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Ponencia foro: el cuerpo como territorio de paz.

Aproximaciones desde la
teología del cuerpo de San Juan Pablo II.

Por: Pedro Pablo Jaramillo. Docente Mauxi D/das.

“Llegará un día en que todo hombre podrá elegir a su gusto su propio sexo o pasar
en el arco de la misma existencia, de uno al otro sexo.

El otro, su cuerpo, es reducido a pura máquina para tener encendido el fuego del
placer. Sobre todo la mujer, en su ser símbolo eminente del Otro, es abolida… El
resultado es un desmoronamiento radical de la esfera del amor y un aturdimiento
del misterio nupcial” (Angelo Scola, 2001).

A propósito del título del presente foro se presentan a continuación algunas


consideraciones sobre la teología del cuerpo del santo padre Juan Pablo II en las
audiencias de los miércoles presentadas desde el año 1979 hasta 1984.

Lo primero que compete resaltar es que la teología del cuerpo se enmarca dentro
de una visión antropológica bastante amplia, la cual es inabarcable dentro del
presente escrito por lo que se tocaran solo unas ideas de carácter general.

Con respecto a la visión teológica del cuerpo San Juan Pablo II divide al ser
humano en tres tipos: El hombre original, el hombre histórico y el hombre
escatológico. Dicha dinámica da cuenta del ser corporal del ser humano y su
núcleo central es la consideración del otro y de mí mismo como una persona digna
de respeto en cuanto creatura de Dios.

Comienza la explicación con el pasaje de Mateo 19, 3-9 que dice así:

“Y se le acercaron unos fariseos que, para ponerle a prueba, le dijeron: ¿Puede


uno repudiar a su mujer por un motivo cualquiera?. Él respondió ¿No habéis leído
que el creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: Por eso
dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos se harán
una sola carne?. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo
que Dios unió no lo separa el hombre. Dicenle: Pues ¿Por qué Moisés prescribió
dar acta de divorcio y repudiarla?. Diceles: Moisés, teniendo en cuenta la dureza
de vuestro corazón os permitió repudiar a vuestras mujeres, pero al principio no
fue así. Ahora bien, os digo que quien repudie a su mujer y se case con otra,
comete adulterio.”

En este texto Jesús quiere explicar que para referirnos al sentido del cuerpo y de
la sexualidad humana nos debemos referenciar al hombre original, a la
“Prehistoria teológica”, a los primeros tiempos antes del pecado original, pues es
lo que se quiere decir cuando el texto sagrado dice “Pero al principio no fue así”. O
sea que existe una demarcación entre este ser humano primitivo y el ser humano
histórico, cuyo lindero es la presencia del pecado original.

Este ser humano original esta sellado en la esencia de cada persona. Todo
humano tiene un “Eco del Paraíso” que le hace buscar una pureza, una cierta
perfección en todas las relaciones humanas; llamado que está enmarcado en el
primer capítulo del Génesis cuando dice:

“Y dijo Dios: hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza


nuestra…

Creó, pues, al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, Macho y
Hembra los creó, y los bendijo Dios con estas palabras: Ser fecundos y
multiplicaos y enchid la tierra y someterla”

(Génesis 1, 27-28).

En el acto creador de Dios no se manifiesta la diferencia sexual más que en el


caso del ser humano- macho y hembra los creó- en los demás casos no existe tal
especificación. La diferencia sexual es imagen de Dios; esto es, la masculinidad y
la feminidad son obra y querer de Dios, son cosa muy buena como los demás
actos de la creación.

El primer acto de paz que el humano puede hacer con su cuerpo es entender que
su condición sexual es querida por Dios, que nos pensó hombres o mujeres antes
de crearnos y que dicha semejanza se aproxima más al lado de Dios que al lado
del animal. (Somos imagen de una persona, de un “alguien”, no de un “algo”).

