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Stephanie Bond
1º Valentine
Capítulo Uno
—No se preocupe, señora Conrad, el tanga se puede lavar a máquina —Rebecca
Valentine tenía que hacer verdaderos juegos de manos con el teléfono para poder
continuar cosiendo la capa de terciopelo al disfraz mientras hablaba.
—¿Y las esposas para los tobillos también?
—Eh… sí, también son lavables.
—¡Oh, magnífico! Estaba empezando a pensar que tendría que comprar otro
disfraz para Marty y éste está prácticamente nuevo. Aunque el folleto hablaba de
juegos en el barro, la verdad es que no era consciente de que eso significaría
meternos en un pozo de barro.
Rebecca normalmente le seguía la corriente, pero aquel día no estaba de humor
para escuchar las aventuras sexuales de los Conrad. Se había pasado otra noche sin
dormir, analizando su desventurada vida amorosa. Llamaron a la puerta y suspiró
aliviada.
—Me llaman, señora Conrad, tengo que dejarla.
—De acuerdo, querida, gracias por la información. Y llámame en cuanto
lleguen los disfraces del harén. Quiero darle una sorpresa a Marty para su
cumpleaños.
—Sí, la llamaré, señora Conrad. Adiós.
Rebecca se volvió hacia la puerta, maravillada de que una abuela pudiera tener
una relación tan erótica con el que era su marido desde hacía más de treinta años.
Realmente, la gente no era siempre lo que parecía.
Dickie podía ser un buen ejemplo, pensó.
Aparentaba ser el perfecto prometido, no la clase de hombre capaz de dejar
embarazada a su amante y fugarse con ella, dejando abandonada a su futura esposa.
Y la amante embarazada no era una simple y sencilla dependienta, como cualquiera
podría imaginar. No señor, la amante en cuestión era una antigua Miss Illinois.
—¡Hola! —una voz melodiosa la llamó desde la parte principal de la tienda.
Rebecca sonrió a pesar de la tensión que albergaba su pecho y rodeó la esquina
que la separaba del mostrador a la velocidad que le permitía el hábito de monja que
llevaba. Quincy Lyle, un extraordinario mensajero, permanecía en la tienda con una
enorme caja a sus pies. Recorrió a Rebecca con la mirada de los pies a la cabeza.
—¿Ha renunciado a todos los hombres, hermana Rebecca?
—Me estoy probando un disfraz. En el teatro del pueblo van a necesitar doce
hábitos de monja para un musical. Pero ahora que lo mencionas, quizá no fuera mala
idea meterme a monja.
—Tonterías, eres demasiado guapa para meterte a monja.
Rebecca suspiró… ¿por qué un hombre tan encantador como Quincy tenía que
ser homosexual?
Michael Pierce se echó la gorra hacia abajo para protegerse de la lluvia. Era lo
que le faltaba. Como si aquella semana no hubiera sido suficientemente terrible.
Había recibido la sentencia final del divorcio y se había visto obligado a cerrar el
restaurante para hacer obras.
Y aquella lluvia era la gota que colmaba el vaso. Utilizando el brazo en el que
llevaba los uniformes de los empleados como escudo, intento ignorar el tenso dolor
que se apoderaba de su cabeza y de su pecho. Debía estar a punto de agarrar un
resfriado…
En momentos como aquel, la idea de marcharse a Florida le resultaba atractiva.
Podría ganarse la vida tocando la guitarra para un público improvisado, y con un
montón de cambio en el bolsillo.
Lo del restaurante había sido idea de Sonia y, por alguna razón, aquella mujer
siempre había sido capaz de convencerlo de cualquier cosa.
Seis años atrás, cuando se habían casado, estaba tan loco por ella que habría
hecho lo que fuera para hacerla feliz, incluyendo invertir los ahorros de toda su vida
en el restaurante. Sonia adoraba el mundo de relaciones sociales que implicaba el ser
propietaria de un restaurante, pero se negaba a enfrentarse a los problemas
financieros. Y su cuenta corriente había terminado prácticamente vacía.
Aun así, pese a los esfuerzos que le había costado sacarlo adelante, Michael
había terminado disfrutando del restaurante. Pero había estado completamente ajeno
a lo que en realidad estaba ocurriendo en su relación hasta que Sonia le había pedido
el divorcio seis semanas atrás. Al parecer, tenía un amante. Un amante rico que
frecuentaba el restaurante. La noticia de su aventura lo había herido especialmente
porque Sonia, a pesar de lo hermosa que era, nunca se había mostrado especialmente
interesada en el sexo.
Durante las semanas anteriores, los sentimientos de Michael habían pasado del
dolor al enfado. Al final, había alcanzado un estado de deseo de venganza que en
realidad no era el mejor para tomar decisiones afectivas en el futuro. Pero fuera o no
inteligente, había liquidado los ahorros que tenía para la jubilación y pensaba
convertir el restaurante en un auténtico éxito. ¿Para demostrarse algo a sí mismo?
¿Para mantenerse ocupado? Quizá fuera por un poco de ambas cosas.
Lo que él necesitaba, según le había dicho su hermano Ike, era echar una canita
al aire para olvidarla. E Ike debía saber lo que decía, porque se había divorciado
cuatro veces.
Quizá su hermano tuviera razón. A lo mejor una aventura podía ayudarlo a
mitigar el dolor, pero la idea de acercarse a un pub cualquiera para buscar una
aventura de una noche le hacía sentir calambres en el estómago. A pesar de su
aburrida vida sexual, jamás había pensado en tener una aventura extraconyugal. Y
para empezar a buscar alguna amante potencial se requería algo de práctica. En el
restaurante había muchas camareras atractivas, pero él se negaba a tener relaciones
sentimentales con sus empleadas. ¿Alguna cliente? Era demasiado arriesgado,
teniendo en cuenta que en aquel momento necesitaba mucho más su negocio que el
sexo.
No, su vida ya era suficientemente compleja como para complicarla más con
una aventura.
Capítulo Dos
Rebecca se enderezó y sonrió a Michael Pierce, el que durante tanto tiempo
había sido objeto de sus fantasías. El contenido de aquella misteriosa caja tendría que
esperar a que disfrutara de la única emoción del día.
—Hola, señor Pierce.
