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“Luego vienen la pubertad y la adolescencia, con las grandezas y los riesgos que presenta
esa edad. Es el momento del descubrimiento de sí mismo y del propio mundo interior, el
momento de los proyectos generosos, momento en que brota el sentimiento del amor, así
como los impulsos biológicos de la sexualidad, del deseo de estar juntos; momento de una
alegría particularmente intensa, relacionada con el embriagador descubrimiento de la
vida. Pero también es a menudo la edad de los interrogantes más profundos, de
búsquedas angustiosas, incluso frustrantes, de desconfianza de los demás y de peligrosos
repliegues sobre sí mismo; a veces también la edad de los primeros fracasos y de las
primeras amarguras. La catequesis no puede ignorar esos aspectos fácilmente cambiantes
de un período tan delicado de la vida. Podrá ser decisiva una catequesis capaz de conducir
al adolescente a una revisión de su propia vida y al diálogo, una catequesis que no ignore
sus grandes temas, —la donación de sí mismo, la fe, el amor y su mediación que es la
sexualidad—. La revelación de Jesucristo como amigo, como guía y como modelo,
admirable y sin embargo imitable; la revelación de su mensaje que da respuesta a las
cuestiones fundamentales; la revelación del Plan de amor de Cristo Salvador como
encarnación del único amor verdadero y de la única posibilidad de unir a los hombres,
todo eso podrá constituir la base de una auténtica educación en la fe. Y sobre todo los
misterios de la pasión y de la muerte de Jesús, a los que san Pablo atribuye el mérito de
su gloriosa resurrección, podrán decir muchas cosas a la conciencia y al corazón del
adolescente y arrojar luz sobre sus primeros sufrimientos y los del mundo que va
descubriendo.” (CT 38)
Con la edad de la juventud llega la hora de las primeras decisiones. Ayudado tal vez por
los miembros de su familia y por los amigos, mas a pesar de todo solo consigo mismo y con
su conciencia moral, el joven, cada vez más a menudo y de modo más determinante,
deberá asumir su destino. Bien y mal, gracia y pecado, vida y muerte, se enfrentarán cada
vez más en su interior como categorías morales, pero también y sobre todo como
opciones fundamentales que habrá de efectuar o rehusar con lucidez y sentido de
responsabilidad. Es evidente que una catequesis que denuncie el egoísmo en nombre de la
generosidad, que exponga sin simplismos ni esquematismos ilusorios el sentido cristiano
del trabajo, del bien común, de la justicia y de la caridad, una catequesis sobre la paz
entre las naciones, sobre la promoción de la dignidad humana, del desarrollo, de la
liberación tal como las presentan documentos recientes de la Iglesia, completará
felizmente en los espíritus de los jóvenes una buena catequesis de las realidades
propiamente religiosas, que nunca ha de ser desatendida. La catequesis cobra entonces
una importancia considerable, porque es el momento en que el evangelio podrá ser
presentado, entendido y aceptado como capaz de dar sentido a la vida y, por
consiguiente, de inspirar actitudes de otro modo inexplicables: renuncia,
desprendimiento, mansedumbre, justicia, compromiso, reconciliación, sentido de lo
Absoluto y de lo invisible, etc., rasgos todos ellos que permitirán identificar entre sus
compañeros a este joven como discípulo de Jesucristo.
La catequesis prepara así para los grandes compromisos cristianos de la vida adulta. En lo
que se refiere por ejemplo a las vocaciones para la vida sacerdotal y religiosa, es cosa
cierta que muchas de ellas han nacido en el curso de una catequesis bien llevada a lo largo
de la infancia y de la adolescencia.
Desde la infancia hasta el umbral de la madurez, la catequesis se convierte, pues, en una
escuela permanente de la fe y sigue de este modo las grandes etapas de la vida como
faro que ilumina la ruta del niño, del adolescente y del joven. (CT. 39)
Todo bautizado, por estar llamado por Dios a la madurez de la fe, tiene necesidad y, por
lo mismo, derecho a una catequesis adecuada. Por ello, la Iglesia tiene el deber primario
de darle respuesta de forma conveniente y satisfactoria. En este sentido hay que
recordar, ante todo, que el destinatario del Evangelio es « el hombre concreto, histórico
», enraizado en una situación dada e influido por unas determinadas condiciones
psicológicos, sociales, culturales y religiosos, sea consciente o no de ello.
En el proceso de la catequesis, el destinatario ha de tener la posibilidad de manifestarse
activa, consciente y corresponsablemente y no como simple receptor silencioso y
pasivo. (DGC 167)
“La « predicación acomodada de la Palabra revelada debe mantenerse como ley de toda
evangelización ». Esta norma tiene su intrínseca motivación teológica en el misterio de la
encarnación, corresponde a una exigencia pedagógica elemental de una sana comunicación
humana, y refleja la práctica de la Iglesia a lo largo de los siglos.
Tal acomodación se entiende como acción exquisitamente maternal de la Iglesia, que ve a
las personas como « campo de Dios » ( 1 Co 3,9), no para condenarlas, sino para cultivarlas
en la esperanza. Va al encuentro de cada una de ellas, tiene en cuenta seriamente la
variedad de situaciones y culturas y mantiene la comunión de tantas personas en la única
Palabra que salva. De este modo el Evangelio se transmite de modo auténtico y
significativo, como alimento saludable y a la vez adecuado. Este criterio ha de inspirar
todas las iniciativas particulares, y a su servicio han de ponerse la creatividad y
originalidad del catequista.” (169)
“La adaptación se realiza de acuerdo con las diversas circunstancias en que se transmite
la Palabra de Dios. 558 Responde a « las exigencias que dimanan de las diferentes
culturas, de edades, de la vida espiritual, de situaciones sociales y eclesiales de aquéllos
a quienes se dirige la catequesis ». (559) A ellas deberá prestarse una atenta
consideración.
