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Sólo compañeros

Stephanie Bond
1º Valentine

Sólo Compañeros (2000)


Incluido en la antología «Fantasías de Medianoche»
Título Original: After hours
Serie: 1º Valentine
Editorial: Harlequin Ibérica
Sello / Colección: Especial Fuego Nº 1
Género: Contemporáneo
Protagonistas: Michael Pierce y Rebecca Valentine
Argumento:
Para Michael Pierce, Rebecca Valentine siempre había sido únicamente una
compañera de profesión…Hasta que un día se pasó por su tienda y
descubrió que aquella chiquilla modosita se había transformado en una
verdadera sirena. De pronto se moría de ganas por conocerla más a fondo.
¿Pero cuál de las dos era la verdadera Rebecca?
Stephanie Bond – Sólo compañeros – 1º Valentine

Capítulo Uno
—No se preocupe, señora Conrad, el tanga se puede lavar a máquina —Rebecca
Valentine tenía que hacer verdaderos juegos de manos con el teléfono para poder
continuar cosiendo la capa de terciopelo al disfraz mientras hablaba.
—¿Y las esposas para los tobillos también?
—Eh… sí, también son lavables.
—¡Oh, magnífico! Estaba empezando a pensar que tendría que comprar otro
disfraz para Marty y éste está prácticamente nuevo. Aunque el folleto hablaba de
juegos en el barro, la verdad es que no era consciente de que eso significaría
meternos en un pozo de barro.
Rebecca normalmente le seguía la corriente, pero aquel día no estaba de humor
para escuchar las aventuras sexuales de los Conrad. Se había pasado otra noche sin
dormir, analizando su desventurada vida amorosa. Llamaron a la puerta y suspiró
aliviada.
—Me llaman, señora Conrad, tengo que dejarla.
—De acuerdo, querida, gracias por la información. Y llámame en cuanto
lleguen los disfraces del harén. Quiero darle una sorpresa a Marty para su
cumpleaños.
—Sí, la llamaré, señora Conrad. Adiós.
Rebecca se volvió hacia la puerta, maravillada de que una abuela pudiera tener
una relación tan erótica con el que era su marido desde hacía más de treinta años.
Realmente, la gente no era siempre lo que parecía.
Dickie podía ser un buen ejemplo, pensó.
Aparentaba ser el perfecto prometido, no la clase de hombre capaz de dejar
embarazada a su amante y fugarse con ella, dejando abandonada a su futura esposa.
Y la amante embarazada no era una simple y sencilla dependienta, como cualquiera
podría imaginar. No señor, la amante en cuestión era una antigua Miss Illinois.
—¡Hola! —una voz melodiosa la llamó desde la parte principal de la tienda.
Rebecca sonrió a pesar de la tensión que albergaba su pecho y rodeó la esquina
que la separaba del mostrador a la velocidad que le permitía el hábito de monja que
llevaba. Quincy Lyle, un extraordinario mensajero, permanecía en la tienda con una
enorme caja a sus pies. Recorrió a Rebecca con la mirada de los pies a la cabeza.
—¿Ha renunciado a todos los hombres, hermana Rebecca?
—Me estoy probando un disfraz. En el teatro del pueblo van a necesitar doce
hábitos de monja para un musical. Pero ahora que lo mencionas, quizá no fuera mala
idea meterme a monja.
—Tonterías, eres demasiado guapa para meterte a monja.
Rebecca suspiró… ¿por qué un hombre tan encantador como Quincy tenía que
ser homosexual?

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—Me encanta que seas tan mentiroso, Quincy.


—Eh, por si no te has mirado últimamente en el espejo, te recuerdo que eres la
mismísima reencarnación de Audrey Hepburn.
—Pero no me ha servido de nada.
Quincy, al igual que todos los que trabajaban en aquella zona del Norte de
Chicago, estaba al corriente de los sórdidos detalles de su abandono.
—Por favor. Ese hombre se llamaba Dickie, por el amor de Dios. De un hombre
así no se puede esperar nada bueno.
—Lo sé —contestó, preguntándose por qué le resultaría más fácil exponerle su
tristeza a un simple conocido que a sus mejores amigas o a su hermana—. Pero lo
superaré.
—Claro que lo superarás —respondió Quincy alegremente. Se inclinó sobre el
mostrador y le dirigió una sonrisa traviesa—. Y ésa es la razón por la que deberías
echar una canita al aire con un increíble e irresistible ejemplar del sexo masculino.
Rebecca rio y sacudió la cabeza.
—Suena divertido, pero no es precisamente mi estilo.
—Los estilos cambian, cariño. Y tú estás pidiendo a gritos un poco de
maquillaje emocional.
Rebecca se mordió el labio. La verdad era que durante las dos últimas semanas
la necesidad de vengarse de la traición de Dickie había llegado a ser sobrecogedora.
En más de una ocasión, había deseado tener valor suficiente para poder mantener
una relación por un placer puramente sexual. Le bastaba pensar en tener una
aventura para experimentar el dulce placer de la venganza. Pero, incluso en el caso
de que se decidiera a hacer algo tan impropio de ella, ¿de dónde iba a sacar a ese
espécimen?
El único otro hombre de su vida, patéticamente, era un atractivo cliente con el
que había fantaseado durante años, y desgraciadamente estaba casado.
Quincy chasqueó la lengua.
—En cualquier caso, prométeme que si surge algo estarás dispuesta al menos a
coquetear.
—Te lo prometo, pero no surgirá.
—Eso nunca se sabe —Quincy miró hacia las negras nubes que cubrían el cielo
y después señaló a una zona del mostrador en la que estaban dispuestos los más
coloridos trajes—. Si esto sigue así, voy a necesitar uno de esos trajes de sirena que
acabas de recibir.
Rebecca sonrió, agradeciendo su intento de animarla.
—¿Qué tienes para mí?
—No lo sé, pero es ligero como una pluma —leyó la etiqueta del paquete que le
llevaba—. Te lo envía Lana Martina Healey, desde Lexington, Kentucky.
—¿Lana Martina Healey? ¡Ah, Lana Martina!

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—¿Es una de tus clientas?


—No, era una auténtica genio a la que mi hermana y yo conocimos en la
universidad. Vaya, a estas alturas ya debe estar casada —rodeó la caja, que medía
casi un metro de largo—. ¿Qué demonios me enviará?
—¿Un regalo de boda?
—No sé cómo puede haberse enterado Lana de mi boda. Hace años que
perdimos el contacto. ¿Puedes echarme una mano, Quincy?
—Claro.
Después de que Quincy rasgara las cuerdas, Rebecca levantó las solapas de la
caja, dejando al descubierto un mar de protectoras de polietileno con forma de
gusanos.
—Sea lo que sea, debe ser muy frágil —comentó Quincy.
Rebecca hundió la mano entre los gusanos de polietileno y encontró un sobre.
Deslizó el dedo bajo la solapa y saco una tarjeta de brillantes colores en la que
aparecía fotografiada una taza de café.
—El suspense me está matando —dijo Quincy.
—«Querida Rebecca» —leyó—. «He encontrado tu dirección en el directorio de
alumnos. Lo creas o no, yo también soy empresaria, he renunciado a la economía y he abierto
un café en Lexington, lo que seguramente no es ni de lejos tan interesante como ser
propietaria de una tienda de disfraces. Acabo de casarme con un maravilloso y rico abogado al
que conocí a través de la sección de anuncios personales de un periódico. Aunque lo más
curioso es que ninguno de nosotros había escrito a esa sección».
Rebecca alzó la mirada hacia Quincy.
—A esa chica siempre parecían ocurrirle cosas interesantes —y continuó
leyendo—. «La cuestión es que el mérito de que haya encontrado a mi marido se lo debo al
bueno de Harry.
Así que, siguiendo el acuerdo al que llegamos en la despedida de soltera de Angie, te lo
envío con la esperanza de que a ti también te traiga suerte en el amor. Cuídalo y él te cuidará.
Si ya te has casado, por favor, pásaselo a tu hermana o a alguna amiga soltera».
Rebecca dejó de leer. Recordaba perfectamente la fiesta de despedida de soltera
de Angie, pero ningún acuerdo sobre lo que había que hacer con un hombre llamado
Harry.
—¿Te ha enviado un hombre en una caja? —preguntó Quincy—. Dios mío, no
sabía que te relacionabas con asesinas en serie.
Rebecca miró la caja con recelo y se santiguó mentalmente.

Michael Pierce se echó la gorra hacia abajo para protegerse de la lluvia. Era lo
que le faltaba. Como si aquella semana no hubiera sido suficientemente terrible.

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Había recibido la sentencia final del divorcio y se había visto obligado a cerrar el
restaurante para hacer obras.
Y aquella lluvia era la gota que colmaba el vaso. Utilizando el brazo en el que
llevaba los uniformes de los empleados como escudo, intento ignorar el tenso dolor
que se apoderaba de su cabeza y de su pecho. Debía estar a punto de agarrar un
resfriado…
En momentos como aquel, la idea de marcharse a Florida le resultaba atractiva.
Podría ganarse la vida tocando la guitarra para un público improvisado, y con un
montón de cambio en el bolsillo.
Lo del restaurante había sido idea de Sonia y, por alguna razón, aquella mujer
siempre había sido capaz de convencerlo de cualquier cosa.
Seis años atrás, cuando se habían casado, estaba tan loco por ella que habría
hecho lo que fuera para hacerla feliz, incluyendo invertir los ahorros de toda su vida
en el restaurante. Sonia adoraba el mundo de relaciones sociales que implicaba el ser
propietaria de un restaurante, pero se negaba a enfrentarse a los problemas
financieros. Y su cuenta corriente había terminado prácticamente vacía.
Aun así, pese a los esfuerzos que le había costado sacarlo adelante, Michael
había terminado disfrutando del restaurante. Pero había estado completamente ajeno
a lo que en realidad estaba ocurriendo en su relación hasta que Sonia le había pedido
el divorcio seis semanas atrás. Al parecer, tenía un amante. Un amante rico que
frecuentaba el restaurante. La noticia de su aventura lo había herido especialmente
porque Sonia, a pesar de lo hermosa que era, nunca se había mostrado especialmente
interesada en el sexo.
Durante las semanas anteriores, los sentimientos de Michael habían pasado del
dolor al enfado. Al final, había alcanzado un estado de deseo de venganza que en
realidad no era el mejor para tomar decisiones afectivas en el futuro. Pero fuera o no
inteligente, había liquidado los ahorros que tenía para la jubilación y pensaba
convertir el restaurante en un auténtico éxito. ¿Para demostrarse algo a sí mismo?
¿Para mantenerse ocupado? Quizá fuera por un poco de ambas cosas.
Lo que él necesitaba, según le había dicho su hermano Ike, era echar una canita
al aire para olvidarla. E Ike debía saber lo que decía, porque se había divorciado
cuatro veces.
Quizá su hermano tuviera razón. A lo mejor una aventura podía ayudarlo a
mitigar el dolor, pero la idea de acercarse a un pub cualquiera para buscar una
aventura de una noche le hacía sentir calambres en el estómago. A pesar de su
aburrida vida sexual, jamás había pensado en tener una aventura extraconyugal. Y
para empezar a buscar alguna amante potencial se requería algo de práctica. En el
restaurante había muchas camareras atractivas, pero él se negaba a tener relaciones
sentimentales con sus empleadas. ¿Alguna cliente? Era demasiado arriesgado,
teniendo en cuenta que en aquel momento necesitaba mucho más su negocio que el
sexo.
No, su vida ya era suficientemente compleja como para complicarla más con
una aventura.

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De hecho, se prometió en silencio, durante los seis meses siguientes renunciaría


a las mujeres.
Nada de sexo, nada de coqueteos, decidió.
Bueno, quizá mirar le estuviera permitido, siempre y cuando eso no lo
condujera al sexo.
Su madre, una católica devota, creía profundamente en las señales. «Michael»,
le diría, «después de esta decisión, procura estar alerta a cualquier señal de los cielos
que te indique que has tomado la decisión correcta».
Michael suspiró y abrió la puerta de Trajes para Cualquier Ocasión, para
encontrarse frente a una monja.
Aparentemente, aquel día el cielo no estaba para sutilezas.