Como complemento de dicha narración está el segundo relato de la creación que


enfatiza y especifica mucho más nuestra condición de creatura:

“Entonces Yahvé Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló a sus
narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente… Dijo luego Yahvé
Dios: No es bueno que el hombre esté solo, voy a hacerle una ayuda adecuada”

(Génesis 2, 17-18)

Es decir la persona humana está hecha a imagen de Dios con dos dimensiones:
cuerpo y alma (polvo y aliento divino) pero constituidos como una integralidad; a
los demás seres de la naturaleza no se le suministra este espíritu o aliento divino,
solo al ser humano. El problema de este hombre original es que se encuentra solo
y su mismo cuerpo se lo evidencia. Aunque estaban con otros seres de la
naturaleza el humano no se siente en relación con ellos, se siente solo y esta
soledad original le hace verse distinto en su cuerpo de los demás seres por lo que
no puede entrar en comunión con ellos.

La soledad original es una insatisfacción profunda del ser humano, los demás
seres no se preocupaban de su soledad, el hombre sí. En esta situación de
aislamiento primigenio encuentra el humano una necesidad radical de donación
del ser a otra persona semejante a él por el vacío que su soledad original
representa.

Tal necesidad de comunión, de entrega, de don va a determinar la condición


esencial del cuerpo humano que Juan Pablo II ha llamado “la naturaleza esponsal
del cuerpo”. Dice el Papa: “El hombre llega a ser imagen de Dios no tanto en el
momento de la soledad cuanto en el momento de la comunión… Esto quizá
constituye el aspecto teológico más profundo de todo lo que se puede decir del
hombre” (Audiencia 14 nov 1974 § 3).

Nuestro ser persona se revela desde el otro, no desde nuestro ser independiente,
la masculinidad desde la feminidad y esta desde la otra, o sea que el sexo no es
un accidente de la persona sino que es lo que le da su identidad y su esencia,
somos esencialmente masculinos o esencialmente femeninos.

Yves Semen hablando de la significación esponsal del cuerpo afirma: “El cuerpo
tiene una significación esponsal porque está hecho para ser dado en la entrega
esponsal… Solo una persona es capaz de entregarse, y es a través de la entrega
libre de sí misma como la persona lleva a cabo aquello por lo que ha sido hecha.
Estamos llamados así a entregarnos por medio de nuestro cuerpo y con todo lo
que este incluye: la afectividad, la sensibilidad, la psicología, la sexualidad, todo
ello especificado de una manera masculina o femenina… No podemos ser
persona sin entregarnos” (Yves Semen pág 93-94)

En el hombre original entonces existen dos elementos en juego, por un lado la


soledad original y por otro el imperativo esponsal del cuerpo. Ante dicha situación
el relato del Génesis llega a la creación de la mujer como conciliación de dicho
problema, dice así:

“Entonces Yahvé Dios hizo caer un profundo sueño sobre el hombre, que se
durmió y le quitó una costilla, rellenando el vacío con carne. De la costilla que
Yahvé Dios había tomado del hombre formo a una mujer y la llevó ante el
hombre. Entonces éste exclamo: esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne
de mi carne. Ésta será llamada mujer, porque del varón ha sido tomada: Por eso
deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos se hacen
una sola carne”

(Génesis 2, 21-24).

Cuando el cuerpo es “usado” no esponsalmente sino de forma egoísta aparece la


desarticulación, el desequilibrio, se rompe la armonía pues el cuerpo no solo
revela la esencia de lo que somos sino la vocación a la que estamos llamados: La
donación. Ello también quiere decir que el telos (la finalidad) del cuerpo humano
es de donación en el amor no del placer, este se subordina al primero. La armonía
se rompe cuando sucede lo contrario por que el placer me construye a mí, me
gratifica a mí y en este sentido el otro con su cuerpo aparece como un medio para
mi gusto personal.

