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Rosas para Sofía

Los halagos del editor del periódico a mi olfato periodístico seguían rondando mi cabeza,
mientras el ascensor sembraba en mi estómago aquel vacío insoportable que sólo las azafatas
de los vuelos internacionales toleran con heroísmo. Juré no tomar nunca más un elevador y,
mucho menos, si era alemán y tan reducido como el que acababa de asentarme
aparatosamente en el primer piso. Solo cuando la puerta se abrió y los cuerpos se
confundieron en una misma masa, que ahora pugnaba por abandonar el cubículo, pude
reparar en la centellante belleza de una mujer que había ba- jado conmigo. Era realmente
hermosa. ¿Cómo podía ser que una rubia como ella hubiera pasado inadvertida frente a mis
narices? Avanzando ya hacia el pórtico, empezó a corroerme la angustia de que mi miopía
progresaba galopante. Los últimos fragmentos del crepúsculo se astillaban en los vidrios de la
gran puerta de salida y, fuera, Miraflores estaba encendida. Seguí a la mujer hasta la calle y me
lancé tras ella en cuanto vi que echaba a andar por Larco. Desde mi prudente distancia podía
admirarla a mi antojo. Mientras caminaba, sus poderosas caderas se bamboleaban, apretadas
por una minifalda de liga, y a esas alturas su cadencioso taconeo, su dorada cabellera, sus
hombros de nadadora profesional se habían convertido para mí en una especie de finalidad, de
apremiante obsesión. La avenida estaba llena de gente que confluía de todas las calles. Un
cambista de dólares, por un instante, me hizo perder la pista de mi diosa, atravesándome una
calculadora, y yo tuve que apartarlo de una manotada y atropellar a dos o tres señoras con
paquetes para recuperarla entre los grupos que avanzaban hacia el malecón. Un caudal de
bocinazos atoraba las bocacalles. Por momentos me asaltaba la temeraria determinación de
acercarme a ella preguntándole cualquier trivialidad, pero cuando aceleraba el paso dispuesto
a hacerlo, mi corazón daba un vuelco y una te- rrible sensación de derrota anticipada me hacía
retroceder. ¿Cómo hacerlo? ¿Qué decirle? Con las cuadras iban desapareciendo las
posibilidades de un acercamiento inmediato. La seguí unas calles más y, a cada paso, mi
descarrilado raciocinio iba creando códigos confusos, vocablos enrevesados, frases caóticas
que me sirvieran de excusa al abordarla en la próxima cuadra: todo era una maraña gramatical
en mi mente, una vehemencia intelectiva.

Cuando por fin la alcancé y me planté ante ella, vi que sus ojos se sobresaltaban ante la
posibilidad de un secuestro. Saqué la voz de donde no la tenía para decirle, atropellado, que
me hiciera el favor de ver si tenía enderezado el nudo de la corbata.

-Es que tengo una cena muy importante -agregué. Ella se quedó congelada bajo la desfallecida
claridad de la tarde. En su entorno todo era alto, inalcanzablemente arrebolado, y el aire
empezaba a oler a algas y a humedades marinas. Entonces unos dedos intangibles se aferraron
al triángulo de mi corbata y yo sentí una ligera presión contra mi cuello. En los ademanes de la
mujer había la misma ternura de una madre obesa haciéndole el lacito a su pequeño antes de
la misa de seis. Sentía que una humillante ingenuidad llenaba mis extremidades. Cuando me
so- brepuse y le agradecí el gesto fingiendo indiferencia, noté que otra vez mi cabeza estaba
repleta de pensamientos arrebatadores. Las oraciones prefabricadas surgían y desaparecían, y
la confusión del momento me arrastraba a un estado nervioso donde la torpeza era la
respuesta natural a todos mis movimientos. "Creo que tenemos el mismo camino", sugerí,
miserablemente apocado, echándome a andar. Caminamos juntos unos cuantos solares,
pasando por el lado de vendedoras de frutas y arbolillos pelados. Nos acercábamos cada vez
más al malecón y el resuello del mar, grande e impulsivo, nos humedecía el rostro. ĺbamos
entrando a la parte más agradable del recorrido: al fondo podía verse el balneario desierto,
poblado de enormes palmeras barbudas, y uno que otro muchacho en pantoletas. Aisladas por
las zarpadas del viento, las palabras de la mujer sonaban remotas en mi cabeza, y por más
esfuerzos que hacía, apenas lograba identificar ciertos adjetivos, rescatar algunas sinonimias,
interpretar sofocadamente esa incontrolable verborrea que me bloqueaba por completo.
Estaba portándome como un imbécil. ¿Qué hacer? ¿Cómo manejar una situación semejante?
No sé en que momento me asaltó el desesperado recurso de dejarla caminando sola, algo que,
por fortuna, no hice, pues de pronto se detuvo en una esquina, abrió su bolso y me entregó la
tarjeta que había de cambiar, de golpe, el rumbo de mi existencia. La contemplé y me seguía
pareciendo hermosa. A nuestra derecha, una monjita de hábito blanco que regaba el jardín de
un colegio, interrumpió su labor para mirarnos. "Llámame cuando quieras", me dijo ella, con
una maravillosa sonrisa, oliendo a más algalias y

