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EDICIÓN 276 - JUNIO 2022

NUEVA ERA DORADA PARA ESTADOS UNIDOS

Washington, dueño del juego


Por Michael Klare*

La energía tiene un rol primordial en la política exterior de Estados


Unidos. El viraje producido durante el gobierno de Barack Obama
lo convirtió en un país prácticamente autosuficiente en materia de
petróleo y gas, colocando a Washington en posición de fuerza
para hacer prevalecer sus intereses.

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Desde la Segunda Guerra Mundial, la energía desempeña un rol primordial en los intereses
diplomáticos y militares estadounidenses. La política energética del país estuvo durante
mucho tiempo dominada por el temor a su vulnerabilidad: con el declive, considerado
irreversible, de su producción de petróleo y una dependencia cada vez mayor de las
importaciones de Medio Oriente, Washington se consideraba a merced de la escasez. Este
temor alcanzó su punto álgido en 1973 y 1974, cuando los productores árabes impusieron un
embargo a sus exportaciones de petróleo hacia Estados Unidos en represalia por su apoyo a
Israel durante la Guerra de Yom Kippur (Belkaïd, pág. 27) y de nuevo en 1979 tras la
Revolución Islámica en Irán.

Para superar esta sensación de fragilidad, el país estableció una presencia militar permanente
en el Golfo Arabo-Pérsico, que utilizó en varias ocasiones para garantizarse un suministro
ininterrumpido (1). En la actualidad, aunque mantiene su presencia en la región, Estados
Unidos se ha convertido en un país casi autosuficiente en materia de petróleo y gas, de
manera que su política energética ya no se basa en un principio de vulnerabilidad. Por el
contrario, su abundante producción es una ventaja estratégica: un medio para hacer
prevalecer sus intereses en el escenario geopolítico mundial.
Este viraje se produjo bajo la presidencia de Barack Obama, cuando el desarrollo de las
técnicas de fracturación hidráulica facilitó la explotación a gran escala del petróleo de
esquisto. Según las estadísticas del Departamento de Energía de Estados Unidos, la
producción nacional de crudo había disminuido durante dos décadas, cayendo de 7,5 millones
de barriles diarios en 1990 a 5,5 millones en enero de 2010; como resultado de la “revolución”
del petróleo de esquisto, ahora está nuevamente en aumento, superando los 9 millones de
barriles diarios (2). En Washington se han disipado todos los temores de vulnerabilidad y los
líderes políticos piensan en cómo sacar provecho geopolítico de esta nueva era dorada.

Una mano más fuerte

Este punto de inflexión se puso de manifiesto por primera vez durante las negociaciones con
Irán sobre su programa nuclear militar en 2013: mientras que antes el gobierno
estadounidense se había mostrado reacio a imponer sanciones importantes a Teherán por
temor a una nueva crisis, ahora consideraba que tenía las manos libres para compensar una
posible caída de las exportaciones iraníes con un aumento equivalente de la producción
nacional. Como explicó el consejero de Seguridad Nacional, Thomas Donilon, “el aumento de
la producción energética de Estados Unidos reduce nuestra vulnerabilidad a las
interrupciones de suministro mundial y […] nos da una mano más fuerte para perseguir y
alcanzar nuestros objetivos de seguridad internacional”. Nada ilustra mejor este cambio,
observó, que los esfuerzos desplegados por Washington para persuadir a otros países para que
se sumen a su línea dura contra Irán: “El aumento sustancial de la producción de petróleo en
Estados Unidos […] minimiza la carga del resto del mundo si las sanciones internacionales y
los esfuerzos conjuntos de los estadounidenses y sus aliados conducen a una reducción de la
producción de petróleo iraní de un millón de barriles al día” (3).
La idea de que la abundancia de petróleo de esquisto dio a Estados Unidos una “mano más
fuerte” prevaleció hasta fines de los años de Obama y sigue inspirando el pensamiento
estratégico de Estados Unidos. En particular, Washington ha utilizado esta ventaja en sus
intentos para incitar a los europeos a reducir su dependencia a los hidrocarburos rusos. Desde
que la Unión Europea (UE) comenzó a importar petróleo de la Unión Soviética a principios
de los años 80, los funcionarios estadounidenses siempre han considerado esta dependencia
como una amenaza para el principio de solidaridad de la Organización del Tratado del
Atlántico Norte (OTAN), ya que proporcionaba a Moscú un medio de chantaje o intimidación
en caso de crisis. Mientras Estados Unidos dependía de terceros países para abastecerse, no
estaba en condiciones de dar lecciones a los europeos, pero ahora que su industria del
petróleo de esquisto funciona a pleno rendimiento, se siente más libre.
Estados Unidos y sus “amigos”
controlarían, de este modo, una
gigantesca red de distribución de
energía.

Las mismas técnicas de perforación que han hecho que el petróleo de esquisto estadounidense
tenga tanto éxito también han permitido un aumento significativo de la producción de gas,
que pasó de 489.000 millones a 939.000 millones de metros cúbicos entre 2005 y 2019 (4). En
un primer momento, este gas adicional iba a consumirse esencialmente en el territorio
estadounidense o en sus vecinos inmediatos, ya que no había capacidad suficiente para
convertirlo en gas natural licuado (GNL), que es la única forma de gas que puede exportarse
por mar. Pero cuando la gallina de los huevos de oro empezó a ponerlos, el gobierno redobló
esfuerzos para exportar GNL.