Esto se enmarca muy bien en el versículo que sigue del libro del Génesis con la
mención de la desnudez del hombre original:

“Estaban ambos desnudos, el hombre y la mujer pero no se avergonzaban el uno


del otro”

(Génesis 2, 25)

No sentir vergüenza significa no “cosificar” al otro, ni ella para él ni él para ella. Lo


que les unía era la conciencia esponsal, la conciencia del don amoroso. Ésta,
aunque presente en el hombre original, pervive como eco en lo más profundo del
ser de la persona porque lo que siembra y determina la dignidad del ser humano
no es el placer y el gozo del cuerpo sino el amor. Lo que sucede es que muchos
por querer apropiarse del amor entregan su cuerpo y al final lo que queda es el
vacío de sentirse utilizados por el egoísmo del otro, de haber sido “objeto” para el
otro. Una situación tan común es generadora de violencias internas la mayoría de
las veces calladas y sufridas de forma anónima.

Al final de su exposición sobre el hombre original dice el Papa:

“De este modo, y esta dimensión (la corporal) constituye un sacramento primordial
entendido como signo que transmite eficazmente en el mundo visible el misterio
invisible escondido en Dios desde la eternidad… El cuerpo, en efecto, y solamente
él, es capaz de hacer visible lo que es invisible: Lo espiritual y lo divino”.

(Audiencia 20 feb 1980 § 3 y 4)

O sea que el cuerpo es el medio para que se haga presente el elemento espiritual
de la persona humana y la presencia divina en ella, por esto el cuerpo es también
templo del espíritu santo, es decir que el cuerpo conserva una sacralidad que no
puede ser objeto de uso o de consumo y está llamado a ser territorio de paz y no
de usufructo para el egoísmo o el utilitarismo.

El segundo aspecto es el del hombre histórico que se determina a partir de la


entrada del pecado original en la condición humana, un “cataclismo ontológico
monumental” como lo llama Yves Semen. Cataclismo que representa el verdadero
drama del hombre: la condición de ser limitado, de ser criatura y no Dios. Por ello
la oferta de la serpiente seduce ayer y hoy a todo humano.

“Es que Dios sabe muy bien que el día que comiereis de él (del fruto) seréis como
dioses, conocedores del bien y del mal”

(Génesis 3,4)

Esta autonomía racional y moral que conlleva la soberbia primigenia cambia no


solo el plan divino si no el sentido de todo lo que antes “era bueno”.

“Entonces se les abrieron a entrambos los ojos y se dieron cuenta de que estaban
desnudos; y, cosiendo hojas de higuera, se hicieron unos ceñidores”

(Génesis 3,7)

Gracias al pecado cambia la mirada sobre el cuerpo, antes ni se habían dado


cuenta de que estaban desnudos, no había malicia ni concupiscencia con lo cual
aparece también el egoísmo de depositar en el otro la culpa.

“Entonces Dios le preguntó: ¿Y Quién te ha dicho que estabas desnudo? ¿Acaso


has comido del fruto del árbol del que te dije que no comieras? El hombre
contesto: la mujer que me diste como compañera me dio del fruto, y yo lo comí…”

(Génesis

Es decir que ya desconfiaron el uno del otro, ya la mirada no es un signo esponsal


del amor sino de desconfianza, Juan Pablo II interpreta igualmente la vergüenza
original como el brote inmediato, instantáneo, en la conciencia del hombre y de la
mujer, del hecho del que ambos puedan convertirse para el otro en un simple
objeto de placer, de apropiación, de prestigio personal. Descubren que pueden ser
“cosificados”, reducidos a la condición de medios y dejar de ser consideras como
personas en cuanto a sujetos y esta amenaza la perciben a través de los signos
de la masculinidad y feminidad. Toman conciencia de que con estos signos
pueden provocar en el otro un deseo de utilizarlos como objeto, como medio de
gozo, de satisfacción sexual.

Se provoca entonces un dualismo que pervive entre nosotros: la separación entre


la unidad originaria (común-unión) del cuerpo y del alma, dicho rompimiento de
esta unidad sustancial lleva a juzgar falsamente el cuerpo como fuente de
pecaminosidad y al espíritu como fuente de pureza. Esta tendencia maniqueo-
platónica es un efecto de la concupiscencia al reducir a la persona solo a la
dimensión física. Se olvida que tocar el cuerpo es toca la persona o sea “tocar”
también el alma del otro. Tal dualismo obliga al humano a servirse del cuerpo para
la concupiscencia para el servicio del placer egoísta.