carmín que hace un momento. Pensándolo bien, no me interesaba gran cosa aquella mujer, y
menos su falsa ternura que, por lo visto, se la prodigaba a cual- quier hombre que la abordara
en el camino. Me acuerdo de esto solo porque es importante en los insólitos acontecimientos
que principiaron cuando, tiempo después, encontré la tarjetita aquella refundida en el bolsillo
de uno de mis pantalones, oliendo todavía a mujer esplendorosa. Primero me sobrevino una
confusión, un maremoto de recuerdos, la misma humillación de entonces, pero luego entendí
claramente que el único modo de exorcizat mi ma- lestar era enfrentarme sin pérdida de
tiempo al número telefónico que sudaba en mi mano. Esa noche llegué a mi departamento y lo
primero que hice al profanar la entrada, fue abalanzarme ávida, casi brutalmente sobre el
teléfono. No había encendido las luces, pero las tinieblas azules de la sala no reprimían a mis
dedos ansiosos sobre los dígitos del aparato. Acerqué el auricular y sentí un trozo de hiclo
aplastándome el oído: era como el sonido quieto de un océano, cortado por esporádicas
pausas sonoras que me herían el tímpano. "Maldita cosa", pensé. Bajo mi cuerpo sentía la
mullida piel del sofá y mis dedos jugueteaban con la pana como quien acaricia la pelambre de
un gato. Cuando del otro lado, por fin, cesó el oleaje vibrante y una voz inexpresiva me
contestó que me había equivocado de número sin antes haberle dicho nada, sentí que la
misma molestia estomacal de los ascensores volvía a asaltarme, irremisiblemente. ¿Qué clase
de broma era esa? ¿Cómo la mujer que me contestó podía saber que era número equivocado
sin es- cuchar lo que tenía que decirle? Un nuevo atolladero de preguntas colmaba mi mente.
Solo cabían dos explicaciones posibles. Que, en efecto, se tratara de una broma intolerable, o
que la tipeja estuviera atravesando una crisis nerviosa parecida a la mía. "¿Qué número
contesta?", le pregunté en cuanto pude hablar. En los siguientes segundos, alcancé a oír una
precipitada carrera de números, con un tono marcial y tremendamente descortés, y después
sólo el golpe del auricular poniéndole fin a la comunicación. Mi alivio consistió en encender la
lámpara y cotejar el número de la tarjeta con el que me acababa de dar la mujer. Sí, yo había
errado en un digito. Pero contra mi voluntad, lo que hice a continuación no fue corregir la
llamada, sino apurarme en volver a marcar el número equivocado, quizás con la secreta
dignidad de insultar a la arpía que me había contestado. En la línea había como un
chisporroteo de comunicaciones lejanas, voces inaudibles, silbidos. La voz tardó mucho en
responder y esta vez me pareció que pertenecía a una muchacha y no a una vieja como pude
creer en un inicio.
Ya le dije que se ha equivocado -señaló nuevamente la voz-. No vuelva a molestar.

-Espere-dije. Había encontrado un cigarrillo desmenuza- do en el fondo de mi bolsillo y ahora


mi mano buscaba un cerillo para encenderlo-. No cuelgue, por favor.

Un vacío siseante se apoderó de la línea. Mientras esperába- mos que cualquiera de los dos
continuara hablando, las vocecillas del receptor recrudecían y alguien gritaba, remotísimo, si
podían escucharlo. Los cerillos no estaban por ningún lado. En la bulliciosa galería del aparato,
las demás comunicaciones seguían entremez- clándose, abrumadoras.

-¿Cómo sabía que era llamada equivocada sin haber escu- chado mis razones? -le pregunté.

-Porque hace mucho que nadie llama a este teléfono-con- testó la voz, tan áspera como antes-
. Además, vivo sola y no conozco a nadie que tenga motivos para hablarme.

Su respuesta, extravagante e inesperada, me cortó el aliento. Me quedé callado un instante.