El Restaurante Incógnito era uno de sus clientes. La señora Pierce tomaba la
mayor parte de las decisiones relativas a la ropa, pero de vez en cuando, el señor
Pierce se dejaba caer por la tienda con algún encargo. Su eterno uniforme, pantalones
vaqueros, camiseta, cazadora de cuero y gorra de béisbol, contrastaba con la siempre
cuidada apariencia de su esposa. Aunque aquel atuendo informal le sentaba
maravillosamente, Rebecca apostaba a que estaría de muerte con un traje. O con el
disfraz de Zorro que mentalmente tenía reservado para él.
—¿Rebecca? ¿Eres tú?
Rebecca asintió, sonrojada. El señor Pierce debía pensar que estaba majareta,
siempre disfrazándose.
—Sí, soy yo. Quincy, ¿te importaría llevar la caja al almacén?
Quincy frunció el ceño, porque estaba deseando saber lo que había en su
interior.
—Claro, ¿qué tal le van las cosas señor Pierce?
Michael miró a Quincy, inclinó la cabeza con gesto amistoso y dejó su
cargamento en el mostrador.
—¿Más ropa para arreglar?
—Eso me temo. Desgarros, botones perdidos, etcétera.
Quincy se despidió de ellos desde la puerta.
—Adiós Rebecca, señor Pierce.
Michael alzó la mano.
—Gracias por avisarme de que Rebecca iba a cerrar hoy antes de la hora,
Quincy.
Rebecca frunció el ceño… Ella pensaba cerrar como todos los días.
—De nada. No quería que tuviera que esperar, o echarla de menos.
Michael se volvió hacia el mostrador y Quincy miró a Rebecca desde la puerta
señalándolo con un significativo gesto. Rebecca sacudió ligeramente la cabeza,
indicándole que estaba loco si pensaba que iba a coquetear con un hombre casado.
—Adiós Quincy —le respondió entre dientes.
Forzó una sonrisa para Michael, rezando para que no hubiera advertido su
secreta conversación gestual con Quincy.
—Lo tendré todo para mañana por la tarde —le dijo a Pierce.
—Por supuesto que sí. No te preocupes por mí. Mira, acaba de llegar Trey. Lo
siento, tengo que colgar.
Desde que Dickie había dejado caer aquella bomba, Meg casi parecía
disculparse por el hecho de que hubiera un hombre en su vida.
—Estoy bien, de verdad. Gracias por llamar.
—Llámame si necesitas hablar.
—Lo haré.
Colgó el teléfono, agradeciendo la llamada de su hermana, pero deseando al
mismo tiempo que todo el mundo dejara de preocuparse por ella. No era la única
mujer a la que le habían destrozado el corazón.
Rebecca cerró la puerta principal y apagó parte de las luces. Frunció el ceño.
Había algo que quería decirle a Meg, pero no se acordaba de lo que era. Decidiendo
que no debía ser importante, sacó la basura por la puerta trasera. El aparcamiento
estaba vacío. En él no había nada más que su furgoneta y el contenedor de basuras al
que tiró la bolsa. No había dejado de llover y hacía un frío glacial. Era una noche
perfecta para quedarse en casa y poner al día algunos proyectos. Regresó al taller y
supervisó sus últimos trabajos.
La capa de terciopelo morado comenzaba a darle vida al disfraz. Aquello era lo
que más le gustaba de su trabajo: ir ensamblando poco a poco los distintos
componentes de un disfraz.
Paseó el disfraz por todo el taller, acercándolo a las cajas de sombreros,
máscaras, zapatos, camisas, blusas, lencería e incontables accesorios. Si algo le
llamaba la atención, lo colocaba sobre la capa y si le gustaba se lo llevaba. Ya había
abandonado la idea de un fajín enjoyado y botas altas para optar por un modelo de
vampiresa más seductor: corsé de cuero, un tanga, ligas, medias negras y tacones
altos. Con el traje en la mano, fue descartando una máscara tras otra hasta elegir un
modelo de lentejuelas negras que cubría únicamente los ojos.
Se acercó al probador, sintiendo un calor creciente entre los muslos, junto con el
ya tradicional sentimiento de culpa. A veces, cuando se cambiaba delante del espejo
se sentía tan atrevida como algunas de sus clientes. Culpaba a su pasado en el teatro
y en el mundo de la danza de su afición a aquellos sensuales disfraces capaces de
convertir una pequeña tienda del Norte de Chicago en un rincón de la Grecia
antigua, de la Florencia medieval o de la Inglaterra victoriana.
Dar vida a trajes de tiempos pasados era una de las cosas más cercanas a la
magia que tenía en su vida. Pocas mujeres serian capaces de comprender aquella
deliciosa afición, y seguramente ningún hombre. ¿Dickie?, rió suavemente. Dickie no
tenía la menor idea de que bajo la tímida Rebecca se escondían cientos de mujeres
diferentes, todas ellas anhelando complacerlo. Siempre era él el que dirigía sus
relaciones amorosas, que eran bastante dispersas e insulsas.
No, no eran muy compatibles físicamente, pero ella lo quería. Era un hombre
inteligente y atento. Durante los tres años que habían estado saliendo y el año que
habían estado comprometidos, ella se había dado por satisfecha. Además, el sexo no
era lo más importante de una relación. O al menos eso pensaba ella. No estaba segura
de que le dolía más. Si el hecho de que Dickie hubiera buscado otra mujer con la que
satisfacer sus deseos, o el hecho de que no hubiera confiado suficientemente en su
relación como para pensar que también en ella podría obtener algún placer. Quizá si
ella hubiera sido más asertiva…
Pero ya no importaba. Dickie estaba fuera de su alcance y ella estaba sola con
sus fantasías.
Cuando sintió la amenaza de las lágrimas, se pellizcó el dorso de la mano. La
única forma que tenía de superar aquella triste humillación era destinar unas horas
para el llanto cada día, desde las diez de la noche hasta las dos de la madrugada.
Durante aquellas horas, podía llorar, lamentarse, escuchar canciones tristes y llenar
pañuelos de lágrimas.
Los tres probadores que separaban el taller de la tienda estaban agradablemente
amueblados, pero el favorito de Rebecca era el rojo. Se trataba de un probador
suavemente iluminado, con un espejo de tres hojas, cojines de terciopelo rojo sobre
los bancos y una alfombra del mismo color.
No se molestó en correr la cortina porque el probador daba a la tienda y no era
visible desde la calle. Además, con las cortinas abiertas podía oír mejor el CD de
música medieval que sonaba en el estéreo.