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Capítulo Dos
Rebecca se enderezó y sonrió a Michael Pierce, el que durante tanto tiempo
había sido objeto de sus fantasías. El contenido de aquella misteriosa caja tendría que
esperar a que disfrutara de la única emoción del día.
—Hola, señor Pierce.
El Restaurante Incógnito era uno de sus clientes. La señora Pierce tomaba la
mayor parte de las decisiones relativas a la ropa, pero de vez en cuando, el señor
Pierce se dejaba caer por la tienda con algún encargo. Su eterno uniforme, pantalones
vaqueros, camiseta, cazadora de cuero y gorra de béisbol, contrastaba con la siempre
cuidada apariencia de su esposa. Aunque aquel atuendo informal le sentaba
maravillosamente, Rebecca apostaba a que estaría de muerte con un traje. O con el
disfraz de Zorro que mentalmente tenía reservado para él.
—¿Rebecca? ¿Eres tú?
Rebecca asintió, sonrojada. El señor Pierce debía pensar que estaba majareta,
siempre disfrazándose.
—Sí, soy yo. Quincy, ¿te importaría llevar la caja al almacén?
Quincy frunció el ceño, porque estaba deseando saber lo que había en su
interior.
—Claro, ¿qué tal le van las cosas señor Pierce?
Michael miró a Quincy, inclinó la cabeza con gesto amistoso y dejó su
cargamento en el mostrador.
—¿Más ropa para arreglar?
—Eso me temo. Desgarros, botones perdidos, etcétera.
Quincy se despidió de ellos desde la puerta.
—Adiós Rebecca, señor Pierce.
Michael alzó la mano.
—Gracias por avisarme de que Rebecca iba a cerrar hoy antes de la hora,
Quincy.
Rebecca frunció el ceño… Ella pensaba cerrar como todos los días.
—De nada. No quería que tuviera que esperar, o echarla de menos.
Michael se volvió hacia el mostrador y Quincy miró a Rebecca desde la puerta
señalándolo con un significativo gesto. Rebecca sacudió ligeramente la cabeza,
indicándole que estaba loco si pensaba que iba a coquetear con un hombre casado.
—Adiós Quincy —le respondió entre dientes.
Forzó una sonrisa para Michael, rezando para que no hubiera advertido su
secreta conversación gestual con Quincy.
—Lo tendré todo para mañana por la tarde —le dijo a Pierce.

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Se preguntó por las ojeras que últimamente oscurecían su mirada y su ceño de


forma casi permanente. Por supuesto, ninguna de las dos cosas mermaba un ápice su
atractivo. Michael Pierce era un hombre alto, fuerte, sólido y sexy, con cierto aire
juvenil, y eminentemente viril.
—En realidad no tengo prisa —le dijo—. He cerrado el restaurante durante un
par de semanas para remodelarlo.
—Oh, qué emocionante, ¿y que cambios piensa hacer?
Michael suspiró y se echó la gorra hacia atrás.
—Estoy abierto a todo tipo de sugerencias.
La ansiedad de su voz la tomó de sorpresa.
Rebecca rio ligeramente.
—Oh, no creo que le apetezca oír mis ideas.
—¿Tienes alguna idea sobre el restaurante?
Rebecca se sonrojó y se dio cuenta de lo pretenciosa que podía parecer. El hecho
de que frecuentara el restaurante no significaba que sus ideas pudieran tener ningún
valor, o que Pierce pudiera estar interesado en escucharlas.
—No, no, yo…
—Porque si tienes alguna idea, me encantaría oírla.
Michael debía ser el hombre más atractivo con el que Rebecca se había cruzado
en toda su vida. Sus facciones eran marcadas y bien conformadas, la frente ancha, la
nariz fuerte y recta, los pómulos perfectamente cincelados y la mandíbula cuadrada.
Tenía el pelo del color del cobre, pero eran sus ojos oscuros los que Rebecca
encontraba tan seductores que le costaba mantenerle la mirada durante mas de unos
segundos.
—El restaurante necesita un cambio de aspecto —le explico él—. Algo que
llame la atención del público. Queremos volver a abrirlo dentro de dos semanas.
—Bueno —dijo Rebecca con un hilo de voz—. Yo… —se aclaró la garganta—,
tengo algunas ideas que podían hacerlo parecer diferente.
—Te escucho.
Rebecca tomó aire y señaló los trajes que le había dejado sobre el mostrador.
—Estos disfraces de vaquero no son nada… especial. Quizá debería vestir a los
camareros con algo más elegante. Como disfraces de vampiro o de bailarines de
flamenco. Y hablando de bailarines… —se interrumpió y se mordió el labio. ¿Estaría
hablando demasiado?
—Continúa.
—Bueno, quizá podría quitar algunas mesas y montar un escenario para ofrecer
espectáculos de baile. Estaba pensando en flamenco, pero las danzas africanas y
orientales pueden ser muy provocativas.
—¿Provocativas? No quiero convertir mi restaurante en un club de hombres.

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—Estaba pensando en parejas de bailarines.


—Oh, bueno, quizá sea posible darles más sabor a los disfraces, pero,
sinceramente, Rebecca, no veo nada elegante o provocativo en un traje de vampiro.
No me gustaría convertir el local en una fiesta de Halloween.
—Pero sería divertido. Podría invitar a sus clientes a que también ellos fueran
disfrazados. El restaurante se llama Incógnito, podría intentar capitalizar su nombre
celebrando una cena de disfraces una noche a la semana.
Michael se limitó a mirarla con una expresión indescifrable. A Rebecca le latía
violentamente el corazón. ¿Por qué habría dicho nada?
Hasta a ella misma le parecían tontas y superficiales sus sugerencias y no
podría soportar que Michael se riera de ella.
—Eso llevaría un montón de trabajo —respondió él—. Los trajes, el escenario,
los bailarines…
—Sí —admitió—, pero yo podría proporcionarle los trajes, para el escenario
solo hay que solicitar un permiso de instalación y hay algunos grupos de baile por
esta zona.
—Parece como si ya hubieras pensado antes en ello.
Rebecca tragó saliva y se encogió de hombros.
—Mi negocio consiste en planificar formas de entretenimiento —y además, se
había tomado un interés particular en el establecimiento de su cliente favorito.
Michael escrutó el hábito de monja con la mirada y chasqueó la lengua.
—Sí, gracias por tus ideas, Rebecca. Pensaré en todo lo que me has dicho —se
encaminó hacia la puerta—. ¿Alguna vez te han dicho que te pareces a Audrey
Hepburn?
Y sin más, salió a enfrentarse con la lluvia, dejándola sonrojada hasta la raíz del
cabello.
¿Cómo se le habría ocurrido decirle como debía llevar su negocio?
Probablemente él sólo le había pedido sus ideas para seguirle la corriente, no
pensando en que inmediatamente iba a colocarle un plan. Rebecca se cubrió la cara
con las manos. Probablemente Michael se reiría un buen rato contándole a su mujer
sus ideas salvajes. Y se reirían mucho más todavía si se enteraran de que estaba loca
por Michael.
Rebecca suspiró y volvió a la tierra.
Durante el resto de la tarde, estuvo atendiendo a sus clientes con una sonrisa en
el rostro, pero sin dejar de pensar en Michael Pierce y en el ceño que oscurecía su
expresión. Ni en los movimientos perfectos de su cuerpo. Ni en lo sexy que le
quedaba la gorra de béisbol.
Siempre había sabido que estaba casado, pero si Dickie podía tener una amante,
¿por qué ella no iba a permitirse algunas fantasías inocentes con Michael Pierce?

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El teléfono sonó en ese momento, sacándola de sus reflexiones. Recordándose


que debía estarle agradecida a cualquiera de sus clientes, incluso a los más
inoportunos, descolgó el teléfono.
—Trajes para Cualquier Ocasión.
—Hola, hermanita.
Rebecca sonrió al oír la reconfortante voz de su hermana Meg.
—Hola.
—¡Qué tal estás?
—Oh, ya he cancelado el viaje que teníamos previsto para la luna de miel, pero
todavía tengo que devolver algunos regalos.
—Te he preguntado que qué tal estás.
Rebecca suspiró.
—Estoy bien. Creo que lo que más me duele es el orgullo. Dickie y yo no
estábamos hechos el uno para el otro y creo que él fue el primero en darse cuenta. Y
me temo que mamá lo está pasando peor que yo.
—Bueno, ya sabes que mamá quiere que disfrutemos de la clase de matrimonio
que ella nunca pudo tener.
—Lo sé…Y tengo la sensación de haberla decepcionado.
—¿Tú? No creo que fueras tú la que le pidió a Dickie Montgomery que se
buscara una amante y la dejara embarazada. Aunque las cosas no fueran bien entre
vosotros, hay formas más honrosas de terminar una relación.
—Me siento tan tonta, Meg. ¿Cómo es posible que no me diera cuenta?
—Ni a ti ni a mí nos gusta buscarnos problemas. Nos gusta que las cosas sean
tranquilas, a veces incluso a nuestras expensas.
Al advertir el extraño deje que tenía la voz de su hermana, Rebecca contestó:
—Espero que lo que me ha pasado no haya sido motivo de tensiones entre tú y
Trey.
—Oh, no. Trey continúa siendo tan sólido y digno de confianza como siempre.
—¿Estáis pensando en fijar una fecha de boda?
—No, no quiero precipitar las cosas. No me gustaría que se sintiera presionado.
A Rebecca le habría gustado decirle que después de cinco años de relación Meg
no estaría precipitando nada, pero decidió guardarse su opinión.
—Bueno, supongo que por lo menos no voy a separarte de él haciendo que te
encargues de la tienda mientras estoy de luna de miel.
—La verdad es que me apetecía tomarme un descanso.
—¿Y por qué no te vienes de todas formas al final del semestre?
—Si, quizá no me venga mal cambiar un poco de ambiente.
—Meg, ¿de verdad va todo bien?

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—Por supuesto que sí. No te preocupes por mí. Mira, acaba de llegar Trey. Lo
siento, tengo que colgar.
Desde que Dickie había dejado caer aquella bomba, Meg casi parecía
disculparse por el hecho de que hubiera un hombre en su vida.
—Estoy bien, de verdad. Gracias por llamar.
—Llámame si necesitas hablar.
—Lo haré.
Colgó el teléfono, agradeciendo la llamada de su hermana, pero deseando al
mismo tiempo que todo el mundo dejara de preocuparse por ella. No era la única
mujer a la que le habían destrozado el corazón.
Rebecca cerró la puerta principal y apagó parte de las luces. Frunció el ceño.
Había algo que quería decirle a Meg, pero no se acordaba de lo que era. Decidiendo
que no debía ser importante, sacó la basura por la puerta trasera. El aparcamiento
estaba vacío. En él no había nada más que su furgoneta y el contenedor de basuras al
que tiró la bolsa. No había dejado de llover y hacía un frío glacial. Era una noche
perfecta para quedarse en casa y poner al día algunos proyectos. Regresó al taller y
supervisó sus últimos trabajos.
La capa de terciopelo morado comenzaba a darle vida al disfraz. Aquello era lo
que más le gustaba de su trabajo: ir ensamblando poco a poco los distintos
componentes de un disfraz.
Paseó el disfraz por todo el taller, acercándolo a las cajas de sombreros,
máscaras, zapatos, camisas, blusas, lencería e incontables accesorios. Si algo le
llamaba la atención, lo colocaba sobre la capa y si le gustaba se lo llevaba. Ya había
abandonado la idea de un fajín enjoyado y botas altas para optar por un modelo de
vampiresa más seductor: corsé de cuero, un tanga, ligas, medias negras y tacones
altos. Con el traje en la mano, fue descartando una máscara tras otra hasta elegir un
modelo de lentejuelas negras que cubría únicamente los ojos.
Se acercó al probador, sintiendo un calor creciente entre los muslos, junto con el
ya tradicional sentimiento de culpa. A veces, cuando se cambiaba delante del espejo
se sentía tan atrevida como algunas de sus clientes. Culpaba a su pasado en el teatro
y en el mundo de la danza de su afición a aquellos sensuales disfraces capaces de
convertir una pequeña tienda del Norte de Chicago en un rincón de la Grecia
antigua, de la Florencia medieval o de la Inglaterra victoriana.
Dar vida a trajes de tiempos pasados era una de las cosas más cercanas a la
magia que tenía en su vida. Pocas mujeres serian capaces de comprender aquella
deliciosa afición, y seguramente ningún hombre. ¿Dickie?, rió suavemente. Dickie no
tenía la menor idea de que bajo la tímida Rebecca se escondían cientos de mujeres
diferentes, todas ellas anhelando complacerlo. Siempre era él el que dirigía sus
relaciones amorosas, que eran bastante dispersas e insulsas.
No, no eran muy compatibles físicamente, pero ella lo quería. Era un hombre
inteligente y atento. Durante los tres años que habían estado saliendo y el año que
habían estado comprometidos, ella se había dado por satisfecha. Además, el sexo no
era lo más importante de una relación. O al menos eso pensaba ella. No estaba segura