Bajo el mandato de Donald Trump, la construcción de instalaciones de producción de GNL se


convirtió en una prioridad nacional, con destino principalmente para el mercado europeo.
Reacio a adoptar una actitud demasiado hostil ante Moscú, Trump pretendía, sin embargo,
romper la dependencia europea del gas ruso abriendo las compuertas del GNL
estadounidense. “Estados Unidos jamás utilizará la energía para coaccionar a sus naciones y
tampoco podemos permitir que otros lo hagan”, declaró durante su visita a Varsovia en julio
de 2017. “Estados Unidos será un socio fiel y fiable en la exportación y venta de nuestros
recursos energéticos de alta calidad a un bajo costo” (5).

Punto de inflexión

También fue bajo el mandato de Trump que el país adoptó su nueva doctrina estratégica de
“competencia de las grandes potencias” (Great Power Competition). Expuesta por primera
vez en la Estrategia de Defensa Nacional (NDS) de febrero de 2018, se basa en la idea de que
Estados Unidos y sus aliados estarían enfrentados con Rusia y China en una lucha
encarnizada por la conquista de nuevas ventajas geopolíticas. Para evitar que estos dos rivales
amplíen su área de influencia, Occidente tendría que mantenerse unido frente a cualquier
movimiento agresivo de Moscú o Pekín. Esto supondría no solamente reforzar aun más el
poder militar de Estados Unidos, sino también movilizar todos sus recursos económicos y
tecnológicos, en los que la energía constituye un componente decisivo.
Esta doctrina ha recibido el pleno apoyo de la administración de Joseph Biden, que considera
la lucha global contra Rusia y China como el principio cardinal de su política exterior y
militar. Aunque China sigue siendo en gran medida percibida como el principal adversario
(6), es Rusia la que ha monopolizado la atención de los líderes estadounidenses desde enero.
Entre las estrategias posibles para contrarrestar la agresión rusa en Ucrania, la energía surgió
inmediatamente como una carta maestra.

La razón es sencilla: Moscú depende de sus ingresos de petróleo y gas para financiar sus
operaciones bélicas. Por lo tanto, debilitar las capacidades militares de Rusia supone reducir
sus exportaciones y, por tanto, proporcionar a Europa, que todavía depende de los
combustibles fósiles rusos, recursos alternativos. Por ello, una de las piedras angulares de la
estrategia estadounidense en Ucrania –además de proveer armas y ayudas diversas a las
fuerzas armadas ucranianas– consiste en incitar a los líderes europeos a sustituir sus pedidos
de hidrocarburos rusos por importaciones provenientes de Estados Unidos y otros
proveedores de confianza.

En línea con esta estrategia, el presidente Biden y la presidenta de la Comisión Europea,


Ursula von der Leyen, anunciaron el 25 de marzo un plan conjunto para reducir la
dependencia de la Unión Europea de los combustibles fósiles rusos. El plan prevé
especialmente que Europa acelere la construcción de nuevas terminales de importación de
GNL en su territorio, mientras que Estados Unidos aumenta su capacidad de exportación para
suministrar a sus aliados europeos hasta 50.000 millones de metros cúbicos de gas al año –lo
que supone un aumento del 150% respecto a 2021–. Biden prometió, además, ayudar a la
Unión Europea a encontrar fuentes alternativas de suministro de GNL, de manera que pueda
dejar de depender del gas ruso de aquí a 2027 (7). “Queremos […] diversificarnos, no depender
más de Rusia, sino recurrir a proveedores en quienes podemos confiar, amigos con quienes
contar”, declaró von der Leyen.

El plan estadounidense-europeo no puede por sí solo liberar a la Unión Europea de su


dependencia del gas ruso. Semejante objetivo requeriría un esfuerzo mucho mayor: una
expansión masiva de la infraestructura, una mejor capacidad de almacenamiento y un mayor
suministro de GNL y gas de tubería de proveedores extranjeros. Al vincular a Europa aun más
estrechamente con Estados Unidos, este plan constituye, no obstante, un importante punto
de inflexión geopolítico. En el proceso, aumentará aun más la dependencia de Europa del gas
natural, que es uno de los principales contribuyentes al calentamiento global –aun cuando es
algo menos intensivo en carbono que el petróleo y el carbón–. El compromiso asumido por
Biden y von der Leyen expresa, además, el deseo común de desbaratar un sistema energético
mundial, que ya no estaría sometido únicamente a las leyes del mercado, sino que estaría
dividido a lo largo de líneas de fractura geopolíticas. Estados Unidos y sus “amigos”
controlarían, de este modo, una gigantesca red de distribución de energía, mientras que el
resto del mundo compartiría redes más pequeñas, definidas según las lealtades políticas de
sus actores. Aunque este gran propósto siga siendo esquivo, es de esperar que la competencia
energética ocupe una posición cada vez más central en la escena mundial, con Estados Unidos
como protagonista.

1. Véase Michael A. Palmer, Guardians of the Gulf: A History of America’s Expanding Role in
the Persian Gulf, 1833-1992, Free Press, Nueva York, 1992.

2. “Weekly U.S. Field Production of Crude Oil”, Energy Information Administration (EIA),
www.eia.gov

3. Discurso pronunciado en la Universidad de Columbia el 24 de abril de 2013.

4. “Statistical Review of World Energy”, BP, Londres, 2021.

5. “Read Donald Trump’s remarks at the Three Seas Initiative Summit in Poland”, Time,
Nueva York, 6-7-17.
6. “Interim National Security Strategy Guidance”, Casa Blanca, Washington, DC, marzo de
2021, https://www.whitehouse.gov

7. “Join statement between the United States and the European Commission on energy
security”, 25-3-22, http://www.whitegouse.gov
* Profesor en el Hampshire College, Amherst (Massachusetts).
Autor del libro The Race for What’s Left. The Global Scramble for
the World’s Last Resources, Metropolitan Books, Nueva York,
2012.

Traducción: Emilia Fernández Tasende

© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur.


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