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El sanatorio

Carlos Julio Hoyos

Bogotá, D.C. 2024

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Quiero presentarles mi más reciente libro que titulé "El
sanatorio” convencido de que les quitará varias noches de
su sueño dado que promete ser el más polémico de las
últimas décadas gracias a su contenido que, considero,
despertará la atención de juristas, abogados, psicólogos,
psiquiatras y, con toda seguridad, de la gente común.
Así que te doy la bienvenida para que conozcas la historia
de un hombre que fue arrojado por el destino a un mundo
de sufrimiento, para escapar de él y continuar en otro
mundo de sufrimiento, del que salió airoso para culminar
su vida en un mundo de sufrimiento que te dejará pensando
respecto de tu propia cordura y la de las personas que te
rodean.
El autor

Hallándome una noche en medio del silencio tratando de


hilvanar mis ideas, se me presentó la musa diciéndome:
“Escucha con atención, no te detengas cuando sientas mi
presencia, recuerda que yo no te voy a durar toda la
vida.”
El autor

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La vida del hombre es una lucha interminable por
mantenerse cuerdo en un mundo que lo invita a hacer el mal
desde que nace hasta que muere.
El Autor

A la musa
¿Por qué te llamo y no vienes?
¿Por qué te busco y no estás?
Sé que no sabes de amores
Y cuando llegas…te vas

Eres amante sin cuerpo,


Confidente…tierna…mala
Y siempre estás al acecho
Sin dolor pliegas tus alas

Los artistas te veneran


Los escritores te aman
Pero no a todos deseas
Los insensatos te claman

Quiero que ingreses, furtiva


Envuelta en tus dulces velos
Generosa…garba…altiva
En mis noches de desvelo

El Autor

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Prefacio

El juicio está por comenzar y su acusado está a punto de


protagonizar el más polémico de los acontecimientos
judiciales del último siglo en medio de un juego psicológico
que dejará en ascuas a un juez, a un jurado y a toda una
sociedad que dividirá sus opiniones en torno a la
culpabilidad o inocencia de un hombre que hará todo lo
posible porque así sea basado en sus teorías y en las teorías
emanadas de un psiquiatra que sirve como testigo en la
corte, provocando que tanto el juez como el jurado
profieran un veredicto y una sentencia que sorprenderá a
juristas, a psicólogos, a psiquiatras, a la gente común y al
acusado mismo que quedará atrapado en medio de su
propio destino.

Pero la trama se saldrá de la corte para inundar las calles y


especialmente los medios de comunicación, quienes
convertirán el caso en el más sonado acontecimiento a cuya
cita acudirán juristas y profesionales de la salud mental que
sin ambages desplegarán sus propias teorías sobre el
comportamiento humano, acabando por agudizar las
posturas de la sociedad que se sentirá atacada, o quizás
reflejadas en ellas. A medida que la trama se va alejando
poco a poco de la frivolidad, comienza a penetrar en el
terreno del comportamiento humano y de la mente como

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factores determinantes en la vida de los hombres en sus
actuaciones individuales y en sociedad.

Por último, debo confesar que luego de terminar la


corrección del presente libro entré en el trance que entraría
cualquier lector desprevenido que no sabe con lo que se
encontrará en la siguiente página después de leer la anterior.
Situación que, de súbito, me hizo olvidar que era el escritor,
transformándome en un lector más que se dejó seducir con
su contenido. Y si haciendo esta confesión ofendo a alguien
que se resienta a causa de mi arrogante inmodestia, les debo
decir que no obstante ser cierto, la justifico bajo la premisa
de creer que de no hacerlo caería en una arrogancia e
inmodestia mayores si me limito a extender mi dedo
acusador hacia toda la humanidad tildándola de psicópata,
al tiempo que exonerándome como escritor por el solo
hecho de serlo, a quien considero tan psicópata como sus
lectores pues resulta muy fácil poner en boca de unos
personajes ficticios aquello que no se quiere sea atribuido a
nosotros mismos.

El Autor

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PARTE I

El juicio

Capítulo I

La sala de audiencias

¡Todos de pie!, gritó el oficial de policía para hacerle


honores al juez Maxwell que hacía su ingreso al recinto
judicial vestido de toga y con una carpeta debajo del brazo.
Orden perentoria que acataron todos los asistentes, seguida
de la toma de su asiento nuevamente.

El juez, jurista de larga trayectoria, tomó su robusto


martillo y golpeó la base de madera colocada al lado
derecho de su escritorio en señal de poder, a la par que daba
inicio a la audiencia que comenzó sin hacer prematuros
llamados al orden o a la cordura. Sólo se dirigió a la
concurrencia para hacer referencia al acusado y para
escuchar su declaración de culpable o inocente antes de
proferir su siguiente orden consistente en dar paso a la
fiscalía y luego a la defensa para lo de su competencia.

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Al frente a su derecha, totalmente inmóviles, el acusado y
su abogado defensor. Este último quien voluntariamente
había aceptado el caso motivado por su visible notoriedad
y, especialmente, para visibilizarse ante la sociedad,
convencido de la inminente elevación de su prestigio al
final del juicio, el cual, presentía, sería fácil en vista de que
su cliente tenía la intención de confesar su crimen. Algo que
lo convertiría en vedette, aun bajo la condena de aquél.

Al frente a su izquierda el fiscal del caso a quien le sobraban


tantos documentos como deseos de enviar al acusado a la
silla eléctrica. Quien se hacía acompañar de un asistente
que no permitiría que su jefe confundiera el orden de los
documentos que exhibiría durante el juicio.

También a la izquierda del juez, adyacente al lugar de la


fiscalía, el jurado compuesto por trece miembros, de los
cuales siete eran hombres, y seis, mujeres. Todos ellos
elegidos al azar de entre la sociedad común, sin que fuera
requisito pertenecer a alguna etnia o religión de la que
pudiera inferirse tendencia alguna al momento de aportar
su voto para el veredicto final.

Adyacente a su hombro izquierdo el banquillo de testigos


que lucía vacío en espera de los citados por una y otra partes
para reforzar con su declaración el convencimiento del
jurado antes de emitir su veredicto.

Y frente a él la sala de curiosos y de interesados no


participantes en el juicio.

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Mirando fijamente al acusado, el juez Maxwell, con voz
firme le preguntó: Señor Alan Shmelling, frente a la
acusación del asesinato de la señora Clara Shmelling, se
declara usted culpable o inocente.

El acusado, de pie, respondió sin ambages: -culpable señor


juez-, ante la estupefacción de los presentes que parecían
estar preparados para el más enconado enfrentamiento entre
la fiscalía y la defensa que enfilaban sus armas para
destrozarse frente al jurado quienes inmediatamente
después de la declaración no dudaron en mirarse fijamente
como preguntándose ¿y ahora qué haremos? Actitud de la
que nadie se dio cuenta porque la reacción de todos fue la
misma con su vecino de al lado, conocido o no. En tanto
que el juez, reflejando veteranía, disimuló su sorpresa
pasando de inmediato a otorgar la palabra a la fiscalía en
vista de que era necesario establecer el grado de sevicia con
la que actuó el confeso acusado a fin de tomar la decisión
correcta respecto de la pena a imponer al final del juicio.
De todos modos, casi nadie obvió la tranquilidad con la que
el acusado había proferido su declaración. Unos,
calificando el acto como de extrema frialdad, propia de un
psicópata; y los demás, como la de un enajenado mental que
no sabía lo que decía y, por tanto, desconocedor de las
consecuencias de su acto. Al parecer, el reo había clavado
su primer dardo en la concurrencia dando visos de estar en
otro mundo.
En ese momento la autoría del crimen parecía aclarada,
menos sus móviles, y mucho menos el grado de crueldad
con el que el confeso criminal había actuado para asesinar

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a su pareja. Tan solo los apoderados de las partes, el juez y
el jurado tenían idea del estado en el que había sido hallado
el cadáver. Punto que sería clave para el desarrollo del
juicio que tendría más sorpresas de lo esperado.

Entonces el juez ordenó a la sala que guardara silencio,


concediéndole la palabra al fiscal de la causa quien saltó
como resorte poniéndose de pie, dando gracias al juez y
dirigiéndose al jurado:

"Señores del jurado, no veo que vayan a tener muchas


dificultades en la toma de la decisión que están a punto de
proferir luego de escuchada la declaración de culpable de
parte del acusado respecto del vil asesinato de su esposa la
señora Clara Shmelling, quien en vida fue invisible ante la
sociedad. Metáfora que utilizo para destacar que a la occisa
nunca se le conoció un escándalo público, como tampoco
una simple infracción de tránsito de la que pudiera
deducirse un comportamiento deshonroso con su familia o
con la sociedad, de la que no pudo disfrutar gracias a que
este hombre, su esposo hasta el día de su muerte, decidió
cegar su vida sometiéndola a los más crueles maltratos que
terminaron por quitarle la vida a una pobre y ejemplar
mujer que lo único que hizo fue amarlo y respetarlo hasta
su último día de vida."
"El hombre que ven aquí, -señalando con su dedo índice al
acusado-, muy seguramente tratará de convencerlos, por sí
y por conducto de su apoderado, de que el acto criminoso
fue producto de la culpa y no del dolo, en razón a que la
víctima, por sí misma, fue quien ingirió el vaso de agua que
contenía cianuro sin sospechar que su asesino compañero
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sería quien lo vertiera en el vaso. Lo cual no es cierto, pues
acaban ustedes de escuchar de su propia boca la declaración
de culpable sin el menor signo de arrepentimiento, en clara
muestra de su frialdad y descarada premeditación como
corresponde a un psicópata despiadado, cosa que pretendo
demostrar dentro del curso del juicio a fin de que su
veredicto no sólo sea el de culpable a quien ya confesó
serlo, sino que lo hagan bajo la calificación de la extrema
gravedad del acto, a fin de procurar una sentencia
condenatoria por homicidio en primer grado que no deje
manto de dudas en el juez para que imponga la pena de
muerte como castigo ejemplar. Muchas gracias."

Seguidamente, el juez se dirigió a la defensa concediéndole


la palabra.

Gracias su señoría -respondió la defensa mientras se ponía


de pie en dirección hacia el jurado-.

"Respetados señores del jurado, entiendo perfectamente el


esfuerzo realizado por la fiscalía por tratar de presentar un
caso de suicidio como si fuera un homicidio doloso cuando
verán que de las pruebas exhibidas a continuación no
quedarán dudas de que en el cadáver no aparece en parte
alguna la mano de mi cliente, no obstante las marcas de
maltrato halladas en el cuerpo de la occisa, las cuales fueron
auto infligidas por la señora Shmelling previo a su
envenenamiento."
"Si bien es cierto que hace tan solo unos minutos mi cliente
se ha declarado culpable, también lo es que lo hizo sin
matizar las circunstancias de tiempo, modo y lugar que
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dieron origen a la tragedia que nos tiene hoy reunidos en
este recinto. Circunstancias que luego de ser conocidas por
ustedes, modificarán la imagen con la que la fiscalía quiso
contaminar sus mentes para conducirlos, bajo retóricos
engaños, a proferir un veredicto en contra de un hombre
presa de un destino que le abrió las puertas de un laberinto
sin salida que lo tiene aquí sentado declarándose culpable
de un delito que ni siquiera existió, no obstante haber un
cadáver, un acusado y un juicio."
"Espero que luego de escuchar a los testigos puedan ustedes
direccionar sus criterios en favor de la justicia y no del
engañoso velo de las emociones que pretende colocar la
fiscalía sobre sus ojos. Muchas gracias su señoría"
-concluyó la defensa su intervención regresando a su
asiento. -

Culminada la intervención de la defensa, por orden del juez,


la fiscalía llamó a su primer testigo que se trataba del oficial
de investigación que estuvo a cargo de la inspección del
cadáver. El cual, una vez preguntado respecto de los
detalles en los que se encontraba aquél, procedió a describir
su estado al momento del hallazgo, manifestando: “El
cuerpo fue encontrado tirado sobre el piso, de medio lado y
en posición fetal, vestido con una bata enteriza de tela
delgada sin mangas, totalmente cubierto de sangre producto
de innumerables cortaduras efectuadas con un cortapapeles
afilado que empuñaba la víctima en su mano derecha. Se
halló abundante espuma blanca que brotó de la boca de la
mujer, la cual aún no se había diluido por completo al
momento de la inspección del cuerpo cuyos ojos

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permanecían abiertos. Su cabello estaba desordenado y las
uñas de los dedos de las manos tenían piel entre ellas, en
visible señal de lucha. A cincuenta centímetros del cuerpo
se halló un vaso vacío tumbado lateralmente. Y otro sobre
la mesa de centro. Éste sí ocupado con agua a unos tres
cuartos de su capacidad, que después de pasar por el
laboratorio pudo demostrarse que contenía cianuro en
proporción de veinte partes a una por volumen de
contenido. Y en frente del cadáver el señor Shmelling,
sentado sobre el sofá, con los pies encima de él abrazando
sus rodillas, en silencio y sin expresión en su rostro,
observando el cadáver. Quien no ofreció resistencia en el
arresto, mientras pronunciaba en voz baja y repetidamente:
yo soy el culpable, yo soy el culpable.”

-La defensa puede interrogar al testigo, ordenó el juez


Maxwell.

De inmediato procedió la defensa a hacer la primera


pregunta al inspector:
- Señor inspector ¿puede usted decirnos si hallaron huellas
dactilares en el cortapapeles?
-Si señor
- ¿Puede decirnos por favor a quién corresponden?
- A la fallecida
- ¿Puede usted decirnos si todas las heridas encontradas en
el cuerpo de la señora Shmelling fueron causadas por ese
mismo cortapapeles?
- No señor
- ¿No?
- Puede usted precisar eso por favor?
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- Claro que sí. También se encontraron heridas profundas
en la piel de la occisa provocadas por uñas humanas.
- ¿Quiere usted precisarle al jurado por favor si al momento
de la captura del señor Shmelling pudo observarse rastros
de piel o de sangre en sus manos o uñas?
-Si señor, al momento de la captura revisamos
cuidadosamente al señor Shmelling y no se encontró en su
cuerpo rastro alguno de sangre ni de piel humana en sus
manos o en ninguna otra parte de su cuerpo.
-Podría usted precisar si aparte de las huellas dactilares
halladas en el cortapapeles, encontraron otras huellas
diferentes a las de la señora Shmelling?
-No señor, no había más huellas
-Podría decirnos por favor si buscaron huellas en los vasos
de agua hallados en la escena?
-Sí señor
- ¿Y a quién correspondían?
- A la señora Shmelling
- ¿Y al señor Shmelling también?
- No señor, sólo se hallaron huellas de la señora Shmelling
en ambos vasos, pero no del señor Shmelling.
- Dijo usted que en el cadáver, más exactamente en las uñas
de sus manos se hallaron rastros de piel. ¿Quiere usted
precisar si esa piel correspondía a la del señor Shmelling?
- No señor, como le dije, al momento de la captura no se
halló traza alguna de sangre ajena o propia en la persona del
señor Shmelling.
- Entonces ¿se tiene conocimiento de a quién corresponde
la piel hallada en las uñas de la señora Shmelling?
- Sí señor, a ella misma.

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- ¿Quiere usted decir que la señora Shmelling se auto
infligió las heridas que fueron halladas en su cuerpo?
- Sí señor, así parece

No más preguntas señor juez -señaló la defensa


dirigiéndose a su asiento. -

¿Qué pasa aquí?, se preguntaban todos los presentes en la


sala, entre ellos el juez Maxwell que seguidamente se
dirigió al fiscal:
- Tiene usted la palabra
- Gracias su señoría
- Señor inspector ¿está usted seguro de que no se hallaron
huellas del señor Shmelling en ninguno de los elementos
encontrados en la escena del crimen?
- Sí señor, completamente seguro
- ¿Se efectuaron pruebas de luminol sobre la ropa que vestía
el señor Shmelling al momento de su captura, así como a
los demás elementos hallados a su alrededor?
- Sí señor
- Precise por favor
- Por supuesto. Aparte de las pruebas de luminol efectuadas
sobre los elementos que usted señaló se efectuaron pruebas
sobre el cadáver con miras a encontrar en él sangre
diferente a la suya pero no se encontró ni sangre ni otro tipo
de fluidos humanos que no fueran de ella, como tampoco
elementos químicos sobre su cuerpo de donde pudiera
presumirse que hubo la posibilidad de haber sido
manipulado en momentos previos a su hallazgo. Sólo se
encontró su sangre y la espuma medio húmeda qué manó
de su boca. Nada más.
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- ¿Quiere usted precisar si también se efectuaron pruebas
de luminol sobre la piel y la ropa que vestía el señor
Shmelling?
- Sí señor, sí se efectuaron esas pruebas.
- ¿Y qué hallaron?
- Nada señor. Tanto el señor Shmelling como su ropa no
dieron muestra de haber sido lavadas con agua o detergente
alguno.
- Una última pregunta ¿se halló en la espuma algún otro
líquido o fluido humano diferentes al cianuro?
- ¿A qué fluidos se refiere exactamente?
- No sé, semen o saliva diferente a la suya quizás…
- No señor, ninguna de las dos. Solamente el cianuro.
- Muchas gracias señor Smith, no tengo más preguntas -
señaló el abogado acusador visiblemente confundido. -

¿Tiene otro testigo para presentar? -preguntó el juez al


abogado antes de que tomara asiento. -
Sintiéndose algo derrotado e indefenso, el abogado giró su
cabeza en tono dudoso. Y, pensativo, contestó: -sí su
señoría, el Estado llama a declarar al acusado Alan
Shmelling-

En medio del silencio de la sala de pronto se sintió una


especie de frío colectivo que puso a pensar a todos respecto
de las razones que pudo haber tenido el abogado acusador
para hacer este llamamiento a todas luces improvisado.
Algo inusual pero lleno de perspicacia en alguien que sabía
que ni el más inocente de los espectadores ni el más
experimentado de los abogados tendría en su mente llamar
a declarar a un acusado que minutos antes se había
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declarado culpable pero que gracias a su primer testigo el
juicio acababa de dar un giro insospechado que quitaba la
soga del cuello a un reo que minutos antes ya la tenía bien
ajustada a él.

-Por favor el acusado diríjase al estrado de testigos -ordenó


el juez con voz firme-

- Damos por sentado que tanto la Corte como el jurado


conocen al testigo. Razón por la cual me permito obviar las
rigurosas preguntas de identidad y nombre del testigo
acusado -fueron las palabras del fiscal mirando fijamente al
juez en espera del guiño de autorización-
- Adelante abogado
- Gracias señor juez
- Señor Shmelling ¿mató usted a su esposa Clara
Shmelling?
- Sí, lo hice -contestó tajantemente el acusado sin expresión
en su rostro. -
- ¿Quiere por favor indicarnos el modo que usó para
cometer el crimen que abiertamente acaba de confesar? -
preguntó el abogado acusador mostrando gran seguridad,
tratando de atraer de nuevo al acusado a la jaula de la que
ya tenía medio cuerpo afuera. -
-Por supuesto que sí señor. "Conocí a mi esposa cuando
éramos estudiantes universitarios. Ella tenía diecinueve y
yo veintiuno. Yo cursaba tercer año de ciencias políticas, y
ella, segundo año de comunicación social. Soñaba con ser
periodista gracias a su enorme obsesión de ser famosa
desde una orilla en la que no requiriera de grandes esfuerzos
académicos o científicos para visualizarse, sino más bien
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mediante el uso de su sola figura, la cual aprovechó desde
joven para llamar la atención de compañeros y profesores,
siempre con la intención de obtener algún provecho de
ellos. De los compañeros, colaboración en la realización de
sus trabajos académicos y, casi siempre, invitaciones
menores al cine o a bailar; y de los profesores, mantener su
nivel de notas en un promedio que pudiera exhibir cuando
fuera postulante a algunos de los trabajos que
prematuramente tenía visualizados. Quería ser
presentadora de programas de alto impacto mediático que
le proporcionaran fama y reputación. Todo esto, atado a una
enorme codicia que le impedía tener una pareja estable que
le permitiera cumplir su objetivo mayor, el de casarse con
un hombre rico que le garantizara su futuro económico.
Cosa que le causó algunos problemas en su paso por las
aulas pues solía tener citas románticas con varias personas
al mismo tiempo, indistintamente entre profesores y
compañeros que se la disputaban como trofeo, entre los que
caí yo, quien desde siempre creí que mi sinceridad podía
hacer surco en su ego, convenciéndola de que fuera yo el
elegido. En últimas, siempre conviví en medio de la
incertidumbre de saber si me amaba o me usaba.

En principio, siempre fui uno más de sus amigos que tenía


el privilegio de salir con ella de vez en cuando aun a
sabiendas de que lo hacía con otros. Sin embargo, siempre
guardé la esperanza de que fuera decantando su enorme
catálogo de pretendientes para que se inclinara por mí al
final de la carrera cuando hubiera alcanzado un grado
considerable de madurez. Y sucedió al fin. Asistí a su

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ceremonia de graduación acompañado de su familia, entre
la que me sentí como un miembro más gracias a que a su
alrededor no se presentó ninguno de esos pretendientes que
muy seguramente no tuvieron la misma paciencia que yo
para esperar un guiño de lástima al menos. Cosa que agradó
a sus padres que también sabían de su carácter volátil pero
que ahora guardaban la esperanza de que su hija se
comportara como una profesional digna. Máxime si sería
una figura pública, -como era su convencimiento-, en donde
se requería de un recato mayor al de la gente común, dada
la tendencia de los medios no a guardar el prestigio de sus
periodistas y presentadores, sino el suyo propio que
siempre se traducía en dinero."
"Lo cierto fue que no contó con muy buena suerte, pues si
bien al principio algunas cadenas de televisión se animaron
a contar con ella pretendiendo subir algunos puntos en su
rating, rápidamente comprendían que no sería fácil lograrlo
en razón al precario desarrollo intelectual de su nueva
estrella, sumado a su bajo nivel académico que la
esclavizaban cada vez más al teleprompter, obstaculizando
cualquier exposición en público en donde la improvisación
ocupara un rol central, lo cual la impulsaba cada vez más a
hacer uso de sus atributos físicos con sus jefes en procura
de conservar los frágiles empleos que cada vez eran menos,
al tiempo que se menguaba su salud mental a niveles
dramáticos de depresión y ansiedad que le impedían dormir
el tiempo requerido para llevar una vida saludable."
"Con algo de morbo puedo decir que para mí esa situación
fue muy favorable porque a medida que ella decaía
profesional y mentalmente, mis esperanzas de tenerla cerca

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aumentaban. Hasta que un día como hoy, hace cuatro años,
aceptó casarse conmigo. Para mí fue como un premio a la
perseverancia, y para ella fue el sello del fracaso. No había
alcanzado sus sueños de vida, los cuales, más allá de tener
dinero, eran alcanzar fama y reconocimiento. Aspecto que
la llevó a caer en recurrentes episodios de depresión que
redundaban en ataques de ira y de histeria que sus hijos y
yo tuvimos que soportar a lo largo de estos últimos cuatro
años. Su familia más cercana es testigo de esta situación.
Sin embargo, esta patología nunca fue expuesta ante su
médico familiar, más allá de un simple señalamiento de
falta de sueño y cosas menores que, a su turno, impulsaron
al médico a recetarle algunos medicamentos homeopáticos,
pero nada de consideración. Al fin y al cabo, una consulta
engañosa no puede conducir a más que a un diagnóstico
errado, seguido de una medicación errada."
" Sus padres, ahora más temerosos que nunca de que su hija
ya no sólo me deshonrara a mí como esposo, sino también
a sus hijos, siempre me encargaron que la comprendiera y
que tratara de tolerar sus recurrentes histerias. Algo que
siempre hice, pero no así sus infidelidades, las cuales nunca
abandonó gracias a su persistencia por alcanzar lo que el
destino le había negado, una posición de poder, así fuera a
costa de entregar sus favores a esos directores de medios
que los recibían a cambio de promesas laborales que nunca
llegaban pero sí agudizaban su situación personal, y la mía,
que sabía que cada visita al estudio de casting iba aparejada
con un encuentro sexual a bordo del cual siempre fui
consciente. Pero ahora, a diferencia de los cuatro años
anteriores, había dos hijos pequeños esperándola en casa al

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lado de un padre y esposo que lloraba incansablemente en
silencio cada vez que la veía atravesar la puerta de la casa
a media noche, o a veces a los tres días, totalmente vejada,
con el pudor a media marcha, y lo peor, con la ilusión de
creer que hacía lo correcto."
"No lo niego, pero siempre pensé en matarla para librarla
de su prisión, de la cual siempre estuve convencido que
jamás saldría. Pero pensaba en nuestros hijos y me detenía."

En ese momento en el que el acusado hizo una pausa, el


abogado acusador, consciente de que hasta el momento no
había prueba concluyente del asesinato de Clara Shmelling
a manos de su esposo, aprovechó para preguntarle:
-Por favor responda concretamente cómo fue que asesinó a
su esposa. -
-Claro que lo haré -respondió el acusado con extrema
serenidad. -

"Decía que en varias ocasiones tuve el deseo de matar a mi


esposa pero sólo era ver la cara de los niños para que su
tierna mirada borrara, al menos transitoriamente, esa rabia
que acumulé por más de diez años y que, al igual que a ella,
me atormentaba casi a niveles patológicos al punto de
verme obligado a automedicarme con calmantes de
circulación prohibida cada vez que la veía salir a un casting,
pues sabía que el escenario del casting sería en una cama.
Hasta llegué a pensar que ella lo sabía y lo disfrutaba. Cosa
que creí hasta el mismo instante en que la vi morir
lentamente ante mis ojos, pues nunca mostró
remordimiento por sus ignominiosos actos, y en cambio se
deprimía en los días postreros cuando no la llamaban del
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estudio para firmar un contrato sino para hacer un nuevo
casting. Aunque fueron contadas ocasiones en las que fue
contratada para hacer papeles menores que, aunque pagos,
nunca salían al aire. Frustrando aún más en ella su deseo de
aparecer en público."

"Siempre sentí que en el fondo, aparte de ver frustrada su


aspiración laboral, Clara sentía que su vida pasaba de largo
llevándose su belleza consigo. Lo cual la atormentaba tanto
como a mí que nunca tuve en ella a una novia ni a una
esposa, aun cuando yació conmigo sólo para engendrar
unos hijos. Lo que hacía que me preguntara a cada
momento ¿para qué la necesito viva?"

Entonces el fiscal, viendo nuevamente la posibilidad de


extraer la declaración del acusado respecto del modus
operandi usado en la ejecución del crimen, preguntó:
- Señor Shmelling, acaba usted de decir que no quería ver a
su esposa viva, aparte de que tuvo la intención de matarla
en varias ocasiones ¿quiso decir con eso que efectivamente
usted la mató?
- Sí, así es. Fui yo.
- Entonces, insisto en la pregunta, ¿puede usted precisar el
modo como asesinó a su esposa?
- Creo que ya lo dije. La maté desde el mismo instante en
que le perdoné su primera infidelidad. Desde aquel día en
el que creí que podía cambiar de actitud ante la vida sin
detenerme a pensar que su conducta hacía parte de ella y no
una simple actitud de chica fácil. La maté cuando le permití
llevar una vida paralela entre un matrimonio con hijos y una
vida de libertinaje que la lanzó al abismo de la depresión y
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de baja auto estima que la condujo al suicidio infligiéndose
horrendos dolores que creyó sanarían su depresión. Y la
maté permitiendo que muriera ante mis ojos sin hacer nada
para impedirlo. Incluso disfrutando de ver cómo borraba
sus pecados con cada punzada que se infligía con el
cortapapeles y con cada hendidura de sus propias uñas
rasgando su piel, gimiendo de dolor como queriendo
arrancar el tormento que llevaba dentro que sólo podía ser
borrado por la muerte. La maté porque no la auxilié y ni
siquiera traté de convencerla para que no lo hiciera. Sólo
observé cómo el destino se encargaba de sacarla del
infierno para conducirla al purgatorio, en la medida que el
dolor fuera más intenso, porque, lo sé, no alcanzará toda
una eternidad para redimir siquiera la mitad de sus pecados
que le permitan ver el cielo de lejos. ¿Ahora comprende
usted cómo fue que asesiné a mi esposa?

Tanto el juez como el resto de los presentes quedaron


estupefactos al escuchar la declaración del acusado que
dejaba pocas dudas respecto de su estado mental psicótico.
Sin embargo, tanto en el público como en el jurado los
sentimientos eran los mismos. Gente confundida tratando
de inclinar la balanza en favor de la occisa o del reo que,
según lo narrado por él mismo, había llegado a ese estado
impulsado por años enteros de maltrato psicológico a cargo
de una manipuladora esposa no menos enajenada que él que
había provocado su muerte desde su propia mente codiciosa
que la condujo a optar por una vida disoluta, llevándose por
delante la tranquilidad de toda una familia, incluido su
esposo y sus dos pequeños hijos.

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Pero no ocurría lo mismo en la mente del juez, quien había
entrado en una especie de trance por tratar de encontrar en
el acusado algún indicio que le permitiera hallarlo culpable.
Pero frente a la evidencia, por horrenda que le hubiera
parecido, no había motivo alguno, al menos por ahora, para
imponer pena alguna más allá del escarnio público en
cabeza de un acusado auto declarado culpable pero que a la
luz del derecho no lo era. Entonces tomó su martillo de
madera y golpeando con fuerza su escritorio, que sonó con
mayor estruendo al acostumbrado en vista de que no atinó
en darle a la base, llamó al silencio a la sala, seguido de
pedir a los abogados que se acercaran al estrado en donde
les informó que aplazaría la audiencia con el ánimo de
recuperar la cordura transitoriamente perdida. Tiempo del
que dispondrían los abogados para reacomodar sus
respectivas misiones. Enseguida les pidió regresar a sus
puestos, ordenando:

-La audiencia entra en receso hasta el próximo martes a las


nueve horas. Se levanta la sesión. -

Todos se pusieron de pie, y como un rayo que cayó del cielo


todos alzaron la voz en muestra de su necesidad de dar su
opinión, al tiempo que iban abandonando la sala en
dirección a la calle en donde decenas de reporteros
esperaban como perros de presa la aparición de los
apoderados para atosigarlos con sus preguntas estúpidas.
Algo que increíblemente aquéllos disfrutaban, pues los
convertía en auténticas vedettes, al menos por un ratito, al
tiempo que se hacía evidente que el juicio se desarrollaría
alrededor de la declaración del acusado que hábilmente
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había logrado dirigir la atención exclusivamente en su
narración, logrando dividir el criterio de las personas en una
especie de contienda emocional de acuerdo con las
experiencias de cada espectador que hacía su propio
recuento de vida para determinar cuál orilla le había
correspondido antes de tomar partido de acuerdo a su
propias experiencias o, quizás, a su propia psicopatía
oculta, la cual les sería ayudada a descubrir durante el resto
del juicio que más allá de lo jurídico se desarrollaría en
torno al estado mental de las personas, con miras a
desentrañar los estados o condiciones humanas que los
impulsaba a cometer delitos. Y en los casos más suaves, a
pensar en cometerlos.

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Capítulo II

El receso

El receso fue casi más interesante que el juicio mismo.


Tanto así que los cafés de los alrededores de la corte vieron
cómo los espectadores se disputaban sus mesas como si de
un juego de grandes ligas se tratara.
Los que estuvieron presentes en la corte eran acosados por
familiares y amigos que no aguantaban la curiosidad por
conocer los detalles del juicio que, según se respiraba en el
ambiente, era necesario saber de inmediato.
También esa noche la gran mayoría de los noticieros no
dejaba de transmitir toda clase de conjeturas a cargo de los
infaltables "expertos" quienes inundaron de cábalas el
posible desenlace del juicio que apenas comenzaba y que
arrojaría tantas sorpresas que mejor hubieran callado a
cambio de conservar su maltrecho prestigio. Y como era
viernes nadie se afanó por correr a casa muy temprano,
mejor era hablar sobre el tema de moda y ver la televisión
que mostraba incesantemente la imagen de Clara Shmelling
como si se tratara de la última contratación que hubieran
hecho, resaltando su enorme belleza física por encima de
los demás atributos que no tenía, y que de haber sabido que
eran tan lucrativos los hubieran obviado por tan solo unos
puntitos de rating esa noche y el resto del fin de semana.

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Por fin se estaba cumpliendo el sueño de Clara de ocupar
las portadas de todos los medios visuales y escritos del país,
incluidas las revistas del corazón que aseguraban que de
haber sido candidata a alguno de los tantos concursos de
belleza existentes no había duda de que lo habría ganado.
Lamentándose de no haber contado con sus servicios
profesionales cuando ella misma se los solicitó.
Pero esa era tan solo una parte de la fama póstuma que
tendría Clara, pues tampoco se hicieron esperar las revistas
amarillistas que eligieron destapar su lado oscuro por
encima de su único atributo que ya empezaba a
corromperse en la fría fosa. Y para ello comenzaron a
buscar entre sus antiguos compañeros a aquellos que
hubieran yacido con ella. Aunque resultaban más efectivos
los que no lo hubieran logrado, pues serían justamente éstos
los que estaban dispuestos a derramar sus resentimientos al
interior de los enormes baldes de ancha boca que los
reporteros tenían listos para recibir el vómito de sus
frustraciones, que mezcladas con algunas verdades,
arrojarían una especie de bilis verdosa detrás de la que la
gente concurría a los puestos de revistas a comprar lo que
no tenía valor pero que daba muchas ganancias. A la vez
que dividía las opiniones de la gente común que creaba los
bandos de preferencia entre la femme fatale y su víctima
que por culpa de aquélla aguardaba sentado en un banquillo
respondiendo por los excesos de una esposa que sólo pudo
guardar recato en su caja mortuoria.
Definitivamente, con la suspensión de la audiencia el juez
Maxwell había liberado hacia las calles al temible monstruo
del prejuicio, quien se las tomó por completo gracias al

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infaltable alimento que le suministraba la prensa.
Provocando una tácita guerra civil que ocuparía la vida de
las personas hasta que se produjera el veredicto que calmara
las procelosas aguas que sacudían el morbo colectivo.

Pero el problema real que estaba naciendo en la sociedad


era el de descubrir en el cerebro de cada individuo la
existencia de una moral común a la qué obedecer, o, por el
contrario, la liberación de un cisne negro que destapara la
caja de Pandora que cada persona lleva en su interior, que,
cerrada, es la que permite esa convivencia relativamente
pacífica que se conoce como moral. Todo, motivado por un
caso que irremediablemente estaba conmoviendo a todos
por igual y rompía ese monismo intelectual que hacía las
veces de catalizador social y que la prensa se esforzaba por
romper a cambio de elevar los ingresos económicos de una
élite mediática excitada que aplaudía desde sus palcos.

Alejados de los medios, los dos rivales judiciales


aprovechaban su tiempo para tratar de encontrar a algunos
testigos que pudieran satisfacer sus caprichos de vencer en
el juicio aunque con ello tuvieran que modificar su escala
de valores personales, que de alguna manera estaba
protegida por la constitución y la ley que les permitía
indistintamente la defensa de un culpable, y la acusación de
un inocente.

La defensa intentó un acercamiento con la familia de la


señora Shmelling a fin de procurar una declaración que

27
condujera a verificar la veracidad de la narración de su
esposo en lo concerniente al estado mental de su hija. Cosa
bastante difícil de lograr debido a que, aun siendo cierto, su
declaración absolvería de plano a una persona sobre la cual
la familia conservaba algunas dudas previas a su
declaración. Y aún más, después de haber escuchado esa
parte final en la que confesaba la satisfacción que dijo sentir
por la muerte de su hija, lo cual lo convertía en una persona
poco fiable aun para la crianza de los hijos huérfanos que
tendrían en él su único pilar. Aspectos que, siendo
importantes, no superaban el hecho de hacer una
declaración que atacaría la honra de su hija, dejándola como
una simple cortesana ante la sociedad. Aparte de que viendo
el estado de enajenación mental de su yerno, ya fuera
inducido por el comportamiento de su hija o ya por su
propia condición de evidente debilidad emocional, era un
riesgo tratar de hacerlo pasar como víctima, en desmedro
de la seguridad de sus nietos indefensos. Razones
suficientes que les permitió dar su negativa al abogado
defensor quien optó por buscar al médico familiar
encargado de la salud de Clara el cual accedió bajo la
promesa de que no revelaría aspectos personales de su
paciente, así como el tipo de medicamentos que le recetaba.
Condición que fue aceptada por el jurista antes de obtener
su compromiso de asistir a la audiencia.

Aparte del médico, el defensor acudió a un amigo personal


de su cliente, quien presuntamente declararía respecto de la
condición mental de Alan antes y después de conocer a
Clara.

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Por otro lado, el fiscal de la causa trataba de buscar por
todos los medios habidos a su alcance a alguien que pudiera
declarar en contra del acusado, especialmente respecto de
su cordura, pues temía que alcanzara una declaratoria de
inimputabilidad que lo dejara libre. Aunque lo cierto era
que hasta ese momento nada hacía presumir que fuera
condenado, en razón a la ausencia de pruebas que probaran
lo contrario. Pero, movido por su prejuicio, o quizás por su
intuición, algo le decía que había algo más detrás de ese
hombre que antes que dejarse manipular durante el
interrogatorio, parecía tener siempre la respuesta correcta a
la pregunta que ya esperaba. Veía en el acusado a un
hombre inteligente, aunque evidentemente maltratado, que
manejaba a la perfección al público, casi al puro estilo
coach, que habla y habla sin permitir interpelaciones que
puedan sacarlo de su discurso prediseñado para manipular.
Tal como lo hizo el acusado, narrando un discurso en
perfecta cronología en donde cada episodio escalaba una
razón para despertar lástima y justificación a la vez sobre
alguien que confesó disfrutar de un suicidio pero que no
tomó parte en él. Actitud bastante bizarra para ser cierta.
Por lo que tomó la rápida decisión de enfrentar al acusado
ya no desde el plano puramente jurídico sino psicológico,
cosa que lo llevó a acudir a un psiquiatra de buen prestigio
para que lo ayudara a descifrar y, por qué no, a
desenmascarar a un hombre que en vez de ser odiado por la
gente común había conseguido en tan sola una declaración
ser visto como una víctima de una esposa despiadada. Y
ahora, también del sistema.

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Por su trayectoria, el psiquiatra era considerado toda una
autoridad en materia de enfermedades inducidas. Tanto así
que se había especializado en el tratamiento de personas
adultas que manifestaban comportamientos antisociales
causados por maltratos o emociones de choque que habían
sufrido durante su primera niñez, o, incluso, en la adultez.
Es decir, un especialista que con toda seguridad obtendría
la credibilidad del público y de la corte por supuesto, hasta
dejar sin salida al acusado, obligándolo a confesar la forma
oculta que usó para asesinar a su mujer, aun por encima de
la investigación forense que, sin su valiosa ayuda, sería una
de las grandes derrotadas.

El sábado siguiente no cesaron los cotilleos por toda la


ciudad, incluso en los lugares más insospechados, en los
que los trabajadores aprovechaban sus cortos tiempos de
receso para opinar como todos unos expertos, mediante el
uso de expresiones como "...es obvio que el acusado…",o
"...se cae de su peso que esa señora usó a su esposo
para…",o "...siento mucha pena por…", todas ellas,
expresiones detrás de las cuales habitaba una mente
alienada por los medios de comunicación que soltaban
declaraciones a granel provenientes de amigos, examigos,
conocidos y exconocidos que llamaban a raudales a los
medios con la sola intención de ser entrevistados y así
cumplir su sueño de salir unos segundos en la "pantalla
maldita" que no se cansaba de mostrar fotos de la "ex reina
que nunca lo fue" al lado de su esposo. Algunas veces en
tomas románticas que generaban lástima, y otras,
mostrando sus rostros por separado: el de él con pijama de

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rayas, y la otra tirada en el piso asesinada. Un circo sin
payasos pero con muchos contorsionistas.

En su casa, cada miembro del jurado hacía su mejor


esfuerzo por entender la situación. Algunos de ellos desde
su natural ignorancia en esos temas, gracias a la ausencia
de requisitos para asumir ese tipo de roles. En tanto que
otros, un poco más informados, trataban de armar un
rompecabezas que aún no contaba con todas sus piezas
completas. Y todos al unísono, esperando con ansias que el
presidente del jurado los convocara en reunión extra juicio
para ir acordando algunas posturas que fueran
direccionando su veredicto final. Esperanza que sería poco
menos que romántica en estos precisos momentos en los
que sólo contaban con el testimonio de un acusado auto
declarado culpable pero que estaba lejos de serlo según su
propia versión, gracias a que no existía otra con cuál
confrontarla. Un dilema que no había dejado dormir ni
siquiera al juez de la causa que se tiraba de los cuatro pelos
que aún conservaba en su cabeza, y que se repetía como
mantra que no permitiría ser manipulado por el acusado ni
por otra persona que entrara en la corte a insultar su
inteligencia.

Incluso esa misma noche de sábado durante el receso, en


pleno horario triple A, se presentó ante cámaras una
mentalista que decía conocer los detalles de la forma como
había muerto la señora Shmelling, señalando que en medio
del horror de las heridas auto infligidas, veía en ella una
profunda tristeza por sus hijos, como si al igual que ella los
niños estuvieran sintiendo su mismo dolor. Algo
31
inexplicable si se tenía en cuenta que sus hijos, por su edad,
ni siquiera al día de hoy conocen la forma como murió su
madre. Aparte de que en el preciso momento de su muerte
ellos se encontraban en el club social disfrutando de su
clase de natación. Luego, las imágenes que la timadora
decía tener en su mente se caían por sí solas, salvo que fuera
cierto que la señora Shmelling haya muerto con la imagen
de sus hijos en su cabeza. Lugar común para el que no se
requería ser mentalista, pero que despertaba el morbo de la
gente para imaginar los horrores de un suicidio como ese,
con el ingrediente adicional de que por cada segundo de
transmisión se inflaba el bolsillo de las programadoras que
rezaban por que casos como ese se repitieran más a
menudo, en una prueba más de que entre más grotesca sea
la noticia, más dinero produce.

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Capítulo III

Nuevamente en la sala

La corte entró de nuevo en sesión media hora después de


haber abierto las puertas al público justo a las 8:00 am como
lo había ordenado el juez el viernes anterior. Hora precisa
en la que por segunda vez se escuchó el grito habitual de
¡todos de pie! Rito que se cumplió sin sobresaltos y que
significó la apertura de la audiencia que prometía
emociones diferentes a las ya vividas. El público presente
fue el mismo, incluidos los reporteros que tuvieron que
esperar en las escalinatas de la parte externa de la corte,
preocupados por diseñar un nuevo repertorio de preguntas,
pero no menos estúpidas que las del viernes anterior.

- Entonces, dirigiendo su mirada al fiscal de la causa


preguntó el juez ¿tiene usted un testigo para presentar? -
- Sí su señoría
- Adelante
- El Estado llama a Eduard Harris
- Al frente por favor señor Harris -repuntó el juez-
- Nombre por favor -preguntó el fiscal-
- Mi nombre es Eduard Harris y soy el padre de Clara
Shmelling (por su apellido de casada).
- Señor Harris, siento lo sucedido con su hija pero ¿quisiera
decirnos si cree usted en la versión de que su hija se haya

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suicidado como lo señaló el señor Adam Shmelling en su
declaración?
- No señor, no creo que se haya suicidado. Tenía tantos
planes y tantas ambiciones que es poco probable que se
haya quitado la vida voluntariamente.
- ¿Habló usted con su hija en los días previos a su muerte?
- Sí señor, lo hice justamente dos días antes de la tragedia y
me dijo que en dos semanas tendría una reunión con un
grupo de producción extranjero que quería conocerla
personalmente para un programa de concurso infantil que
prometía ser un boom y que requerían de una cara angelical
como la suya.
- Dijo usted ¿angelical?
- Sí señor, ese fue el término que usó ella extraído de las
mismas personas que la convocaron.
- ¿Y qué pasó?
-Que ella estaba excesivamente nerviosa, pero no por el
casting que tendría que afrontar sino por la reacción de Alan
que la había amenazado de muerte si ella se presentaba a
ese casting.
- ¿De muerte?
- Sí, me dijo que Alan le había dicho que primero prefería
verla muerta antes que permitirle asistir a ese casting.
- Y usted que le aconsejó
- Le prometí que hablaría con él para que tratara de
comprender que buena parte de la estabilidad emocional de
mi hija dependía de alcanzar sus logros profesionales
- ¿Y lo hizo? ¿Habló con él?

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- Sí por supuesto, me apresuré a hacerlo para dar tiempo a
mi hija de relajarse y así pudiera llegar con algo de
tranquilidad a la reunión
- ¿Podría usted resumirnos la conversación que sostuvo con
su yerno el señor Shmelling?
- Sí. Cuando me reuní con él, le expliqué que había hablado
con mi hija sobre su proyecto y que ella me había contado
lo de su reacción violenta, a lo que traté de calmarlo
diciéndole que no se preocupara que yo entendía que esa
había sido una reacción de momento que muy seguramente
él entendería cuando lo pensara con mayor detenimiento. Y
en cambio le solicité el favor de que tratara de ser lo más
tolerante posible con mi hija, dado que era muy probable
que ese trabajo haría desaparecer sus súbitos ataques de
histeria y de depresión que se agudizaban cada vez que se
frustraba una solicitud de empleo luego de cada casting.
- ¿Y él qué le respondió?
- Me dijo que lo intentaría pero que la verdad era que yo no
comprendía qué había detrás de cada casting que mi hija
presentaba y que él no tenía el valor de decírmelo por
respeto hacia mí y por lo complejo que resultaba tratar ese
tema específico justo con el padre de su esposa, pero que
intentaría hacer lo posible por cumplir mi petición pero que
no podía prometerme nada. Que lo mejor sería ponerle fin
a esa situación antes que permitir una sola incursión más en
esos estudios de casting que sólo habían servido para
generar sufrimiento a él, a sus hijos y a ella misma.
- ¿Y usted que hizo?
- Aparte de la preocupación inicial, quedé algo tranquilo
porque él tomara la decisión de separarse de mi hija.

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- ¿Separarse dijo usted?
- Sí, separarse. Eso fue lo que interpreté cuando me dijo que
"sería mejor ponerle fin a esa situación." Pero ahora veo
que interpreté mal, pues su plan de “ponerle fin a la
situación” pasaba por acabar con la vida de mi hija. -
rompiendo en llanto-
- Lo siento señor Harris pero quiero hacerle una última
pregunta. ¿Posterior a esta conversación que sostuvo con su
yerno, habló nuevamente usted con él o con su hija sobre
los mismos hechos?
- No señor, pero un día antes de la muerte de mi hija me
enteré de que había hablado con su madre para decirle que
Alan la había amenazado con quitarle sus hijos si se
presentaba a ese casting. Pero no alcanzó a hacerlo porque
al día siguiente sucedió la tragedia.
- Muchas gracias señor Harris

- Su testigo -dijo el juez, dirigiéndose a la defensa-


- Gracias su señoría
- Señor Harris, ¿conocía usted el grado de afectación
emocional por el que estaba atravesando su hija durante el
tiempo que estuvo casada con Alan?
- No sé a qué se refiere, pero si lo que quiere saber es si mi
hija sufría de algunos episodios de depresión, puedo decirle
que sí, especialmente cada vez que regresaba de algún
casting con las manos vacías. Siempre escogía su antigua
habitación de soltera en nuestra casa para refugiarse durante
dos o tres días hasta que recuperara su deseo de salir.
- Y quién se encargaba de sus hijos mientras eso sucedía?
- Alan, por supuesto

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- ¿Es decir que tanto su hija como ustedes sus abuelos,
siempre estuvieron seguros del bienestar de sus nietos
mientras su hija recuperaba su cordura?
- Nunca dije que mi hija perdiera la cordura
- ¿Entonces cree usted que abandonar transitoriamente a
dos niños pequeños no es un acto de pérdida de cordura?
- No lo sé, eso sólo podrá afirmarlo un especialista
- ¿Durante el tiempo que su hija permanecía enclaustrada
en su habitación de soltera sufría de algunos episodios de
histeria? ¿Gritaba sin motivo aparente? ¿Lloraba? ¿Rompía
las cosas? ¿Preguntaba por sus hijos? ¿Se alimentaba?
- Sólo algunas veces cuando su madre tocaba a su puerta
para ofrecerle algo de comer o cuando le ofrecía platicar
con ella. Pero en general, no hablaba con nadie.
- ¿Sabía usted si su hija tomaba algún tipo de medicación
contra la depresión o la ansiedad?
- Sólo cuando se encerraba en su habitación, tengo
entendido que tomaba algunos calmantes.
- ¿Podría decirnos cuáles?
-No lo sé, seguro algo para dormir.
- ¿Observó usted, o se enteró que alguna vez su hija se
hiciera daño a sí misma?
- ¿A qué se refiere exactamente?
-Me refiero exactamente a que si en algunas ocasiones
intentó suicidarse, no sé, tomarse algo o cortarse las venas
o lanzarse desde una altura o algo similar…Le recuerdo que
está bajo juramento.
- Sólo recuerdo una vez que luego de tres días de encierro
salió de su cuarto con una venda enrollada en su muñeca
izquierda.

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- ¿La venda estaba manchada de sangre?
- Tal vez sí, un poco.
- ¿Y le preguntaron ustedes sobre lo ocurrido?
- Sí, lo hicimos. Pero respondió que no había de qué
preocuparse, sin permitirnos extender la conversación.
- ¿Cree usted que trató de suicidarse?
- No lo sé. Como le dije, ella no permitió extender la
conversación. De hecho, ese día se marchó de prisa.
- El día de su muerte ¿dónde estaban sus nietos?
- Conmigo. Los llevé al club social a su clase de natación
luego de que llegaron del colegio
- ¿Y su hija dónde se encontraba?
- No lo sé. Lo único que supe fue que Alan había llamado a
mi esposa para decirle que por favor recogiéramos a los
niños a medio día porque él tendría un compromiso por
cumplir.
- Y eso fue lo que sucedió, supongo.
- Sí, así fue.
- ¿Cómo se enteró usted de lo sucedido a su hija?
- Llamaron de la policía aquí a la casa para dar la noticia y
al instante salimos para la casa de ellos y ahí fue donde me
enteré de que esa mañana los niños fueron despachados al
colegio y que ninguno de los dos, ni mi hija ni Alan,
salieron de la casa en todo el día. Alan llamó a mi esposa
para avisarle lo de la recogida de los niños seguramente
porque ya tenía el plan para asesinarla ahí mismo en su
casa.
- ¿Quisiera usted decir algo más?

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- Sí. Quisiera pedirle al señor juez que por favor no le
entregue los niños a su padre, aun si éste llegara a salir
absuelto.
- ¿Y por qué dice eso?
-Porque de verdad creo que él asesinó a mi hija, aun cuando
hasta el momento las pruebas le beneficien, y no quiero que
algún día, cegado por sus recuerdos, les haga daño a los
niños.
- Señor Harris ¿notó usted alguna vez algún
comportamiento inusual en su yerno que le hiciera temer
por la seguridad de su hija o de sus nietos?
- No señor, nunca.
- ¿Sabía usted del permanente sufrimiento de su yerno por
causa de las constantes salidas de su hija a presentar su
casting?
- En verdad no sé si sufría porque siempre se mostraba
discreto, incluso cuando compartíamos en familia en
ausencia de mi hija.
- ¿Vio usted en él en alguna ocasión señal de violencia, o
se enteró por interpuestas personas que él hubiera agredido
físicamente a su hija?
- No señor, creo que eso nunca sucedió.
- ¿Entonces por qué el temor de que el señor Shmelling
despliegue algún comportamiento violento con sus propios
hijos en caso de ser absuelto?
- Ya lo dije. Creo que luego de este fuerte choque
emocional por el que está atravesando, no se sabe qué tipo
de resentimientos puedan despertarse en él que pongan en
peligro a sus hijos. Aparte de que considero que una
persona que ha sido sometida a semejante carga emocional

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no debe convivir con niños pequeños, al menos hasta que
muestre un estado de firmeza psicológica que le permita un
comportamiento social confiable.
- Parece que se estuviera refiriendo usted a un desquiciado
mental. ¿Tiene usted estudios de psicología o de
comportamiento humano?
- Me temo que no señor. Sólo opinaba.
- Disculpe pero olvidé hacerle otras preguntas referentes a
su hija. ¿Recuerda usted si cuando niña su hija evidenciaba
comportamientos inusuales, refiriéndome a
comportamientos como aislarse en su habitación, o
destrozar sus juguetes, o alzar la voz cuando no se le
satisfacía algún capricho, o agredir a sus compañeros de
colegio, o algo similar?
- No como usted lo plantea.
- ¿Quiere explicarse por favor?
- No conozco niños que no hayan protagonizado pataletas,
y mi hija no fue la excepción.
- ¿Podría decirse que lo hacía de manera recurrente?
- Algo así.
- Visitó al psicólogo por este tipo de comportamientos?
- Sí un par de veces
- ¿Y se notó el cambio en ella en su adolescencia y en su
posterior paso por la universidad?
- Durante su paso por la universidad sentimos que sufrió
una especie inusual de "despertar" que nos hacía temer por
su seguridad gracias a que salía más de lo normal y eso nos
inquietaba como padres. Creo que es lo más común ¿no?

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- Supongo que sí, pero ¿antes de su graduación sintieron en
ella esos episodios de ansiedad que la sumieron en la
depresión que la condujeron a su muerte?
- Sí. Pero más que depresión era una incontrolable ansiedad
por conocer cómo sería su vida de ahí en adelante.
- ¿Pero cómo se manifestaba esa ansiedad?
- No sé, pasaba horas frente al espejo cambiando su
vestuario, su peinado y esas cosas de vanidad femenina.
Siempre lo tomamos como que ensayaba lo que sería su
vida laboral futura.
- ¿Es decir que ella daba por sentado que sería una estrella?
- Supongo que sí.
- Muchas gracias señor Harris. No tengo más preguntas.

- El testigo puede retirarse. ¿Tiene usted otro testigo


abogado?, preguntó el juez dirigiéndose al fiscal. -
- Sí señor. El Estado llama a declarar al doctor Phil Conrad
- Señor Phil Conrad tenga usted la bondad de acercarse a
declarar -fue el llamamiento que el juez le hizo al doctor. -

- Por favor diga usted su nombre completo y su profesión -


preguntó el fiscal acusador-
- Me llamo Phil Conrad Steven y soy médico psiquiatra
- ¿Podría indicarnos si dentro de su profesión tiene usted
alguna especialización diferente a la de psiquiatra?
- Sí. Desde hace más de quince años atiendo pacientes
adultos con enfermedades mentales inducidas.
- ¿Inducidas? ¿Quiere usted explicarse por favor?
- Claro que sí. Mis tratamientos van orientados a personas
adultas que manifiestan comportamientos antisociales

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causados por maltratos o emociones de choque que hayan
sufrido durante su primera niñez, o, incluso, en la adultez.
- Cuando dice usted “antisociales” ¿se refiere a
comportamientos criminales?
- Por supuesto que no. Un comportamiento antisocial puede
ser un aislamiento social voluntario que manifieste una
persona por múltiples razones, que van desde un simple
miedo hacia los animales, hasta una agorafobia o miedo a
las multitudes, eso por citar tan solo unos ejemplos.
- ¿Pero de todos modos su experiencia le ha enseñado que
es más probable que una persona se vea inclinada a cometer
un crimen cuando padece esta patología antisocial por
causas inducidas, como usted las llama, que cuando la
persona es considerada normal?
- No es categórico pero la estadística clínica nos dice que
así es.
- ¿Tuvo usted la oportunidad de escuchar al acusado en la
audiencia del pasado viernes cuando se refirió a la
sensación de satisfacción que sintió al ver a su esposa
suicidándose ante sus ojos, según su propio dicho?
- Sí, lo escuché.
- ¿Y qué opinión le merece? Claro está, desde el punto de
vista científico.
- Por supuesto que sólo responderé desde el punto de vista
científico. Una persona que se solaza viendo sufrir a otra,
evidentemente tiene un comportamiento psicótico que no
sólo le impide sentir dolor por el sufrimiento ajeno sino que
siente placer por ello. Esto es, que de alguna manera tiene
invertidos sus sentimientos respecto de acontecimientos
sociales que en condiciones normales serían reprochables.

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- ¿Significa eso que una persona que padece esa patología,
fácilmente podría causarle daño a otra sin sentir ningún tipo
de remordimiento posterior, o conmiseración previa, que le
indique que está haciendo el mal?
-Así es. Quien se prepara para hacerle daño a otra persona,
lo que ustedes los juristas llaman íter críminis, es una
especie de psicópata social muy común en sociedades
urbanas en donde el estrés se vive con mayor intensidad,
aun cuando no consuma el hecho criminoso; y será un
psicópata criminal si materializa el crimen. Luego, hay
psicópatas que pueden ser tratados psiquiátricamente con el
objetivo de mantenerlos atados al mundo social. Pero si,
producto de su patología, un psicópata alcanza a cometer
un crimen, será la justicia de los hombres la que se encargue
de aislarlo de la sociedad, quedando al margen cualquier
tratamiento clínico tendiente a resocializarlo.
- Doctor Conrad ¿Existe evidencia científica que determine
si la psicopatía es congénita, o por otra parte inducida por
el medio social?
- Se cree que es inducida por el entorno de las personas.
Especialmente en edades tempranas cuando las víctimas, -
me refiero a los niños sumergidos en esos entornos-,
observan a los adultos más cercanos cometiendo o narrando
actos antisociales no necesariamente criminosos que fijan
en el niño la idea de un comportamiento social que cree es
el correcto, o al menos el único que existe. Comportamiento
que arrastra hasta la adultez convirtiéndolo en fuente
corruptora de otros adultos, en psicópatas criminales o
simplemente en psicópatas con comportamiento antisocial.
De los cuales, sólo estos últimos no son sujetos de acción

43
penal alguna hasta tanto no se subsuman en las
descripciones típicas que conforman los códigos criminales
existentes.
- ¿Es decir doctor Conrad que en estos momentos podemos
estar rodeados de psicópatas no criminales sin darnos
cuenta?
- Sí señor, así es.
- ¿Podría entonces indicarnos científicamente qué tan
delgada es la línea que separa a un psicópata criminal de
uno que no lo es?
- Claro que sí. La clave está en la acción, en el hecho
consumado como se lo expliqué con anterioridad. Si la
conducta producto de un íter críminis o de una simple
espontaneidad produce un daño en otra persona y este daño
está regulado en un código criminal, se entenderá que el
individuo cruzó la línea de la psicopatía no criminal a la
criminal.
- Interesante doctor Conrad ¿Podría darnos un ejemplo por
favor?
- Sí señor. Es el caso de quien no quiere o no se atreve a
cometer un crimen que tiene perfectamente pensado y
convence a otro para que lo haga en su lugar ya sea bajo
coacción o determinación, ambas conductas reguladas en
los códigos criminales. O los casos más frecuentes que he
observado en mi consultorio, personas adictas a la
pornografía que terminan manifestando comportamientos
antisociales no necesariamente criminales pero
evidentemente psicóticos dignos de tratamiento
psiquiátrico, en vista de su pérdida de respeto hacia las
causas naturales que provocan los encuentros sexuales

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entre adultos, de los cuales, la gran mayoría provienen de
personas que cuando niños observaron a sus padres o a
otros adultos en actos reservados sólo a ellos.
- ¿Es decir que es posible que después de escuchar el
testimonio del señor Shmelling, estemos frente a un
psicópata criminal?
- ¡Protesto señor juez! La pregunta es meramente
tendenciosa e inconducente -gritó el abogado defensor-
-No responda doctor Conrad -señaló el juez, mirando
fijamente al testigo, entendiendo que la pregunta no había
sido más que una argucia usada por el abogado acusador
para inducir al jurado a creer que un experto acababa de
afirmar que el acusado era un psicópata criminal cuando
hasta ese momento no había sido posible obtener prueba
alguna de que lo fuera. Evidencia que se notó poco pero que
quedó registrada en la leve sonrisa giocondiana que dejó
entrever el interrogador mientras se dirigía a su asiento
esbozando la sacramental muletilla “no tengo más
preguntas señor juez"-

- ¿La defensa desea interrogar al testigo? -repuntó el juez.


- Sí su señoría, muchas gracias.

- Doctor Conrad. Acaba usted de señalar que la psicopatía


criminal es la conclusión de un estado de psicopatía
antisocial que padecen muchas personas. ¿Es cierto eso?
- Sí es cierto, aun cuando lo expresé en otras palabras.
- Doctor Conrad. De acuerdo con su teoría, y con
fundamento en las afirmaciones del propio señor Shmelling
respecto de su comportamiento pasivo mientras observaba
el suicidio de su esposa, ¿le parece a usted que la conducta
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del señor Shmelling puede ser el resultado de una patología
psicótico antisocial que lo pueda convertir en una víctima
debido a los maltratos psicológicos recibidos de su esposa
durante el período de su convivencia?
- Por supuesto que no creo eso. Lo que recuerdo haber dicho
es que una persona que se solaza frente al sufrimiento de
otra es un psicópata antisocial aun cuando no sea el
causante objetivo del sufrimiento ajeno, pero jamás me
atrevería a calificar de víctima a alguien que disfruta de un
crimen tan atroz como el que tratamos en esta sala.
- Debo recordarle entonces que usted señaló que la
psicopatía era inducida esencialmente durante la niñez,
pero que su experiencia como terapeuta le ha enseñado que
dicho estado puede adquirirse también durante la adultez
¿no fue eso lo que dijo?
-Sí señor, eso afirmé.
- ¿Entonces se retracta?
- No señor, no me retracto ya que no podría afirmar que la
psicopatía del señor Shmelling haya sido inducida por su
difunta esposa, de la cual se derive directamente su
comportamiento convirtiéndolo en víctima. No afirmaré
eso.
- Así las cosas, ¿también es posible que la señora Shmelling
haya desarrollado durante su vida la misma patología
maniaco depresiva producto de su obsesivo deseo de
alcanzar la fama y el reconocimiento públicos, aun por
encima de los sentimientos ajenos de sus pretendientes y de
su familia?