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de que le dolía más. Si el hecho de que Dickie hubiera buscado otra mujer con la que
satisfacer sus deseos, o el hecho de que no hubiera confiado suficientemente en su
relación como para pensar que también en ella podría obtener algún placer. Quizá si
ella hubiera sido más asertiva…
Pero ya no importaba. Dickie estaba fuera de su alcance y ella estaba sola con
sus fantasías.
Cuando sintió la amenaza de las lágrimas, se pellizcó el dorso de la mano. La
única forma que tenía de superar aquella triste humillación era destinar unas horas
para el llanto cada día, desde las diez de la noche hasta las dos de la madrugada.
Durante aquellas horas, podía llorar, lamentarse, escuchar canciones tristes y llenar
pañuelos de lágrimas.
Los tres probadores que separaban el taller de la tienda estaban agradablemente
amueblados, pero el favorito de Rebecca era el rojo. Se trataba de un probador
suavemente iluminado, con un espejo de tres hojas, cojines de terciopelo rojo sobre
los bancos y una alfombra del mismo color.
No se molestó en correr la cortina porque el probador daba a la tienda y no era
visible desde la calle. Además, con las cortinas abiertas podía oír mejor el CD de
música medieval que sonaba en el estéreo.
Se quitó lentamente el hábito de monja y la ropa interior. Lo primero que se
puso fueron los colmillos de plástico, porque para comenzar el ritual del disfraz tenía
que asumir primero el papel. Los colmillos apenas se veían cuando cerraba la boca,
pero cuando la abría le conferían un aspecto felino y peligroso. Un escalofrío de
emoción recorrió su cuerpo. Permaneció muy quieta, imaginándose a sí misma como
una vampiresa, admirando el suave rubor de sus senos, la firmeza de su vientre y el
triángulo oscuro que unía sus muslos.
Arqueó la espalda y deslizó las manos por su cuerpo, rozando la punta de sus
senos, el ombligo y la curva de sus caderas. La imagen del rostro de Michael Pierce
acudió a su mente con todo lujo de detalles. Imaginó las manos de Michael haciendo
el mismo recorrido que acababan de hacer las suyas y su cuerpo encendiéndose de
deseo. Sin saber por qué, estaba convencida de que Michael sería un amante
maravilloso.
Se aplicó un maquillaje de lo más teatral, rojo de labios incluido. Se puso el
tanga y se ciñó el corpiño de manera que realzara sus senos. La piel rosada de los
pezones asomaba apenas por el borde de la prenda. Se puso las medias negras y las
sujeto con las ligas al corsé.
Unos tacones de ocho centímetros acentuaban la curva de sus pantorrillas y la
elegancia de sus tobillos.
Se recogió el pelo en un mono, se puso unos pendientes y se colocó la suntuosa
capa sobre los hombros. El suave roce del terciopelo le puso el vello de punta y sus
pezones erguidos emergieron por el borde del corsé. Se colocó la máscara y se puso
la capucha de la capa. Una nueva Rebecca, sexy y siniestra, estaba lista para la noche.
El disfraz era tan convincente que casi podía imaginarse a sí misma volando. Salió
del probador y fue flotando hasta el taller. Giró sobre sus talones al ritmo de la
música, con el convencimiento de que aquel traje podría provocarle un infarto a

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cualquier hombre mortal, incluso a Michael Pierce, que había dudado de que un traje
de vampiro pudiera ser provocativo. Una sonrisa lánguida curvó sus labios… Si
pudiera verla en aquel momento.
De pronto oyó algo tras ella. Rebecca tomó aire y giró, haciendo ondear la capa.
Al principio pensó que su mente le estaba jugando una mala pasada al conjurar
aquella imagen en la puerta trasera. Pero el pánico se transformó en vergüenza
cuando se acordó de que había dejado aquella puerta abierta cuando había salido a
sacar la basura.
Y el hombre que durante años había poblado sus fantasías acababa de verla
disfrazada.

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Capítulo Tres
Michael tardó algunos segundos en asimilar los hechos. Hecho número uno:
había vuelto a la tienda para hablar con Rebecca sobre las ideas que tenía para el
restaurante. Hecho número dos: había visto su furgoneta en el aparcamiento y había
oído música procedente del interior de la tienda. Hecho número tres: había llamado a
la puerta, había esperado durante unos minutos y había entrado esperando encontrar
a Rebecca inclinada sobre la máquina de coser. Y hecho número cuatro: ni en un
millón de años había imaginado que podría encontrarla con un vestido tan
escandalosamente sexy.
Al abrirse, la capa de terciopelo revelaba un cuerpo alto y esbelto, enfundado en
un corpiño, unas medias negras y un tanga. De hecho, tuvo que mirar dos veces para
asegurarse de que esa sirena disfrazada era Rebecca Valentine. La misma Rebecca
Valentine que le recordaba a un duendecillo y que iba vestida de monja la última vez
que la había visto. Sí, eran los mismos ojos verdes, y las mismas manos, que parecían
haberse quedado congeladas frente a ella. Y los mismos labios llenos, deformados
por… ¿unos colmillos?
Michael se quedó mirándola fijamente y ella clavó en él su mirada. Ambos
parecían haber enmudecido. Michael no se atrevía a mirar hacia abajo para
comprobar como había reaccionado su cuerpo frente a aquella visión. Su instinto le
decía que se acercara a ella, que tocara y sintiera. Pero su cerebro le decía que aquella
expresión de horror no era la de una mujer que quería ser acariciada, al menos no por
él. ¿No había mencionado Sonia en alguna ocasión que Rebecca estaba
comprometida?
Michael abrió la boca para defenderse de su propia reacción, para defenderse
de los salvajes pensamientos que cruzaban su cerebro.
—Yo… quería que habláramos. No has abierto la puerta y… La puerta estaba
abierta.
No fueron muy coherentes, pero por lo menos sus palabras consiguieron
ponerla en movimiento. Rebecca se cubrió con la capa, aunque la imagen de su
cuerpo semidesnudo quedaría para siempre grabada en el cerebro de Michael.
—No… no llega en un buen momento —creyó entender Michael.
—Ya, ya lo veo. En realidad no he visto nada. Será mejor que me vaya.
Rebecca asintió.
Tenía que dirigirse hacia la puerta, Michael lo sabía. Pero no podía ignorar la
sexualidad que cargaba la atmósfera. Aquellas luces tenues, la música vibrante, el
increíble disfraz de Rebecca y su repentino deseo. Sus pies parecían haberse clavado
al suelo con la absurda esperanza de… ¿De qué? ¿De qué Rebecca le pidiera que se
quedara?
Por fin consiguió reunir fuerzas suficientes para dirigirse hacia la puerta y
cerrarla tras él. Permaneció allí, completamente quieto, hasta que la lluvia comenzó a
filtrarse por su cuello y a descender por su espalda. Caminó hacia su coche. Había

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oscurecido prematuramente a causa de las nubes. Se oían las bocinas de los coches en
la distancia. Supuestamente, aquel era un miércoles como cualquier otro.
Estaba ya en el coche, aferrado con ambas manos al volante, cuando asomó a su
rostro una enorme sonrisa de incredulidad. Ver a Rebecca vestida con aquel traje tan
erótico había sido como un sueno de adolescente hecho realidad… sin la
correspondiente explosión final, por su puesto. Pero aún así, había sido
sorprendente. ¿Qué tipo de cosas haría cuando cerraba la tienda? ¿Y las haría muy a
menudo?
Al pensar en Rebecca disfrazándose sola entre todos aquellos… accesorios,
sintió que le palpitaba el corazón. ¿Cómo podía haberse imaginado que detrás de
todos aquellos disfraces de animales, frutas y monjas, se escondía una sorprendente
figura aficionada a la lencería fina?
Tensó los dedos alrededor del volante… ¿Y si Rebecca estuviera esperando a su
novio? Quizá inventaran eróticos juegos de rol después de las horas de trabajo. Había
oído hablar de esa clase de cosas y, al pensar en el tipo de trabajo de Rebecca, le
parecía probable. Eso explicaría por qué estaba la puerta abierta.
Pero, por alguna razón, lo irritaba pensar que Rebecca pudiera haberse
disfrazado así para un hombre. Era una mujer joven, ¿no? E inocente. Esperaba que
al menos su novio no fuera uno de esos mequetrefes sin experiencia.
Michael sacudió mentalmente la cabeza. Lo que Rebecca Valentine hiciera o
dejara de hacer no era asunto suyo. Él apenas la conocía además, ¿no se había dicho
ese mismo día que renunciaba a las mujeres?
Se removió en su asiento e intentó apartar de su mente las imágenes de
Rebecca. Pero las ligas continuaban atormentándolo, y también sus tobillos, y sus
muslos perfectamente torneados, y el corsé, y aquella capa tan sexy que podría
convertirse en el lecho perfecto…
¡Ya estaba bien! Tenía un negocio del que ocuparse y si iba a poner en práctica
algunas de las ideas de Rebecca necesitaría su ayuda. Aunque tendría que manejar
aquel asunto por teléfono.

Rebecca ni siquiera se atrevió a pensar en lo que había pasado hasta que cerró la
puerta. Después todos los músculos de su cuerpo se derrumbaron. Se apoyó contra la
puerta mientras se ahogaba de humillación. Por alguna razón, Michael Pierce había
ido a hablar con ella y se había llevado la impresión de su vida. ¿Cómo iba a
atreverse a volver a mirarlo a la cara?
Con las rodillas temblorosas, apagó las luces de los probadores y del taller y
subió las escaleras que conducían a su apartamento. Quería meterse en la cama y
esconder la cabeza bajo las mantas durante unos cuantos meses.
El apartamento que había sobre la tienda había sido uno de los principales
atractivos por los que había comprado aquel edificio. Admitía que era minúsculo y
que sólo se podía vivir en él gracias a que la cama era plegable y podía desaparecer
en el interior de un armario del cuarto de estar para permitirle pasar al baño y al

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cuarto de la lavadora. Para llamar habitación a la otra zona del apartamento, en la


que estaban el cuarto de estar y la cocina, hacía falta una gran imaginación.
A Dickie no le gustaba nada el «ático», que era como Rebecca llamaba a su
apartamento, pero a ella le parecía mucho más acogedor su pequeño rincón que el
lujoso piso de su ex novio. Probablemente su amante vivía en un ático, con una cama
enorme y una cocina de anuncio que jamás utilizaba.
Una nueva oleada de lágrimas amenazaba con aflorar a la superficie, pero sólo
eran la seis y media y todavía le faltaban horas para poder desahogarse a gusto.
Rebecca se quitó el traje de vampiresa ardiendo de vergüenza. Se puso unos
pantalones de chándal y una camisa y se sentó en el sofá. Se cubrió la cara con un
cojín y deseó poder retroceder en el tiempo y evitarse el espantoso ridículo que
acababa de hacer.
Quizá Michael había pensado en sus sugerencias y tenía ganas de comentarlas
con ella. Si era así, acababa de echar por tierra toda su credibilidad. En aquel
momento, probablemente Michael estaría hablando con su esposa, riéndose a
carcajadas de la escena que acababa de presenciar. Dios santo, esperaba que la señora
Pierce no creyera que estaba intentando seducir a su marido. Se golpeó la frente con
el cojín. Cada vez que reproducía la escena en su cabeza, veía más claramente la
expresión de Michael: incredulidad, sorpresa, aturdimiento. Gimió mientras luchaba
contra las lágrimas. De todas las personas que podían haber entrado por la puerta
trasera, como ladrones, vagabundos o asesinos en serie, ¿por qué tenía que haber
entrado Michael?
Desesperada por agotar sus energías, Rebecca tomó una manzana, bajó a la
tienda y revisó la pila de ropa que le había llevado Michael. De alguna manera, la
rutina de coser botones y reparar desgarrones la ayudó a sentirse como si estuviera
pagando una penitencia a los Pierce por lo que había hecho.
A las nueve en punto, había terminado de remendar y dejó la ropa preparada
para que se la llevaran a la tintorería. Giró sus cansados hombros y se estiró,
intentando pensar en algo más que pudiera mantener ocupadas su cabeza y su
mente. Cuando su mirada aterrizó en el armario, recordó de pronto la misteriosa caja
de la que no se había acordado de hablarle a Meg y que le había enviado Lana.
Sacó la caja del armario, se arrodilló a su lado y sacó todo el material protector.
Sus dedos se pusieron en contacto con algo mullido y plástico. Rebecca alzó el objeto
y se quedó mirando fijamente a aquel hombrecillo de plástico.
Harry. Una sonrisa irónica curvó sus labios al acordarse de Harry en la fiesta de
despedida de soltera. Angie se lo había pasado a una chica, cuyo nombre se le
escapaba, diciéndole que, cuando se casara, automáticamente tenía que pasar aquel
muñeco anatómicamente completo a otra amiga soltera. Al parecer Lana se había
casado después de que le pasaran el muñeco y se lo enviaba a ella deseándole buena
suerte.
Rebecca rió burlona. ¿Buena suerte? ¿Dónde estaba Harry un mes atrás, antes
de que su vida se hubiera visto abocada al desastre? Sacudió el muñeco. El largo
viaje a través del sistema de correos lo había dejado un tanto desinflado, lo que hacía
más patente la erección reproducida en plástico duro que se recortaba contra los
pantalones del pijama de rayas que llevaba.