Se quitó lentamente el hábito de monja y la ropa interior. Lo primero que se
puso fueron los colmillos de plástico, porque para comenzar el ritual del disfraz tenía
que asumir primero el papel. Los colmillos apenas se veían cuando cerraba la boca,
pero cuando la abría le conferían un aspecto felino y peligroso. Un escalofrío de
emoción recorrió su cuerpo. Permaneció muy quieta, imaginándose a sí misma como
una vampiresa, admirando el suave rubor de sus senos, la firmeza de su vientre y el
triángulo oscuro que unía sus muslos.
Arqueó la espalda y deslizó las manos por su cuerpo, rozando la punta de sus
senos, el ombligo y la curva de sus caderas. La imagen del rostro de Michael Pierce
acudió a su mente con todo lujo de detalles. Imaginó las manos de Michael haciendo
el mismo recorrido que acababan de hacer las suyas y su cuerpo encendiéndose de
deseo. Sin saber por qué, estaba convencida de que Michael sería un amante
maravilloso.
Se aplicó un maquillaje de lo más teatral, rojo de labios incluido. Se puso el
tanga y se ciñó el corpiño de manera que realzara sus senos. La piel rosada de los
pezones asomaba apenas por el borde de la prenda. Se puso las medias negras y las
sujeto con las ligas al corsé.
Unos tacones de ocho centímetros acentuaban la curva de sus pantorrillas y la
elegancia de sus tobillos.
Se recogió el pelo en un mono, se puso unos pendientes y se colocó la suntuosa
capa sobre los hombros. El suave roce del terciopelo le puso el vello de punta y sus
pezones erguidos emergieron por el borde del corsé. Se colocó la máscara y se puso
la capucha de la capa. Una nueva Rebecca, sexy y siniestra, estaba lista para la noche.
El disfraz era tan convincente que casi podía imaginarse a sí misma volando. Salió
del probador y fue flotando hasta el taller. Giró sobre sus talones al ritmo de la
música, con el convencimiento de que aquel traje podría provocarle un infarto a
cualquier hombre mortal, incluso a Michael Pierce, que había dudado de que un traje
de vampiro pudiera ser provocativo. Una sonrisa lánguida curvó sus labios… Si
pudiera verla en aquel momento.
De pronto oyó algo tras ella. Rebecca tomó aire y giró, haciendo ondear la capa.
Al principio pensó que su mente le estaba jugando una mala pasada al conjurar
aquella imagen en la puerta trasera. Pero el pánico se transformó en vergüenza
cuando se acordó de que había dejado aquella puerta abierta cuando había salido a
sacar la basura.
Y el hombre que durante años había poblado sus fantasías acababa de verla
disfrazada.
Capítulo Tres
Michael tardó algunos segundos en asimilar los hechos. Hecho número uno:
había vuelto a la tienda para hablar con Rebecca sobre las ideas que tenía para el
restaurante. Hecho número dos: había visto su furgoneta en el aparcamiento y había
oído música procedente del interior de la tienda. Hecho número tres: había llamado a
la puerta, había esperado durante unos minutos y había entrado esperando encontrar
a Rebecca inclinada sobre la máquina de coser. Y hecho número cuatro: ni en un
millón de años había imaginado que podría encontrarla con un vestido tan
escandalosamente sexy.
Al abrirse, la capa de terciopelo revelaba un cuerpo alto y esbelto, enfundado en
un corpiño, unas medias negras y un tanga. De hecho, tuvo que mirar dos veces para
asegurarse de que esa sirena disfrazada era Rebecca Valentine. La misma Rebecca
Valentine que le recordaba a un duendecillo y que iba vestida de monja la última vez
que la había visto. Sí, eran los mismos ojos verdes, y las mismas manos, que parecían
haberse quedado congeladas frente a ella. Y los mismos labios llenos, deformados
por… ¿unos colmillos?
Michael se quedó mirándola fijamente y ella clavó en él su mirada. Ambos
parecían haber enmudecido. Michael no se atrevía a mirar hacia abajo para
comprobar como había reaccionado su cuerpo frente a aquella visión. Su instinto le
decía que se acercara a ella, que tocara y sintiera. Pero su cerebro le decía que aquella
expresión de horror no era la de una mujer que quería ser acariciada, al menos no por
él. ¿No había mencionado Sonia en alguna ocasión que Rebecca estaba
comprometida?
Michael abrió la boca para defenderse de su propia reacción, para defenderse
de los salvajes pensamientos que cruzaban su cerebro.
—Yo… quería que habláramos. No has abierto la puerta y… La puerta estaba
abierta.
No fueron muy coherentes, pero por lo menos sus palabras consiguieron
ponerla en movimiento. Rebecca se cubrió con la capa, aunque la imagen de su
cuerpo semidesnudo quedaría para siempre grabada en el cerebro de Michael.
—No… no llega en un buen momento —creyó entender Michael.
—Ya, ya lo veo. En realidad no he visto nada. Será mejor que me vaya.
Rebecca asintió.
Tenía que dirigirse hacia la puerta, Michael lo sabía. Pero no podía ignorar la
sexualidad que cargaba la atmósfera. Aquellas luces tenues, la música vibrante, el
increíble disfraz de Rebecca y su repentino deseo. Sus pies parecían haberse clavado
al suelo con la absurda esperanza de… ¿De qué? ¿De qué Rebecca le pidiera que se
quedara?
Por fin consiguió reunir fuerzas suficientes para dirigirse hacia la puerta y
cerrarla tras él. Permaneció allí, completamente quieto, hasta que la lluvia comenzó a
filtrarse por su cuello y a descender por su espalda. Caminó hacia su coche. Había
oscurecido prematuramente a causa de las nubes. Se oían las bocinas de los coches en
la distancia. Supuestamente, aquel era un miércoles como cualquier otro.
Estaba ya en el coche, aferrado con ambas manos al volante, cuando asomó a su
rostro una enorme sonrisa de incredulidad. Ver a Rebecca vestida con aquel traje tan
erótico había sido como un sueno de adolescente hecho realidad… sin la
correspondiente explosión final, por su puesto. Pero aún así, había sido
sorprendente. ¿Qué tipo de cosas haría cuando cerraba la tienda? ¿Y las haría muy a
menudo?
Al pensar en Rebecca disfrazándose sola entre todos aquellos… accesorios,
sintió que le palpitaba el corazón. ¿Cómo podía haberse imaginado que detrás de
todos aquellos disfraces de animales, frutas y monjas, se escondía una sorprendente
figura aficionada a la lencería fina?