46
- Creo que exagera cuando califica a la señora Shmelling
de maníaco depresiva sin los conocimientos científicos que
lo autoricen a lanzar semejante afirmación.
- Entonces permítame decirle que no comprendí su
explicación cuando señaló que una persona psicótica piensa
y realiza actos antisociales sin que los exteriorice o
materialice. Conducta que evidentemente desplegaba la
señora Shmelling cada vez que veía frustrado su capricho.
O mucho antes cuando usaba los sentimientos de sus
pretendientes profesores y compañeros de clase, solamente
para satisfacer unos deseos personales con total ausencia de
conmiseración respecto de los sentimientos de su pareja de
turno. ¿No cree usted que eso constituya comportamiento
psicótico?
- Es posible pero no podría afirmarlo categóricamente.
- ¿Duda usted de su propia teoría respecto del
comportamiento psicótico inducido, doctor Conrad?
- La estadística clínica señala unos patrones de los cuales
me he servido para soportar mis diagnósticos y tratar a mis
pacientes.
- Pero no son concluyentes sus resultados ¿entiendo?
- Siempre han funcionado. Sin embargo debo indicarle que
las enfermedades mentales son de múltiples orígenes al
punto de dejar ciertos márgenes de criterio en favor del
terapeuta que se encarga de efectuar sus propias
evaluaciones.
- Entonces me permito repetir la pregunta ¿cree usted
doctor Conrad que es posible que la actitud asumida por el
señor Shmelling de disfrutar el acto de suicidio de su esposa
provenga de un estado psicótico inducido por los

47
permanentes actos inmorales de su esposa que terminaron
por convertirlo en una víctima?
- Sí, es posible.
- Muchas gracias doctor Conrad. La defensa no tiene más
preguntas.
- Puede retirarse -señaló el juez Maxwell-

El golpe fue duro. El abogado defensor había acabado de


obtener de un experto el concepto que no pudo lograr su
colega el abogado acusador. Dejar en el ambiente que su
cliente podía ser una víctima y no un victimario. Al tiempo
que dejaba claro que el proceso penal no era una simple
confrontación entre dos verdades puestas a disposición de
un jurado y de un juez, sino una sangrienta batalla entre
psicópatas sociales dispuestos a depredarse por el solo
prestigio que conlleva la victoria. La cual va aparejada, casi
siempre, de unas pingües ganancias económicas. De hecho,
en ese momento un simple juicio que giraba en torno a un
homicidio, o a un suicidio quizás, estaba poniendo sobre las
cuerdas a toda una sociedad que luego de escuchar las
declaraciones provenientes de un psiquiatra experto, ponía
a meditar a cientos de miles de personas no relacionadas
con el juicio, respecto de la condición psicótica que
presuntamente albergaba cada uno por dentro, tanto
respecto del juicio en particular como de muchos otros
eventos de la vida cotidiana que hacían sospechar, a cada
individuo por aparte, si era posible que estuviera
contaminado con semejante germen social patológico.
Calificándose cada quien, en principio, como psicópata
social, temiendo traspasar en cualquier momento de

48
ansiedad, de preocupación o de ira, la línea de lo antisocial
a lo criminal.
Era el caso de alguien que desde su casa recordaba cómo
durante su juventud quiso causarle daño a un profesor que
lo reprobó, aun a sabiendas de que el acto era injusto, sólo
porque sus aspecto físico no le era agradable; u otro que
pensaba que podía pertenecer a ese odiado club del que fue
rechazado y pensó en quemarlo; o quien pensó alguna vez
en su vida en deshacerse de un hermano incómodo que le
disputaba sus privilegios como lo haría un aguilucho en su
nido; o quien sintiéndose desplazado por un rival amoroso,
pensó, al menos, alejarlo de su camino; también la mujer
repudiada por su marido que se le ocurrió que el cuchillo de
la cocina podía ser una opción; o el hombre que recordando
haber sido violado en su niñez, decide convertirse en
Batman, o vigilante nocturno, para salvar al mundo de los
violadores. Y las personas más próximas al juicio que luego
de escuchar cada versión modificaban su actitud frente al
acusado, a veces viéndolo como un manipulador asesino, y
otras como un pobre hombre inducido por su esposa a
transformarse en hombre lobo. Cientos de miles de
psicópatas sociales enmascarados imaginando la cara de
terror que el acusado pondría en la silla eléctrica de ser
declarado culpable, todos ellos enfrentados a cientos de
miles que imaginaban su cara de satisfacción de ser
declarado inocente gracias a su carácter de víctima. Todo
un mundo de personas allá afuera en espera de ver
satisfecho su morbo interno lo suficientemente oculto como
para hacer parte del club secreto de los psicópatas sociales.
Esa fue la sensación que dejó esa última respuesta del

49
testigo Phil Conrad Steven luego de la encerrona propiciada
por el abogado defensor.

A continuación, preguntó el juez Maxwell al abogado


acusador si tenía un nuevo testigo por interrogar. A lo que
contestó éste que no, procediendo el juez a trasladar la
misma pregunta a la defensa, el cual indicó que aún tenía
dos más y procedió a llamar al primero.

- Señor Arthur Matheus, sírvase pasar al estrado de testigos.


- Proceda abogado -señaló el juez. -
- Señor Matheus ¿es usted tan amable de darnos su nombre
completo e indicarnos su profesión?
- Me llamo Arthur Matheus Pratt y soy director de cine y
televisión.
- Señor Matheus, ¿conoció usted a la señora Clara
Shmelling?
- Sí, la conocí.
- ¿Podría explicarnos en qué circunstancias?
- La conocí hace cuatro años cuando me la llevaron al
estudio para realizarle un casting para un programa de
entrevistas a personajes de la farándula y a artistas de
diferentes géneros.
- ¿Y qué sucedió?
- Que luego de terminado el casting yo emití mi concepto
negativo por considerar que su dicción y su lenguaje poco
refinado se alejaba del perfil que la programadora buscaba.
- Pero tengo entendido que no obstante ella fue contratada
para conducir el programa.
- Sí así fue, gracias a la intervención de uno de los sponsors
del programa que quedó impactado con su figura, la cual
50
consideró que sería clave para la obtención del rating
esperado.
- ¿Y qué pasó?
- Pues que ella fue contratada para la primera temporada, la
cual constaba de diez salidas al aire, pero con solo la
primera salida ya varios de los implicados en el proyecto
empezaron a notar sus abismales deficiencias culturales que
le impedían avanzar en las entrevistas. Tanto así que ya en
el quinto episodio el equipo de producción no sabía qué
hacer, optando por cambiar a los entrevistados por
personalidades del humor y por reinas y actrices que
indirectamente le ayudaran en sus intervenciones. El
proyecto estuvo a punto de fracasar de no haberse tomado
esta decisión, al tiempo que sería descartada para las
siguientes temporadas, a partir de las cuales ella continuaba
frecuentando los estudios de casting y de grabación,
haciendo amistades con varias personas que pasaban desde
los sponsors y ejecutivos de los medios hasta algunos
actores y presentadores que socializaban con ella dada su
facilidad para acercarse a las personas.
- Y usted fue uno de ellos, supongo.
- ¿Se refiere a que si salí con ella?
- Sí, me refiero exactamente a eso.
- Sí, lo hice varias veces por insinuación de ella misma que
siempre lo hacía escudada en presentarme algún proyecto
para que yo se lo impulsara al interior del canal. En
principio me negué a sabiendas de que por interesante que
pareciera el proyecto éste iba a ser rechazado debido a que
ya todo el mundo sabía de sus enormes limitaciones para
desempeñarse en público, o mejor, al aire. Y lo iban a

51
rechazar. Sin embargo yo le decía que le ayudaría, cosa que
ella me lo agradecía muy especialmente.
- ¿Podría explicarse?
- Bueno, usted sabe. Ofreciéndose a salir conmigo.
-Sí, entiendo. Y durante ese tiempo que salieron ¿ella
presentó varios castings?
- No. Muy pocos. Yo diría que contados.
- ¿Y eso ocurrió en cuánto tiempo?
-Después de su expulsión del primer programa.
- ¿Casi cuatro años?
- Sí, así es.
- Señor Matheus ¿durante el tiempo que estuvo saliendo
con la señora Shmelling notó usted en ella algún
comportamiento violento o depresivo que lo desencantara
estar con ella?
- Sí, muchas veces. De hecho, en los últimos meses antes
de su muerte yo me escondía para evitar encontrarme con
ella, debido a que cada encuentro se ponía más intenso que
el anterior. Ella no soportaba el no ser contratada y me
acosaba porque yo no lograba ubicarla en algún programa.
Y aun cuando sí pude conseguir que tuviera algunas salidas
menores al aire -como todos los que ven televisión podrán
corroborarlo-, sus salidas fueron tan incipientes que ella
comenzó a desesperarse cada vez más, llegando al límite de
amenazarme con contarle de nuestros encuentros a su
esposo para que éste tomara represalias violentas contra mí
si ella le decía que estaba siendo extorsionada. Cosa que su
esposo le creería porque la conocía. Aparte de que en varias
ocasiones fue descubierta por compañeros y empleados de
la productora tomándome del cuello en los pasillos,

52
presionándome para que hiciera algo pronto. Y por eso
decidí dejar de salir con ella.
- ¿Y qué pasó luego de que usted dejó de frecuentarla?
-Ella comenzó a buscarme compulsivamente, llamándome
a mi teléfono celular incluso en horas laborales, y
parándose en la puerta del edificio donde habito. Tanto así
que en cierta ocasión que me sorprendió solo, aproveché
para decirle que si tanta insistencia se debía a que se había
enamorado de mí, a lo que respondió, absolutamente salida
de casillas, que si estaba loco, que si acaso no entendía que
yo sólo era su única carta de salvación para abrirle paso en
el canal. Cosa que siempre entendí, como también entendí
que así como podía hacerme pasar ratos agradables,
también podría hacerme perder el trabajo.
- ¿Y después de ese encuentro volvieron a verse?
- Para ella fue muy traumático pues desde ese momento ya
no se le permitía ni siquiera entrar al lobby de la
programadora, y en cambio se pasaba en los cafés de los
alrededores tratando de encontrar a otras personas del
medio en quién apoyarse. De veras que lo siento mucho por
ella porque vi que nunca aceptaría un trabajo diferente al
que soñaba. Era verdaderamente lamentable verla
deambulando por los alrededores intentando ser jovial y
sonriente, cuando sabíamos que interiormente estaba
destrozada.
- Muchas gracias señor Matheus. No tengo más preguntas

- Su testigo
- Gracias señor juez. El Estado se abstiene de interrogar al
testigo.

53
- ¿La defensa tiene otro testigo? -preguntó el juez-
- Sí su señoría. La defensa llama al acusado a declarar.
- Adelante

- Señor Shmelling, el señor Harris señaló hace unos


momentos que su hija le había manifestado que usted la
amenazó de muerte si ella asistía a ese casting. ¿Es cierto
eso?
- No, no es cierto. La verdad fue que cuando ella me
expresó lo del proyecto internacional y lo del casting, yo
me enfurecí porque, como se los dije en su momento, sabía
que cada casting estaba acompañado de un encuentro
sexual. Lo cual quedó plenamente demostrado con el
testimonio que acabamos de escuchar de boca del señor
Matheus.
- Pero en honor a la justicia, el señor Matheus declaró que
hacía más de seis meses que no tenía encuentros íntimos
con su esposa.
- Es cierto, pero también lo es que ella no dejó de frecuentar
los alrededores de los estudios de grabación en búsqueda de
otras personas que pudieran ayudarla a conseguir un
contrato, y, conociéndola, hay pocas dudas de que yacía con
cuanto hombre pudiera ayudarla. Aparte de que quiero
resaltar que hasta hoy conozco a uno de sus amantes, el cual
no merece ese calificativo pues lo considero una víctima
más. -Nuevamente Alan Shmelling lanzaba otro shock
eléctrico sobre la concurrencia, justificando su indolencia
sobre la muerte de su esposa, por encima del dolor que
pudiera causarle conocer a su amante a quien consideró
víctima-

54
- ¿Quiere decir que no le guarda rencor al señor Matheus,
aun sabiendo que era el amante de su esposa?
- Por supuesto que no. Por el contrario creo que es una
víctima más que muy difícilmente podrá desprenderse de
su recuerdo, de lo cual estoy seguro que le causará desvelos,
al extremo de obligarse a tomar distancia con otras mujeres.
Cosa que -a decir del doctor Conrad- lo pondrá del lado de
esos psicópatas ocultos que se llenan de resentimientos sin
cruzar la línea roja que los separa del crimen. Porque su
causante, por fortuna, ya se suicidó.
- Cuando llamó usted a su suegro el señor Harris para que
por favor recogiera a los niños el día de la muerte de su
esposa, ¿esa llamada obedeció a un plan macabro de su
parte para asesinar a su mujer así como lo señaló su suegro?
- No, no fue así. La llamada obedeció a la misma iniciativa
de Clara que quería procurar el espacio propicio para
convencerme de que le permitiera por última vez asistir a
ese casting, lo cual acepté haciendo la llamada pero nunca
tuve la intención de darle el aval, y fue lo que sirvió como
detonante para que ella se quitara la vida. De ahí que los
dos vasos hallados en el estudio de la casa, o escena del
crimen, contuvieran cianuro. Uno el que bebió ella, y el otro
que ni siquiera alcancé a tomar en mis manos, no porque
supiera de su contenido sino porque cada momento que
avanzaba la conversación yo me iba deleitando de observar
cómo crecía su sufrimiento a causa de la frustración
proveniente de mi negativa. Comportamiento que yo
conocía pero que no imaginé terminaría en tragedia para su
familia. Y no tanto para sus hijos que con toda seguridad la
olvidarán pronto, o no la recordarán nunca a causa de su

55
corta edad sumado al poco cariño que recibieron de ella. Y
si ustedes se fijan en un pequeño detalle, los dos vasos
encontrados en la llamada escena del crimen solamente
contenían sus huellas y no las mías, en clara muestra de que
pretendía envenenarme. Como dijo el doctor Conrad hace
unos instantes: traspasó la barrera del comportamiento
psicótico antisocial para darle paso a su psicopatía criminal.
Esto es, preparó su propio íter críminis; solo que se le
devolvió a manera de boomerang al dejarse vencer por su
frustración que transformó en histeria suicida. Y si no tiene
más preguntas me gustaría retirarme ya porque a decir
verdad me siento cansado.
- El acusado sólo se retirará cuando se le dé la orden de
hacerlo -espetó el juez en franca señal de molestia. -
- Su señoría, la defensa no tiene más preguntas.
- El acusado puede volver a su asiento -repuntó nuevamente
el juez. -

Alan Shmelling retornó a su asiento lentamente en muestra


de displicencia hacia el juez que no le quitó la mirada hasta
que éste se sentó. ¡La corte entra en receso hasta las catorce
horas para escuchar a los abogados en sus conclusiones
finales ante el jurado. Se levanta la sesión!

Esta vez los asistentes salieron más de prisa que la primera,


debido a que tan solo contarían con dos horas para
almorzar, tomar un breve descanso y regresar a la sala.
Por su parte, los abogados solicitaron autorización para
salir por la misma puerta trasera destinada al juez, con el
fin de evadir a la prensa y así tener un poco de tiempo para
preparar sus discursos de cierre ante el jurado que a su turno
56
se preparaba para su última arremetida que con toda
seguridad vendría sazonada de confusos argumentos que
les hiciera tomar una errada decisión; ya fuera porque los
argumentos de uno se impusieran sobre los del otro, o ya
porque ellos mismos ya tuvieran definido un veredicto,
cosa que era poco probable si luego de escuchar los
respectivos discursos éstos generaban las dudas suficientes
como para crear la incertidumbre requerida que dejara
pocas dudas en su decisión. De todos modos, luego de
concluidas las intervenciones lo más seguro era que el juez
cerrara la sesión hasta el día siguiente y así permitirles
tiempo suficiente para que se reunieran y formaran su
consenso.

57
Capítulo IV

Los discursos de cierre

Sólo restaban dos minutos para las dos de la tarde y ya el


juez Maxwell concedía la palabra a los abogados
contendientes con el propósito de que hicieran sus últimos
esfuerzos por convencer a un jurado que estaba tan indeciso
como él y el resto de la sociedad que esperaba ansiosa la
comidilla para el alma ya que aún faltaban varios días para
el inicio del juego final de pelota y era necesario tener de
qué hablar. Audiencia que comenzó con la intervención del
abogado acusador quien hizo una pausa suplida como
queriendo dar a entender que todo sería muy fácil para él y
para el jurado, cuando la cosa pintaba más complicada de
lo que se temía él y el resto de la concurrencia.

“Señores del jurado, -inició su discurso- Como se los


expresé de manera explícita en mi intervención de apertura,
era previsible que frente tan horrendo crimen el acusado,
por medio de su abogado defensor, tratara de usar toda
clase de argucias para velar su verdadera responsabilidad
con miras a obtener una condena dócil, o en su defecto,
absolutoria, cimentando su discurso en el desprestigio de su
propia víctima que, como pudimos verificarlo de boca de

58
su propio padre el señor Harris, sufría de ciertos episodios
de depresión y de ansiedad, producto de su desesperación
por tratar de abrirse paso en un medio hostil plagado de
depredadores sexuales. Sueño laboral que se vería truncado
por el cruel asesinato perpetrado por su propio esposo quien
para ocultar su crimen frente a ustedes no encontró una
estrategia más ruin que intentar menoscabar, de manera
póstuma, la honra de su esposa quien luchó en su vida por
salir adelante laboralmente, aun cayendo en las garras de
hombres como el señor Arthur Matheus, de quien
escuchamos aquí su testimonio, y quien, creyéndose dueño
del poder, explotó los atributos físicos de una persona para
satisfacer sus más lascivos y bajos instintos, acabando de
hundir las aspiraciones de una mujer luchadora.”
“Honorables miembros del jurado, asesinatos como éste
pasan a diario como paisaje por nuestros ojos, obligando a
una reacomodación de la escala de valores en una sociedad
inducida para hacer pasar por bueno lo que es malo, y por
malo lo que es bueno, como justamente lo estamos
presenciando hoy. Una mujer cruelmente asesinada a quien
el Estado debería proteger por su condición de
vulnerabilidad dentro del espectro social, objeto de un
maltrato póstumo más miserable que el maltrato que le
causó la muerte física. No quiero contradecir mis propios
argumentos menospreciando la muerte como lo he
presentado ahora pero lo que pretendió la defensa a lo largo
del proceso judicial fue “matar a un cadáver". Y cuando
expreso semejante pleonasmo me refiero específicamente a
que no bastó con que su cliente destripara a su esposa como
lo hizo mediante el uso de ese cortapapeles, sino que, aun

59
muerta, el psicópata asesino persiste en continuar con su
asesinato pretendiendo destripar, ya no el cuerpo con el que
se deleitó mientras moría lentamente, sino el honor de su
dueña, quien en vida también lo usó para deleitarlo a él sin
imaginarse que mientras lo hacía, en su mente retorcida éste
planeaba el íter críminis que lo condujo a su
materialización, y que hoy, no contento con ver a su esposa
yacer en una fosa, pretende que toda una sociedad escupa
sobre su cadáver haciéndola pasar por una mujer de
conducta reprochable, en franca intención de vejar su
memoria.”
“Y todo fue causado por este hombre que ven aquí -
señalando a Alan Shmelling con su dedo índice. - Un
enfermo mental que planeó el crimen de su esposa tan
minuciosamente que por momentos quiso poner en duda
tanto a ustedes señores del jurado como al señor juez y al
resto de la sociedad, para que justifiquen un acto que por
nada del mundo deberá justificarse.”
“Observaron ustedes cómo en su última declaración, el
acusado, no contento con haber desprestigiado la honra de
su esposa, adhirió en tácito contubernio con las oprobiosas
declaraciones de quien se declaró amante y víctima de su
esposa, para usar el hecho como miserable estrategia que
reforzara la ya pisoteada honra que en su primera
declaración quiso pasar por cierta.”

“Deberá entender este jurado lo execrable que podría


resultar el aceptar que un hombre que motu proprio actúa
en connivencia con el amante de su esposa, denigre de ella
con la sola intención de procurar un veredicto absolutorio,

60
que no sólo constituiría una afrenta para una familia y unos
hijos, sino para toda una sociedad que se esfuerza cada día
por reivindicar el carácter privilegiado que Dios le otorgó a
las mujeres.”

“De todo lo escuchado de boca del acusado, nada tiene


asidero lógico, pues no pretenderá convencer a toda una
sociedad, incluyéndolos a ustedes, que una persona, -su
esposa-, iba a quitarse la vida de la manera que lo hizo,
únicamente impulsada por la propia desesperación de no
poder alcanzar un trabajo que muy seguramente obtendría
en otra oportunidad que la vida le brindara. Ni el más
ingenuo de los hombres aceptará que exista un nivel de
locura de semejante entidad en una persona que se tortura
frente a otra que se solaza frente a ella -por usar el mismo
término esbozado por el doctor Conrad-, pues si bien el
suicidio es una decisión extrema que adopta una persona
desesperada cuando ve que sus caminos se cierran, jamás
se ha tenido conocimiento en la historia de la psiquiatría, o
de la psicología, que quien lo practique lo haga con tal
grado de sevicia sobre sí mismo. Luego, cualquier
argumento tendiente a demostrar que la señora Shmelling
incurrió en semejante acto de crueldad sobre sí misma, es
poco menos que insensato, por no decir demencial.”
“Y aun cuando no se haya escuchado en el juicio, de manera
expresa, alguna manifestación tendiente a demostrar que la
víctima actuó coaccionada para auto infligirse las heridas
que provocaron los intensos dolores previos a su muerte,
deberá echarse mano de la inferencia lógica de que no es
posible la auto tortura, quedando pocas dudas de que fue su

61
esposo -el señor Alan Shmelling- el perpetrador de un
crimen que previamente había anunciado en caso de que su
esposa decidiera acudir a la oferta de trabajo que le costó la
muerte. Razón por la cual el veredicto no podrá ser otro que
culpable, y su pena no deberá ser menor a la muerte en silla
eléctrica, dada la crueldad del ominoso acto. Muchas
gracias.”

No era para menos, pero la concurrencia no tuvo otra salida


que guardar silencio mientras el juez tomaba la decisión de
hacer un corto receso, o de dar continuidad a la audiencia
permitiendo el choque emocional que se produciría,
sabiendo que la intervención de la defensa no sería menos
vehemente que ésta, que, sin duda, había penetrado en las
mentes de los miembros del jurado de tal forma que
permanecieron inmóviles a la espera de escuchar a la
contraparte.
Sin embargo, consciente de lo que vendría a continuación,
el juez concedió un receso de quince minutos sin derecho a
que nadie se retirara de la sala, so pena de quedar fuera de
ella a la reanudación de la audiencia. Tiempo que cada
asistente usó para hacer sus prematuras cábalas, sin
escuchar el discurso de la defensa.

Pasados los quince minutos de receso, la defensa tomó la


palabra luego de que el juez se la concediera.

“Señores del jurado, acaban de tener ante sus ojos la


oportunidad de escuchar a un hombre desesperado
intentando por todos los medios de hacerles ver lo que no
ocurrió en esta sala. Sin embargo, es ese el único insumo
62
con que cuentan ustedes, por ahora, para fijarse un criterio
objetivo que les permita emitir un veredicto ajustado a la
ley, no para reivindicar la muerte de una persona que
falleció en condiciones lamentables, sino para evitar la
injusticia de llevar a la muerte, también en condiciones
lamentables, a un hombre que no merece una silla eléctrica,
como de manera ligera lo solicitó el abogado acusador, sino
un tratamiento psicológico que le ayude a entender la
tragedia que lo envuelve gracias a la pérdida de una esposa,
el desamparo de unos hijos, el señalamiento público, y el
seguro aislamiento social al que tendrá que verse abocado
una vez salga libre por esa puerta. Libertad que solamente
se verá reflejada en la simple facultad de deambular por las
calles, pero nunca para sobrellevar una vida digna, dada la
prisión mental que le espera. Prisión en la que vivió su
fallecida esposa, y que la condujo a tomar el camino más
errado, quizás por falta de orientación familiar o
profesional que la hubiera hecho desistir de semejante
decisión. Porque hasta ese punto llegó su nivel de obsesión,
a abstenerse de reconocer que el camino seleccionado para
cumplir su sueño de vida había sido equivocado y que, por
tanto, era necesario redireccionarlo mediante la toma de
ciertas medidas de choque que en manera alguna estaba
dispuesta a aceptar. Cosa que le permitió, incluso, cerrar
sus puertas a la ayuda profesional, de la cual prefirió
prescindir como bien quedó demostrado aquí en este
proceso. En cambio, se vio obligada a elegir el camino que
creyó más expedito, el de llamar la atención usando sus
atributos físicos, también más expeditos, creyendo suplir
con ellos sus deficiencias profesionales producto de una

63
precaria formación académica y cultural que, en últimas,
sería el camino a su perdición, constituyéndose en la única
culpable de cerrarle las puertas a un mundo de fantasías que
sólo residía en su mente.”
“Sé que puede sonar cruel todo esto que digo pero el daño
que se hizo Clara Shmelling no sólo la condujo a su fatídica
muerte sino a provocar una tragedia familiar que trascendió
todas las fronteras.”
“Lo dijo el doctor Conrad en este estrado judicial que una
psicopatía podía dar el salto de lo antisocial a lo criminal en
un instante sólo cuando el íter críminis se materializa. Cosa
que para el infortunio de su gestora se vio revertido, toda
vez que quien debía beber el vaso de agua con cianuro no
lo hizo, y en cambio terminó bebiéndolo ella en un acto de
éxtasis emocional tal, que olvidó el contenido de los vasos
que ella misma había preparado para concluir su siniestro
plan que terminó frustrado, aun cuando lamentable a todas
luces.”
“Pero ahora tenemos ante nosotros a un hombre que
presenció todo el acto de locura que terminó en tragedia, a
punto de ser condenado por el solo hecho de haber sido
testigo mudo del desarrollo de un crimen inconcluso en
donde el objetivo era justamente él, pero que por cosas del
destino terminaron revertidas en su gestora.”
“No quiero acusar de criminal a una persona que ya no
existe, aparte de que no concluyó su crimen, pero no
podemos negar que evidentemente la señora Shmelling ya
había cruzado el umbral de la psicopatía antisocial a la
psicopatía criminal. Sólo que en este último caso no quedó
persona viva a quién juzgar pero sí quedaron varias

64
víctimas a quiénes proteger. Entre ellas al señor Shmelling,
del que no sabemos cuánto tiempo y qué tipo de tratamiento
requerirá para volverse a incorporar a una vida social que
por ahora tendrá que olvidar mientras se recupera de su
propia psicopatía social en la que entró durante todo el
tiempo que compartió con su esposa hasta su fatídico final
y que estuvo a punto de convertir en psicopatía criminal de
no ser por la impulsiva y prematura decisión de su esposa.
Luego, lo que hay que condenar aquí no es la actitud de un
hombre frente a la presencia de un suicidio del que dice
haber disfrutado, sino la existencia objetiva de un crimen
que sea objeto de punibilidad. Crimen del cual nadie en esta
sala podrá afirmar que existió. Por tanto, en honor al
principio rector del derecho penal nullum crimen sine lege
y nulla poena sine lege, deberá pasar sin atenuantes que
frente a la ausencia de ley penal que determine la existencia
de un crimen, no será posible la imposición de una pena sin
que se cometa una injusticia.”

“Ahora bien, nunca debe perderse de vista que la condición


de jurado supone la responsabilidad moral de quitarle la
libertad, o incluso la vida, a una persona de la que
inequívocamente no quede duda alguna de que fue la autora
del crimen por el que se le juzga. Cosa que para el caso que
tenemos en frente, está lejos de suceder si se toma como
evidencia objetiva todo el acervo testimonial escuchado en
esta sala, y no la simple sensibilidad personal extraída de
los actos criminosos que se ventilaron dentro del juicio, que
de ser así, nos tendría inmersos a todos por igual en el más
inconsolable llanto, y no tratando de establecer su carácter

65
puramente legal, que, en últimas, es lo único que debe
primar en una sala de juicios.”
“No quiero pasar por indolente por el solo hecho de tratar
de hacerles ver con la razón lo que el corazón se esfuerza
por ocultar. Pero, en aras de la justicia, no me queda otro
camino que exponer con crudeza las razones por las cuales
deberán ustedes declarar inocente al acusado, por cruel que
les haya parecido su actitud frente al suicidio de su esposa,
pues detrás de esa supina actitud se esconde todo un mundo
de frustraciones y dolor, imposibles de controlar al
momento de padecerlas.”

“No hará parte de la retórica de esta defensa tratar de


convencerlos de que el acusado nunca tocó a su esposa ni
durante ni después de la acción que la condujo a su muerte
por propia mano, en razón a que dicho evento quedó
plenamente probado luego de los exámenes forenses
practicados sobre el cadáver y sobre el acusado, los cuales
constituyeron evidencias inequívocas que obraron en favor
de mi cliente, el señor Shmelling. Y cuando me refiero a la
palabra favorable, no lo hago apoyado en los vítores
propios de su acepción semántica, sino con el respeto que
merece un cadáver que tomó ese carácter sin la
participación de quien fue señalado de ponerlo ahí. Luego,
será impreciso, y cruel por demás, pretender darle una
interpretación diferente. Sin embargo, este primer aspecto
no obstruirá mi obligación de referirme a la incontrovertible
declaración del señor Shmelling respecto del sentimiento
de satisfacción que sintió, de manera sádica y psicótica por
demás, durante el tiempo que se tomó su esposa en quitarse

66
la vida. Acto que por aberrante que parezca resulta ser la
consecuencia de todo un proceso mental inducido por el
deseo compulsivo de una persona que quiso alcanzar metas
a través de atajos y no como es correcto hacerse por medio
de la preparación académica según lo enseña la educación,
la vida y la experiencia. Cosa que evadió la señora
Shmelling de manera casi pueril.”
“Y para explicarlo, de manera didáctica, quiero establecer
una maléfica comparación entre esta forma de alcanzar el
éxito, y el delito propiamente dicho, en razón a su extrema
similitud desde el punto de vista psicológico y mental.”
“Una persona que sueña con obtener riqueza como medio
para alcanzar unos logros de felicidad que ha fabricado
previamente en su mente, entra en un estado compulsivo
que la arrastra a buscar la forma de alcanzarlo a toda costa,
saltándose todos los procesos sociales para obtenerlos,
como lo son la preparación cultural y académica usados
como objetivo previo para obtener el medio que le
proporcione la riqueza soñada antes de lograr el propósito
final que es la felicidad. Pero cuando se recurre al atajo, o
al paracaídas para alcanzar un objetivo de alto valor como
lo es su futuro personal, es muy probable que se frustre ese
objetivo. Y más allá que eso, es seguro que queden
cadáveres en el camino sobre los cuales tuvo que apoyarse
el insensato. Caso típico que refleja esta situación. Una
mujer con pretensiones personales que para lograrlas quiso
abrirse camino apoyada sobre arenas movedizas, para
terminar estrellándose con el grueso muro de concreto que
espera a toda persona que escoge el camino corto. Muro de
concreto que dejó dos grandes víctimas: una muerta, y la

67
otra aquí sentada en un banquillo rogando por no ir a
hacerle compañía en su tumba.”
“Muchas veces juzgamos por el hecho escueto, y pocas
veces por los móviles, pero es apenas evidente que quien
impulsó este espinoso camino, incluido su desenlace, fue la
señora Clara Shmelling con su compulsivo y psicótico
sueño de caminar por las nubes sin tener la precaución de
comprar el boleto idóneo para subir a ellas. Así que, señores
del jurado, les ruego tener en cuenta todas las
consideraciones que les he expuesto para declarar inocente
a Adam Shmelling por el cargo de homicidio, debido a que
jamás hubo uno. Muchas gracias.”

Con toda tranquilidad, en muestra de su inocultable


veteranía, el juez Maxwell señaló: -señores del jurado,
pueden retirarse en este instante a la sala contigua a tomar
su decisión, para lo cual cuentan con media hora. La corte
entra en receso hasta las dieciocho horas. -

El jurado acató la orden del juez y se retiró en silencio hasta


la sala contigua en donde, sin dilaciones, el presidente del
jurado abrió la votación con miras a establecer el equilibrio
de cargas al interior del coloquio, cuyos miembros era casi
de esperarse que estarían divididos, comenzando por la
señora Richardson que se dirigió a sus compañeros
expresando su gran preocupación por el daño colateral
sobre la sociedad que produciría su veredicto en caso de
que fuera absolutorio, pues consideraba que allá afuera no
sólo había un grupo de personas curiosas por conocer el
fallo sino toda una sociedad esperando justicia, al acecho
por recibir una especie de directriz respecto de cómo actuar
68
en casos similares. Hecho que se mostraba cierto pero que
encendía las alarmas del señor Parker quien no dudó en
recordarles a todos que su decisión debería circunscribirse
únicamente a lo escuchado en el juicio sin dejar hendiduras
por donde, de manera furtiva, pudiera entrar el prejuicio, la
debilidad humana, el sentimiento subjetivo o, incluso, el
resentimiento personal. Decía que la función a la que
habían sido llamados no era la de servir de ejemplo a la
sociedad sino la de entregar la vida de un hombre acusado
a la silla de muerte, o en su defecto, la de devolverlo a la
sociedad para su recuperación.
A esta última postura se opuso otra, encabezada por la
señora Steiner quien afirmaba estar completamente segura
de la culpabilidad del acusado, pues lo había visto en sus
ojos dado que se dedicó a observarlo detenidamente durante
todo el juicio con el propósito de interpretar su mirada, sus
gestos y sus movimientos que casi siempre eran los que
terminaban delatando a todo criminal. Consideraba que un
fallo absolutorio sería tanto como arrojar a las calles a un
depredador que no tenía posibilidad alguna de
resocializarse o recuperarse de su odio visceral hacia las
mujeres a las que siempre perfilaría como a la suya, de la
que tenía pocas dudas de sus valores morales, pero que,
cierto o no, de todos modos había dejado en él esa huella de
venganza que en manera alguna debían ellos cohonestar al
dejarlo libre. Señalaba además que si bien dentro del juicio
no quedó plenamente probada su culpabilidad, eso se debió
a que él se las había arreglado para engañarlos a todos,
empezando por ellos mismos. Y por tanto su voto sería el
de culpable aun cuando fuera inocente, pues era mejor que

69
una sola persona se sacrificara en pos de toda una sociedad,
por encima de cualquier instinto vengativo que pudiera
despertar durante su estado de reivindicación social.
No demoró en oponerse a esa postura el señor Kramer,
quien no sólo lucía indignado con la postura de la señora
Steiner sino que les recordaba a sus compañeros que debían
actuar en sentido contrario, pues no sólo consideraba
aberrante la postura de su antecesora sino que contravenía
cualquier sentido ético, independientemente de que ellos no
fueran abogados, pero que había que emplear el sentido
común por encima de todo. Referido a que por nada del
mundo era justo condenar a un inocente por crueles que les
pareciera sus actitudes, recordándoles lo que minutos antes
les había recomendado el abogado defensor cuando decía
que la responsabilidad de un jurado era tan importante y de
tanta trascendencia que fácilmente podrían convertirse en
homicidas si declaraban culpable a una persona que no lo
es. Hay que tener en cuenta -decía el señor Kramer- que en
nuestras manos no está la imposición de la pena, puesto que
esa decisión sólo corresponde al juez, siendo la de nosotros
la de determinar si el acusado es culpable o inocente. ¿Y a
quién le cabe duda en este recinto que ese hombre es
inocente? En lo que a mí respecta -decía- yo no voy a
mandar a la silla eléctrica a un hombre que no se le
demostró que le haya puesto un dedo encima a la víctima
por más que se haya alegrado de su muerte. Eso es diferente
y nada tiene que ver con nuestra misión. Por tanto ya podrán
recibir mi voto de inocente.
-Es cierto lo que dice el señor Kramer, pero también lo que
dice la señora Steiner. Con sólo ver la expresión del

70
acusado cuando manifestó su complacencia de ver morir a
su esposa, mi hígado me dijo que era un psicópata pero ¿eso
es suficiente para mandarlo a la silla? Yo diría que no.
Aparte de que tampoco quiero cargar con la conciencia de
matar a un hombre. Nunca lo he hecho y no pienso dañar
mi vida votando por matar a alguien. Creo que no volvería
a dormir nunca más en mi vida. Fueron las palabras de la
señora Clemens.
-Por favor señores, tratemos de llegar a un acuerdo sin
exaltarnos. Yo por mi parte quiero confesarles que de solo
pensar en mis nietas, daría mi voto por la culpabilidad de
ese hombre, pero también tengo hermanos que podrían
verse envueltos en algo parecido, y de solo pensar que van
a ser asesinados, así sea por el Estado, me aterra. Nunca
pensé que estar aquí sería tan difícil, especialmente ser
parte de esta reunión, de la cual al principio me sentí
orgullosa y hasta importante por momentos, pero a la que
ahora no quisiera pertenecer ni estar decidiendo sobre la
vida de un hombre que, confieso, terminé odiando. Creo
que votaré en blanco porque no quiero ser parte de esta
pequeña carnicería -señaló la señora Sutherland quien era
una ama de casa que había sido seleccionada al azar por un
algoritmo de entre miles de ciudadanos inmersos en una
base de datos local. -
-La verdad no sé qué decir, pero dentro de las instrucciones
que recibí estuvo la de que era imperioso salir de esta sala
con un veredicto. Los he escuchado a ustedes tan
detenidamente como escuché a los abogados, al acusado y
a los testigos. Y cada vez que uno de ellos terminó su
intervención, creí tener una respuesta pero veo que no es

71
así. Ahora sólo tengo dudas. Y no sólo dudas, ahora lo que
tengo es miedo a lo que dirá la gente allá afuera cuando le
digamos que el acusado es inocente porque no hubo
pruebas suficientes que lo implicaran. No sé pero esto
podría generar una revuelta popular con consecuencias
insospechadas ¿Se imaginan que esta ciudad se encendiera
por culpa nuestra? ¿Cuántos muertos habría? El miedo que
realmente siento es lo que pueda desencadenarse allá afuera
y lo que pueda pasarnos a nosotros cuando todo el mundo
empiece a señalarnos de irresponsables, de protectores de
criminales y cosas de ese estilo. En la vida todo tiene un
precio y creo que aquí, pase lo que pase, el precio va a ser
caro. Miren allá afuera y verán cómo está dividida la gente.
Ya se están preparando grupos feministas por un lado para
tomarse las calles cuando escuchen el veredicto de
inocente. Pero por otro lado están quienes protestarán por
la falta de garantías judiciales al condenar a un hombre que
tan solo presenció un homicidio sin participar de él. Y en
medio de todos, nosotros tratando de acomodar el veredicto
pensando en unas consecuencias por encima de la justicia.
Por eso los invito a meditar esta noche con detenimiento
sobre las verdaderas prioridades que nos llevarán a tomar
una decisión, por lo que sugiero le pidamos al juez que nos
conceda esta noche para ponernos de acuerdo si así lo
deciden ustedes. Fueron las últimas palabras del señor
Taylor, presidente del jurado. Todos asintieron antes de
disponerse a regresar a sus asientos en la sala en donde ya
el juez los esperaba para escuchar su veredicto. Quien no
esperó para preguntar:
-Señor presidente del jurado ¿tienen su veredicto?

72
-No su señoría. Lastimosamente no fue posible encontrar la
mayoría requerida por lo que le solicitamos se sirva
concedernos por lo menos esta noche para ponernos de
acuerdo. -
-Concedido. La audiencia se reanudará mañana a las
catorce horas. -

La gente se retiró algo decepcionada por no haber


alcanzado a saciar su creciente ansiedad que ya alcanzaba
niveles de histeria, como sucedía afuera de la corte con los
reporteros que creían iban a recibir la noticia del decenio.
Al igual que la gente común que no se despegaba de sus
televisores. Pero la decepción fue total, al punto de ser
necesario un llamado a la calma por parte de la prensa hacia
quienes ya tenían preparadas sus pancartas de protesta por
un fallo que aún no se conocía. Sin contar con aquellos que
ocultaban algo más que pancartas.
De todos modos la gente se recogió a la hora acostumbrada
en espera de un día que sería más largo de lo habitual.
Entre tanto, el jurado decidió no disgregarse esa tarde. Por
el contrario, sus miembros decidieron aprovechar la caída
de la tarde y el inicio de la noche para tratar de escuchar al
resto de los miembros que no habían alcanzado a emitir su
concepto, previo a disponerse a intentar un acercamiento
que generara un fallo mayoritario en cualquier sentido. Y
para ello solicitaron a la corte se les suministrara la sala en
donde habían sesionado hacía unos minutos. Petición que
se les concedió hasta las veinte horas de esa noche.

Sin dilaciones tomó la palabra el señor Dreyfus quien


expresó que durante la declaración del acusado había
73
notado algo que le indicaba que de alguna manera su esposa
se estaba auto infligiendo sus heridas no por causa de su
propia locura sino por amenazas que muy seguramente
estaba recibiendo de su esposo que la acosaba, o la
coaccionaba desde su posición, haciendo que ella se
lesionara más por miedo que por delirio propio.

Es posible que haya sido así -interrumpió la señora Mayer


al señor Dreyfus- pero esa teoría tiene poco asidero frente
a los hechos, pues lo que tenemos ante nosotros no es más
que la declaración de un testigo presencial que parece haber
conocido todo el móvil de lo acontecido, cuando también
es posible que todo ese camino del crimen haya sido
preparado por él mismo, quien adoptó una condición de
poder sobre su esposa para llevarla a cometer suicidio, del
cual tengo enormes dudas pues si bien el cadáver
presentaba múltiples lesiones provocadas por un
cortapapeles, en ninguna parte quedó establecido que estas
heridas hayan sido las causantes de la muerte de la señora
Shmelling. Lo que creo que pudo haber sucedido en esa
escena fue que los vasos ya estaban en ese lugar pero fue el
acusado quien vertió el agua con veneno en ellos sin dejar
rastro de sus huellas como una coartada más a un asesinato
que parece evidente pero lastimosamente sin evidencias
objetivas. Lo cierto es que, aun cuando creo que el señor
Shmelling es culpable, me acongoja no contar con
herramientas sólidas que me permitan declararlo culpable.

-Quiero volver sobre las consecuencias de nuestra decisión,


porque aunque parezca cosa menor yo no lo veo así. No sé
si tengan ustedes presente las tantas veces que muchos
74
procesados han sido liberados por meros tecnicismos
jurídicos gracias a las argucias de sus abogados quienes
hábilmente los han sabido usar en favor de quienes, a la
postre, han resultado ser peligrosos delincuentes que han
terminado cometiendo delitos más atroces de aquellos que
los pusieron libres. -Decía la señora Steven con más
vehemencia que argumentos. -No podemos arriesgar a toda
una sociedad dejando libre a un hombre que dice haberse
regocijado con la muerte de su esposa casi que aplicando
justicia por propia mano, porque de lo que se trata no es de
dejar libre a un inocente de homicidio, como efectivamente
creo que lo es, sino de soltar a una fiera que creyó
engañarnos a todos haciéndose pasar por víctima cuando lo
cierto es que, de haber tenido algo de cordura o de firmeza
mental, habría sobrepuesto sus odios y su deseo de
venganza sobre la noble conmiseración que merece una
persona desesperada que no halló otro camino que quitarse
la vida, quizás por debilidad, por psicopatía antisocial o por
simple arrepentimiento de haber llevado una vida disoluta,
cosa que dudo en extremo, pues de haber sido así nunca
habría terminado en el escenario de la vida que la dejó en
el umbral más tenebroso de todos: el de quitarse la vida.
Pero ¿fue mejor su esposo que ella? Evidentemente no,
porque terminó comportándose igual o peor que ella,
saltando el umbral tomado de la mano de su esposa que ya
había tomado esa decisión. Pero, voluntariamente o no, el
acto de Adam Shmelling fue tan repudiable como el intento
de asesinato que sobre él intentó su esposa, dejándolos en
pie de igualdad frente a la sociedad y frente a su estado
mental. Sólo que ella está muerta, y él, vivo, pero con un

75
trauma tan severo que no le cabe un apelativo diferente al
de psicópata criminal, digno de ser excluido de la
sociedad.

¿Psicópata criminal señora Steven? ¿Acaso no somos todos


psicópatas? No me queda duda después de escuchar algunas
posturas similares a la suya que la psicopatía es más común
de lo que se refleja en ante nuestra vista. Y le ruego tanto a
usted como a sus correligionarios que no lo tomen como
una afrenta irreverente directa, pues me refería al estado
psicótico de las personas de manera genérica. Sólo
mirémonos nosotros trece y ya encontramos una diversidad
de criterios tan marcada que fácilmente haría que nos
descalificáramos de manera inclemente si nuestra
racionalidad no nos mantuviera lo suficientemente cuerdos
como para no llegar a esos extremos. Pero noto que cada
uno de nosotros, en nuestra individualidad, estamos
reflejando ese lado oscuro que, parece ser, hace parte
integral de todo ser humano y que en labios del doctor
Conrad constituye el psicópata que todos llevamos dentro.
Luego, bien puede decirse que cada hombre sobre la tierra
lleva un psicópata dentro presto a ser activado cuando una
situación social extrema lo active. ¿Y qué más anormal que
ponerse en posición de juzgar a una persona que ha
cometido un acto repudiable de extrema inmoralidad pero
no un delito? Aparentemente sencillo, pero evidentemente
todo lo contrario si se tiene presente que tal situación no
sólo nos impulsa a condenar a muerte, o a prisión perpetua,
a un hombre inmoral pero criminalmente inocente, sino que
terminamos convencidos de que hacemos el bien. Típica

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conducta del que entra en el estado psicótico de creer hacer
el bien, cuando efectivamente hace lo contrario. -Fue la
respetuosa recriminación que le hizo el señor Jackson no
sólo a la señora Steven sino a quienes seguían esa línea. -

¿Asesino? ¿Acaso sólo es asesino quien hunde el puñal?


¿No lo es también quien lo determina? ¿O quien lo
cohonesta?
Yo quiero dejar claro que también es asesino quien tiene en
sus manos la vida de otro y no hace nada para evitarlo. Tal
como lo hizo Adam Shmelling, quien tuvo en sus manos la
vida de su esposa, y aun así pudiendo evitar su muerte se
regocijó viendo cómo la perdía lentamente ¿Acaso eso no
lo convierte en un asesino? Al fin y al cabo él mismo lo
admitió cuando se declaró culpable cada vez que se lo
preguntaron. No sé si lo hizo de manera estratégica para
distraer la realidad o por convicción genuina de su acto,
pero lo cierto fue que cavó varias brechas para dejar abierta
la reflexión respecto de lo que significa quitar la vida, que,
provenga de una mente psicótica como la suya o de otra
más sensata, ciertamente no significa tan solo arrancar el
alma del cuerpo para lograr su corrupción, sino dejar un
cuerpo sin deseo de vivir. Quizá más cruel esta última que
aquélla, pues quien pierde la vida para dejar corromper su
cuerpo, simplemente deja sus recuerdos y sus sufrimientos
atrás. Pero quien la pierde por falta de ilusiones, pasa a un
estado de purgatorio eterno en donde los sentimientos se
arruinan, y se invierten de tal modo que saltar el umbral se
convierte en la última salida, ya sea asesinando o
suicidándose. Y eso es lo que muestra la escena de la casa

77
Shmelling: dos personas que cruzaron el umbral de su
mente psicótica. Una para morir, y la otra para ver morir.
Una para dejar corromper su cuerpo, y la otra para ver
corromper su alma a través del tiempo.

De la misma manera les pasará a aquellos de entre nosotros


que teniendo en sus manos la vida de un hombre se
regocijen viéndolo morir lentamente en la silla eléctrica
mientras se rostizan sus músculos, todo porque hizo lo
mismo con quien consideró que debía morir a causa de sus
pecados que a su juicio merecían la pena de muerte lenta.
¿Cuál de los dos será más cruel? ¿Acaso él porque no tenía
potestad legal para hacerlo? ¿O nosotros porque la tenemos
y quedamos eximidos ante Dios y ante la sociedad?
Si asesinamos a ese hombre, no hacemos otra cosa que
alimentar al monstruo social enmarcado dentro de la línea
psicópata criminal que nos usa bajo presión para que
actuemos en su nombre para justificar el salto al umbral que
dieron desde sus casas pero que los deja eximidos por no
haber sido ellos los perpetradores, y mucho menos los
determinadores objetivos. Que sí lo fueron en potencia
porque detrás de sus pancartas hay un aviso invisible que
dice ¡asesínenlo! ¡asesínenlo! ¿Acaso no son asesinas esas
mujeres que pretendiendo proteger derechos femeninos
usan el asesinato para dejar huella y escarnio público,
fungiendo como determinadoras de un crimen que nosotros
autorizaremos y que el verdugo culminará bajando la
palanca, del mismo modo como pudo hacerlo Alan
Shmelling con su esposa si en cambio de verla morir por
propia mano, la determinó para que lo hiciera? Nunca lo

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sabremos, y es justamente por eso que debemos ser cautos,
o fríos si se quiere al momento de tomar nuestra decisión
personal porque es muy posible que creyendo hacer lo
correcto podemos terminar convirtiéndonos en asesinos sin
juicio y sin sentencia condenatoria.
Pero queda la conciencia. Ese martillo que quita el sueño y
que nos empuja internamente más y más al umbral de
criminales, acercándonos, una vez muertos, al lado de
quienes enviamos a la silla.

¿Y acaso creen ustedes que tampoco es un psicópata esa


persona allá afuera que amenaza con encender la ciudad si
declaramos culpable a ese hombre sin haber contado con
las pruebas suficientes? No lo sé, pero es muy seguro que
muchos de los que defienden esa postura alberguen en su
interior ese vengador frustrado que quiso hacer lo mismo
pero que su racionalidad no le permitió cruzar el umbral de
la criminalidad, quedándose con la satisfacción de que otro
cobró venganza por él, y en agradecimiento a su
determinación lo recompensa con la amenaza de encender
las calles si no lo dejan libre.

Después de escuchar al doctor Conrad en ese estrado, creo


que comencé a entender la selva en la que el hombre está
obligado a depredar si no quiere ser depredado. Algo
parecido a lo que sucede entre los animales pero con la
enorme diferencia de que ellos matan para sobrevivir, en
tanto que nosotros lo hacemos a veces para sobrevivir y a
veces por placer. Como es el caso que nos tiene aquí
reunidos al borde de matar a un hombre con el único
objetivo de vindicar lo que nuestro prejuicio nos quiere
79
hacer pasar por justo. -Fueron las palabras del señor
Murray-

Creo que hemos escuchado tantas posturas que es posible


llegar a un acuerdo, pues al fin y al cabo de lo que se trata
esta reunión es de llegar a uno. Por más que nos resistamos,
el juez no permitirá que nos retiremos de este recinto sin
una decisión en uno o en otro sentido. Sería tanto como
denegar justicia a un hombre que pende de un hilo para
visitar el otro mundo, o para una familia que clama
venganza por la muerte de su hija. Y este es el punto que
quiero tocar en la oportunidad que se me otorga para
expresarme. ¿Qué es la venganza? ¿Acaso matar a quien
mató? ¿o maltratar a quién maltrató? Puede ser que así sea,
pero yo considero que la venganza es el acto humano que
deja tranquilo a quien ha sido víctima de una afrenta
irreparable, o de un nivel menor. Luego, no habrá venganza
cuando una vez concluido el acto lesivo sobre el
perpetrador, la víctima no alcance a sentir esa tranquilidad
que lo motivó a actuar o a permitir que otro actúe en su
lugar. Que es el caso típico de la justicia aplicada por un
Estado, la cual es creada para ejercer venganza en nombre
de quienes han sido víctimas de otros hombres, con todo y
que se haya tratado de suavizar su verdadera intención de
maltratar a quien maltrató. De ahí que, según Epicuro, la
justicia sea considerada como la venganza ejercida por el
hombre civilizado, quien sólo recupera su tranquilidad si ve
sufrir a quien le causó daño. Y para no ser tenido como
salvaje recurre al Estado para que la ejerza en su nombre,
haciendo aparecer de nuevo el fantasma oculto de la

80
psicopatía criminal que le exige a otro que mate por él en
pos de recuperar la tranquilidad que el reo le arrebató.
¿Ahora creen ustedes que esa actitud lo hace menos
criminal? Evidentemente no. El único acto que lo
exoneraría de ser un criminal más sería el perdón. Pero
como el sistema no permite perdonar a un criminal, se hace
necesaria una condena. Sólo que para aplicar una, es
necesario que no haya duda de que el criminal lo es, o de lo
contrario quien se convierte en criminal es quien lo
condena.
Así entonces, creo que es un psicópata criminal quien hace
daño a otro de manera voluntaria, aun en ejercicio de un
acto de venganza o de justicia, puesto que tanto en uno
como en otro caso, quien comete el acto se regocija con el
dolor de quien tiene sometido, argumentando tranquilidad.
Y para terminar, dejo estos interrogantes:
Bajo estas premisas ¿quién no está demente aquí?
¿Quién no es un psicópata socialmente aceptado?
¿Quién tiene la potestad de acusar a una persona que no
traspasó la línea que lo separa de ser un psicópata antisocial
a la de uno criminal? De ser así, dudo mucho que mañana
pueda ver gente en las calles, pues estarían todos en las
cárceles.

Gracias señor Strasser -repuntó el señor Taylor, presidente


del jurado, visiblemente conmovido por las palabras que
acababa de escuchar. - Ahora pasemos a la votación si así
lo determinan ustedes. Comencemos por las mujeres:

- Señora Richardson, vota usted culpable o inocente.


- Culpable
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- Señora Steiner
- Culpable
- ¿Y usted señora Clemens?
- Inocente
- Por favor señora Mayer
- Inocente
- ¿Y usted señora Steven?
- Culpable
- Por favor señora Sutherland
- Como lo expresé en mi intervención, votaré en blanco
- Por favor señor Parker
- Inocente
- Señor Kramer
- Inocente
- Señor Dreyfus
- Culpable
- Por favor señor Jackson
- Inocente
- Señor Murray
- Inocente
- ¿Y usted señor Strasser?
- Inocente

Y ahora lo haré yo -dijo el señor Taylor-. Mi voto es,


culpable

Señores, la votación quedó como sigue:


Inocente: 7 votos
Culpable: 5 votos
En blanco: un voto

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Por lo tanto procederé a efectuar el acta que leeremos ante
el señor juez. Les deseo una feliz noche y nos vemos
mañana, pero antes quiero recordarles que por nada del
mundo podrá filtrarse esta decisión antes de ser leída en la
corte frente al juez, quien será el primero en escucharla.
Hasta mañana.

Todos se retiraron a sus casas sin formar conciliábulos que


pretendieran extender sus argumentaciones o sus votos
dado que ya eran casi las diez de la noche, justo la hora
límite que les había concedido el juez Maxwell para
reunirse a deliberar. Pero la noche no terminó ahí para ellos
ya que en casa los esperaban sus esposos y esposas, no tan
ansiosos de verlos sino para conocer el veredicto, algo para
lo que ya estaban advertidos no sólo por el presidente del
jurado sino por el juez quien durante la primera audiencia
les había alertado sobre las sanciones a que se verían
avocados en caso de romper su silencio. Y aun cuando no
faltó el esposo o la esposa que creyendo influir en el voto
de su cónyuge se despacharon con discursos aparentemente
más convincentes que los escuchados en la corte por parte
de los abogados, o los de sus compañeros de sala, no fueron
suficientes para romper el voto de silencio de ninguno de
los jurados que, sin excepción, regresaron a casa muy
preocupados por lo que sucedería al día siguiente una vez
se conociera el veredicto, del cual la prensa no cesaba de
hacer conjeturas, entrevistando a sus patéticos analistas,
además de a las mujeres que lideraban los grupos feministas
que desde esa misma noche ya enfilaban sus baterías para
situarse frente a la corte desde temprano.

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Ciertamente el clima no pintaba nada bien para la ciudad,
pues se presumía que después del fallo se presentarían
protestas, cualquiera fuera su sentido, pues estaba en juego
la seguridad jurídica de la nación, así como los derechos de
la mujer a no ser maltratada. Al menos esas eran las
banderas de los grupos de interés. Ambos, defendiendo
derechos totalmente opuestos que de todos modos preveían
una confrontación al menos ideológica.

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Capítulo V

El veredicto

De nuevo en la sala, el juez Maxwell se dispuso a otorgar


la palabra al presidente del jurado, quien, poniéndose de pie
y de manera lacónica expresó:

-Por votación mayoritaria, el jurado declara al acusado:


Inocente.

Nadie se contuvo, y de inmediato todos los presentes


accionaron sus teléfonos celulares para informar de primera
mano el fallo que de inmediato provocó un estruendo en la
parte exterior de la corte, como si de la llegada del año
nuevo se tratara. Sonaron silbatos, cornetas, tambores
redoblantes y hasta pólvora, no en señal de aceptación sino
de protesta a cargo de los grupos feministas de los que se
preveía estuvieran allí para protestar el fallo.
Aun así, el juez dio continuidad a la audiencia llamando al
orden en la sala que temporalmente había perdido la
compostura pero que a los reiterados golpes del robusto
martillo de madera, retornaron al silencio, al tiempo que los
miembros del jurado se miraban unos a otros, quizá
endilgándole la culpa a quienes votaron en ese sentido, o
quizás dándose golpes de pecho por haberlo hecho. Ambas
posturas igual de traumáticas pero irreversibles.

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De todos modos, conservando la calma quien debía hacerlo,
el juez quiso culminar la audiencia, primero pidiendo
silencio y luego señalando:

“Aunque pueda parecer obvio el veredicto, no quiero dejar


de pronunciarme respecto de él antes de dictar sentencia.
Daré por hecho que el jurado actuó con el espíritu
acendrado que le impone una responsabilidad del calado del
que fuimos testigos. Si bien no me es permitido desde el
punto de vista legal modificar el veredicto, la ley sí me
permite tomar acción respecto de las consecuencias que ese
veredicto pueda causar.”
“Fuimos testigos de un caso en el que, desde su inicio, el
acusado se declaró culpable de unos hechos criminosos de
altísima gravedad, pero que, aun sí, no fue posible para la
fiscalía determinar su grado de veracidad puesto que si bien
en apariencia apuntaban a ser ciertos, el mismo acervo
probatorio demostró todo lo contrario a medida que el
juicio fue avanzando, y sus coadyuvantes, usados como
testigos, diluían la declaratoria de culpabilidad del acusado
que en momento alguno tuvo la intención de retractarse, y
que por el contrario se ratificaba cada vez que un testigo
entregaba su testimonio. Caso inusual, y por demás bizarro
en el que un acusado que se declara culpable es hallado
inocente a la luz de los hechos y de las evidencias que en
últimas son las que priman en todo acto humano, incluido
el derecho penal en donde es la verdad la que debe erigirse
como reina absoluta por encima de cualquier declaración o
de cualquier prejuicio que pretenda disfrazarla.

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Vimos cómo los hechos iban destruyendo lentamente el
dicho del acusado que sin miramientos los aceptaba uno a
uno en franca muestra de total ausencia de cordura, o quizás
en maliciosa estrategia distractora de la verdad, que por más
filigrana corrupta que parezca, nunca podrá vencer a
aquélla.”
“Nunca un testimonio deberá ser tenido por verdad
absoluta, aun en las condiciones que parezcan más obvias,
pues detrás de él siempre se esconde una verdad que lo
corrobora o lo desmiente, haciendo saltar esa chispa de
verdad que es la que le otorga la razón de ser a todo juicio
imparcial. Y fue este el caso en el que todas las evidencias
se derramaron sobre el testimonio mentiroso del acusado
para sacarlo a flote de una situación en la que él mismo
pareciera interesado en sumergirse y de la que no nos es
permitido auscultar en su mente para desmentirla o
corroborarla, dejándonos en manos, exclusivamente, de lo
probado en juicio. Así que no es necesario rasgarse las
vestiduras tratando de anteponer las corazonadas y los
prejuicios ante los hechos escuetos con miras a deshacer lo
que la razón y la evidencia lograron a los ojos de todos,
salvo que surja una prueba oculta o un testimonio lo
suficientemente revelador que deshaga lo evidente. Cosa
que me obliga a abstenerme de imponer una pena al
acusado por el homicidio de la señora Clara Shmelling. Sin
embargo, no podré permitir que el acusado salga por esa
puerta a ser vituperado y a enfrentar un mundo que lo
maltrató de forma tal que trastocó su mente al punto de
llevarlo al extremo de afirmar haber disfrutado el
homicidio de su esposa, en un acto a todas luces demencial

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que supone la necesidad de un tratamiento psicológico o
psiquiátrico, según lo determinen los especialistas, que le
garanticen tanto a él como a la sociedad que su retorno a
ella no le causará daño ni al uno ni a la otra. Por tal razón,
decreto que a partir de este momento el señor Alam
Shmelling es libre ante la ley de todo cargo criminal pero
deberá ser sometido, a partir de este momento, al
tratamiento mental de rigor que dictaminen los
profesionales del sanatorio de la ciudad. Lugar en el que
permanecerá recluido en calidad de paciente hasta obtener
certificación firmada por el director del establecimiento que
funja como tal al momento de expedirla. ¡Cúmplase!”