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Por curiosidad, Rebecca le estiró la cintura del pantalón para echar un vistazo.
Al parecer el muñeco había tenido que sufrir un par de reparaciones, pero todo el
equipo parecía estar completo.
—Lo siento Harry —dijo, volviendo a colocar el muñeco en la caja—. Aunque
pudiera utilizar tu buena suerte en este momento, me temo que lo último que ahora
necesito es buena suerte en el amor, así que vas a volver a la caja hasta que averigüe
lo que voy a hacer contigo —volvió a guardar la caja, cerró la puerta del armario y
sacudió la cabeza.
Apagó las luces del taller y volvió al apartamento, arrastrando los pies y su
dolorido corazón. La televisión por cable no funcionaba, probablemente por culpa de
la lluvia, así que decidió que podía irse a la cama. Encendió la radio y bajó la cama
plegable, apagó las luces y se acurrucó bajo las sábanas.
Estar en el último piso del edificio significaba que a veces se iba a dormir, o se
despertaba, con el suave sonido de la lluvia sobre el tejado. Pero aquella noche la
lluvia parecía estar burlándose de todas las lágrimas que había derramado durante
las semanas anteriores. Y por encima de todo, aquella noche había sufrido la más
terrible de las humillaciones delante del último hombre con el que habría soportado
hacer el ridículo. El pecho le dolía de frustración y derrota. Se acurrucó e intentó no
pensar en la siguiente vez que tuviera que ver a los Pierce.
Especialmente a Michael.

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Capítulo Cuatro
Michael fijó la mirada en las hojas de cálculo que tenía sobre el escritorio, que
representaban los cambios que pretendía hacer en el restaurante. Pero las cifras se
borraban en su mente y se transformaban en figuras mucho más entretenidas. En la
silueta de Rebecca Valentine, para ser más exacto. No era capaz de dejar de pensar en
ella. Durante el último día y medio, su cuerpo había estado en constante estado de
alerta, dispuesto a entrar en acción en cualquier momento. Y estaba a punto de
explotar de deseo por ella.
Era como si al verla con aquel erótico disfraz se hubiera activado algún
interruptor en su cuerpo, desatando una fuerza sexual que hacia anos no sentía.
Ninguna mujer en su vida había cautivado su imaginación como lo había hecho
aquella dulce dependienta. El hecho de haberla descubierto en tan vulnerable
situación le hacía sentirse extrañamente protector hacia ella. Quería ver a Rebecca,
asegurarle que su secreto estaba a salvo, pero, francamente, temía sentirse
traicionado por su rampante fascinación.
Levanto el teléfono por vigésima vez con intención de llamarla, pero como no
se le ocurría nada razonable o brillante que decir, volvió a colgarlo.
Maldita fuera. Tendría que enfrentarse a Rebecca antes o después si quería
hablar con ella de los posibles cambios del restaurante… y después si no conseguía
mantener su libido bajo control.

Rebecca se detuvo delante del restaurante Incógnito, inhaló aire y después lo


exhaló. Ella podía hacerlo. Había estado intentando darse ánimos durante las últimas
horas y ya casi había decidido que se sentía menos miserable si entregaba los trajes
cosidos y limpios ella misma en vez de sobresaltarse cada vez que llamaban a su
puerta.
Se colocó la ropa bajo el brazo y empujó la puerta con la otra mano. Tragó
saliva. Los pelos se le pusieron de punta al entrar en el iluminado vestíbulo. Desde la
otra parte del restaurante, llegaban hasta ella los ruidos de las herramientas eléctricas
y de los obreros trabajando.
Salió un hombre de pelo negro, vestido con unos pantalones chinos y una
camisa desabrochada y le sonrió.
—¿Puedo ayudarla en algo?
—Me llamo Rebecca Valentine, soy de la tienda de disfraces. Tengo que
entregarle un paquete de ropa a la señora Pierce.
El hombre frunció el ceño.
—La señora Pierce no está aquí.
Rebecca sintió pánico, si era posible, prefería no tener que ver a Michael.
—¿En que momento podría hablar con ella?

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—Espere un momento.
El hombre desapareció por el pasillo y Rebecca aprovechó aquella oportunidad
para mirar a su alrededor e intentar sosegar su palpitante corazón. Era un edificio
antiguo y bellamente conservado, tenía un hermoso trabajo en madera y delicadas
molduras, techos altos y suelos de mármol. Su mente voló inmediatamente,
comenzando a imaginarse a parejas entrando del brazo bajo las centelleantes luces.
Sacudió la cabeza. Aquél había sido el tipo de pensamiento que la había metido
en problemas la noche que Michael la había descubierto con el disfraz. Al oír unos
pasos tras ella, el corazón se le subió a la garganta. Se volvió y descubrió a Michael
Pierce caminando hacia ella.
Deseo que el suelo se abriera bajo sus pies y se la tragara, pero no iba a ser tan
fácilmente salvada.
—Hola —la saludó él con expresión neutral, como si hubiera estado
perfectamente vestida la última vez que la había visto.
Rebecca se humedeció los labios.
—Yo… he traído los trajes para ahorrarles a usted y a la señora Pierce la
molestia.
—Has sido muy amable —se acercó a ella para tomar el cargamento de sus
brazos.
Sus manos se rozaron y aquel contacto fue suficiente para poner a Rebecca al
límite. Estaba temblando y sentía un intenso calor en las mejillas.
—Rico ha dicho que querías hablar con Sonia.
—Quería asegurarme de que estaba satisfecha con el estado en el que habían
quedado los trajes.
Michael le sostuvo la mirada durante largos segundos, para terminar diciendo:
—Me alegro de que estés aquí. ¿Tienes unos minutos para charlar?
No, Rebecca tenía que volver a la tienda y lo último que quería era revivir la
humillación de la última vez. Pero había ido hasta allí para zanjar aquel asumo.
—Claro.
Michael hizo un gesto para que lo precediera por el pasillo. Rebecca era
intensamente consciente de que estaba caminando delante de él, pero se había
vestido cuidadosamente, con unos pantalones anchos de color azul marino y un
jersey amarillo.
Michael se detuvo al lado de un armario y coloco los trajes.
—Mi despacho está al fondo a la izquierda.
Para Rebecca, los últimos metros fueron los más largos que había recorrido en
su vida. Pero por fin llegaron al despacho, una habitación sobriamente amueblada
con un escritorio, un par de sillas y un archivador.
—Siéntate —la invito Michael.
Rebecca obedeció, pero sentía su mente corriendo a toda velocidad.

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—¿Quieres un café, un té?


—No, gracias.
Michael tomo asiento y suspiró.
—Rebecca… Sonia y yo nos hemos divorciado.
Rebecca alzó la cabeza, sinceramente sorprendida.
—¿Qué? ¿Cuándo? —levantó inmediatamente la mano—. Lo siento, no es
asunto mío.
—No es ningún secreto. De hecho, me sorprende que no te hayas enterado.
En otras circunstancias lo habría hecho, pero desde que ella y Dickie habían
comenzado a ser pasto de cotilleos, había sido excluida del círculo de chismorreos.
—La sentencia final salió esta semana.
—Yo… lo siento mucho.
Michael asintió, como si él también lo sintiera.
—Bueno, y ahora que ya hemos dejado eso claro, podemos volver a hablar de
negocios.
Rebecca lo miró arqueando las cejas.
—¿Humm?
—He estado pensando mucho en las ideas que me diste para el restaurante. El
director, Rico, y yo, hemos estado hablando sobre ello y hemos decidido que vamos a
intentarlo… —Rebecca sonrió de oreja a oreja—. Y que nos gustaría contar con tu
ayuda.
La sonrisa de Rebecca se desvaneció al instante.
—Ya he encargado que construyan el escenario —continuó diciendo él—, y te
pagaría a cambio de tu asesoramiento, por supuesto.
—Yo… —la cabeza no paraba de darle vueltas—, no sé si…
Michael se inclinó hacia delante.
—Escucha, Rebecca, acerca de lo de la otra noche…
—Simplemente me estaba probando un disfraz nuevo —lo interrumpió con una
risa—. Siento haberle puesto en una situación embarazosa. Pero le aseguro que yo
estaba más avergonzada que usted —sus mejillas llameaban.
—No me debes ninguna explicación. No tenía derecho a meterme de esa forma
en tu casa —se aclaró la garganta—. Pero ya esta todo olvidado.
Rebecca asintió con una extraña mezcla de sentimientos: alivio y un ligero
remordimiento. El espectáculo del disfraz ni siquiera había sido memorable. Por
supuesto, sus encantos no podían compararse con los de la deslumbrante Sonia.
—¿Estás de acuerdo con que podemos trabajar juntos?
A ella no le iría nada mal un dinero extra y tenia que admitir que la idea de
trabajar al lado de Michael era irresistible.

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—Solo podría colaborar después de las horas de trabajo.


Michael asintió y sonrió.
—Estupendo, ¿puedes empezar esta noche? —Yo… supongo que sí.
—Muy bien. No tenemos mucho tiempo, ¿a qué hora puedo pasar por la
tienda?
Por supuesto, tenía que pasar por la tienda porque estaban allí todos los
disfraces y bocetos. Pero sería un asunto estrictamente profesional. Rebecca se
levantó y enderezó los hombros.
—¿Qué tal a las seis y media?
—A las seis y media entonces.
Michael se levantó y le tendió la mano. Rebecca vaciló, pero decidió que estaba
exagerando. Estrechó la mano de Michael, esperando que no notara su temblor.
Cuando la mano de Michael se cerró alrededor de la suya, tuvo que morderse la
lengua para luchar contra la corriente que pasaba de su mano a la suya. No había
nada que justificara que aquel hombre la conmoviera de aquella forma, pero pensar
en Michael Pierce era como hacer un ejercicio aeróbico.
—Hasta luego —le dijo Michael.
¿Se habría imaginado ella la repentina ronquera de su voz?
Sí, tenía que habérsela imaginado. Rebecca apartó la mano.
—Adiós —se volvió y se fue caminando tranquilamente.

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Capítulo Cinco
Rebecca señaló a Quincy con un dedo amenazador.
—Tú te propones algo.
—¿Quién? ¿Yo? —contestó Quincy con la más inocente de sus expresiones.
—Sí, tú.
—¿Acaso tengo yo la culpa de que ese hombre haya obtenido el divorcio la
misma semana en la que tu estas buscando a un hombre divino que te ayude a
olvidarte de Dickie?
—Yo no estoy buscando nada.
—¿No te das cuenta? Es perfecto, los dos tenéis el corazón destrozado.
—¿Sonia ha tenido una aventura o algo así? No, déjalo, no me contestes a eso.
—Sí, el tipo era un cliente del restaurante. Y está forrado.
—Déjalo, no quiero oírlo.
—La señora Pierce abandonó al señor Pierce y lo dejó con un restaurante en
ruinas.
—Se supone que no deberías andar contando ese tipo de cosas.
Quincy suspiro dramáticamente.
—Yo solo divulgo información cuando es estrictamente necesario y tú necesitas
hacerte una idea de todo el cuadro si vas a tener una aventura con él.
—Tú no estás bien de la cabeza.
—¿No me digas que no lo encuentras atractivo?
—¿Es atractivo? No me había dado cuenta.
—Pero, bueno, ¿es que estás ciega? Ese hombre es maravilloso.
Rebecca llevó al armario los trajes que Quincy acababa de llevarle.
—Michael y yo estamos trabajando juntos en un proyecto, Quincy. Y no mezclo
el trabajo con mi vida privada.
—¿En qué tipo de proyecto?
—Por si quieres saberlo, me ha pedido que lo ayude a darle un nuevo aire al
restaurante.
Quincy sonrió de oreja a oreja.
—Qué noticia tan maravillosa. Así que está dispuesto a luchar por el
restaurante —arqueó las cejas—. Y estando los dos trabajando codo a codo, nunca se
sabe lo que puede llegar a pasar.
—No va a pasar nada, Quincy. Y fin de la conversación.
Quincy asintió y señaló la caja que contenía a Harry.
—¿Qué es lo que te ha enviado tu amiga?

