
marcado con los dientes el nombre de los novios, quiero decir las iniciales. Jamás se vio cosa igual.

Todos los ratones afirmaron que había sido una boda hermosísima, y el banquete, magnífico.

Federico regresó entonces a su casa; estaba muy contento de haber conocido una sociedad tan distinguida;
lástima que hubiera tenido que reducirse tanto de tamaño y vestirse de soldadito de plomo.

El abeto:
Había una vez un bosque en el que crecía un joven abeto. A su alrededor había otros
árboles más mayores. Pero el pequeño abeto tenía mucha prisa por crecer, así que no
atendía a toda la belleza que había a su alrededor, ni hacía caso a los niños que le
decían cosas bonitas.

-¡Ah, si fuera grande como los otros árboles! -suspiraba el arbolito-. Los pájaros
anidarían en mis ramas y, cuando soplase el viento, movería mi copa con tanta
solemnidad como ellos.

No disfrutaba con los rayos del sol, ni con los pájaros ni con las nubes rojas, que al
amanecer y en el ocaso del día circulaban sobre él.

-Oh, crecer, crecer, hacerse grande y viejo era el único placer de este mundo-, pensaba el árbol.

En otoño venían siempre los leñadores y cortaban algunos de los árboles más grandes. Pasaba cada año, y el
joven abeto, que ya había crecido mucho, se estremecía al verlo, porque los grandes, espléndidos árboles, caían
a tierra con un estrepitoso crujido.

En primavera, le preguntó a la golondrina y a la cigüeña:

-¿Sabéis adónde llevan los árboles cortados?

-Sí -dijo la cigüeña-. He encontrado muchos barcos nuevos cuando volaba a Egipto. Tenían magníficos
mástiles; yo diría que eran ellos, olían a abeto.

-¡Ah, si yo fuese lo suficientemente grande para volar sobre el mar!

-Goza de tu juventud -dijeron los rayos del sol. Y el viento besó el árbol y derramó lágrimas sobre él, pero el
abeto no entendía.

Cuando se aproximaba la Navidad fueron cortados muchos árboles jóvenes, precisamente los más hermosos, y
eran colocados en los carros y los caballos los sacaban del bosque.

-¿Adónde irán? -se preguntaba el abeto.


-¡Nosotros lo sabemos! -piaron los gorriones-. ¡Oh!, les espera el esplendor y la gloria mayores que pueda
imaginarse.

-¿Me tocará ir por este deslumbrante camino? -se regocijaba el árbol-. ¡Es mejor aún que cruzar el mar!

-Disfrútame -dijeron el aire y el sol-. ¡Alégrate con tu fresca juventud al aire libre!

Pero no gozaba de nada; crecía y crecía, invierno y verano se mantenía verde, verde oscuro. Al verlo, la gente
decía:
-¡Qué árbol más hermoso!

Y en Navidad fue el primero que cortaron. El hacha se hincó hondo en la madera. El árbol cayó a tierra con un
gemido. Sintió un pesar, un desmayo, y dejó de tener pensamientos felices. El árbol no volvió en sí hasta que,
en el patio, descargado con los otros árboles, oyó decir a un hombre:

-¡Es espléndido! Elegimos éste.

Después vinieron unos criados y llevaron el abeto a un hermoso salón.

-¡Esta noche estará deslumbrante! -decían.

-¡Oh -pensó el árbol-, ojalá fuese ya de noche y las luces estuvieran encendidas!

Por fin encendieron las velas. Qué brillo, qué resplandor. El árbol temblaba con todas sus ramas, tanto que una
de las velas prendió fuego a una de ellas. ¡Uf, lo que dolía!

-¡Dios mío! -gritaron las señoritas, y lo apagaron con rapidez.

Entonces el árbol ya no se atrevió a mover una hoja. Y las velas se gastaron hasta llegar a las ramas y fueron
apagadas cuando se consumieron, y entonces los niños obtuvieron permiso para despojar al árbol. Los niños
bailaron alrededor con sus bonitos juguetes.

-¡Un cuento, un cuento! -gritaron los niños, empujando a un hombrecillo obeso hacia el árbol. Se sentó bajo él.
Y el hombre gordo contó el cuento de Terrón Coscorrón, que cayó por la escalera y, sin embargo, se sentó en el
trono y se casó con la princesa. Y los niños aplaudieron y gritaron.

El abeto permanecía muy quieto y pensativo: nunca los pájaros del bosque habían contado cosas parecidas.

-Terrón Coscorrón cayó por la escalera y, sin embargo, se casó con la princesa. ¡Sí, sí, así pasa en el mundo!
-pensó el abeto, convencido de que era verdad lo que aquel caballero tan fino había contado-. ¡Vaya, quién sabe,
quizá me caiga yo también por la escalera y me case con una princesa!.

-¡Mañana no temblaré! -pensó. Y permaneció en silencio y pensativo toda la noche.

Por la mañana entraron el criado y la criada.

-Ahora -pensó el árbol- comenzarán a adornarme de nuevo.

Pero lo arrastraron y lo metieron en el desván y allí lo dejaron, en un rincón oscuro, donde no llegaba luz
alguna.