La noticia cayó como balde de agua fría en todo el mundo,


pues ni el más optimista de los humanos habría pensado que
el juez pudiera salirse con la suya luego de que el jurado lo
dejara maniatado para imponer una pena mayor que como
mínimo sería de una cadena perpetua. Aunque lo cierto es
que nadie sabría jamás cuál era el criterio del juez, que, para
efectos prácticos, la ley no le permitía votar, ni siquiera
opinar públicamente sobre el caso. Esto, desde la lógica
jurídica que impone que cualquier opinión suya podía
tomarse como una insinuación, o un guiño para orientar la
decisión del jurado. Quizás fue por esta razón que el juez,
amparado por la ley, buscó la forma de mantener cautivo al
acusado imponiéndole la obligación de someterse a un
tratamiento psiquiátrico. Todo, sustentado en la actitud
paranoide del acusado durante el juicio que, fingida o no, le
sirvió de insumo al juez para tomar la decisión que tomó.
88
Tanto así que ni siquiera hubo apelación de la decisión,
seguramente porque en el fondo hasta los mismos abogados
habían quedado conformes con ella. Claro está, sin dar
visos de que lo estuvieran. El defensor, que aun cuando hizo
todo el esfuerzo para sacar libre a su cliente, lo logró gracias
a un discurso tan convincente que por poco se lo cree él
mismo de no ser por las enormes dudas que le habían
surgido a lo largo del juicio, y por eso se mostró conforme.
Al fin y al cabo había salido triunfador. En tanto que el
fiscal hizo toda la pantomima que pudo para mostrarse
inconforme, aunque por dentro bullía de felicidad de ver
que, al menos a quien él no dejó de ver como el asesino
sería recluido en el sanatorio de la ciudad. Sitio que conocía
muy bien gracias a que allí murió un familiar suyo luego de
más de quince años de reclusión a causa de una enfermedad
mental incurable que lo confinó sin que hubiera
oportunidad de salir. Lugar al que odiaba tanto como le
temía, en vista de las recurrentes veces que lo visitó en
compañía de su hermana quien era la esposa del interno.
Mal recuerdo que por momentos lo hizo feliz de solo pensar
que allí llegaría el hombre que no pudo enviar a la silla
eléctrica pero que, viéndolo bien, estaría en el mismísimo
infierno, y más aún si seguía cuerdo y había logrado
engañarlos a todos. Sin embargo, no dudó en salir a las
escalinatas exteriores de la corte para someterse a las
siempre estúpidas preguntas de los reporteros que lo
indagaban con insistencia si apelaría la sentencia, a lo que
contestó tajantemente que no, dado que confiaba en la
sensatez del jurado así como en la sabia decisión del juez
que inteligentemente quiso proteger tanto al acusado como

89
a la sociedad para que pudiera recuperar su salud mental
que le había producido semejante choque emocional.

También el jurado sintió que le volvía el alma al cuerpo


después de escuchar el fallo cargado de eclecticismo, pues
de algún modo temía el escarnio público, tanto los que
votaron culpable como los demás, que aun teniendo la
valentía de declarar inocente al reo por falta de evidencia
contundente, sentían que el mundo se les vendría encima.
Cosa que de momento no sucedió pero que de todos modos
tendrían que dar algunas explicaciones a la prensa que
también los tenía en su lista de invitados.

Cosa diferente sintieron los familiares de Clara quienes


quedaron inconformes con el fallo pero conservando cierto
halo de tranquilidad al ver que sus nietos quedarían bajo su
custodia lejos de su padre que, aunque inocente, no dejaba
de inquietarlos respecto del comportamiento que tendría
con sus hijos una vez libre.
En cambio, nunca se supo nada de la familia de Alan
Shmelling debido a que su madre y hermana vivían en otro
país del que les fue imposible salir para ocuparse del
proceso judicial de su hijo y hermano.
Pero las que sí estuvieron muy activas fueron las
integrantes del grupo feminista, quienes acudían sin
invitación a cuanto medio de prensa les permitía hablar para
mostrar su indignación por el fallo que también
consideraron injusto pero adecuado.
Parecía que el juez Maxwell se había salido con la suya
haciendo feliz a todo el mundo, incluyéndose él, que, sin
duda, nunca pensó en dejarse quitar la presa de la boca.
90
En cambio a Alan no se le vio ni siquiera fruncir el ceño
cuando escuchó el pronunciamiento del juez, lo cual le
valió el nacimiento de una nueva polémica en torno suyo
respecto de si de veras estaban frente a un enajenado mental
que no comprendía el sentido del fallo, o si por el contrario
frente a un psicópata que se regocijaba interiormente por
haberlos engañado de nuevo a todos provocando su
reclusión en un lugar desde donde podría manipular mejor
su recuperación en un tiempo corto para retornar luego a su
vida sin la mujer que estuvo a punto de arruinársela, pero
que, según él, no volvería a hacerle daño a nadie más.
Todo pasaba de conjetura en conjetura porque lo cierto era
que nadie podía levantar la mano para determinar si el juez
Maxwell había acertado o errado, o si Alan Shmelling
estaba loco o se hacía.

91
Capítulo VI

El morbo colectivo
Las entrevistas

No tardó mucho para que los noticieros ya tuvieran


preparados sus stands para recibir a la larga fila de
“expertos” que solicitaban ser entrevistados en vivo y en
directo con la “única intención” de informar a la audiencia
respecto de la conveniencia o no del fallo proferido por el
juez Maxwell quien, a propósito, no aceptó ninguna
invitación de los medios que lo asediaban
incansablemente.

El primer entrevistado se trató de un reconocido jurista de


la ciudad que disentía de la decisión del juez por considerar
que había extralimitado sus facultades imponiendo una
restricción a la libertad a una persona que había sido
declarada inocente por un jurado que, en pleno derecho, era
quien tenía la última palabra respecto de la inocencia o
culpabilidad del acusado que nos gustara o no había sido
vencido en juicio. En cambio, como si disintiera del
veredicto del jurado, no encontró el juez otra manera más
discreta de encerrar al acusado en una prisión, que aun
cuando no llevara ese nombre, materialmente lo era en
virtud de la orden perentoria de no permitirle salir del
sanatorio hasta tanto no fuera certificado por el director de

92
turno a quien se le estaba otorgando una especie de
jurisdicción para que de manera sumaria decidiera
nuevamente sobre la libertad o confinamiento de un hombre
que materialmente fue declarado inocente en juicio justo.
Una aberración del derecho que ponía en tela de juicio a
todo un sistema judicial que se veía obligado a dar
explicaciones a la comunidad respecto de cuál sería la
última instancia de un proceso: la palabra de una corte o la
palabra de un legista, por reputado y conspicuo que éste
fuera. Ciertamente el debate planteado por el jurista ponía
el dedo en la llaga en todo un sistema judicial que
tambaleaba entre la seguridad o inseguridad jurídica a partir
de la controvertida decisión que uno de sus jueces acababa
de proferir. Algo jamás visto que abría una ancha grieta por
donde podría entrar el capricho o incluso el prejuicio de los
jueces que disintieran de los veredictos de los jurados.
Aspecto que probablemente quedó impregnado en la mente
del juez Maxwell y que muy seguramente lo tenía alejado
de los medios.

Paralelamente con la entrevista al mencionado jurista, se


adelantaba otra con el doctor Conrad, quien, ya libre de
apremios para expresar su opinión frente a las cámaras,
señaló ante ellas que a título personal él estaba de acuerdo
con la decisión tomada por el juez por considerar que el
acusado efectivamente presentaba un cuadro psicótico que
requería vigilancia como medida preventiva para evitar
males mayores como podría ser la puesta en peligro de la
familia de su esposa que en cabeza de su suegro en el juicio
había solicitado que de ser declarado inocente y dejado

93
libre debería negársele la custodia de sus hijos como
medida preventiva a una posible reacción adversa que
pudiera ponerlos en peligro. Sin embargo, el peligro no
necesariamente afectaría a los niños por el daño físico que
el padre pudiera causarles, sino el daño psicológico por
saber que su padre había sido acusado de asesinar a su
madre aun cuando hubiera sido declarado inocente. Choque
emocional que un niño de esa edad no estaba en
condiciones de entender pero que sus compañeros de
colegio se encargarían de recordárselo cada vez que
pudieran dada la innegable crueldad que envuelve la
naturaleza de las personas, comenzando por los niños
quienes desde su más temprana edad se ocupan de segregar
a quienes disputan su posición en este mundo. Luego, decía
el doctor Conrad, que apoyaba la medida tomada por el juez
Maxwell al margen de cualquier consideración jurídica que
pudiera controvertir su opinión.

Seguidamente, al ser preguntado por el periodista sobre


cuál era su opinión profesional respecto de la recuperación
psicológica y emocional de Alan Shmelling, respondió que
aun sin tenerlo como paciente más allá de la revelación de
su personalidad develada durante el juicio, consideraba que
el grado de afectación emocional y psicológica del señor
Shmelling estaba tan avanzada y tan enquistada en su mente
que difícilmente podría ser reincorporado a la vida social
en menos de dos o tres años a lo sumo, siempre y cuando
fuera sometido a un tratamiento de resocialización que lo
convenciera de que su condición actual no se debía a
factores externos sino a un apego personal hacia la belleza

94
de una mujer que nunca estuvo dispuesta a dejar de lado sus
propios sueños en favor de los de él, quien sólo se limitó a
esperar que el destino satisficiera sus caprichos sin
detenerse a mirar en la fuerza que las aspiraciones ajenas
pueden ejercer sobre otros. Pero este tipo de terapias
requiere de un largo proceso que, en definitiva, no podía
lograrse en el sanatorio del doctor Speer a quien conocía. Y
más allá de eso, si se tenía en cuenta que ese lugar no había
sido creado para recuperar enfermos psicóticos sino para
recluir a quienes ya no tenían recuperación. Dejando
patente una vez más que, al parecer, el juez Maxwell había
condenado, motu proprio, a un acusado que previamente
había sido declarado inocente.
La declaración del doctor Conrad produjo desconsuelo en
muchas personas que escucharon la entrevista, al tiempo
que regocijo en otras que veían cómo la justicia era
pisoteada por un juez que decidía el lugar de reclusión de
un inocente. Dando lugar a un nuevo hito de controversia
que enfrentaba las opiniones de la gente común con las de
los estudiosos del derecho y de la psicología por aparte.

Pero así como algunas entrevistas apuntaban a descifrar las


motivaciones del juez Maxwell, o las condiciones en que
sería internado Alan Shmelling en el sanatorio, hubo
espacio para escuchar algunas versiones menos técnicas, o
científicas si se quiere. Tal fue el caso de la señora Eleonora
Harris, madre de la difunta Clara Shmelling, quien, álbum
de fotos en mano, accedió a dar una entrevista a un medio
local con el propósito de limpiar el nombre de su hija que,
sin duda, había quedado manchado luego de culminado el

95
juicio. A todas las preguntas de la presentadora siempre
respondió con una fotografía que resaltaba el carácter de su
hija. Comenzando por sus primeros años de vida en donde
se le veía posar ante su familia vestida de princesa, siempre
mostrando esa tendencia a sobresalir, o a hacerse notar por
encima de cualquier otra meta de vida. De hecho, la señora
Harris no ocultó el deseo de su hija desde muy chica de
convertirse en presentadora. Tanto así que al ver a su
entrevistadora frente a ella sollozó de solo imaginar a su
hija ahí sentada. En una mezcla de sentimientos
encontrados que por momentos le hacía pensar que su hija
aún vivía. A la pregunta de si ella creía en la inocencia de
su yerno el señor Shmelling, la señora Harris no dudó en
señalar que confiaba en la justicia pero que se sentía
tranquila de que Alan fuera recluido en el sanatorio para
que pusiera en orden sus ideas y, por qué no, para que
confesara su culpabilidad en la muerte de su hija aportando
pruebas claras de la manera como influyó él para que ella
se quitara la vida. Único modo como ella y su esposo
podían quedar tranquilos. Y Alan, libre de los tormentos
que definitivamente serían su castigo. Y respecto de sus
nietos respondió que si algo la mantendría tranquila sería el
saber que Alan no tendría contacto nunca más con ellos ya
que consideraba que, culpable o no, siempre sería una mala
influencia para ellos, sin entrar a especular si representaba
un peligro objetivo a su seguridad personal. Y frente a la
pregunta central si consideraba que su hija, al momento de
su muerte, padecía algún cuadro mental que la impulsara al
suicidio, la señora Harris respondió que no puede negar el
estado de ansiedad y depresión por el que estaba

96
atravesando su hija pero que jamás pensaría que fueran tan
determinantes como para llevarla a un suicidio, y mucho
menos en las condiciones que ocurrió éste, casi como una
auto tortura, usando los mismo términos expresados por el
abogado acusador ante el jurado en su discurso de cierre.

Nunca se supo el impacto que causó en la población esa


entrevista pero quedó claro que era necesaria, toda vez que
dado el fallo absolutorio sobre el acusado, siempre quedó
en el ambiente que Clara Shmelling con su comportamiento
psicótico-compulsivo había sido la determinadora del
desajuste emocional y mental de su esposo que, aunque
inocente, se había convertido en un recluso más de una
prisión de doble reja: la del sanatorio, y la de su propio
estado mental.

En medio de las tantas entrevistas destacó la de la doctora


Sieglinde McCarthy. Psicóloga social que aparte de trabajar
en un hospital local había escrito varios libros referentes a
unas polémicas investigaciones relacionadas con el
comportamiento humano, basadas en experiencias
personales extraídas de análisis que había combinado con
estudios de filosofía trascendental. Una especie de filosofía
del comportamiento que por su carácter anticientífico le
había merecido más detractores que seguidores dentro de la
comunidad científica pero que ella optó por ignorar en
gracia de dar continuidad a sus investigaciones.
Se trataba de una suerte de disidente que había preferido
sacar adelante sus teorías, en cambio de hacerse parte de
esos círculos de investigación que ella misma llamaba
pseudo científicos que a su juicio no aportaban nada más
97
que desgastadas teorías basadas en estadísticas que se caían
por sí solas cada vez que aparecía un nuevo asesino en serie,
o un político desquiciado que decidía hacerlas trizas.
Actitud que le mereció salir del rebaño de científicos, al
tiempo que le granjeó numerosos enemigos entre la
comunidad, pero que poco le importaron a la prensa que
prefirió acudir a ella con tal de alcanzar el premio mayor
llamado rating. Mismo que no desaprovecharon
permitiendo que su entrevistada se sintiera cómoda y a la
vez aceptada.

La entrevista inició con la formulación de una pregunta


genérica mediante la cual la doctora McCarthy pudiera
desplegar su teoría del comportamiento humano que tanto
trabajo le había causado difundir gracias al bloqueo
permanente y sistemático de sus colegas asociados,
quienes, bajo los mismos temores de Caifás, prefirieron
crucificarla que escucharla.

Preguntó la entrevistadora: -Doctora McCarthy, frente a los


innumerables conflictos que estamos enfrentando con
ocasión del caso Shmelling, ¿podría usted hacernos un
acercamiento, desde la perspectiva de su teoría, si el
comportamiento desplegado por el señor Shmelling
corresponde a una afección psicológica inducida o
simplemente a un comportamiento criminal sin
explicación?

"Claro que sí, -respondió la doctora- y comenzaré partiendo


de la premisa que usé en mi teoría, según la cual el único y
último fin del hombre es el placer. Y su búsqueda es su
98
razón de existir. Nada se justifica en la vida del ser humano
que no esté asociado con el placer, el cual, de no existir en
el hombre, simplemente daría al traste con su razón de ser,
en cuyo caso sólo quedaría la muerte como última
candidata para proporcionar ese placer que jamás lo
acompañó. Es por esta causa que el hombre no tiene un
propósito colectivo por cumplir en la vida sino uno
individual que le proporciona placer como elemento de su
esencia, ya sea haciendo el bien o el mal. Y me pregunté -
continuó la doctora McCarthy- ¿en qué momento aparece
el deseo en el hombre por encima de la necesidad?
Evidentemente el deseo rebasa la necesidad, pues es esta
última el único medio usado por el cuerpo físico para
obligarlo a que le sea suministrado todo aquello que le dé
su razón de ser y de existir, esto es, el alimento para evitar
la corrupción del cuerpo, y los vicios para satisfacer esas
necesidades de sentir placer por encima de aquéllas que
solamente eviten la corrupción del cuerpo. Luego, los
vicios son todas aquellas acciones que desarrolla el cuerpo
por encima de su mera subsistencia física, para producir
placer, entendido este último como la satisfacción de una
necesidad, no vital pero esencial para justificar su
permanencia en la tierra.
Así pues, no es posible el paso del hombre por este mundo
sin la satisfacción de las dos únicas necesidades requeridas
por su cuerpo: el alimento y los vicios.
Pero no ha de tenerse a estos últimos como simples actos
dañinos para el cuerpo, sino, por el contrario, como actos
necesarios para justificar la permanencia del hombre en la
tierra, puesto que su carencia es la única fuente generadora

99
de violencia y desestabilización individual que, de no ser
satisfecha, arrojará como consecuencia la maldad como
elemento de paridad perseguido por quienes reclaman
sentir placer del mismo modo que el que sienten sus
víctimas.

Son vicios el amor a las personas, a las cosas, al dinero, a


Dios, y, en general, a todo lo que genere placer, muy por
encima de la necesidad simple de vivir escuetamente o
vegetar. Pero también son vicios los deseos de mirar, de
oler, de tocar, de oír y de saborear. Así como sentir el placer
de obtener conocimientos, o de descubrir lo que está oculto.
De ahí que también constituyan vicios todas las formas de
investigación y las manías en general, las cuales no son
categorizables ni objeto de atributo alguno que erija a unas
sobre las otras puesto que, al fin y al cabo, todas satisfacen
al individuo brindándole placer hasta el límite de su umbral,
el cual se constituye en el punto de partida que impulsa al
hombre a hacer el mal, no hacerlo, o hacer el bien. Luego,
he aquí la piedra filosofal que nos ubica en el origen de la
maldad, cual es el momento en el que el cuerpo del
individuo deja de recibir ese aliciente de placer que lo
complementa, impulsándolo a tomar la decisión de suplirlo
o satisfacerlo con el sufrimiento de otros individuos, ya sea
ocasionándoles el sufrimiento de manera directa o a través
de terceros, o simplemente deleitándose con verlos sufrir
aun sin su intervención, dando paso al mundo de los
comportamientos llamados delitos, que no son otra cosa
que el impulso o camino que toma el individuo para
satisfacer su necesidad de placer insatisfecha cuando

100
dispone solamente de una de ellas: el alimento físico,
surgiendo así la sociología humana como observadora del
factor de comportamiento colectivo. Este último, originado
en la satisfacción o insatisfacción de la necesidad de placer
insertada en el hombre como elemento fundamental para su
normal desarrollo durante su tránsito por el mundo desde
su nacimiento hasta su muerte. Luego, la sociología no
deberá ocuparse de otra cosa que no sea de la observación
del resultado del comportamiento humano cuando carece
de alguno de esos dos elementos esenciales de placer que
impulsa al individuo a actuar en contra o a favor de los
demás individuos. Y por constituir una simple observación
del comportamiento humano podrá ser usada por los
Estados para procurar satisfacer esas necesidades de placer
en favor de la paz general del mismo hombre que actúa en
sociedad, puesto que es posible que existan hombres
insatisfechos que no vivan en sociedad y por tanto no
encuentren en quién desbordar su violencia a la hora de
obtener su placer.
Como dije, no existen categorías en los vicios, pues todos
conducen, por igual, a la misma consecuencia: la de hacer
el mal.

A un joven que se le impida llenar su complemento de


placer prohibiéndole practicar algún deporte, desarrolla
actitudes de rechazo hacia sus agresores, activando el deseo
de hacerles daño, o simplemente de hacer daño sólo con el
ánimo de hacer a un lado todo obstáculo que desnaturalice
su deseo de llenar el vicio llamado práctica de su deporte.

101
Y no siempre el daño será catastrófico o de consecuencias
lamentables. A veces la mentira será suficiente para dar
satisfacción a la necesidad de la obtención del vicio.
Mentira que, de todos modos, hará infeliz a otro en favor de
la satisfacción propia del individuo mentiroso que siempre
hará todo lo posible por satisfacer su necesidad natural
evitando perecer como individuo. Y esto no es otra cosa que
"instinto de supervivencia" que, trasladado a una sociedad
completa se convierte en un generador de desestabilización
colectiva y de comisión de delitos casi que insalvable, por
no decir, insalvable.
De todos modos, podría crearse una categoría superior de
vicio llamada adicción, que es aquella necesidad de placer
originada en causas no naturales sino introducidas
caprichosamente en el cuerpo, como la pornografía, las
sustancias alucinógenas y el alcohol, las cuales, siendo
fuentes de placer no esenciales en la composición natural
del hombre, influyen negativamente en él desde el aspecto
puramente sociológico, puesto que causan los mismos
efectos de la carencia de esas satisfacciones necesarias
generadoras de placer.
Entonces, si bien es cierto que las consecuencias son
idénticas, no así su causa, puesto que una proviene de la ley
natural, y la otra no, surgiendo el suicidio como la
manifestación más extrema de insatisfacción del hombre
frente a la carencia de placer originado en adicción y no en
vicio.

Visto así, no hay motivo alguno para suponer la


inviabilidad de crear sociedades "perfectas", refiriéndome

102
con esta acepción a "pacíficas", dada la facilidad que los
medios de producción, apoyados en la tecnología, ofrecen
para brindar a cada individuo esos mínimos de placer que
requieren para contener cualquier signo de violencia que
suponga el reclamo. Eliminando del camino a quienes,
teniendo la fórmula en sus manos, se opongan a procurar
esa paz, en razón al propio estado de desajuste mental que
supone el hacer daño o infligir dolor a otro.

Y respecto de los factores externos no naturales


generadores de placer, deberán ser proscritos de manera tan
represiva como casos vayan surgiendo, pues nada justifica
que un individuo cuyos elementos vitales esenciales estén
cubiertos, pretenda placeres ajenos a su propia naturaleza
en desmedro de la paz social. Cerrando de esta forma el
círculo sociológico que justifica la estadía pacífica del
hombre en la tierra durante toda su existencia, pero
abriendo una puerta a la solución del fenómeno llamado
delito, el cual podría entenderse como la acción desplegada
por un individuo que, teniendo satisfechas sus necesidades
esenciales vitales de alimento y de placer, cause aflicción a
otro; en cuyo caso deberá aislarse a tal individuo de todo
contacto social hasta lograr su cura irrefutable, o su
depuración definitiva si no fuere posible aquélla.

Luego, en toda sociedad, el tratamiento que se le dé al delito


deberá ser considerado en razón única a la crueldad y a la
aflicción causada por el individuo por fuera de sus
necesidades de alimento y de placer insatisfechas, tales
como aquellas provenientes de la gula, del lujo o de las
adicciones. Conductas éstas que deberán ser tenidas como
103
delictuosas, y como delincuentes a sus gestores, incluidos
quienes tuvieron en sus manos el poder de evitarlas y lo
omitieron. Refiriéndome a las autoridades estatales quienes
serán las responsables de las conductas violentas humanas
desplegadas por quienes actúan en estricta necesidad de
procurarse el alimento o el placer necesarios.

Entonces surge la pregunta ¿al delincuente hay que


castigarlo o aislarlo? Definitivamente, aislarlo. Y al
hacerlo, esta condición se convierte necesariamente en
castigo para él, para su existencia. La cual da lugar a que
reflexione respecto del acto que lo condujo a su aislamiento
social, provocando indefectiblemente sólo dos
consecuencias: o corregir su comportamiento social
reparando su vida, o persistir en él agudizando su problema
interno, que de probarse que no tiene reparación, deberá
aislarse a tal individuo de por vida del contacto social. Esto
es, mediante la aplicación de la pena de muerte. Luego la
pena de muerte no deberá ser la primera medida que se
tome contra una persona que comete un delito, pues
siempre deberá haber una oportunidad de redención, aun en
medio del confinamiento del cuerpo, puesto que aquélla
podrá sucederse dentro del cuerpo sin que necesariamente
esté libre. Y es aquí en donde podemos entrar a analizar la
condición de Alan Shmelling, quien evidentemente con su
conducta displicente frente al suicidio de su esposa entró en
un estado de euforia que le impidió actuar para evitar que
aquélla se suicidara. Lugar del que hay que partir con el
objeto de determinar si su actitud provino de la necesidad
de llenar el vacío esencial de encontrar placer, o si por el

104
contrario su estado de éxtasis trascendió su necesidad
primaria de sentir placer para dar el salto del umbral al
estado antinatural de causar daño, si se tiene por daño la
acción tendiente a desmejorar o lesionar la condición
natural de otra persona. En cuyo caso será un delito digno
de reproche y de castigo bajo las leyes humanas. Y para el
caso en particular, viendo la actitud omisa de Alan
Shmelling para impedir el suicidio de su esposa, seguida de
un estado de regocijo, nos ubicamos en la línea de la
ausencia de un delito, mas no de un estado patológico de
psicopatía antisocial que lo ubica en la necesidad de
tratamiento antes de permitirle que atraviese el umbral que
lo convierta en criminal. Luego, desde el punto de vista
psicológico, encuentro acertada la decisión del jurado de
declararlo inocente, así como la del juez Maxwell de
enviarlo al sanatorio a cumplir un proceso de regeneración
mental que, de surtir efecto, lo retorne a la vida social.”

En ese momento la entrevistadora miró abruptamente hacia


su derecha donde se hallaba la puerta principal del estudio,
con el propósito de dar la bienvenida a un nuevo invitado
de quien se esperaba confrontara a la doctora McCarthy.
Confrontación que había sido planeada previamente por el
canal televisivo sin consulta previa con la doctora
McCarthy a fin de provocar el mayor impacto posible en la
audiencia televidente que bullía de morbo por conocer
detalles, sin importar de donde provinieran, con el solo
hecho de caer en la nota, o mejor, coincidir en sus cábalas.
Confrontación que pretendía poner en conflicto los
conceptos de dos ramas del saber aparentemente opuestas

105
como la psicología y el derecho, con el objeto de trasladar
la discusión de la corte a los medios, y de éstos a la sociedad
que de nada servirían en el plano puramente práctico
aunque sí generaba debates sociales muy lucrativos para el
medio, al tiempo que dañinos para la sociedad que
nuevamente tomaba partido en torno a una decisión judicial
que tenía convertida a la ciudad en un polvorín a punto de
explotar. El invitado era un jurista ortodoxo que pretendía
poner el dedo en la llaga de la teoría de la doctora McCarthy
tratando de debilitar sus argumentos sobre el
comportamiento humano. Debate del que ésta no huyó ni se
arredró, sino por el contrario aceptó ansiosa de controvertir
con alguien que gracias a su ortodoxia podía abrirle los
caminos que sistemáticamente le cerraron sus propios
colegas con quienes rivalizaba.

El jurista, muy seguro de sí, comenzó espetando a la


doctora McCarthy afirmando que su teoría del delito
contradecía lo señalado sobre la materia por los estudiosos
italianos quienes eran las únicas autoridades aceptadas por
el derecho universal para opinar sobre el tema, en oposición
a los conceptos empíricos de una psicóloga que los
soportaba en teorías delirantes no comprobadas.
Sostenía que eran múltiples los factores que conducían a
una persona a cometer un delito, entre ellos factores físicos,
biológicos, económicos, sociales, climáticos y hasta
antropomórficos, pero que el delito no se debía nunca a esos
aspectos inmanentes e incomprensibles que planteaba la
doctora McCarthy. Que el caso específico de Alan
Shmelling no era otra cosa que un típico caso de un

106
psicópata criminal al que no debía hacérsele ningún tipo de
estudio psicológico, ni enmarcarse dentro de
comportamientos inducidos por terceros, debido a que estas
situaciones eran las que ayudaban a disuadir la acción de la
justicia, como justamente ocurrió en este caso en donde lo
que se presentó fue un caso típico de omisión voluntaria por
parte del delincuente que tuvo en sus manos el poder para
evitar la muerte de una persona, ya fuera evitándolo
personalmente o ya avisando a las autoridades. Pero que en
cambio coadyuvó a su resultado, convirtiéndose en un
determinador o, incluso, en un coautor.

Sin perder la compostura, la doctora McCarthy le recordó


al jurista que conocía a la perfección las teorías sobre el
delito planteadas por los estudiosos italianos a los que él se
refería. Incluso, que las había usado para plantear su propia
teoría sobre el delito, no como seguidora de ellas sino por
el contrario por haber sido descartadas de plano en su
planeamiento inicial, justamente por las razones
presentadas por su contertulio minutos antes. Esto es, por
carecer de fundamentos que pudieran ser probados. Aunque
-decía la doctora McCarthy- coincido con ellos en que tratar
de encajar el origen del delito en la ciencia pura no arrojaría
resultados concluyentes dada la dificultad de establecer el
momento psíquico exacto en el que un individuo toma la
decisión de cometer un delito, y de este punto hasta su
materialización en un interregno en el que, se presume,
podría reevaluar su decisión pero que no lo hace debido a
que lo que busca con su comisión es satisfacer una
necesidad vital que sólo puede suplirse con el hecho

107
consumado, dejando inerme la posibilidad del
desistimiento. Punto clave del que parte mi teoría -dijo la
doctora-. Esto es, de aquel momento en el que el individuo
está a punto de perder su razón de ser, de la misma manera
como cuando lo que requiere es suplir su necesidad de
alimentarse para evitar la corrosión del cuerpo por
inanición. El acto que precede a la decisión es irrevocable,
consecutivo y secuencial, toda vez que a medida que se
agota el tiempo para la comisión del delito, se acelera la
corrupción del cuerpo disminuyendo la posibilidad de
evitarla.

Ex factis ius oritur -de los hechos nace el derecho- Pero ¿de
dónde surgen los hechos?, según mi teoría, los hechos
nacen del estado de necesidad esencial del individuo por
suplirla. O después de suplida, del salto que el individuo
efectúa sobre el umbral, motivado por las adicciones. Sólo
de ahí nace el hecho generador del delito, y a partir de éste
la aplicación de las penas, pues también he encontrado que
éstas son meras apreciaciones subjetivas consensuadas por
grupos de poder enquistados en los aparatos judiciales
estatales que de manera consuetudinaria han ido
otorgándole valor tanto a los delitos como a las penas. En
tanto que mi investigación apunta a determinar con mayor
claridad el verdadero origen del delito desde el punto de
vista humano, estableciendo esas fronteras psicológicas
desde donde se pueda calificar si el hecho criminoso nació
de una conducta voluntaria con deseo de causar daño, o por
el contrario, de la reacción de restablecer una condición
natural que fue dañada por un agente externo a través de la

108
coacción psicológica, o por cualquier otro medio que haya
desnaturalizado el componente de placer esencial, ahora
restituido por el acto psicótico del individuo que se regocija
del dolor ajeno sin necesidad de su concurso.

Y continuó la doctora McCarthy señalando que "Desde


siempre el estudio del delito ha sido afrontado por juristas
o por quienes han pretendido otorgar castigos a
comportamientos humanos escuetos del hombre sin que sea
valorada la condición psicológica del actor. Esto es,
atendiendo a estudios puramente estadísticos que nada
aportan al aseguramiento de la paz social y al mejoramiento
de los individuos que la conforman. Y ni qué decir de las
teorías descabelladas de quienes afirmaron que el delito
estaba asociados a las formas humanas, más conocido como
antropología criminal. Todo un saco colmado de
prejuicios, a más de peligroso, pues se sabe que, aun hoy,
el legado ha perdurado en cientos de organismos de
investigación criminal que fijan su mirada en personas que
por su figura atípica dentro del contexto social se erigen
como los sospechosos de cuanto delito se comete por ahí.
Dejando de lado a los criminales vestidos de familia barbie
mezclados entre los trabajadores honrados que con cara de
cuasimodos deben disfrazarse para evitar ser
estigmatizados y perfilados. Lugar exacto en donde toma
cabida mi teoría de la verdadera inteligencia, en
contraposición a la falsa tendencia social que la confunde
con la destreza, porque si definimos la inteligencia como la
elección que toma el individuo de hacer el bien luego de
establecer su diferencia con el mal, fácilmente podrá

109
diferenciarse ésta de la simple destreza mental, la cual tiene
su origen en una condición natural inherente a ciertas
personas que desarrollan una capacidad mental de
procesamiento con mayor velocidad a la de otros hombres
cuando son sometidos a procesos de solución de problemas
que requiere de varios pasos secuenciales para la obtención
de un resultado rápido. Destreza que se forma como
consecuencia de una disposición anatómica interna en el
individuo, no alterada de manera inducida o congénita en la
madre que lo alojó en su vientre, o por el entorno que lo
acogió mientras se puso a prueba su don natural."
"Y cuando establezco esta diferencia -continuó la doctora
McCarthy- me refiero a que es posible que una persona
diestra en cualquier arte o ciencia albergue pensamientos o
sentimientos malsanos tendientes a causarle daño a otro o a
sí mismo a través de los tormentos. Refiriéndome a estos
últimos como el sentimiento interno provocado por el deseo
insatisfecho. Aspecto que podrá degenerar en suicidio del
individuo, o en homicidio en los casos más extremos; y en
tormentos, en los más superficiales. Dejando claro que la
destreza no podrá equipararse jamás con la inteligencia
dado que un hombre inteligente nunca optará por el suicidio
o por el homicidio antes de encontrar la solución entre lo
bueno y lo malo, eligiendo siempre el bien, el cual jamás
podrá ser el causarle daño a otro o a sí mismo. Indicando
con esto que el individuo halló la solución de un problema
mental que no pudo encontrar una persona diestra. Aunque
esto no obsta para que puedan concurrir en una misma
persona las calidades de inteligente y diestro. En cuyo caso
podrá calificarse por separado su condición."

110
"Pero es posible que una persona diestra en resolver ciertos
procesos cognitivos carezca de la capacidad de controlar
impulsos personales de esos que le permitan llevar una vida
social recta. Refiriéndome a recta como aquel
comportamiento que por sí solo no incomode a otros o a sí
mismo sin que necesariamente constituya falta o delito.
Luego, es inteligente quien hace el bien y no el mal después
de haber diferenciado entre uno y otro; y no quien hace el
bien llevando por dentro el deseo de hacer el mal,
absteniéndose de hacerlo sólo por temor al castigo social,
en cuyo caso es un psicópata social que sólo requiere de un
detonante, o de una excitación externa para cruzar el umbral
y saltar a hacer el mal. En tanto que no podrá esperarse esa
misma actitud de una persona reputada inteligente, aun bajo
excitaciones externas de cualquier naturaleza."
"Así, entonces, la inteligencia es la excepción, pues se
coloca por encima de la destreza y de la virtud. Estos dos
últimos, conceptos que ponen al hombre en estados de
admiración frente a otros, pero que no los exime de la
posibilidad de hacerle daño a otros o de hacerse daño a sí
mismos como acto opuesto a lo que representa ser
inteligente. Deberá inferirse, entonces, que un hombre
inteligente no podrá ser vencido por ningún pecado capital
conocido, en tanto que cualquiera otro caerá en ellos,
independientemente del grado de destreza o de virtud que
lo acompañe."
"Así las cosas, evaluar la inteligencia partiendo de la falsa
premisa de la capacidad de ejecución veloz de procesos
mentales sin atender a su génesis de hacer el bien o el mal,
es tanto como otorgar valor superior a quien diseñe un

111
método para asesinar en masa al mayor número de
personas; o al que devaste el mayor número de hectáreas de
tierra en el menor tiempo, o quien diseñe un método
algorítmico para despojar de su dinero a la mayoría de
personas sin que se den cuenta, o a quien diseñe métodos
para confundir a otros haciéndoles creer que hacen lo
correcto cuando es todo lo contrario, o a quien diseñe
métodos para manipular a otros para alcanzar beneficios de
grupos reducidos en deterioro de la vida de quienes lo
procuran. Luego, la inteligencia humana está lejos de ser
una máquina que arroja resultados con gran velocidad, en
contraposición a la virtud que procura el mayor bienestar a
la mayoría."
"Entonces, para que un proceso productivo sea eficiente se
requiere de un grupo de personas diestras dirigidas por una
sola persona inteligente que encauce el proceso a la
obtención del bien y evite que el producto de tanta virtud y
destreza termine causando daño a otros."
"Los actos repetitivos pueden arrojar niveles altos de
destreza en quien los ejecuta, sin que con ello pueda
reputarse como inteligente a su ejecutor, quien alcanzará el
nivel de virtuoso en la medida en que esos actos superen la
media de sus congéneres. Luego, nada tienen que ver la
destreza y la virtud con la inteligencia. Puntos de partida
claves para determinar el origen del delito."

En conclusión, puede afirmarse que una mente inteligente


es aquella que se resiste a hacerle daño a una persona o a sí
mismo, aun cuando adquiera la condición de víctima o
cuando ostente jurisdicción para aplicar justicia. En este

112
último caso, cuando se abstiene de causar aflicción a un
criminal penalizado. Caso que me hace dudar del acierto
del juez Maxwell al tomar la decisión de imponer su propia
pena disfrazada de protección personal y social.

Por otra parte, se tendrá por inteligente al individuo que


rechaza las adicciones, debido a que se entiende que su
rechazo es la conclusión a la que ha llegado después de
evaluar el daño que podría causarse, o causar a otros si
acepta la adicción, entendida ésta como el deseo de obtener
placer por encima del requerido para suplir su componente
necesario y vital de placer. Entrando en juego los pecados
capitales, no bajo la connotación religiosa sino puramente
psicológica proyectada a lo delictivo, pues no hay duda de
que el individuo que se sumerge en la adicción de uno o
varios de los llamados pecados capitales se acerca a la línea
que separa al psicópata social del psicópata criminal. Y los
ejemplos son claros. Una persona invadida por la lujuria,
fácilmente puede trascender su deseo al de la persona que
elija para satisfacerlos, tanto si es su pareja o no. Del mismo
modo como la codicia o la envidia extremas pueden
degenerar en hurto, o, incluso, en homicidio. Al igual que
la gula, la pereza o la vanidad pueden conducir al individuo
a cometer actos antisociales contra sí mismo o contra otros.
Como fue el caso de Clara Shmelling, quien cegada por su
vanidad construyó un pedregoso camino al que arrastró a
su esposo, a sus hijos y al resto de su familia, dando al traste
con su propia vida. Y si se permite el acceso de
sentimientos extremos como la ira, pocas veces se obtendrá
un resultado pacífico.

113
Luego, una adicción es todo deseo incontrolado de placer
por encima de los vitalmente necesarios para conservar la
razón de ser de una persona.”

“Ahora bien, -señaló la doctora McCarthy dirigiéndose a su


entrevistadora-, quiero retomar el caso de Alan Shmelling
para referirme a un estudio que adelanté respecto del
comportamiento humano frente al resto de la sociedad, al
que titulé La psicopatía de los buenos, libro en el que señalo
que existe una especie de instinto depredador en el interior
de todo ser humano que lo impulsa a regocijarse con el
dolor ajeno, no necesariamente con el dolor físico sino
también con el dolor moral provocado por una aflicción, un
tormento o una pérdida de cualquier naturaleza, en una
actitud morbosa que convive con él desde muy joven y que
lo impulsa a mantener a sus congéneres en estado de
desasosiego, ya sea desde el simple y aparentemente
inofensivo bullying escolar hasta la extorsión y el chantaje
respecto de los pensamientos desalineados de algunos de
sus compañeros que terminan subordinándose ante sus
depredadores, o suicidándose en el peor de los casos.
La venganza, por ejemplo, es un sentimiento connatural a
todo ser humano que pervive con él prácticamente desde
que adquiere uso de razón hasta su muerte, constituyéndose
en el sentimiento dañino por excelencia, y en el más
próximo para la alienación mental. Tanto así que es la base
del sistema jurídico humano que saltó del ojo por ojo al
estrado judicial, convirtiendo a la justicia en una auténtica
vengadora social a cargo del Estado quien hace las veces de
verdugo liberando a la víctima de tener que ejercerla por

114
mano propia, al tiempo que le borra el malsano sentimiento
natural causado por el daño recibido. Y si vamos
directamente a lo que ordena la ley natural, nos
encontramos con que si el dolor causado por el daño no
puede ser borrado por la pena impuesta al agresor, es
porque ésta no fue justa, independientemente de su tamaño.
Luego, antes de implementar un sistema de penas, deberá
consultarse la psique del ser humano a fin de determinar las
fronteras en las que sea la tranquilidad personal la que
determine su tamaño y, por tanto, su justa tasación.

Y para dar mayor amplitud a la teoría que les expongo -


continuó la doctora McCarthy-, debemos adentrarnos en el
campo de la conciencia, y para ello debemos definirla
previamente como ese lugar a donde llega toda percepción
captada del exterior por los sentidos, en donde se
identifican y se aíslan los fenómenos reales del universo, de
las imaginaciones y las fantasías para entrar a resolver el
permanente conflicto entre unos y otras por mantener libre
o sometido al cuerpo físico. Luego, será la conciencia el
árbitro llamado a resolver ese conflicto.
La conciencia es el resultado de ordenar y sistematizar las
experiencias capturadas por los sentidos desde el exterior,
manteniéndolas aisladas de sus imaginaciones fugadas del
inconsciente cuando las puertas de éste son abiertas
mediante alguno de los estados extáticos en los que entra el
hombre durante su vida, ya sea por la ausencia de alimento
que supla la necesidad vital de sobrevivencia física, por la
ausencia de placer vital necesario, o ya por la imperante
necesidad de sostener una adicción o placer inducido.

115
Luego, podría considerársela como un don de la vida más
allá que una condición natural dada la escasez de individuos
que gozan de ese don de mantenerse en ella.
Y nada tiene que ver con la inteligencia, puesto que ésta es
tan solo el medio por el que deambula aquélla. Esto es, que
mientras la conciencia es estática, o mejor, estacionaria, la
inteligencia no, puesto que esta última deberá hacer un
ejercicio de identificación previo a la selección entre el bien
y el mal, antes de determinar si el acto de selección fue el
correcto.

Si el individuo tendió a elegir el bien, eso significa que su


decisión lo posiciona en el pedestal de los inteligentes. Pero
si, en cambio, elige el mal, necesariamente lo hará torpe y
bruto, aun cuando haya completado el ejercicio de
selección, incluso si se encuentra dentro del grupo de los
privilegiados diestros y virtuosos. Deslindando, entonces,
el acto mismo de selección del lugar y del medio donde se
produjo. Así pues, un lugar, un estado y un proceso no
podrán ser jamás lo mismo, más allá de servirse
simbióticamente para lograr un objetivo superior común
pero ajeno a los tres, cual es el de otorgarle a un individuo
humano el carácter de inteligente o no.

Así pues, las teorías usadas hasta ahora para determinar el


origen del delito, y las que parten de éstas para la
imposición de las penas, o el aislamiento social en su
defecto, han demostrado ser, más que injustas, crueles, y,
por qué no, arbitrarias, que poco han contribuido a poner
freno al crecimiento del delito, muy seguramente por esa
falta de comprensión respecto de su origen por encima de
116
su culminación, dejando patente que el problema del delito
es tanto de salud pública como de educación y de asistencia
social que permitan ubicar al Estado en el umbral de la
necesidad humana con el objeto de evitar, mediante la
satisfacción de esas necesidades vitales, el salto que
cualquiera de ellos emprenda dar hacia la acción criminosa,
que tan solo quedaría reservada a quienes, no obstante la
asistencia estatal, la evadan y traspasen su umbral
permitiendo el ingreso de las adicciones generadoras de
delitos que antes de su comisión permitan aislar
socialmente a sus individuos para ser tratados
psicológicamente y puedan retornar a su estado natural o al
aislamiento perpetuo. Cosa que no deberá tomarse como
delito mientras no cause daño efectivo a otros, y como tal,
al acto que lo cause, generando la irremediable pena de
prisión para sus perpetradores. Ahora bien, solamente
conociendo el origen del delito podrá actuarse
correctamente desde el punto de vista legal. Esto es,
redactando las leyes con ajuste a la ley natural y al natural
equilibrio de los derechos y de la propiedad, de manera que
no abra en el individuo esos espacios de necesidad natural
que lo impulsen a suplirlos a través del daño a otros. Todo,
en virtud de la irrefutable premisa de que la ley injusta es
creadora de delitos y de individuos que se subsuman en
ellos.

Así las cosas, es evidente que la voluntad jugará su propio


papel dentro de la actividad consciente del individuo a la
hora de tomar la decisión de cometer un delito, pues
constituye ese "permiso de actuar", algo así como otorgar

117
el aval para que la idea se materialice en la acción, o, en su
defecto, que se restrinja para que permanezca almacenada
en el éter llamado mente hasta el momento en que la
necesidad del individuo abra la puerta para su
transformación en acto.
Entonces, siendo la voluntad el cerrojo que permite el paso
de las ideas de su lugar de almacenamiento -la mente- a la
acción física, bien podría definirse como la acción que es
excitada por la sensación de conjurar un placer enquistado
en cualquiera de las partes del cuerpo del individuo, o en
todo, cuando ha sido invadido desde el exterior con alguna
sustancia, una imagen o con algún aroma que excite -en
principio- y modifique -después- la estructura física o
emocional del cuerpo humano según el caso. Luego, la
voluntad no es un ente autónomo y consciente, sino un
mero catalizador que arroja al hombre a acertar o a
equivocarse. Entendiendo por acierto todo acto humano
que le otorgue placer sin modificar la existencia positiva o
negativamente de otro hombre; y por desacierto, todo
aquello que lo desnaturalice o lo aflija.”

Ahora bien, si se tiene que la libertad de todo individuo es


dinámica y se adquiere y se pierde constantemente a
medida que se satisfacen sus dos necesidades esenciales de
alimento y de placer, se entenderá que no hay hombres
completamente libres ni completamente esclavos, sino
hombres cuyo comportamiento va mutando a medida que
se satisfacen y se agotan sus necesidades vitales de
existencia. Un hombre con hambre pierde transitoriamente
su libertad individual y comienza a comportarse en función

118
de su necesidad, esto es, como animal hambriento y
violento que cesa de serlo hasta que se alimente a las buenas
o las malas recobrando su cordura, entendida ésta como la
satisfacción plena de las dos necesidades vitales que ponen
al hombre en una situación de paz interior como requisito
necesario para pretender hacer daño a otro o a sí mismo.
Luego no habrá libertad sin placer, pues un individuo que
carezca de él verificará que su comportamiento podrá ser
tan depresivo o tan violento como el tamaño o el avance de
su necesidad, convirtiéndolo en esclavo hasta el momento
en que supla la necesidad vital, la cual le devolverá su
libertad interior, aun cuando le arrebate la libertad de su
cuerpo, dependiendo de la forma como haya alcanzado su
libertad individual. Un agresor sexual acepta ir a prisión
luego de cometer su delito, pues se siente satisfecho en su
interior y suplida su ansiedad lasciva antinatural
proveniente de su adicción al sexo; y libre a la vez aun
cuando esté físicamente confinado. Luego, hay dos tipos de
libertad, la libertad interior que es aquella que surge de la
satisfacción plena de sus necesidades vitales: el alimento y
el placer; y la libertad del cuerpo físico que es aquella que
le impide su movilidad por el mundo.

Así entonces, el comportamiento humano dista de ser una


consecuencia del libre albedrío o de la voluntad, más que
de una imposición natural de suplir dos necesidades vitales
que le dan la razón de ser a todo individuo y que
erróneamente la sociedad ha pretendido limitar mediante la
imposición de normas restrictivas y represivas que
desnaturalizan al individuo, y en manera alguna le

119
restringen a luchar por su subsistencia mediante la
satisfacción de sus dos necesidades vitales aun a costa de
infringir las normas sociales mínimas de comportamiento,
entre ellas las penales. De ahí la necesidad de identificar
plenamente la premisa a partir de la cual deban redactarse
las normas que orientan los usos sociales, así como las que
imponen penas. Pero, dado que no es así, el ser humano está
condenado a vivir en el caos social y en el delito de manera
progresiva y perenne hasta su extinción.
Y hay otro aspecto que nos arrima a la comprensión del
comportamiento humano y es que por ningún motivo
deberá atribuirse al alma su orientación, pues sería tanto
como atribuírselo a Dios, quien, existiendo, nada tiene que
ver con aquélla pues, bajo mi propia teoría, su único
atributo es el de mantener erguido el cuerpo físico antes de
iniciar su proceso de corrupción; momento a partir del cual
desaparecerá.

También consideré imprescindible abordar el tema de la


crueldad como factor determinante para diferenciar el
grado de disfuncionalidad de quien comete un delito, antes
de entrar a imponer una pena. Crueldad que podrá definirse
como la condición humana consistente en causar dolor a un
ser vivo de cualquier naturaleza sin que el acto conlleve una
causa de subsistencia necesaria.
Así pues, no será crueldad la acción de defensa que un
individuo ejerza sobre otro, -por violenta que ésta parezca-
. Como sí lo será el asesinato, el sacrificio de animales sin
consideración a su dolor físico o emocional, o la
destrucción de vegetación que nada tenga que ver con la

120
alimentación o la subsistencia sana del hombre,
entendiendo por sana aquella que nada tenga que ver con el
lujo.

Todos estos análisis no llevan directamente a abordar el


problema de la justicia, que definimos como el sentimiento
de tranquilidad que manifiesta una víctima de un crimen
recibido por su propia persona o por un tercero que le es
caro.
Así, una persona puede manifestar esa sensación de
tranquilidad luego de la ejecución de una condena, en tanto
que otra no bajo las mismas condiciones. Luego, la justicia
pertenece al fuero interno de las personas y nunca a las
acciones generales ejecutadas por el hombre.
Pero si hacemos referencia a la justicia divina, esto no es
otra cosa que la sensación manifestada por la víctima
cuando, sin su concurso, ve que el victimario está
padeciendo algún sufrimiento, ya sea como consecuencia
directa de su acto perverso, o por otra causa que le hace
sufrir por encima de los niveles del victimario, provocando
en este último la sensación de resarcimiento de su propio
sufrimiento. De igual modo que cuando es el hombre
mismo quien mediante el uso de sus propios métodos de
venganza social, otorga a la víctima la sensación señalada.
Y cuando digo venganza social, no me refiero a otra cosa
que al castigo impuesto por el juez.
Luego, la justicia aplicada con crueldad deja de ser justicia
para devenir en burda venganza, convirtiendo tanto al
juzgador como a la víctima en psicópatas sociales dignos
de repudio, aunque no de castigo social, dado que este

121
último sólo podrá ser impuesto por la conciencia, quien será
la encargada de acelerar o retardar el tránsito del individuo
desde la psicopatía social a la psicopatía criminal.

Por tanto, hacer justicia es devolver la tranquilidad a una


víctima específica o a una comunidad entera sobre la cual
se ha causado un daño, ya sea sobre su propia persona o
sobre alguna persona o bien de la comunidad con la que se
tenga vínculo.

Resumiendo, entiendo que la ausencia de placer vital,


necesariamente activa su opuesto el dolor, y de éste nace la
pornografía, como ejemplo práctico; en tanto que la
ausencia de placer no vital o adicción, produce ansiedad. Y
de ésta última nacerá el delito traducido en satisfacer con
violencia el deseo sexual.

Y para no extenderme demasiado -repuntó la doctora


McCarthy- no podré concluir la idea central de mi teoría sin
tocar el tema de la psicopatía colectiva, comenzando por
definirla como ese estado mental permanente e inescindible
que mora en cada persona, que se activa cada vez que ve
atacado, o vacío quizás, alguno de los dos componentes
esenciales que le dan su razón de ser, esto es, el alimento o
el placer, según mi propia teoría. Y consiste en el acto de
liberar pensamientos de placer frente al tormento, a la
desgracia, a la aflicción o al dolor de otras personas que
entran en esa condición sin importar si entraron en ella de
manera espontánea o porque fueron las causantes de ese
vacío de placer que pretende llenar el individuo con su
actitud psicótica de placer. Actos que se evidencian cada
122
vez que una persona se reconforta con solo ver que otra
sufre por cualquier causa, incluso cuando provienen de
personas cercanas como familiares o amigos. Y el caso más
típico sucede con el fracaso de un deportista o de una
celebridad, o cuando es puesto preso algún político, o
cuando algún millonario cae en desgracia o pierde su
fortuna. Hace que la gente común manifieste alguna
sensación de placer sin motivo aparente. Actitud que en el
fondo corresponde a ese vacío de placer necesario que se
desocupa tan rápido como el estómago al poco tiempo de
ser alimentado. Y es justo de ahí de donde surge la
necesidad y el deseo permanentes de saber lo que está
sucediendo a su alrededor, ya sea a través de los medios de
información, o ya a través del cotilleo. Y en todo caso con
la misma intención de no permitir que se vacíe el
componente de placer proveniente de la desgracia ajena
generalizada. Sin embargo, es claro que nadie manifiesta
públicamente su sensación de placer al enterarse de las
desgracias ajenas por temor a ser señalado socialmente de
antisocial, o quizás de depravado, pero es indudable que esa
sensación de satisfacción por saber lo que le ocurre a los
demás es tan fuerte que de no suplirse arrojará personas
hurañas, o antisociales. Condición a la que puede
otorgársele el apelativo que se quiera pero que en el fondo
no deja de ser otra cosa que psicopatía social, o, como lo
expresé antes, el deseo permanente de placer a través del
regocijo causado por la desgracia ajena.

El siguiente estadio de la psicopatía es el de la psicopatía


antisocial, la cual se define como el regocijo ante la

123
desgracia ajena, pero con el ingrediente adicional de que
ese placer interior es manifestado mediante algún síntoma
de felicidad externa tales como gestos positivos de placer,
risa, o celebración de cualquier forma. Y en los casos más
extremos, con la intervención material y objetiva, como en
los casos de linchamientos, o, incluso, en aquellos casos en
los que hay que dar el voto para que otros inflijan los daños
en su nombre. Comenzando por el acto más simple y
aparentemente inocente de un niño que pone en evidencia
la falta cometida por su hermano o compañero de colegio
para que sea castigado en su presencia con el único objetivo
de ver sufrir al acusado. Acto de placer que es inequívoco
si se tiene en cuenta que nunca se podrá inferir que lo que
pretende un niño que actúa de esta manera sea alertar a los
adultos respecto de la vida recta que deben llevar los otros
niños, o sobre la aplicación de justicia, pues es claro que a
edades tempranas no se tiene concepto alguno de ésta.
Y hasta aquí los dos estadios primarios de la psicopatía
colectiva. La social, que se circunscribe a albergar
pensamientos malsanos, a veces macabros, pero sin
dejarlos salir de la mente de quien la padece. Y la psicopatía
antisocial, que da un paso más allá permitiendo que esos
pensamientos malsanos puedan ser conocidos por otros, ya
sea mediante una simple manifestación de regocijo, o ya
mediante la participación directa en la causación de dolor
del infractor por acción directa, o como determinador, para
que otros actúen en su lugar. Pero siempre con la intención
manifiesta de causar aflicción a otro y así llenar el vacío de
placer que lo motiva a actuar de ese modo, el cual
dependerá del grado de aflicción percibido de la víctima,

124
aun cuando ésta sea la victimaria, como es el caso del
individuo que es linchado por cometer una falta: es
victimario y víctima a la vez.

Y la escala de matices es tan grande que puede hacer


interminable la lista de actos perversos en los que puede
incurrir un psicópata social o antisocial.
Sólo que en el primer caso será el fuero interno del
individuo el que determine su grado de perversidad, que
incluso podrá ser mayor que el del agente que lo provocó;
y en el segundo caso, esto es, el del psicópata antisocial,
será el agravio o el acto perverso el que determine el grado
de psicopatía que lo impulsa a infligir dolor en el agente
perpetrador. Existiendo un límite en este estadio que ubica
al individuo en la línea del delito, o mejor, en la del
psicópata criminal. Caso éste que trasciende del simple
repudio social al de un sujeto procesal digno de castigo a
través de la justicia creada por el hombre para estos casos.
Luego, es indudable la condición de psicopatía que
acompaña a todos los seres humanos en cualquiera de sus
estadios. Todas ellas igual de nocivas para la salud mental
de una sociedad que ve hundirse su aparato de justicia de la
mano de una criminalidad que no desciende, gracias a que
cada ciudadano se precia de pertenecer al bando de los
buenos, en una actitud poco menos que nociva, por no decir
hipócrita, que hace daño a quien la oculta en primer lugar,
y a quienes no la ocultan, en segundo; y a toda la sociedad
en ambos casos. Luego, el delito es la conclusión fatídica
de un proceso de psicopatía mental congénita, que maduró
en el tiempo ayudado por un entorno social que lo impulsó

125
a cruzar la línea natural de psicopatía social a la acción
positiva de materialización del acto. Por tanto, sabiendo que
se nace psicópata, será el Estado el encargado de
implementar un programa de seguimiento psicológico a la
población desde la más primera etapa, basado en la
implementación de una especie de catarsis psicológica
permanente que haga consciente a cada persona de su
condición, con miras a mantenerla controlada durante toda
su existencia como medida preventiva a la ejecución de
cualquier acto dañino, y no mediante la simple educación
memorizada de un código criminal respecto de lo que se
debe y no se debe hacer, bajo la amenaza de la imposición
de unos castigos que en la mayoría de las veces no detiene
la acción del criminal que arribó a esa condición muchas
veces sin entender por qué.

Sin embargo, comprendo lo riesgoso que resulta para un


Estado implementar un programa de semejante calado sin
que éste provenga de la ciencia pura, la cual también se ha
pasado toda su existencia desmintiéndose, con costos
económicos incalculables cuando se ha tratado de dinero, e
imperdonables, cuando el error ha causado vidas sin que se
hayan tomado medidas de choque para detenerla. Pero
ahora que no se trata de pérdida de vidas ni de dinero de
manera directa, resulta poco riesgoso educar a la población
partiendo de una condición que le es condigna en su
individualidad como ser humano, sólo que el término
psicópata ha sido considerado tan peyorativo que aceptarlo
como connatural a todo individuo provoca resistencia.

126
Y para cerrar esta intervención, si la ciencia es el método
usado por el hombre para descubrir por medio de la
experimentación, de manera inequívoca, las causas últimas
de los fenómenos del universo para hacerlos inteligibles,
queda claro que la teoría del delito expuesta no cumple con
esos mínimos para ser considerada ciencia, lo cual posa
como irrelevante si se tiene en cuenta, bajo los ejemplos
expuestos, que la ciencia llamada pura no es tan pura como
se la han vendido los científicos a los Estados, y éstos a sus
ciudadanos, lo cual abre el camino para otras disciplinas
igualmente serias, aunque no necesariamente científicas,
pues al fin y al cabo el conocimiento del que se sirve el ser
humano para deambular por este mundo no representa ni el
uno por ciento del conocimiento que puede brindarnos el
universo. Comenzando por la interpretación del
comportamiento humano, el cual no podrá jamás ser
ajustado a un método científico que pueda predecir un
movimiento programado del hombre de manera robótica. Y
no por ello deberá descartarse cualquier estudio sobre él en
pro de lograr una convivencia pacífica.

Luego, la ciencia deberá partir siempre de un efecto


conocido, o de una postura o teoría filosófica para
demostrar el supuesto de hecho de la teoría o del proceso
seguido por la naturaleza para producir el efecto conocido.
Y este es uno de los motivos que me impulsan a afirmar que
el derecho no es una ciencia, así sus más conspicuos
estudiosos pretendan hacerla pasar como tal. Y la razón es
muy simple, ex factis ius oritur, “de los hechos nace el
derecho” ¿Pero de dónde nacen los hechos?, del hombre

127
mismo por supuesto. Y según lo presenta mi teoría, el
comportamiento humano que da origen a los hechos
susceptibles de ser regulados por el derecho no es
predecible ni puede ser enmarcado en ciencia alguna, y
mucho menos ser sometido a cualquiera de sus obtusos
métodos científicos. El derecho es el conjunto de leyes
nacidas del prejuicio de unos hombres para castigar a otros
hombres por la comisión de unas conductas que muchas
veces no constituyen crimen a la luz de ley natural pero que
gracias a que fueron dictadas por cuerpos colegiados han
adquirido toda validez, originando consecuencias adversas
en el sentido de no mostrar disminución de casos
delictivos.

Luego de escuchar en silencio el abstracto discernimiento


desplegado por la doctora McCarthy, no le fue muy fácil al
jurista aceptar que su compañera de panel definitivamente
había tomado el control de la entrevista mostrando gran
solidez y solvencia intelectual sobre el tema del
comportamiento humano como pilar del estudio del delito,
el cual fue poniendo sistemáticamente sobre la mesa,
especialmente porque supo expresarlo, a la vez que iba
opacando las teorías jurídicas sobre los delitos y las penas
que, sabía, serían esgrimidas por su contraparte, al tiempo
que plegaba una enorme pancarta para que fuera leída por

128
sus reticentes colegas que no sólo habían ignorado sus
teorías sino que las habían rechazado sin siquiera
estudiarlas a fondo.