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—Un hombrecito hinchable. Con todos sus atributos. Es una tontería, se supone
que trae suerte, pero yo no me trago esas bobadas.
—No sé, a mí me parece una tradición divertida.
—Yo no tengo tiempo para tonterías.
—Supongo que no, sobre todo ahora que vas a empezar a trabajar con Michael
Pierce.
Rebecca lo miro exasperada.
—¿No tienes más paquetes que entregar?
—Por supuesto que sí… —se dirigió hacia la puerta y le hizo un gesto desde allí
—. Por cierto, el disfraz de vampiresa es… explosivo.
—Gracias.
Rebecca suspiró. Ya había recibido dos pedidos de ese disfraz, una auténtica
suerte, porque en realidad se lo había puesto a uno de los maniquíes para convencer
a Michael de que realmente se lo estaba probando.
Parecía que nunca iban a llegar las seis y media de la tarde. Y, por si no
estuviera bastante nerviosa después de la conversación mantenida con Michael, la
información que Quincy le acaba de proporcionar aumentaba su ansiedad.
Michael necesitaba ideas para su trabajo y, si en algún momento había
albergado fantasías adolescentes sobre las motivaciones de Michael para pedirle
ayuda, acababan de hacerse añicos. Aquel hombre estaba buscando un milagro, no
diversión.
Sonó la campanilla de la puerta y entró la señora Conrad con un traje de tweed
marrón, una gabardina y… ¿más crema de caramelo?
—Te traigo otro dulce, Rebecca. Ah, y parece que esta a punto de estallar otra
tormenta.
Rebecca le dio las gracias por el dulce y fue a buscar su paquete al armario.
—Aquí tiene, señora Conrad. Su disfraz.
—Oh, estoy tan contenta de que haya llegado a tiempo para el cumpleaños de
Marty.
—¿Quiere probárselo?
—Por supuesto.
Rebecca la acompañó al probador amarillo y cerró las cortinas.
—Llámeme si me necesita.
—Oh, quédate aquí, quiero hablarte de lo maravillosamente bien que lo
pasamos Marty y yo la otra noche en un club llamado Éxtasis.
—Señora Conrad, ¿le importa que le haga una pregunta?
—Por supuesto que no, adelante.
—¿Cómo conoció al señor Conrad?

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—Nos conocimos en el instituto.


—Oh, ¿fue su amor de adolescencia?
—No, en realidad nos conocimos en mi baile de promoción. A mí me dejó el
chico con el que fui al baile y a él su pareja, así que pasamos el resto de la noche en el
asiento trasero de su Buick.
Rebecca arqueó las cejas.
—¿No era eso lo que esperabas oír?
—Bueno…
La cortina se abrió mostrando a la señora Conrad sacudiendo las caderas para
hacer sonar las monedas que colgaban de su cintura.
—¿Qué te parece?
—Es magnífico. Estoy segura de que al señor Conrad le encantará.
—Ese es el secreto, ¿lo sabías?
—¿Qué secreto, señora Conrad?
—El secreto para una relación feliz. ¿Tienes novio, Rebecca?
—No. He estado comprometida… hasta hace unas cuantas semanas.
—¿No funcionaba el sexo? —preguntó la señora Conrad con tristeza.
—Bueno… yo siempre pensé que nuestra relación física iría… desarrollándose
con el tiempo.
—Gran error. Desde el primer momento tiene que haber chispas entre tú y tu
pareja, una conciencia tan única y tan simple que no puedes soportar estar lejos de
ella.
—¿Y qué me dice de la amistad, o de la intimidad emocional?
—Creo que esas cosas están sobreestimadas. Y si la unión física funciona,
vienen por sí solas. En la vida puedes llegar a tener muchas personas de las que te
sientas emocionalmente cerca. Pero la intimidad física sólo podrás disfrutarla con el
hombre al que amas. Después de una gran noche de sexo, compartirás con él los más
profundos pensamientos.
Dickie jamás hablaba ni antes, ni durante ni después del sexo. En realidad,
aquel hombre se convertía en un mimo cuando se excitaba.
—Pero yo no… Quiero decir, ¿cómo…?
—¿Cómo averiguar si ese hombre es el tuyo sin comprometer tus principios?
Rebecca asintió.
—Tienes que arriesgarte, querida. Y cuando encuentres un hombre que te haga
olvidarte de tu nombre al verlo, ya sólo te queda esperar que él sienta lo mismo.
Entonces surge la magia —sacudió las caderas otra vez—. Me lo quedo —dijo, y
cerró las cortinas.

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Las palabras de la señora Conrad permanecieron en la mente de Rebecca hasta


que cerró la tienda. Si su cliente tenía razón, su relación con Dickie había estado
condenada al fracaso desde el principio. Se habían conocido en una cena benéfica y,
aunque él era atractivo, Rebecca se recordaba pensando que aquel era el tipo de
hombre del que debería enamorarse, pero en realidad la química no había
funcionado nunca entre ellos.
Apartó aquellos melancólicos pensamientos de su cabeza y ordenó la mesa del
taller mientras esperaba la llegada de Michael. Colocó un catálogo de telas en la
estantería y también los bocetos de su línea de fantasía, disfraces que sólo encargaba
o hacía a petición especial. Para calmar sus nervios, preparo café y apago la música,
pero estaba todo tan silencioso que volvió a ponerla. A las seis y media exactamente,
llamaron a la puerta.
Rebecca respiró profundamente y corrió a abrir.
—¿Quieres pasar? —fue su saludo. Era la primera vez que se atrevía a tutear a
Michael.
Michael asintió y dejó en el suelo un maletín empapado.
—Estaba a medio camino cuando ha empezado a llover a cántaros —se quitó la
gorra y la sacudió contra su rodilla. Después se limpió los pies en el felpudo y se
quitó la chaqueta. La camiseta mojada se pegaba como una segunda piel a su pecho
—. Que noche tan horrible.
A Rebecca le bastaba con mirarlo, tan grande, tan viril y natural, para que se le
encogiera el estómago y su mente comenzara a imaginar cosas que no deberían
suceder. Incluso el gesto de cerrar la puerta tras él le parecía íntimo, como si
estuvieran cerrando la puerta al mundo.
Michael se inclinó para levantar algo del suelo. Era uno de esos gusanos de
polietileno que envolvían a Harry y que parecían estar por todas partes. ¡Hasta había
encontrado uno en la bañera, por el amor de Dios!
Rebecca tendió la mano y él se lo colocó en la mano.
—Gracias. Esas cosas parecen estar reproduciéndose por toda la casa.
Al advertir su irónica sonrisa, Rebecca tragó saliva, deseando haber elegido
mejor sus palabras, y miró hacia el armario en el que había guardado el muñeco. Para
estar encerrado, Harry estaba haciendo un gran trabajo.
—Será mejor que empecemos.

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Capítulo Seis
La mente de Michael estaba siendo bombardeada por imágenes de aquella
mujer caminando delante de él con el disfraz que en aquel momento llevaba un
maniquí incapaz de hacerle justicia. En contraste, Rebecca continuaba vestida con el
discreto conjunto con el que había ido a verlo al restaurante. Se había apartado el
pelo de la cara con una cinta oscura y no llevaba una gota de maquillaje. Tenía todo
el aspecto de una recatada dependienta. Y si no hubiera sido por el perfume que
llevaba, el mismo que él recordaba del día que la había sorprendido con el disfraz,
podría haber llegado a la conclusión de que aquel incidente había sido un producto
de su imaginación.
Durante toda la tarde, había estado diciéndose a sí mismo que le había pedido
ayuda a Rebecca por el bien del restaurante. Y aunque respetaba la opinión de la
joven, sabía que era un mentiroso porque en realidad lo que quería era estar cerca de
ella. Y, maldita fuera, le gustaba poder pensar en algo que no fuera su fracasado
matrimonio.
—Mi taller está en la parte de atrás —musitó Rebecca.
Michael la siguió, intentando mantener los ojos apartados de su esbelta figura.
Abandonaron la tienda, pasaron por los probadores y cruzaron unas puertas
abatibles para entrar a la misma habitación a la que Michael había accedido la noche
anterior por la puerta trasera.
Rebecca caminó hasta una mesa con una lámpara adaptable en un extremo.
Debajo había un banco y, a su lado, un archivador y una mesa con un ordenador.
—Éste es mi despacho —le indicó con un gesto.
—Bonito.
—Eficiente —lo corrigió con una risa—. He preparado café.
—Magnífico.
—Siéntate.
Michael sacó el banco de debajo de la mesa y se sentó sintiéndose como un
adolescente que acabara de descubrir que iba a compartir la mesa del laboratorio con
la chica más guapa de la clase. Rebecca regresó a los pocos minutos con dos tazas de
café y se sentó en el banco. Michael advirtió que no parecía tan afectada como él por
su cercanía. Sintiéndose completamente estúpido, levantó el maletín y lo colocó sobre
la mesa.
—He traído un esquema del proyecto. Toma.
—Magnífico —Rebecca estudió el esquema sacando ligeramente la punta de la
lengua.
Michael estaba completamente cautivado. De pronto, todo en aquella mujer le
parecía extraordinariamente sensual.
—Veo que ya esta previsto el escenario.
—Sí, pero hemos perdido seis mesas.

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—Mmm. ¿Y qué tal si intentaras colocarlas así? —cambió sobre el papel el


orden de las mesas.
Poco a poco, Michael fue dejándose arrastrar por su entusiasmo mientras
Rebecca iba haciendo interesantes sugerencias sobre las mesas, el color de las luces y
los posibles cambios de menú.
—Pero, por favor, no cambies la ensalada de achicoria —le dijo con una sonrisa
—. Es mi favorita.
Michael apoyó un codo sobre la mesa.
—¿Has comido alguna vez en mi restaurante?
—Varias veces.
—Cuando volvamos a abrir, me gustaría invitaros a ti y a tu prometido a cenar.
La sonrisa de Rebecca desapareció.
—No estoy comprometida, Michael.
—Lo siento, Sonia me dijo…
—He estado comprometida hasta hace poco. Pero él encontró otra mujer.
—Oh —Michael estudio las líneas de su rostro. Y mientras su mente le decía
que aquel anuncio no cambiaba nada en absoluto, su cuerpo pensaba de manera muy
diferente: cambiaba absolutamente todo—. Es duro encontrarse solo de repente.
Rebecca asintió.
—Todo el mundo espera que inicies una nueva relación, como si la anterior no
hubiera existido.
—Y en un momento en el que no estas en absoluto preparado para adquirir otro
compromiso sentimental.
—Exacto.
Michael apoyó el rostro sobre la mano y rio.
—Mi hermano cree que debería tener una aventura para sentirme mejor.
No había terminado de decirlo cuando ya se estaba arrepintiendo. Esperaba que
Rebecca no pensara que estaba intentando coquetear con ella.
—A mí me han dicho lo mismo —replicó Rebecca.
Se hizo un tenso silencio entre ellos. La mente de Michael corría a toda
velocidad intentando encontrar algo que decir.
—¿Estabas enamorada de ese tipo?
—Eso pensaba —desvió la mirada—, pero ahora creo que quizá sólo lo veía
como una pareja adecuada para mí. Lo echo de menos y me va a costar superar la
herida, pero a veces me pregunto si lo que sentía fue alguna vez real —volvió a
mirarlo y sonrió—. Pero no quiero ponerme ahora sensiblera.

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—No, está bien —la miró a los ojos y vio en ellos las mismas sombras del
rechazo contra el que él había estado luchando—. Es agradable hablar con alguien
que te comprende.
—No pretendía comparar mi compromiso con tu matrimonio.
—En realidad, hacía tiempo que las cosas no iban bien entre nosotros, pero mi
orgullo no me permitió darme cuenta —unió las manos—. Pero ahora pienso
emplear todas mis energías en sacar adelante este restaurante.
Rebecca le sonrió.
—Y yo te ayudaré en todo lo que pueda.
¿Cuántas veces le habría sonreído Rebecca durante aquellos años sin que él se
diera cuenta de lo maravillosamente que se iluminaba su rostro?
—Gracias, Rebecca.
Rebecca inclinó la cabeza con un gesto tranquilo y confiado, que a Michael le
resultaba tan… reconfortante. Y tan diferente de los exagerados gestos de Sonia.
—Aquí tengo algunos bocetos de los trajes que podrían llevar los camareros —
le tendió unas hojas de papel.
Michael revisó aquellos dibujos de gladiadores, princesas africanas y
emperadores asiáticos… todos muy elaborados. Estaba empezando a visualizar el
impacto sensorial que las ideas de Rebecca podrían tener en sus clientes.
—¿Los has dibujado tú?
—En la universidad estudié diseño de modas.
—Son muy buenos.
—Gracias. Sin contar con el personal de cocina, creo que necesitaras doce trajes
para los hombres y otros doce para las mujeres, para que no surjan problemas
cuando haya que arreglarlos, llevarlos a la lavandería y ese tipo de cosas.
—¿Podrás tenerlos listos para dentro de dos semanas?
—Algunos ya están casi preparados —se acercó a los percheros y le mostró un
vestido de color azul iridiscente—, como este… O esto —le mostró un gorro blanco
en forma de cono. Con esto ya tenemos el disfraz de una doncella medieval —sonrió
—. Habrá que trabajar un poco y añadir algunos accesorios. Y cada disfraz llevará su
correspondiente mascara.
Michael se levantó y se acercó al perchero, por el mero placer de estar cerca de
Rebecca. Levantó la manga del vestido que la joven sostenía.
—Muy bonito. Pero me he fijado en que no has incluido el disfraz de vampiresa
en los disfraces.
—Porque tú mismo dijiste que no podías imaginarte que un traje de vampiro
pudiera ser elegante o provocativo.
—Después de verte la otra noche, he cambiado de opinión.
Rebecca pestañeó con fuerza.