Tensó los dedos alrededor del volante… ¿Y si Rebecca estuviera esperando a su
novio? Quizá inventaran eróticos juegos de rol después de las horas de trabajo. Había
oído hablar de esa clase de cosas y, al pensar en el tipo de trabajo de Rebecca, le
parecía probable. Eso explicaría por qué estaba la puerta abierta.
Pero, por alguna razón, lo irritaba pensar que Rebecca pudiera haberse
disfrazado así para un hombre. Era una mujer joven, ¿no? E inocente. Esperaba que
al menos su novio no fuera uno de esos mequetrefes sin experiencia.
Michael sacudió mentalmente la cabeza. Lo que Rebecca Valentine hiciera o
dejara de hacer no era asunto suyo. Él apenas la conocía además, ¿no se había dicho
ese mismo día que renunciaba a las mujeres?
Se removió en su asiento e intentó apartar de su mente las imágenes de
Rebecca. Pero las ligas continuaban atormentándolo, y también sus tobillos, y sus
muslos perfectamente torneados, y el corsé, y aquella capa tan sexy que podría
convertirse en el lecho perfecto…
¡Ya estaba bien! Tenía un negocio del que ocuparse y si iba a poner en práctica
algunas de las ideas de Rebecca necesitaría su ayuda. Aunque tendría que manejar
aquel asunto por teléfono.
Rebecca ni siquiera se atrevió a pensar en lo que había pasado hasta que cerró la
puerta. Después todos los músculos de su cuerpo se derrumbaron. Se apoyó contra la
puerta mientras se ahogaba de humillación. Por alguna razón, Michael Pierce había
ido a hablar con ella y se había llevado la impresión de su vida. ¿Cómo iba a
atreverse a volver a mirarlo a la cara?
Con las rodillas temblorosas, apagó las luces de los probadores y del taller y
subió las escaleras que conducían a su apartamento. Quería meterse en la cama y
esconder la cabeza bajo las mantas durante unos cuantos meses.
El apartamento que había sobre la tienda había sido uno de los principales
atractivos por los que había comprado aquel edificio. Admitía que era minúsculo y
que sólo se podía vivir en él gracias a que la cama era plegable y podía desaparecer
en el interior de un armario del cuarto de estar para permitirle pasar al baño y al
Por curiosidad, Rebecca le estiró la cintura del pantalón para echar un vistazo.
Al parecer el muñeco había tenido que sufrir un par de reparaciones, pero todo el
equipo parecía estar completo.
—Lo siento Harry —dijo, volviendo a colocar el muñeco en la caja—. Aunque
pudiera utilizar tu buena suerte en este momento, me temo que lo último que ahora
necesito es buena suerte en el amor, así que vas a volver a la caja hasta que averigüe
lo que voy a hacer contigo —volvió a guardar la caja, cerró la puerta del armario y
sacudió la cabeza.
Apagó las luces del taller y volvió al apartamento, arrastrando los pies y su
dolorido corazón. La televisión por cable no funcionaba, probablemente por culpa de
la lluvia, así que decidió que podía irse a la cama. Encendió la radio y bajó la cama
plegable, apagó las luces y se acurrucó bajo las sábanas.
Estar en el último piso del edificio significaba que a veces se iba a dormir, o se
despertaba, con el suave sonido de la lluvia sobre el tejado. Pero aquella noche la
lluvia parecía estar burlándose de todas las lágrimas que había derramado durante
las semanas anteriores. Y por encima de todo, aquella noche había sufrido la más
terrible de las humillaciones delante del último hombre con el que habría soportado
hacer el ridículo. El pecho le dolía de frustración y derrota. Se acurrucó e intentó no
pensar en la siguiente vez que tuviera que ver a los Pierce.
Especialmente a Michael.
Capítulo Cuatro
Michael fijó la mirada en las hojas de cálculo que tenía sobre el escritorio, que
representaban los cambios que pretendía hacer en el restaurante. Pero las cifras se
borraban en su mente y se transformaban en figuras mucho más entretenidas. En la
silueta de Rebecca Valentine, para ser más exacto. No era capaz de dejar de pensar en
ella. Durante el último día y medio, su cuerpo había estado en constante estado de
alerta, dispuesto a entrar en acción en cualquier momento. Y estaba a punto de
explotar de deseo por ella.
Era como si al verla con aquel erótico disfraz se hubiera activado algún
interruptor en su cuerpo, desatando una fuerza sexual que hacia anos no sentía.
Ninguna mujer en su vida había cautivado su imaginación como lo había hecho
aquella dulce dependienta. El hecho de haberla descubierto en tan vulnerable
situación le hacía sentirse extrañamente protector hacia ella. Quería ver a Rebecca,
asegurarle que su secreto estaba a salvo, pero, francamente, temía sentirse
traicionado por su rampante fascinación.
Levanto el teléfono por vigésima vez con intención de llamarla, pero como no
se le ocurría nada razonable o brillante que decir, volvió a colgarlo.
Maldita fuera. Tendría que enfrentarse a Rebecca antes o después si quería
hablar con ella de los posibles cambios del restaurante… y después si no conseguía
mantener su libido bajo control.
—Espere un momento.
El hombre desapareció por el pasillo y Rebecca aprovechó aquella oportunidad
para mirar a su alrededor e intentar sosegar su palpitante corazón. Era un edificio
antiguo y bellamente conservado, tenía un hermoso trabajo en madera y delicadas
molduras, techos altos y suelos de mármol. Su mente voló inmediatamente,
comenzando a imaginarse a parejas entrando del brazo bajo las centelleantes luces.
Sacudió la cabeza. Aquél había sido el tipo de pensamiento que la había metido
en problemas la noche que Michael la había descubierto con el disfraz. Al oír unos
pasos tras ella, el corazón se le subió a la garganta. Se volvió y descubrió a Michael
Pierce caminando hacia ella.
Deseo que el suelo se abriera bajo sus pies y se la tragara, pero no iba a ser tan
fácilmente salvada.
—Hola —la saludó él con expresión neutral, como si hubiera estado
perfectamente vestida la última vez que la había visto.
Rebecca se humedeció los labios.
—Yo… he traído los trajes para ahorrarles a usted y a la señora Pierce la
molestia.
—Has sido muy amable —se acercó a ella para tomar el cargamento de sus
brazos.