De todos modos el jurista se las arregló para controvertir


algunos de esos postulados que, aunque profundos, quiso
pasar como poco convincentes argumentando su carácter
inmanente que los alejaba de cualquier método científico
que los convirtiera en tangibles. Aun consciente de que lo
que es intangible no puede ser desnaturalizado so pretexto
de ser convertido en tangible. Cosa que por momentos
trasladaba el debate de lo psicológico a lo filosófico.
Aunque lo que sí quedaba claro era que la firmeza jurídica
se desvanecía de manera acelerada cada vez que faltaban
los argumentos que le dieran solidez a las posturas
referentes a los orígenes del delito, cuyos estudios se
sustentaban exclusivamente en los criterios subjetivos de
los criminólogos italianos de los cuales ninguno de ellos
coincidía ni con la actitud ni la personalidad misma de Alan
Shmelling quien no tenía los pómulos hendidos, ni el clima
había influido en él para provocar o impedir la muerte de su
esposa como lo sugerían las teorías de la época que
conspiraban en favor de las posturas de la doctora
McCarthy quien reevaluaba a través de sus teoría del
comportamiento humano posturas como la del delito
natural o la peligrosidad innata del delincuente, cosa que
sobradamente había demostrado en razón a la imposibilidad
de recluir dentro de un marco de acción criminal a cierto
tipo de personas categorizadas por su raza, sexo, religión,
fisonomía, condición económica u otros aspectos

129
puramente subjetivos que lo único que lograban era dividir
cada vez más a la sociedad, al tiempo que generaba en cada
bando ese halo de prejuicio que indefectiblemente ubicaba
en el umbral de la psicopatía social a cada miembro de la
sociedad manteniéndolo en un balancín con tendencia
permanente a abandonarla, que si bien no beneficia a nadie,
al menos mantiene al hombre en estado de paz social.
Y respecto de los factores económicos que impulsan al
hombre a cometer delitos, era evidente que cobraba mayor
fuerza en la teoría de los criminalistas puros, pero no como
resultado de una investigación psicológica sino por el
prejuicio estadístico. Y aun cuando coincidía con la teoría
de la doctora McCarthy en su teoría, el problema se
estructuraba en la insatisfacción del componente vital de
alimentarse y, por qué no, de carencia de placer a causa de
la deficiencia económica. Lo cierto fue que el debate se
centró en saber si la decisión del juez Maxwell había sido
acertada, o por el contrario había constituido una
extralimitación de poder al desobedecer el veredicto del
jurado que de manera categórica había declarado inocente
a Alan Shmelling. Y aun cuando el debate había sido
relativamente leal, resultó ser de posturas contrarias e
irreconciliables, agudizando aún más la polarización de la
sociedad que tomó esas posturas como insumo para reforzar
su propio prejuicio en uno u otro sentido, pero ahora con el
respaldo de una autoridad en la materia.

Con todo, después del debate, la teoría de la doctora


McCarthy se reforzaba por sí sola cada vez que se
escuchaban las posturas de la gente común. Unos

130
pregonando abiertamente su deseo de que Alan Shmelling
se pudriera en el sanatorio, y otros que continuaban
aplaudiendo la valentía del juez Maxwell en contravía de
quienes añoraban una sanción en su contra por haber
prevaricado, revictimizando a un hombre que terminó
recluido sin haber cometido ningún delito sancionado
legalmente. Y todos, al unísono, coincidiendo en el
pensamiento de que en esta novela jurídica alguien tenía
que sufrir.

131
PARTE II

Capítulo I

El sanatorio

El sanatorio era un edificio de dos plantas ubicado en una


colina a las afueras de la ciudad que por su arquitectura y
ubicación fácilmente podía confundirse con un hotel que
cualquier persona envidiaría disfrutar gracias a su
maravillosa vista hacia la ciudad; menos alguien que
estuviera loco. Y aun cuando técnicamente era un hospital
psiquiátrico, se le conocía como El sanatorio dado que
medio siglo atrás fue utilizado para la recuperación de
pacientes con tuberculosis en épocas en las que aún no se
había encontrado la cura para esta enfermedad. Pero luego
de que el número de pacientes fue reduciéndose
aceleradamente, sumado a la ausencia de postulantes para
transformar el lugar en un hotel, un museo o algo similar,
la administración local determinó habilitarlo como hospital
psiquiátrico en vista de su proximidad al área urbana y al
creciente número de pacientes de esta condición que
surgían a diario en los condados y distritos cercanos.

132
Antes de ser convertido en sanatorio, y ahora en hospital
psiquiátrico, el lugar perteneció a un hombre rico de la
región que vivió allí solo por más de cincuenta años y que
a su muerte no dejó herederos, permitiendo su apropiación
por parte de la administración local que de inmediato le dio
uso oficial. Razón por la cual pasó a ser de carácter público,
especialmente por su alta ocupación en tiempos en que la
tuberculosis se convirtió casi en una pandemia.

Durante sus mejores años, el sanatorio fue un lugar de


peregrinación de las personas que cada fin de semana
concurrían a sus instalaciones a visitar a sus familiares
enfermos de tuberculosis en sus penosos procesos de
recuperación, los cuales casi siempre terminaban
trágicamente, pues hubo una inmensa mayoría de
infectados que murieron a falta de tratamiento clínico
idóneo, o mejor, a falta de medicamentos adecuados aún no
descubiertos. Y de ahí la reticencia de inversionistas y
empresarios que decidieran darle al lugar un uso comercial
diferente luego de que sus puertas fueron cerradas, pues
temían arriesgar sus inversiones en un sitio en el que habían
muerto tantas personas y al que la gente veía con ojos de
dolor con solo recordar el desfile de ataúdes que salían de
allí a diario, en el peor de los contrastes que la vida podía
enfrentar. Por un lado, unos hermosos jardines soleados que
recibían cada domingo a los familiares de los pacientes con
quienes se paseaban por los senderos circundantes antes de
despedirse de ellos llenos de esperanza de volverlos a ver
recuperados el domingo siguiente. Y por el otro, ver salir
constantemente coches fúnebres que teñían de negro esas

133
visitas dominicales, que más que días de picnic eran el
reflejo de los dramas familiares.
Tanto el camino de llegada como la entrada al sanatorio
eran elegantes. El camino que desviaba de la carretera
principal tenía unos diez kilómetros de vía pavimentada
arropada por árboles de eucalipto a ambos lados de la vía
que no sólo expelían su característico aroma sino que
permitían el ingreso de los rayos del sol entre sus ramas que
insinuaban su único destino, la casona, que recibía a sus
visitantes en una rotonda de jardín decorada con una fuente
de agua en todo el centro, que a su vez era la encargada de
dar la bienvenida a los huéspedes que una vez allí no
volverían a ver en su vida los olorosos eucaliptos que los
condujo hasta el lugar. Evidentemente el exterior de la
casona no reflejaba el interior del sanatorio, que si bien era
tan elegante como su exterior, comportaba un ambiente tan
sórdido que quien lo pisaba no sabía si sentir tristeza o
temor. Referido a empleados y a familiares visitantes, pues
era claro que ninguno de estos sentimientos podía ser
expresado por los pacientes internos dada su condición.

Una vez se atravesaba el vestíbulo, los visitantes se


encontraban con una enorme sala de estar en la cual se
hallaban unas poltronas y unos sofás cómodos fabricados
en cuero que fueron propiedad de su antiguo dueño y que
se conservaron por décadas gracias a su calidad, como
también a su uso restringido que se limitaba a recibir
visitantes una vez por semana los días domingos, tanto
ahora como antes.

134
Atravesando el salón, justo en frente de la portada principal,
se hallaba otra puerta con un aviso de “Paso Restringido”
que convertía el lugar en enigmático debido a que no había
un recepcionista que diera información. Sólo había que
esperar en la sala de estar hasta que algún enfermero
llamara al visitante para llevarlo al lado de su familiar o
amigo que lo esperaba en una especie de comedor interior
en donde había otros internos considerados pacíficos que ni
se daban cuenta de que había personas a su alrededor. O a
veces los encuentros se daban en un patio interno dispuesto
con sillas de jardín en donde podía apreciarse a los
familiares hablando solos, debido a que la gran mayoría de
pacientes andaban con su mirada perdida.

La primera planta estaba destinada a la estancia de los


internos quienes durante el día deambulaban libremente por
los salones dispuestos para tal fin. Casi todos comunicados
entre sí, salvo dos de ellos en los que se hallaban los
pacientes más hiperactivos, clasificados de acuerdo a la
intensidad de su condición. Algunos de esos lugares
contaban con una televisión cuya programación solamente
incluía paisajes o mundo animal, que eran ignorados por la
mayoría de los internos. De igual modo se encontraban los
dormitorios generales, los cuales albergaban entre veinte y
cincuenta internos cada uno, dependiendo de su estado de
pasividad. Tanto las ventanas de los dormitorios como de
los salones de estar estaban protegidas con mallas
eslabonadas metálicas de seguridad para impedir la salida
de los internos, dispuestas no a niveles de prisión sino para
guardar la seguridad e integridad física de los internos, en

135
especial para cerrar la posibilidad de que salieran de noche
y se perdieran o se accidentaran en el bosque. También
estaban en la primera planta la cocina, la despensa, la
lavandería, la farmacia, el comedor general y de
enfermeros, un cuarto de aseo y de linos y una sala de
descanso para empleados en donde podían reunirse todas
las tardes a ver televisión o a divertirse con juegos de mesa
antes de retirarse a sus habitaciones ubicadas en la segunda
planta. Lugar en donde pernoctaban durante su turno de
trabajo de tres semanas continuas por una de descanso cada
mes.
También se encontraba la oficina del director del sanatorio,
la cual daba a un pasillo interno con visual hacia el gran
salón de permanencia de los internos desde donde los
observaba con detenimiento cuando hacía sus pausas
laborales.

Si bien el lugar era relativamente lujoso, ya mostraba su


vetustez, sobre todo por la falta o precario mantenimiento
estético que se le brindaba, el cual se limitaba a una pintura
anual de sus paredes, pero no a la reparación de las fisuras
y esquinas que se desportillaban con el tiempo. Por lo
demás, no había duda de que el sitio por dentro era poco
menos que una joya arquitectónica pero extremadamente
melancólica, propicio para personas como el director que
desde que había sido nombrado en ese puesto nunca dio
muestras de desagrado ni de inconformidad. Por el
contrario, se notaba que se sentía a gusto en ese lugar. No
se sabe si por estar rodeado de las personas que daban razón
de ser a su profesión o porque su psicopatía social llenaba

136
ese vacío de placer que, según la doctora McCarthy,
acompañaba a todo ser humano de manera connatural, aun
a quienes estaban a cargo de su estudio y tratamiento como
el doctor William Speer, que desde hacía doce años dirigía
el sanatorio y de quien se sabía de las diferentes maniobras
que tuvo que hacer para procurarse el puesto de director,
que, más allá de un estatus, le proporcionaba un mundo de
recogimiento, propio de personas con altos grados de
introspección y vida ascética. Algo que evidentemente
disfrutaba debido a que casi nunca se le veía por fuera del
lugar, salvo cuando era requerido por sus superiores
administrativos con quienes debía reportarse una vez al mes
a fin de presentarles sus novedades que generalmente eran
escasas, toda vez que dentro del sanatorio casi nunca, por
no decir nunca, se presentaban episodios de desorden o
cosas parecidas. Todo, en razón a que la mayoría de los
internos eran considerados pacíficos. Unos por sus propios
delirios, y otros porque era necesario mantenerlos sedados
a causa de su excesiva actividad física que hacía que se
desplazaran todo el día de un lado para el otro dentro de su
respectivo pabellón, a veces incomodando a los demás
internos que se arredraban y se refugiaban en sí mismos en
cualquier rincón, temerosos de ser agredidos.

137
Capítulo II

La llegada

Desde una ventana del segundo piso el doctor Speer


observaba con frío silencio el vehículo oficial que se
acercaba a la rotonda externa del sanatorio con Alan
Shmelling a bordo. Cosa que le impresionó poco, aun a
sabiendas de la condición en la que tenía que recibirlo. Esto
es, no como un interno más sino como un paciente al que
había que observar y rehabilitar en lo posible con miras a
devolverlo a la sociedad de donde salió no se sabe si por
voluntad delincuencial propia o por un avatar del destino
que lo arrastró a ostentar una condición evidentemente
patológica desde el punto de vista mental. Entendía que el
señor Shmelling lo sacaría transitoriamente de su rutina, la
cual consistía en observar detenidamente a los internos para
luego registrar su comportamiento en una libreta que
llevaba a mano desde hacía unos siete años cuando tomó la
decisión de hacerlo por fuera de sus obligaciones como
director, con el objetivo de adelantar su propia
investigación sobre el comportamiento humano en
condiciones de enajenación mental, y no expresamente
referido a las causas que los llevó a esa condición. Había

138
conocido a través de los medios de comunicación las
razones que habían llevado al señor Shmelling a aquel lugar
pero nunca se le escuchó comentario alguno respecto de la
decisión del juez Maxwell en uno u otro sentidos, pues lo
cierto era que el doctor Speer era tan reservado que aquel
lugar le caía del cielo para su excesiva introspección
personal que lo ubicaba en el umbral de la psicopatía
antisocial, a la luz de la teoría de la doctora McCarthy, a la
cual conocía de manera no personal y que había seguido a
través de la sonada entrevista que la había visibilizado en
días anteriores.

Antes de que arribara el vehículo a la rotonda de entrada del


sanatorio, el doctor quiso recibir personalmente al señor
Shmelling, pues entendía que no recibía a un enajenado
común sino a un remitido por la corte que ostentaba una
condición especial.

A su llegada, el señor Shmelling descendió del vehículo


ayudado por dos guardias de seguridad desarmados,
quienes debían garantizar su entrega a cualquier autoridad
designada por el director del sanatorio, pero al ver que
quien se acercaba era el mismo director, sintieron algo de
alivio, que no dejaron notar en sus rostros, disponiéndose
de inmediato a ingresalo al lugar. Pero como no había
recepción ni recepcionista con quien adelantar el protocolo
de ingreso, simplemente el doctor Speer se presentó y
procedió a firmar la remisión del paciente, procediendo de
inmediato a conducirlo a su interior por la puerta del final
del vestíbulo, acompañado de un enfermero vestido de
blanco, de uno con noventa metros de estatura, pelo corto,
139
tatuajes en sus brazos y unos cien kilogramos de peso,
quien tomó al señor Shmelling por el brazo sin hacerle
fuerza y lo introdujo sin mediar palabra.

Del otro lado de la puerta los esperaba otro enfermero de


idénticas características físicas al señalado, el cual se puso
del otro lado del recién llegado para conducirlo
directamente a su habitación, en la cual le esperaba un
pijama blanco de dos piezas sueltas y unas pantuflas
abullonadas cerradas.
Tanto a la llegada como después de la firma de la remisión
de ingreso del señor Shmelling, el doctor Speer no habló ni
lo acompañó en su corto periplo a su habitación.
Simplemente se remitió a dejarlo en manos de sus
subalternos que, una vez cambiado de traje, lo condujeron
afuera de la habitación en donde lo soltaron a su suerte
frente a uno de los televisores que mostraba en ese
momento un águila solitaria volando apaciblemente encima
de unos picos nevados. Alan Shmelling se sorprendió al ver
que ninguno de sus escoltas le dirigió la palabra. Incluso
que a su salida de la habitación no encontrara allí al doctor
Speer con quien, creía, tendría una entrevista, o quizás un
corto saludo de bienvenida. Cosa que nunca sucedió. Era
obvio que estaba sorprendido y, por no decir lo menos, algo
asustado pues no sabía con certeza lo que se encontraría en
ese lugar. Aunque muy dentro de sí sabía que allí no
correría peligro como en una prisión. Cosa que lo
tranquilizó por un instante hasta que observó que, como
autómatas, casi todos los internos se le fueron acercando
para observarlo de cerca con la curiosidad de quien ve

140
llegar a alguien nuevo a un recinto que no está
acostumbrado a su presencia. De momento se arredró,
incluso quiso hablarles, pero con solo ver sus ojos,
rápidamente entendió que cualquier presentación sería
inútil, por lo que decidió permanecer estático hasta que
fueron alejándose lentamente uno a uno. Y como ya era casi
mediodía pensó que seguramente el director lo atendería
después del almuerzo para que se pusieran de acuerdo
respecto de la forma como quería llevar su tratamiento
clínico y así poder regresar a la libertad en poco tiempo. Sin
embargo, el almuerzo sí llegó pero la reunión no.

Como cosa curiosa, hacia mediodía nadie llamó al


comedor, y aun así todos los internos comenzaron a
desplazarse hacia allá uno detrás del otro como si
respondieran a un llamado secreto e imperceptible que él
no había comprendido. Y siguiendo su instinto se sumó a la
fila para ingresar. Allí, cada uno comenzó a ocupar las
largas butacas de madera diseñadas para diez personas de
cada lado de la mesa. Lugar en donde esperaron a que les
sirvieran, dado que, por su condición, la experiencia había
enseñado que los internos no podían portar la bandeja de
alimentos sin derramarlos. Razón por la cual el servicio se
ofrecía directamente en la mesa. Reparto que estaba a cargo
de los mismos enfermeros quienes no sólo colocaban las
bandejas en frente de cada interno sino que esperaban hasta
que terminaran de comer para luego recoger las mesas,
antes de pasar ellos mismos a tomar sus propios alimentos.
Esto garantizaba orden en el lugar y evitaba tener que

141
recoger del piso los alimentos que accidentalmente
cayeran. Aparte de que no se desperdiciarían.
Después del almuerzo, Alan observó que varios de los
internos se dirigían a sus dormitorios en donde se les
permitía recostarse por una hora mientras los enfermeros
almorzaban y recogían las mesas. Cosa que imitó él pero en
su habitación. Quizás la primera gran diferencia respecto de
los demás que hasta ahora había hallado en el lugar.
Disponer de una habitación individual, a diferencia del
resto de internos cuyos dormitorios eran tipo barraca con
camas alineadas de un solo nivel.
Y aunque trató de relajarse, no dejó de pensar a qué hora
sería llamado por el director para la primera entrevista en la
que, suponía, se establecerían los pormenores de su estancia
en aquel lugar. Pero pasaron las horas hasta culminada la
tarde y nada sucedió. Ni el director ni los enfermeros se le
acercaron a pronunciar palabra alguna. Incluso cuando,
algo ansioso, intentó preguntarle a uno de ellos si por
casualidad el director no había dado la orden de conducirlo
a su oficina, aquél sólo se quedó mirándolo algo
sorprendido, como si quien le hablaba lo hacía bajo el
efecto de alguna droga que hasta entonces no le había sido
suministrada. La actitud tenía un doble rasero. Primero, que
por ningún motivo era permitido socializar entre internos y
personal del sanatorio. Y segundo, que no era habitual, por
no decir exótico, ver a un interno hablando con otro, pues
allí sólo se escuchaban los balbuceos de aquellos que
hablaban solos pero nunca sosteniendo conversaciones
entre ellos. Y la razón era que todo el tiempo andaban
sedados visitando sus propios mundos, o luchando contra

142
sus propios demonios. Algo que no solamente sorprendió a
Alan sino que comenzó a preocuparlo. Y eso que tan solo
llevaba allí un día sin su noche.

Al final de la tarde sucedió lo mismo que a la hora del


almuerzo. Los internos se enfilaron hacia el comedor en
búsqueda de su cena repitiendo el mismo ritual del
mediodía. Acto que siguió Alan, aunque en este momento
su tristeza y frustración le impedían ver las cosas como las
imaginó a su llegada a primeras horas del día, o luego a
mediodía cuando creía que su trato al interior del sanatorio
sería algo preferencial, o al menos que no sería tomado
como un interno más sino como un paciente al que se le
sometería a un tratamiento de recuperación emocional a fin
de ser restituido a la sociedad luego de haber sufrido el
choque emocional que lo condujo hasta allí no sólo por
haber presenciado el suicidio de su mujer sino por haber
tenido que soportar un juicio del que salió declarado
inocente y remitido a un tratamiento psicológico de
recuperación que, en principio, creyó ser objeto de un
privilegio, antes que de un castigo. Al menos eso fue lo que
entendió de las palabras que pronunció el juez Maxwell el
día de la lectura de su sentencia. Pero veía que nada de eso
estaba sucediendo, al menos ese día, aunque guardaba la
esperanza de que las cosas cambiaran al día siguiente. Por
lo que trató de tranquilizarse siguiendo las rutinas que
observaba hasta llegadas las seis de la tarde. Hora en que la
luz solar fue desapareciendo haciendo que los internos se
recluyeran voluntariamente en sus dormitorios, arreados
por los enfermeros que los acompañaban prácticamente

143
hasta sus camas. Parecía increíble pero estaban tan
mecanizados en su comportamiento que ni un grupo de
bestias de pradera lo hacían mejor. Algo que sorprendió
profundamente a Alan que se limitó a hacer lo mismo
aunque sin la estrecha vigilancia de los enfermeros, quienes
se limitaron a verificar que entrara en su habitación
individual para proceder a cerrarla por fuera con un robusto
pasador de cinco octavos de pulgada que sonó como una
puñalada en su corazón, pues sintió que ingresaba en una
celda y no en una habitación. Situación que lo hizo pensar
que las cosas en ese lugar no serían como él se las imaginó.
También se había dado cuenta de que al lado de su cama no
había una mesa de noche para poner sus efectos personales,
pero de inmediato se dio cuenta de que no tenía efectos
personales ya que al momento de cambiarse de ropa a su
llegada, los enfermeros habían retirado de la habitación
todas sus pertenencias. Tampoco había un libro, y mucho
menos un aparato celular o una televisión. De hecho, ni
siquiera había luz en la habitación, pues, una vez adentro,
la luz del día ya había desaparecido por completo dejándola
en penumbras. Por fortuna, y por mera coincidencia, la
habitación asignada contaba con una pequeña ventana
ubicada a unos dos metros del piso por la que entraba una
tenue luz nocturna proveniente de una luminaria ubicada a
más de cincuenta metros de ella; y otra luz proveniente de
la luna cuando pasaba por allí. De resto tendría que
acostumbrarse a que la noche era para dormir y nada más.
En síntesis, la habitación comprendía una cama metálica de
un metro de ancho por dos metros de largo, un colchón, una
almohada, una sábana, una cobija de lana y un huésped para

144
ocuparla. Algo que convirtió esa noche en la más larga de
su vida. Tanto así que debió pararse sobre la cama para
tomar aire fresco proveniente del exterior, aparte de que
empezó a sentir el verdadero sabor del confinamiento, que
captó con solo darse cuenta de que su puerta había sido
cerrada desde afuera.

Esa noche lloró como nunca, incluso había intentado


encender la luz pero no encontró el interruptor al lado de la
puerta, el cual buscó a puro tacto pero no lo halló. Todo
debido a que dentro de las medidas de seguridad de un sitio
como esos no debía existir ningún dispositivo eléctrico
amano de los internos, a fin de evitar que alguien accediera
a su sistema interno con el que pudiera electrocutarse
intencionadamente o no. Lo cual hacía que la habitación
fuera menos que minimalista, pues sólo contaba con la
cama metálica de un metro de ancho, un colchón, una
sábana, una almohada, una cobija de lana y nada más. Y esa
era la razón por la cual los internos se recogían de manera
autómata minutos antes de que llegara la noche gracias a
que su instinto les señalaba la hora de dormir, tal cual como
las aves.

Y así transcurrieron tres horas dando vueltas a tientas por


la habitación en penumbras tratando de entender el por qué
de ese lugar, hasta que el cansancio lo obligó a tumbarse
boca arriba en la cama a meditar respecto de su situación,
que de seguir así pintaba muy mal. De hecho, era el único
interno que tenía la facultad de meditar ya que el resto
dormía plácidamente desde las seis de la tarde gracias a su
dosis vespertina de benzodiacepina que les era suministrada
145
con la cena y que los hacía conciliar el sueño hasta la
mañana siguiente. Salvo ciertas excepciones cuando un
interno mostraba algunos episodios extras de ansiedad, de
hiperactividad o de violencia que pudiera perturbar el sueño
de los demás, o que eventualmente representara riesgo
físico para sí mismo o para otros, era sacado del dormitorio
común para ser conducido a una de las habitaciones
individuales contiguas, como la asignada a Alan Shmelling,
con el objeto de ser observado por el director Speer quien
se ocupaba del diagnóstico y de la asignación del nuevo
tratamiento dependiendo de la evolución mental del
interno. Esto no era recurrente pero sí hacía parte de las
funciones de los enfermeros y del director, quienes debían
estar pendientes de la evolución, o mejor, del avance de las
enfermedades de cada uno de los internos que mostraban
recaídas ya fuera por pérdida o producción excesiva de
dopamina o de neuronas, o por hábito al medicamento o a
la dosis suministrada. Pero siempre había alguien que
requería ser medicado de nuevo. Luego, el trabajo del
director demandaba su presencia permanente, a fin de evitar
y controlar cualquier tipo de desorden que pudiera
presentarse con ocasión de los eventos clínicos señalados.

En su cama, Alan Shmelling comenzó a pensar qué le diría


al director al día siguiente cuando lo llamara a la entrevista
inicial, y pensó que seguramente no lo había hecho ese
mismo día porque estaba ocupado o porque su llegada lo
tomó por sorpresa. Pero no se le pasó siquiera por su mente
que no lo haría, pues sería tanto como desobedecer la orden
del juez Maxwell que de manera clara había ordenado que

146
su conducción al sanatorio sería para someterlo a un
proceso de recuperación emocional y psicológica, y no para
ser encerrado en una habitación oscura sin ninguna
comodidad como si se tratara de un enfermo mental más.
Incluso pensó que esa situación era una afrenta a su
dignidad y que antes de abordar cualquier conversación con
el director le haría saber su inconformidad y su disgusto.
Pero luego de un rato trató de tranquilizar su razonamiento
y concluyó que no sería muy prudente dar muestras de
violencia emocional mediante reclamaciones acaloradas
que pudieran despertar animadversión en el director, en
detrimento de su propósito central de ser certificado por
aquél al final del tratamiento que, presumía, sería corto.
Entonces moderó su lenguaje mental y decidió que sería lo
más educado y receptivo posible frente al tratamiento que
le propusiera el doctor como estrategia para acelerar su
resultado positivo. Y así pasó parte de la noche hasta que
se quedó dormido.

Entre tanto, en la sala de descanso, los empleados se


disponían a relajarse, salvo el enfermero que debía recorrer
los pasillos durante la noche, con el fin de detectar si alguno
de los internos sufría alguna crisis durante el sueño que
fuera motivo de intervención, o si alguno se levantaba a
perturbar el sueño de los otros. Por lo demás, la tarea de
vigía nocturno se limitaba a observar por las ventanillas de
los dormitorios, siempre acompañado de una linterna como
única herramienta de trabajo, y de una radio de frecuencia
corta que escuchaba en los ratos que permanecía sentado.
Tarea que culminaba hacia las seis de la mañana cuando se

147
disponía a descorrer los pasadores de las puertas de los
dormitorios para facilitar la salida de los internos hacia las
duchas. Momento en el cual hacía entrega del turno a sus
compañeros de día antes de disponerse a descansar. Los
turnos nocturnos eran prestados por cuatro enfermeros,
quienes se relevaban semanalmente y a cuya culminación
salían directamente a su semana de descanso luego de haber
trabajado durante tres semanas continuas. De resto, hacia
las seis y treinta de cada tarde, todos los empleados,
incluido el personal de aseo, de mantenimiento, de cocina
y enfermeros se reunían en el salón de descanso a escuchar
música, a ver los noticiarios, o simplemente a platicar antes
de retirarse a sus aposentos ubicados en el segundo piso.
Lugar en donde no había reglas opresivas, salvo las de no
ingerir licor ni hacer ruidos que pudieran perturbar el sueño
de los internos, aunque el salón de descanso se hallaba lo
suficientemente retirado de los dormitorios a fin de que no
les llegara ruido o luz de su interior. Por lo demás, el sitio
contaba con un minicomponente de sonido, una televisión,
una mesa de billar, una mesa de ping pong y varias mesas
de juego de esparcimiento. Esto, en vista del excesivo nivel
de estrés que se vivía en los pabellones de internos durante
la jornada de trabajo en donde estaba prohibido ejercer todo
aquello que era permitido en el salón de descanso. Aparte
de que era obligatoria la permanencia como internos en el
lugar de trabajo, en razón a sus exhaustivos horarios de
trabajo que impedían que los empleados se desplazaran
diariamente entre el sanatorio y la ciudad. Y por ello sus
jornadas continuas de tres semanas de trabajo por una de
descanso para todo el personal. Menos para el director que

148
nunca se tomaba tiempos de descanso fuera del sanatorio y
que esa noche se refugió en su oficina para diseñar el plan
que seguiría en torno al nuevo inquilino, de quien ya tenía
una idea preconcebida respecto de su comportamiento
gracias a que había seguido el caso Shmelling a través de
los medios, incluidas las entrevistas de televisión realizadas
al doctor Conrad y a los diferentes juristas, y en especial a
la doctora McCarthy a quien no conocía y de quien no
descartó algunos aspectos de sus estudios referentes al
comportamiento humano, los cuales intentó combinar con
su curtido criterio que, como psiquiatra clínico, tenía sobre
la materia. Lo cierto fue que pasó largo rato en su oficina
leyendo el expediente judicial que le había sido trasladado
directamente desde la corte, con las grabaciones completas
de las audiencias en donde tuvo acceso a todas las
declaraciones de los testigos y demás comparecientes,
incluido el señor Shmelling, a cuyos relatos le dio especial
relevancia por razones más que obvias pues de alguna
manera también se veía confundido respecto de su conducta
al momento de presenciar la muerte de su esposa, pero más
aún a sus respuestas y a sus relatos dentro del juicio.

Ni él mismo se lo imaginaba pero desde la llegada de Alan


Shmelling al sanatorio, comenzó a cotejar esa experiencia
con algunos casos específicos de entre sus internos con
miras a descubrir algunas similitudes con la teoría de la
doctora McCarthy, para lo cual se tomó la tarea de revisar
el caso de esos pacientes que él consideraba opcionados.
Comenzando por el señor Arthur Morgan quien había
llegado allí hacía unos cinco años con un cuadro

149
psicológico complejo que lo hacía llorar
desconsoladamente de manera cíclica cada cuatro horas
como si se tratara de una película sin fin que le corría y le
recordaba su tormento, o quizás su frustración de haber
alcanzado el sueño de su vida de casarse con su esposa
antes de perderla prematuramente. Desarrollando un cuadro
de psicopatía no violenta pero sí cuasi suicida que lo
obligaba a golpearse con las paredes sin que el doctor
comprendiera si lo hacía por dolor intenso de apego
emocional o por frustración de no poderse suicidar antes de
ser conducido al sanatorio en donde se hacía todo lo posible
por impedírselo. Ambos cuadros, plenamente justificables
que dejaban pensativo al doctor Speer respecto de si
impedirle el suicidio constituía un acto de tortura con un
hombre que aún conservaba la cordura, por la que
evidentemente sufría, pero que gracias a sus altas dosis de
sedación era difícil establecer su condición de conciencia o
inconciencia. Cosa que de alguna manera lo hacía sentir
culpable, llevándolo a pensar en reevaluar la condición del
señor Morgan quien cada semana era visitado por un amigo
que jamás lo abandonaba y que le prestaba su hombro
sábado tras sábado para que recostara su cabeza en él
durante toda la visita, en una actitud fría y a la vez
conmovedora que no le permitía a su amigo ni al director
imaginarse si Arthur Morgan se hallaba en el lugar
equivocado producto de un mal diagnóstico, o quizás de
una falta de reclamación por parte de un doliente que
solicitara una revisión de su caso. Algo que evidentemente
no haría el mismo señor Morgan que lo que más anhelaba
era morir pero que el sistema lo torturaba impidiéndoselo.

150
La historia de Arthur Morgan fue uno de esos casos que
pocas veces suceden en la vida real. De hecho, sólo
comparable con la historia mitológica de Orfeo quien luego
de perder a su amada Eurídice en plena luna de miel,
solicitó permiso a los dioses para viajar al infierno con el
fin de traerla de vuelta a la vida, en una tarea que no le fue
nada fácil.
Narra la historia que hallándose Eurídice pletórica de amor
recolectando flores en su jardín, fue picada por una
serpiente que le quitó la vida en segundos. No pudiendo
soportar la tristeza, Orfeo solicitó permiso a los dioses del
Olimpo para bajar al infierno a traerla de vuelta a su lado,
llevando consigo una lira que su padre Apolo le había
regalado, la cual, acompañada de una voz angelical, tocaba
con tal majestuosidad que nadie podía resistirse a su dulce
melodía. Bajado al infierno, parado en la orilla del río
Estigia opuesta a la entrada de aquél, Orfeo trató de
convencer a Caronte, conductor de la barca que cruza a los
muertos al otro lado del río, para que lo condujera hasta la
entrada del infierno. Pero ante la negativa de éste quien
arguyó la imposibilidad de transportar en su barca a un ser
vivo, Orfeo le cantó una canción acompañada de una
melodía que salía de su lira provocando en el barquero un
sueño tan profundo que le permitió a aquél tomar su barca
para cruzar el río hasta la otra orilla. En la puerta del
infierno, todas las almas horrendas se enteraron de que
estaban en presencia de un ser vivo, por lo que trataron de
obstaculizar su paso con todo tipo de agresiones,
impidiéndole su entrada, pero Orfeo tocó su lira sin parar,

151
haciendo que con su melodía todas ellas se desvanecieran a
su paso mientras hallaba el alma de su amada esposa entre
las cavernas infernales. Todo bajo la anuencia de
Proserpina, esposa de Plutón príncipe del infierno, que
había rogado a su esposo permitirle semejante gesta a un
ser vivo. Hasta que llegó a la presencia de Eurídice, y
tomándola de la mano sin mirar su rostro la condujo de
regreso hacia la salida del infierno dejando atrás, con el
toque de su lira, a las almas horrendas que trataban de
obstaculizar su paso, aparte de que durante el eterno
trayecto hacia la salida, Eurídice no cesaba de acosarlo por
no entender por qué su esposo, si decía amarla tanto, no le
hablaba ni volteaba a mirarla. Y la razón era que una de las
condiciones impuestas por Plutón para permitir semejante
empresa era que Orfeo no podía ni hablar ni mirar a su
esposa mientras estuviera adentro del infierno. Pero tal fue
el desespero de Eurídice por conocer la razón del silencio
de Orfeo que, unos pasos antes de la salida, soltó la mano
de su esposo negándose a continuar hasta tanto éste no le
explicara de qué se trataba todo esto, lo cual obligó a Orfeo
a darse la vuelta para explicarle, pero con solo mirarla,
Eurídice se desvaneció frente a sus ojos mientras una fuerza
extraña lo expulsaba del infierno para siempre sin
permitirle lograr su propósito.
De regreso a Tracia, su tierra, Orfeo rompió relaciones con
Cupido, prometiendo no volver a permitir que éste lo hiriera
con su arco encantado, refugiándose en una eterna
depresión.
Y hasta aquí el relato mitológico porque lo que le sucedió
a Arthur Morgan parece sacado de la mitología misma.

152
Arthur Morgan era un hombre de aproximadamente treinta
y cinco años de edad. Joven relativamente exitoso que
trabajaba en el departamento comercial de una prestigiosa
empresa multinacional para la cual prestaba sus servicios
desde hacía cinco años, antes de ser promocionado a
gerente de ventas internacionales, lugar donde conoció a
Stefany. Chica de veintisiete años que por esos días también
había sido promovida al cargo de asistente de gerencia
comercial. Allí se conocieron y rápidamente el destino les
indicó que era posible entablar una doble relación, la
laboral y la sentimental. Tal fue la atracción personal, que
no pasó un año antes de que contrajeran matrimonio, dando
inicio a una vida de ensueño, casi comparable con la de sus
émulos Orfeo y Eurídice. Gozaban de buenos ingresos
económicos y de gran reconocimiento en la empresa, al
punto de que su vida social comenzó a crecer gracias al alto
volumen de clientes que Arthur tenía que atender, lo cual le
granjeó muchas amistades con las que departía todos los
fines de semana. La mayoría de las veces en su lujoso
departamento con vista a la ciudad, en donde comían y
bebían con poco recato todo tipo de licores de marca.
Hasta que una noche la tragedia tocó a sus puertas. La
esposa de uno de sus clientes, despechada por una
infidelidad de su esposo, convenció a Stefany para que se
drogara con ella. Cosa a la que Stefany accedió permitiendo
ser pinchada con una aguja en su brazo. Dando inicio a la
peor de las tragedias imaginadas. -Eurídice había sido
picada por la serpiente, emprendiendo su camino al
infierno. -

153
De ese fatídico momento en adelante poco tiempo
transcurrió antes de que Stefany cruzara su umbral de
placer para quedar convertida en una adicta irrecuperable
hasta verse obligada a abandonar a Arthur con el fin de
internarse en el oscuro barrio de adictos de la ciudad en
donde podría dar rienda suelta a su adicción sin temor a ser
reprimida por familiares y amigos. -En ese momento Catón
ya le había cruzado el río en su barca y Proserpina le había
autorizado su ingreso al infierno.-
Pero Arthur no se dio por vencido negándose a abandonar
a Stefany aun a costa de renunciar a la oportunidad que la
vida les había ofrecido, tomando la decisión más crucial de
su vida. Abandonar su trabajo para ir en busca de su esposa
y traerla de vuelta consigo, en una odisea que hasta el
mismísimo Orfeo lo habría pensado de estar en su lugar.

No con poco temor y mucho de arrojo, después de meditar


varias estrategias, Arthur decidió que la mejor manera no
sería entrar en ese lugar y simplemente secuestrar a su
esposa, sino internarse en él para sacarla de allí de la
manera menos traumática posible, convencido de que dicha
travesía podría costarle la vida a cualquiera de los dos o a
ambos. Entonces tomó la guitarra con la que acostumbraba
amenizar las veladas con sus amigos, se vistió de harapos y
se lanzó a las calles. Primero, localizó un bar cercano a la
zona de tolerancia en la que presumía se encontraba Stefany
y comenzó a cantar con su guitarra en las afueras del bar en
el que luego se disponía a pedir monedas por sus servicios.
Algo que le fue granjeando algunos seguidores
espontáneos, tanto del bar como de transeúntes y personas

154
sin hogar que se le fueron acercando en señal de admiración
y, por supuesto, con el interés de que les compartiera algo
de sus ganancias para tener con qué drogarse, al fin y al
cabo el hombre de la guitarra parecía uno de los suyos. Acto
que Arthur no rechazó, sino más bien que utilizó para que
algunas de esas personas lo acercaran al lugar en donde se
compraban las drogas ilegales que ellos consumían,
haciéndose notar cada vez más dentro de la comunidad, a
la que fue ingresando poco a poco haciéndose conocer
como el hombre de la guitarra.

Al poco tiempo ya podía caminar libremente por las calles


sin temor a ser agredido, aun cuando eso no era tan cierto
debido a que en múltiples ocasiones estuvo a punto de ser
atacado por hombres drogados que sabían del éxito que
estaba alcanzando en los bares y que gracias a él siempre
cargaba dinero. Pero siempre contó con una mano amiga de
entre sus nuevos amigos indigentes que se lanzaban contra
sus agresores en su defensa, argumentando que “al
músico” había que dejarlo tranquilo porque era el único
entre ellos que les alegraba los ratos con su guitarra en
medio del frío nocturno, aparte de que cada vez que se
drogaban parecía que danzaban al son de su guitarra que
tocaba con tal virtuosidad que hasta el mismísimo Orfeo
habría cambiado por su lira.
La escena mitológica se repetía al pie de la letra hasta que
cierto día una mujer en alto grado de enajenación escuchó
a la distancia una melodía que le recordó algo que había
escuchado antes. Y dirigiéndose al lugar de donde se
escuchaba, balanceándose de lado a lado y golpeándose con

155
las paredes, observó que quien tocaba la guitarra le lucía
conocido, sin que le fuera posible identificarlo gracias a la
sobredosis que llevaba en su cerebro. No obstante se
acercó, y sin apenas creerlo se sentó a escucharlo en la acera
del frente con lágrimas en sus ojos de solo pensar que lo
que veía no era más que el fantasma de su esposo producto
de su estado. Aparte de que era imposible que Arthur
pudiera estar vestido de esa forma, deteniéndose a pensar
por un instante que efectivamente se trataba de los delirios
provocados por el exceso de droga. Con todo, decidió
permanecer allí sentada sobre la acera escuchando lo que
tantas veces escuchó antes. Arthur no la vio, o mejor, no la
identificó debido a su mal estado. Su cabello desordenado
y sus ropas tan sucias que ni siquiera reparó en ella. Pero al
cabo de un rato cuando cesó de tocar, pensó que a lo mejor
aquella chica podía conocer a su esposa. Entonces tomó
asiento a su lado para preguntarle si conocía a una chica
llamada Stefany y fue cuando se dio el encuentro. Arthur
casi enloquece, pero como la noche era oscura y las
luminarias de la calle alumbraban a medias, nadie se dio
cuenta del acontecimiento, salvo uno de sus nuevos amigos
que le dijo: cuidado mi hermano, no te metas con esa
hembra porque esa es la mujer de Joe “La carcasa”, y de
él no te podemos proteger. Arthur se estremeció, y en
medio de su dolor de ver a Stefany en ese lamentable estado
se llenó de pánico, comprendiendo que no sería fácil salir
ileso de allí con su esposa. Entonces quiso disimular la
situación hasta la madrugada siguiente cuando en medio del
intenso frío, viendo que a Stefany ya se le había pasado el
efecto de la droga, le dijo: no temas mi amor, soy yo, no

156
estás delirando y vengo a sacarte de aquí. ¿Quisieras
volver conmigo? Stefany rompió en llanto y quiso abrazarlo
pero Arthur se negó a recibirla en sus brazos temeroso de
ser descubiertos, y continuó: mira, ya sé lo de Joe La
Carcasa y no me importa, sólo quiero salvarte. Escúchame
bien, esta noche estaré tocando en este mismo lugar. Te
pido por favor que no te drogues pero que finjas estarlo.
Entre tanto yo me iré caminando hasta la frontera del
barrio tocando la guitarra todo el tiempo para disimular lo
que hago a diario, mientras tú me vas siguiendo de cerca
como una espectadora más. Nadie se dará cuenta de que
estamos huyendo, y cuando estemos en la calle Roosevelt
yo te gritaré ¡corre! y tú me seguirás sin parar entre las
calles donde nadie podrá atraparnos porque sabes que Joe
será arrestado si sale de su reducto ¿comprendiste?
-Sí, comprendí.
-Entonces te veo esta noche aquí a las ocho.

Esa noche, el plan se llevó a cabo conforme a lo acordado.


Arthur comenzó a cantar y a tocar su guitarra rodeado de
varios indigentes que fueron drogándose a medida que el
concierto avanzaba. Para la velad más especial de su vida,
Arthur seleccionó un repertorio melancólico con el
propósito de deprimir a la audiencia. Stefany fingió estar
drogada y se unió a un pequeño grupo de drogados que
caminaban como zombies detrás de él quien lentamente se
acercaba a la calle Roosevelt, frontera de la zona de
tolerancia. Pero sucedió lo inesperado. A pocos pasos de
llegar a su destino se escuchó un grito ¡Joe, te están robando
a tu mujer! De inmediato Arthur dio la media vuelta y le

157
gritó a Stefany ¡corre!, quien como un rayo emprendió la
carrera detrás de él según lo acordado, con tan mala suerte
que tropezó cayendo de bruces, siendo aprehendida con
violencia por un fuerte brazo que la detuvo. Arthur alcanzó
a pasar la calle Roosevelt en medio de lamentables gritos y
llantos que nadie escuchó, mientras Stefany era conducida
a rastras hacia Joe La Carcasa, quien se había convertido en
su dueño desde que ella había llegado allí. Y esa fue la
última vez que la vio, sumido en medio de lamentos y gritos
observando cómo desaparecía su Eurídice por entre las
calles oscuras arrastrada por varias bestias infernales que
lentamente la fueron desapareciendo de su vista para
siempre. Ni Orfeo sufrió tanto como Arthur esa noche al
ver desvanecer sus sueños.

Luego del macabro espectáculo, Arthur caminó hasta su


departamento, no sin antes dejar su guitarra tirada en un
contenedor de basura que halló en el camino. Arrimó a la
recepción del edificio donde tenía su departamento pero fue
detenido violentamente por los vigilantes quienes al no
poder reconocerlo, lo expulsaron del lugar bajo la amenaza
de golpearlo. Sin embargo, al cabo de unos minutos, Arthur
se las arregló para identificarse, frente a la sorprendida
mirada de aquéllos que no sólo le permitieron el ingreso
sino que lo acompañaron hasta la puerta de su
departamento. Lugar en donde, sin ir a la ducha siquiera, se
despojó de los harapos y comenzó a destapar una tras otras
varias botellas de licor hasta quedar tirado en el piso. Al día
siguiente llamó a su amigo Peter en búsqueda de ayuda, o
de consuelo quizás, quien acudió de inmediato, y al verlo

158
en ese estado lo condujo al hospital local, de donde, al cabo
de un mes que tomó su recuperación, salió directamente
para el sanatorio luego de pasar por un proceso de
evaluación psicológica y psiquiátrica como consecuencia
del incesante desvarío en el que entró desde su arribo, el
cual incluía la pérdida total del sueño acompañado de un
incesante lamento. Estado que dio al traste con su reclusión
en el sanatorio del doctor Speer, quien lo recibió con la
acostumbrada frialdad con la que recibió a Alan Shmelling.
Y desde entonces, hace ya casi tres años que sólo se limita
a suministrarle calmantes depresivos para tratar de contener
su interminable lamento que lo acompaña las veinticuatro
horas del día.

Orfeo fue recogido por su padre, el dios Apolo, quien le dio


consuelo mostrándole las estrellas del cielo; en tanto que
Arthur fue recogido por su amigo Peter, que a partir de
entonces no ha encontrado una solución diferente que
prestarle su hombro cada sábado durante las cuatro horas
que dura su silenciosa visita.

Y como ésta, decenas de historias perdidas entre los pasillos


del sanatorio que a nadie parecía interesar. Algunas, más
tristes que otras pero no menos impactantes. Como el caso
de la señora Melissa Martin, quien mereciendo pasar sus
últimos años en un ancianato en vez de en un sanatorio se
pasaba todo el día tejiendo con agujetas romas de madera
un jersey para su hijo desaparecido.

159
La señora Martin era una mujer viuda que se había jubilado
luego de prestar sus servicios durante más de treinta años
como controladora aérea en el aeropuerto local. Vivía con
su hijo soltero de treinta años, quien, debido a que todavía
conservaba unos instintos aventureros que le impedían
llevar una vida sedentaria como para constituir un
matrimonio estable, había ingresado a las filas de la cruz
roja de su ciudad en donde se desempeñaba como instructor
de campo. Razón por la que se ausentaba de la casa con
cierta regularidad en cortas expediciones con sus alumnos
aprendices. Cierto día partió para una de sus expediciones
rumbo a los cerros aledaños a la ciudad en compañía de un
instructor más y veinte alumnos menores de veinte años. Se
suponía que acamparían a no más de un kilómetro monte
adentro y que la expedición se tomaría tan sólo tres días.
Pero llegado el cuarto día sólo se presentaron a la base los
veinte alumnos acompañados del otro instructor, con la
noticia de que su hijo había desaparecido y por esa causa se
habían demorado un día más de lo presupuestado tratando
de encontrarlo entre la espesa selva. Algo inaudito en un
hombre experto que venía haciendo esa misma expedición
por lo menos dos veces al año durante ocho años.
De inmediato se activaron las alarmas y se dispuso todo un
operativo para ir en su búsqueda. Policía, bomberos, cruz
roja y hasta un pelotón del ejército se sumó a la búsqueda,
pero al cabo de una semana no se pudo hallar rastro alguno
de él como si se lo hubiera tragado la tierra, o quizás un
animal salvaje. Lo cierto fue que su compañero de
expedición relató que la última vez que lo vio fue la noche
anterior al regreso cuando notó que J Martin -como lo

160
llamaban- se alejó un poco del campamento tratando de
encontrar señal en su aparato celular para hacer una llamada
telefónica. Y nunca más regresó. Se presumía que se había
alejado tanto que extravió su camino de regreso en la noche.
Evidentemente había cometido una imprudencia pero no
era tan inexperto como para tomar la opción de quedarse
quieto hasta el otro día guardando la esperanza de hallar su
camino de regreso o para ser rescatado. Pero nada de eso
ocurrió. El hombre desapareció sin dejar rastro. Tanto así
que pasaron más de tres meses de manera infructuosa
tratando de hallarlo hasta que las autoridades desistieron de
continuar con su búsqueda. Cosa que indignó a la señora
Martin de tal manera que elevó protestas por todos los
medios existentes sin hallar respuesta a su favor. Incluso
recurrió a una médium para averiguar si su hijo aún estaba
vivo, obteniendo respuesta de ésta, que efectivamente su
hijo sí lo estaba. Algo que la impulsó a insistir en que debía
reanudarse su búsqueda, sin correr con buena suerte puesto
que las autoridades desestimaron los relatos de la médium
a quienes catalogaron de charlatana, incluso conminándola
a guardar silencio en ese caso específico tanto en medios de
prensa como en privado. Lo cierto fue que la señora Martin
perdió su vida desde entonces, pues nunca se convenció de
dar por muerto a su hijo, y en medio de su dolor, llena de
esperanza, se dedicó a tejer un jersey de lana para que, a su
regreso, su hijo se proteja del frío. Fijación que la ha
atormentado desde el mismo día de su desaparición, y que
no la deja dormir de solo pensar que su hijo continúa en esa
selva soportando el frío intenso de cada noche.

161
Pero la historia no paró ahí, dado que aparte de tejer a mano
el jersey de su hijo, diariamente la señora Martin se paraba
frente al ayuntamiento, megáfono en mano, a insultar a los
funcionarios públicos que se habían negado a continuar con
la búsqueda de su hijo, en medio de gritos y palabras soeces
que por meses debieron soportar los vecinos del lugar hasta
llegado el momento en que las autoridades ordenaron su
conducción al hospital local para unos chequeos
psicológicos y emocionales que le permitieran un
tratamiento para sobrellevar su duelo, el cual no le sirvió, y
en su lugar fue diagnosticada como esquizofrénica en razón
a que repetía constantemente que escuchaba en su cabeza
la voz de su hijo diciéndole que muy pronto vendría a matar
a todos los que le hicieron daño a su madre y a quienes se
negaron a rescatarlo.
Del hospital fue conducida al sanatorio en donde pidió que
le permitieran llevar con ella el jersey que estaba tejiendo
para el regreso de su hijo. El cual tejía durante todo el día y
desbarataba durante la noche antes de acostarse, emulando
a Penélope. Mote con el que se le conocía dentro del
sanatorio gracias a la comparación de las conductas entre la
señora Martin y el personaje mitológico que el mismo
doctor Speer percibió y que se encargó de propagar entre
sus empleados.

Ciertamente la labor del director, o quizás su actitud, era


muy cuestionable y necesitaba ser reevaluada ya que
independientemente de que Alan Shmelling fuera culpable
a la luz de la razón, no lo era a la luz del derecho, y según
se observaba desde su llegada el trato que se le estaba dando

162
no era el que había ordenada el juez Maxwell. Por el
contrario, todo indicaba que había una línea de
comportamiento en el doctor Speer que sin que fuera
tildada de maliciosa, parecía poco ortodoxa si mirábamos
el caso de Arthur Morgan y de Elisa Martin, quienes aparte
de que no provenían de casos judiciales, ambos
involucraban a personas que no tenían dolientes, lo cual
dejaba su destino en manos de un hombre que mostraba su
psicopatía antisocial con solo hacer la vista gorda. Al
tiempo que lentamente ya comenzaba a torturar a Alan
Shmelling, tratando de empujarlo al abismo de la locura sin
haberlo escuchado.

163
Capítulo III

El día a día

No despuntó la luz del día cuando Alan fue despertado por


el ruido ensordecedor del pasador de hierro que fue
descorrido con violencia desde el exterior. Estruendo que
lo dejó sentado en la cama horrorizado. Se trataba de la
enorme figura del enfermero de tez negra vestido de blanco,
parado en la puerta, que sin pronunciar palabra le anunciaba
que era hora de levantarse y dirigirse a las duchas comunes
que se encontraban al final del pasillo, y que su camino ya
estaba siendo trazado por la fila de internos autómatas que
se dirigían silenciosamente hacia allá. Él lo entendió y se
sumó a la fila.
Finalizada la faena del baño salió a la puerta a sumarse a la
nueva fila que los conducía al comedor común. Camino que
ya conocía pero que su instinto le decía que debía tomar
dentro de la fila de autómatas. Así lo hizo y el rito fue el
mismo. Después del desayuno cada interno fue saliendo del
comedor para dedicarse a su propia rutina consistente en
caminar de un lado para el otro, unos; dirigir su mirada
perdida hacia el cielo, otros; hacer que dialogaban con
interlocutores inexistentes, otros; sentarse en una silla
plástica a ejercitar movimientos repetitivos, algunos;
observar la pantalla del televisor, otros, y observarlos a

164
todos, Alan Shmelling, que mientras esperaba el llamado
del director para su entrevista, los observaba detenidamente
a todos tratando de interpretar sus comportamientos,
mirando de vez en cuando hacia el ventanal de vidrio del
segundo piso donde, suponía, aparecería el director del
sanatorio antes de llamarlo. Y así sucedió. Pasadas las ocho
de la mañana apareció el director en el segundo piso, del
otro lado de la ventana con rostro inexpresivo y las manos
atrás mirándolo fijamente. Cosa que lo alegró infinitamente
motivándose a correr hacia el ventanal con los ojos más
abiertos de lo usual para expresarle que ya estaba listo para
su llamado. Pero nada sucedió. El director le retiró la
mirada con total displicencia dando un cuarto de vuelta,
disponiéndose a caminar lentamente por el pasillo haciendo
como si no lo hubiera visto, o como si se hubiera fijado en
un interno más sin dar muestra de una pizca de interés en
él. Actitud que Alan sintió como puñalada en el corazón, de
tal forma que no encontró otra salida que sentarse en el piso
a llorar desconsoladamente, frente a las desorientadas
miradas de sus compañeros transeúntes que pasaban por su
lado sin detenerse, mostrando tanto interés en él como el
que minutos antes había mostrado el director.
Ciertamente el panorama era desolador. En ese momento
casi perdió sus esperanzas aunque seguía sin entender la
actitud del director, por lo que intentó otra estrategia para
acercarse a él y sería la de enviarle un mensaje con alguno
de los empleados. Entonces observó a una señora que
paseaba su mopa de lado a lado por los pasillos, casi por
entre los pies de los internos, y acercándose a ella le pidió
el favor de llevarle un mensaje al director de su parte. Al

165
escuchar al interno, la señora se detuvo de manera abrupta
para mirarlo fijamente y tratar de entender si lo que estaba
escuchando era cierto o no, pues en los muchos años que
trabajaba en ese lugar nunca había escuchado de un interno
una frase tan coherente como la que había escuchado de
labios del señor Shmelling. Algo que la sorprendió tanto
que en medio de su estupefacción no tomó otra actitud que
observarlo con algo de lástima, mirarlo de arriba abajo y
pensar “pobre hombre, qué le habrá pasado, tiene una
mirada tan perdida y una cara de desconsuelo tan profunda
que merece una oración de mi parte, dando la media vuelta
y retirándose del lugar sin pronunciar ni una sola palabra,
pues todos los empleados tenían como instrucción no
socializar con los internos bajo la advertencia que cualquier
palabra que aquéllos escucharan, fácilmente podría
exasperarlos o despertar en ellos comportamientos
insospechados.
Una nueva puñalada acababa de clavarse en el corazón de
Alan Shmelling que notaba cómo se cerraban sus caminos,
segundo a segundo. Cosa que lo hizo retirarse a una esquina
del salón para acurrucarse abrazando sus rodillas en medio
de su desconsuelo.

Las noches siguientes no fueron mejores que la primera


para Alan. La misma luz tenue de la luminaria lejana
entraba por la pequeña ventana de su cuarto, y el ruido del
roce de las alas de los grillos del jardín externo no cambiaba
de melodía. Por el contrario, el desespero se incrementaba
debido a la monotonía y a la falta de costumbre de quedarse
dormido a las seis de la tarde como el resto de internos.

166
Esto, debido a que aún no había sido prescrito con ningún
tipo de medicamento calmante o depresor del sistema
nervioso que lo tumbara a dormir hasta tanto su
comportamiento no le señalara al doctor Speer cuál de ellos
y qué dosis debía suministrarle. Algo que en principio le
convenía para continuar cuerdo pero que en el fondo
necesitaba porque eran tantos los pensamientos que
pasaban por su cabeza cada noche que no lo dejaban dormir
y, por qué no, lo estaban volviendo loco, -tomado el
término en su más primaria expresión.- De todos modos
prefería no ser medicado pues entendía que estar en sus
cabales era crucial para acercarse al director y así procurar
una certificación de salud mental positiva que le permitiera
salir de allí en el menor tiempo posible si lo ordenado por
el juez Maxwell llevaba esa intención, o por el contrario
otra oculta que nadie pudo interpretar en su momento.

Lo cierto fue que al cabo de diez días nada había cambiado


para Alan Shmelling, salvo que el director, en cambio de
llamarlo a la tan anhelada entrevista había ordenado su
traslado de la habitación privada al dormitorio general.
Lugar al que llegó con más agrado que desdén, pues se dio
cuenta de que se sentía mucho más libre allí que dentro de
las cuatro paredes que, ya tenía claro, no eran una
habitación sino una celda de reclusión. Aun cuando, como
todo prisionero, ya se estaba acostumbrando al esporádico
paso de la luna por su ventana y al monótono canto de los
grillos. Hábito que modificó con relativa celeridad
creyendo que en su nuevo dormitorio podría convertirse en
una especie de líder entre el nutrido grupo de tarados. Así

167
pensaba con alguna displicencia de su grupo de congéneres
desgraciados a quienes comenzó a analizar desde su
llegada, pero que a partir de ahora intentaría hacerlo más de
cerca, convencido de que no podía vivir mucho tiempo sin
socializar con alguien. Empezando por la actitud silenciosa
que había adoptado la señora aseadora y los enfermeros,
que aun cuando andaban entremezclados con los internos,
no hablaban con ellos ni siquiera para darles instrucciones.
Solamente se limitaban a conducirlos a habitaciones
aisladas cuando se salían de casillas o cuando ponían en
peligro su integridad o la de los demás internos, o también
cuando se alteraba la paz en los pabellones, lo cual
comenzaba a notarse cada vez que alguno de ellos asumía
actitudes hiperactivas que de manera creciente los iba
poniendo nerviosos a todos. Cosa que se reflejaba en los
chillidos que se escuchaban al unísono, que hacían
presumir que algo los estaba incomodando.

En cierta ocasión, antes de que llegara Alan Shmelling al


lugar, se presentó una especie de conato de rebelión cuando
un interno recién llegado llamado Marc Sullivan intentó
agredir sexualmente a un joven interno a plena luz del día
en medio del pabellón general. Actitud que los mismos
internos no pudieron conjurar pero que debido a los
chillidos del agredido provocó que los demás le siguieran,
generando un desorden colectivo de tal magnitud que los
enfermeros de turno, que eran tan solo cuatro, no
alcanzaron a controlar debido al gran número de internos
salidos de casillas, empezando por el agresor que multiplicó
sus fuerzas para impedir su sometimiento antes de ser

168
aislado en habitación individual, al tiempo que se
propagaba el pánico y el desorden colectivo en los demás
internos que sin entender su propia actitud se agredían unos
a otros, y a ellos mismos, en una especie de pelea de canes
en donde los enfermeros separaban a unos mientras a sus
espaldas se iniciaba otra gresca. Conato que duró varias
horas, dejando extenuados a los enfermeros y heridos a
varios internos, al punto de obligar al director a tener que
declarar un estado de emergencia clínica al interior del
sanatorio, activando el arribo de un equipo médico de
atención de emergencias proveniente de la ciudad para que
se encargaran de atender a los múltiples internos heridos
que, como era de suponerse, nunca entendieron el origen de
una tragedia que pudo ser mayor.

Justo de ese conato de desorden interno fue que nacieron


las prohibiciones para los empleados de socializar con los
internos, por cuerdos que aparentaran, así como el de
internar en habitación individual a cada persona nueva que
llegara por al menos durante una semana a fin de ser
observado respecto de su nivel de comportamiento agresivo
o pasivo. Algo que explicaba el por qué de la reclusión de
Alan Shmelling en habitación individual a su llegada y su
traslado reciente al dormitorio general, luego de haber sido
observado por el director y que el mismo Alan, de manera
errada, había interpretado como un privilegio que se le
otorgaba por su condición especial de paciente y no de
interno.

No había duda de que su primera noche en el dormitorio


general le había proporcionado a Alan algo de paz extra que
169
no había adquirido en la habitación individual. Tanto así
que esa noche se quedó dormido casi a las nueve. Algo
inusual en él durante los diez días anteriores que apenas
había podido conciliar el sueño hasta entradas horas de la
madrugada de cada día que estuvo allí. Pero que hoy lo
había logrado, seguramente porque se sintió más
acompañado. De todos modos no resistió estar en la cama
desde las seis de la tarde y se levantó apenas vio que el
enfermero de turno se alejó de la puerta del dormitorio
después de correr su pesado y ruidoso pasador, dirigiéndose
a la enorme ventana lateral del recinto que daba contra un
jardín desde donde también podía observar la lejana luz de
la luminaria que se veía desde su cuarto. Sólo que desde allí
podía verse con mayor amplitud gracias al tamaño de la
ventana de casi dos metros de ancho totalmente cubierta por
una malla eslabonada de acero por la que sería imposible
huir, si es que de casualidad se le hubiera pasado por la
cabeza. Ventana que se convertiría en su carta de salvación
transitoria para no enloquecer tan aceleradamente como lo
sintió en la habitación individual, puesto que aquí al menos
podría soñar con su libertad mientras miraba la luna cuando
ésta decidía acompañarlo. De resto, nada más había que
hacer en las noches, salvo meditar y tomar como
interlocutora a su nueva pálida amiga.