-¿Qué significará esto? -pensó el árbol.

Y se mantuvo contra la pared y pensó y pensó. Y tuvo mucho tiempo, porque pasaron días y noches. No subía
nadie y cuando por fin vino alguien, fue para poner unas grandes cajas en un rincón. El árbol estaba muy
escondido, se diría que había sido olvidado por completo.

¿Pero cuándo iba a volver a salir? Ocurrió una mañana en que vino gente y revolvió en el desván. Todo sucedía
muy rápidamente.

-¡Ahora a vivir!-, pensó éste alborozado, y extendió sus ramas. Pero, ¡ay!, estaban secas y amarillas.
En el patio jugaban algunos de aquellos alegres niños que por Nochebuena estuvieron bailando en torno al abeto
y que tanto lo habían admirado. Uno de ellos se le acercó corriendo y le arrancó la estrella dorada.

-¡Miren lo que hay todavía en este abeto, tan feo y viejo! -exclamó.

El árbol sintió haber dejado el oscuro rincón del desván. Recordó su juventud en el bosque, la alegre
Nochebuena.

-¡Todo pasó, todo pasó! -dijo el pobre abeto-. ¿Por qué no supe gozar cuando era tiempo? Ahora todo ha
terminado.

Vino el criado, y con un hacha cortó el árbol a pedazos, formando con ellos un montón de leña, que pronto ardió
con clara llama bajo el gran caldero. El abeto suspiraba profundamente.Y así hasta que estuvo del todo
consumido.

Las tres ramas verdes:

Había una vez un ermitaño que vivía en un bosque. Cada anochecer llevaba unos
cubos de agua a la cumbre del monte. Muchos animales calmaban en ella la sed, y
muchas plantas se refrescaban, y las aves salvajes exploraban el terreno en busca
de agua.

Por ser el ermitaño tan piadoso, un ángel del Señor lo acompañaba y le llevaba la
comida cuando éste había terminado su trabajo.

Siendo ya mayor el ermitaño, vio un día que llevaban a la horca a un pobre


pecador, y se dijo para sus adentros:

-Ahora recibe éste su merecido

Aquella velada, cuando subió el agua a la montaña, no se presentó el ángel que siempre lo acompañaba y le
traía el alimento. Asustado, hizo examen de conciencia, procurando recordar en qué podía haber pecado, pero
no encontró ninguna falta.

Dejó de comer y beber y, arrojándose al suelo, se pasó mucho tiempo en oración. Y un día en que estaba en el
bosque llorando amargamente, oyó un pajarillo que cantaba, y le dijo:

- ¡Qué alegremente cantas! Contigo no está Dios irritado. ¡Ah, si pudieses decirme en que falté, para que mi
corazón se arrepintiese y recobrase aquel contento de antes!

El pajarillo le dijo:

- Hiciste mal al condenar al pobre pecador que conducían a la horca; por eso, Dios está enojado contigo, pues
sólo Él tiene derecho a juzgar. Pero si te arrepientes y haces penitencia, serás perdonado.

Y se le apareció el ángel con una rama seca en la mano y le dijo:

- Llevarás esta rama contigo hasta que broten de ella tres ramillas verdes, y por la noche, al acostarte,
descansarás la cabeza sobre ella. Mendigarás el pan de puerta en puerta, y nunca pasarás más de una noche en
una misma casa. Tal es la penitencia que el Señor te impone.
Tomó el ermitaño la vara y volvió al mundo que no viera desde hacía tantos años. Comía y bebía solo lo que le
daban en las puertas donde llamaba.

Una día que había estado mendigando desde la mañana a la noche sin que nadie le diese ni comida ni albergue,
entró en un bosque y llegó ante una miserable choza, donde había una anciana.

- Buena mujer, permitid que me refugie por esta noche en vuestra casa -dijo el ermitaño.

- No, no podría aunque quisiese -respondió ella-. Tengo tres hijos salvajes y malvados. Si os encontrasen aquí,
al volver de sus rapiñas, nos matarían a los dos.

- Dejad que me quede; no nos harán nada.

La mujer, apiadada, consintió en recogerlo. Se tendió el hombre al pie de la escalera, con una rama por
almohada. Al verlo la anciana le preguntó por qué se ponía así, y él le contó que lo hacía en cumplimiento de
una penitencia. Ella se puso la mujer a llorar, exclamando:

- ¡Ay! Si Dios castiga de este modo una sola palabra, ¡qué es lo que les espera a mis hijos cuando se presenten
ante Él para ser juzgados!

Hacia media noche regresaron los bandidos, con gran ruido y vocerío. Encendieron fuego y vieron al hombre
tumbado al pie de la escalera, e increparon a su madre:

- ¿Quién es ese hombre? ¿No te hemos prohibido que acojas a nadie?

- Dejadlo en paz - suplicó la vieja -. Es un pobre pecador que expía sus pecados.

- ¿Qué ha hecho, pues? - preguntaron los ladrones; y despertaron al anciano

- ¡Eh, viejo, cuéntanos cuáles son tus pecados!