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—Sólo estaba haciendo un poco el tonto.


Michael señaló hacia los disfraces que guardaba en el taller.
—¿Y haces el tonto muy a menudo?
—Me gustan los disfraces —contestó Rebecca suavemente—. Me permiten ser
cualquier cosa que me apetezca.
Michael apoyó la mano en la pared y se inclinó hacia delante para susurrarle:
—¿Y quién quieres ser esta noche? —la oyó tragar saliva, sintió su vacilación—.
Dímelo, Rebecca.
—¿Quién te gustaría que fuera esta noche, Michael?
—Sorpréndeme —repuso él, alzándole suavemente la barbilla.
Sus labios estaban tan cerca que sus alientos se mezclaban. Michael se detuvo
un instante para darle la oportunidad de retirarse si ella así lo deseaba. Pero Rebecca
no se apartó. Michael interpretó su quietud como un símbolo de aceptación y bajó la
boca hacia sus labios. La boca de Rebecca era una boca blanda, acomodaticia, y sabía
a crema azucarada y a café. Sus lenguas se acariciaban y el entusiasmo de Rebecca
evocó una respuesta inmediata en Michael. Y poderosa.
Rebecca echó la cabeza hacia atrás y lo miró con firmeza.
—¿Crees que estamos preparados para esto?
Michael tomó aire y le echó el pelo hacia atrás.
—Sólo puedo hablar por mí. Desde que te vi con el disfraz de vampiresa, No he
dejado de pensar en ti.
Los ojos de Rebecca resplandecieron y una sonrisa felina curvó sus labios.
—Tengo otro traje que sería perfecto para ti.
—¿Para mí?
Rebecca asintió y se humedeció los labios.
—Si vamos a seguir adelante con esto, hagamos que sea memorable.
Michael tragó saliva. No se sentía especialmente cómodo ante la idea de
disfrazarse, pero si de esa forma podía excitar a Rebecca tanto como se había excitado
él la noche anterior…
—Enséñamelo.

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Capítulo Siete
Rebecca temblaba en el probador rojo mientras se ponía un lujoso vestido de
gitana, sin hombros y de color negro y amarillo. Se movía lentamente temiendo que
en cualquier instante Michael, que estaba en el probador de al lado, pudiera cambiar
de opinión. La asustaba la posibilidad de que pudiera reírse de ella, o de que pensara
que era una mujer extraña. O que lo desilusionara su cuerpo… o su actuación.
Con la sangre latiéndole en las sienes, alzó la falda del vestido para atarse las
ligas. A continuación se enfundó unos zapatos de tacón y se recogió el pelo en lo alto
de la cabeza.
Intentando dominar el temblor de las rodillas, deslizó la mano por el sensual
corpiño de satén. Habían sido muchas las veces que había sonado con aquel
momento. De modo que, por asustada que estuviera, tenía que aprovechar su
oportunidad. Ambos estaban solteros, eran dos adultos conscientes… y nadie saldría
herido.
El corazón le latía salvajemente cuando abrió las cortinas. Michael la estaba
esperando apoyado contra el mostrador, casi en la oscuridad. El disfraz de Zorro le
quedaba tan magnífico como había supuesto. Pantalones negros, botas negras, una
camisa blanca de mangas anchas y un fajín rojo en la cintura. Con el evocador sonido
de la guitarra de fondo, parecía el personaje de una novela de aventuras. Pero era
devastadoramente real. Y, para alivio de Rebecca, no parecía en absoluto
avergonzado de su disfraz. Se enderezó y recorrió con la mirada el disfraz de
Rebecca, deteniéndose en la raja de la falda, que era suficientemente alta como para
mostrar su liga.
—Nunca había hecho nada parecido —le dijo.
—Yo tampoco —musitó Rebecca—. Al menos no con otra persona.
La pasión llameaba en los ojos de Michael.
—Estás preciosa —le dijo, acercándose a ella.
Rebecca se sonrojó y rehuyó juguetona su brazo.
—¿Dónde está la máscara?
Michael le mostró la máscara que sostenía en la mano.
—¿Me ayudas a ponérmela?
Rebecca se emocionó al darse cuenta de que Michael estaba disfrutando con el
juego.
Ella hizo oscilar una mascara similar en el dedo.
—Si tú me ayudas a mí.
Michael se colocó tras ella y besó sus hombros desnudos, provocándole una
cascada de estremecimientos. Rebecca gimió y arqueó la espalda mientras Michael
colocaba la máscara de tela negra alrededor de su cabeza y la ajustaba antes de atarla
con delicadeza. Después posó la mano en su vientre y estrecho a Rebecca contra él.

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Con el pulgar rozaba el lateral de su seno. Las piernas de Rebecca temblaban


anticipando lo que estaba por llegar.
—Ahora tú —susurró, y giró para colocarse tras él.
Le colocó la máscara y la ató. Sentía la suavidad de su pelo bajo los dedos y su
cuerpo completamente quieto, salvo por los rápidos movimientos de su pecho.
Presionó la mejilla en su espalda y le rodeó la cintura con los brazos.
Con una delicada caricia, exploró los contornos de su pecho. Michael gimió,
cubrió sus manos con las suyas y las deslizó hasta su vientre para instarla a continuar
descendiendo.
Rebecca suspiró cuando sus dedos se cerraron sobre el bulto de su sexo.
Permitió que Michael guiara su mano, que acariciara su excitación a través de la
ropa. Al cabo de unos segundos, Michael se volvió y la estrechó en sus brazos.
—¿Quiere bailar conmigo, señorita?
—¿Sabes bailar?
—Cosas poco complicadas —respondió él riendo—. Y además hace años que no
bailo.
Rebecca creía que nada podría haberla sorprendido más que aquella propuesta.
Pero la sorprendió todavía más darse cuenta de que Michael era muy buen bailarín.
Bailaron alrededor de la habitación. Michael la sostenía contra él, rodeándole la
cintura con su fuerte brazo.
Rebecca se mecía, respondiendo a sus movimientos y sus cuerpos se fusionaban
a la perfección. Rebecca jamás se había sentido tan en sintonía con un hombre y la
experiencia le estaba resultando embriagadora.
Cuando la música aminoró su ritmo, Michael la estrechó contra él para
aumentar el roce de sus cuerpos. Rebecca alzó una pierna y la enredó alrededor de su
rodilla, dejando al descubierto la liga. La máscara la hacía sentirse misteriosa y
anónima mientras la lluvia repiqueteaba sobre el tejado, aumentando la sensación de
intimidad.
El beso de Michael fue un beso duro. Rebecca sintió la sangre corriendo por sus
senos y su sexo, estimulando sus zonas más erógenas. Michael le desabrochó la
cremallera del vestido, haciendo que el corpiño cayera y dejando sus senos al
descubierto. Rebecca cerró los ojos y contuvo la respiración hasta que oyó escapar de
la garganta de Michael un gemido de admiración.
—Eres preciosa —susurró Michael contra uno de sus rosados pezones, antes de
tomarlo con su boca húmeda y ardiente.
El deseo la atravesó como un rayo. Rebecca alentó las caricias de Michael
sujetándole con fuerza la cabeza.
—Más fuerte —susurró.
Michael presionó sus senos hasta unirlos, de manera que podía pasar de uno a
otro con un simple movimiento de la lengua. Después se entretuvo con cada uno de
los pezones, amasándolos con los dedos y estirando en el interior de su boca aquella
piel sensible todo lo que le era posible.

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Rebecca arrojó la cabeza hacia atrás, mientras jadeaba extasiada.


—Te deseo —susurró Michael contra sus senos—. Ahora.
—Sí —respondió ella—, sí.
Michael la levantó como si pesara menos que una pluma y la llevó al probador
rojo. Cerró la cortina y ambos quedaron refugiados en aquel nido rodeado de
espejos. Rebecca se vio a sí misma semidesnuda mientras Michael la devoraba con la
mirada y deslizaba las manos por su piel. Sus dedos largos rodeaban la piel oscura
de sus pezones. Se sentía completamente fascinada. Y estaba preparada y lista para
él.
Rebecca se volvió y le desabrochó el pantalón, permitiendo que su erección
brotara libremente entre sus manos, sintió entre sus dedos una humedad sedosa y
comprendió que también Michael estaba listo para ella. Michael la sentó en uno de
los asientos y le alzó la falda hasta la cintura, se arrodilló entre sus piernas y besó la
parte superior de sus músculos. La máscara que ocultaba su rostro aumentaba el
deseo de Rebecca, porque le daba un aire peligroso. La joven cerró los ojos y meció
las caderas al ritmo de la música que los rodeaba.
Michael deslizó la lengua contra su ropa interior para posarla después sobre el
montículo que albergaba el rincón secreto del deseo. A través de la tela, su aliento
ardiente abrasaba el vulnerable botón, pero la barrera de la tela diluía el placer que la
lengua le proporcionaba.
Era lo suficiente como para generarle a Rebecca una frustración salvaje.
—Más —le suplicó—. Más.
Michael le desabrochó las ligas y le bajó las medias negras. Después él mismo se
desprendió de la camisa, se sacó un paquetito del bolsillo y se colocó el preservativo
en un tiempo récord.
Rebecca abrió las piernas sin ninguna vergüenza.
El deseo desbordaba los ojos de Michael mientras deslizaba su cuerpo al lado
del de Rebecca. Guió su potente erección alrededor del húmedo y aterciopelado
canal que conducía al interior de Rebecca mientras ella se movía en pequeños
círculos contra él. Rebecca le clavó las uñas en la espalda sintiendo la llegada del
clímax y gritó su nombre. Sabiéndola en la cumbre del placer, Michael se hundió en
ella con una rápida embestida. Rebecca se quedó sin aire en los pulmones y sus
músculos se contrajeron alrededor del miembro de Michael. Sus gemidos se
entrelazaban mientras Rebecca le rodeaba la cintura con las piernas. Una vez
fusionados sus cuerpos, se mecieron a un ritmo perfecto, como si hubieran hecho el
amor juntos muchas, muchas veces. Rebecca sabía que nunca olvidaría la imagen que
le devolvía el espejo, sus senos desnudos, con el vestido bajado hasta la cintura y él
dentro de ella, sin camisa y enmascarado. Michael se hundía en ella una y otra vez,
con urgencia creciente, hasta que se tensó y emitió un largo y satisfecho gemido.
Después se derrumbó sobre ella, susurrando su nombre una y otra vez.
Para Rebecca fue un placer casi superior al del sexo sentir el peso de su cuerpo
agotado sobre ella. Era una sensación tan reconfortante, tan erótica. Ninguno de ellos

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se movió durante largos minutos. Rebecca cerraba los ojos dejándose envolver por lo
que acababa de ocurrir.
Hasta entonces nunca se había sentido tan completa y deliciosamente agotada.
Michael salió de ella lentamente, se apoyó en un codo e inclinó la cabeza para
mirarla.
—Es una suerte que hayamos hecho ya la mayor parte del trabajo —musitó,
quitándose la máscara—. Porque estoy agotado. Eres sorprendente —susurró—.
Jamás habría imaginado… ¿te he dicho ya que eres sorprendente?
—Creo que ha sido cuestión de química —levantó la cabeza y se desató la
máscara.
Michael gimió exageradamente.
—¡Oh, Dios mío, pero si es la dependienta de la tienda!
Rebecca se echo a reír. En aquel momento, se oyó retumbar un trueno.
—Hay una buena tormenta.
—Aunque hubiera salido volando el tejado no lo habría notado.
Las luces parpadearon. De pronto, se fue la luz y el repiqueteo de la lluvia se
hizo más fuerte.
—Este viejo transformador es muy voluble —musitó Rebecca—. El generador
volverá a funcionar en unos minutos.
—De pequeño me encantaban las tormentas —comentó Michael quedamente.
—¿Dónde vivías?
—En South Side, en la parte mas dura de la ciudad. ¿Y tú?
—En una pequeña ciudad llamada Madison, situada a unos cincuenta
kilómetros de aquí.
—He oído hablar de ella. ¿Y cuándo comenzaste en el negocio de los disfraces?
Rebecca apretó los labios mientras viajaban en el tiempo.
—Mi madre se pasaba casi todo el día trabajando y mi hermana y yo teníamos
que entretenernos solas. Meg se dedicaba a leer y a mí me gustaba coser.
—¿No teníais padre?
—No, se marchó cuando éramos muy pequeñas. Mi madre sigue viviendo en
Madison.
—¿Y dónde vive tu hermana?
—Es profesora en Peoria.
—Yo siempre quise tener una hermana. Sólo tenía hermanos, tres hermanos.
—¿Y estás muy unido a ellos?
—Supongo que todo lo unido que puedes estar después de que cada uno de
ellos haya formado su propia familia y tenga sus propios problemas. Todos están
divorciados. Mejor dicho, todos estamos divorciados.