Con todo y que trataba de mantenerse cuerdo, a menudo se


le veía hablando solo durante el día. Casi siempre
acurrucado en el mismo rincón del salón que ya había
escogido para desahogar sus penas. Lugar desde el cual
observaba a diario al director, mirando a los internos desde

170
el otro lado de la ventana del segundo piso, tomando notas
a mano en una libreta que nunca abandonaba y mirándolo
esporádicamente a él sin reparar si se le acercaría o no. Al
fin y al cabo, con su actitud, ya le había dejado claro que al
menos por ahora no habría entrevista, cosa que Alan tenía
claro y que, por tanto, también se limitaba a observarlo
fijamente para indicarle que no estaba loco y que estaba
dispuesto a iniciar una conversación, en un juego de
miradas que desde ya estaba presagiando una contienda
psicológica que en cualquier momento había que resolver.
Reto que claramente el director había detectado, y
tácitamente aceptado, pues, viejo zorro como era,
descifraba desde lejos que la mirada de Alan Shmelling no
era la de un loco cualquiera sino la de un hombre cuerdo
que por todos los medios trataría de acelerar una
certificación de sanidad mental que sólo él podía expedir y
que, de ser positiva, lo llevaría de vuelta a una civilización
que rechazó desde el mismo instante en el que decidió, si
no asesinar a su esposa, al menos a observar morbosamente
su suicidio. A su criterio, ambas actitudes dignas de
reproche social y, por qué no, de castigo ejemplar. Sin
embargo, hubieron de pasar muchos meses antes de que se
produjera el encuentro que resolvería cuál de los dos tenía
la razón. O al menos quién diría la última palabra. Alan
Shmelling convenciendo al doctor Speer de que estaba listo
para afrontar una vida social sana, o el director certificando
que no lo estaba. Por lo pronto, Alan tendría que esperar
indefinidamente hasta que el director tomara la decisión de
evaluarlo. Y entre tanto, tratar de convivir con sus propios

171
demonios, o tratar de luchar contra ellos si quería vencerlos
para conservarse cuerdo. Y para lograrlo ideó un plan.

Capítulo IV

El plan

Primero que todo seleccionó cuidadosamente de entre los


internos a aquel con quien pudiera fingir una conversación
medianamente coherente, aun a sabiendas de que él era el
único cuerdo entre ese mar de desgraciados, descartando de
plano a la gran mayoría de ellos que se veían tan enajenados
que haría imposible cualquier acercamiento sin causar
algún tipo de desorden. Restándole tan solo Arthur Morgan
y Elisa Martin, quienes luego de ser observados con
detenimiento, había percibido en sus miradas que si bien
reflejaban profunda tristeza, no eran perdidas como las de
los demás internos, concluyendo que esas dos personas no
estaban locas y que, a lo mejor, sería posible intentar algún
acercamiento con cualquiera de ellas.

Inicialmente intentó con Arthur Morgan al que siguió todos


los días por los pasillos mientras deambulaba como zombi.
Primero, haciendo que caminaba a su lado, y después
lanzándole algunas imperceptibles sonrisas antes de
pronunciar alguna palabra. Hasta que un día cualquiera

172
quiso saludarlo, obteniendo de aquél la inesperada reacción
de lanzarse sobre su hombro a llorar y a gemir con profunda
melancolía como lo hacía cada sábado con su amigo Peter,
dejándolo tan sobrecogido que prefirió desistir del
candidato, dado que, sin conocer su problema, entendió que
era tan grave que ningún diálogo le daría consuelo, aparte
de que no quería despertar ninguna sospecha en el director
o en los enfermeros respecto de su propio estado mental que
hasta ese momento se asemejaba al de Arthur Morgan, pero
en mucho menor escala, a pesar de que sus casos guardaban
algo de similitud. De este modo, solamente le quedaba la
señora Martin que lo único que hacía a diario era tejer
incansablemente el jersey de su hijo desaparecido, en un
acto repetitivo que acompañaba de innumerables insultos
lanzados al aire, sin mirar a nadie mientras los balbuceaba.
Con la fortuna para Alan de que la silla plástica en la que
se sentaba la señora Martin a tejer su jersey estaba a tan solo
unos pasos del rincón que él mismo había elegido para
meditar sus penas. Rincón desde el cual apenas alcanzaba a
escuchar los soeces improperios que aquélla lanzaba
mientras tejía, los cuales presumía Alan que lo eran, con
solo mirar los gestos de rabia con que los pronunciaba, aun
cuando no podía descifrar su contenido con precisión.
Entonces, nuevamente sin que se notara, fingió que
abandonaba su rincón con la intención de acercarse un poco
más hacia ella con el ánimo de escuchar su oprobioso
discurso y de esta manera tratar de generar una
conversación, acto que apenas percibió la señora Martin sin
mostrar mayor interés.

173
Así lo hizo durante varios días hasta que logró acercarse
casi a un metro de distancia, desde donde pudo escuchar
entre líneas que el discurso de la señora Martin constituía
una cinta sin fin en la que sólo se le oía decir “sí mi amor,
te estoy escuchando y aquí te estoy esperando para que me
rescates de este lugar y destripes con tu cuchillo a todos
estos malnacidos que nos han hecho sufrir durante tantos
años. Y apenas termines con todos ellos mira lo que tejí
para ti, este jersey para que no vuelvas a sufrir de frío y
luego nos iremos a casa para no separarnos nunca más”,
volviendo a repetir la diatriba una y otra vez, incluso en el
comedor durante las tres veces que lo visitaba al día,
excepto en la cama cuando iba a dormir. Lugar en el que se
sentaba en la oscuridad a deshacer el jersey, tirando de la
lana lentamente hasta formar el ovillo con el que
comenzaría su labor al día siguiente. Evidentemente, su
actitud sólo podía atribuirse a una persona esquizofrénica a
quien sólo bastaba mirarle los ojos y escucharla para
entender que lo único que reflejaban era rabia acompañada
de un espíritu de venganza insuperable, sólo comparable
con la injusta y trágica pérdida de un hijo.

Esa noche Alan se levantó de su cama como de costumbre


y se dirigió hacia la amplia ventana del dormitorio, pero en
lugar de mirar las estrellas y la luminaria lejana, volteó su
mirada hacia la cama de la señora Martin a quien apenas
alcanzaba a divisar con algo de dificultad gracias a la escasa
luz que una noche clara podía suministrar, observando
cómo ésta deshacía su tejido, al tiempo que enrollaba la
lana en un pequeño trozo de madera mientras veía crecer el

174
ovillo en su otra mano, el cual colocaba con delicadeza al
lado de su almohada antes de cerrar los ojos en señal de que
dormía con su hijo. En ese momento Alan comprendió que
su caso no era el único y que ese lugar no sólo estaba
reservado para locos sino también para personas que por
múltiples causas habían caído en desgracia y que, a falta de
dolientes, las autoridades administrativas locales las habían
enviado allí. Cosa que lo puso a dudar respecto de la
idoneidad moral del director del sanatorio, a la vez que
afincó su preocupación respecto de la suerte que correría a
partir de ese momento. Meditación que lo hizo permanecer
frente a la ventana un rato más de lo acostumbrado tratando
de diseñar su estrategia para salir de allí por la puerta
principal mediante el uso de su ingenio, y no el de la
violencia o el escape, pues entendía que esa vía no lo
convertiría en hombre libre sino en prófugo.

Al día siguiente, luego de cumplir los ritos de la ducha y


del desayuno, trató de adelantarse a la señora Martin con el
propósito de ocupar el lugar justo al lado de su silla,
haciendo que su acto fuera lo más desprevenido y
espontáneo posible, cosa que causó algo de inquietud en
ella que, al arribar a su sitio, no pasó por alto la proximidad
de Alan quien se hacía pasar por loco mirando fijamente
hacia el largo ventanal del segundo piso donde el director
también observaba su comportamiento sin percatarse de los
planes de su contendor que en su mente ya había diseñado
un plan para procurar su atención, aunque él también intuía
que tenía en frente a dos casos por resolver de manera
individual sin sospechar que el enigma tendría que

175
resolverlo en tándem. Enseguida volteó su cuerpo como de
costumbre y se alejó caminando lentamente por el pasillo,
dejando del otro lado de la ventana a Alan tirado en el piso
abrazando sus rodillas al lado de la señora Martin que
preparaba sus agujetas de madera con punta roma para
iniciar su faena de tejido del jersey de su hijo.

Era evidente que Alan no comprendía el motivo de los


improperios que lanzaba la señora Martin ya que no
conocía su historia, pero intuía que ésta había perdido a un
hijo, y que tal era su dolor que desvariaba de sólo pensar en
la venganza contra sus asesinos. De pronto sucedió algo
inesperado que favoreció sus intenciones. Durante los
preparativos para dar inicio a su labor, la señora Martin dejó
caer por los suelos su ovillo de lana, el cual rodó hasta la
mitad del salón en donde uno de los internos lo pateó sin
intención haciendo que se alejara de su control. Hecho que
le permitió a Alan reaccionar con presteza para saltar en su
rescate antes de que fuera pisoteado por transeúntes que
pasaban displicentes por su lado. Alan lo tomó con excesiva
agilidad dando muestra de unos reflejos no muy comunes
en una persona que se presumía falta de reflejos. Reflejos
que no pasaron desapercibidos, no entre sus congéneres
sino ante dos enfermeros y a la señora Martin quien de
repente vio en Alan ciertos atributos propios de su hijo. Sin
embargo, no se lo hizo saber. Tan solo le recibió el ovillo
casi arrebatándoselo de las manos sin darle las gracias si
quiera pero aceptando tácitamente su proximidad. Hecho
que Alan aprovechó para tocar sus fibras y decirle: -creo
que el jersey le quedará bien a su hijo-, provocando que la

176
señora Martin volteara violentamente su mirada hacia él sin
pronunciar palabra alguna. Algo que Alan interpretó como
una señal de que había comprendido su comentario y por
tanto que estaba cuerda como él, ratificando que ese lugar
no sólo albergaba locos puros. Y para no desaprovechar la
leve muestra de amistad, Alan comenzó a hablar solo a
modo de monólogo, con el propósito de que la señora
Martin escuchara su relato sin que necesariamente
interpretara que se dirigía a ella de manera directa. Y
abrazando sus rodillas recogidas a su pecho, fingiendo
mirada perdida dirigida hacia la ventana del segundo piso,
en baja voz y balanceando su cabeza de lado a lado
comenzó: "yo sí la maté pero no de la manera como se los
hice ver en el juicio. Ella lo merecía y por eso maltraté su
cuerpo sin tocarla, aunque a decir verdad hubiera querido
destriparla yo mismo, pero no lo hice porque siempre
consideré que una mujer así no merecía que yo pagara ni
un solo día de prisión por ella. Y fue por esa causa que
diseñé cuidadosamente el plan que me tiene aquí. Aunque,
confieso, algo no está saliendo como lo planee gracias a
este maldito doctor que me está tratando como a un loco
más, haciendo caso omiso a la orden emitida por el juez
Maxwell que estableció que yo debía ser sometido a un
tratamiento psicológico que ayudara a recuperar mi
condición emocional pero que, inexplicablemente, este
bárbaro sólo se limita a mirarme desde su ventana sin
hacer nada, sin escucharme. Y en eso ya llevamos todo este
tiempo sin que el maldito haga nada. Tal vez lo que quiere
es que yo me vuelva loco de verdad para no permitirme
salir de aquí. Enseguida, -volteando levemente la mirada

177
hacia la señora Martin-, continuó diciendo: seguramente
es lo mismo que le está haciendo a usted, que, aunque no
sé su nombre, estoy seguro de que la mantiene encerrada
en este lugar para deshacerse de usted porque les
incomoda allá afuera en la calle que aquí. Y por eso
prefieren tenerla presa, quizá por temor a que sea cierto lo
que usted repite sin cesar, que su hijo está vivo y vendrá a
rescatarla para asesinar a todos los que les han hecho
daño. A mí me pasó lo mismo. Fui maltratado por una
mujer durante más de ocho años ininterrumpidos sin que
nadie hiciera nada para evitarlo. Ni sus padres ni sus
profesores ni los médicos o los psicólogos que la trataron,
nadie. Y por eso sabía que la única forma de liberarme de
ella era matándola. Cosa que hice con todo sigilo y con
todo cuidado al punto de lograr engañar a todo el mundo.
Pero, con todo y que salvé a la humanidad de ese demonio
llamado Clara, ahora me encuentro aquí soportando la
psicopatía de un médico loco que maneja a su antojo la
vida de muchas personas que no deberían estar aquí. Entre
ellos usted y ese pobre hombre que va allá -señalando con
su mirada a Arthur Morgan que pasaba frente a ellos justo
en ese momento sollozando y con la mirada al piso.-
Hombre que refleja en sus ojos más tristeza que locura. Y
como ustedes y yo, quién sabe cuántos más que por estar
sedados no les es posible reclamar su libertad mediante el
sometimiento a un tratamiento psicológico justo que los
devuelva a sus hogares. Y por esta causa aplaudo su
intención de vengarse de todos los que les hicieron daño a
usted y a su hijo. Y aun cuando quisiera conocer su caso
para ayudarla, no podré hacerlo ya que mi meta es salir de

178
aquí como un hombre libre y no como un prófugo o como
un despiadado asesino."
"Yo sí maté a mi esposa. Siempre lo aseveré en el juicio
pero no me dejé acorralar por el fiscal para relatarle las
circunstancias que me llevaron a tomar esa decisión, así
como el plan completo para ejecutar el hecho. Sólo me
limité a decir que mi participación había sido omisiva, pero
no fue así. Yo propicié el ambiente para que sucediera lo
que sucedió. Incluso participé en el hecho. Sólo cuidé los
detalles para no quedar como partícipe sino como mero
espectador, haciéndome pasar por víctima y no por
victimario en un acto de genialidad personal que puso a
dudar tanto al juez como al jurado, quienes no tuvieron
otra salida que declararme inocente. Solo que nadie
esperaba esa salida del juez dictando una medida
jurídicamente incorrecta y muy poco ortodoxa que me
condujo hasta este lugar a purgar una pena a la que no fui
condenado en juicio gracias a ese hombre que nos observa
a diario del otro lado de la ventana, manipulando nuestras
mentes en actitud de implacable dictador, con mirada
inexpresiva y con sus manos atrás en arrogante posición. Y
creo que ese deberá ser el primer candidato a ser
destripado por su hijo con mi ayuda."

Dos cosas sucedieron mientras Alan pronunciaba su


monólogo. De una parte, que Elisa Martín lo había
escuchado con detenimiento y total comprensión de lo
expresado. En tanto que del otro lado de la ventana el
director observaba cómo Alan hablaba y hablaba sin cesar
con su mirada al aire, sin dirigirse a un interlocutor

179
determinado, pues también vio que durante todo el tiempo
la señora Martin no dio señal de estar escuchando o
entendiendo el discurso, pues su rostro no emanaba señal
de asombro alguno, ni miraba a Alan Shmelling, ni se
sobrecogía. Sólo tejía y tejía. Cosa que le despertó al
director la más enorme curiosidad por conocer el contenido
del discurso de su contenedor, del que sospechaba no estaba
loco luego de estudiar el expediente judicial y los reportes
de prensa que se referían a su juicio.

Pero el camino por saberlo se le cerraba de solo mirar que


la única testigo de ese discurso era la señora Martin, quien,
según el diagnóstico que la tenía allí, sufría de
esquizofrenia avanzada, haciendo que no fuera creíble nada
de lo que dijera en caso de ser interrogada. Ciertamente el
doctor Speer acababa de entrar en una encrucijada terrible.
Llamar a la señora Martin para tratar de saber qué decía
Alan Shmelling, o llamarlo a él directamente para hacerle
una entrevista personal. Esta última opción la descartaba
por el momento ya que podía entorpecer su estrategia
personal de conocer los detalles de la muerte de Clara
Shmelling, así como su grado de participación. Algo que ya
comenzaba a obsesionarlo más de lo esperado, al punto de
robarle al menos dos horas de sueño por día y que, a su
turno, Alan notaba desde su privilegiada y estratégica
posición que usó para intensificar su monólogo, el cual
convirtió en habitual con la única intención de confundir
aún más a su adversario que comenzaba a dudar de su
cordura. Pero todo cambió hasta el momento en que el
director quiso usar con Alan la misma fórmula que aquél

180
estaba usando con la señora Martin, designando a uno de
los enfermeros a que tomara posición cerca de él con el
propósito de escuchar su discurso. Pero fue inútil porque,
al percatarse del plan, Alan guardó silencio por esos días,
redirigiendo su perdida mirada el enfermero, haciendo que
se sobrecogiera y se retirara por voluntad propia. Momento
preciso en el que retomó sus monólogos, para sorpresa y
decepción del director que intuyó que se enfrentaba a un
adversario más difícil de lo que se imaginó.

Sin duda, el juego era de resistencia pues pasaron varias


semanas y las actitudes de uno y otro no cambiaban. Alan
continuaba hablando solo frente a una interlocutora
indiferente que tejía un interminable jersey, y frente a un
director que aumentaba su obsesión por saber qué decía su
oponente. Las tensiones eran tales que en un momento dado
terminó por desesperar a ambos por igual. Al doctor Speer
haciéndole pasar las noches en vela escribiendo
compulsivamente, alternando sus momentos de escritura
con el estudio del expediente judicial y periodístico de Alan
Shmelling, los cuales usaba para establecer comparaciones
con su comportamiento presente. Cotejos que llevaba a sus
notas personales y que registraba en su cuaderno hasta altas
horas de la noche. Al tiempo que del otro lado también Alan
se devanaba los sesos tratando de comprender la supina
actitud del director. Obsesión que se reflejaba en sus largas
horas nocturnas sentado frente a la ventana del dormitorio
general, observando a su pálida amiga que poco a poco y
de manera progresiva minaba su cortadura.

181
Una mañana, como de costumbre, Alan tomó su lugar al
lado de la silla plástica de la señora Martin, notando que
había transcurrido más de una hora sin que ella llegara a
ocuparla. Evidentemente algo anormal ocurría, cosa que lo
puso a temer lo peor, y que lo dejó notar con su silencio,
callando el monólogo de ese día.
El asunto era que, movido por su extrema obsesión, el
doctor Speer había tomado la decisión de llevarla a su
despacho, quien, al entrar a la oficina, fue amablemente
invitada por el doctor a sentarse con la ayuda del enfermero
que se retiró de inmediato cerrando la puerta a sus espaldas.

¿Sabe usted quién soy yo señora Martin? - preguntó el


doctor Speer sin intentar romper el hielo –
-Por supuesto que lo sé. Es usted el primero que destripará
mi hijo cuando venga por mí.
Casi horrorizado por la respuesta, pero comprendiendo que
la señora Martin había entendido la pregunta, procedió a
formularle la siguiente: ¿y sabe usted quién es el señor que
se sienta diariamente a su lado?
- No, no sé su nombre.
- Pero sabe lo que dice todo el tiempo ¿no es así?
- Sí, alcanzo a escuchar lo que dice todo el tiempo.
- ¿Podría decirme lo que escucha?
- ¿Y qué de importante hay en lo que dice un loco que pueda
interesarle?
- ¿Cree usted que el señor Shmelling está loco, señora
Martin?
182
- ¿Acaso no lo estamos todos aquí? -respondió ella fijando
su mirada en los ojos del director, quien quedó sin palabras
al entender que había quedado encerrado con la pregunta y
que cualquier cosa que dijera lo dejaría mal parado, aparte
de que le recordó lo injusto que era manteniendo en ese
lugar a una persona que evidentemente daba muestras de
cordura. Tanto así que la tenía allí sentada sosteniendo una
conversación entre dos personas totalmente cuerdas. -

Lo cierto era que detrás de la reclusión de varios de los


internos en ese lugar había una ley que obligaba trasladar
en favor del sanatorio las pensiones de jubilación de
quienes no contaran con familiares que pudieran pagar su
estadía en el lugar. Tal era el caso de Arthur Morgan y de
la señora Martin, además de veinte o treinta internos más
que aportaban sus jugosas pensiones con las que,
sobradamente, mantenían económicamente el sanatorio, en
un acto tan inmoral como cruel.
¿Quisiera usted regresar a su casa a esperar a su hijo allá?
Preguntó el doctor Speer.
¿Qué quiere usted de mí doctor Speer?
-Sé que usted está muy dolida por lo que le sucedió a su
hijo y que por esa causa está usted aquí, pero sin querer
atormentarla quiero decirle que me solidarizo con usted, y
en muestra de ello estoy dispuesto a certificar su estado de
recuperación mental para que pueda regresar a su casa a
esperar desde allí a su hijo y ponerle el bello jersey con el
que quiere recibirlo, y a cambio usted me dirá lo que
escuche de boca del señor Shmelling. ¿Está de acuerdo?

183
- Déjeme decirle que es usted un hombre despreciable pero
lo pensaré. Aunque eso no lo salvará de la muerte cruel que
mi hijo le dará a su regreso. Respondió la señora Martin
levantándose de su silla y dirigiéndose a la puerta.-
- Gracias señora Martin. Respondió irónicamente el doctor
Speer, ordenando al enfermero que la condujera a su lugar
habitual en el pabellón.

A su arribo, Alan sintió un gran alivio de ver que nada grave


le había ocurrido a la señora Martin, quien a su turno no le
dio muestra alguna de querer enterarlo de su paradero. Tan
solo se sentó, tomó su ovillo de lana, sus agujetas de madera
con punta roma y se sentó a tejer, al tiempo que Alan daba
inicio al monólogo de ese día. El cual traería información
más detallada que de costumbre.

"Nunca sabrán lo que sucedió realmente porque sólo yo lo


sé. Clara se mató a sí misma cuando me retó diciéndome
que iría a ese casting con o sin mi consentimiento. En ese
momento me di cuenta de que no me amaba y que haría lo
que fuera por cumplir su sueño. Punto exacto que me hizo
entender que por más que intentara ser feliz, no lo lograría
a su lado. Entonces me llené de ideas. En principio pensé
fingir un atraco en el que ella resultara herida, pero sólo
bastaba con ver algunas películas para darme cuenta de
que sería descubierto con facilidad. Y hasta se me ocurrió
lanzarla a los rieles del metro. Pero la locura que siempre
me obsesionó, de repente se me convirtió en cabeza
fría. Fui de los que siempre pensó que no existía el crimen
perfecto, hasta que recordé una vieja técnica oriental de
artes marciales llamada aikido, la cual usa la fuerza del
184
oponente en su contra, que para el caso particular de Clara
era tanto como usar su propia obsesión y su propia
necesidad, que, siendo tan compulsivas como yo lo sabía,
haría que se hiciera daño ella misma con solo cerrarle los
caminos. Y para lograrlo comencé a seguirla cada vez que
salía con los productores y ejecutivos del canal de
televisión, tomándole fotos tanto en sitios públicos como en
los hoteles cuando ingresaba a ellos, siempre con hombres
diferentes y en situaciones personales comprometedoras a
la luz de una mujer casada con hijos pequeños. Registro
que nadie conoce y que nunca exhibí ni siquiera en el juicio
para sustentar mi relato respecto de su conducta, debido a
que de solo hacerlo me haría ser visto como obsesivo, o
quizás maniático. Aparte de que me aproximaría a firme
candidato a asesino en vez de víctima como efectivamente
ocurrió.”
“El día del crimen, o suicidio como quiera llamársele, yo
le expresé con amabilidad que en el fondo yo estaba de
acuerdo con que ella realizara ese casting, pero que tenía
que prometerme que si no le iba bien tendría que desistir
de su obsesivo propósito de ser una estrella y en cambio
nos someteríamos a una terapia que nos acercara como
pareja, aparte de que permitiera sacar a nuestros hijos
adelante como una familia normal. Que sus hijos y yo la
necesitábamos y que estaríamos dispuestos a hacerla feliz.
Algo que la llenó de alegría pero que no contemplaba en
su interior puesto que su enfermiza obsesión no le brindaba
la oportunidad de dudar siquiera que no sería seleccionada
para el puesto de presentadora estrella. Lo demás, respecto
a su familia, lo resolvería con sus honorarios. Pero yo lo

185
sabía. Como también sabía que ese día moriría, por lo que
preparé el escenario en donde haría que se quitara la vida:
la sala de nuestra casa, en donde, luego de elevarle el ego
resaltando su belleza y su talento, le solicité el favor de ir
a la cocina por los dos vasos de agua que fueron hallados
en la escena, los cuales quedaron impregnados con sus
huellas y no con las mías como quedó registrado en el
examen forense. Enseguida aproveché un instante de
descuido mientras se dirigió a la toilette para proceder a
derramar en cada vaso dos gotas de veneno que guardaba
en sendas cápsulas de un analgésico comercial y que
posteriormente ingerí después de enjuagarlas en el agua de
cada vaso. Así nunca se sabría la procedencia del veneno
ni se descubrirían sus contenedores. Y comenzó todo.”

Si bien la señora Martin se mostraba indiferente con el


relato, quien sí reflejó la conmoción interior fue el jersey,
el cual no avanzó más de dos puntadas en casi dos horas
ininterrumpidas de discurso, cosa que nadie más notó antes
de que Alan continuara.

“Lo que pasó después fue horrible. Yo comencé a decirle a


Clara que se equivocaba si pensaba que yo me quedaría
inmóvil viendo cómo una vez más ella se revolcaba con
otros hombres. Y comencé a sacarle una a una las más de
doscientas fotografías que la comprometían en su vida
personal, frente a su mirada de sorpresa que la hacía
palidecer cada vez que miraba una tras otra, pues sabía
que no tenía defensa. Hasta ese momento no había motivo
para que comenzara a transformarse. Sin embargo,
desvergonzada como siempre fue, respondió: ¿y qué
186
harás? ¿mostrárselas a mis padres? ¿o a tus amigos para
que se conduelan de ti? Le respondí que no solo a ellos sino
también a los medios de comunicación de la competencia n
caso de que fuera contratada y alcanzara la cúspide. Cosa
que la haría caer en picada, en la medida en que su fama y
reconocimiento público fuera mayor, algo imperdonable en
una presentadora que dirigía un programa infantil de gran
audiencia. En síntesis, le robé su ilusión de un solo tajo
porque ya no sólo temía por su posible rechazo al cargo
que aspiraba sino que aun siendo contratada no duraría en
él sino hasta después de que yo exhibiera las fotos. Por fin
la tenía en mis manos. Rogando de rodillas porque
destruyera o le entregara esas fotos, al tiempo que comenzó
a hacerse daño con las uñas sobre sus propios brazos de
manera cruzada. Y fue en ese mismo instante en que mi
actitud cambió despertándome una especie de placer con
solo ver que después de ocho años era yo quien tomaba el
control sobre una persona que jamás cedió a sus opiniones
y que jugó con cuanto ser humano se atravesó por su vida,
incluidos sus padres que jamás pudieron ejercer autoridad
sobre ella. De pronto me convertí en el vengador que
reivindicaría a todos aquellos hombres que ella humilló y
pisoteó sin muestra de conmiseración, cuando ahora era
ella quien la necesitaba, pero era tarde porque en ese
momento yo ya había cruzado el umbral de psicopatía
antisocial y me encontraba parado en el terreno criminal
desde el cual podía tomar el control y la vida de una
persona sin sentir pena alguna. El momento estuvo tan
lleno de éxtasis que, de cierto, no mentí en el juicio cuando
manifesté públicamente que había disfrutado el momento,

187
aunque a decir verdad no fue cierto porque disfruté
segundo a segundo la salida de cada gota de sangre que
brotaba de sus brazos y piernas mientras hendía sus uñas
y el cortapapeles en su piel. Y aun cuando lo del
cortapapeles no estaba en mis planes, no hice nada para
impedirlo. Simplemente permití que se hiciera daño
mientras le mostraba una a una el resto de las fotografías,
al tiempo que le decía lentamente lo que le esperaba
después de que los medios de comunicación y la sociedad
se enteraran de las cualidades morales de la nueva estrella
de la televisión que conducía un programa de niños.
Comenzando porque con solo enseñárselas a los directivos
del programa no dudarían en detener el inicio del
programa mientras la despedían y la demandaban por
daño económico colateral. Sería el desastre de su vida y el
peor escándalo de la televisión que no sólo la pondría a
ella en lo más bajo de la sociedad sino que sería
despreciada por todos. Todo lo opuesto a lo que soñaba. Y
para que no dejara de hacerse daño yo no cesaba de hablar
mostrándole los peores escenarios que le esperaban en su
vida. Algo que yo sabía no soportaría y que la llevaría al
colapso emocional. Lo que efectivamente sucedió, pues
tanto era el nivel de desespero, que mientras se abrazaba
con fuerza y se rasguñaba, iba mostrando una expresión
casi de posesión demoníaca, pues veía que a partir de ese
día su vida estaba acabada y ya ni siquiera tendría una
familia porque en ese mismo momento le dije que con esas
fotografías lograría que las autoridades de familia le
quitaran la custodia de los niños. Y fue en ese preciso
instante que tomó el cortapapeles y comenzó a tratar de

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cortarse las venas de los brazos y de las piernas, en un acto
por demás inútil debido a la falta de filo del utensilio. Pero
gracias a su maníaca obsesión se vio impulsada a clavarlo
lentamente en su piel como tratando de extraer las venas
de su cuerpo para cortarlas. No niego que la escena fue
dantesca pero la disfruté porque cada corte que se hacía
era como un paso más hacia mi libertad interior. Y ya al
final, luego de varios minutos, con el cuerpo cubierto de
sangre, jadeando de sed como una bestia enjaulada, tomó
en sus manos uno de los vasos de agua y lo bebió con
avidez. Fue como la estocada final porque no bastaron más
de dos minutos para que comenzara a expulsar espuma
blanca por la boca mientras se retorcía del dolor mezclado
con la desesperación de ver frustrada su ilusoria
pretensión de ser una diva, o mejor, una reina sin corona.
A partir de ese momento, para mí sólo sería hacer el show
de manipulación frente a la policía y a los investigadores,
fingiendo un estado extático mientras recaudaban las
pruebas en la escena del crimen, sobre las cuales no se
encontró ninguna relación de mi participación.”

La pretensión era clara. Sin que la señora Martin lo notara


Alan Shmelling intuía que sus ausencias tenían que ver con
los encuentros con el doctor Speer, dado que empezó a
calcular los tiempos en que ella se ausentaba de su silla, con
las desapariciones del doctor Speer del otro lado del
ventanal. Razón que lo llevó a soltarle toda la información
que pudo, con el fin de que ella se lo contara al doctor y así
provocar la tan anhelada reunión, en la cual se encargaría
de que luego de conocer su sadismo, el doctor Speer lo

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remitiría de nuevo a la corte en donde sería hallado culpable
y remitido a la prisión local en la que purgaría con
estoicismo la pena que le impusiera el juez Maxwell con tal
de salir del sanatorio y poder socializar con sus nuevos
compañeros los presos.

Los días siguientes, Alan continuó haciendo monólogos al


lado de la señora Martin en los que relataba aspectos
íntimos de su vida que muy seguramente nadie conocía,
pero que le servían como estrategia para ejercitar su mente,
pues veía que el silencio a lo largo de tantos meses
literalmente quería volverlo loco. Condición que tenía que
evitar a toda costa si lo que quería era salir de allí por la
puerta principal. De hecho, a medida que avanzaba su
tiempo de permanencia en el sanatorio su estado mental fue
deteriorándose lentamente a falta de interlocutores con
quien intercambiar ideas, porque era claro que ninguna
persona puede mantenerse cuerda si no se le permite dejar
salir sus ideas a través de la voz. Ejercicio cotidiano que
realiza todo ser humano libre, como requisito para
mantenerse cuerdo, del mismo modo como el alimento
debe hacer tránsito por el organismo para retener lo bueno
y desechar lo malo, las ideas que se forman en la mente
deben ser procesadas en ella antes de ser enviadas al
exterior a través de la voz a medida que se van produciendo.
Pero si, una vez procesadas, se les obstruye su salida
comenzarán a acumularse en el interior de la mente,
entremezclándose de forma tan caótica que al ser
transformadas en sonido por medio de la voz saldrán
convertidas en incoherencias lingüísticas que terminarán
190
calificando al individuo como enajenado mental,
esquizofrénico, o loco en su más peyorativa acepción. Algo
muy similar a lo que le estaba sucediendo a Alan Shmelling
que meditaba y meditaba durante la noche para dejar salir
sus ideas al día siguiente al lado de la silla de la señora
Martin que las escuchaba sin censura y sin calificación, o
al menos con un guiño o una señal de aprobación o de
repudio.
Sin embargo, escuchado o no, en esos momentos Alan se
había convertido en el conejillo perfecto del laboratorio de
la doctora McCarthy debido a que, sintiéndose presa de la
soledad, sus noches se alargaban cada vez más pasando
sentado frente a la ventana del dormitorio mirando hacia la
luminaria que lo vigilaba cada noche o a la luna cuando
decidía cruzar por allí. Siempre llorando y maquinando
cómo salir de aquel lugar. Y para esos últimos días en los
que había adoptado la estrategia de hablarle a la señora
Martin sus logros eran pocos pues no veía en los ojos del
director alguna reacción que le insinuara siquiera que se
doblegaría e intentaría hablar con él o al menos permitirle
dar alguna explicación sobre su situación. De hecho ya
habían pasado catorce meses desde su arribo al sanatorio
sin haber logrado hablar con nadie, salvo la única vez que
lo intentó con la aseadora de los pisos quien se limitó a
mirarlo de arriba a abajo antes de dar la media vuelta y
retirarse, en una actitud que parecía sacada de un manual y
que asumían al pie de la letra los demás empleados. Y ahora
quien parecía ser su única carta de salvación, la señora
Martin, también guardaba silencio. Parecía que hablar era
prohibido porque los únicos privilegiados que podían

191
hacerlo mantenían la boca cerrada, llegando al punto de que
hablar era su prioridad. Pero a medida que pasaba el tiempo
sus ideas comenzaban a trocarse. Tanto así que sus
monólogos comenzaron a hacerse cada vez más
incoherentes. Decía cosas como que al regreso del hijo de
la señora Martin lo ayudaría a destripar al director para
luego continuar con el juez Maxwell. Sus alucinaciones
comenzaban a aparecer con mayor recurrencia cada
mañana después de pasar noches en vela maquinando
cosas. Era evidente que la falta de sueño ya estaba haciendo
mella en él. Y el caso era que, a la luz de la teoría de la
doctora McCarthy, aún no expuesta, su vacío de placer
necesario se agudizaba con el paso del tiempo y lo
impulsaba a dar el salto al umbral de la psicopatía criminal,
misma que se negaba a visitar de nuevo en vista de que aún
conservaba la ilusión de iniciar una nueva vida en libertad
sin el peso de tener que imaginar con quien yacía su
esposa.

Según lo había expresado la doctora McCarthy en su


controvertida entrevista, cada hombre en la tierra nacía con
un psicópata adentro el cual evolucionaba en cada
individuo en la medida en que la satisfacción de sus
necesidades vitales de alimento y de placer se vieran
truncadas, ya fuera por razones de la naturaleza o ya porque
fueran inducidas por otros hombres. Y en el caso de Alan
su necesidad de hablar se estaba convirtiendo en esencial,
casi en su razón de ser ya que eran tantas las ideas que
estaba acumulando en su mente durante la noche, que
evacuarlas era prioritario so pena de enloquecer. Y en una

192
persona que lleva una vida normal, hablar no sólo es
necesario sino placentero. Pero en una persona que tiene
restringido este derecho no se le cercena el derecho de
hablar sino el de contar con un interlocutor, es decir, el
placer de hacerlo, como requisito necesario para que un
individuo encuentre su razón de ser. Cosa que se reflejaba
de manera patente en Arthur Morgan quien sólo encontraba
su razón de ser en el suicidio; y también en la señora Martin,
que sólo sería feliz cuando su tristeza fuera vindicada con
la muerte de todos los que, a su juicio, habían contribuido
a la desaparición y posterior separación de su hijo. Algo que
la ataba a la vida sólo por el lado de la venganza que
subsistía en ella y que era evidente la tenía en el terreno de
la psicopatía antisocial tan solo a un paso de saltar al umbral
a la psicopatía criminal si aparecía su hijo y desplegaba las
intenciones de su madre. Algo parecido a la situación en
que se hallaba Alan Shmelling, quien gracias a las
restricciones de hablar con cualquier empleado del
sanatorio debía hacerlo sólo al alto precio de perder su
cordura. Casos típicos en los que cada uno de ellos ya había
cruzado el umbral de la psicopatía social a la psicopatía
antisocial. Esto es, pasar del estado mental en el que pueden
pensarse las barbaridades que se quiera, al de querer
hacerse daño o causárselo a otro antes de tomar acción.
Sin embargo, todavía faltaba tiempo para que Alan
Shmelling diera ese salto a la criminalidad, aun conociendo
el discurso emanado de sus monólogos que por oprobiosos
e indignantes que parecieran, nada tenían que ver con el
comportamiento criminal, al menos hasta ese
momento.

193
Capítulo V

Los internos

Para la fecha en que ingresó Alan Shmelling al sanatorio,


éste contaba con un aforo de ochenta y seis internos, de los
cuales tan sólo cinco estaban aislados permanentemente a
causa de su agresividad o excesiva hiperactividad, entre
quienes destacaba Marc Sullivan quien permanecía en
habitación aislada luego de ser conducido allí por haber
atacado sexualmente a una chica y por haber propiciado el
conato que por poco causa una tragedia en el sanatorio.
Quien llegó al sanatorio sin ser enjuiciado debido a que
previo a la comisión de la agresión sexual ya contaba con
una declaración de interdicción que impedía que fuera
juzgado bajo cualquier corte con jurisdicción. Todo, gracias
a que su madre lo había protegido desde el mismo instante
en el que se produjo la declaración y que terminó por
llevarla a prisión bajo cargos de desacato a sentencia
judicial y amenaza contra la sociedad, pues siempre se
consideró que su actitud omisa fue la que contribuyó a que
su hijo cometiera el abuso que lo llevó al sanatorio y no a
la cárcel.

194
El caso fue aberrante en sí mismo y tuvo sus inicios desde
el mismo instante en que el padre de Marc, cuando apenas
éste contaba con cuatro años de edad, solía sostener
relaciones íntimas con diferentes mujeres en su casa en
ausencia de su madre quien se desempeñaba como agente
comercial en varias ciudades a las que solía desplazarse.
Actos lascivos que Marc siempre presenció y que por varios
años calló antes de que su madre descubriera a su padre y
decidiera abandonarlo. Difíciles momentos que condujeron
al chico a que entrara en una especie de depresión que fue
minando su actividad social, al punto de terminar recluido
en su habitación negándose a ir al colegio, cosa a la que en
principio tanto su madre como sus terapeutas se negaron
pero que tuvieron que aceptar luego de que el chico había
comenzado a desplegar una inusual conducta consistente en
acosar a las niñas compañeras de colegio tanto en los baños
como en los pasillos, sin que hasta el momento se conociera
de abusos físicos consumados. Algo que se atribuyó a la
afectación que había adquirido de las escenas presenciadas
en su casa que lo llevaban a pensar que hacía lo correcto
dado su grado de recurrencia y poco sigilo con el que
actuaba su padre. Actos que terminaron por excluirlo del
colegio, al tiempo que adelantaba un tratamiento
psicológico que le permitiera su regreso, lo cual nunca
sucedió dada su pertinencia en tener contacto con niñas en
condición diferente a la socialización, y que evidenciaba
llevando sus manos a sus partes nobles cada vez que pasaba
cerca de una, o incluso cuando observaba la televisión o
miraba por la ventana. En una actitud poco infantil que
preocupaba cada vez más a su madre y a los terapeutas que

195
veían poco o nulo avance en su recuperación. La cual nunca
llegó, al punto de optar por marginarlo del colegio de
manera definitiva y prohibirle todo contacto personal con
niñas, aun en presencia de su madre, quien fue nombrada
curadora oficial una vez fue declarado judicialmente
interdicto social. Sentencia que le impedía visitar sitios
públicos. Momento a partir del cual solamente se veía a
Marc en compañía de su madre haciendo cortos paseos por
la calle a primera hora de la mañana o entrada la noche, a
fin de evitar su comportamiento obsceno cada vez que veía
una chica, o incluso, mujeres no adolescentes.

El caso fue tan especial que incluso se llegó a pensar que la


medida judicial vulneraba los derechos al libre desarrollo
de la personalidad de Marc quien para la época en que fue
dictada la sentencia ya contaba con catorce años de edad,
plena época de pubertad en la que el desarrollo sexual se
intensifica al extremo de gobernar la mente de todos los
jóvenes de esa edad sin importar su género, especialmente
en alguien como Marc que aparte de su problema
psicológico no mostraba insuficiencia física alguna.

En ese momento de la vida de Marc era claro que sufría de


una carencia de placer necesario, que fue suplido mediante
el suministro de depresores psiquiátricos, algo a lo que su
madre se negó desde un comienzo temiendo que dicha
medicación terminara por conducirlo a cuadros físicos y
psicológicos que no padecía, por cuanto optó por disminuir
su dosis de medicación de manera gradual, colocando a su
hijo en unos límites de desesperación tales que elevaron su
necesidad de placer sexual a niveles de violencia, que
196
manifestaba destruyendo las cosas de su entorno. Fue así
como su madre, creyendo hacer lo correcto, comenzó a
permitirle observar algunas revistas de contenido adulto
con el propósito de intentar bajar su libido mediante la
autoestimulación, notando que la medida tuvo algunos
efectos iniciales, - tal como sucede con cualquier necesidad
que se transforma en adicción.- pero que terminó por no ser
efectiva, al punto de verse agravada por la nefasta decisión
de su madre de contratar los servicios de una prostituta
joven, a quien hacía pasar como sobrina cuando era
indagada por cualquier vecina curiosa que conociendo la
situación de Marc le hacía el cuestionamiento, lo que la
conducía a afirmar, sin sonrojarse, que por el contrario su
sobrina estaba siendo de gran ayuda en la recuperación de
Marc que de manera paulatina se estaba acostumbrando a
socializar con chicas sin dar muestra de la ansiedad que se
le conocía, y por la que fue decretado en esa condición.
Algo que su vecina creyó dando alguna muestra de alegría,
y de pena a la vez, con solo ver que un chico tan joven
requiriera de semejante confinamiento a causa de un trauma
psicológico causado por un padre irresponsable que jamás
midió su grado de depravación. Y tal fue su convicción al
conocer la evolución de Marc, que no dudó en proponerle a
la señora Sullivan que si lo aceptaba, ella podía visitarla
algún sábado en compañía de su hija adolescente, dando
muestra de profunda solidaridad dado que la conocía desde
que nacieron sus hijos y de quien conocía su desgracia
personal y familiar, sin imaginarse que había sido engañada
en cuanto al estado personal de Marc, visita que Eva
Clemens aceptó recibir sin percibir el peligro que podía

197
suscitarse, aunque también ,de manera inocente, movida
por el amor y la pena que sentía por su hijo debido a su
estado de aislamiento.
Llegado el sábado, hacia las tres de la tarde aparecieron en
la puerta de la casa de Marc la Sara Clemens en compañía
de su hija de dieciséis años. A decir verdad, una chica poco
agraciada tanto en su persona misma como en su forma de
vestir, muy por debajo de los estándares de las chicas de
entonces que lucían como de treinta cuando apenas
contaban con la mitad de esa edad.
De inmediato fueron invitadas a seguir por la señora
Sullivan quien las acompañó a sentarse en la sala de estar.
Lugar en el que permanecieron poco tiempo antes de ser
invitadas al comedor para disfrutar de unos entremeses que
había Eva había preparado previamente como
agradecimiento a la enorme deferencia mostrada por la
señora Clemens. Instante en el que se retiró por un
momento corto con destino a la habitación de Marc con el
objeto de conducirlo a la mesa, no sin antes suministrarle
una dosis extra de medicamento depresor con miras a
controlar su paroxismo. A su arribo, Marc saludó con
respeto tanto a la señora Clemens como a su hija, sin dar
muestra inmediata de su éxtasis gracias a la doble dosis de
medicamento que su madre le había suministrado
previamente. Momento de sosiego que le alcanzó para
saludar, sentarse en la mesa y para decir algunas palabras
espontáneas lo suficientemente graciosas como para
convencer a las invitadas de que atravesaba por un buen
momento de estabilidad emocional. Todos se sintieron
bien, comenzando por su madre y luego por la señora

198
Clemens quien no se reservó en palabras para tratar de
motivar una conversación más extensa y hacer de la visita
algo más relajado, haciendo que transcurriera casi una hora
antes de sugerirle a Eva que le enseñara su jardín ubicado
en la parte posterior de la casa el cual lucía bastante mejor
que el suyo, con el ánimo de aprender algunos truquitos de
jardinería que su nueva amiga pudiera sugerirle. Así lo
hicieron y se retiraron a la parte posterior de la casa dejando
a Marc con la chica, quien, al verse solo con ella no dudó
en invitarla a recorrer la casa. Craso error que le costaría la
dignidad a la chica, el arrepentimiento de la señora Clemens
por haberla abandonado, la prisión a Eva Sullivan y la
reclusión en el sanatorio de Marc que gracias a su
inimputabilidad debería soportar de por vida por haber
accedido a una joven virgen.

La reclusión de Marc en el sanatorio fue tan inminente


como inobjetable, debido a que para el momento del juicio
no se presentó candidato idóneo que pudiera hacerse cargo
suyo, comenzando por su padre quien tenía restricción
judicial de acercarse a su hijo desde que se conoció su
reprochable conducta. En tanto que sobre su madre
recayeron todas las críticas y acusaciones provenientes de
los códigos criminales y de la sociedad, tanto por su
conducta permisiva respecto de agudizar el problema de su
hijo disminuyendo su medicación, sin contar con el
suministro de la prostituta, sino también por provocar, bajo
engaño, la situación que dio al traste con la presunta
violación de la señorita Clemens a sabiendas del estado
crítico de su hijo. Algo que la sociedad nunca le perdonó,

199
dado que, todo lo contrario a lo sucedido con Alan
Shmelling, en este caso no hubo división de conceptos
respecto de su culpabilidad, sino respecto de la pena a la
que debía ser expuesta, la cual rondaba entre los cuarenta
años de prisión y la cadena perpetua por los cargos de
conspiración para cometer una violación, incitación al
delito, violación carnal en calidad de determinadora y
cómplice en la comisión de un delito. Esto último bastante
cuestionable si se tenía en cuenta que no puede haber delito
en la persona de un inimputable, luego tampoco habrá
complicidad respecto de un delito que nunca se cometió en
razón a que la complicidad es accesoria y posterior a la
comisión del delito principal.
Y aun cuando, en su esencia, el caso Sullivan era diferente
al caso Shmelling, no dejó de crear controversia entre las
comunidades científicas y jurídica que luchaban por
justificar tanto la condición de la madre como la del hijo,
aun por encima de la condición de la víctima que
literalmente fue llevada al sacrificio por su madre, quien a
su turno lucía como víctima de engaño.

Como pudiera creerse, el juicio que se adelantó no fue tan


fácil como se preveía, dada la complejidad que resultó para
el Estado recaudar prueba sólida suficiente que implicara
de manera directa a la señora Sullivan, quien, a decir
verdad, ofreció poca resistencia. Más no así su defensor que
trató por todos los medios de desvirtuar su culpabilidad a la
luz del derecho, más allá de las responsabilidades morales
que pudieran caberle a su defendida.

200
Al juicio concurrieron tanto la señora Sullivan como la
señora Clemens en calidad de representante legal de su hija.
Y los cargos que se le imputaron a aquélla fueron múltiples,
de los cuales la conspiración para cometer un delito sería el
más difícil de probar, en vista de lo complicado que le
resultó al fiscal de distrito comprobar que la actitud
asumida por la acusada señora Sullivan tenía la manifiesta
intención de causarle daño a su hijo, en principio,
suministrándole una dosis de medicamento por debajo de la
prescrita con el propósito único de que le causara daño a
otra persona. Cosa por demás delirante si lo que pretendió
la señora Sullivan era tratar de sacar a su hijo de ese estado
de depresión excesiva que le impedía llevar una vida
medianamente normal y cercana de la realidad que, aun
cuando equivocada, no estaba cargada de mala intención
respecto de personas ajenas a Marc con las que, sabía, no
tendría contacto.
Cosa diferente fue el tomar la decisión de proveerle el
contacto con una prostituta como medida desesperada a su
comportamiento que se había intensificado a falta de la
dosis completa de medicación, en un acto por demás
inmoral pero no lesivo para terceras personas, por cuanto
ella misma detectó que cada vez que su hijo tenía contacto
con la chica contratada, su libido se calmaba por unas horas
como si de una droga se tratara, interpretando que si bien el
acto era inmoral por sí mismo, surtía su efecto en un joven
desahuciado por la ciencia médica para llevar una vida
normal. Cosa que la alejó de cualquier sentimiento de culpa
frente a la realidad que se vivía en su casa y que poco aportó
al jurado para dar su veredicto de culpable.

201
Lo que sí se constituyó en evidencia irrefutable para ser
condenada fue el engaño con el que hizo creer a la señora
Clemens que su hijo estaba atravesando un período de
recuperación ascendente gracias a la presencia de su
presunta sobrina en la casa que ayudaba mediante procesos
de “socialización” para mantener a Marc en un estado de
relativa estabilidad emocional. Cosa que era cierta, menos
el proceso de “socialización”, que resultó ser tan efectivo
como adictivo, y, dada la tozudez de los hechos,
extremadamente lesivo.
Sin embargo, y aun bajo la extrema gravedad de lo
ocurrido, no fue posible demostrar que lo que pretendía la
señora Sullivan con su irresponsable actitud reflejada en el
engaño, era propiciar un encuentro entre la señorita
Clemens con su hijo, más allá de creer que dicho encuentro
sí sería de auténtica socialización y no como la que
practicaba su alquilada sobrina. Craso error de percepción
motivado muy seguramente por el amor hacia su hijo que
con su comportamiento veló su mente haciéndole creer que
la nueva actitud, adquirida a partir de sus contactos
personales con la chica de pago, obedecía a una mejoría
clínica y no a un simple suministro de una droga más
adictiva que las psicotrópicas. Torpe actitud que la
colocaba frente a la ley en una condición de culpable por
imprudencia y no bajo dolo, como se requería para la
imposición de una pena de la que tuvo que aceptar. De otro
lado, fue muy discutido durante el juicio la actitud asumida
frente a la señora Clemens a quien intentó convencer bajo
múltiples ruegos, y posteriores ofrecimientos, para que

202
mantuviera el hecho en secreto, aun conociendo y
aceptando su gravedad, aduciendo que ella nunca tuvo la
intención de que eso ocurriera y que de algún modo su hija
debió poner en alerta a tiempo. Algo que no hizo sino
después de ser descubierta saliendo del estudio de la casa
en donde ocurrieron los hechos, mismos que dejaron en el
jurado y en el juez de la causa serias duda respecto de la
violencia empleada por Marc sobre la señorita Clemens,
más allá de descubrir que ciertamente había sido accedida
en virtud del rastro de sangre que su madre descubrió en su
ropa interior, y no por los gritos que hubiera emitido aquélla
en caso de sentirse violentada. Evidencia que, aunque
comprendida por todos los presentes en el juicio, nadie se
atrevió a usar en favor de la acusada por temor a
revictimizar a una chica que a los ojos de todos había sido
violentada por un joven interdicto que fue manipulado por
su madre para que cometiera un delito, el cual nunca pudo
tipificarse como tal a falta de sujeto activo, que gracias a su
inimputabilidad jamás pudo ser acusado. Entonces surgió
la pregunta ¿si no hubo un delincuente, por qué razón sí
hubo un determinador y posteriormente un cómplice? Eso
no podrá resolverlo nunca el derecho positivo. Pero como
socialmente frente a cada crimen debe existir un
responsable sobre quién ejercer venganza legal y social, no
quedaba nadie diferente a la señora Sullivan en quien
descargar la ira social mediante de la imposición de penas
ejemplares sobre “delitos morales”, lo que le valió una
condena de cadena perpetua, sumada a otra pena mayor, la
de ser separada de su hijo para siempre tras ser recluido éste
en el sanatorio del doctor Speer quien a partir de ahora sería

203
el encargado de que no volviera a ocurrir un incidente de
semejante difusión, dejando atrás a una madre que fue
condenada sin que la justicia pudiera determinar el
momento exacto en el que la culpa fue sustituida por el dolo
como punto clave para poner tras las rejas a dos personas
de por vida.

No obstante, el caso de Marc Sullivan ocupó un lugar


destacado en la mente del doctor Speer, que usó como
referente en el estudio del caso Adam Shmelling desde el
día siguiente de su arribo al sanatorio, pues había
comprendido que tenían grandes similitudes desde el punto
de vista clínico, visto desde la óptica de la doctora
McCarthy y no propiamente desde el punto de vista
jurídico, el cual no encajaba a su línea científica.

Se ocupó de determinar el grado de responsabilidad de cada


uno de los intervinientes en el caso desde su más pura
concepción, comenzando por Eduard Sullivan quien con su
lasciva conducta confundió la mente de su hijo Marc quien
a sus escasos cuatro años no tenía cómo comprender la
gravedad de lo que observaba, ni mucho menos el daño
psicológico que dichos actos le causarían. En ese momento
poco importaba la conducta de Eduard Sullivan, quien ya
había cruzado la línea de la psicopatía social hacia la
antisocial por el solo hecho de permitir ser observado por
su hijo cometiendo actos que, comprendía, le afectarían
pero que no le importó. Hecho específico que rápidamente
lo llevó a cruzar la línea de la psicopatía antisocial a la
criminal aun cuando nadie se hubiera ocupado de llevar el
caso a las autoridades judiciales para su conocimiento y
204
juzgamiento por delitos de corrupción de menores, con el
agravante de que su víctima era un niño de cuatro años
aparte de ser su hijo. Pero el problema clínico se centró en
el acto mismo del salto del placer necesario al placer
inducido o adicción, que por sí solo no hubiera puesto a
Sullivan en el umbral de la psicopatía criminal si no en el
de paciente susceptible de cometer crímenes sexuales dada
su propensión lasciva a tener sexo libre, olvidándose de su
entorno y de todo tipo de valores morales como
efectivamente sucedió.
Y continuó el doctor Speer analizando el caso específico de
Marc Sullivan, el pequeño que sin su concurso había sido
víctima de un depravado que si bien no abusó físicamente
de él, sí lo indujo a adoptar comportamientos tempranos no
aptos para niños de su edad que traducido a la teoría del
doctor Conrad, produjo un daño inducido que terminó en la
comisión de un acto que fue delito para terceras personas y
no para su perpetrador directo, dada su condición. En suma,
se trató de un niño que fue contaminado y obligado a cruzar
su propio umbral de placer necesario mucho antes de que
éste se manifestara naturalmente en su mente, provocando
que el niño lo requiriera de manera prematura en desmedro
del comportamiento social propio de alguien que apenas
empieza a vivir y a quien no obstante haberle prestado la
ayuda psicológica conocida, no fue posible hacerlo dar el
salto de regreso que lo pusiera en el camino correcto del
desarrollo natural humano, causándole un daño irreversible
que lo llevó al aislamiento social al lado de su madre, y
posteriormente a la comisión del acto antisocial, para
culminar aislado de por vida en un sanatorio que lo vería

205
morir de viejo entre las cuatro paredes de su aislada
habitación.

Pero caso aparte merecía el análisis de lo ocurrido a la


señora Eva Sullivan, quien orientó todo su comportamiento
a procurar el bienestar de su hijo sin que con ello pueda
deducirse que fue correcto, pues sus actos se vieron
menguados por su exceso de amor hacia él que
indirectamente le señalaba el camino incorrecto que debía
seguir para suplir esa necesidad de placer adictivo que
constituía su patología, al punto de poner a su madre a
determinar la diferencia entre el bien y el mal, arrastrándola
a elegir el mal creyendo estar eligiendo el bien. Patología
consistente en invertir los valores cuando se es obligado a
ello por una emoción que nubla la razón, en este caso el
amor excesivo, o quizás la pena que produce ver un hijo
salido de la media del comportamiento social.
Pero fueron tres momentos diferentes en los que la señora
Sullivan tomó el camino errado creyendo tomar el correcto,
cosa por demás concluyente al momento de evaluar su
cordura mental.
El primero de ellos cuando decidió modificar, sin
conocimiento científico previo, la medicación de su hijo,
llevándolo a desplegar las mismas conductas que lo tenían
en ese estado de aislamiento. Cosa que Eva ignoró con solo
ver la sonrisa de su hijo y la salida temporal de su estado de
apaciguamiento, teniendo que suplirlo con el único remedio
que inundó su mente, esto es, el suministro de una meretriz
que lo retornara a su estado de tranquilidad, sin sospechar
que lo que le suministraba, más que una cura era un

206
narcótico del que ya era adicto sin haberlo consumido antes.
El segundo momento errado fue que no le importó
sacrificar su propia cordura en favor de la de su hijo con el
solo hecho de verlo comportarse como un chico
relativamente normal, conducta que desplegó en favor de
su hijo que clínicamente ya tenía la suya perdida. Y el
tercero, el creer que su hijo podía controlar su paroxismo,
socializando con chicas sin dar muestras de
comportamiento obsceno. Ciertamente había confiado más
en su intuición, o en su deseo, que en los dictámenes
médicos que le indicaban que Marc nunca retornaría a su
estado inicial, aun cuando ella estuviera percibiendo algo
diferente. Hecho que la colocaba en un estado surrealista, y
por demás peligroso, que no podía arrojar una consecuencia
diferente a la ocurrida. Dejando patente que lo que sucedió
en la mente de Eva Sullivan fue una inversión de valores
que le impidieron distinguir entre el bien y el mal,
obligándola a tomar decisiones erradas a causa de las cuales
saltó de su estado de psicopatía social a la antisocial,
traducida esta última en actos irresponsables pero nunca en
actos criminales que obligaran su confinamiento en prisión
y no en sanatorio. Análisis que despertaron en el doctor
Speer la sensación de que, en tratándose de enfermedades
mentales, la justicia termina tan confundida como la mente
de los acusados que, malhadadamente, terminan ostentando
esa condición.

Y aun cuando el caso de la señora Clemens no fue abordado


por nadie más allá de considerársela una víctima, al doctor
Speer le mereció un análisis aparte, especialmente en el

207
punto en el que Sara Clemens intuyó que su hija había sido
violada, no por los llamados de auxilio que aquélla hubiera
lanzado sino por la mera intuición materna de que lo había
sido. Acto que la ubicó en una posición agresiva y de
víctima, que usó como escudo para ocultar su propia culpa
frente a su marido que con toda seguridad la hubiera
recriminado por haber dejado sola a la niña con un
depredador consumado, muy por encima del
convencimiento de que no hubo resistencia en el acto,
aparte de que quien lo perpetró no sólo era menor que su
hija sino que ostentaba una calidad de interdicto declarado.
Y aun así, antepuso la presunta dignidad de su hija y su
seguridad moral por encima de la verdad, permitiendo que
condenaran a cadena perpetua a su nueva amiga Eva
Sullivan en compañía de su hijo. Nuevo caso típico que
había descubierto el doctor Speer, según el cual una persona
elige cruzar el umbral de la psicopatía social hacia la
antisocial por proteger un error que la pondría en evidencia
ante la sociedad y ante su familia.

Y de Marc Sullivan, nada que analizar. Un chico que nació


el día equivocado, hijo de un padre equivocado y que tuvo
que afrontar un destino equivocado. Un desecho social que
tuvo que sacrificar su vida por causa de errores ajenos. Su
padre, su madre y por último la señora Clemens que
pudiendo permitirle continuar al lado de su madre, eligió
confinarlo de por vida en un sanatorio, y de paso a ella
también.
Y para cerrar el estudio del caso Sullivan, concluyó el
doctor Speer aceptando que la teoría de la doctora

208
McCarthy cobraba cada vez más vigor en el sentido de que
había al menos un psicópata social en cada hombre sobre la
tierra. Teoría que corroboró, primero con lo sucedido a
Marc Sullivan quien fue inducido a modificar su nivel de
necesidad vital de placer al punto de llevarlo a dejar de lado
cualquier regla social o moral con tal de obtenerlo, como
sucedió con la señorita Marilyn Clemens quien luego de ser
voluntariamente colonizada optó por negar su deseo juvenil
de aceptar el contacto sexual con Marc antes que
reconocerlo y tener que soportar el castigo de su padre, en
un franco caso de abandono de valores que terminó por
enterrar la vida de dos personas: su interdicto amante y su
madre.

El caso Marc Sullivan había proporcionado al doctor Speer


ciertos datos de fondo que le permitieron orientar su postura
respecto de Allan Shmelling. Pero el caso de Peter Allows
le abriría aún más su mente y proporcionaría nuevos
ingredientes a su estudio, en virtud de lo bizarro que le
resultó enterarse de que la sociedad le había negado su
acceso a ella debido a su particular aspecto.

Siempre se ha dicho que la naturaleza es caprichosa, y hasta


cruel cuando algo no resulta como se espera o cuando
alguien se sale de la media llamando la atención de los
demás. Se sabe que no todos los seres humanos son iguales
ni en lo físico ni en lo no físico, aspecto que ha obligado a
la sociedad a basar su educación formal en los valores, en
el respeto y en la aceptación de los demás, cualquiera sea

209
su condición. Norma tácita que la mayoría de las personas
tiende a desconocer, tendiendo a cruzar ciertas líneas que
van desde el bullying hasta la discriminación, y muchas
veces hasta la segregación, incluido el homicidio. Etapas
por las que Peter Allows tuvo que pasar en seguidilla
prácticamente desde su nacimiento hasta su última morada,
el sanatorio.

Contrario a lo que pudiera pensarse, Peter Allows nació de


una familia totalmente funcional de clase media a la que la
providencia ya había premiado con una niña dos años antes
de su nacimiento. Pero gracias al azar el bebé Peter nació
con unas condiciones físicas tan especiales que ciertamente
sorprendió tanto a sus padres como a los familiares y
amigos que no comprendían cómo unos padres de
condición física promedio, con una hija de condiciones
físicas por encima del promedio, había sido enviado a este
mundo como si el viejo Santa Claus hubiera equivocado el
saco que lo vertió en la cuna de la familia Allows. Bebé que
si bien no mostraba deformidad física en su cuerpo, sí se
asemejaba a un neandertal. Cejas pobladas sobre cuencas
grandes, pómulos extendidos, labios simiescos, nariz
ancha, y exceso de vello sobre su cara. Algo salido de la
media para unos estándares sociales que admitían la fealdad
pero no la singularidad, máxime si ésta no tendía hacia el
lado de la belleza sino hacia el lado opuesto. Pero como era
más que obvio, los primeros familiares que lo vieron se
limitaron a extender sus felicitaciones a sus padres sin hacer
mención del aspecto físico de Peter, y que, ni aun
conservando la mayor discreción, nadie podía disimular.