Por ello los valores de la castidad y de la fidelidad tienden a restituir esta unidad
de cuerpo y alma en el hombre original.

“La castidad desarrolla la comunión personal del hombre y de la mujer, comunión


que no puede formarse y desarrollarse en la plena verdad de sus posibilidades,
únicamente en el terreno de la concupiscencia”.

(Audiencia 7 nov 1984 § 5)

O sea que la castidad enriquece la comunión y la unidad en las relaciones de las


personas por que le abre sitio a los aspectos no exclusivamente sexuales sino a
manifestaciones de afecto, ternura y delicadeza donde el otro se siente persona y
no “cosa”.

Lo mismo pasa con la fidelidad como expresión de amor. El usar nuestro cuerpo
para la fidelidad mutua genera alto niveles de armonía y seguridad en el otro. El
caso contrario es el detonante generalizado de todo tipo de violencias y
rompimientos.

Se conjugan entonces en el humano dos condiciones que le determinan su


quehacer cotidiano. Un eco profundo de pureza y de común-unión del hombre
original y una tendencia dualista-concupiscente fruto del hombre histórico.

Con respecto al hombre escatológico dirá San Juan Pablo ll, a propósito del tema
de la resurrección, que “será como el estado del hombre definitivo y perfectamente
integrado, a través de una unión tal del alma con el cuerpo, que califica y asegura
definitivamente esta integridad perfecta” (audiencia 2 de dic, 1981 § 6).

Es decir que el cuerpo adquirirá junto con el alma un grado de divinización tan
pleno que recobrará el significado esponsal de forma definitiva.

“Una vez resucitados, estaremos en situación de realizar no solo una imagen de la


comunión divina, sino que realizaremos totalmente la comunidad divina en
nosotros y, en consecuencia, plenamente la significación esponsal de nuestro
cuerpo”. (P. Mario Pezzi. Pg 24). Por ello es que vivir la sacramentalidad del
cuerpo y su unidad con el espíritu es anticipar de algún modo lo que tendrá lugar
en el mundo venidero como conciliación definitiva de nuestra naturaleza.
En definitiva, el cuerpo posee una naturaleza esponsálica de principio a fin, que si
bien hemos perdido por el pecado original, estamos llamados a recuperar con el
don de la gracia a través de la unión con Dios. Así el cuerpo, como terreno propio
para la paz, se suscribe no bajo el criterio del placer o del goce egoísta sino bajo
el plan de la ley del amor, o sea que el cuerpo como expresión del alma es el
pretexto para la donación, para que se manifieste el amor al otro en su
integralidad.

A modo de conclusión, queremos dar cuenta del presente texto con las siguientes
frases:

 El cuerpo posee una significación esponsal.


 El cuerpo hace visible lo invisible: lo espiritual y lo divino.
 El cuerpo revela a Dios.
 Estamos llamados a vivir la sacramentalidad del cuerpo.
 La fidelidad y la castidad son fuente de armonía, paz y libertad.
 Yo soy mi cuerpo.
 Soy cuerpo, soy espíritu, soy persona.
 El cuerpo es para amar no para “cocificar”.
 Soy lo que Dios pensó de mí.

Referencias bibliográficas:

- P. Mario Pezzi. Catequesis sobre la teología del cuerpo en Juan Pablo ll.
Noviazgo, matrimonio y familia cristiana. 2005.
- Yves Semen. La sexualidad según Juan Pablo ll. Tercera edición. Desclée
De Brouwer. 2006.
- Karol Woytila. Amor y responsabilidad.

Webgrafía:

- La teología del cuerpo por: Katrina Zeno.


P. Chuck Kelly.
P. Peter Pilsner.

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