Este les explicó cómo con una sola palabra había ofendido a Dios, y la penitencia que le había sido impuesta. Su
narración conmovió de tal manera a los bandidos, que se arrepintieron y decidieron hacer penitencia.

Por la mañana lo encontraron muerto, y de la vara seca que le servía de almohada habían brotado tres ramas
verdes. El Señor le había restituido su gracia y acogido en su seno.

La vieja del bosque:

Había una vez una pobre criada que estaba cruzando un bosque
acompañando a sus amos. Mientras estaban en lo más espeso les
sorprendieron unos bandidos. Fueron atacados y solo se salvó la criad,a que
había saltado del coche para ocultarse detrás de un árbol.

Cuando los bandoleros se alejado con el botín, ella salió de su escondite y


contempló aquella enorme desgracia. Echándose a llorar amargamente, dijo:

-¡Qué voy a hacer ahora, desdichada de mí! No sabré salir del bosque, en el
que no vive un alma. Moriré de hambre. "

Y, por más que corrió de un lado a otro buscando un camino, no encontró ninguno.
Al anochecer se sentó al pie de un árbol y se encomendó a Dios, decidida a quedarse allí, pasara la que pasara.

Al cabo de un rato llegó volando una palomita blanca, con una llavecita de oro en el pico. La puso en su mano y
le dijo:

- ¿Ves aquel gran árbol de allá? Tiene una cerradura; ábrela con esta llave. Dentro encontrarás comida en
abundancia, y no tendrás que sufrir hambre.

La muchacha fue hasta el árbol, lo abrió y encontró dentro una escudilla llena de leche, y pan blanco en tal
abundancia que no pudo comérselo todo. Una vez estuvo satisfecha, dijo:

-Es la hora en que las gallinas suben a su palo. Me siento tan cansada que también yo me acostaría con gusto en
mi cama.

He aquí que volvió la palomita con otra llave de oro en el pico:

- Abre aquel otro árbol - díjole -. Encontrarás en él una cama.

Y, en efecto, al abrirlo apareció una hermosa y blanda camita. La joven rezó sus oraciones, se metió en la cama
y se durmió. A la mañana siguiente apareció por tercera vez la palomita y le dijo:

- Abre aquel árbol de allí y encontrarás vestidos.

Al hacerlo salieron vestidos magníficos, adornados con oro y pedrería, dignos de la más encumbrada princesa.
Y la muchacha vivió allí una temporada, presentándose la palomita todos los días para atender las necesidades
de la muchacha. Y era de verdad una vida buena y tranquila.

Pero un día le preguntó la paloma:

- ¿Quieres hacer algo por mí?

- Con toda mi alma - respondió la muchacha. Entonces, la palomita le dijo:

- Te llevaré a una casa muy pequeña. Entrarás y, junto al hogar, estará sentada una vieja que te dirá: "Buenos
días." Pero tú no respondas, haga lo que haga, sino que te diriges hacia la derecha, donde hay una puerta. La
abres, y te encontrarás en un aposento con una mesa, sobre la cual verás un montón de anillos de todas clases.
Los hay magníficos, pero déjalos. Busca uno muy sencillo que ha de estar entre ellos. Cógelo y tráemelo lo más
rápidamente que puedas.

La muchacha fue a la casita y entró. Allí estaba la vieja, que, al verla, abriendo unos ojos como naranjas, le dijo:

- Buenos días, hija mía.

Pero ella no respondió y se dirigió a la puerta.

- ¿Adónde vas? - exclamó la vieja, reteniéndola por la falda -. Ésta es mi casa, y nadie puede entrar sin mi
permiso.

Pero la muchacha no abrió la boca y entró en la habitación. Sobre la mesa había una gran cantidad de sortijas.
Las espació buscando la sencilla, pero esta aparecía por ninguna parte.
Mientras estaba así ocupada, vio que la vieja se escabullía con una jaula que encerraba un pájaro. Corriendo a
ella le quitó la jaula de la mano. El pájaro tenía en el pico el anillo que buscaba. Se apoderó de él y se apresuró
a salir de la casa, pensando que acudiría la palomita a buscar la sortija: pero no fue así.

Se apoyó entonces en un árbol, dispuesta a aguardar la llegada de la paloma, y, mientras estaba de tal guisa, le
pareció como si el árbol se volviera blando y flexible, y bajara las ramas. Y, de pronto, las ramas le rodearon el
cuerpo y se transformaron en dos brazos, y, al volverse ella, vio que el árbol era un apuesto doncel que,
abrazándola y besándola, le dijo:

- Me has redimido y librado del poder de la vieja, que es una malvada bruja. Me había transformado en árbol, y
todos los días me convertía por dos horas en una paloma blanca, sin que pudiese yo recobrar la figura humana
mientras ella estuviese en posesión del anillo.

Quedaron desencantados al mismo tiempo sus criados y caballos, todos ellos transformados también en árboles,
y todos juntos se marcharon a su reino, pues se trataba del hijo de un rey. Allí se casaron la muchacha y el
príncipe, y vivieron felices.

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