210
Cosa que no ignoraron sus padres quienes casi de inmediato
decidieron que lo mejor sería no dejar ver al niño por ahora
bajo la esperanza de que cambiara su aspecto a medida que
creciera, amparados en que esto funcionaba en la mayoría
de los recién nacidos que, incluso de familias reales, nacían
un poco más arrugaditos de lo esperado. Y para ello
inventaron la disculpa que la salud de Peter no andaba bien,
aparte de que por recomendación médica debían aislarlo
hasta que sus defensas tomaran su lugar y pudieran aceptar
la presencia de otras personas antes de llevar al chico a
enfrentar el mundo cruel que le esperaba, el cual ya
empezaba a corroer la mente de algunos desadaptados que
haciendo honor a su natural grado de psicopatía social se
les ocurrió que Peter sería una interesante fuente de
ingresos para la familia si era exhibido en el circo.

Y como era de esperarse, la mentira no podía ser eterna lo


cual suscitó que sus padres decidieran visitar a un psicólogo
con el ánimo de obtener consejo respecto de la forma como
debían afrontar el problema -creyendo tener uno- pues el
acoso familiar y de los amigos cercanos por visitar al niño
no daba más espera en razón a que, de seguir esperando, los
regalos que le habían comprado lentamente perdían la talla.

Antes de ir al psicólogo ya habían visitado al cura en


búsqueda del mismo consejo, el cual, más que un consejo
terminó convirtiéndose en un regaño por considerar que
estaban renegando de los regalos de Dios, enfatizando en
que el mundo no sólo está hecho de diamantes sino también
de riquezas escondidas que generalmente tienen un aspecto
que no esperamos, y que el caso de Peter comenzaba por la
211
aceptación plena de ellos, antes de empezar a transmitirle
esa realidad a su hijo. Algo fácil de entender pero difícil de
llevar a la realidad, más aún sabiendo de la crueldad del ser
humano que se encargaría de echar por la borda todo
consejo y terapia de autoestima que Peter recibiera. Y así
ocurrió. La temprana inocencia de Peter comenzó a
afectarlo desde que empezó a sentir que en cambio de jugar
con él, los niños del kindergarten dedicaban su tiempo a
observarlo como pieza de museo, algunos con admiración
y otros con miedo, al punto de requerir un escudo de
defensa extra en cabeza de su maestra que
permanentemente les recordaba que todos los seres
humanos eran iguales. Aunque lo cierto era que ni siquiera
Peter admitía dicha afirmación porque a la edad de ocho
años ya el espejo le mostraba la realidad, y su umbral de
psicopatía social ya había sido franqueado por la depresión
acompañada de una especie de animadversión hacia sus
compañeros de colegio -así se burlaran de él o no-, quienes,
crueles de asiento, les impresionaba contar con la
proximidad de un simio que sólo les causaba temor, aun
cuando “el simio” los superara permanentemente en todas
las pruebas físicas a que eran sometidos. Cosa por demás
molesta para todos, que en vez de generar admiración
incrementaban su mala vibra hacia él, quien a su turno
pretendiendo destacarse por sus dotes físicas, lo único que
lograba era agudizar su problema por el solo hecho de
mostrar superioridad. Estaba establecido que no
importaban sus dotes de atleta ni sus logros académicos, en
los que también se destacaba, pues sus compañeros ya
contaban con un arma secreta con la que podían doblegarlo,

212
y eso era el aislamiento y la segregación. Dos aspectos
claves que fundamentan esa necesidad vital de placer que
requiere todo individuo para justificar su razón de ser y de
existir y que verificaban que Peter había nacido muerto,
porque una cosa es tener la madurez y el estoicismo
suficientes para aceptar una condición natural, y otra muy
diferente es el factum de tener que tolerar y aceptar ser
apartado de la sociedad y obligado a abstenerse de disfrutar
de un placer que es condigno con la existencia misma del
ser humano y que subrepticiamente puede convertirse en un
arma más letal que la segregación que usaron los insensatos
compañeros de Peter.

Concretamente hablando, a sus quince años Peter ya nadaba


en el mar de la psicopatía antisocial y tenía claro que su
vida no mejoraría con el paso del tiempo, como también
que se iría de este mundo sin hacer pagar a quienes
frustraron el curso normal de su vida, ubicando su mente en
la delgada línea roja que separa al hombre de ser un
psicópata antisocial a uno criminal, y para ello tendría que
evaluar su situación y meditar si lo que haría era bueno o
malo, y quiénes debían pagar por ello, tomando como punto
de partida el día de su nacimiento, que, a su juicio, nunca
debió ocurrir, preguntándose qué fue lo que salió mal, y
concluyendo que ¿de qué sirve la vida de una persona que
debe emplear todo su tiempo en defenderse a codazos con
cuanta persona se le atraviese, sólo por obtener una
felicidad que nunca llegará? La respuesta era simple
después de reflexionar que si tan solo hubiera venido al
mundo a luchar por su supervivencia sin la resistencia

213
adicional de ser excluido del campo de batalla, tomaría
como un reto la batalla, sintiendo el natural placer de
librarla. Pero en las condiciones vividas, nada justificaba
luchar una batalla que ya estaba perdida antes de comenzar.
Luego la decisión sería morir, pero antes de hacerlo debía
hacer pagar por ello a quienes contribuyeron a que esta
fuera la opción, excluyendo de plano a sus padres a quienes
exoneró de toda culpa por considerar que no es posible
vencer a la ley natural. Cosa que no hizo con aquellos
compañeros que no se limitaron a ignorarlo sino que se
opusieron, a ultranza y en actitud aleve, a que él continuara
su camino. Y fue en este preciso momento de reflexión en
el que estableció la diferencia entre el bien y el mal,
eligiendo este último, no sólo tomando la decisión de
quitarse la vida sino de quitársela a quienes arruinaron la
suya. La suerte estaba echada, la inteligencia había
sucumbido, la voluntad se había desmoronado y el libre
albedrío había inclinado la balanza dejando de lado la
conmiseración hacia las personas que sufrirían por haberlo
hecho sufrir a él. Ahora sólo faltaba el método a usar, el
cual encontró después de varias noches meditando el íter
críminis que materializara su plan. Hasta que una mañana
se dirigió hacia su colegio, al que arribó demostrando pocos
nervios y poca ansiedad que pudiera delatarlo, haciendo su
ingreso al salón de clases como de costumbre. Solo que esta
vez se quedó parado en la puerta del salón hasta que vio
entrar al último de sus compañeros. Entonces tomó una
cadena de eslabón grueso que guardaba en su maleta, la
atravesó por entre las dos manijas de las puertas y la cerró
con un candado, provocando ansiedad en varios de sus

214
compañeros que se percataron del hecho, en tanto que la
mayoría no lo notó debido a que apenas se estaban
acomodando en sus sillas en medio de la algarabía propia
de momentos como ese.
Al instante desenfundó de entre su pullover de cierre, una
escopeta recortada con la que amenazó a todos los
presentes, quienes sin comprender lo que ocurría, en medio
de la gritería se tiraron al suelo cundidos por el pánico. En
seguida, sin accionar la escopeta que portaba en su mano
izquierda, desenfundó un enorme cuchillo acercándose
hacia varios compañeros, a quienes de manera selectiva
comenzó a apuñalar antes de comenzar a disparar, pues
tenía planeado no llamar la atención con el ruido del arma
antes de comenzar la masacre.
La escena fue dantesca, al punto de llama la atención del
profesor del aula de al lado, quien debido al exceso de ruido
proveniente del aula contigua envió a la alumna que
ocupaba la primera silla ubicada al lado de la puerta para
que pidiera al profesor el favor de hacer callar a sus
estudiantes. La chica salió, y al mirar por el visor superior
de la puerta del aula se detuvo horrorizada a observar lo que
pasaba, cuando al ver a Peter empuñando la escopeta en su
mano izquierda mientras apuñalaba a sus compañeros con
el enorme cuchillo con su mano derecha no tuvo otra
reacción que cubrirse la boca con sus dos manos,
regresando a su salón diciendo en voz baja: los está
matando.
¿De qué hablas? -preguntó el profesor-
- El simio… El simio
¿Cuál simio?

215
-Peter… los está matando a todos

La confusión fue tal que la mayoría intentó huir antes que


presenciar lo que pasaba. Salvo el profesor, quien
armándose de valor se acercó a la puerta para intentar
abrirla, con tan mala suerte que estaba asegurada con la
cadena.
Al darse cuenta Peter de que alguien intentaba abrir la
puerta, tomó su arma de fuego y comenzó a disparar a las
personas que se hallaban en el suelo debajo de los pupitres,
en un acto de protección algo inútil pues las balas los
atravesaba con facilidad hasta alcanzar sus temblorosos
cuerpos.
Al cabo de unos minutos la puerta del aula estaba siendo
empujada con violencia por los empleados del colegio,
alertando a Peter para que cesara la masacre. Algo que hizo
antes de dispararse en la cabeza y caer al piso totalmente
manchado con su sangre y la de sus víctimas.
Al instante, sólo se escuchaban lamentos de todos los que
habían sobrevivido, quienes trataban de hacer el menor
ruido posible con el fin de no llamar la atención de Peter
que aún se movía en el piso.
Pasaron varios minutos, quizás más de lo esperado, hasta
que llegó la policía al lugar derribando la puerta y
encontrando la dantesca escena, procediendo a evacuar a
los heridos entre los que se hallaba Peter que no había
muerto y que la policía no identificó como el asesino sino
hasta verificada su identidad en el hospital.
El resultado fue de ocho jóvenes varones muertos a
cuchillo, otros seis de ambos sexos que murieron a tiro de

216
escopeta y quince heridos de gravedad. Quedando ilesa tan
solo una joven y la profesora que observó la masacre
acurrucada debajo de su cátedra.

Como era de esperarse, el hecho ocupó todos los diarios del


mundo, al tiempo que las mentes de los ciudadanos del
planeta que, en su mayoría, repudiaron el hecho y pedían la
pena de muerte para Peter que había sobrevivido, salvo
unos pocos que luego de conocer más a fondo la historia de
Peter, tendieron a justificar el hecho. Pero todos, sin
excepción, en ejercicio de su psicopatía antisocial que hacía
que unos se congraciasen con el agresor, en tanto que los
otros, con las víctimas. Una auténtica locura colectiva que
dejaba al descubierto el sentimiento psicótico que
acompaña a cada persona cuando de evaluar una situación
se trata.
De todos modos era obvio que la historia se desvelaría
desde sus raíces. Comenzando por el aspecto físico de Peter
al nacer, y terminando en la tragedia que, por supuesto, casi
nadie justificaba hasta que comenzaron a conocerse los
detalles.

Como en casi todos los crímenes de alto impacto, no


faltaron los expertos que, como era previsible, optaron por
anteponer su prestigio por encima de la ética, ofreciendo
conceptos eclécticos que nada aportaban a mejorar, o
quizás a evitar, tragedias futuras, pues, como pájaros en
jaula cantando la misma canción, tan solo se limitaron a
desagraviar a las víctimas sin atreverse a abordar el tema
desde sus bases psiquiátricas más profundas, o tal vez por
temor a perder clientes en su consulta privada. Hasta que
217
apareció un psiquiatra que se atrevió a ponerle el cascabel
al gato, atreviéndose a tocar el tema de Peter como una
patología digna de ser estudiada antes que juzgada si se lo
que se pretendía era evitar la repetición de casos similares
o peores. Observó el psiquiatra que, a su juicio, Peter no
debía ser considerado un desadaptado social sino un
enfermo mental crónico que optó por la peor salida a un
problema personal al que fue arrastrado por la voluntad
depredadora de terceras personas que lo llevaron al
desahucio y a la consecuente decisión de suicidarse, previo
deseo de quitarle la vida a sus maltratadores sin pensar si
tenía el derecho de hacerlo. Todo, motivado por el
desconsuelo de creer que no existía Estado que lo
protegiera y que le hiciera pensar que podía recobrar su vida
perdida, o que al menos le garantizara que tendría una a
partir de entonces. Hecho cierto que lo convirtió en un
animal enjaulado sin puerta de escape -señaló el psiquiatra
quien continuó cargando la mayor responsabilidad a
quienes empujaron a Peter a tomar la trágica decisión.-
Mismos con los que no tuvo miramientos en tildar de
verdaderos desadaptados, quienes antes de ir a las aulas
debieron ser objeto de prueba psicológica que garantizara
su salud mental, tanto si llegaban al aula como objeto de
maltrato o como maltratadores, a fin de evitar la odiosa
disyuntiva de tener que identificar con claridad a las
víctimas y a los victimarios en tragedias que no deberían
ocurrir si el Estado se ocupara de proteger a la población
estudiantil con terapias de comportamiento social por lo
menos un año antes de ingresar a sus primeros cursos, y
durante un mes continuo al comienzo de cada año lectivo.

218
Dejando claro que si bien desde la óptica del derecho es
culpable quien perpetra el acto material, no así desde la
óptica de la psiquiatría, toda vez que está establecido que
una mente enajenada actúa en una dimensión paralela al
estado consciente siendo capaz de ejercer actos que una
mente sana se niega a ejecutar.

Y si llegare a institucionalizarse que quien es diferente por


razones distintas a la violencia debe ser excluido de la
sociedad, habrá que reevaluar la implementación de la
eutanasia preventiva, la cual resultaría menos dolorosa que
tener que recoger una fila de cadáveres antes de proceder a
torturar a quien los dejó en el camino tratando de abrirse
paso en un mundo plagado de psicópatas antisociales
socialmente aceptados y protegidos por el Estado que harán
todo lo posible por impedir que el enajenado lleve una vida
normal. Luego, deberá evaluarse con cabeza fría a quién
castigar: si a quien empuña el arma o a quien la suministra,
concluyendo con la más polémica de las disertaciones, en
la que señalaba que “quien maltrata tu existencia, maltrata
tu vida, y quien te roba tu existencia, te asesina. Luego, no
debería ser objeto de castigo quien siendo excluido de la
sociedad por violencia manifiesta o por segregación social,
asesine en recuperación de su derecho natural a existir.”
Cosa que ni siquiera logró Peter Allows debido a que si bien
no fue enviado a prisión, nunca recuperó su vida arrebatada.

Determinó el psiquiatra que a causa de la discriminación,


Peter saltó directamente de la cuna al sanatorio sin que se
le permitiera disfrutar de los pasos intermedios que todo

219
individuo experimenta en su vida cotidiana, sin
oportunidad de ejercer siquiera una apelación moral o una
catarsis que le permitiera revocar su decisión de matar antes
que ser sometido al más lombrosiano de los actos,
haciéndolo creer que su fealdad había sido la causa del acto
criminoso, cuando lo cierto era que había sido la
consecuencia.

Peter nunca fue llevado a juicio en razón a su estado mental


después de la masacre, a más de su corta edad que apenas
rondaba los quince años. Caso perdido para las autoridades
que no les dejó otra opción que enviarlo al sanatorio sin
derecho a revisión del caso clínico, gracias al dictamen
proferido por una junta médico psiquiátrica que determinó
que no volvería a la realidad nunca más. Y no era para
menos luego de haber sido expoliado de su razón de existir
por una sociedad enferma que decidió aislarlo de ella
convirtiendo en nimios los motivos que lo impulsaron a
cometer semejante masacre, del mismo modo como son
nimias las razones que impulsaron a aquélla a robarle su
autoestima a un chico por el solo hecho de ser feo. Cosa que
en ambos casos, por igual, le arrebata la vida al agredido y
al agresor. Al primero, su necesidad vital de placer y su
razón de ser; y al segundo, su vida física, a no ser que existir
una pena ejemplar para el agresor inicial que lo despoje de
su libertad hasta tanto el agredido recobre su autoestima, o,
en su defecto, de una pena de prisión perpetua si no la
recobrare. Evidentemente una medida salida de proporción
para los estándares modernos, pero totalmente justa si es
posible equiparar la pérdida de la libertad detrás de unos

220
barrotes, con la pérdida de la libertad detrás de la piel
misma. Porque una de las formas de mantener a la sociedad
en el nivel natural de la psicopatía social es mediante la
aplicación de sanciones ejemplares que equiparen el daño
causado al agredido con la pena causada por el agresor, en
virtud del principio de la aplicación de justicia, que no es
otra cosa que una venganza legal o el otorgamiento de
jurisdicción a un juez para que inflija sufrimiento a un
agresor que voluntariamente se lo infligió a una persona.
Esto, con el objeto de mantener al agredido en el lugar de
la psicopatía social, si es maduro; o en la psicopatía
antisocial hasta que se haga justicia con su agresor, que de
no suceder, facultaría al agredido a ejercerla por propia
mano. Sólo así podrá mantenerse la paz colectiva en una
sociedad, la cual será auténtica cuando el mayor número de
ciudadanos permanezca en su lugar de psicopatía social; y
un polvorín, cuando se incline la balanza a favor de la
psicopatía antisocial si fallare la aplicación de justicia. O
estado de paz deficiente, cuando de manera autónoma el
agredido no retorne a su posición de psicopatía social por
considerar que el daño no alcanzó a ser resarcido con la
pena impuesta, corriendo el riesgo que el individuo
atraviese el umbral de la psicopatía antisocial en la que se
halla, a la psicopatía criminal, haciendo justicia por propia
mano. Dejando claro, entonces, que para mantener una paz
auténtica (no disfrazada) en una sociedad, es indispensable
conservar a los ciudadanos, de manera individual, en un
estado de psicopatía social permanente, mediante la
satisfacción de sus dos únicas razones de ser: el alimento y
el placer necesario, evitando en todo momento que este

221
último aspecto se desborde a causa de los excesos de placer
llamados adicciones, lo cual se logra procurando el correcto
funcionamiento del aparato de justicia que garantice de
manera rigurosa la aplicación de sanciones y de penas
acordes con los daños causados, tratando de mantener
alejados a los ciudadanos del virus de la psicopatía
antisocial mediante la imposición de medidas restrictivas
para aquellos comportamientos derivados de los placeres
no vitales o adicciones, como punto clave de perfilamiento
de aquellos ciudadanos proclives a alterar la paz social
cuando su adicción no pueda ser suplida por los medios
lícitos descritos en la ley.

Y en medio de ese mundo sombrío en el que había


ingresado el doctor Speer tratando de hallar el camino que
lo introdujera en la mente de Alan Shmelling, terminó
confundiendo su prejuicio con la realidad sin lograr
determinar su estado de psicopatía, pues no podía controlar
su sentimiento de lástima por la condición mental de
William Morgan con el encierro obligado de Marc Sullivan
que no podía ser modificado sin que se hiciera daño a sí
mismo o perturbara la relativa paz del sanatorio, o por la
muerte de Clara Shmelling, que por momentos justificaba
cuando intentaba ponerse en los zapatos de Alan Shmelling,
o por la precaria condición de Peter Allows quien desde que
había ingresado allí se le notó una enorme tranquilidad por
permanecer aislado, tal vez por haber notado que ninguno
de sus nuevos compañeros reparaba en su simiesca figura
que, quién lo creyera, por primera vez a nadie importaba,
increíblemente convirtiendo al sanatorio en el lugar preciso

222
para vivir sin asedio desde que nació, dado que ni a su
llegada ni ahora se sintió observado, ni sufrió sentimiento
de rechazo que lo arredrara. Era paradójico, e irónico a la
vez, pensar que bien pudo haber encontrado su hogar y su
vida laboral en este lugar sin tener que cobrar las vidas de
tantas personas a las que asesinó. Pero así es el destino y la
naturaleza humana, impone castigos a quien no ha
cometido infracciones.

A medida que el doctor Speer ahondaba cada vez más en


los casos más relevantes de los internos del sanatorio, más
vacíos generaba en su mente, como si conocer el fondo de
las mentes alienadas llenara un vacío de placer oculto que
sólo él conocía y que, a manera de narcótico, pedía a gritos
ocupar su mente, no se sabe si para suplir su dosis de placer
necesario, o para evitar que dicha satisfacción deviniera en
adicción, obligándolo a dar el salto al mundo de la
psicopatía antisocial que, a decir verdad, había poca duda
de que ya discurría por ella desde tiempo atrás. Cosa que
dejaba aflorar cada vez que se asomaba por el amplio
ventanal del segundo piso para observar a los internos,
especialmente a Alan Shmelling. Quizás para solazarse de
su oculta necesidad. Sentimientos que sólo él conocía y que
experimentaba no se sabe si con pena o con placer. Sin
embargo, resulta difícil creer que una persona como el
doctor Speer deseara permanecer en el sanatorio de tiempo
completo, sólo por amor al deber en oposición al placer que
le provocaba el simple trabajo afín a su profesión. Velo
difícil de descorrer en su presencia o con su anuencia, y
223
difícil tarea que se había propuesto Alan Shmelling para
usarla en su favor al momento de enfrentar a su silencioso
verdugo.

Con todo, el doctor Speer no quiso apurarse por lo que


decidió poner sobre su escritorio tres expedientes más para
su estudio. Jack Strasser, Austin Bishop y Gregor
McKinley, tomando inicialmente este último, en vista de la
coincidencia que había representado la llegada de este
hombre con su nombramiento como director del sanatorio.

El caso McKinley sucedió en plena época de tensión


política internacional cuando varias naciones se disputaban
el derecho de someter al mayor número de estados
pequeños. Eran tiempos convulsos en los que conocer los
movimientos de los adversarios ideológicos significaba un
avance estratégico en el tablero geopolítico mundial,
cuando Gregor McKinley fue nombrado agente especial en
el exterior con el objetivo específico de extraer información
relevante acerca de un plan que se gestaba para derrocar a
varios gobiernos a la vez, con miras a crear un bloque
estratégico que permitiera la creación de un corredor
comercial donde poder pasar armas de manera subrepticia
alejados del ojo de los organismos internacionales que
prohibían ese tipo de comercio ilegal. Y para ello debían
seleccionar cuidadosamente a un hombre que, además de su
idioma nativo, debía dominar el idioma del país de destino,
aparte del idioma del bloque de países cuyos gobiernos
serían derrocados. Y parecía que McKinley era el candidato
perfecto. Buena apariencia física, dominaba los idiomas
requeridos, era casado con dos hijos, y lo más importante
224
había sido entrenado en la academia de espías durante una
década como profesor de historia hasta que el oficio
requiriera uno. Hasta que se dio la oportunidad. El lugar en
el que sería infiltrado era una universidad en donde
ocuparía el cargo de profesor de historia geopolítica para
alumnos de ciencias políticas. Lugar al que asistirían
algunos alumnos del departamento de seguridad del país de
destino. Y su currículo como docente ya estaba armado para
cumplir con las exigencias de la universidad requirente, la
cual se aseguró realizando unos exámenes de
conocimiento, así como un estudio minucioso de la hoja de
vida del candidato. Algo que por sí solo brindaba confianza
al departamento de seguridad que confiaba en los criterios
de selección de los docentes. Al fin y al cabo, ni siquiera a
sus directivas se les comunicaba el perfil de los alumnos
que recibía.
McKinley fue aceptado y de inmediato se hizo a su cátedra
mostrando en sus intervenciones gran afinidad con las
políticas locales con el propósito de impedir cualquier
suspicacia que pudiera relacionarlo con su origen o con su
propósito, el cual comenzó identificando a los alumnos que
hacían parte del departamento de seguridad estatal. Tarea
que no fue fácil de descubrir debido a que al ser indagados
todos los alumnos respecto de su procedencia y de sus
empleos, cada miembro del departamento se había
mimetizado en diferentes empresas privadas previamente
seleccionadas, con el fin de evitar ser descubiertos como
agentes gubernamentales. Tales alumnos eran tres jóvenes
de entre los veinticuatro y veinticinco años que justamente
habían sido seleccionados por el servicio de seguridad para

225
ser usados como punta de lanza en la operación que
infiltraría los gobiernos que debían ser derrocados. Razón
por la cual se requería que tuvieran una formación
geopolítica amplia y un conocimiento previo de los países
que ocuparían, incluido su idioma. Algo que McKinley
detectó cuando, luego de varios días, en medio de una
exposición de carácter libre que debían hacer los alumnos
frente a sus compañeros, de manera obvia cada uno de ellos
escogió uno de los países que constituían su objetivo,
seguramente con el fin de extraer del profesor, datos que
pudieran alimentar sus básicos conocimientos respecto de
ellos. Anzuelo que voluntariamente mordió el profesor,
proporcionando datos profundos e información relevante,
casi orientada a sus necesidades, que hizo felices a los
agentes. Parecía que los planetas se alineaban para cada uno
de los bandos, pero como, en tratándose de espionaje nada
es lo que parece, la euforia de McKinley también había sido
sospechosamente detectada por los jefes de los tres agentes
que de inmediato prendieron las alarmas respecto del
infiltrado profesor quien desde ese mismo instante
comenzó a ser objeto de una estrecha vigilancia por parte
del departamento de seguridad, al igual que los tres jóvenes
agentes por parte de la oficina de McKinley. El juego de
ajedrez se estaba jugando en un aula de clases y no en el
terreno como se presumía que sería, pero cada gobierno
tenía claro que delatar tanto a uno como a los otros haría
pública la operación con resultados catastróficos para cada
lado. Entonces sucedió que una tarde, al final de la clase,
uno de los agentes esperó a que se desocupara el aula para
hacerle una pregunta privada al profesor, el cual aceptó con

226
extrema educación y recibo. El joven agente le manifestó
que había entrado en conocimiento de un secreto que
pondría a temblar al mundo si se hacía público y que estaba
dispuesto a revelárselo de manera privada debido a la gran
admiración que le había tomado durante el tiempo que
había sido su maestro. McKinley sintió que su ascenso a
subdirector de la Agencia estaba a tan solo un paso de
distancia y sin dudarlo aceptó la invitación de su joven
alumno quien rápidamente propuso el departamento de su
profesor como lugar de encuentro.

Esa noche McKinley, queriendo ser amable con su alumno


por la información que recibiría, alistó un licor y algo de
comer, dado que la visita estaba programada para las
diecinueve horas. Tiempo exacto en que el timbre sonó y el
joven alumno apareció con un amable saludo acompañado
de una sonrisa algo nerviosa. La reacción de McKinley fue
similar pues estaba ansioso por conocer los detalles de la
información que el joven le suministraría, invitándolo a
seguir a la sala de estar en donde tomaron asientos
individuales, dejando solo el sofá. Lugar en el que el joven
soltó una carpeta cerrada que llevaba consigo. McKinley le
ofreció algo de beber pero el joven lo rechazó y pasó de
inmediato a mostrarle los primeros documentos, tomando
en sus manos la carpeta que había llevado.
Sin muchos miramientos no dudó en decirle a su profesor
que no era cierto que trabajaba en la empresa privada de
sistemas informáticos como se lo había manifestado en la
clase. Que la verdad era que había sido reclutado por el
departamento de seguridad de su país para recabar

227
información referente a una operación que se llevaría a
cabo dentro de unos meses, consistente en provocar unos
golpes militares sobre tres naciones que por su proximidad
y costa común estaban destinadas a servir como área de
desembarque de equipo militar de alta tecnología que sería
utilizado como punta de lanza en una operación mayor.

McKinley no lo podía creer, pues si bien ya conocía el


croquis de la operación, no tenía conocimiento de los
detalles ni las fechas en que se adelantaría, y mucho menos
los detalles de la fase dos, la que creaba el corredor. Sin
embargo, el joven agente, muy astuto, nunca le mostró los
documentos que tenía en la carpeta, ni los exhibió siquiera.
Tan solo se limitó a hablar y a mirar de frente a su
sorprendido interlocutor quien poniéndole un poco de freno
a la conversación le rogó que ahora sí le aceptara un trago.
Algo que éste aceptó pues había notado que la euforia de su
colega agente empezaba a hacerle perder el juicio, y, sin
duda, algo más. Tanto así que luego de unos tragos ya había
permitido que su euforia franqueara su nivel máximo de
placer necesario, permitiendo que su alumno lo abrazara de
manera inusual en muestra de aprecio. Algo a lo que
McKinley no sólo no se negó sino que dio continuidad hasta
consumar un encuentro más allá de lo que la ética y el
entrenamiento de la Agencia permitían.
De hecho, el chico era un agente estatal que aparte de
agente secreto era homosexual y por esta causa había sido
cuidadosamente seleccionado y entrenado para infiltrar
espías en sus más ocultos sentimientos, a fin de constituir
pruebas que sirvieran de chantaje para someter al infiltrado.

228
En una práctica casi infalible que desvelaba la debilidad del
ser humano frente a sus sentimientos más íntimos y a sus
inclinaciones por encima de cualquier compromiso
profesional o ético que atentara contra ellas. McKinley
había abandonado su zona de psicopatía social desde el
mismo instante en el que se dejó gobernar por el exceso de
placer necesario, inducido por el placer extra que le brindó
el chico, quien logró confundir su mente hasta hacerle dar
el salto hacia la criminalidad, traducida en traición a su país
convirtiéndose en doble espía. Una prueba para la que
ninguna persona está preparada para controlar, máxime si
de lo que se trata es de poner en conflicto pasiones naturales
internas con sentimientos patrióticos inducidos. Mismos
que siempre terminan sucumbiendo en favor de la ley
natural. La cual, al cabo de unos minutos ya había
provocado que se agotara la botella completa, entre risas,
abrazos y lenguaje romántico que apenas dejaba respirar a
su profesor, quien, inexplicablemente, no duró mucho en
quedarse dormido, activando de inmediato la fase dos del
complot, consistente en permitir el ingreso al departamento
de un grupo de cuatro personas más con cámara de
filmación en mano acompañada de un set de luces como si
fueran a filmar una película, que justamente se trataba de
eso, de filmar una película cuyas escenas incluían los
cuerpos desnudos del joven agente al lado de su profesor en
posiciones inequívocas de acercamiento íntimo.

Tomaron tantas fotos que no quedó ni un centímetro de piel


que no fuera registrado, con el fin de que el material no

229
pudiera confundirse con otro o con posibles montajes que
quisieran alegarse. McKinley no tenía salida.

Al día siguiente, en medio de la resaca, McKinley no podía


explicarse lo que había sucedido, dado que entendía su
condición bisexual, la cual tenía tan oculta que ni siquiera
su Agencia la conocía. Sólo recordaba la euforia de estar
recibiendo información clasificada de su joven alumno
espía quien en medio de la euforia y abundante licor lo
sedujo íntimamente al punto de arrodillar su ética y
comprometer toda una operación de espionaje que hundiría
a su país, y a él lo condenaría a muerte. De momento creyó
que no sería importante hasta que recibió una llamada
telefónica en la que fue contactado por su joven alumno
para proponerle un nuevo encuentro, pero esta vez no sería
en su departamento sino en un lugar desconocido y neutral,
es decir, tampoco en el departamento del joven. Algo a lo
que no se negó, creyendo solucionar con unas simples
explicaciones que recibiría de su alumno. Pero lo esperaba
una sorpresa mayor.
Una vez en el lugar acordado, algo temeroso, sin saber con
exactitud lo que encontraría, McKinley golpeó la puerta
cuya dirección coincidía con la suministrada
telefónicamente, a cuyo llamado apareció un hombre
diferente al joven espía quien al instante apareció detrás de
aquél en actitud de protección. El temor se agudizó en
McKinley que aun cuando no lo dejó entrever, saludó con
reticencia. Pero el momento no estaba para diplomacia, el
joven lo invitó a seguir y de inmediato lo condujo a una
mesa redonda en donde había tres hombres más con rostro

230
inexpresivo, camisas blancas, corbata negra y sombreros
borsalinos negros. Sobre la mesa una baraja abierta de
fotografías, las cuales McKinley comenzó a observar con
tal asombro que por poco se desmaya, pero aun así
conservó la calma, al fin y al cabo era un espía que había
recibido entrenado para situaciones comprometedoras.
Pero no tanto. Y la reacción fue obvia, así como la pregunta
que siguió: ¿de qué se trata todo esto? Pregunta que uno de
los hombres respondió sin ambages. “Mire señor
McKinley, seremos breves. Todo lo que le dijo nuestro
compañero anoche es cierto, excepto lo de las fechas en que
se llevará a cabo la operación, y lo que queremos de usted
es simple, que vaya a su agencia y les lleve la información
que le tenemos preparada en este sobre en la que aparece
con lujo de detalle el íter de la operación que ellos ya
conocen que se ejecutará.
- Si entiendo bien -respondió McKinley- ¿lo que usted
pretende es que yo proporcione información falsa a mi
gobierno?
- Entendió bien, pero no sólo eso. Lo que queremos es que
a partir de ahora trabaje usted como doble espía para
nosotros, comenzando por llevar esta información y
devolvernos los detalles de los planes como ellos actuarán
frente a nuestra operación -señaló el agente con mirada fría
y voz firme como dando por sentado que McKinley
aceptaría-
¡No, por supuesto que no lo haré! -respondió McKinley con
voz resuelta-
Sin ofuscarse, el agente se limitó a mirar encima de la mesa,
preguntando ¿lo hará?

231
Déjeme pensarlo -respondió McKinley, luego de mirar el
abanico de fotos, dando la media vuelta y dirigiéndose a la
puerta de salida, pero antes de cerrarla a sus espaldas
escuchó una voz que le dijo. “No hay tiempo. El plazo es
mañana a las ocho horas”.

Ese día McKinley no asistió a la universidad, y en cambio


se retiró a su departamento a tratar de diseñar una ruta de
escape que le permitiera rechazar la oferta, aun cuando
sabía que estaba atrapado. El doble espionaje en su país
estaba castigado con pena de muerte, pero si elegía contarle
todo a la Agencia, era evidente que las fotos serían
reveladas a su familia, y su vida estaría terminada. Entonces
tomó su decisión. Al día siguiente a las ocho horas tomó el
sobre con la información clasificada y se dirigió
directamente a las oficinas de su Agencia en donde lo
esperaban ansiosos por conocer el resultado de sus
investigaciones. Algo que no podían creer de un agente que
hasta ahora no contaba con más de dos misiones de
importancia y que había obtenido semejante logro en ésta
su más importante misión. Algo que le valió los más
grandes elogios, acompañados de una condecoración en
ceremonia privada, como era de esperarse, y una semana de
vacaciones en una isla turística en compañía de su familia.
Algo soñado por cualquiera de sus compañeros pero que en
cabeza suya no sería más que el inicio del fin, no de su
carrera sino de su vida entera.

Sin mucha espera, se embarcó con su familia rumbo a la


isla a disfrutar de su premio. Pero no pasaron tres días allí

232
cuando se enteró por un noticiero local que de manera
inexplicable se habían producido tres golpes militares
consecutivos en tres países vecinos, ante la cara de terror de
McKinley que sabía que la operación se había adelantado
varios días con el propósito de que no fuera retaliada.
Obviamente la información que había suministrado a su
agencia era falsa y por tanto su cabeza ya tenía precio.
Entonces se movió con rapidez y embarcó a su familia a su
país, en tanto que él alcanzó a huir a su nueva agencia con
el ánimo de ser protegido por ella. Su nueva empleadora,
en donde inicialmente fue recibido con vítores. Algo que lo
alegró momentáneamente pero no le brindó toda la
felicidad que hubiera querido debido a que comprendía que
a partir de ese momento no regresaría nunca más a su país,
ni al lado de su esposa ni de sus pequeños hijos, a quienes
no volvería a ver nunca más. Estaba hundido. Su vida había
terminado y había perdido su razón de ser. Con todo, se
puso a las órdenes de su nueva agencia en espera de alguna
misión que lo disipara, pero no contó con buena suerte pues
como era de esperarse de una agencia de espías lo único que
le ofrecieron fue devolverlo a su país a cambio de no ser
asesinado. Obviamente había sido traicionado, al tiempo
que la oferta le cayó como puñalada en el pecho. Tanto que
pensó en suicidarse. Pero no lo hizo de solo pensar que al
hacerlo, de todos modos se revelaría lo sucedido en su
departamento con el joven espía, manchando su honra y
exponiendo a su pequeña hija y a su otro hijo al escarnio
público. Algo que le aterraba porque si bien reconocía su
inclinación bisexual, no estaba dispuesto a llevarse consigo
la vida de sus hijos y la de su esposa. Por eso desistió del

233
suicidio mientras hallaba otra salida. La cual llegó cuando,
en solidaridad por la gestión realizada, la nueva agencia le
ofreció someterlo a un intercambio por otro espía de los
suyos, y para evitar que McKinley fuera fusilado en su país
lo enviarían en calidad de demente declarado, debidamente
diagnosticado y certificado para que de este modo pudiera
vivir al lado de su familia. Sin embargo, su carta de
salvación consistía en que tendría que fingir su demencia
de por vida a cambio de morir en la horca.
McKinley aceptó, y desde el momento mismo del
intercambio fue entregó a los funcionarios de su Agencia
con un sobre en sus manos que contenía la certificación de
su estado mental. La transacción se realizó y de inmediato
fue conducido a los cuarteles de la Agencia para ser
interrogado pero fue inútil porque McKinley no sólo se
negaba a hablar sino que se limitaba a mirar hacia el techo
gracias a la corta capacitación que recibió y que a la postre
sería su única carta de salvación para vivir, ver a su familia
y mantenerla viva.
Fueron varios los meses que McKinley estuvo retenido sin
que diera muestra de cordura hasta que sus ex colegas se
dieron por vencidos y tuvieron que enviarlo al sanatorio
dado que no podía ser ejecutado un hombre sin un juicio
previo en el que fuera declarado culpable. El plan dio su
resultado pero sus efectos serían poco menos que
espantosos.
Gregor McKinley llegó al sanatorio justo el mismo día en
el que William Speer asumió su cargo. Caso que, por su
secretismo y ausencia total de medios informáticos, el
doctor le dio su importancia, al punto de querer auscultar

234
en sus detalles, pues, la instrucción del gobierno era que a
partir de su ingreso, McKinley debería ser vigilado por una
cámara las veinticuatro horas del día, a fin de verificar que
su estado mental era permanente, y que de pasar de
definitivo a transitorio, debería ser conducido de vuelta a la
Agencia para ser castigado con la pena capital. Cosa que no
podían hacer mientras no fuera objeto de garantías
constitucionales que le permitieran ser oído y vencido en
juicio legal. Porque una cosa es condenar a un reo a la pena
capital, y otra muy diferente asesinar a un hombre que no
comprende los cargos que se le imputan. McKinley había
salvado su vida como se lo prometieron sus liberadores
pero tendría que permanecer callado en el sanatorio del
doctor Speer por el resto de su vida si quería conservarla y
ver a su familia en los días de visita al menos. Sacrificio
que se tomó con seriedad sólo por ver a su esposa e hijos
cada sábado a su lado hablándole y rogándole que diera
alguna muestra de que los escuchaba al menos, cosa que él
no hacía por temor a no verlos sentados junto a él la semana
siguiente. Incluso se había entrenado para no soltar ni una
lágrima, pues sabía que de hacerlo, fácilmente sería
detectado en un estado emocional que delataría su
condición racional. Estaba condenado a morir en vida y se
hallaba en un estado de psicopatía antisocial permanente
que le martillaba y le gritaba que debía suicidarse porque
nunca más tendría una vida normal.
Así en ese estado recibió el doctor Speer a Gregor
McKinley, y en ese mismo estado permaneció desde hacía
siete años atrás que habían arribado al tiempo a ese lugar.
Sólo que entonces Speer no se ocupó de conocer el caso a

235
fondo, a diferencia de hoy que ya hacía parte de su vida,
gracias a la permanencia de Alan Shmelling que le imponía
la obligación tácita de documentarse antes de tomar una
decisión respecto de su vida. De hecho, -pensaba el doctor
Speer- que si en sus manos estaba salvarlo, no dudaría en
declarar la cordura mental de McKinley, pero sabía que
hacerlo sería tanto como condenarlo a la horca o al pelotón
de fusilamiento. Tanto así que ni siquiera podía hablar un
segundo con él sin el riesgo de ser observado por ese gran
hermano sembrado allí por la Agencia.

Pasaron dos días después de haber cerrado el caso


McKinley cuando William Speer decidió abrir el segundo
expediente de los tres que había colocado encima de su
escritorio. Se trataba del caso de Austin Bishop, un escritor
que voluntariamente había ingresado en el sanatorio en
medio de una confusión existencial que le hacía dudar
respecto de si aún vivía en la realidad.

Austin Bishop nació solitario, y al parecer quería morir


solitario. Sus dotes de escritor las conoció desde que leyó
el Diario de Ana Frank siendo aún muy joven al sentir que
no era la edad ni la formación académica los requisitos
previos que se requerían para ser escritor, sino la
determinación y el factum, esto es, tener algo qué decir y
atreverse a decirlo. Momento que marcó su vida, no con el
sueño mundano de hacerse un hombre de letras sino
motivado por la necesidad de sacar de adentro lo que su
boca no podía hacer. Pero sus prematuras dotes las
desarrolló no sólo escribiendo su propio diario, sino
escribiendo los diarios de otras personas cercanas a él, a
236
manera de imaginación, convirtiendo en ficción o en novela
las experiencias de otros. Pero como de lo que se trataba era
de escribir, y su diario tomaba apenas unos pocos minutos
al día, o a lo sumo una hora, su avidez lo obligaba a escribir
esos diarios imaginarios con historias que suponía les
sucedían a esas otras personas cercanas a él. Y fue así
como, sin proponérselo, a sus veinte años ya tenía más de
treinta diarios escritos y muy pocos deseos de ir a la
universidad, no obstante la presión ejercida por sus padres
a los que no les valió ni los regaños ni el castigo físico para
hacerlo desistir de su manía por escribir, aparte de que notó
que sus amigos se fueron quedando en el camino,
sumergidos en sus patéticos mundos universitarios, como
él mismo los llamaba, gracias a haber entendido que un
hombre intelectualmente honesto no debía admitir debates
con quien no lo merece. Y, a su juicio, no lo merece quien
los asume desde el prejuicio y no desde la razón.

Con tan solo veinticinco años ya se había sumergido en


temas bastante controversiales que le hacían pensar a sus
padres que andaba en el mundo de las drogas alucinógenas,
o quizás que enfrentaba algunos trastornos mentales,
cuando lo cierto era que apenas salía de su cuarto para
recibir el alimento que generosamente le brindaba su madre
gracias a su negativa a afrontar un trabajo que le
proporcionara algunos ingresos, y nada más. Pacto
silencioso que lo mantenía refugiado en su habitación sin
tener que procurarse su sustento. Fue la época en la que
decidió enfrentarse a definir el universo y la mente humana
desde su propia perspectiva, dejando de lado el temor a ser

237
tildado de loco. Y para lograrlo eligió como título de su
libro Viaje por la mente el cual terminó convirtiéndose en
un tratado sobre el universo en el que se atrevió a retar a los
libros especializados y a los diccionarios, introduciendo
definiciones que reñían con los conceptos conocidos hasta
ahora, planteando postulados y teorías nuevas difíciles de
aceptar por las comunidades científicas y filosóficas que
poco duraron en elevarlo a la categoría de charlatán. Cosa
que nunca le importó, dado que entendía que sus postulados
provenían de su abstracción y no de los telescopios o los
microscopios. Y aun cuando nunca se metió expresamente
a criticar algunas viejas teorías sobre el universo y su razón
de ser, sólo se limitó a controvertirlas silenciosamente
expresando las suyas, partiendo de las simples definiciones
que lo motivaban a expresarlas. Y como era de suponerse
en una persona como él, nunca lo hizo para hacerse famoso
ni para obtener riqueza material, ni mucho menos para
hacer parte en esas comunidades científicas que lo
rechazaban, sino tan solo para expresar las ideas que desde
su cerebro le empujaba su corteza craneal si no les
permitían salir. Era el típico caso de quien es locuaz y se le
quiere tapar la boca. Con seguridad se encaminará a la
depresión y, por qué no, a la locura.

Viaje por la mente explora rutas inmanentes a manera de


autopistas por las que discurren las apreciaciones
sensoriales de todos los seres vivos animales hasta hacerlas
llegar a un lugar en el que el individuo las asocia y las
transforma en memoria para ser usadas en su favor durante
su existencia; o específicamente el hombre las transforma

238
en ideas, también para los mismos fines. Sólo que en el caso
del hombre éste podía conducir las ideas fuera de su cuerpo
para transformarlas en sonidos llamados palabras, o en
movimientos del cuerpo llamados gestos, o en signos y
símbolos plasmados en papel llamados escritura. Pero
todos, unos y otros, con los mismos fines, ser usados en su
favor durante su existencia. No simplemente para pasar
desapercibidos por el mundo sino para procurarse la dosis
de placer que lleva a la felicidad y le da la razón de ser a
cualquier ser vivo animal: bestia u hombre.
De igual modo, Austin trató en su Viaje por la mente
asuntos como el origen del universo, definiendo las cosas a
partir de su configuración y no de sus atributos. Algo poco
común en las definiciones de diccionario que acercaban a
las personas a identificar y diferenciar las cosas y los
fenómenos del universo a partir de sus atributos y sus
funciones y no de su razón de ser simple y llanamente.
Aspectos que le granjearon todo tipo de enemigos
intelectuales que, luego de escucharlos, prefería que fueran
enemigos físicos, pues consideraba que es menos lesivo
para un hombre ser lacerado que vituperado. Cosa para la
que se blindó evitando debates bizantinos que le hicieran
perder el tiempo.
Su libro Viaje por la mente, prácticamente fue su única obra
dado que abarcaba tantos temas que nunca se sabría en
cuántos tomos cabían.
Hizo suya la ley natural al punto de usarla como pilar sine
qua non para estructurar todo su pensamiento, el cual, aun
cuando en principio parecía un tratado según el prejuicio de
Austin, lentamente fue tomando forma a medida que cada

239
definición de una cosa, de un fenómeno, de un postulado o
de una teoría se soportaba por sí sola sobre los pilares de la
ley natural. El dilema estaba en identificar qué cosa, qué
fenómeno, qué postulado o qué teoría provenían de la ley
natural y no de simples fantasías o deducciones subjetivas
orientadas a engañar a otros con fines de lucro. Algo muy
común en el mundo de hoy en donde -a su juicio- el dinero
formó una telaraña que nublaba la mente de cualquier
pensador que entraba en contacto con él. Telaraña de la que
es imposible escapar y que pone al hombre en espera de su
turno para ser devorado por quien la tejió. Decía que toda
definición filosófica deberá describir claramente lo
definido sin incluir dentro del cuerpo de la definición los
atributos de la cosa definida. Que deberá ser tan general y
atemporal que perdure en el tiempo con visos de verdad,
que no altere ni afecte la existencia de nadie, que no oriente,
aliente o contradiga ideologías, doctrinas, religiones o
corrientes de pensamiento; que no admita debates, al punto
de que sea aceptada por todos sin atisbos de resistencia, y
que no verse sobre objetos o utensilios creados por el
hombre. Por tanto, una definición filosófica -decía- será
reputada como tal cuando pueda ser apropiada por igual por
un hombre intelectual, uno ignorante o uno culto; de los
cuales, todos, sin excepción, deberán tener por cierta, de
manera natural, la definición de la cosa definida sin que la
democracia tenga cabida.

Era claro que el mundo de Austin no era el mundo de todos


y por tal razón era que a medida que pasaban los años fue
permitiendo que su mente lo devorara lentamente en

240
equivalencia uno a uno respecto de su alejamiento del
mundo exterior, al que abandonaba con menos nostalgia de
la que le causaba permanecer en él. Hasta que llegó el
momento en el que sintió que su propia casa le estorbaba,
llevándolo a tomar la decisión de elegir el sanatorio como
morada. Y para lograrlo habló con su padre para que
mediante la intercesión de un amigo cercano hablara con el
director de entonces para que lo admitiera en calidad de
interno a petición propia. Por supuesto que se necesitaba
una gran influencia para admitir en un lugar como ese a una
persona que no había sido declarada enferma mental,
aunque lo cierto fue que procurar la certificación médica no
sería tan difícil con solo observar el comportamiento de
Austin y leer sus libros.

Efectivamente el padre de Austin consiguió la certificación


psiquiátrica en la que se afirmaba que su condición clínica
era depresión crónica y por tal razón calificaba para ser
internado en el sanatorio. Certificación que se reforzó con
el precario estado de salud del padre de Austin que, dada su
condición y la de su hijo, prometió que a su muerte
trasladaría su pensión de jubilación a favor del sanatorio ya
que su esposa, y madre de Austin, había muerto dos años
atrás. El sanatorio aceptó y no tardó mucho tiempo en
beneficiarse de la jugosa pensión del padre de Austin
gracias a su fallecimiento cuatro años posteriores a su
admisión como interno.

Al momento de ser abordado su expediente por parte del


doctor Speer, Austin contaba con apenas cuarenta años y ya

241
llevaba quince en aislamiento social sin dar muestra de
tedio o de locura. Simplemente se limitaba a escribir sin
freno. Este fue un típico caso de reclusión voluntaria de un
hombre que sintió que su reino no era de este mundo y que
prefería aislarse de él antes que caer en la locura de luchar
contra él.

El doctor Speer cerró por un momento el expediente de


Austin, convencido de que no estaba frente a un loco
cualquiera sino frente a un intelectual incomprendido que
se había convertido en el primer humano que huyó sin ser
devorado de la telaraña del dinero, de la que hasta ahora
nadie había podido escapar. Sin embargo, quiso ir más allá
de la simple biografía de un hombre que no sólo definía el
mundo de otra manera, sino que definía otro mundo, sin que
necesariamente sus postulados fueran tan descabellados
como los vio su padre o como los veían las comunidades
científicas y de filósofos de su época que prefirieron
convertirse en tribunal inquisidor de corte medieval, antes
que ser desplazados por un hombre del que sería más fácil
deshacerse que tratar de entender lo que decía. Razón por
la cual se tomó unos días más para leer fragmentos de Viaje
por la mente con el ánimo de abrir la suya, al tiempo que
alimentar su curiosidad por saber qué tan profundo podía
llegar un hombre dentro de su propia mente. Ansia que no
pudo controlar y que lo llevó a inmiscuirse casi de
inmediato en su lectura, la cual, desde su propia
introducción, invitaba a los lectores a salirse de sí mismos
con el objeto de autoanalizarse. O mejor, salirse de la mente
para poder estudiar la mente. Un contrasentido existencial

242
que sólo un hombre como Austin podía lograr. O no se sabe
si lo podría lograr, pero al menos lo intentó y lo propuso
como premisa para ingresar a su mente como espectador y
no como su dueño. Comenzando por señalar que el espacio
es el comienzo de todas las cosas, o mejor, la llamada
partícula cero -sin que fuera una partícula- a partir de la
cual puede otorgarse identidad al universo y a sus dos
únicos componentes: la materia y la energía. Algo
aparentemente obvio pero difícil de digerir si se tiene en
cuenta que el espacio es el todo y la nada a la vez, un lugar
sin coordenadas y sin identidad propia pero sin el cual no
es posible la existencia del universo ni los fenómenos que
de él se desprenden. Idéntico estatus que le otorgó al alma
como elemento esencial para la existencia de todos los seres
vivos orgánicos. Concepto nada digerible para quienes,
adentrándose en Viaje por la mente, deberían partir del
dogma que el alma no sólo es un atributo esencial para la
existencia del hombre sino también de los animales y de las
plantas, pues Austin la definía como el sustento que
mantiene erguidos a los seres vivos, otorgándole el mismo
estatus que al concepto de espacio, incluida su ausencia de
entidad propia, al tiempo que su único atributo: el de
mantener erguida la materia orgánica como única
evidencia de estar viva. Esto es, que sin ella no hay vida así
como sin espacio no habrá materia ni energía. Luego,
otorgar el mayor atributo a dos conceptos que no tienen
entidad propia y sin los cuales no es posible la existencia ni
del universo ni de la vida misma era partir de una premisa
tan surrealista como la de Dios creador de todas las cosas.
Por supuesto, algo menos dogmático que esta última divisa

243
pero necesaria para dar inicio a su teoría del universo según
Austin.

Sin embargo, no consideraba intelectualmente honesto


formular una teoría del universo simplemente matando a
Dios, usurpando su lugar mediante el uso de un simple
borrador de pizarra. Entendía que la cosa era algo más
compleja que eso y que, si pretendía hacerlo, tendría que
usar algo más convincente que un borrador de pizarra, o
aceptar irremediablemente su existencia tratando de
definirlo en términos racionalmente inteligibles.

Decía que el cuerpo humano, al igual que el de los demás


seres vivos, eran partículas compuestas por materia y
energía. Nada nuevo hasta entonces pero que originaba la
pregunta ¿quién determina a quién? ¿la materia a la energía
o ésta a aquélla? Piedra filosofal que, de conocerse,
resolvería el origen de la vida y dejaría a Dios como simple
espectador, aparte de arrebatarle de un solo tajo su estatus
como creador, y de paso elevar al hombre al pedestal de
amo y señor del universo a través de la ciencia. Trono nada
fácil de ocupar ni de usurpar puesto que -decía- “solamente
hasta que la ciencia pueda probar lo contrario Dios será el
causante y creador de todo aquello que el hombre no pueda
explicar. Y de ahí su afirmación que la única prueba de que
Dios no existe nace de la incapacidad del hombre de
apreciar o verificar su existencia a partir de sus sentidos. Si
no lo ve, no existe, si no lo huele, no existe, si no lo oye no
existe, si no lo degusta, no existe, si no lo palpa, no existe.
Pero, y si no lo siente, ¿no existe? Claro que sí existe, en
vista de que si lo siente internamente, existirá, porque al fin
244
y al cabo los sentidos son diferentes a las sensaciones, dado
que aquéllos son externos, y éstas, internas; aquéllos
solamente pueden ser excitados desde afuera; en tanto que
éstos salen de adentro; luego Dios existe porque su
naturaleza, diferente a la materia y a la energía, no puede
ser transmutada y luego transportada por ninguna de estas
dos sustancias, pero sí por el éter presente en el interior de
cada hombre llamado mente. Punto de partida para suponer
la existencia de Dios, a quien definía mediante el uso de
aforismos y que combinaba con otros referentes a la
ciencia, en una especie de llamamientos a la reflexión.
Decía que la ciencia es el método usado por el hombre para
dar explicación inteligible a una cosa o a un fenómeno
natural que por su propia complejidad no puede ser
explicado con simples palabras. Que la ciencia sólo es
noble cuando beneficia al hombre, pero si su resultado lo
afecta negativamente será ruin, aun por encima de la
majestuosidad que represente la cosa o el fenómeno
descubiertos.
Señalaba que la ciencia no es hija de la inteligencia sino de
la virtud. Entendida aquélla como el ejercicio de hacer el
bien como resultado de haberlo elegido en cambio de su
opuesto el mal; en tanto que la virtud es el simple acto de
obtener un resultado de manera veloz sin mirar su grado de
afectación sobre el ser humano, deslindando a la ciencia de
todo poder divino que los científicos siempre han querido
imprimirle.

Afirmaba que no toda cosa o fenómeno universal es


susceptible de ser probado por la ciencia en su más pura

245
comprensión sin que por ello deba descartarse de plano que
pueda ser explicada racionalmente.

Y en su más profunda combinación conceptual, señalaba


que la ciencia es el dios de los que temen comprender el
universo, porque el verdadero Dios es la entidad inmaterial
que le ha robado al hombre el soberbio convencimiento de
que puede probarlo todo con tan solo el microscopio y el
telescopio.

Y con instinto poético señalaba que la ciencia es el corral


que Dios ha designado para que el hombre se envanezca de
su limitada capacidad. Optando por llamar milagro al hecho
acaecido del cual la ciencia no puede dar explicación con el
solo apoyo de sus limitados métodos, los cuales no son otra
cosa que el regalo que Dios le dio al hombre para que los
use como herramienta en la comprensión de su lenguaje,
estableciendo como límite de la ciencia aquel momento en
el que hombre se da por vencido para pedirle a Dios que le
permita dar un paso más allá. Aparte de dejar claro que si
bien la ciencia es indispensable para la evolución del
hombre en la búsqueda de su comodidad durante su paso
por este mundo, el mejor científico es aquel que comprende
sus limitaciones y que entiende que el verdadero método
científico es cualquier camino que Dios le brinde para que
comprenda el funcionamiento del universo, el cual jamás
podrá dilucidar con el solo uso de su limitada inteligencia,
dejando a la “posibilidad” como límite de la ciencia, aparte
de dejar el interrogante que si sólo es real lo que ha sido
demostrado por la ciencia, ¿entonces el universo será real?

246
En su Viaje por la mente Austin dejó poco espacio a la
espontaneidad, aunque no la descartó de plano, otorgándole
el estatus de coadyuvante de los procesos que se suceden
en el universo. Incluso cuando se refirió al milagro de la
vida, la cual definió como la manifestación del movimiento
en la materia orgánica cuando ésta es ocupada por el alma.
Pero sólo es ocupada por el alma la materia que es llamada
por la naturaleza a corromperse. El resto, es decir, la
materia inanimada no se reputará por viva aun cuando
manifieste movimiento interno o externo, pues se sabe que
incluso la materia inanimada comporta movimiento o
actividad interna gracias a su composición atómica, sin que
con ello pueda reputarse como viva.

Decía que sólo es real aquello que puede ser


intelectualizado y comprendido por cualquier hombre sin
necesidad de la intervención de los sentidos. Esto es, que
para que una cosa o un fenómeno esté investido de realidad
no requiere ser percibido por ninguno de los cinco sentidos,
como es el caso del espacio, del tiempo, del alma, del
espíritu o de Dios. Todos ellos, conceptos reales aun
cuando no hayan sido vistos, tocados, oídos, olidos o
degustados. Luego la realidad no es hermana de la
existencia por cuanto aquélla no requiere de prueba
sensorial, en tanto que ésta sí.

Bajo estas premisas, cuando se refería a Dios, acudía al


concepto de realidad por encima del de existencia, pues
consideraba que al otorgarle el atributo de existir a Dios,
debía necesariamente que darle una forma física o un
aliento para que pudiera ser percibido por los sentidos,
247
cuando lo cierto es que la realidad de Dios deviene de una
sustancia que no puede ser percibida por los sentidos
humanos pero sí por las sensaciones que le son connaturales
únicamente al hombre, obligando a establecer la diferencia
entre aquéllos y éstas. De las cuales, los primeros sólo
pueden ser excitados desde el exterior, en tanto que las
sensaciones surgen por excitación proveniente de su
interior. Diferencias que, aunque sutiles, lo apartaban de
otros teólogos y filósofos que apoyaban sus postulados en
dogmas y no en la ley natural.

Para Austin era indudable que la fe aleja a los hombres de


la objetividad, pero no necesariamente de la realidad. Pues
si bien la realidad podía ser tan inmanente como la ficción,
se diferenciaba de esta última en que la realidad genera
hechos, en tanto que la ficción sólo imaginaciones y
fantasías.

Sostenía que Dios es una idea creada por el hombre para


designar a alguien superior a él a quién atribuirle la
capacidad de realizar lo que él no puede hacer, incluida la
capacidad de controlarse a sí mismo. Por tanto, no es un ser
superior sino la idea de un ser superior que todo lo puede
bajo la convicción de que el hombre no todo lo puede, y por
tanto requiere de la existencia de alguien que sí pueda.
Luego, Dios es una realidad presente en la mente de sus
creadores y de sus seguidores quienes han querido
humanizarlo otorgándole atributos de bondad, de
obediencia, de reinado, de sumisión, de respeto, de temor y
de cientos otros atributos puramente humanos que hicieron
que su figura fuera moldeada a su imagen y semejanza.
248
Todo a causa de la imposibilidad de imaginárselo en sus
reales dimensiones. Algo imposible de lograr si se tiene en
cuenta que ambos, Dios y hombre, por su naturaleza no son
consustanciales. Luego, no fue Dios quien creó al hombre
a su imagen y semejanza, sino el hombre el que hizo a Dios
a su imagen y semejanza en un acto de temeraria
arrogancia.
Para Austin el hombre no es producto de un molde sino hijo
de la espontaneidad surgida de la interacción de la materia
y la energía creadas por Dios. Luego, -decía- los verdaderos
ancestros del hombre son la materia y la energía.

Definitivamente Viaje por la mente estaba causando gran


impacto en el doctor Speer, al punto de quedar prendado a
su letra por varios días. Especialmente después de leer su
introducción que lo llevó a explorar las profundidades de la
mente en cuanto a los conceptos más primarios.
Aparentemente ya resueltos por la ciencia médica pero que,
a decir verdad, poco a poco le enseñaban que detrás de la
ciencia había otro mundo inexplorado que bien valía la
pena conocer, dejándose sumergir desde la primera página
en ese mundo que le sugería que detrás de la ciencia podía
encontrar tanto a un monstruo como a un ángel. Y se
sumergió en su primer capítulo.

249
Viaje por la mente

¿De quién es la sabiduría sino de aquellos de cuya


mente sale procesada la explicación coherente de
los fenómenos del universo?
Austin Bishop

Cuando se trata de interpretar el universo hay que


darle a Dios lo que es de Dios y a la ciencia lo que
es de la ciencia.
Austin Bishop

Capítulo Primero

La entidad, como concepto, constituye ese aspecto


inmanente que impide o permite otorgar atributos a las
cosas con el fin de que puedan distinguirse de otras de su
misma naturaleza. Quiero decir que si bien el universo
solamente se evidencia a través de dos únicos
componentes: la materia y la energía, su interacción
depende de otros aspectos no palpables por los sentidos
humanos sin los cuales no sería posible dar cuenta de su
existencia. Me refiero a aspectos como espacio, tiempo,
250
movimiento, sustancia, alma, espíritu, entre otros.
Conceptos familiares tan ligados al lenguaje cotidiano de
los seres humanos que ni siquiera éstos se han permitido
aislar o imaginar. Cosa que sucede debido a la
imposibilidad de definirlos sin hacerlos pasar previamente
por cualquiera de los cinco sentidos de que dispone el
hombre para aceptar la existencia de las cosas. Sin
embargo, está la realidad como elemento diferenciador
entre lo sensorialmente palpable por el hombre y lo que no
puede palparse. Realidad que se diferencia de la existencia,
justamente por esa delgada línea roja que permite que una
cosa pueda ser, o no, detectada por los sentidos.