Sus manos se rozaron y aquel contacto fue suficiente para poner a Rebecca al
límite. Estaba temblando y sentía un intenso calor en las mejillas.
—Rico ha dicho que querías hablar con Sonia.
—Quería asegurarme de que estaba satisfecha con el estado en el que habían
quedado los trajes.
Michael le sostuvo la mirada durante largos segundos, para terminar diciendo:
—Me alegro de que estés aquí. ¿Tienes unos minutos para charlar?
No, Rebecca tenía que volver a la tienda y lo último que quería era revivir la
humillación de la última vez. Pero había ido hasta allí para zanjar aquel asumo.
—Claro.
Michael hizo un gesto para que lo precediera por el pasillo. Rebecca era
intensamente consciente de que estaba caminando delante de él, pero se había
vestido cuidadosamente, con unos pantalones anchos de color azul marino y un
jersey amarillo.
Michael se detuvo al lado de un armario y coloco los trajes.
—Mi despacho está al fondo a la izquierda.
Para Rebecca, los últimos metros fueron los más largos que había recorrido en
su vida. Pero por fin llegaron al despacho, una habitación sobriamente amueblada
con un escritorio, un par de sillas y un archivador.
—Siéntate —la invito Michael.
Rebecca obedeció, pero sentía su mente corriendo a toda velocidad.
Capítulo Cinco
Rebecca señaló a Quincy con un dedo amenazador.
—Tú te propones algo.
—¿Quién? ¿Yo? —contestó Quincy con la más inocente de sus expresiones.
—Sí, tú.
—¿Acaso tengo yo la culpa de que ese hombre haya obtenido el divorcio la
misma semana en la que tu estas buscando a un hombre divino que te ayude a
olvidarte de Dickie?
—Yo no estoy buscando nada.
—¿No te das cuenta? Es perfecto, los dos tenéis el corazón destrozado.
—¿Sonia ha tenido una aventura o algo así? No, déjalo, no me contestes a eso.
—Sí, el tipo era un cliente del restaurante. Y está forrado.
—Déjalo, no quiero oírlo.
—La señora Pierce abandonó al señor Pierce y lo dejó con un restaurante en
ruinas.
—Se supone que no deberías andar contando ese tipo de cosas.
Quincy suspiro dramáticamente.
—Yo solo divulgo información cuando es estrictamente necesario y tú necesitas
hacerte una idea de todo el cuadro si vas a tener una aventura con él.
—Tú no estás bien de la cabeza.
—¿No me digas que no lo encuentras atractivo?
—¿Es atractivo? No me había dado cuenta.
—Pero, bueno, ¿es que estás ciega? Ese hombre es maravilloso.
Rebecca llevó al armario los trajes que Quincy acababa de llevarle.
—Michael y yo estamos trabajando juntos en un proyecto, Quincy. Y no mezclo
el trabajo con mi vida privada.
—¿En qué tipo de proyecto?
—Por si quieres saberlo, me ha pedido que lo ayude a darle un nuevo aire al
restaurante.
Quincy sonrió de oreja a oreja.
—Qué noticia tan maravillosa. Así que está dispuesto a luchar por el
restaurante —arqueó las cejas—. Y estando los dos trabajando codo a codo, nunca se
sabe lo que puede llegar a pasar.
—No va a pasar nada, Quincy. Y fin de la conversación.
Quincy asintió y señaló la caja que contenía a Harry.
—¿Qué es lo que te ha enviado tu amiga?
—Un hombrecito hinchable. Con todos sus atributos. Es una tontería, se supone
que trae suerte, pero yo no me trago esas bobadas.
—No sé, a mí me parece una tradición divertida.
—Yo no tengo tiempo para tonterías.
—Supongo que no, sobre todo ahora que vas a empezar a trabajar con Michael
Pierce.
Rebecca lo miro exasperada.
—¿No tienes más paquetes que entregar?
—Por supuesto que sí… —se dirigió hacia la puerta y le hizo un gesto desde allí
—. Por cierto, el disfraz de vampiresa es… explosivo.
—Gracias.
Rebecca suspiró. Ya había recibido dos pedidos de ese disfraz, una auténtica
suerte, porque en realidad se lo había puesto a uno de los maniquíes para convencer
a Michael de que realmente se lo estaba probando.
Parecía que nunca iban a llegar las seis y media de la tarde. Y, por si no
estuviera bastante nerviosa después de la conversación mantenida con Michael, la
información que Quincy le acaba de proporcionar aumentaba su ansiedad.
Michael necesitaba ideas para su trabajo y, si en algún momento había
albergado fantasías adolescentes sobre las motivaciones de Michael para pedirle
ayuda, acababan de hacerse añicos. Aquel hombre estaba buscando un milagro, no
diversión.
Sonó la campanilla de la puerta y entró la señora Conrad con un traje de tweed
marrón, una gabardina y… ¿más crema de caramelo?
—Te traigo otro dulce, Rebecca. Ah, y parece que esta a punto de estallar otra
tormenta.
Rebecca le dio las gracias por el dulce y fue a buscar su paquete al armario.
—Aquí tiene, señora Conrad. Su disfraz.
—Oh, estoy tan contenta de que haya llegado a tiempo para el cumpleaños de
Marty.
—¿Quiere probárselo?
—Por supuesto.
Rebecca la acompañó al probador amarillo y cerró las cortinas.
—Llámeme si me necesita.
—Oh, quédate aquí, quiero hablarte de lo maravillosamente bien que lo
pasamos Marty y yo la otra noche en un club llamado Éxtasis.
—Señora Conrad, ¿le importa que le haga una pregunta?
—Por supuesto que no, adelante.
—¿Cómo conoció al señor Conrad?
Capítulo Seis
La mente de Michael estaba siendo bombardeada por imágenes de aquella
mujer caminando delante de él con el disfraz que en aquel momento llevaba un
maniquí incapaz de hacerle justicia. En contraste, Rebecca continuaba vestida con el
discreto conjunto con el que había ido a verlo al restaurante. Se había apartado el
pelo de la cara con una cinta oscura y no llevaba una gota de maquillaje. Tenía todo
el aspecto de una recatada dependienta. Y si no hubiera sido por el perfume que
llevaba, el mismo que él recordaba del día que la había sorprendido con el disfraz,
podría haber llegado a la conclusión de que aquel incidente había sido un producto
de su imaginación.