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Lo que les hizo recordar el motivo por el que habían hecho lo que acababan de
compartir.
—¿Cómo se te ocurrió montar un restaurante?
—En realidad fue idea de Sonia. Yo tenía un pequeño negocio de
comunicaciones y una gran compañía me ofreció comprármelo. Invertimos el dinero
en el restaurante —soltó una carcajada—. Al principio lo odiaba, pero con el tiempo
llegó a gustarme. Creo que el restaurante tiene mucho potencial ahora que… tengo
más control —y le susurró al oído—: y que cuento con tu ayuda.
—Deberías llamar al director de los grupos de danza mañana mismo.
—Lo tengo en la lista.
—Y al artista gráfico.
—También lo tengo en la lista —le mordisqueó la oreja—. Dios, me gustaría que
no tuviéramos que salir en medio de esta tormenta.
Rebecca pensó en ofrecerle que se quedara a dormir, pero, de alguna manera, le
parecía demasiado íntimo, más incluso que haber hecho el amor. Y además estaba la
cuestión de tratar con él por la mañana. La previsible torpeza del día siguiente. Quizá
fuera mejor que se marchara cuando todavía estaban encendidos los rescoldos de la
pasión.
—Te llevaré a tu casa cuando quieras —se ofreció Michael—, pero antes tengo
que salir a buscar mi coche.
Rebecca tragó saliva.
—Michael, mi apartamento esta en el piso de arriba. Tú… no tienes que irte.
—¿Me estás invitando a pasar la noche contigo?
—No me gustaría ser responsable de que tuvieras un accidente de camino a tu
casa.
Michael respiró con fuerza.
—Lo siento, pero todo esto es nuevo para mí.
—No te sientas obligado…
—No me siento obligado. Quiero decir, ninguno de nosotros…
—Está buscando…
—Una relación seria.
—Exacto —Rebecca se mordió el labio. Se alegraba de que lo hubieran hablado
abiertamente.
Un rayo iluminó la tienda durante un segundo y se oyó al instante el retumbar
del trueno.
—¿Todavía está abierta esa oferta?
—Sí.
—Entonces acepto.

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Rebecca se sentó en la cama y se colocó el corpiño del vestido. Michael se


ofreció para subirle la cremallera. Cuando sintió los dedos de Michael sobre su piel,
Rebecca comenzó a experimentar los primeros síntomas de que aquella relación
podría causarle problemas. Pero no… no se estaba enamorando de Michael. Ella
estaba recuperándose de una ruptura y él todavía continuaba enamorado de su ex
esposa. Lo único que pasaba era que estar juntos los ayudaba a sentirse mejor.
Sí, eso era todo.
—¿Estás listo? —le preguntó Rebecca.
—Te sigo.
Mientras se encaminaban a las escaleras, un relámpago iluminó el suelo,
mostrándole uno de los cientos de gusanos de polietileno que protegía a Harry.
Rebecca le dirigió al armario en el que lo había encerrado una dura mirada.
«Métete en tus asuntos, Harry».

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Capítulo Ocho
—Llevo llamándote toda la semana y no te encuentro ninguna noche en casa.
—He estado muy ocupado con el restaurante. Vamos a volver a abrirlo dentro
de un par de días.
—También he estado llamando al restaurante y Rico me ha dicho que te
marchabas todos los días a las seis, ¿qué está pasando aquí?
—He estado ocupado, eso es todo.
—Estás saliendo con una mujer, ¿verdad?
—No, Ike.
—Lo sabía, lo sabía, ¿quién es?
—Eso no es asunto tuyo.
—¿Una camarera? ¿Alguna cliente? ¿Alguien a quien has conocido en un bar?
Michael permanecía en silencio, esperando a que su hermano se cansara.
—Y apuesto a que te sientes mucho mejor.
—Un poco —admitió. Realmente, se sentía infinitamente mejor.
—Lo sabía, lo sabía, ¿no te lo dije?
—Sí, Ike, me lo dijiste.
Su hermano silbó.
—¿Y podré conocerla el día de la reinauguración del restaurante?
—Ya veremos. ¿Mesa para dos?
—Sí, probablemente consiga una cita para dentro de un par de días.
—Hasta luego, entonces.
—Adiós.
Michael colgó el teléfono y sacudió la cabeza. Durante la mayor parte de
aquellas dos semanas había pasado todas las noches con Rebecca, con la excusa del
trabajo. Y la verdad era que habían hecho grandes progresos con los planes de
reapertura. A menudo, Rebecca se probaba alguno de los trajes que estaba haciendo
para sus empleados o le pedía a él que se lo probara, y las cosas… se les iban de las
manos.
Se llevó la mano a la boca. Dios, disfrutar del sexo con Rebecca era como salvar
su alma. Era excitante y reconfortante al mismo tiempo. Podía apoyar la cabeza entre
sus senos, saciado y satisfecho, para horas, y a veces solo minutos después, volver a
morirse de ganas de hacer el amor con ella. Aquella increíble mezcla de ternura y
entusiasmo que Rebecca exudaba le recordaba a sus días de juventud, cuando el sexo
era algo nuevo y maravilloso.
Pero todavía era demasiado pronto para profundizar en su relación. Rebecca
todavía estaba superando el abandono de su prometido y él la marcha de Sonia, eso

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era todo. Estaban exorcizando su tristeza, buscando consuelo, recuperando la


confianza en sí mismos.
La razón por la que Rebecca y él podían hablar tan fácilmente, razonó, era que
la situación no era amenazante. Ambos sabían que era algo personal.
Una llamada a la puerta lo sacó de sus pensamientos. Por supuesto, durante un
segundo, albergó la esperanza de que Rebecca hubiera ido a verlo. Y por supuesto,
aquella esperanza era una mala señal.
—Pase.
Rico asomó la cabeza por el marco de la puerta.
—La directora de la compañía de baile está aquí.
—Déjame buscar una ficha y ahora mismo voy.
La puerta se cerró y Michael revisó las fichas que tenía en el archivador
relacionadas con la reapertura del restaurante. Miró el teléfono y se preguntó dónde
pensaría almorzar Rebecca. Había un restaurante en Shively Street que siempre había
tenido ganas de probar, pero nunca había encontrado el momento de hacerlo.
Frunció el ceño. ¿Y si Rebecca se tomaba el ofrecimiento como una invitación a
llevar su relación a un nivel más profundo?
No, era demasiado pronto para involucrarse con Rebecca. Era preferible dejar
las cosas como estaban, sin enredos ni preocupaciones.
Una vez tomada la decisión, salió al restaurante. Encontró allí a Rico hablando
con una mujer atractiva de mediana edad, vestida con un vestido de color amarillo
intenso.
—Esta es Crema Carroll, del estudio de danza —le dijo Rico.
—¿Qué tal, señora Carroll? —Michael le estrechó la mano—. Yo soy…
En ese momento se abrió la puerta del restaurante y, para absoluto asombro de
Michael, apareció Rebecca y le dirigió una sonrisa radiante desde el otro extremo de
la habitación.
El corazón de Michael latió alocadamente.
Aquel día, el atuendo de Rebecca consistía en unos vaqueros estrechos, un
chubasquero rojo y unos deportivos. Estaba fabulosa.
—Yo soy…
Se había recogido el pelo en una cola de caballo y tenía las mejillas sonrojadas.
—Es Michael Pierce —lo presentó Rico, dirigiéndole una dura mirada.
Michael se sacudió mentalmente y presto atención a su visitante.
—Sí, soy Michael Pierce. Gracias por haber pasado por aquí, ¿podría esperar un
minuto mientras atiendo a una de nuestras proveedoras?
La señora Carroll asintió y Michael sugirió que Rico le mostrara el escenario
que habían instalado en el comedor. Después se volvió hacia Rebecca,
vergonzosamente complacido de verla.

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—Hola.
—Hola —lo saludo ella, y señaló hacia el aparcamiento—. He traído los trajes.
—¿Ya los has terminado? Magnífico.
—Sí —dijo, mientras se metía las manos en los bolsillos—. Me estaba
preguntando si… tenías tiempo para salir a almorzar. Al ver su expresión
esperanzada, saltaron todas las alarmas en la mente de Michael. Estaba sucediendo.
Surgían las complicaciones. Un día era un almuerzo y al siguiente le presentaba a sus
padres. Al fin y al cabo, quizá todavía tuviera un vestido de novia colgando en el
armario. El pánico se apoderó de él.
—No, lo siento —se aclaró la garganta y señaló vagamente hacia la señora
Carroll—. Tengo que ocuparme de los últimos detalles.
—Claro. Lo dejaremos para otra ocasión.
—Humm —señaló con el pulgar hacia el comedor—. Tengo que darme prisa,
pero le diré a Rico que vaya a buscar los trajes.
—De acuerdo —le dijo con una sonrisa—. ¿Te veré más tarde?
Nuevas señales de alarma.
—Me temo que hoy tendré que quedarme a trabajar hasta tarde.
—Te comprendo —respondió Rebecca con una débil sonrisa. Alzó la mano y se
volvió hacia la puerta.
Michael sintió un intenso dolor en el pecho.
—Piensas venir a la fiesta de inauguración, ¿verdad?
—No me la perdería por nada del mundo.

Rebecca cerró la puerta de la tienda y colocó el cartel de «vuelvo en una hora».


El corazón le temblaba después del rechazo de Michael; era obvio que no quería
volver a verla. Su aventura había terminado, tal como ella imaginaba que ocurriría.
Tanto ella como Michael lo habían dejado claro sin necesidad de hablarlo: lo
único que pretendían era ayudarse a superar sus respectivas rupturas, disfrutar de
unos días de sexo sin ataduras y poder hablar libremente, en la medida que no
pretendían impresionar al otro.
Rebecca se mordió el labio. Antes de comenzar aquella aventura, sabía ya que
no duraría.
Pero, entonces, ¿por qué le dolía tanto?
Respiró con fuerza, intentando volver a concentrarse en el trabajo. Tenía que
terminar unos hábitos de monja para el fin de semana y el disfraz que iba a ponerse
para la inauguración del restaurante. Al margen de cómo terminaran las cosas con
Michael, le deseaba todo lo mejor.

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Combatiendo las lágrimas, se acercó a la caja registradora para colocar las


monedas que había cambiado en el banco. Entre los compartimentos, descubrió otro
de los gusanos de polietileno.
Rebecca dirigió una mirada hacia el armario en el que había encerrado a Harry.
—De acuerdo, Harry. Tú ganas —cerró la caja registradora, se acercó al armario
y sacó la caja que Lana le había enviado.
Harry se había deshinchado un poco más, así que, sintiéndose como una idiota,
se llevó a la boca la boquilla de plástico que tenía a un lado de la cabeza y comenzó a
soplar haciendo que se expandiera notablemente.
Justo en ese momento sonó el timbre de la puerta.
—¡Hoolaa!
Rebecca hizo una mueca, sintiéndose atrapada. Cerró el pitorro del muñeco y se
volvió sin decir nada.
Quincy le sonreía desde la tienda, con la mirada fija en el muñeco.
—Supongo que ese es Harry, tu amuleto —dijo riendo, y se acercó a ella—. Es
genial, ¿pero por qué te has decidido a sacarlo?
Rebecca frunció el ceño.
—Digamos que me resultaba difícil ignorarlo —apoyó a Harry contra la pared y
firmó el albarán que Quincy le tendía.
—Todo el mundo esta esperando la fiesta de disfraces. Al parecer, el nuevo
restaurante de Michael va a ser un éxito.
Rebecca sintió que se le desgarraba el corazón, pero intento parecer natural.
—Supongo que eso lo sabremos el viernes por la noche.
—¿Estás bien, Rebecca?
—Sí, claro.
—¿Dickie ha vuelto a causarte problemas?
—No —rio secamente—. Dickie ha empezado una nueva vida con su esposa —
pestañeó furiosamente para sofocar las lágrimas que la asaltaban.
—Eh, cariño, ¿qué te pasa? —le preguntó Quincy, frotándole el hombro.
—No es nada —respondió ella, con la voz entrecortada por la emoción.
—Es por el señor Pierce, ¿verdad?
Rebecca se sorbió la nariz, temiendo contestar.
—Así que seguiste mi consejo y ahora te has enamorado de él.
—Oh, no —protestó—. No estoy enamorada de él. Es sólo que… pensaba que el
tiempo que habíamos pasado juntos significaba algo, eso es todo —se secó los ojos y
sonrió—. No te preocupes por mí, estoy un poco deprimida.
—Si hubiera sabido que ibas a terminar así, hubiera mantenido la boca cerrada.