Por sí sola, la existencia de las cosas debe ser probada una


vez es detectada por al menos uno de los cinco sentidos de
los que dispone el hombre para diferenciar las cosas o los
fenómenos del universo. Una cosa o un ambiente es más
cálido que otro solamente porque el cuerpo humano es
capaz de sentir la diferencia de temperatura entre ellos de
acuerdo a lo que el propio cuerpo pueda soportar. Del
mismo modo como podrá establecer la diferencia de peso
entre dos cosas al tratar de levantarlas; o simplemente
señalar qué cosa es más voluminosa que otra con solo
observarlas. Todos éstos son ejemplos palpables de que
solamente a través de los sentidos el hombre podrá
establecer la existencia de las cosas gracias a que cada una
de ellas goza de una identidad propia que permite su
diferenciación, frente a otras cosas de igual o distinta
naturaleza.

251
Pero existen en el universo cosas o fenómenos que no
pueden ser detectados por los sentidos, lo cual los ubica en
el terreno de la inexistencia, pero que no podrán ser
excluidos del entendimiento humano dado que si bien no
pueden ser percibidos por los sentidos, sí es posible dar
cuenta de ellos. Y a esto es lo que se le llama realidad, todo
aquello de lo que el hombre puede dar cuenta sin que le sea
posible darlo por existente. No puede la razón afirmar la
existencia del alma pero es indudable que sin ella no hay
vida. Luego es una realidad aun cuando no pueda probarse
su existencia. De la misma manera si se tratase del espacio,
que es una realidad pero no puede probarse su existencia
por métodos sensoriales.

El espacio es el principio de todas las cosas. Nada puede


concebir la mente humana que no ocupe un lugar en él. Es
la partícula cero sin que sea una partícula.
Cualquier cosa, tangible o no, no admite definición o
existencia alguna si no está ubicada en el espacio,
independientemente de que cuente o no con coordenadas
preestablecidas. Cosa, por demás, nimia.
Es infinito e inmóvil. No nace ni crece ni se reproduce.
Simplemente es realidad. Es todo y nada a la vez. Es todo,
porque nada existe sin él, y es nada, porque sin materia y
sin energía su realidad periclita. Es tan solo un concepto
usado para describir el ámbito que les da existencia a los
componentes del universo, la materia y la energía.

Por no ser ni hijo ni padre, el espacio no nació, ni morirá.


Luego es perenne, invisible, indestructible e inmutable. Y
ni siquiera requirió de un creador.
252
Nada más inmaterial que el espacio y a su vez nada más
real que él, al punto de comportar el primer contrasentido
de la mente humana que admite que algo inexistente pueda
tener un atributo, el de poseer la facultad de albergar
cuanta materia y energía se quiera introducir en él, dando
paso a la teoría que la realidad nada tiene que ver con la
existencia ni con la conciencia, por cuanto la realidad no
requiere necesariamente ser probada, frente a la existencia
que sí la requiere. Y con la conciencia mucho menos,
puesto que esta última es la prueba de la existencia y, como
se dijo, la realidad no la requiere.
La realidad es un hecho incontrovertible que goza de
singularidad.

El espacio es el elemento invisible en donde se alojan y


desarrollan su actividad los componentes del universo: la
materia y la energía.
Es el medio natural que justifica la existencia del universo
sin que sea parte integrante de éste; luego, no obstante su
invisibilidad, es real puesto que no puede concebirse la
existencia de alguna cosa sin consideración del recipiente
que la aloja.

Es el determinador del universo debido a que no podrá


existir éste sin un espacio que lo aloje, al tiempo que el
espacio no requiere ser ocupado para ser una realidad.
Luego, no es el universo el que lo determina a él, sino él, el
que determina al universo. Y aun cuando es infinito, el
universo no lo es, pues no conoce el hombre un elemento
multiplicador del que pueda deducirse, válida y
253
racionalmente, el nacimiento de materia y de energía
diferentes a las ya existentes, puesto que la espontaneidad,
siendo una realidad, no constituye prueba inteligible de la
que pueda inferirse el nacimiento de cuerpos celestes que
no sean el producto de la división de otros, ya porque
hayan colisionado entre sí o ya porque hayan explotado
individualmente producto de su propia actividad interior.
Algo que pone al universo en el terreno de la creación y no
de la generación espontánea, que de ser así pondría a la
humanidad en peligro de extinción, cuando, producto de la
espontaneidad, pudieran generarse seres devoradores de
hombres que provoquen su extinción.
Luego la espontaneidad no constituye opción que dé
explicación al origen del universo, más allá de usar la fe
como punto de partida de una supuesta explicación
científica respecto de su existencia.

El espacio es elemento y es medio. Es elemento porque se


requiere de una acepción para describir algo que es real
aun cuando sea invisible. Y es medio por su función, dado
que de él depende la existencia del universo, en vista de que
toda la actividad que le da la razón de ser y de existir a
aquél se desarrolla dentro de ese medio llamado espacio,
que de no ser así no sería posible la existencia de las leyes
generadas por el movimiento que le es propio a la materia
y a la energía como únicos requisitos para su percepción
sensorial. Luego, es a través del movimiento como el
hombre puede percibir las leyes del universo que le
permiten dar cuenta de su existencia y de la suya propia.
Por tanto, el movimiento es real pero no existe.

254
Entonces, se tendrá por movimiento toda actividad,
sensorial o no, que manifiesta el universo como causa de la
reacción intrínseca de sus componentes, -la materia y la
energía-, actuando desde sus propios intersticios, sin
propósito aparente, aun cuando de su interacción se
generen leyes que afecten directamente la existencia del
hombre como punto central de todo estudio o investigación
que desee adelantarse sobre el universo. Hay movimiento
en la mente cuando nace una idea, un pensamiento o una
reflexión, sin necesidad de que alguno de los sentidos lo
perciba. El solo hecho de presentarse un cambio, supone
que estuvo antecedido de un movimiento. Luego el
movimiento es una realidad sin entidad propia. Puede
evidenciarse el cambio de la materia y de la energía pero
no puede percibirse el movimiento mismo, dado que no es
posible su individualización respecto de las cosas que se
mueven o cambian de estado.
Luego, serán los sentidos el único recurso de que dispone
el hombre para verificar su propia existencia y la del
universo del que es parte. Caso sui generis dentro del
universo en el que una de sus partes integrantes (el
hombre) debe aislarse de manera obligada con el único
propósito de abordar el estudio o la comprensión de lo que
lo circunda llamado universo. Tal como se hace necesario
salirse de la mente para abordar su conocimiento.

Así, entonces, se tiene que los sentidos son la más primaria


configuración y pieza fundamental de que disponen los
seres vivos animales para dar curso al desarrollo de su
razón de ser, debido a que, en el hombre únicamente,

255
cualquier tipo de ideas o de reflexiones surgidas de su
mente, solamente podrán construirse partiendo de
experiencias captadas desde el exterior a través de los
órganos dispuestos para tales fines. Ideas que son
transportadas y recopiladas en un recipiente finito llamado
memoria, ubicado en el interior del cerebro, desde donde,
posterior y selectivamente, son convertidas en
razonamientos o reflexiones antes de ser extraídos y
conducidos a través de alguna de las autopistas que
atraviesan el éter llamado mente con el objeto de dar
complemento a ese ser integral llamado hombre, del cual
no puede escindirse sin lesionar su naturaleza. Luego la
mente es real aun cuando nadie pueda dar cuenta de su
existencia o de su ubicación espacial.
¿Y qué ocurre con los invidentes o con los sordomudos?
Para el caso de los invidentes, sus ideas y reflexiones son
construidas a través de los demás sentidos. No habrá en un
invidente una idea de paraíso en donde se incluyan sus
colores por ejemplo, pero sí sus formas, texturas, olores,
sonidos y sabores. Los colores no serán jamás objeto de su
imaginación dado que no tienen su origen en el
inconsciente sino en la naturaleza misma que los lleva
implícitos en el componente material del universo. Luego
no hay colores en la energía dado que ésta solamente es
susceptible de ser sentida por el hombre, más no observada
por él. Concluyéndose, entonces, que las ideas construidas
por un invidente tienen su origen en la energía y no en la
materia, la cual sólo contribuye a la formación de esas
ideas cuando irradia su energía. Y en el caso de los
sordomudos, su mundo interior solamente se construirá a

256
partir de las imágenes y de las sensaciones captadas por el
sentido del tacto, sin que pierda la facultad de hacer
razonamientos o reflexiones basados exclusivamente en lo
que huelen, ven o sienten. Quedando reservado cualquier
razonamiento que parta de un sonido.

La mente es el segundo universo. Es el universo interior de


cada hombre. No es materia ni energía, es tan solo el medio
requerido por las percepciones sensoriales para
transformarse en ideas que, debidamente seleccionadas y
dispuestas, otorgan a cada individuo su nivel de cordura,
de inteligencia y de sensatez para dar cumplimiento a sus
dos únicas razones de ser y de existir: el alimento y el
placer.

Tanto la mente como los fenómenos que ocurren en su


interior no son susceptibles de estudio científico alguno,
por el contrario, no es más que mera ficción sin explicación
plausible, sin razón aparente y sin propósito interior o
ulterior. Los fenómenos que ocurren en la mente son
necesarios para que el hombre discurra por su entorno
llamado planeta tierra por él mismo. Necesidad que se
materializa cuando el fenómeno interno ocurrido en la
mente es consecuente con el devenir del cuerpo que lo
recibe, es decir, que sólo habrá coherencia entre lo
pensado y lo actuado cuando esto último permite que el
individuo discurra por el mundo sin hacerse daño y sin
hacerle daño a otros seres vivos, o a su entorno.

Y aun cuando es un término usado recurrentemente por el


hombre para describir su naturaleza superior frente al
257
resto de especies animales, o para erigirse entre otros
individuos de la suya propia, habrá de derrumbarse esta
teoría cada vez que los actos desplegados por aquél
desdigan de ese autodenominado carácter superior.

En términos mundanos, tener mente puede interpretarse


como ser cuerdo, o inteligente quizás, pero siento decir que
esta ponencia no se trata de algo tan simple, más allá de
querer otorgarle mote a algo inefable y desconocido que en
apariencia "no vale la pena descubrir", pero sí usar.
Y el asunto es tan complejo que el solo hecho de tratar de
explicar lo que es la mente, requiere de su aislamiento para
que pueda ser observada y definida. Esto es, de hacerla a
un lado de la conciencia con el propósito de encargarle a
ésta la difícil tarea, no sólo de definirla sino de encontrar
su identidad y su razón de ser en la vida del hombre que,
según parece, encuentra su propia razón de ser en ella.

Salirse de la mente para estudiar la mente puede comportar


una auténtica insensatez, por no decir locura, dado que en
medio de la locura no es posible abordar estudio
consciente alguno. No obstante, habrá que tomar el riesgo.

Se entiende por mente un lugar o un espacio etéreo sin


entidad propia, inmaterial, sin coordenadas, insertado en
algún lugar de la masa cerebral del hombre, dotada de la
función única de facilitar la fabricación y transporte de las
ideas que le servirán al cuerpo humano - como un todo o
individualmente- para tomar las acciones que le otorgan la
razón de ser a su existencia. Luego, no es posible para el
hombre alcanzar su estatus de tal sin una mente que lo
258
diferencie del resto de los individuos orgánicos que ocupan
el universo.

Por ser un lugar, la mente de cada hombre puede


transportar todo aquello que constituye su individualidad
frente a los demás seres de su especie, como sentimientos y
deseos por ejemplo, los cuales determinan la escala natural
de valores que se ven reflejados en su comportamiento en
la vida cotidiana, constituyéndolo en un ser de bondad o de
maldad, lo cual se verá reflejado directamente en el
comportamiento exterior de cada individuo que lo
mantendrá en estado de euforia o de depresión, o, incluso,
en niveles de locura.

Luego, la mente es la fábrica en la que se “confeccionan”


las ideas que llevan al hombre a hacer el bien o el mal.
Siendo la idea esa partícula inmaterial primaria a partir de
la cual el hombre construye sus pensamientos y reflexiones
que le darán su carácter. Luego, el pensamiento es el
ordenamiento sistemático de las ideas en líneas coherentes
que le permiten al cuerpo satisfacer sus necesidades de
movimiento en forma de comunicación o de acción, con el
propósito de darle su razón de ser.

Debido a su falta de entidad, la mente no puede ser


controlada, ni esclavizada, ni aislada, ni modificada,
debido a que es tan etérea que no puede ser intervenida ni
siquiera por la voluntad, dado que esta última tan solo
puede usarla como medio. Y como tal es por donde transita
toda la actividad sensorial del hombre; es el lugar en donde
se forman y por donde discurren las ideas, las emociones y
259
el pensamiento, entendido este último como el saco que
contiene las ideas que constituyen la individualidad del
hombre. Porque el conocimiento se almacena en otro lugar
diferente llamado memoria.

El cerebro no da órdenes, las cumple cuando es excitado


desde el exterior a través de los sentidos, o interiormente
por los deseos del consciente y por los miedos extraídos del
inconsciente. Luego, el cerebro es tan solo una masa sin
entidad propia, dotado de la conectividad necesaria para
transportar hacia el exterior las ideas generadas en la
mente; y hacia el interior, las sensaciones de placer, de
dolor o de miedo que manifiesta el cuerpo.
Es el lugar de donde parten las ideas o los instintos que le
dan la individualidad a cada ser vivo animal, marcando el
comportamiento específico que le permite ser clasificado
en una de las tantas especies existentes.
Cuando el cerebro es exigido por alguna sensación externa
o interna, toma unas formas específicas que hacen posible
satisfacer esa necesidad requerida por el cuerpo. Y para
lograrlo, la sangre es usada como combustible para
estimular su actividad, y así facilitar ese deseo o esa
necesidad requerida por el cuerpo. Luego el deseo y la
necesidad son determinantes en la actividad del cerebro, y
no éste de aquéllos, lo cual da fuerza a la teoría de que el
cerebro es tan solo una masa sin entidad propia, diseñado
para recibir órdenes y no para generarlas. De la misma
manera como el motor eléctrico es un utensilio creado por
el hombre para facilitar ciertas actividades ajenas al
utensilio mismo, el cerebro es el motor interior del cuerpo

260
que usa el hombre para dar cumplimiento con su razón de
ser y de existir.

Aun cuando la mente no es ni materia ni energía, se


entiende que ocupa un espacio fijo y encapsulado en el
cerebro sin que sea posible su ubicación espacial exacta o
su remoción. Es decir, la mente no puede ser desplazada de
su lugar sin que su huésped, el cerebro, perezca.

Por ella no transitan ni el alma ni el espíritu, pues estas


dos entidades son autónomas que cumplen funciones
individuales y necesarias para garantizar la existencia de
los seres vivos animales. En tanto que el alma es la fuerza
natural que le da sustento a la materia orgánica toda, el
espíritu es el motor inmanente que impulsa al hombre a
luchar por permanecer vivo durante el tiempo concedido
por la ley natural para permanecer en ese estado, ya sea
procurándose el alimento requerido por el cuerpo físico, o
ya buscando esos momentos de placer que le otorguen la
razón de ser a su existencia. Luego, el alma es componente
necesario de todos los seres vivos, en tanto que el espíritu
es connatural solamente a los seres vivos animales, de los
cuales el hombre lo usa como inteligencia, y la bestia, como
instinto.

Si el alma es la fuerza que mantiene erguidos a todos los


seres vivos, es prueba suficiente para determinar que
constituye la reacción natural a la gravedad, y su
naturaleza se afianza en el movimiento. Esto es, que nadie
diferente a los seres vivos animales tiene la facultad de
separar su cuerpo físico de la tierra, o moverse de manera
261
autónoma y voluntaria si no cuenta con un alma que se lo
permita.
El alma es el sustento de los cuerpos vivos pero no es la
vida misma puesto que no tiene ni entidad ni vida propia.
Esto es, que no comporta atributos como la voluntad que le
permitan orientar el comportamiento del huésped que
ocupa. Es tan solo el catalizador de unos procesos
químicos que se suceden al interior de un cuerpo orgánico.
Luego, no nace ni crece ni se reproduce ni muere sino que
ocupa un cuerpo que la necesita exclusivamente para
permanecer erguido, tomando de ella su único atributo, la
facultad de ocupar cuerpos orgánicos, esto es, que a partir
del momento de la ocupación, dichos cuerpos adquieren la
facultad de crecer hasta corromperse lo suficiente como
para permitir la salida del alma antes de tomar el camino
final de corrupción definitiva sin opción de regeneración.
Luego, el alma no es coadyuvante de la corrupción del
cuerpo. Esta última se produce por acción de desgaste
natural causado por el ataque de elementos externos al él
y por la acción del tiempo concedido por la ley natural a
cada especie viva.

No es posible hablar de la inmortalidad del alma puesto


que hacerlo obliga a pensar en un nacimiento, dado que no
es un ser viviente que nace, crece, se reproduce y muere.
Virtud reservada exclusivamente a los seres orgánicos que
derivan su existencia de procesos químicos que nada tienen
que ver con el alma. El alma es una fuerza sin identidad
cuya única función es mantener erguidos a los seres
orgánicos durante el período que la naturaleza les otorga

262
para permanecer en la tierra de acuerdo a su composición
molecular única, o mientras esa composición no sea
alterada por agentes externos que obliguen a su abandono
cuando sin el órgano afectado el ser viviente pierde la
facultad de recibir sus dos únicas necesidades vitales: el
alimento y el placer. Entonces, una vez el alma abandona
el cuerpo físico, éste inicia el proceso de corrupción
definitiva sin posibilidad de retorno del alma que lo
abandonó, u otra diferente, dado que no hay en el ambiente
“almas al acecho” esperando ocupar el espacio dejado por
otras. Del mismo modo que, por carecer de entidad, no hay
posibilidad alguna de que puedan socializar entre ellas en
ámbitos o dimensiones desconocidas que sólo existen en la
mente del hombre. Luego, el alma, siendo la fuerza que
hace flotar al ser vivo en proporción de su peso, una vez
fuera de aquél se integra de nuevo en el espacio, al tiempo
que colapsa el cuerpo que ocupó para dar inicio a su
proceso de corrupción final.

Hay almas grandes que trascienden su atributo único de


mantener erguidos a los cuerpos que ocupan, al punto de
hacerlos levitar, o, incluso, salir de él y regresar. En
cambio, el espíritu es el motor que activa los sentidos de
todos los seres vivos animales, llevándolos a hacer uso de
sus particulares atributos de supervivencia. Solo que en las
bestias no se llama espíritu sino instinto.

Un ser es viviente cuando el alma entra en su cuerpo físico


desde su más primaria concepción. Y es humano cuando,
dotado de alma, ingresa en él, o se forma en él, su espíritu.
Entonces, la formación integral de un ser humano
263
comprende tres momentos diferentes, los cuales traen
consigo sendos atributos que le dan el carácter de tal. El
primer atributo es el cuerpo físico que se origina de manera
espontánea luego de que se den las condiciones para el
evento. Esto es, o el contacto sexual, o el contacto suplido
del óvulo con el esperma en el medio adecuado. El segundo
atributo corresponde al ingreso o formación del alma en
ese cuerpo en un momento no determinado aún por la
ciencia, pero que lo hace con la misión de mantenerlo
erguido hasta el momento en que la naturaleza, o el facto,
provoque su separación. Entendiéndose por “erguido” la
condición contraria al colapso, y no a la condición de
andar de pie, pues está erguido, tanto el pez que nada como
el ave que vuela o el gusano que repta.
Y el tercero atributo será el ingreso o formación del
espíritu en ese cuerpo físico, que tendrá como función
facilitar la coordinación, peristáltica o no, entre la energía
y el cuerpo físico, con el propósito de brindarle las
herramientas para que desarrolle su supervivencia. Por
tanto el alma y el espíritu no son lo mismo, dado que son
de diferente naturaleza en razón a su incontrovertible
jerarquía, que impone que sin alma el cuerpo no nacerá o
simplemente perecerá, en tanto que sin espíritu podrá
sobrevivir al menos a expensas de otro huésped. Sin
embargo, son iguales en cuanto a su procedencia o
formación, ambas desconocidas por la ciencia, pues no se
conoce su existencia pero sí su realidad. No son energía
debido a que ninguna de ellas es irradiada por la materia,
luego son ofrenda divina hasta tanto la ciencia pruebe un
origen diferente.

264
La conciencia es ese lugar en donde se desarrolla toda
percepción captada desde el exterior por los sentidos,
donde se identifican y se aíslan los fenómenos reales del
universo y donde se establecen las diferencias entre las
imaginaciones y las fantasías para resolver el permanente
conflicto entre aquéllos y éstas como requisito
indispensable para mantener libre o sometido el cuerpo
físico. Y es justo ella, la conciencia, el árbitro llamado a
resolver ese conflicto entre la realidad y la ficción.
La conciencia es ese estado en el que tanto la mente como
las ideas formadas en ella tienen la aptitud de generar
reflexiones, razonamientos y pensamientos ajenos a la
fantasía o a la ficción, en razón a la procedencia de las
experiencias sensoriales captadas desde el exterior a
través de los sentidos, y no de los mensajes fugados del
inconsciente cuando las puertas de éste son abiertas por
alguno de los estados extáticos en los que entra el individuo
durante su vida. Luego, podría considerársela como un don
de la vida, más allá que una condición natural, dada la
excepcionalidad de individuos que gozan del don de
mantenerse en ella.
Y nada tiene que ver con la inteligencia, puesto que es tan
solo el medio en el que deambula aquélla. Es decir, que
mientras la conciencia es estática, o mejor, estacionaria, la
inteligencia no, dada su necesidad de movimiento que la
impulsa a hacer el ejercicio de identificación previa entre
el bien y el mal con el objeto de determinar si el acto de
selección fue en uno u otro sentido.

265
Y entonces ¿qué es una idea? Una idea es el resultado de
un ejercicio de selección de experiencias o captaciones
eminente y rigurosamente sensoriales, previamente
almacenadas en un saco etéreo ubicado en algún lugar del
cerebro del hombre, ordenadas y sistematizadas de forma
tal que permiten la acción física del hombre que lo impulsa
a desempeñarse y a trasegar por su entorno en
cumplimiento de un fin específico, ruin o altruista, que le
otorgará el carácter de hombre bueno o malo, aun cuando
una vez formada la idea, la acción no se materialice de
manera física, quedándose almacenada en el éter llamado
mente para ser usada a voluntad del individuo. Luego, la
voluntad jugará su propio papel dentro de la actividad
consciente del individuo, pues constituye ese "permiso de
actuar", o mejor, de dejar que la idea se materialice en la
acción, o, en su defecto, restringirla para que permanezca
almacenada en el otro almacén etéreo llamado memoria
para cuando la necesidad del individuo abra su puerta y
las extraiga para facilitar su materialización.

Entonces, siendo la voluntad el cerrojo que permite el paso


de las ideas de su lugar de almacenamiento (la mente) a la
acción física, bien podría definirse ésta como la acción que
es excitada por la sensación de conjurar un placer
enquistado en cualquiera de las partes del cuerpo del
hombre, o en todo, cuando ha sido invadido desde el
exterior con alguna sustancia, o un aroma que excite (en
principio), y modifique (después) la estructura física o
emocional del cuerpo humano, según el caso. Luego, no
será la voluntad un ente autónomo y consciente, sino un

266
mero catalizador que arroja al hombre a acertar o a
equivocarse. Entendiendo por acierto todo acto humano
que le otorgue placer sin modificar negativamente la
existencia de otro hombre. O, en su defecto, sería un
desacierto si, aun provocando placer, desmejora la
existencia de otro o de su entorno.

Pero es posible que por la mente discurran ideas que estén


de acuerdo con la realidad pero no con la verdad, y menos
con la certeza, dado que esta última ocupa un grado
superior al de la verdad, puesto que no es otra cosa que la
confirmación de aquélla, la cual existe por sí misma aun
cuando no salga a la luz, puesto que su divulgación no es
atributo necesario de la verdad, es decir, que la verdad
puede existir sin que haya sido descubierta, o siquiera
percibida por otros. En tanto que la certeza sí requiere de
la existencia previa de la verdad, so pena de no existir
jamás como ente autónomo, o, incluso, de no nacer.
Así, una idea de realidad es el convencimiento de la
existencia de algo que no puede ser probado ni percibido
por los sentidos sin que medie la fantasía o la ficción.

Pero la realidad no necesariamente es verdad, aun cuando


puedan coincidir, esto es, que algo puede ser real pero no
ser verdadero. Un pensamiento, una reflexión o una simple
idea de onda electromagnética, que surtieron su proceso de
formación en la mente, inicialmente constituyen realidades
pero no necesariamente verdades, pues simplemente se
estacionaron en ella a la espera de convertirse en verdad
cuando salgan de allí y puedan ser cotejadas de manera
inteligible. La realidad es un hecho escueto,
267
independientemente de que pueda ser percibido o no por
los sentidos, tal como sucede con el espacio, que es real
porque es ocupado permanentemente por la materia y la
energía, pero no puede ser percibido por los sentidos.
Luego realidad, existencia y verdad son conceptos aislados
que distinguen eventos universales diferentes.
La memoria, por ejemplo, es real pero no puede
comprobarse su existencia sino mediante la exteriorización
de las experiencias sensoriales captadas por los sentidos,
transformadas en ideas, reflexiones y conocimiento que
una vez expulsado del cuerpo físico a través de la voz o de
los gestos o de la escritura, darán cuenta de la cantidad de
información que el individuo puede extraer de ese saco
etéreo llamado memoria , pues es incontrovertible que una
persona que recuerde eventos pasados, por ese solo hecho,
fácilmente podrá dar cuenta de que al menos la memoria
es una realidad aunque no pueda dar cuenta de su
existencia en virtud a que no es posible ubicarla
espacialmente dentro del cerebro ni sentirla ni verla ni
palparla, gracias a su falta de entidad propia, esto es, que
no es posible otorgarle atributos individuales, como
tampoco forma, tamaño, peso, coordenadas de ubicación
espacial o cualesquiera otros de los que pueda establecerse
una diferenciación con “otras memorias” insertadas en
otros individuos, más allá de poder calificar a esos
individuos con las cualidades de poseer mayores o menores
capacidades de recordar eventos pasados, es decir, de
extraer de ella altos volúmenes de información.
Pero habrá de tenerse en cuenta que de la memoria
solamente podrá extraerse información que previamente

268
entró en ella procedente del exterior a través de los
sentidos, o del interior del individuo proveniente de las
sensaciones manifestadas por el dolor, las necesidades u
otras sensaciones corporales, y nunca de un lugar diferente
como del inconsciente por ejemplo, dado que de éste nunca
salen ideas ni pensamientos ni reflexiones sino imágenes,
las cuales se instalan en la memoria a la espera de ser
transformadas en conceptos. Luego la memoria es el saco
que contiene la información proveniente de los sentidos y
de las sensaciones en el estado consciente del individuo. Y
por tanto, aunque se quiera, no es posible darle un carácter
autónomo con atributos singulares que la distingan de
otras similares a ellas. La memoria es tan solo una realidad
a la que no se le puede otorgar el estatus de existencia,
dada la imposibilidad de ser aislada como ente perceptible
por los sentidos. De igual modo como sucede con el
inconsciente, que sin que pueda predicarse su existencia, sí
constituye una realidad, dado que puede definirse y
comprobarse su atributo único, el de almacenar imágenes
de cuya procedencia no se tiene conocimiento, pues sólo
puede accederse a ellas en los estados extáticos en los que
entra el hombre de manera inducida como el uso de
sustancias psicoactivas, consumo de alcohol o
sometimiento a regresiones psicoanalíticas. O de manera
natural cuando la conciencia es atacada o bloqueada por
estados febriles causados por enfermedad, o por el sueño,
o por estados de pasión como la ira, la lujuria, la envidia y
la codicia, o por ciertos estados de excitación diferentes a
las alucinaciones o a las ficciones, dado que estos estados

269
no se forman en el inconsciente sino en el consciente, es
decir, en la mente.

Así entonces, el inconsciente constituye un gran saco


etéreo, o almacén de imágenes susceptibles de ser
extraídas de aquél mediante expoliación o fuga caótica,
con dirección al consciente desde donde pueden transitar,
indistintamente, hacia la memoria o hacia el exterior del
cuerpo a través de una o varias de las autopistas ubicadas
en el éter llamado mente.

Una persona que pierde la memoria por causa de un


accidente, por demencia o por otra enfermedad, no puede
recordar nada de lo que percibió a través de los sentidos.
Ni siquiera el humor de las personas que siempre lo
rodearon, evidenciando que el golpe, la vejez o la
enfermedad lo que provocaron fue seccionar o interrumpir
la continuidad de ese éter llamado mente, impidiendo que
las ideas almacenadas en la memoria hagan contacto con
ella, imposibilitando su extracción y posterior transporte
hacia el exterior para ser transformadas en voz, en gestos
o en acciones que permitan al individuo desarrollarse
según su naturaleza.

Entonces, si la memoria es un lugar ubicado en el cerebro


al que ingresan las ideas preconcebidas, ya sea a través de
la mente misma, antes de haber salido del ser que las creó,
o bien las que provengan directamente del exterior, podrá
afirmarse que será ese lugar lleno de ideas transformadas

270
en conceptos sistematizados, estacionados allí a la espera
de ser extraídos y conducidos a través de la mente hacia el
exterior del individuo por llamamiento de una necesidad
que obligue a su exteriorización. Luego, es un lugar que
hace parte del consciente y nunca del inconsciente, puesto
que, en tanto que la memoria puede ser visitada y
expoliada, el inconsciente puede ser visitado pero no
expoliado, dado que al atravesar el umbral en el que se
abandona el inconsciente, de inmediato se ingresa en el
consciente justo cuando pasa el efecto de la sustancia
alucinógena, del alcohol, de la fiebre, de la ira, del hambre,
del sueño, de la lujuria, de la regresión hipnótica o del
estado extático que le abrió la puerta.

Conclúyase, entonces, que la mente es el éter envolvente de


toda la actividad consciente del hombre en cuyo interior se
guardan, en diferentes lugares de almacenamiento,
aquellas experiencias humanas provenientes de los
sentidos, y las extraídas del inconsciente, las cuales
transitan por infinito número de autopistas paralelas e
independientes, a fin de evitar que de su amalgama salte la
locura.
Pero no hay que confundir la conciencia con "tener
conciencia" puesto que esta última es tan sólo una
expresión que pretende poner una situación o un evento
cualquiera en la línea de la cordura y de la justicia más
allá de la fantasía. Esta última, también deambulando por
la mente tratando de engañar a su huésped.

Y como toda actividad mental supone la intervención de un


movimiento, también supondrá la de un tiempo, entendido
271
este último como el registro de la actividad de un fenómeno
universal; y aquél, como el cambio de estado, o de lugar,
de alguno de los componentes del universo.

Surge la lógica como un viajero más de las autopistas de la


mente, la cual tiene su origen en la selección de a lo sumo
dos experiencias sensoriales que son tomadas, y, en
conjunto, transformadas en inferencia que surge de unas
realidades fácticas que sin necesidad de postulación o
enunciación final deja sentado como verdadero un
acontecimiento no apreciado por los sentidos pero
convertido en hecho. Así, la lógica nunca será realidad
debido a que sólo se forma en la mente como el resultado
de hechos no acaecidos o no percibidos. Y termina siendo
tan peligrosa como las alucinaciones, las fantasías o las
ficciones, especialmente cuando se toman decisiones que
comprometen las libertades de una sociedad, o la simple
libertad de un miembro subordinado de la familia o de una
grey. Luego, la lógica es un estado irracional más, en
donde impera la incertidumbre por encima de la realidad
y, por supuesto, de la existencia.

272
El conflicto de la inteligencia

Es evidente que la vida es una sucesión de infinitos logros


que por sí mismos dan placer al hombre, a la vez que
tristezas por verlos desvanecerse. La alegría y la tristeza
son los únicos elementos que conforman el patrimonio con
el que cuenta el hombre para justificar su permanencia en
la tierra. La alegría es el "haber" que proviene de todos
aquellos momentos de placer que rodean al hombre
durante su existencia; y la tristeza es el "debe", o momentos
de desasosiego. Y de la inclinación de la balanza resultará
la razón de la existencia del hombre, la cual tendrá menos
sentido en la medida en que su inclinación sea más
pronunciada en cualquiera de los dos extremos, porque no
habrá felicidad que no tenga su origen en el abandono de
una tristeza, haciendo que esta última se convierta en
fuente creadora de felicidad al permitir su desplazamiento
en favor de ésta que hace su arribo. Punto clave para que
la cordura se haga presente a través de sus dos
representantes en la mente, el libre albedrío y la voluntad.
Aspectos que inclinan la balanza para llevar al hombre de
la cordura a la locura, de la moderación a los hábitos y de
éstos a las adicciones haciendo que salve su vida o la
arruine. La vida del hombre es una lucha interminable por
mantenerse cuerdo en un mundo que lo invita a hacer el
mal desde que nace hasta que muere.

Ahora bien, si tenemos que la verdad es la coincidencia del


fenómeno universal con la percepción sensorial humana, y

273
la certeza la comprobación de esa coincidencia, puede
inferirse que la verdad corresponde exclusivamente al
hombre puesto que sólo se refiere a sucesos acaecidos en
estados racionales, mismos que únicamente pueden ser
verificados por aquél y no por el animal.
Así pues, un animal no racional podrá ser testigo de un
fenómeno de verdad, mas nunca podrá dar fe de su
ocurrencia dada su condición de irracionalidad, quedando
en el hombre la singular facultad de verificarlo.
Y cuando digo "la ocurrencia de fenómenos universales" lo
hago refiriéndome a cualquier manifestación desprendida
de la ley natural, o no, que haya sido percibida por el ser
vivo animal sin que necesariamente lo afecte. Luego, la
verdad, en su concepto más general, no está dotada de
atributo alguno. Simplemente es o no es.
Así las cosas, no es la verdad el opuesto de la mentira, dado
que esta última solamente tiene su origen en la mente del
hombre, quien narra fenómenos universales que sus
sentidos nunca percibieron y que lo hace producto de una
malformación cerebral, impulsado por la necesidad de
obtener una satisfacción requerida por su cuerpo, fútil o
no. Tampoco tiene opuesto, dado que surge del hecho
acaecido y nunca del hecho imaginado. Este último,
atributo exclusivo del hombre y no de otro ser vivo animal,
que no obstante estar dotado de órganos sensoriales, no
conlleva el atributo que le permita verificarlo.

Como fenómeno universal, tanto es verdad la lluvia como


el acto que ejecuta el hombre, o la acción que ejecuta el
animal, o el movimiento que manifiestan los demás seres

274
vivos no animales, o el movimiento de los componentes del
resto del universo. Luego, no es verdad, ni mucho menos
cierto, todo hecho no acaecido que manifieste el hombre,
actual o pasado, siendo mentira sólo para el hombre, e
inexistente para el resto de los seres vivientes del universo.
Entonces, sólo es verdadera la realidad inequívoca, al
igual que todos los fenómenos del universo,
independientemente de que los conozca el hombre o no,
porque la verdad no requiere ser publicada, ni siquiera
conocida, toda vez que hay verdades por descubrir en el
universo que no dejan de serlo por el solo hecho de que el
hombre no las haya descubierto.

Y es en este ámbito en el que el hombre debe desarrollar su


vida, impulsado por su espíritu y apoyado en su
inteligencia. Porque sólo hay dos estados por los que un
hombre atraviesa esta vida: feliz o desgraciado. Ambos
constituyen una lucha permanente para franquearlos.
Comenzando por la búsqueda del alimento, que si bien es
necesario para evitar la corrupción prematura del cuerpo,
también constituye un estado de placer en donde quien lo
consume se deleita al hacerlo al tiempo que suple su
necesidad primaria y fundamental de permanecer vivo. Y
para lograrlo sólo tiene que trabajar lo suficiente como
para obtener el mínimo requerido; o superarse para
convertir en placer lo que en principio es una necesidad.
De este modo se da cumplimiento a ese primer aspecto que
otorga la razón de ser y de existir al ser humano.
El otro aspecto será el más complejo, pues comprende un
cúmulo de obstáculos que deben ser franqueados para

275
suplir esa necesidad de placer permanente que requiere
todo hombre para justificar su existencia y su paso por este
mundo, como el de copular por ejemplo. Para lo cual
deberá usar el cortejo por encima de la violencia como
requisito social primario para satisfacerlo, poniendo en
funcionamiento la cordura, la conciencia, la voluntad, el
libre albedrío, el miedo, la vergüenza, el pudor y el deseo
entre otros. Todos trabajando al unísono para procurarse
tan solo un instante de placer. Y por encima de todos ellos
la inteligencia haciendo evaluaciones por separado
respecto de si es más efectivo el miedo o el arrojo,
queriendo darle paso al deseo por encima del pudor
mientras vence a la vergüenza, soportando el acoso de la
voluntad que le indica que se está demorando porque el
libre albedrío ya tomó su decisión hace rato -rato que
pueden ser tan solo fracciones de segundo-. Un cúmulo de
operaciones mentales desplazándose a toda velocidad por
autopistas individuales dentro de ese medio etéreo llamado
mente, sin dejar de observarse unas con otras para tomar
la decisión final de cuáles de ellas serán las que deben
llegar primero para alcanzar el objetivo. Entendiéndose
por “llegar” el acto de excitación que el pensamiento
ejerce sobre el cuerpo del individuo, quien lo recibirá para
transformarlo en voz, en gesto o en acción que tendrá como
destinatario el otro individuo quien, a su turno, los recibirá
como excitación sensorial externa para ser conducidos a
su mente en donde esa voz, ese gesto o esa acción se
transformará en idea, en pensamiento, en reflexión y en
respuesta positiva o negativa luego de efectuar el proceso
de evaluación de deseo, conveniencia o cordura,

276
regentados por el libre albedrío y la voluntad que mediante
el uso de la inteligencia determinará la conveniencia o no
del acto, antes de enviar su respuesta a través de sus
propias autopistas por donde discurrirán las que se
convertirán en voz, en gesto de aceptación o de rechazo o
en acción. Ejercicio que se tomará un segundo a lo sumo,
antes de que se establezca una conversación que culmine
con un acto de aceptación o de rechazo. Si es de rechazo,
habrá frustración traducida en dolor del individuo que no
pudo satisfacer su componente de placer necesario,
obligándolo a adoptar otros métodos para lograr lo que
requiere, u optar por cambiar de candidato si no quiere
pasar por una vida de dolor y frustraciones que vayan
minando su deseo de permanecer en este mundo. Y si es de
aceptación, se multiplicará por cientos o por miles la
actividad en las autopistas de la mente que transportarán
las sensaciones, las ideas, los miedos, las frustraciones, la
vergüenza, el pudor, el deseo, la renuencia y miles de
sensaciones más que terminarán en un abrazo, un beso o
en un simple “sí”.
Visto de esta forma, la mente es una realidad, las ideas son
una realidad, los pensamientos, las reflexiones, las
decisiones, la vergüenza, los miedos, etc., son realidades.
Pero no existen como tal sino hasta que puedan ser
captados por los sentidos de otro individuo, quien podrá
dar cuenta de ellas aun cuando estén desprovistas de
verdad. Dejando claro que la realidad y la verdad no son
ni siquiera parientes cercanos.

277
El número de autopistas que puede albergar la mente
humana es infinito y a su vez restringido dependiendo del
número de ideas y pensamientos que el individuo pueda
solventar al mismo tiempo. Aspecto diferenciador que hace
que cada uno de ellos se comporte de manera sui generis.
Autopistas que no existen pero que constituyen auténticas
realidades si se tiene en cuenta que por cada una de ellas
solamente puede transitar una idea o un concepto
específico, que de no ser así, o mejor, de permitir la mezcla
de unas con otras ideas u otros conceptos el resultado no
sería otro que la confusión mental y, por qué no, la locura.
Luego es indispensable que las ideas transiten por
autopistas individuales con el fin de garantizar la salud
mental del individuo. La cual se pone en riesgo cada vez
que éste es sometido a volúmenes de información que, por
excesiva o por contradictoria, invade los carriles de las
autopistas adyacentes a ella, arrojando como resultado
falsa información al receptor final -el cuerpo físico- quien
comenzará a comportarse conforme a la información
errónea o confusa que recibe, ya sea pronunciando
incoherencias, haciendo gestos o movimientos corporales
atípicos, o ya realizando comportamientos que puedan
poner en riesgo su propia integridad o la de otros.
Así, una autopista puede ser invadida con información
proveniente de otra cuando hay saturación de información
en aquélla o por causa de accidentes físicos que alteren la
contextura física original del cerebro como medio natural
o huésped de la mente, haciendo que se fusionen algunas o
varias de ellas, amalgamando ideas o conceptos disímiles.
278
Hecho que no podrá arrojar una consecuencia diferente a
la confusión, la demencia, la locura o la entrada en estado
vegetativo del individuo, quien por este solo hecho abrirá
la puerta a su espíritu, quien lo abandonará
definitivamente sin que este evento por sí solo dé lugar a la
salida del alma, la cual sólo abandonará el cuerpo físico
hasta que éste cumpla su ciclo natural de deterioro, antes
de entrar en corrupción definitiva. Evidenciando que las
puertas de salida del alma y del espíritu son diferentes, en
razón a su diferencia de naturalezas.

Pero al hablar de la vida, era presumible que Viaje por la


mente debía tocar el tema de la muerte como colofón a un
proceso inevitable que obligaba a Austin a deshacerse tanto
del espacio como del alma sin la torpeza de tener que
arrojar a estas últimas a un banco de almas perdidas en
dónde penar y pagar culpas sólo atribuibles a los cuerpos
que ocuparon mientras vivieron, como si fueran pseudo
seres orgánicos dejando a la imaginación la decisión de
elegir el lugar a donde acudirían después de “purgar sus
penas”: quizás a otro banco de almas para ser rescatadas y
llevadas a ocupar nuevos cuerpos orgánicos, o simplemente
a morir. Definitivamente no. No era ese el destino que
Austin les otorgaba a las almas, por el solo hecho que
consideraba que no tenían uno. Simplemente el alma se
integraba al éter vacío del universo para no volver a ser lo
que fue. Tal como lo hace una gota de mercurio cuando se
incorpora a un lago de mercurio. Al igual que el espacio
que ocupó el cuerpo corrompido, que simplemente quedó

279
ahí, sin voluntad propia, a la espera de ser ocupado por otra
materia. Entendía que lo que no nace no muere y que lo que
no fue nunca dejará de ser. Tanto el alma como el espacio
eran medios sin entidad y sin autonomía de la que pudiera
predicarse cualquier atributo de voluntad, salvo el atributo
de alojar, para el primero, y mantener erguida la materia
orgánica, la segunda, y nada más. Conceptos que
derrumban la existencia de un purgatorio en el que los
creyentes de algunas religiones ponen a sufrir a las almas
de los difuntos durante tiempos indefinidos como tratando
de endilgarle al alma las malas actuaciones de su huésped
mientras vivió. Pensamiento típico de mentes alienadas por
las religiones que los engañaron diciéndoles que había vida
después de la muerte y que por tanto había que pagar por
las malas acciones, o recibir el premio por las buenas en un
paraíso ubicado en una dimensión escondida. Tonterías que
lo único que pretendían era la obtención de beneficios
económicos para quienes las promulgaban; y estados
depresivos a quienes las aceptaban.

280
Con la lectura de ese primer capítulo de Viaje por la mente,
el doctor Speer acababa de adquirir un boleto de entrada a
un mundo al que su propia imaginación nunca pudo acceder
en sus mejores tiempos como estudiante de psiquiatría,
pues comenzaba a entender que la profesión que ejercía se
limitaba a solucionar los problemas mentales que
conducían a los hombres a sufrir tormentos derivados de
malformaciones cerebrales -curables o irreversibles-, o, a lo
sumo, a mantenerlos alejados de la realidad mediante el
suministro de barbitúricos, sin auscultar en los accidentes
de tránsito ocurridos en las autopistas mentales que
arrojaron al individuo a comportarse de manera
socialmente errónea o que lo llevaron a sufrir o a hacer
sufrir. Algo que, estoicamente, comenzó a aceptar a medida
que avanzaba en su lectura, sin desconocer que se
enfrentaba a unos postulados que difícilmente la ciencia
médica estaba en condiciones de resolver y de aceptar.
Dilema que irremediablemente lo alejaba de la ortodoxia de
su profesión y lo ponía a balancearse entre dos verdades
respecto de la mente: la de Austin Bishop y la de la ciencia
psiquiátrica. Solo que esta última era la que le recordaba
que debía serle fiel a una ética médica por encima de
cualquier consideración que intentara reevaluarla, y que
Austin Bishop despreciaba, pues consideraba que no tenía
por qué serle fiel a una mujer que no era la suya.
Notó que si quería resolver, o al menos evaluar con buen
criterio, los problemas de los internos del sanatorio era
necesario entrar en sus mundos, y para lograrlo tendría que
emprender ese Viaje por la mente que Austin Bishop le

281
proponía. Reto que aceptó motivado más por la curiosidad
que por la obligación de hacerlo, pues entendía que sus
deberes dentro del sanatorio se limitaban a “mantener el
orden” por encima de procurar la cura de sus ocupantes, la
cual, entendía, era endémica por el solo hecho de haber sido
remitidos allí. Luego, emprender ese Viaje por la mente se
convirtió en un reto más que degustaba cada noche como si
acudiera a la continuación de una película de ficción,
dejándose cautivar en tal grado por su lectura que prefirió
ceder sus horas de sueño a cambio de ver pasar ante sus ojos
página tras página durante noches enteras. Hasta un día en
el que decidió ponerle freno a su compulsión de manera
transitoria con el propósito de conocer el último de los
casos por los que se había interesado y que aún reposaba en
su escritorio, no sin antes guardar, en gaveta aparte, su
nuevo tormento que en lo postrero continuaría robándole
varios meses de su tiempo, y algunas cuantas neuronas.

El nuevo expediente trataba el caso de Mathew Perkins.


Hombre de cincuenta años que enloqueció paulatinamente
a medida que se adentraba en lecturas bíblicas que daban
cuenta del castigo que Dios les tenía preparado a todos los
impíos. Aunque lo cierto era que, sin ser impío, recibió una
dosis tan intensa de amenazas que terminó creyendo en
ellas, adquiriendo un cuadro de paranoia irreversible que lo
llevó al sanatorio. Era uno de esos típicos casos en los que
el paciente repetía constantemente frases como
“arrepiéntete antes de que sea tarde”, o “el fin está cerca
y no verás a Dios si no dejas de lado tu vida de pecado”, o
“ya no hay vuelta atrás, arderás en el lago de fuego gracias

282
a tus pecados y a tu vida impía”, al punto de convertirse en
piedra en el zapato para las autoridades que recibían quejas
por montones de los ciudadanos quienes ya no podían
deambular libremente por la calle sin que este hombre se
les atravesara en su camino conminándolos a arrepentirse y
a temer a Dios antes de que fueran castigados. Llegando al
extremo de que su postura se volvió tan radical que fue
conducido a la estación de policía en reiteradas ocasiones,
sin éxito para los denunciantes, toda vez que el delito mayor
que podía endilgarle la justicia a su incómodo persecutor
era el de perturbación del orden público. Algo
verdaderamente incipiente que obligaba a las autoridades a
dejarlo libre en menos de veinticuatro horas después de
cada arresto. Hasta que se hizo necesario su sometimiento
a una evaluación psiquiátrica que le permitiera al alcalde
sacarlo de las calles sin incurrir en faltas a la constitución
que vulneraran los derechos fundamentales de un
ciudadano solamente por perturbar el orden público sin
daño o lesiones a terceros. Pero lo consiguió gracias al
dictamen obtenido de los galenos del hospital central
quienes certificaron que el hombre sufría de un cuadro
clínico irreversible de esquizofrenia paranoide que aun
cuando no representaba peligro para terceras personas, no
sería posible su tratamiento sino en establecimiento
especializado bajo internamiento, el cual fue posible
conseguir con la ayuda del juez local que consintió en el
hecho, argumentando el bien general sobre el del paciente.

Pero aunque se veía algo exagerado suponer que el exceso


de lectura apocalíptica podría penetrar la mente de Mathew

283
Perkins hasta llevarlo a la locura, su situación personal
decía otra cosa, pues se sabía que de joven siempre fue
sometido por sus padres a castigos que incluían encierros
prolongados en cuartos oscuros, y a abandonos recurrentes
dentro de su propia casa, que con el tiempo fueron haciendo
mella en el joven Mathew al punto de crear en él una
especie de miedo permanente a todo que lo fue
sumergiendo en sí mismo llevándolo a buscar refugio en la
Biblia como medio de escape. Pero el remedio fue peor que
la enfermedad dado que, a falta de orientación profesional,
dirigió su atención a la lectura de pasajes que alimentaron
sus temores en vez de atenuarlos. De repente, cada pasaje
que leía le hacía pensar que era un pecador sin redención y
que muy seguramente era por esa causa que sus padres lo
castigaban de manera tan drástica y tan recurrente. Pasaba
tanto tiempo leyendo la biblia que optó por abandonar sus
estudios antes de terminar la secundaria, lo cual provocó
tanta indignación a sus padres que optaron por expulsarlo
de la casa meses antes de cumplir su mayoría de edad.
Decisión que no le causó aflicción alguna, sino por el
contrario lo liberó de dos demonios de los tantos que ya
empezaban a ocupar su cabeza.
Sin pasar muchas afugias se dedicó a hacer trabajos
menores en las calles sin el compromiso de tener que
cumplir horarios rigurosos, usando lo poco que ganaba para
pagar pensiones baratas, siempre y cuando contaran con
una cama y una lámpara que le permitiera leer hasta altas
horas de la noche. Su presunta libertad personal la estaba
canjeando poco a poco por una especie de enajenación
mental causada por su miedo a ser castigado, ya no por sus

284
padres sino por Dios que pronto vendría a dar cuenta de
todos los impíos, entre los que se hallaba él de primero.
Cosa que le comenzó a martillar en la cabeza de manera tan
patológica que ya no sólo bastaba con saberlo y temerlo,
sino que era necesario que el mundo lo supiera. Y fue así
como comenzó a tocar esos temas con los pocos amigos que
pudo hacerse en las calles: el señor del puesto de revistas,
el lustrabotas y otros tantos informales, quienes,
impresionados en principio por los altos conocimientos
bíblicos de Math, pronto comenzaron a darse cuenta de que
su discurso cambiaba poco, por no decir, nada. Aspectos
que lo fueron alejando de ellos hasta quedar solo. Pero eso
no fue problema para él ya que, a falta de interlocutores,
simplemente comenzó a seleccionar de entre los
transeúntes a aquellos que veía más desocupados para
abordarlos y así evitar que su cabeza explotara, usando
tácticas de selva en una especie de caza sobre los
individuos menos aptos, de entre los cuales él era uno.
A diferencia de las tácticas usadas por los devotos
cristianos protestantes, cuando elegía una presa, su discurso
no iniciaba con un Dios te ama sino con un ¡arrepiéntete
porque serás lanzado al lago de fuego! Una sentencia
bastante fuerte para alguien que acababa de conocer y que
no dudaba en ignorarlo o, incluso, en insultarlo o
maltratarlo. Cosa que poco le importaba porque al instante
ya estaba frente a otro lanzándole la misma amenaza. Sin
embargo, era más condescendiente con las ancianas que
accedían a su charla, a quienes les decía que ya que estaban
cerca de su partida era necesario que se arrepintieran de
todos sus pecados para evitar ser lanzadas al lago de fuego.

285
En pocas palabras era el epítome de la anti diplomacia que
no merecía caer al lago de fuego pero sí al sanatorio del
doctor Speer.
Cuando amanecía de buenas y encontraba algún
interlocutor más desocupado que él, no dudaba en narrarle
casi al pie de la letra el libro de Daniel, previo al libro del
apocalipsis, sin necesidad de recurrir a su letra para apoyar
su memoria. Los conocía tan a fondo que los rezaba
versículo a versículo sin titubear. Algo que causaba gran
admiración en el desocupado interlocutor que terminaba
por impactarse, o por asustarse, hasta que lo agarraba el
hambre y daba la media vuelta dejándolo solo con la
palabra en la boca, quien, acostumbrado, salía en búsqueda
de otra presa.
En esas se la pasó más de treinta años de su vida antes de
llegar al sanatorio, y aunque pareciera que no había pasado
muchas afugias, su sufrimiento nunca vino de afuera sino
de adentro, pues no era sino recogerse en sus itinerantes
pensiones nocturnas para iniciar su calvario, el cual
consistía en experimentar, noche tras noche, las más
horribles pesadillas en las que recorría uno a uno los lugares
descritos en el libro del apocalipsis, convirtiéndose en el
protagonista sin fin de sus horrendas narraciones. Su
imaginación alcanzó tal grado de realismo que las escenas
se reflejaban en su rostro no a manera de pesadilla sino de
psicosis somática que lo hacían sentir dolor físico al ser
desgarrado vivo por las fieras que imaginaba. Llegando al
punto de levantarse totalmente lacerado y sangrante a causa
de los rasguños que se causaba él mismo durante sus
delirios. Aspecto físico que fue apoderándose de él durante

286
los últimos años y que hacía pensar a la gente que se
peleaba durante la noche con otros indigentes, quizás por
territorio o por alimento, cuando lo cierto era que para el
momento de su reclusión en el sanatorio su estado mental y
físico eran tan deplorables que las calles ya no eran aptas
para él.
Fue testigo de excepción de la cabalgata de los cuatro
jinetes apocalípticos. Pudo ver cómo cada uno de ellos
honró el mandato divino de regar la peste entre los
humanos, así como apreció la manera como el jinete del
caballo rojo incitó a las personas para que se mataran unos
con otros. Vio la muerte por hambruna y huyó del hades
cuando apareció el caballo bermejo. Pudo ver la horrible
abominación que desató la ira de Dios, y hasta alcanzó a
apreciar el juicio sobre la prostituta de Babilonia. Lo vio
todo y lo vivió todo.

Quizás durante la peor noche de su vida, visiblemente


extenuado a causa de no haber comido desde el día anterior,
Math observó cómo era derruido el Vaticano, y su líder
puesto preso y posteriormente asesinado frente a las ruinas,
en un acto que interpretó como la terrible abominación pues
mientras eso sucedía el ejército del diablo sacrificaba niños
por todos lados. Entonces huyó hacia campo abierto,
encontrándose en medio del valle de Megido donde pudo
apreciar la peor matanza de su vida. Dos ejércitos
destrozándose mutuamente por hacer prevalecer el bien
sobre el mal. Y él en medio de los dos viendo pasar
proyectiles de lado a lado mientras el fuego los devoraba a
ambos. Pero al salir de allí como pudo, se vio al lado de un

287
río del que no pudo beber sus aguas debido a que ya había
sonado la tercera trompeta y las aguas estaban amargas y
contaminadas. Muerto del pánico quiso huir hacia las
montañas pero ya se había abierto el abismo y se habían
desatado todos los demonios. Entonces se sentó en una roca
a llorar mientras el mundo se derrumbaba a sus pies, pero
al despertar todo volvió a comenzar como en una película
sin fin, ¿cómo no pretender que estuviera
loco?

En el sanatorio, Math pasaba más tiempo en aislamiento


que deambulando libremente por el pabellón, dada su
tendencia a revelar sus epifanías con las demás personas,
cosa por demás inapropiada en un lugar como ese en donde
los internos se alteraban con cualquier cosa, y mucho más
con un acosador que para ser oído se atravesaba en el
camino de las personas, tomándolas del brazo,
interponiéndose en su camino o estrechándolas contra él. Y
de ahí la necesidad de su encierro permanente. Quizás de
los más atormentados de todos los internos, y aun cuando
su medicación fuera la de mayor dosis, nunca se sabría el
nivel de desespero que sentía interiormente.
Definitivamente, Mathew Perkins estaba ardiendo en el
lago de fuego.

288
Luego de terminar la lectura de los expedientes, el doctor
Speer concluyó que el sanatorio no constituía el más
homogéneo de los lugares a donde llegaba el pobre hombre
que se volvió loco porque sí. De cierto, era el más complejo
de los lugares en donde habitaban personas que de algún
modo habían sido víctimas de sus propios destinos, o de su
entorno social y familiar que los había hecho sufrir a lo
largo de sus vidas, quizás de manera intencionada o tal vez
producto de su propia psicopatía que encontró en los seres
más débiles a esos conejillos en quienes arrojar su basura
psicótica, a diferencia de los delincuentes recluidos en las
cárceles, quienes al menos podían socializar entre ellos,
mientras que los internos del sanatorio estaban condenados
a sufrir los ataques permanentes de sus propios demonios
que no los abandonaban sino hasta el día en que partían a
conocerlos en persona.

289
Capítulo VI

El doctor Speer

William Speer era un hombre de cincuenta y seis años, de


los cuales hacía treinta que ejercía la medicina con buen
crédito. Muy joven había sido víctima de sus compañeros
de colegio de quienes recibía cierto rechazo, no por sus
aptitudes académicas sino por su bajo rendimiento
deportivo. Algo que lo marginaba constantemente de los
escenarios sociales paralelos al deporte en vista de su pobre
o nulo conocimiento en estas materias, y que constituían la
mayor parte del tiempo de plática de sus compañeros que al
ver su baja participación en ellas tendían a ignorarlo, o a
veces a hacerlo objeto de sus burlas. Cosa que lo arredraba
pero que a su turno lo impulsaba a destacarse en otros
ámbitos, como el académico especialmente. Mismo que
dejaba notar cada vez que la clase era evaluada por los
profesores, quienes destacaban siempre las cualidades
académicas del joven William que silenciosamente cobraba
venganza de sus compañeros que apenas alcanzaban los
mínimos requeridos para mantenerse en la escuela.
Especialmente de aquellos que tendían a segregarlo en los
campos deportivos. Actitud silenciosa y nada violenta que
usaba como escudo cada vez que se sentía agredido. De

290
hecho, siempre que el grupo lo convertía en centro de burla,
él descollaba con algún comentario de cultura general que
dejaba callados a los insensatos que por solo pensar en el
deporte se veían obligados a callar y a escuchar. Táctica que
siempre le funcionó y que le sirvió de capa protectora para
pasar ileso por este mundo, al menos durante su período de
estudiante.

Nunca se le notó comportamiento depresivo, o tímido


siquiera, que pudiera preocupar a sus padres o maestros
respecto de su educación integral. Sin embargo,
internamente siempre resintió el comportamiento
depredador de sus compañeros, lo cual lo hizo pensar que
seguir descollando entre ellos sería una buena táctica de
venganza para llamar su atención y, por qué no, despertar
su envidia. Fue entonces como al final de su colegiatura
tomó la decisión de inscribirse en la escuela de medicina
con el doble propósito de ser profesional y servir a los
demás, aparte del de convertirse en referente intelectual de
sus compañeros. Y lo logró. Luego de cinco largos años de
juicioso y dedicado estudio, obtuvo su título de médico
general ante el orgullo de sus padres y la inocultable
admiración que despertaba entre algunos de sus antiguos
compañeros de escuela que se enteraron de que él se había
convertido en el único médico de la promoción, no obstante
haber entre ellos algunos otros que habían obtenido títulos
profesionales en otras disciplinas, de quienes nunca perdió
el contacto definitivo en razón a que recurrentemente era
visitado en su consultorio por familiares de aquéllos,
incluso por sus esposas e hijos. En suma, ya había adquirido

291
una especie de centro de poder sobre algunos de aquellos
de los que recibió humillaciones, así hubieran sido
menores.

Sin duda había dividido su cerebro en dos partes: la que


naturalmente le indicaba que había elegido la profesión
correcta, y la otra que le decía que el título obtenido
constituía su seguro de protección frente a cualquier
depredador social que pretendiera atropellar su dignidad
personal. Lo cierto fue que al cabo de ocho años de ejercicio
profesional en el hospital de la ciudad, tomó la decisión de
especializarse en psiquiatría, motivado quizás por las
múltiples experiencias obtenidas en su consulta durante los
últimos ocho años y, especialmente, por el fantasma de la
protección personal que nunca lo abandonó y que lo
perseguía a diario, pues veía en cada persona a su alrededor
a alguien que quería ofenderlo, o menospreciar sus logros,
o incluso su persona. De hecho, todo apuntaba para afirmar
que sufría de una especie de paranoia que tendía a aislarlo
de la vida social, no obstante haberse casado y haber
ingresado a un prestigioso club social de la ciudad por
insistencia de su esposa que sí gustaba de la vida social, que
usaba como escape de su esposo quien pasaba la mayor
parte de su tiempo encerrado en su consultorio, y ahora en
su estudio leyendo incansablemente gracias a sus
obligaciones como estudiante de la academia de psiquiatría
local. Cosa que se convirtió en caldo de cultivo para
descender la cortina de hierro entre él y su esposa que cada
día se convertía en más asidua visitante del club. Con todo,
la relación se sostuvo durante los cuatro años que duró la

292
especialización que graduó a William Speer como
psiquiatra clínico.