Durante toda la tarde, había estado diciéndose a sí mismo que le había pedido
ayuda a Rebecca por el bien del restaurante. Y aunque respetaba la opinión de la
joven, sabía que era un mentiroso porque en realidad lo que quería era estar cerca de
ella. Y, maldita fuera, le gustaba poder pensar en algo que no fuera su fracasado
matrimonio.
—Mi taller está en la parte de atrás —musitó Rebecca.
Michael la siguió, intentando mantener los ojos apartados de su esbelta figura.
Abandonaron la tienda, pasaron por los probadores y cruzaron unas puertas
abatibles para entrar a la misma habitación a la que Michael había accedido la noche
anterior por la puerta trasera.
Rebecca caminó hasta una mesa con una lámpara adaptable en un extremo.
Debajo había un banco y, a su lado, un archivador y una mesa con un ordenador.
—Éste es mi despacho —le indicó con un gesto.
—Bonito.
—Eficiente —lo corrigió con una risa—. He preparado café.
—Magnífico.
—Siéntate.
Michael sacó el banco de debajo de la mesa y se sentó sintiéndose como un
adolescente que acabara de descubrir que iba a compartir la mesa del laboratorio con
la chica más guapa de la clase. Rebecca regresó a los pocos minutos con dos tazas de
café y se sentó en el banco. Michael advirtió que no parecía tan afectada como él por
su cercanía. Sintiéndose completamente estúpido, levantó el maletín y lo colocó sobre
la mesa.
—He traído un esquema del proyecto. Toma.
—Magnífico —Rebecca estudió el esquema sacando ligeramente la punta de la
lengua.
Michael estaba completamente cautivado. De pronto, todo en aquella mujer le
parecía extraordinariamente sensual.
—Veo que ya esta previsto el escenario.
—Sí, pero hemos perdido seis mesas.
—No, está bien —la miró a los ojos y vio en ellos las mismas sombras del
rechazo contra el que él había estado luchando—. Es agradable hablar con alguien
que te comprende.
—No pretendía comparar mi compromiso con tu matrimonio.
—En realidad, hacía tiempo que las cosas no iban bien entre nosotros, pero mi
orgullo no me permitió darme cuenta —unió las manos—. Pero ahora pienso
emplear todas mis energías en sacar adelante este restaurante.
Rebecca le sonrió.
—Y yo te ayudaré en todo lo que pueda.
¿Cuántas veces le habría sonreído Rebecca durante aquellos años sin que él se
diera cuenta de lo maravillosamente que se iluminaba su rostro?
—Gracias, Rebecca.
Rebecca inclinó la cabeza con un gesto tranquilo y confiado, que a Michael le
resultaba tan… reconfortante. Y tan diferente de los exagerados gestos de Sonia.
—Aquí tengo algunos bocetos de los trajes que podrían llevar los camareros —
le tendió unas hojas de papel.
Michael revisó aquellos dibujos de gladiadores, princesas africanas y
emperadores asiáticos… todos muy elaborados. Estaba empezando a visualizar el
impacto sensorial que las ideas de Rebecca podrían tener en sus clientes.
—¿Los has dibujado tú?
—En la universidad estudié diseño de modas.
—Son muy buenos.
—Gracias. Sin contar con el personal de cocina, creo que necesitaras doce trajes
para los hombres y otros doce para las mujeres, para que no surjan problemas
cuando haya que arreglarlos, llevarlos a la lavandería y ese tipo de cosas.
—¿Podrás tenerlos listos para dentro de dos semanas?
—Algunos ya están casi preparados —se acercó a los percheros y le mostró un
vestido de color azul iridiscente—, como este… O esto —le mostró un gorro blanco
en forma de cono. Con esto ya tenemos el disfraz de una doncella medieval —sonrió
—. Habrá que trabajar un poco y añadir algunos accesorios. Y cada disfraz llevará su
correspondiente mascara.
Michael se levantó y se acercó al perchero, por el mero placer de estar cerca de
Rebecca. Levantó la manga del vestido que la joven sostenía.
—Muy bonito. Pero me he fijado en que no has incluido el disfraz de vampiresa
en los disfraces.
—Porque tú mismo dijiste que no podías imaginarte que un traje de vampiro
pudiera ser elegante o provocativo.
—Después de verte la otra noche, he cambiado de opinión.
Rebecca pestañeó con fuerza.
Capítulo Siete
Rebecca temblaba en el probador rojo mientras se ponía un lujoso vestido de
gitana, sin hombros y de color negro y amarillo. Se movía lentamente temiendo que
en cualquier instante Michael, que estaba en el probador de al lado, pudiera cambiar
de opinión. La asustaba la posibilidad de que pudiera reírse de ella, o de que pensara
que era una mujer extraña. O que lo desilusionara su cuerpo… o su actuación.
Con la sangre latiéndole en las sienes, alzó la falda del vestido para atarse las
ligas. A continuación se enfundó unos zapatos de tacón y se recogió el pelo en lo alto
de la cabeza.
Intentando dominar el temblor de las rodillas, deslizó la mano por el sensual
corpiño de satén. Habían sido muchas las veces que había sonado con aquel
momento. De modo que, por asustada que estuviera, tenía que aprovechar su
oportunidad. Ambos estaban solteros, eran dos adultos conscientes… y nadie saldría
herido.
El corazón le latía salvajemente cuando abrió las cortinas. Michael la estaba
esperando apoyado contra el mostrador, casi en la oscuridad. El disfraz de Zorro le
quedaba tan magnífico como había supuesto. Pantalones negros, botas negras, una
camisa blanca de mangas anchas y un fajín rojo en la cintura. Con el evocador sonido
de la guitarra de fondo, parecía el personaje de una novela de aventuras. Pero era
devastadoramente real. Y, para alivio de Rebecca, no parecía en absoluto
avergonzado de su disfraz. Se enderezó y recorrió con la mirada el disfraz de
Rebecca, deteniéndose en la raja de la falda, que era suficientemente alta como para
mostrar su liga.
—Nunca había hecho nada parecido —le dijo.
—Yo tampoco —musitó Rebecca—. Al menos no con otra persona.
La pasión llameaba en los ojos de Michael.
—Estás preciosa —le dijo, acercándose a ella.
Rebecca se sonrojó y rehuyó juguetona su brazo.
—¿Dónde está la máscara?
Michael le mostró la máscara que sostenía en la mano.
—¿Me ayudas a ponérmela?