Se ha de recordar también que, en la diversidad de situaciones, la adaptación ha de tener
siempre presente a la persona en su totalidad y en su unidad esencial, conforme a la
visión que de ella tiene la Iglesia. Por eso, la catequesis no se queda sólo en la
consideración de los elementos exteriores de una situación concreta, sino que tiene
presente también el mundo interior de las personas, la verdad sobre el ser humano, «
camino primero y fundamental de la Iglesia ». (560) Esto determina un proceso de
adaptación que será tanto más pertinente cuanto más se tengan en cuenta los
interrogantes, las aspiraciones y las necesidades de la persona en su mundo interior.”
(DGC 170)
La Iglesia, que ve a los jóvenes como « la esperanza », los contempla hoy como « un gran
desafío para el futuro de la Iglesia ».
El rápido y tumultuoso cambio cultural y social, el crecimiento numérico de jóvenes, el
alargamiento de la etapa de la juventud antes de entrar a tomar parte en las
responsabilidades de los adultos, la falta de trabajo y en ciertos países las condiciones
permanentes de subdesarrollo, las presiones de la sociedad de consumo..., todo ayuda a
perfilar el mundo de los jóvenes como el tiempo de espera, a veces de desencanto y de
insatisfacción, incluso de angustia y de marginación. El alejamiento de la Iglesia, o al
menos la desconfianza hacia ella, está presente en muchos como actitud de fondo. A la
vez, en los jóvenes se refleja a menudo la falta de apoyo espiritual y moral de las familias
y la precariedad de la catequesis recibida.
Por otro lado, en numerosos jóvenes se descubre una fuerte e impetuosa tendencia a la
búsqueda de sentido de la vida, a la solidaridad, al compromiso social, e incluso a la misma
experiencia religiosa... (DGC 182)
Entre las diversas formas de catequesis de jóvenes, hay que prever, teniendo en cuenta
las situaciones, un catecumenado juvenil en edad escolar; una catequesis que complete y
culmine la iniciación cristiana; una catequesis sobre cuestiones específicas; así como
encuentros más o menos ocasionales e informales.
En general se ha de proponer a los jóvenes una catequesis con itinerarios nuevos,
abiertos a la sensibilidad y a los problemas de esta edad, que son de orden teológico,
ético, histórico, social... En particular, deben ocupar un puesto adecuado, la educación
para la verdad y la libertad según el Evangelio, la formación de la conciencia, la educación
para el amor, el planteamiento vocacional, el compromiso cristiano en la sociedad y la
responsabilidad misionera en el mundo. Con todo hay que poner de relieve, que la
evangelización contemporánea de los jóvenes debe adoptar con frecuencia un carácter
misionero más que el estrictamente catecumenal. En realidad, la situación exige a menudo
que la acción apostólica con los jóvenes sea de índole humanizadora y misionera, como
primer paso necesario para que maduren unas disposiciones más favorables a la acción
estrictamente catequética. Por tanto, muchas veces en la realidad, será oportuno
intensificar la acción precatecumenal al interior de procesos educativos globales.
Una de las dificultades mayores a las que hay que enfrentarte y dar respuesta se refiere
a la diferencia de lenguaje ( mentalidad, sensibilidad, gustos, estilo, vocabulario ...) entre
los jóvenes y la Iglesia ( catequesis y catequistas). Vale la pena por eso insistir en la
necesidad de una adaptación de la catequesis a los jóvenes, sabiendo traducir a su
lenguaje « con paciencia y buen sentido, sin traicionarlo, el mensaje de Jesucristo ».
(DGC 185)
“ Por otro lado, constatamos con preocupación que innumerables jóvenes de nuestro
continente atraviesan por situaciones que les afectan significativamente: las secuelas de
la pobreza, que limitan el crecimiento armónico de sus vidas y generan exclusión; la
socialización, cuya transmisión de valores ya no se produce primariamente en las
instituciones tradicionales, sino en nuevos ambientes no exentos de una fuerte carga de
alienación; su permeabilidad a las formas nuevas de expresiones culturales, producto de
la globalización, lo cual afecta su propia identidad personal y social. Son presa fácil de las
nuevas propuestas religiosas y pseudo religiosas. La crisis, por la que atraviesa la familia
hoy en día, les produce profundas carencias afectivas y conflictos emocionales.” (444)
“Están muy afectados por una educación de baja calidad, que los deja por debajo de los
niveles necesarios de competitividad, sumado a los enfoques antropológicos
reduccionistas, que limitan sus horizontes de vida y dificultan la toma de decisiones
duraderas. Se ve ausencia de jóvenes en lo político debido a la desconfianza que generan
las situaciones de corrupción, el desprestigio de los políticos y la búsqueda de intereses
personales frente al bien común. Se constata con preocupación suicidios de jóvenes.
Otros no tienen posibilidades de estudiar o trabajar, y muchos dejan sus países por no
encontrar en ellos un futuro, dando así al fenómeno de la movilidad humana y la migración
un rostro juvenil. Preocupa también el uso indiscriminado y abusivo que muchos jóvenes
hacen de la comunicación virtual.” (445)