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Catalina, una ñapanga hechizada de amor

Catalina de Belalcázar era sobrina del conquistador Sebastián de Belalcázar. Una niña bien
dotada, tanto de herencia como de belleza. De senos grandes, piel canela y aterciopelada, tobillos
pronunciados, caderas anchas. nalgas de pera, labios ampulosos, lunareja, ojos carmelitos... y
devota del buen Cristo, al punto que hasta sus quince años se vistió de ñapanga un martes Santo,
día en que la vio por primera vez Francisco Campillo, poeta payanés. Fue un ínfimo cruce de
miradas, pero suficiente para quedar enganchados de amor. Un amor tremendo que los hizo
vibrar, vivir, gozar, llorar, sufrir y morir. Un amor secreto, de pasiones indescriptibles, nacidas y
narradas en las posteriores cartas alucinadas del poeta y de todos los poetas que pasan por
Popayán.

Corría el año de 1576, cuando a la pobre Catalina la obligaron, por conveniencia social, a casarse
con un capitán español de ojos azules llamado Lorenzo de Paz, venido de Salamanca a la
gobernación del Cauca, a ocupar el cargo de encomendero de Caloto. Se casaron en una iglesia
de retablos quiteños, Catalina, toda de blanco, con un bouquet de tallos largos en la mano,
mientras en su corazón resonaban los sonetos del bardo pobre, mestizo y sin apellido ilustre,
dedicado a vivir su despecho con guarapo de trapiches de tercera, por los lados de Molanga.

No había pasado aún la luna de miel, cuando ya el poeta arremetió de nuevo con sus galanteos
literarios, dedicados a Catalina. Para hacérselos conocer, compró los servicios de la negra
Bárbula, criada de confianza de la familia. Y de verso en verso, de poema en poema, de canción
en canción, la voluntad de la mujer se quebró, y la gentil dama se dejó caer en brazos del poeta
en su propia cama de matrimonio.

Cuando el marido salía a atender los asuntos de gobierno, la mujer entraba en sus aposentos al
bardo, y mientras la negra Bárbula vigilaba que el amo no fuera a llegar de improviso, por los
pasillos del caserón sólo se escuchaba gemir, por horas y horas, el "¡ay. poeta, ay, mi poeta!" Y
se amaron tanto, como dice la canción, que cuatrocientos años después, por las calles y pasillos
de la ciudad blanca, todavía se escuchan, a media noche, algunos vientos escalofriantes que
susurran "-¡ay, poeta, ay, mi poeta!-"

Quince años les duró el amorío secreto, hasta que don Lorenzo, avisado y furioso, volvió de
improviso a su casa. Y como si fuera el celoso Otelo que Shakespeare describiera años más
tarde, mientras le daba espuela a su caballo, por la cabeza le corrían a chorros escenas
vergonzantes que le nublaban la razón.

La negra Bárbula avisó tarde, el marido entró espada en mano y atravesó de lado a lado y sin
miramientos el corazón del poeta, mientras que de su boca menudeaban los calificativos de perra,
Catalina, una ñapanga hechizada de amor

zorra, puta y judas, para su desleal esposa. La alcanzó en la cocina, y allí, hirviendo de celos,
tomó un cuchillo en la cocina y se lo enterró quince veces.

El proceso judicial contra el encomendero Lorenzo Paz Maldonado lo condenó en primera


instancia a la pérdida de sus bienes y a ser degollado en plaza pública. Pero el infeliz apeló y, sin
que se sepa cómo, por esos milagros y entuertos perversos de la justicia ciega, el uxoricidio
quedó impune. Dos años después, se casó don Lorenzo con otra Catalina, de apellido Zúñiga,
hija del conquistador Francisco Mosquera y Figueroa.

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