Rebecca se emocionó al darse cuenta de que Michael estaba disfrutando con el
juego.
Ella hizo oscilar una mascara similar en el dedo.
—Si tú me ayudas a mí.
Michael se colocó tras ella y besó sus hombros desnudos, provocándole una
cascada de estremecimientos. Rebecca gimió y arqueó la espalda mientras Michael
colocaba la máscara de tela negra alrededor de su cabeza y la ajustaba antes de atarla
con delicadeza. Después posó la mano en su vientre y estrecho a Rebecca contra él.
se movió durante largos minutos. Rebecca cerraba los ojos dejándose envolver por lo
que acababa de ocurrir.
Hasta entonces nunca se había sentido tan completa y deliciosamente agotada.
Michael salió de ella lentamente, se apoyó en un codo e inclinó la cabeza para
mirarla.
—Es una suerte que hayamos hecho ya la mayor parte del trabajo —musitó,
quitándose la máscara—. Porque estoy agotado. Eres sorprendente —susurró—.
Jamás habría imaginado… ¿te he dicho ya que eres sorprendente?
—Creo que ha sido cuestión de química —levantó la cabeza y se desató la
máscara.
Michael gimió exageradamente.
—¡Oh, Dios mío, pero si es la dependienta de la tienda!
Rebecca se echo a reír. En aquel momento, se oyó retumbar un trueno.
—Hay una buena tormenta.
—Aunque hubiera salido volando el tejado no lo habría notado.
Las luces parpadearon. De pronto, se fue la luz y el repiqueteo de la lluvia se
hizo más fuerte.
—Este viejo transformador es muy voluble —musitó Rebecca—. El generador
volverá a funcionar en unos minutos.
—De pequeño me encantaban las tormentas —comentó Michael quedamente.
—¿Dónde vivías?
—En South Side, en la parte mas dura de la ciudad. ¿Y tú?
—En una pequeña ciudad llamada Madison, situada a unos cincuenta
kilómetros de aquí.
—He oído hablar de ella. ¿Y cuándo comenzaste en el negocio de los disfraces?
Rebecca apretó los labios mientras viajaban en el tiempo.
—Mi madre se pasaba casi todo el día trabajando y mi hermana y yo teníamos
que entretenernos solas. Meg se dedicaba a leer y a mí me gustaba coser.
—¿No teníais padre?
—No, se marchó cuando éramos muy pequeñas. Mi madre sigue viviendo en
Madison.
—¿Y dónde vive tu hermana?
—Es profesora en Peoria.
—Yo siempre quise tener una hermana. Sólo tenía hermanos, tres hermanos.
—¿Y estás muy unido a ellos?
—Supongo que todo lo unido que puedes estar después de que cada uno de
ellos haya formado su propia familia y tenga sus propios problemas. Todos están
divorciados. Mejor dicho, todos estamos divorciados.
Lo que les hizo recordar el motivo por el que habían hecho lo que acababan de
compartir.
—¿Cómo se te ocurrió montar un restaurante?
—En realidad fue idea de Sonia. Yo tenía un pequeño negocio de
comunicaciones y una gran compañía me ofreció comprármelo. Invertimos el dinero
en el restaurante —soltó una carcajada—. Al principio lo odiaba, pero con el tiempo
llegó a gustarme. Creo que el restaurante tiene mucho potencial ahora que… tengo
más control —y le susurró al oído—: y que cuento con tu ayuda.
—Deberías llamar al director de los grupos de danza mañana mismo.
—Lo tengo en la lista.
—Y al artista gráfico.
—También lo tengo en la lista —le mordisqueó la oreja—. Dios, me gustaría que
no tuviéramos que salir en medio de esta tormenta.
Rebecca pensó en ofrecerle que se quedara a dormir, pero, de alguna manera, le
parecía demasiado íntimo, más incluso que haber hecho el amor. Y además estaba la
cuestión de tratar con él por la mañana. La previsible torpeza del día siguiente. Quizá
fuera mejor que se marchara cuando todavía estaban encendidos los rescoldos de la
pasión.
—Te llevaré a tu casa cuando quieras —se ofreció Michael—, pero antes tengo
que salir a buscar mi coche.
Rebecca tragó saliva.
—Michael, mi apartamento esta en el piso de arriba. Tú… no tienes que irte.
—¿Me estás invitando a pasar la noche contigo?
—No me gustaría ser responsable de que tuvieras un accidente de camino a tu
casa.
Michael respiró con fuerza.
—Lo siento, pero todo esto es nuevo para mí.
—No te sientas obligado…
—No me siento obligado. Quiero decir, ninguno de nosotros…
—Está buscando…
—Una relación seria.
—Exacto —Rebecca se mordió el labio. Se alegraba de que lo hubieran hablado
abiertamente.
Un rayo iluminó la tienda durante un segundo y se oyó al instante el retumbar
del trueno.
—¿Todavía está abierta esa oferta?
—Sí.
—Entonces acepto.
Capítulo Ocho
—Llevo llamándote toda la semana y no te encuentro ninguna noche en casa.
—He estado muy ocupado con el restaurante. Vamos a volver a abrirlo dentro
de un par de días.
—También he estado llamando al restaurante y Rico me ha dicho que te
marchabas todos los días a las seis, ¿qué está pasando aquí?
—He estado ocupado, eso es todo.
—Estás saliendo con una mujer, ¿verdad?
—No, Ike.
—Lo sabía, lo sabía, ¿quién es?
—Eso no es asunto tuyo.
—¿Una camarera? ¿Alguna cliente? ¿Alguien a quien has conocido en un bar?
Michael permanecía en silencio, esperando a que su hermano se cansara.
—Y apuesto a que te sientes mucho mejor.
—Un poco —admitió. Realmente, se sentía infinitamente mejor.
—Lo sabía, lo sabía, ¿no te lo dije?
—Sí, Ike, me lo dijiste.
Su hermano silbó.
—¿Y podré conocerla el día de la reinauguración del restaurante?
—Ya veremos. ¿Mesa para dos?
—Sí, probablemente consiga una cita para dentro de un par de días.
—Hasta luego, entonces.
—Adiós.
Michael colgó el teléfono y sacudió la cabeza. Durante la mayor parte de
aquellas dos semanas había pasado todas las noches con Rebecca, con la excusa del
trabajo. Y la verdad era que habían hecho grandes progresos con los planes de
reapertura. A menudo, Rebecca se probaba alguno de los trajes que estaba haciendo
para sus empleados o le pedía a él que se lo probara, y las cosas… se les iban de las
manos.