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—No te preocupes, de verdad. Mira, por lo menos lo de Michael me ha


ayudado a relativizar lo que me ha pasado con Dickie —aunque probablemente
había arruinado para siempre su vida sentimental—. Me pondré bien.
Quincy asintió compasivo, y de pronto chasqueó los dedos.
—¡Eh!, necesito un traje para el baile de máscaras.
Rebecca sonrió, alegrándose de aquel cambio de tema.
—Eso es algo en lo que sí puedo ayudarte.
—Todavía piensas ir, ¿verdad?
—Le he dicho a Michael que iría, aunque no estoy muy segura de que él quiera
realmente que vaya. Supongo que será una situación embarazosa.
—Apuesto a que te estás preparando un traje fabuloso, ¿verdad?
Rebecca se colocó detrás del mostrador y destapó un maniquí vestido con un
traje plateado, estilo años veinte, y un turbante.
—Caramba —exclamó Quincy admirado.
La propia Rebecca estaba muy satisfecha con el disfraz. Quería crear algo
especial para conmemorar la ocasión… y para sorprender a Michael.
Sonó el timbre de la puerta y Rebecca se volvió para atender a su nuevo cliente.
Pero estuvo a punto de desmayarse al descubrir frente a ella a Sonia Pierce en todo
su esplendor.

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Capítulo Nueve
—El escenario está aquí —informó Rico, emocionado. Estaba resplandeciente
con el traje de torero y la mascara roja—. A todo el mundo le encanta el nuevo
formato.
Michael había elegido el disfraz de Zorro, por los buenos recuerdos que
encerraba.
—Parece que va a ser un éxito —comentó.
—Tenemos reservados los fines de semana para los próximos cuatro meses —le
informó Rico.
—Magnífico —respondió Michael sin demasiado entusiasmo.
Rico lo miró con los ojos entrecerrados.
—Jefe, no pareces muy contento.
Michael se frotó el cuello, que comenzaba a dolerle de tanto girar la cabeza
intentando descubrir a Rebecca entre los invitados. Lo cual era una tontería; como
todo el mundo llevaba máscara, le resultaría imposible reconocerla.
—Rico, ¿has visto a Rebecca?
—No, Michael.
Quizá, en el último momento, había decidido no presentarse.
—Perdóname, necesito una copa —se acercó a la barra y pidió un whisky con
Coca-Cola.
No echaba de menos a Rebecca. No podía echarla de menos. Lo que echaba de
menos era el sexo, algo que podía encontrar en cualquier parte, se dijo, intentando
ahogar sus preocupaciones en alcohol.
La danza terminó y se oyó un aplauso atronador. La satisfacción inundó su
pecho. Si lo de aquella noche era un indicativo, Incógnito iba a convertirse en un éxito.
Gracias a Rebecca.
—Ah, estás aquí hermanito —Ike se acercó y le palmeó la espalda—. Bonitos
pantalones.
Michael miró los vaqueros y la cazadora de cuero de su hermano.
—¿Dónde está tu disfraz?
—Es este, voy de James Dean.
—Sí, claro.
—¿Dónde está?
Michael le dio un trago a su copa.
—¿Quién?
—La chica, la mujer con la que te acuestas últimamente.
—¡Cállate, Ike!

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—¿Qué te pasa, Michael?


—Nada.
—Oh, no —rio su hermano—, no te habrás enamorado de ella, ¿verdad?
—Ike, por favor.
—Dios mío, Michael, ¿es que no sabes nada de divorcios? La primera mujer con
la que te acuestas después de un divorcio siempre tiene que ser algo pasajero.
—Vaya, me cuesta imaginarme por qué no has tenido ninguna relación que
funcione.
Ike se encogió de hombros y dijo algo, pero Michael no lo oyó porque toda su
atención estaba pendiente de una mujer con un magnífico vestido plateado años
veinte, una máscara de plumas de color rosa que ocultaba casi todo su rostro y un
turbante de plata. Era el disfraz más elaborado de los que había en la sala y se ganó
varios aplausos. Al ver a Michael, la mujer se detuvo y caminó directamente hacia él.
Michael le sonrió. No le importaba que Rebecca supiera que la estaba
esperando. De alguna manera, la noche le parecía mucho más completa a su lado. La
mujer se detuvo frente a él y se quitó la máscara. A Michael se le secó la boca.
—Sonia.
—Me voy de aquí —gruñó Ike.
Sonia sonrió resplandeciente.
—Hola, Michael, ¿cómo estás?
—Bien —contestó muy tenso—. No sabía que estabas en la lista de invitados.
—Michael, no podía perderme esto. Ya sabes que el restaurante siempre ha sido
mi pasión más que la tuya.
—Pues ahora es todo mío.
Sonia suspiró.
—Te he echado de menos, Michael.
Michael respondió con una dura carcajada.
—¿Qué pasa? ¿Tu novio se ha ido unos días de la ciudad?
—Edward y yo ya no estamos juntos.
Michael dio otro sorbo a su copa.
—¿Qué ha pasado?
—Supongo que se terminó la ilusión de la novedad.
Lo que quería decir que su atracción era puramente física, como la que él sentía
por Rebecca y viceversa.
—¿Te gusta mi traje? —le preguntó, dándose la vuelta.
—Es muy bonito.

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—Lo compré en la tienda de disfraces. Le dije a Rebecca que necesitaba algo


especial. Ella me respondió que una de sus clientes ya no iba a necesitar este, así que
me lo vendió muy rebajado.
—¿Has visto a Rebecca?
—Sí —se acercó a él para quitarle algo de la camisa. Aquella era una de sus
estudiadas técnicas de seducción—. Tú también estás muy bien, aunque esa máscara
es un poco siniestra —como Michael no respondió, añadió contrita—: Michael, ya sé
que he hecho las cosas de una forma terrible, pero me gustaría que volviéramos a
intentarlo.
El corazón de Michael latía a toda velocidad.
¿Cuántas veces había fantaseado con la posibilidad de que Sonia volviera para
pedirle perdón?
¿De verdad quería echar por la borda seis años de matrimonio? Lo que sentía
por Rebecca era algo pasajero, ¿por qué no iba entonces a intentar retomar su
relación con Sonia?
La indecisión lo atrapaba como una banda de acero. Se meció sobre sus pies y
de pronto sintió que algo crujía bajo su bota. Apartó el pie y miró hacia abajo.
Era un gusano de polietileno.

—Entonces, Harry, ¿cuándo empiezas a ejercer exactamente tu buena suerte?


¿Tienes un interruptor o algo parecido? Porque empiezo a estar un poco
desesperada.
Harry no mudó su sonrisa y Rebecca suspiró.
A juzgar por la cantidad de trajes que había alquilado, la fiesta iba a ser un
éxito. Y Sonia estaría espectacular con el modelo que había hecho, le quedaba mejor
que a ella misma. Sonia había comentado que ella y Michael iban a reconciliarse.
Rebecca no había respondido nada y había silenciado a Quincy con una sonrisa.
Se alegraba por Michael, que una de aquellas noches le había confesado cuántas
esperanzas había puesto en su matrimonio. Ella esperaba poder casarse algún día con
un hombre como él.
—Mira —le dijo a Harry—, si voy a tenerte por aquí durante una larga
temporada, por lo menos me gustaría que estuvieras presentable —miró el pijama de
rayas y sacudió la cabeza—. Iré a ver si encuentro alguna tela que te pueda venir
bien.
Suspiró y rodeó la tienda para apagar las luces, admirando aquel original
espacio que había conseguido hacer suyo. El negocio de los disfraces no era para
todo el mundo, pero ella lo adoraba. Acarició con un dedo la capa de terciopelo
morado del disfraz de vampiresa que tenía expuesto en el escaparate, recordando la
noche que Michael la había visto con ella.
Rebecca miró atentamente el disfraz e inclinó la cabeza.

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¿Por qué no? La última vez que se lo había puesto había sido interrumpida,
pero no había olvidado lo sexy que se sentía con él y en aquel momento podía
utilizarlo para inflar un poco su vapuleado ego.
Rebecca desnudó al maniquí y se llevó el disfraz al probador rojo. ¿Cuántas
veces habría hecho el amor con Michael en aquel rincón?
Había perdido la cuenta.
Sintió el sabor amargo del arrepentimiento.
Quizá si no hubiera sido tan lanzada, su relación podría haber evolucionado
lentamente.
Quizá Michael fuera uno de esos hombres que pensaba que había dos clases de
mujeres: unas con las que acostarse y otras con las que mantener una relación.
Pero no, ella sabía que Michael era diferente.
Su sensibilidad era tan profunda como su pasión. Y debía amar a Sonia muy
profundamente si estaba pensando en volver con ella. Y esa clase de amor sólo se
merecía su admiración.
Se puso lentamente el disfraz, fingiendo estar preparándose para Michael. Y
tenía recuerdos más que suficientes para prolongar aquella fantasía.
Acababa de ponerse la capa sobre los hombros cuando llamaron a la puerta.
Frunció el ceño, pensando que probablemente sería Quincy para intentar arrastrarla
hasta la fiesta.
O la señora Conrad, que cuando quería algo no comprendía el significado de la
palabra «cerrado».
Se ató rápidamente la capa y corrió hacia la puerta, pero se detuvo en seco al
ver a Michael al otro lado. El estómago se le encogió y sintió el escozor de las
lágrimas en los ojos. ¿Habría ido para contarle lo de Sonia?
Apretó los labios y abrió.
—Hola —saludó.
—Hola —la recorrió de los pies a la cabeza con la mirada—. Te has puesto mi
disfraz favorito.
Rebecca se mordió la lengua, pero no dijo nada.
—Yo… te echaba de menos en la fiesta.
—¿Cómo está saliendo?
—Esta siendo un gran éxito, gracias a ti.
—Me alegro —contestó con una sonrisa.
—¿Puedo pasar?
Rebecca asintió y retrocedió. Michael llevaba el disfraz de Zorro, pero sin
máscara.
—¿Ocurre algo? —le preguntó Rebecca.

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—Sí. Estaba en la fiesta, rodeado de amigos y clientes…


—Y tu esposa —lo interrumpió suavemente.
—Mi ex esposa —respiró ruidosamente—. Estaba allí, y sabía que debía estar
emocionado por la marcha del negocio y porque todo el mundo estaba divirtiéndose,
pero no podía dejar de pensar en ti.
A Rebecca le dio un vuelco el corazón.
Michael la tomó por la barbilla y le acarició la mejilla con el pulgar.
—Rebecca, no sé lo que estas pensando ni qué intenciones tienes, pero estoy
loco por ti y quiero que formes parte de mi vida.
Rebecca tragó saliva, temiendo estar alimentando vanas esperanzas.
—¿No sólo en tu cama?
—No —dio un paso hacia ella y le acarició el pelo suavemente.
Rebecca inspiró la mentolada esencia de su cuello y se aferró a él, presa de una
inconfesable alegría.
—Pero —añadió Michael—, ¿eres consciente de que pasamos un tercio de
nuestras vidas en la cama?
Rebecca soltó una carcajada y echó la cabeza hacia atrás.
—Estabas tan distante el otro día…
—Estaba asustado por lo que sentía.
—¿Y qué te ha hecho cambiar de opinión?
—Es difícil explicarlo, pero mi madre me dijo una vez que, cuando tome una
decisión, busque señales para saber si he hecho lo que debía.
—¿Y?
—Esta noche he encontrado una señal.
—¿Qué señal?
Michael se apartó de ella para meterse la mano en el bolsillo y sacó un gusano
de polietileno pisoteado.
Rebecca se quedó boquiabierta, ¡comprendiendo perfectamente lo que
significaba aquello. Lana jamás se lo creería cuando se lo contara. O quizá sí. Cerró
los dedos sobre aquel objeto sin valor alguno y susurró:
—Gracias, Harry.
Michael arqueó una ceja.
—¿Quién es Harry?
—Es una larga historia —le rodeó el cuello con los brazos—, pero con final feliz.

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Fin

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