Cierta vez que se encontraba en el club en compañía de su


esposa y de algunos colegas, uno de ellos quiso romper la
monotonía de la charla científica que adelantaban en ese
momento, para referirse a un evento deportivo que
despertaba el interés general por esos días, incluido el de
sus contertulios que se prestaron para abrir la conversación
a una frivolidad que consideraban les venía bien a todos,
sin percatarse de que ese solo hecho despertaría en su
colega un detonante que rompería con la armonía del
momento y con un matrimonio aparentemente sólido.

Todo comenzó cuando, en medio del coloquio, el doctor


Jack Memphis alzó su mirada hacia el monitor de televisión
que se encontraba frente a él y vio al equipo de soccer de
su país a punto de enfrentar a una de las selecciones más
reputadas del momento. Cosa que le provocó cierta euforia
chovinista, rompiendo abruptamente la charla científica
que tenía aglutinados a sus compañeros de mesa,
invitándolos a ver el partido que apenas comenzaba,
despertando en todos ellos la misma sensación, menos en
William Speer que con poco disimulo pidió permiso para
retirarse un instante. Algo que importó poco a todos, que en
ese momento ya habían acomodado sus sillas en dirección
al televisor. El acto pasó desapercibido de momento hasta
que al cabo de unos minutos regresó Speer visiblemente
alterado, reclamando a sus compañeros por su actitud poco
profesional y poco respetuosa hacia él que para el momento
de la propuesta se encontraba en uso de la palabra y estaba
293
desarrollando una idea de gran relevancia técnica que a
nadie importó. Acto que le recordó sus viejos tiempos de
estudiante. La suerte estaba echada, nunca más volvería al
club, como tampoco frecuentaría a sus colegas a quienes
asoció con sus compañeros de colegio que, a su juicio,
anteponían lo banal frente a lo fundamental, y de paso aró
el camino al rompimiento de su matrimonio que ya venía
maltrecho. A partir de entonces su vida se desarrolló entre
su consultorio y su estudio, ámbitos a los que dedicaba
dieciocho horas al día, reservando el resto para alimentarse
y dormir dado que no veía televisión, y pocas veces las
dedicaba a escuchar noticias o algo de música.

Sin proponérselo se había convertido en un asceta, gracias


a sus propios complejos. Eso sí, ayudado por el maltrato
recibido durante su juventud y su niñez, que si bien fueron
ciertos, no alcanzaron a arruinar su vida por completo como
para llevarlo a estados de psicopatía criminal o algo
parecido, por lo menos hasta ahora. Aunque, no hay que
negarlo, desde niño cruzó su estado de psicopatía social
congénito al de psicopatía antisocial. Cosa que dejó
entrever cada vez que usó sus logros académicos y
profesionales como instrumento de venganza para maltratar
a quienes lo maltrataron. Sólo que esta vez, el impasse del
club agudizó su problema y escaló un peldaño más en su
paranoia social al tratar de endilgar a sus colegas
comportamientos segregacionistas que evidentemente
nunca existieron.

Fue entonces cuando tomó la decisión de postular para la


dirección del sanatorio. Lugar al que pocos de sus colegas,
294
por no decir ninguno, aspiraba a ocupar debido al extremo
aislamiento social y personal que suponía su aceptación.
Algo que requería de unos perfiles muy específicos dentro
del gremio y que él cumplía a cabalidad. Sin embargo, al
momento de la postulación, el concurso contaba con tres
aspirantes más, procedentes de otras ciudades. Se trataba de
personas de avanzada edad que pretendían terminar sus
carreras en un lugar de sosiego antes de retirarse a luchar
con sus demonios y los que les legaron sus pacientes
durante sus largos años de carrera. Sin embargo, fue
William Speer el elegido en razón a su trayectoria, a su
especialización y a su relativa juventud, que si bien ya
rondaba los cuarenta y ocho años al momento de la
postulación, privilegiaba su aptitud sobre sus competidores
que ya superaban los sesenta y cinco años de edad cada uno,
al igual que el director saliente que rondaba los setenta y su
salud ya resistía poco los viajes diarios de ida y de regreso
al sanatorio, incluidos los domingos, dado que el cargo
requería su presencia permanente, salvo los cortos períodos
de receso que se le concedían al mes.

A su llegada al sanatorio fue necesario un empalme técnico


que comprendía un recorrido por cada una de las
dependencias del lugar con indicación precisa de sus
funciones ya que dentro de los internos había varias
categorías que era necesario conocer y que iban desde los
más calmados hasta los más furiosos, éstos últimos quienes
debían permanecer confinados en cuartos protegidos con
espumas para evitar que se hicieran daño. Período de
empalme que no fue corto debido a su evidente

295
desconocimiento de lugares como éste y que desde el inicio
se estaba convirtiendo en un reto profesional y personal,
toda vez que nadie conocía las razones que lo motivaron a
optar por ese cargo, a todas luces reservado para personas
de mayor edad. Sin embargo, siempre se sintió a gusto
desde el comienzo mostrando gran actitud.

El paso siguiente fue el de conocer a los empleados junto a


sus funciones, sus horarios, sus jornadas de trabajo y sus
descansos, dejando para el final la presentación de cada uno
de los internos con indicación somera de sus cuadros
clínicos. Mismos que debían ser revisados a profundidad
con el paso del tiempo según las historias clínicas que
reposaban en el archivo. Por lo demás, sería su
responsabilidad mantener el orden como prioridad
fundamental, debido a que se daba por entendido que
quienes estaban allí venían con cuadros de comportamiento
irreversibles.

Aparte del período de empalme, su adaptación al lugar fue


relativamente rápida y poco traumática, en virtud de su
imperante necesidad de liberarse de su paranoia que lo
atormentaba sin freno, manteniéndolo en posición de
defensa permanente, quitándole su tranquilidad y
aislándolo socialmente. Cambio que notó de inmediato al
ocupar su puesto una vez se vio rodeado de empleados
amables que le dieron su bienvenida y muestra de respeto;
y de unos internos que ni siquiera se inmutaron con su
presencia. Ya no se sentía agredido ni contrariado, ni tenía
que amoldarse a comportamientos sociales que consideraba
patéticos. Aspectos éstos que le permitieron dormir
296
tranquilo cada noche por varios años hasta la llegada de
Alan Shmelling, quien con su sola presencia ya le planteaba
un enfrentamiento psicológico que reduciría sus horas de
sueño, hasta ahora tranquilas, a la mitad, aparte de que le
ayudaría a abrir su propia caja de Pandora motivado por la
incertidumbre que representaba la presencia de ese hombre
allí que sin haber cometido un delito había sido arrojado por
el destino al sanatorio para que fuera justamente él quien
decidiera sobre su futuro como resultado de la actitud
vengativa del juez Maxwell que pudiendo haber usado las
herramientas jurídicas que la ley le concedía para condenar
o absolver a un reo, prefirió derramar su duda razonable en
las manos de William Speer para que le sirviera de sicario
moral, encerrando a un hombre que el sistema no logró
hacerlo. Tácito reto que William Speer aceptó desde un
comienzo, primero siguiendo el protocolo confinando a
Alan Shmelling en habitación privada con el fin de verificar
si su comportamiento era agresivo o no, y luego
observándolo de cerca cada día con el mismo fin, o quizás,
con el propósito de lograr lo que no logró con el
confinamiento inicial. Aun cuando se tomó su tiempo para
determinar el estado mental de quien se convertiría en su
contendor silencioso sin que su rostro hubiera sido
golpeado con el guante blanco que lo invitara a un duelo.
Simplemente lo aceptó asumiendo que enfrentaba a uno
más de aquellos fantasmas del pasado que lo maltrataron, a
la vez que Alan Shmelling desconocía que debía enfrentar
a un hombre paranoico con desórdenes mentales adquiridos
desde su juventud, disfrazado de médico que consideraba
que nunca había podido vencer a sus enemigos, ni a él

297
mismo, y que sería el encargado de escoger los padrinos, el
terreno, las armas y el día y la hora en que se efectuaría el
duelo. Ventaja que parecía estaba aprovechando con la
misma crueldad que aplicaron los chicos de la escuela
contra él. Pero antes de hacerlo resolvió saber algo más del
juez Maxwell a fin de determinar las razones que lo
motivaron a tomar la fría decisión de anteponer su juicio
personal sobre el juicio legal al que estaba obligado.

Respecto del juez Maxwell, era de público conocimiento su


severidad en los juicios que caían bajo su égida, en los que
siempre mostró particular autoridad, especialmente con los
abogados a quienes mantenía a raya bajo el convencimiento
de que un juicio constituía el enfrentamiento de dos mentes
perversas tratando de engañar al juez con argucias retóricas,
siempre con el objetivo de obtener una sentencia contraria
a la justicia sin que importara la ética. Algo que lo
atormentó desde sus inicios como estudiante de leyes
cuando convencido de que, después de la vida, la justicia
era el bien más preciado con que contaban un individuo y
una sociedad, se encontró con que la vida práctica ofrecía
una realidad paralela desprendida de los principios
generales del derecho romano en la cual se movían los
abogados para disfrazar los hechos. Lo vio durante toda su
vida y lo corroboró durante el juicio de Alan Shmelling al
escuchar los elocuentes discursos de los abogados que por
poco hacen llorar a la concurrencia. El uno, tratando de
convencer al jurado para que llevara al cadalso a un hombre
del que se tenían muchas dudas sobre su culpabilidad
jurídica; y el otro, haciendo pasar por víctima al mismo

298
hombre que confesó haberse deleitado con la muerte cruel
de su esposa, en medio de una aberrante orgía de
exuberantes palabras cuyo único propósito era nublar el
entendimiento del jurado y destruir la justicia. Después de
todo, qué importaba la justicia si lo que prevalece en el
mundo real es el prestigio y los ingresos económicos de los
abogados. Por eso fue que siempre se las ingenió para llevar
dos juicios paralelos en cada causa que le fue puesta en su
conocimiento, ejerciendo influencia sobre los jurados e,
incluso, presionándolos algunas veces para inducir su voto.
Algo que hacía con extremo sigilo aprovechándose de la
majestad de su cargo para influir sobre sus miembros. Cosa
que no era recurrente puesto que no todos los casos eran tan
sonados ni de tanta relevancia como para que requirieran de
su manipulación. Pero en los juicios en los que la requería,
no dudaba en ejercer su autoridad amenazando con iniciar
procesos disciplinarios a los abogados que de manera
temeraria dieran visos notorios de tratar de engañarlo.
Incluso hubo varios casos en los que fue él mismo quien se
puso en evidencia al dejar entrever su preferencia hacia
alguno de los acusados, o de las víctimas, cuando de manera
puramente subjetiva invalidaba preguntas efectuadas por
los abogados, bajo la acusación de impertinentes o
inconducentes, sólo para evitar que sus respuestas fueran en
contra de quien él quería proteger. Definitivamente, todo un
manipulador que por tratar de defender la justicia, surfeaba
por encima de ella en muestra de actitud inquisidora que
pocas veces podía ocultar y que le había generado la fama
de juez estricto.

299
Sin embargo, en el caso Shmelling notó que si bien los
abogados se comportaron como lo hacían todos, fue el
propio acusado quien había tomado las riendas del proceso
al punto de desconcertarlo a él tanto como a los apoderados,
al jurado y al público en general, que se polarizó en sus
hogares viendo como víctima a un acusado, y como
responsable a una víctima muerta. Toda una locura que
tendría que resolver a su manera por encima de la
apreciación del jurado y de lo que pensara la sociedad. Caso
sui generis en el que se veía obligado a desviar su mirada
puesta en los apoderados, para fijarla en el acusado a fin de
que no se saliera con la suya, aun cuando, a decir verdad,
no tenía la razón en virtud de la ausencia de prueba
contundente que lo despojara de su propia psicopatía que lo
obligaba a tirar por el suelo máximas jurídicas como nemo
damnatur nisi audictus et victus - nadie puede ser
condenado si no es oído y vencido; caso que no fue el de
Alan Shmelling pues si bien fue oído en el juicio, no había
sido hallado culpable pero sí había sido condenado a
reclusión indefinida en el sanatorio a expensas de su
director que se devanaba los sesos por tomar la decisión de
qué hacer con él, pretermitiendo, cada uno por aparte, toda
la ética jurídica y médica que les correspondía sólo por
satisfacer su sed psicótica personal.

Recién graduado de la escuela de leyes, el joven juez


Maxwell se interesó en los casos jurídicos más sonados del
mundo entero, a los que les hacía seguimiento minucioso,
y en los que a menudo terminaba rechazando las posturas
de los apoderados, quienes casi siempre se valían de errores

300
técnicos, por encima de los argumentos jurídicos, para sacar
libres a sus clientes. Algo que no encajaba en su joven
mente romántica que le recordaba que la justicia siempre
debía estar por encima de cualquier tecnicismo, y que lo
llevó a rechazar la vida del litigio, al tiempo que tomaba la
decisión de declararles su propia guerra silenciosa
inscribiéndose en el concurso de jueces desde donde los
combatiría. Un Quijote más pretendiendo cambiar un
mundo que se derrumba por sí solo gracias a las
imperfecciones de un sistema de justicia que le ponía
corazón a lo que debería ponerle la razón.

En varias ocasiones fue llamado a responder preguntas del


Tribunal de Ética del Departamento de Justicia por
acusaciones recibidas de algunos abogados que sentían
exceso de autoridad en sus actuaciones como juez en donde
solía dar muestras excesivas de poder, cercenando el
derecho a la defensa técnica de los acusados.
Nada diferente a lo que hizo con Alan Shmelling, en quien
desbordó todo su prejuicio por el solo hecho de creer que
estaba siendo engañado por él en franco desafío a su
inteligencia, la cual veía atacada cada vez que una de las
partes esgrimía argumentos que se salían de su estructura
ascética, convirtiéndose en un pseudo dictador.
Claramente, el juez Maxwell se había convertido en un
psicópata más que hacía sufrir, creyendo ser un
héroe.

301
De otro lado, y en medio de su compulsión, el doctor Speer
encontró que, de joven, Alan Shmelling siempre se inclinó
por la compañía de mujeres hermosas. Tenía una fijación
casi obsesiva hacia ellas al punto de convertirse en lo que
podría llamarse un acosador social. Y lo hacía con tal
obsesión que ni siquiera respetaba las novias de sus amigos,
cosa que le granjeó tantas enemistades como chicas tuvo.
Siempre antepuso su moderada lascivia sobre sus valores
morales. Actuaba con total obsesión hacia las chicas, que
terminaba restringiéndoles su libertad individual, llegando
al extremo en que algunas de ellas se vieron obligadas a
pedir ayuda a sus padres. De hecho las usaba sexualmente
y las exhibía como trofeos, aunque cada vez era menor la
posibilidad que tenía de ostentar en público con ellas
debido a que perdía un amigo por semana. Y a decir verdad
nunca se supo que hubiera maltratado físicamente a
ninguna. Hasta que conoció a Clara, una hermosa chica
recién ingresada a la universidad, quien rápidamente
mostraría su perfil personal y aspiraciones de vida gracias
a los cuales no sería fácil de conquistar y que lo obligaría a
diseñar una estrategia tipo smooth operator dispuesto a
permitir que saliera con otros muchachos siempre y cuando
él pudiera ejercer algo de control sobre ella y así poder
disfrutar de su presencia y de su compañía a su antojo. Con
el funesto ingrediente de que con el tiempo el cazador
terminó siendo cazado pues nunca imaginó que sus
habilidades de seductor no funcionarían con su nueva
conquista, lo cual lo obligó a modificar su estrategia
tratando de convertirse en su mano derecha más que en un
opositor celoso. Algo que le funcionó de maravilla pues no

302
sólo atraía cada vez más su atención sino también su
tiempo. Le enseñaba revistas internacionales de Jet Set para
mostrarle cómo sería su vida cuando conquistara las
pantallas de televisión, alimentando su ego de manera
permanente con la sola intención de estar a su lado e ir
eliminando paulatinamente a sus competidores
pretendientes que se mostraban frívolos frente a las
aspiraciones de Clara, en cambio de él que daba muestras
de interés total en su vida y en su futuro. Cosa que le
mereció cada vez más su atención, hasta el punto de
aceptarlo como esposo creyendo que se casaba con su
community manager cuando en realidad lo que estaba
creando era un carcelero silencioso que se opondría a todas
sus aspiraciones usando como arma el documento
matrimonial que la convertía legalmente en suya. Pésima
estrategia usada con una persona compulsiva que tenía
enquistada en su cerebro su aspiración mayor de ser famosa
a ultranza y que mataría por ello. Tanto así que según la
única versión conocida hasta entonces, Clara habría sido la
persona que preparó toda la escena en la que ella misma
terminó muerta en lugar de su esposo que se negó a beber
el vaso con veneno. Todo un novelón trágico que terminó
con una muerta, un reo al borde de la locura encerrado en
un sanatorio por cuenta de un juez tipo Batman que se
sentía el responsable de la seguridad de todos los habitantes
de su ciudad; y de un médico psiquiatra paranoico que
aceptó recibir el testigo* para culminar la prueba de relevos
en la que él sería el último participante. Luego, al doctor
Speer le estaba quedando claro que, aun si viviera Clara, la
familia Shmelling no tendría futuro como familia con solo

303
ver la monstruosa diferencia entre sus dos cabezas
principales. Un loco desquiciado que vendió cara su
dignidad con tal de satisfacer su obsesión de contar con el
premio mayor sin importar el precio que tuviera que pagar
por él, frente a una mujer igual o peor de obsesiva a él que
haría todo lo que estuviera a su alcance por lograr sus
fantasiosas metas. Cada uno por aparte pensando en sí
mismos sin gastar un segundo de su tiempo en pensar en el
futuro de sus dos pequeños hijos que nadaban en el más
turbulento de los mares a la espera de ser devorados por
Escila o por Caribdis. Lo cual llevó a pensar a William
Speer en la petición que el señor Harris le elevó al juez
Maxwell en pleno juicio respecto de no permitir que sus
nietos le fueran entregados a su padre Alan Shmelling en
caso de salir absuelto, pues consideraba que su estado
mental o emocional no sería apto para hacerse cargo de dos
infantes que apenas rondaban los dos años de edad, quienes
de seguro serían segregados por su padre que no dudaría en
salir a conquistar mujeres, en honor a su patógena
costumbre y a la innegable libertad que le concedía el hecho
de haber salido absuelto de un juicio penal que cerraría
cualquier puerta a cualquiera que pretendiera despojarlo de
la patria potestad sobre sus hijos, y aun más si era declarado
clínicamente sano. Todo iría en su favor a sabiendas de que
era un psicópata oculto no declarado ni judicial ni
clínicamente. No obstante, Speer decidió escucharlo.

304
Ahora, luego de haber estudiado los casos más relevantes
de los internos del sanatorio, y haber conocido el pasado de
Alan Shmelling, el doctor Speer ya no dormía con solo
imaginar lo que haría con él si sabía que William Morgan y
la señora Martin estaban allí sin cometer delito alguno, y
que aun cuando Marc Sullivan sí había cometido un
aparente delito, y Peter Allows era un asesino en masa, se
preguntaba si su función con Alan Shmelling era aplicar
justicia, calificar su estado mental que le permitiera
regresar a la libertad, o enterrarlo de por vida en el
sanatorio. Duro dilema que sólo él tendría que resolver sin
permitir que su instinto criminal derivado de su psicopatía
social congénita diera el salto abriéndose camino por entre
la razón, la justicia, la voluntad, el libre albedrío y el placer
necesario, que, en últimas, son los que bien administrados
mantienen cuerdas a las personas y constituyen los barrotes
que impiden el salto de la psicopatía social hacia esos
mundos oscuros de la psicopatía antisocial y criminal, en
los cuales controlar la lucidez se hace cada vez más difícil,
como quien olvida el camino de regreso mientras más
avanza sin mirar atrás. Y sabiendo que el dolor es esa
sensación que un órgano del cuerpo o un sistema inherente
a él da muestra de estar funcionando deficientemente, de
ese mismo modo pensaba el doctor William Speer que
debería ser la pena impuesta a quien haya causado la
disfunción, por más nimia que ésta parezca, y más cruel que
pareciera aquélla.

Pero de alguna manera sería el caso de Peter Allows el que


le haría pensar en dejar a Alan Shmelling recluido de por

305
vida en el sanatorio. Al fin y al cabo era un caso más entre
tantos, aparte de que nada le aportaba a la sociedad ver a un
hombre deambulando por las calles con el inri de asesino
en su frente provocando polémicas, y, por qué no, dando
mal ejemplo. Y aunque siempre existió la duda razonable
que lo exoneraba, el director prefirió no hacer uso de ella.
Al fin y al cabo sabía que contaba con el respaldo de toda
una sociedad que ya había olvidado el caso y prefería no
volver a saber de él.

306
Capítulo VII

La entrevista

La noche que el doctor Speer cerró su último expediente ya


tenía una idea clara de la persona que tendría al frente al día
siguiente, de quien le había entrado la curiosidad por
conocer su estado mental. No sabía a quién se enfrentaría,
si a un maníaco desesperado que lo increparía o lo atacaría
por haberlo tenido encerrado sin contacto personal por
cerca de dos años, o con alguien que besaría sus rodillas por
obtener una certificación que lo declarara clínicamente apto
para enfrentar la vida civil.

Con todo, no quiso notificarle su decisión de escucharlo,


con el fin de que no prediseñara un discurso o un memorial
de agravios que entorpeciera la entrevista, sacándola de
curso. De hecho él también estaba algo nervioso por
escuchar la versión de aquel hombre sobre el cual ya se
había formado su propio criterio aun sin haberlo
escuchado.

Al día siguiente, muy temprano, después del protocolo de


la ducha y de la procesión hacia el comedor y el desayuno,
justo cuando Alan Shmelling se disponía a tomar su lugar
al lado de la señora Martin, dos de los enfermeros se le
307
acercaron sin pronunciar palabra con el propósito de
conducirlo a la oficina del director que lo aguardaba en el
segundo piso. Y colocándose uno a cada lado suyo, lo
tomaron con cuidado de cada brazo rumbo a la escalera que
lo conduciría a la oficina del director. Obviamente él no se
opuso, aunque sí se sorprendió, intuyendo que había
llegado la hora de la esperada entrevista, pues no había
razón para pensar que sería conducido a un lugar diferente,
especialmente porque no estaba enfermo ni había sido
protagonista de ningún desorden o algo similar. Sólo miró
a sus escoltas y los siguió hasta la puerta de salida del
pabellón ubicada al final del pasillo donde desaparecieron
rumbo a la escalera que conducía al segundo piso en donde
lo esperaba su contendor.
Al llegar a la puerta de la oficina que estaba abierta, Alan
no disimuló en observarla de arriba a abajo y de izquierda
a derecha hasta tropezarse con la mirada del director que lo
esperaba sentado con mirada fría e inexpresiva, invitándolo
con su mano a sentarse en una de las dos sillas ubicadas al
frente de su escritorio. Lugar que ocupó Alan lentamente
en actitud algo desafiante pero no agresiva, sin poner sus
ojos en los de su verdugo.

Sin ningún protocolo y sin saludo previo, Alan fue


preguntado por el doctor ¿sabe usted por qué está acá?
- Creo que sí, respondió Alan en voz baja. Supongo que por
la evaluación que hará usted sobre mi estado mental o algo
similar ¿no es así?
- El doctor se sorprendió un poco ya que no esperaba una
respuesta tan coherente, repuntando. Sí, esa es la causa.

308
¿Y bien? ¿Qué le gustaría saber de mí? Estoy dispuesto a
responder sus inquietudes -señaló Alan, esta vez mirando
fijamente al doctor quien trató de arredrarse por el prudente
desafío que le proponía su interlocutor-
- Quisiera saber cómo se ha sentido durante este tiempo en
este lugar.
- A decir verdad, muy sorprendido, sobre todo por la falta
de comunicación a la que usted me ha sometido sin motivo
aparente. No conozco nada de métodos de terapia
psiquiátricos pero evidentemente éste parece ser uno de los
más crueles, a no ser que usted considere algo diferente.
- No le diré nada. Los métodos terapéuticos nunca son
discutidos con los internos.
- ¿Me considera usted un interno y no un paciente? ¿Acaso
no fue esa la razón por la que el juez Maxwell me envió a
este lugar luego de que el jurado me hallara inocente? No
quiero contrariarlo pero no he sido tratado como un
paciente sino como un interno. Eso me lo acaba de
corroborar usted, y a decir verdad quisiera saber el motivo,
si es que hay uno, o si por el contrario es parte de mi
tratamiento psiquiátrico. La verdad no lo comprendo.
- Me sorprende y me desconcierta usted con su exagerado
nivel de destreza mental que está demostrando en esta
conversación ¿quisiera explicarme la diferencia entre el
Alan Shmelling hablando solo en el rincón del pasillo al
lado de la señora Martin y el Alan que tengo al frente
razonando como una persona totalmente normal?
- Soy una persona normal. Nunca he dejado de serlo, ni
siquiera en los momentos más difíciles de mi vida,
incluidos los que pasé frente a mi esposa mientras moría, o

309
los que pasé sentado en el banquillo de acusados en la corte.
Sólo que ahora me ha sobrado tiempo para recapacitar
respecto de mi propia persona gracias al volumen de tiempo
libre que usted me ha concedido para hacerlo.
- ¿Quiere usted decir que se siente un hombre renovado y
que cree poder enfrentar la vida cotidiana sin
remordimientos o fantasmas que lo persigan?
- No tengo remordimientos ni fantasmas que me persiguen,
y eso usted lo sabe bien según los monitoreos nocturnos que
me ha colocado desde que llegué aquí. Si bien no puedo
quedarme dormido temprano, cuando lo hago lo hago de
manera ininterrumpida hasta la hora de levantarme. No
tengo motivos para desvelarme, salvo el estar cavilando los
motivos que tiene usted para haberme aislado sin darme la
oportunidad de explicarle mi recuperación emocional, pero
ahora comprendo que la terapia consiste en mantenerme
callado con el fin de conocer mi fortaleza mental frente
situaciones de aislamiento prolongado, quizás para
determinar mi nivel de cordura en condiciones extremas de
soledad que es cuando los fantasmas suelen hacerse
presentes. Sé que estoy especulando pero los hechos son
tozudos y aquí estoy frente a usted dando cuenta de mi
estado. Es eso lo que nos tiene aquí sentados ¿o me
equivoco?

Faltó poco para que el doctor Speer se desmayara al


escuchar a Alan Shmelling hablando sobre su estado
mental como si el evaluado fuera él y no Alan, dado que la
imagen que se había formado de él era tan diferente que
por ratos creyó que soñaba a causa de sus largas noches

310
de desvelo al frente de los expedientes de los internos y
especialmente de su “Viaje por la mente” de la mano de
Austin Bishop que muy posiblemente le estaban haciendo
perder la cordura, o, por qué no, le estaban alertando que
se encontraba frente a un timador profesional que había
logrado engañar a toda una sociedad, pues mientras lo
escuchaba, paralelamente iba repasando en su mente la
capacidad mental de su interlocutor para convencer a los
demás, basado en su extrema tranquilidad que usaba como
arma y que le otorgaban ese halo de seguridad personal
que sorprende a las víctimas cuando están siendo
engañadas. La lucha mental consistía en creer o en ponerse
a la defensiva tratando de poner en duda todo lo que decía
Shmelling pero bajo el entendido que una lucha de esas
dimensiones no se ganaba a punta de prejuicio sino de
razón, o de lo contrario fácilmente podía caer en la miseria
de asesinar mentalmente a una persona con el solo uso del
poder, algo que sentía Speer era ruin para con un hombre
del que aún no se tenía certeza de su psicopatía, pues
gozaba de una absolución judicial que lo blindaba contra
cualquier señalamiento subjetivo, por profesional que
pareciera. Aparte de que su ética le recordaba, segundo a
segundo, que su misión no era someter a ese hombre a un
segundo juicio sino declarar, bajo conceptos puramente
científicos, si estaba mentalmente apto para
reincorporarse a la vida civil o no, y nada más. Pero estaba
claro que el paciente había caído en las manos
equivocadas de un hombre que se sentía desplazado
intelectualmente cada vez que veía que otros pretendían
engañarlo o sobreponerse a su intelecto. Postura difícil que

311
iba en contra de Alan Shmelling, que no sólo tenía que
descubrir sino atacar. Y la contienda apenas
comenzaba.

- Sí, sí, por supuesto, respondió Speer tratando de disimular


su asombro. A lo que me refiero es por qué habla y habla
sin cesar todos los días sentado al lado de la señora Martin,
y por qué escogió ese lugar para hacerlo. ¿Acaso pretende
usted entablar una relación con una persona con desórdenes
sociales y mentales que nada le aportarán a su charla?
- Claro que no. No es esa mi intención. Mi intención
primordial es mantenerme cuerdo al menos sintiendo que
hablo con alguien, así no me responda. Siento que al
hacerlo ella me escucha. Pero no puedo interpretar por qué
no socializa conmigo. Especulo que está sedada como
muchos otros aquí. Y aunque no me interesa su problema,
al menos paso parte de la noche antes de ir a la cama
tratando de descifrar las razones que la impulsan a desarmar
el jersey que teje durante el día, recordándome a todo
momento la historia mitológica de Penélope ¿la conoce
usted?
- Sí, la conozco pero no quiero hablar de eso en este
momento. Me interesa saber lo que usted habla cuando está
acurrucado al lado de la señora Martin.
- Sí. Se lo diré. Cuando tomé la decisión de comenzar a
hablar solo, lo hice con doble intención. La primera era la
de tratar de mantener mi mente activa con el fin de evitar la
esquizofrenia. -Sé que si hablo, no permitiré que me
hablen.- No entiendo de psicología ni de psiquiatría pero
entiendo que la esquizofrenia aparece en personas solitarias

312
que dan cabida a que sus demonios tomen el control, y yo
no podía permitirme semejante agresión por parte de mi
propia mente. Y la otra intención de hablar solo, era llamar
su atención, justamente para que cuando nos viéramos me
hiciera usted esta pregunta.

Nuevamente el doctor levantó sus brazos de encima del


escritorio para recostarse en su silla en muestra de
asombro, pues sentía que aquel hombre ya había tomado el
control de la conversación y tenía que huir de allí.

- Está bien, pero ¿qué es lo que usted dice cuando habla


solo?
- Creo que usted lo sabe ¿o acaso no se lo ha dicho la señora
Martin?
- ¿Quién?
- La señora Martin. Sé que usted ha hablado con ella por lo
menos en tres ocasiones en las que ella se ha ausentado de
su silla, y siempre supuse que estaba contándole a usted mis
retóricas. ¿No es así?
- No, no es así. Yo acostumbro evaluar a algunos de mis
pacientes con el fin de regular sus medicaciones
dependiendo del grado de evolución de sus patologías, pero
eso no es de su incumbencia. No le diré más.

En esos momentos se notó claramente que el doctor se


había dejado sacar de casillas, provocando una reacción
agresiva que Alan notó y aprovechó para acercarlo a su
red.

313
- Entiendo, pero sabrá usted que he tratado de interpretar la
mirada de la señora Martin cuando regresa de su
consultorio y noto una especie de culpa en ella como si
sintiera que me traiciona. Su mirada es evasiva y menos
amable que el resto de los días. Cuando las personas no
pronuncian palabras, comienzan a expresarse con los ojos.
Esa es una condición inequívoca de las personas que aún
tienen conciencia, y la señora Martin la tiene. Sé que no está
loca y que su problema trasciende sus sentimientos,
obligándola a decir cosas que vienen de su corazón y no de
sus fantasmas. De todos modos yo quiero saber cuál es su
postura frente a mi situación porque aún no puedo
interpretar su silencio durante todo el tiempo que me ha
tenido recluido aquí -preguntó enfáticamente Alan al
doctor. -

En ese momento Alan lanzaba una carta fuerte sobre la


mesa tratando de extraer de su interlocutor algún guiño
que le dijera cuál sería su siguiente paso. Pero el doctor
Speer muy hábilmente le respondió que su única intención
era conocer su postura frente a lo sucedido con su esposa
el día de su suicidio. No se sabe si lo que quería era
comprender hasta qué punto Alan guardaba algo de
remordimiento por no haber impedido el suicidio de su
esposa, o si esperaba una especie de confesión oculta que
pudiera revelarle y así justificar o motivar la decisión que
prácticamente tenía tomada y que Alan le destruía con
cada palabra que pronunciaba, aparte de que tampoco
quería guardar en su clóset un muerto que lo atormentaría
el resto de su vida. Al menos debía comprar su tranquilidad

314
emocional al precio de sentir que hacía lo correcto aunque
en el fondo sintiera que no.

- ¿Se arrepiente de lo que hizo? -preguntó el doctor Speer-


- ¿Y qué fue lo que yo hice? -respondió Alan con
asombrosa tranquilidad-
- Asesinar a su esposa -afirmó Speer-
- ¿Eso fue lo que le dijo la señora Martin? Pues quiero
decirle que eso que usted sabe es exactamente lo que le dije
a la señora Martin pero no es la verdad. Ahora que me
pregunta de qué se trataba mi retórica, era de eso mismo, de
la forma como asesiné a mi esposa, pero no es cierto. Tan
solo lo dije intuyendo que su curiosidad sería tan fuerte que
llamaría a la señora Martin para que le contara lo que yo
decía. Y la escogí a ella porque, como se lo dije hace un
rato, sé que está lo suficientemente cuerda como para
repetir mis palabras. Y veo que lo hizo. Trajo mi mensaje
tal como lo expresé en mi rincón. Justo por eso es que no
me persiguen fantasmas en la noche, porque no estoy
arrepentido de mi supina actitud frente al suicidio de mi
esposa. Ella lo hizo movida por la excesiva sublimación de
sus deseos, pero el hecho de que yo no lo haya impedido no
me convierte en un monstruo. Cuántas personas se niegan
a prestar auxilio a otras que realmente sufren dolores de
todo tipo, incluidas necesidades económicas o
sentimentales sin que por ello hayan sido llevadas a juicio.
Ni siquiera a juicios sociales. Pero como se trató de una
persona medianamente conocida quieren hacer ver su
muerte como una tragedia provocada por mí cuando lo
cierto es que Clara comenzó a suicidarse desde muy

315
temprana edad cuando permitió que sus deseos se
apoderaran de ella al punto de sobreponerse sobre su razón.
Quienes verdaderamente deberían ser cuestionados, y no
necesariamente castigados, son sus padres que no notaron
el daño que le hacían a su hija cohonestando un
comportamiento poco ortodoxo, sin que con ello desee
imponerles un castigo, pues no soy el llamado a hacerlo. El
castigo se los ha impuesto la vida misma, quitándoles a su
hija quien no sólo arremetió contra sus padres sino contra
sus hijos y contra mí. Si algún castigo debo pagar es el de
haber declarado que sentí satisfacción al verla morir,
actitud que pertenece a mi fuero interno pero que no me
descalifica para seguir viviendo una vida normal. Cuántas
personas se solazan con solo ver sufrir a otras sin que lo
manifiesten de manera expresa cayendo en lo que en el
juicio se dijo que era un estado de psicopatía social, estado
mental que es connatural a todas las personas sin excepción,
incluidos los niños en su más temprana edad. Sólo que
mientras subsista esa condición en las personas no podrá
presumirse que existe una pandemia psicológica que deba
ser erradicada en tanto no se pase a la acción, que para
hacerlo sólo es necesario expresarlo y luego ejecutarlo. Dos
pasos funestos que determinan quién es apto para seguir
mezclado entre la sociedad, o ser restringido de ella por el
daño materialmente causado. Caso que no es el mío pues
tan solo salté al estado de psicopatía antisocial al expresar
mi satisfacción de ver morir a mi esposa. Estado que, tengo
entendido, no constituye delito castigable alguno. Y ahora
que me encuentro frente a usted tratando de explicarle lo
que en el juicio quedó claro, le pido que por favor acuda a

316
su ética para determinar mi estado mental por encima de
cualquier consideración personal que tenga guardada y que
le impida tomar una decisión objetiva.

- Claro que lo haré -respondió Speer algo molesto- pero


antes quiero saber cuál es la versión verdadera de su relato,
porque en el juicio dijo que no había tenido injerencia en el
comportamiento suicida de su esposa, y sin embargo le
narró con detalles a la señora Martin su directa intervención
mediante la exhibición de las fotografías comprometedoras
que previamente le había tomado a su esposa acompañada
de otros hombres, así como las amenazas de hacerlas
públicas si no desistía de postular para el cargo de
presentadora que perseguía, y ahora me afirma que no es
cierto esto último. ¿Le gustaría explicarme por qué varias
versiones y todas contradictorias?
- Ya se lo dije. Mi intención era llamar su atención para que
me convocara a esta entrevista, y para lograrlo debía ser con
un relato que lo impactara, y veo que eso fue lo que pasó.
Sin embargo, no veo la razón que le asiste para conocer más
detalles de los que obran en el expediente judicial, pues
entiendo que mi estancia en este lugar no conlleva la
finalidad de efectuarme un nuevo juicio sino
específicamente la de determinar mi estado mental
derivado del choque psicológico que sufrí, primero por los
maltratos provenientes de mi esposa, luego por verla morir,
después por el juicio y ahora por mi encierro en este lugar,
eventos suficientes que deben orientarlo a obtener una
evaluación objetiva respecto de mi recuperación, la cual
considero positiva debido al tiempo que he tenido para

317
hacer mi propia catarsis, aun cuando, no lo niego, a veces
pienso que ha sido excesivo, especialmente si no he contado
con su asistencia profesional como lo ordenó el juez en la
corte.

Nuevamente el director se sentía atacado, al tiempo que


acosado por Alan Shmelling para que extendiera la
certificación casi que de inmediato, sin darle la
oportunidad de meditarlo. Sentía que estaba siendo
acorralado lentamente y eso no le gustaba porque sabía
que detrás de esa bien elaborada narrativa se ocultaba el
verdadero Alan Shmelling que no sólo había acosado a su
esposa sino a todas las mujeres que pasaron por su vida.
Conocía de sus inclinaciones compulsivas y de las
verdaderas motivaciones que lo habían acercado a su
esposa, como también su falta de sentimientos que le
habían hecho recordar que hasta tuvo la valentía de
ponerse al lado del amante de su esposa, a quien tildó de
víctima con la sola intención de corroborar su dicho de
verse acosado por Clara en momentos en los que era su
amante.
Sabía también que detrás de ese rostro aparentemente
maltratado se ocultaba un maníaco que había logrado
engañar a todo el mundo, aparte de que de alguna manera
había contribuido en la crisis de su esposa haciéndole
creer que sería su apoyo en sus aspiraciones profesionales,
cuando lo único que hizo fue agudizar su choque emocional
prohibiéndole todo contacto con su medio laboral.
Sin embargo, quiso continuar con el diálogo tomando la
palabra de nuevo:

318
- Estoy de acuerdo con usted en que esto no es un nuevo
juicio pero entenderá que permitirle salir a la vida civil
requiere de un alto grado de responsabilidad de mi parte,
dado que a partir del momento en que yo le permita
atravesar esa puerta hacia la calle, prácticamente seré el
responsable ante la sociedad por todos los actos que usted
despliegue de aquí en adelante. Decisión que tomaré sólo
hasta que esté seguro de que usted se comportará como un
ciudadano ejemplar. Así que deberé tomarme un tiempo
prudencial para hacer esas evaluaciones antes de emitir mi
concepto.

La afirmación del director cayó como balde de agua fría


en la espalda de Alan Shmelling quien de inmediato
entendió que su estrategia de ataque no había amedrentado
a su contendor, y por el contrario parecía que lo había
detenido en cualquier pretensión que le hubiera dado la
tranquilidad de que podía certificarlo. Algo que sería así,
pues al escuchar su discurso entendía que era demasiado
elaborado y cargado de manipulación. Lo cual lo obligó a
cambiar de estrategia en segundos.

- Con todo el respeto ¿Por favor quisiera decirme qué es


para usted un tiempo prudencial?
- No lo sé, puede ser el mismo que ha transcurrido desde su
arribo a este lugar o quizás algo menos.
- No por favor, se lo ruego. Entienda que eso es mucho
tiempo y para entonces no creo tener la misma cordura que
he mantenido hasta hoy, aparte de que estoy seguro de no
poder resistir sin socializar con otras personas ¿por qué me
hace esto? ¿por qué se ha tomado mi caso como algo
319
personal? Le pido por favor que me someta a las pruebas
psicotécnicas que quiera pero no me deje más tiempo en
este lugar -respondió Alan Shmelling visiblemente
afectado-
- Lo siento señor Shmelling pero creo que tendremos que
esperar un tiempo más, antes de que le realice cualquier
prueba.
- No por favor, se lo ruego doctor. Tenga caridad y deme
una oportunidad de demostrarle que no tengo intención de
hacerle daño a nadie ¿por qué lo haría si nunca lo hice
antes?
- ¿Está seguro de eso? ¿No le parece que les hizo daño a
todas esas chicas que engañó antes de conocer a Clara, a las
que utilizó como objetos sexuales solamente para satisfacer
su ego varonil? O es que sólo le parece que fue una víctima
de Clara por el solo hecho de no haberla podido dominar
como a esas otras chicas inocentes a las que les robó su
juventud. No señor Shmelling, usted es un auténtico
psicópata con ínfulas de señor inteligente que ha usado su
astucia para hacer daño. Primero a esas chicas, después a
Clara, luego a su propio abogado defensor de quien logró
convencerlo de que era una víctima para que hablara en su
nombre y engañara al jurado. Y ahora cree poder
engañarme a mí intentando limitarme a estudiar su caso
desde la perspectiva judicial cuando es claro que todo lo
que ha hecho en su vida es manipular a los demás. No me
importa si su esposa lo engañó pero a lo que a mí respecta
no le voy a permitir que usted salga de aquí fortalecido para
que siga engañando y manipulando a los demás. Se
equivoca señor Shmelling. Aplazaré su salida por tiempo

320
indefinido hasta estar seguro de que no hará daño a nadie
más en su vida. Así que doy por terminada esta
conversación -dirigiendo su mirada a uno de los enfermeros
que se encontraba en la puerta de la oficina a la espera de
detener cualquier reacción violenta que percibiera en el
interno-
- No por favor, espere un momento se lo ruego -señaló Alan
dirigiéndose al doctor- Quiero proponerle algo. En vista de
que no será posible que usted modifique su criterio sobre
mí, le propongo que estoy dispuesto a pudrirme en la cárcel
si así usted lo desea y para ello estoy dispuesto a firmar una
declaración juramentada en la que me declaro culpable de
haber asesinado a mi esposa. Y no solo eso, haré una
narración detallada de las circunstancias en las que
ocurrieron los hechos esa mañana en donde no quede duda
de mi culpabilidad y así podrá usted enviarla a la corte del
juez Maxwell para que modifique su sentencia y pueda
enviarme a prisión de manera perpetua. Al fin y al cabo eso
es lo que percibo que siempre quiso él y ahora usted
¿Entonces acepta usted la propuesta?
- Eso quiere decir que desea confesar que efectivamente
asesinó usted a su esposa?
- No dije eso. Dije que haré una confesión a la medida del
juez Maxwell para que pueda condenarme y enviarme a
prisión perpetua y de ese modo calmar su furia que según
veo llegó hasta este lugar. Yo ya le dije que era inocente
pero veo que será inútil que usted y la sociedad lo crean y
lo comprendan después de haber escuchado de mi propia
boca que sentí placer al presenciar el suicidio de mi esposa.
Por eso haré la confesión, para generarles placer a quienes

321
necesitan ver arder en la hoguera a quien también sintió
placer cuando vio arder en la hoguera a su esposa.

- Lo pensaré, respondió Speer. ¡Enfermero, por favor


conduzca al interno al pabellón!

Era un hecho que Alan Shmelling se había derrumbado en


segundos con la sola amenaza proferida por el doctor Speer,
quien sin duda había ganado la contienda al no dejarse
acorralar por Alan Shmelling que quería forzar una
certificación acelerada, quizás previendo que no habría una
segunda oportunidad. Aunque, de todos modos, el director
había quedado en ascuas respecto de la culpabilidad de
Alan quien no obstante haberla reconocido en los largos
discursos dirigidos a la señora Martin, rápidamente se
desmintió argumentando que sólo lo hacía para llamar su
atención con el objetivo único de forzar la reunión. Lo cual
pudo lograr aunque con poca suerte pues tan solo había
obtenido un “lo pensaré” que significaba una esperanza
muy débil frente a las pretensiones iniciales de salir libre de
ese lugar. Y no sólo eso, sino que ni siquiera había logrado
la aceptación de la confesión de culpabilidad que lo enviara
a la prisión. Propuesta de la que nunca se supo si lo que
pretendía era mejorar su situación personal, cambiando el
sanatorio por la prisión en donde al menos podría socializar
con los demás presos, o de otro lado dejar sembrado el
sentimiento de culpa en el doctor Speer por haberlo llevado
a prisión sin declaratoria de culpabilidad. Lo único cierto
fue que tuvo que retirarse al pabellón en medio de una
enorme incertidumbre seguida de una negra corazonada
322
que le decía que el doctor no había quedado muy
convencido de su relato, poniendo en peligro la única
esperanza que le quedaba para salir de allí así fuera directo
a una prisión en donde con toda seguridad se sentiría como
en un resort.

Ya nada importaba, su experiencia hasta ese momento


había sido tan traumática que sólo necesitaba huir de allí a
como diera lugar aun declarándose culpable, o de lo
contrario no resistiría cuerdo un mes más. Su esfuerzo por
aparentar cordura se debilitaba cada día, y si aparte de eso
el doctor Speer optaba por no aceptar su propuesta, su
descenso al infierno se aceleraría vertiginosamente.

Al llegar al pabellón fue soltado por los enfermeros


directamente en el comedor, dado que ya era mediodía. De
allí salió sin probar bocado y se dirigió a su rincón al lado
de la señora Martin quien, al igual que él en su momento,
se sorprendió por su ausencia al punto de no resistir las
ganas de dirigirle la palabra:
- No confíes en ese hombre. Es el diablo vestido de blanco.

Alan se sorprendió de recibir esas palabras de la señora


Martin que hasta ese momento no le conocía su voz,
respondiéndole:
- Sí, ya sé por qué lo dice. Porque lo conoce. Y por favor
no sienta que voy a reclamarle nada pero ya corroboré que
en las visitas a su oficina, usted le contó las cosas que yo
decía aquí en este rincón. Él me lo acaba de decir. Pero no
se preocupe por eso, porque de algún modo yo quería que
él se enterara. Sé que usted es como yo. No sufre de ninguna
323
enfermedad mental y sin embargo está aquí a mi lado por
obra y gracia de un loco de verdad con ínfulas de vengador
justiciero que cree poder tomar la vida de los demás en sus
manos, basado únicamente en su prejuicio y en lo que le
ordenan sus propios demonios del pasado que, aunque no
los conozco, le hacen tanto daño a él como a nosotros.
No sé qué le prometió pero lo que haya sido no se lo
cumplirá porque aquí está usted a mi lado como siempre,
esperando que su hijo venga a reivindicar su sufrimiento y
a vestir el jersey que con tanto amor le teje día a día. Pero
le prometo que si todavía estoy aquí cuando aparezca, no
dudaré en ponerme a su lado para que se cumpla su sueño
de destripar a todos los que les hicieron daño, que son los
mismos que me lo han causado a mí. Y que le harán a todo
aquél que caiga en sus manos. Viven preocupados por el
daño que podamos causar a otros pero no tienen quién los
evalúe a ellos por el daño que le causan sus burócratas a la
sociedad entera con el ocultamiento y manipulación de la
información, con el adoctrinamiento en cambio de la
educación que le dan a los niños y todo cuanto hace el
Estado por beneficiar económicamente a unos pocos
privilegiados que protegen y alimentan a costa del dinero
de todos. Un país de víctimas a expensas de unas élites con
elevados niveles de psicopatía buscando a chivos
expiatorios que les sirvan de máscara a sus aberraciones.
Eso representan el juez Maxwell y el bárbaro que dirige este
sanatorio. Dos psicópatas criminales aplicando justicia por
propia mano, subidos en el púlpito de la moral señalando a
culpables y a inocentes. Pero eso sí, excluyéndose por
derecho propio del grupo de los malos para poder limpiar

324
su conciencia y evitar ser devorados por sus demonios que
muy seguramente no los abandonan ni un segundo durante
el día y que los esperan cada noche en sus almohadas para
acariciar su psicopatía y así suplir su dosis de placer
criminal.

Mirando hacia otro lado, la señora Martin balbuceó:


- Sólo le dije que usted repetía sin cesar que era inocente y
nada más. Y sí es cierto que me ofreció dejarme ir a casa si
le contaba lo que usted decía. Sólo que le mentí porque
usted bien sabe que no es eso lo que usted viene repitiendo
a diario. Yo lo único que quería era confundir a ese
demonio para que no pudiera dormir. Y respecto de que si
me engañó, no es así porque le dije que yo quería continuar
aquí hasta la llegada de mi hijo para que fuera él su primera
víctima. Así que no me hace infeliz no estar en mi casa. Por
el contrario prefiero estar aquí observando su rostro del otro
lado de la ventana consumiéndose a sí mismo mientras nos
observa, devanándose los sesos esperando el momento de
su muerte.

Era obvio que la psicopatía rondaba por aquel lugar como


maldición de película. La señora Martin esperando el
momento de ver una masacre que no ocurriría nunca; Alan
Shmelling deseando salir de allí para rehacer su vida, pero
no la más sana que pudiera esperarse pues en vez de
limpiarse espiritualmente había desarrollado un instinto de
venganza similar al de la señora Martin; y un doctor
William Speer preparándose para dar su estocada final
cuando hicieran su aparición los funcionarios de la
corte.
325
Esa noche fue la más larga que sufrió Alan Shmelling desde
que llegó al sanatorio, pues sentía que una puerta se le había
abierto con la entrevista que había tenido con el director, y
se sentó a meditar frente a la ventana. Sólo que esa noche
no pasó su pálida amiga a saludarlo como tampoco fue
saludado por la lejana luminaria que justo esa noche no se
encendió, dejando en la penumbra el dormitorio general
como eclipse que presagia malas nuevas para el día
siguiente. Aun así pasó la noche parado en la ventana
guardando la esperanza de que las nubes se abrieran y
dejaran pasar al menos un rayo de luz proveniente del negro
firmamento.

Tampoco el doctor Speer pudo dormir esa noche tratando


de diseñar el discurso con el que recibiría a los funcionarios
de la corte que harían su aparición hacia las nueve de la
mañana siguiente para recibir el informe oficial respecto del
estado mental de Alan Shmelling y presentárselo al juez
Maxwell quien sería el que daría la orden de liberarlo o de
confinarlo definitivamente en el sanatorio. Decisión que
sólo dependía del director y de nadie más, supuestamente
basado en los estudios preliminares que efectuó sobre el
remitido paciente y en los resultados de la observación de
su comportamiento.

326
Sentado en su cama recordó los momentos cuando joven se
sentía desplazado por sus compañeros de colegio por el solo
hecho de no actuar como ellos y pensó cómo sería la vida
de Alan Shmelling en libertad en medio de una sociedad
que muy seguramente lo rechazaría, quizás cerrándole las
puertas laborales y hasta de cualquier lugar que quisiera
visitar. Pensaba cómo sería su comportamiento con sus
hijos. Si usaría su tiempo en ayudar a recuperarlos
emocionalmente por la falta de su madre o si por el
contrario los abandonaría al cuidado de sus abuelos para
tener más tiempo libre para él y tratar de rehacer su vida
privada, pues tan solo contaba con treinta y cuatro años.
Recordó apartes de la conversación de esa mañana y notó
que en todo momento Alan trató de tomar el control con
respuestas y preguntas arrogantes que aunque parecía que
era dueño de sí mismo, sólo dejaba ver su inseguridad y su
temor de ser descubierto en alguna contradicción. Algo que
se notó cuando se derrumbó de manera estrepitosa al saber
que el doctor se tomaría un tiempo adicional para dar su
aval.

Tomó los expedientes de los internos que días antes había


estudiado, notando un patrón en todos: el maltrato en su
niñez o en su juventud, que terminaba por convertirlos en
monstruos como Peter Allows, en ascetas como Austin
Bishop, o como él mismo, que optó por huir de la sociedad
en una especie de agorafobia que le decía que el mundo que
conocía no era el suyo y del que tenía que huir a costa de
no enloquecer.

327
Sabía que tomarle la declaración de culpabilidad a Alan
Shmelling suponía necesariamente la certificación de que
estaba cuerdo. Algo que se negaba a hacer con solo recordar
la forma como actuó frente a la muerte de su esposa, del
cual había quedado convencido de que había sido suicidio
y no asesinato y que lo que realmente buscaba Alan
Shmelling con su auto incriminación era escapar del
sanatorio, y de este modo evitar la locura que veía venir si
se quedaba allí. La cual ya daba sus primeras muestras, de
acuerdo a los inusuales gestos que dejó entrever durante la
entrevista, aparte de que el pasado de Alan también le
dejaba bastantes dudas respecto de su nivel de psicopatía.

En suma, nos encontrábamos frente a un psicópata


perseguido por otro psicópata que buscaba un motivo con
el cual justificar el castigo que le impondría a un hombre
del que no conocía sino su paso por la corte de la que había
salido ileso y de su corto expediente de vida.

De este modo elucubraba el doctor Speer antes de tomar su


decisión, pues sabía que en tan solo unas horas recibiría la
visita oficial de los delegados de la corte, en la que tenía
que decidir si Alan Shmelling estaba apto para
reincorporarse a la vida social o si debía mantenerlo en
aquel lugar. La suerte de ese hombre estaba en sus manos.

328
Capítulo VIII

La visita oficial

Según lo había ordenado el juez Maxwell al momento de


proferir la sentencia casi dos años atrás, una mañana de
jueves se hicieron presente en el sanatorio dos
comisionados de la corte con el propósito de verificar el
estado mental y evolución del paciente interno Alan
Shmelling, y de este modo resolver su situación personal
respecto de recobrar su libertad y dar inicio al trámite de su
reintegro a la sociedad.

A su llegada fueron recibidos directamente por el director,


quien, algo trasnochado, los condujo a su oficina para dar
inicio a la reunión en la cual se tocarían temas personales
del señor Shmelling.

Sin preámbulos, uno de los funcionarios preguntó al doctor


Speer:
- Disculpe doctor, ¿es tan amable de conducir al paciente a
este lugar con el fin de hacerle unas preguntas?
- ¿Preguntas? respondió el doctor Speer algo sorprendido.
- Claro que sí. Es nuestro deber verificar el estado del
paciente, a fin de validar la certificación que usted nos va

329
presentar enseguida que, supongo, ya está elaborada ¿no es
así?
- Sí, por supuesto que ya está elaborada pero no veo la razón
por la cual deban ustedes validar mi criterio profesional
respecto de ella.
- Es necesario hacerlo, puesto que es un requisito
constitucional hacer valer los derechos del paciente,
cualquiera sea el sentido de su certificación. La cual deseo
ver en este momento.
- Por supuesto, aquí la tiene. Haciendo entrega formal de un
folio escrito a máquina. El cual tomó el funcionario en sus
manos, lo leyó y se lo pasó a su compañero para que hiciera
lo propio, ante la sorpresa de ambos que no se sabe por qué
motivo estaban convencidos de que saldrían acompañados
de Alan Shmelling, pues sabían del tiempo que llevaba
recluido en ese lugar y presumían que su recuperación
había sido exitosa.
- De todos modos, ahora que conocemos el dictamen
necesitamos entrevistar al paciente de manera personal -
señaló el funcionario a cargo-
- Me temo que no será posible, respondió con firmeza el
doctor Speer, mirando directamente al funcionario que no
dudó en repuntar
- ¿A qué se refiere exactamente doctor Speer?
- Pues a que el paciente no está en condiciones de socializar
con ninguna persona dada su precaria condición, la cual ha
venido deteriorándose cada día desde su arribo a este lugar
y sería una imprudencia enfrentarlo a dos personas que no
conoce. No podría garantizar su seguridad en caso de que
reaccione violentamente.

330
- Comprendo, señaló uno de ellos. Pero, ¿al menos
podemos observarlo desde este lugar a través de la vidriera?
- Creo que sí, por favor sigan por aquí. Es aquel que se
encuentra acurrucado en ese rincón al lado de la señora que
está tejiendo.

Ambos hombres lo miraron fijamente y observaron que él


los miraba también, sin saber que, para su desgracia, en
esos precisos momentos dentro de esa oficina se estaba
decidiendo sobre su futuro, cosa que muy posiblemente
pudo haberlo salvado si en cambio de mostrar esa cara de
profunda ansiedad hubiera dado alguna muestra de cordura,
quizás exhibiendo una expresión que al menos despertara
en alguno de los funcionarios la curiosidad de hablar con
él. Pero desafortunadamente no fue así dado que los
hombres duraron poco observándolo antes de dar la media
vuelta para dirigirse de nuevo a la oficina del director en
donde cesaron las preguntas y se dispusieron a llenar unos
formatos que traían en un portafolios. Mismos que se
dispusieron a firmar por vía doble, ellos y el doctor Speer,
a quien le formularon la última pregunta.

- Podemos suponer que tiene usted la historia clínica del


paciente, así como el récord de sesiones a las que fue
sometido, con indicación del tipo de tratamiento adoptado,
su seguimiento paulatino y las respectivas observaciones
por sesión ¿correcto?
- Sí, por supuesto, pero me temo que no podré entregárselas
en este preciso momento debido a que tuve la imprudencia
de no ordenarlas adecuadamente. Razón que me impidió

331
imprimirlas pero les suplico que me den un correo en donde
pueda hacérselas llegar en tres días ¿les parece?
Ambos funcionarios se miraron a los ojos con muestra de
inconformidad con la respuesta del doctor, la cual se vieron
forzados a aceptar ya que, al parecer, no había remedio.
- Está bien, el mail es corteestatal02@carmail.mk

De inmediato se despidieron del doctor y se dirigieron al


ventanal para mirar por última vez a Alan Shmelling quien
había hecho seguimiento de toda la entrevista desde su
rincón hacia la ventana, esperanzado en que después de ella
el doctor firmaría el consentimiento que lo trasladaría a la
prisión local, consciente de que no volvería a ver la calle
pero en donde podría recuperar su vida socializando con los
demás presos con quienes al menos podría hablar. Había
entendido que estar preso no era estar confinado entre
paredes de ladrillo sino entre las paredes de su propia piel
y de su propio cerebro, porque en ese momento había
entendido que era posible ser libre al interior de una
ergástula, o prisionero en una mansión. Entendía que las
palabras represadas eran la peor tortura que podía
infligírsele a un hombre aun por encima de cualquier
maltrato físico, al punto de comprender la razón por la cual
un loco habla solo, pues al no hallar con quién hacerlo
termina encontrando interlocutor en sí mismo. Exactamente
lo que ya le estaba ocurriendo a él en este lugar, quien,
desesperado por interactuar con otras personas tomó la
decisión de entregarle al director una versión que le
permitiera mudarse del sanatorio a la prisión a cambio de

332
permanecer confinado de por vida entre los barrotes de su
propia piel.

Luego de un instante, ambos funcionarios se encaminaron


por el largo pasillo en dirección a la escalera que conducía
a la salida, sin retirar la vista sobre Alan Shmelling que del
otro lado del vidrio los miraba fijamente con una mirada
más que desesperada; la raíz de sus pestañas totalmente
enrojecidas pidiendo a gritos ser escuchado, lo cual no pasó
desapercibido para los dos hombres, que los impulsó a
preguntarse:

- ¿Viste sus ojos?


- Sí, de puro loco. Creo que el doctor no se equivocó
- No, no me refiero a eso.
- Ah no? ¿Y entonces a qué te refieres?
- ¿No notas en él una mirada de desconsuelo?
- ¿Desconsuelo? No. Yo lo que noto es algo así como una
mirada perdida, de arrepentimiento intenso.
- ¿Pero de qué podría arrepentirse un hombre si estuviera
loco?
- No sé. Tal vez lo estén atormentando sus recuerdos y por
eso es que está loco ¿no crees?
- Es que yo no veo que esté loco. Yo lo que veo es a un
hombre desesperado por querer decir algo. Pobre hombre,
fue traicionado por su mujer, presenció su muerte, y ahora
míralo aquí pidiéndonos ayuda con esa mirada ansiosa.
- ¿Y no notaste algo raro en el doctor Speer?
- ¿Raro? ¿A qué te refieres?

333
- Ya sabes. Como evasivo al responder nuestras preguntas.
No sé, creo que no nos dijo toda la verdad respecto del señor
Shmelling.
- Pero qué verdad querías escuchar. Él respondió lo que le
preguntamos. Yo lo que creo es que aquí el que está loco
eres tú. Por qué mejor no vamos a beber una cerveza -yo
invito- y mañana hacemos el informe para el juez Maxwell.
-Pues sí, ni modos. Fueron las últimas palabras de Rich
Calloway mientras se alejaba por el pasillo dejando atrás
las ilusiones de un hombre del que nunca se supo si su
mirada era de arrepentimiento, de desconsuelo, de terror o
de ansiedad, frente a la mirada del director del sanatorio
que, del otro lado del ventanal, y al igual que el juez
Maxwell, le sería difícil restañar su cordura, prefiriendo
darle rienda suelta a su libre albedrío para que su psicopatía
antisocial cruzara el umbral y le permitiera tomar la ley en
sus manos arrastrando a la tortura y al encierro perpetuos a
un hombre declarado judicialmente inocente, antes que
tomar el riesgo de dejar libre a un culpable que, a su juicio,
pudiera hacerle daño a otros.

Fin

334
Epílogo

Cada letra que escribí en este libro que hizo posible su


culminación, no dejó de hacer crecer en mí esa profunda
admiración que siento por aquellos escritores que con tan
solo una pluma de ave y un papiro lograron las más magnas
obras literarias que alcanzaron a inspirar a escritores
modernos, quienes, por más conspicuos que puedan lucir
en el mundo de las letras modernas, no podrán alcanzar
jamás el rango de colegas de aquéllos nuestros mentores y
álter egos.

El Autor

335

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