Se llevó la mano a la boca. Dios, disfrutar del sexo con Rebecca era como salvar
su alma. Era excitante y reconfortante al mismo tiempo. Podía apoyar la cabeza entre
sus senos, saciado y satisfecho, para horas, y a veces solo minutos después, volver a
morirse de ganas de hacer el amor con ella. Aquella increíble mezcla de ternura y
entusiasmo que Rebecca exudaba le recordaba a sus días de juventud, cuando el sexo
era algo nuevo y maravilloso.
Pero todavía era demasiado pronto para profundizar en su relación. Rebecca
todavía estaba superando el abandono de su prometido y él la marcha de Sonia, eso
—Hola.
—Hola —lo saludo ella, y señaló hacia el aparcamiento—. He traído los trajes.
—¿Ya los has terminado? Magnífico.
—Sí —dijo, mientras se metía las manos en los bolsillos—. Me estaba
preguntando si… tenías tiempo para salir a almorzar. Al ver su expresión
esperanzada, saltaron todas las alarmas en la mente de Michael. Estaba sucediendo.
Surgían las complicaciones. Un día era un almuerzo y al siguiente le presentaba a sus
padres. Al fin y al cabo, quizá todavía tuviera un vestido de novia colgando en el
armario. El pánico se apoderó de él.
—No, lo siento —se aclaró la garganta y señaló vagamente hacia la señora
Carroll—. Tengo que ocuparme de los últimos detalles.
—Claro. Lo dejaremos para otra ocasión.
—Humm —señaló con el pulgar hacia el comedor—. Tengo que darme prisa,
pero le diré a Rico que vaya a buscar los trajes.
—De acuerdo —le dijo con una sonrisa—. ¿Te veré más tarde?
Nuevas señales de alarma.
—Me temo que hoy tendré que quedarme a trabajar hasta tarde.
—Te comprendo —respondió Rebecca con una débil sonrisa. Alzó la mano y se
volvió hacia la puerta.
Michael sintió un intenso dolor en el pecho.
—Piensas venir a la fiesta de inauguración, ¿verdad?
—No me la perdería por nada del mundo.
Capítulo Nueve
—El escenario está aquí —informó Rico, emocionado. Estaba resplandeciente
con el traje de torero y la mascara roja—. A todo el mundo le encanta el nuevo
formato.
Michael había elegido el disfraz de Zorro, por los buenos recuerdos que
encerraba.
—Parece que va a ser un éxito —comentó.
—Tenemos reservados los fines de semana para los próximos cuatro meses —le
informó Rico.
—Magnífico —respondió Michael sin demasiado entusiasmo.
Rico lo miró con los ojos entrecerrados.
—Jefe, no pareces muy contento.
Michael se frotó el cuello, que comenzaba a dolerle de tanto girar la cabeza
intentando descubrir a Rebecca entre los invitados. Lo cual era una tontería; como
todo el mundo llevaba máscara, le resultaría imposible reconocerla.
—Rico, ¿has visto a Rebecca?
—No, Michael.
Quizá, en el último momento, había decidido no presentarse.
—Perdóname, necesito una copa —se acercó a la barra y pidió un whisky con
Coca-Cola.
No echaba de menos a Rebecca. No podía echarla de menos. Lo que echaba de
menos era el sexo, algo que podía encontrar en cualquier parte, se dijo, intentando
ahogar sus preocupaciones en alcohol.
La danza terminó y se oyó un aplauso atronador. La satisfacción inundó su
pecho. Si lo de aquella noche era un indicativo, Incógnito iba a convertirse en un éxito.
Gracias a Rebecca.
—Ah, estás aquí hermanito —Ike se acercó y le palmeó la espalda—. Bonitos
pantalones.
Michael miró los vaqueros y la cazadora de cuero de su hermano.
—¿Dónde está tu disfraz?
—Es este, voy de James Dean.
—Sí, claro.
—¿Dónde está?
Michael le dio un trago a su copa.
—¿Quién?
—La chica, la mujer con la que te acuestas últimamente.
—¡Cállate, Ike!
¿Por qué no? La última vez que se lo había puesto había sido interrumpida,
pero no había olvidado lo sexy que se sentía con él y en aquel momento podía
utilizarlo para inflar un poco su vapuleado ego.
Rebecca desnudó al maniquí y se llevó el disfraz al probador rojo. ¿Cuántas
veces habría hecho el amor con Michael en aquel rincón?
Había perdido la cuenta.
Sintió el sabor amargo del arrepentimiento.
Quizá si no hubiera sido tan lanzada, su relación podría haber evolucionado
lentamente.
Quizá Michael fuera uno de esos hombres que pensaba que había dos clases de
mujeres: unas con las que acostarse y otras con las que mantener una relación.
Pero no, ella sabía que Michael era diferente.
Su sensibilidad era tan profunda como su pasión. Y debía amar a Sonia muy
profundamente si estaba pensando en volver con ella. Y esa clase de amor sólo se
merecía su admiración.
Se puso lentamente el disfraz, fingiendo estar preparándose para Michael. Y
tenía recuerdos más que suficientes para prolongar aquella fantasía.
Acababa de ponerse la capa sobre los hombros cuando llamaron a la puerta.
Frunció el ceño, pensando que probablemente sería Quincy para intentar arrastrarla
hasta la fiesta.
O la señora Conrad, que cuando quería algo no comprendía el significado de la
palabra «cerrado».
Se ató rápidamente la capa y corrió hacia la puerta, pero se detuvo en seco al
ver a Michael al otro lado. El estómago se le encogió y sintió el escozor de las
lágrimas en los ojos. ¿Habría ido para contarle lo de Sonia?
Apretó los labios y abrió.
—Hola —saludó.
—Hola —la recorrió de los pies a la cabeza con la mirada—. Te has puesto mi
disfraz favorito.
Rebecca se mordió la lengua, pero no dijo nada.
—Yo… te echaba de menos en la fiesta.
—¿Cómo está saliendo?
—Esta siendo un gran éxito, gracias a ti.
—Me alegro —contestó con una sonrisa.
—¿Puedo pasar?
Rebecca asintió y retrocedió. Michael llevaba el disfraz de Zorro, pero sin
máscara.
—¿Ocurre algo? —le preguntó Rebecca.
Fin