-¿Usted vive sola? -pregunté después, más confundido que antes. De pronto había
desaparecido de mí toda señal de rencor y mi necesidad de cerillos se había tornado iracunda:
sostenía el teléfono entre uno de mis hombros y mi cabeza, y ahora tenía mis dos manos
ocupadas en la búsqueda de los fósforos. El zumbido de la línea con sus mil vocecitas
empezaba a torturarme.

-¿Y si tanto le disgusta el teléfono -continue- por qué no lo hace quitar de su casa?

-No es casa-dijo la voz-. Es departamento. Cuando lo tomé, el teléfono ya estaba aquí, pero
nunca sonó. Es más, pensé que estaba desconectado.

-¡Ah! Quiere decir que tiene poco tiempo en su departamen- to-aseguré, percibiendo ahora un
distante horquilleo entre su voz y la mía, sistema Morse o algo por el estilo. El señor que
gritaba si lo estaban escuchando había dejado de hablar y quedé alerta por si podía reconocer
su airado tonito en medio del alboroto.

-Sí-dijo la voz.

-¿Y tiene fuego? -le pregunté.


-Sí, pero está en la cocina -respondió ella.

-Yo tengo problemas con un cigarrillo -sonreí ¿Puede escuchar las otras comunicaciones?

-No las oigo-dijo ella-. Pero si no puede fumarse el ciga- trillo, cómase el tabaco.

No repliqué nada porque en ese momento prosperó la llovizna de voces y me exacerbó mi


incapacidad para registrar la voz del señor que reclamaba ser escuchado. Lo que después me
llamó la atención fue una voz aún más diminuta que las anteriores, una voz que preguntaba
entre dos chasquidos si era jueves cuando enterraron a Bruno.

-¿Cómo se llama? -dije.

-Sofia-contestó ella.

-Yo soy Arturo -le dije. De pronto había cesado todo aquel chaparreo ruidoso y la voz de Sofía
sonaba ahora cercana, sus- tancial. Me dio la impresión de que se estaba burdando. Después
de un momento me pidió que aguardara, y sin esperar respuesta, se alejó del aparato. A través
de él podía oír, ahora, los pasos de Sofia, el abrir y cerrar de una puerta batiente, algunos
instrumentos

que chocaban entre sí.

-Aló-dijo después de un rato-. ¿Qué me decía?

¿Qué tanto fue a hacer a la cocina? -le pregunté yo, in-

mediatamente. -No fui a la cocina -protestó ella-. Fui a buscar un pa- ñuelo.

Sin embargo, yo tenía la certidumbre de que me mentía, pues estaba seguro que había
percibido ruidos propios de las cocinas, choque de metales, vagos tintineos de copas, una
cucharita tocando el fondo de una taza. Esperé un poco. Puse toda mi atención para
sorprender alguna evidencia que la delatara, pero a lo largo de la conversación nada hubo que
pudiera desenmascararla. Por eso, cuando terminamos de hablar, yo sentía una especie de
frustración contra mí mismo.
-La llamo mañana -le dije.

-Como quiera -acotó ella-. Me da lo mismo.

Del resto se encargó el destino. Al día siguiente la llamé a la misma hora y ella se mostró
menos dura. Me contó que hacía un par de semanas que vivía sola y que no necesitaba de
nadie para sobrevivir. En seguida pensé que era una mujer decidida. Yo tam- bién empecé a
confiarle mis cosas y sospecho que ella no tardó en notar mis primeras crisis. Aunque al
principio tuvimos dificultades por nuestros caracteres, al poco tiempo yo había transigido y ya
no me importaba que ella se mostrara dura conmigo, porque sabía que algo había empezado a
cambiar entre nosotros. Lo único que verdaderamente me intranquilizaba era, hasta entonces,
no haber logrado persuadirla de que me dijera dónde vivía. Con su aguda costumbre de
simplificar las respuestas, me contestaba que había que darle tiempo al tiempo, cada vez que
yo le pedía, casi le exigía su dirección.

-Dime dónde vives, Sofía. Quiero verte.

Ella se reía con malevolencia y me decía que la llamara cuan-

do estuviera más calmado. Sus respuestas, desde luego, me hacían hervir la sangre. Me pasaba
horas enteras tomando anfetaminas y buscándole explicaciones adecuadas al asunto. ¿Por qué
se negaba con tanta tenacidad a revelarme su dirección? Eso significaba que no quería, por lo
menos por el momento, que la conociera. Con todo, a partir de entonces ya no advertía en ella
su habitual desdén, y más bien observaba cierto tono de complacencia. En un inicio me
resultaba imposible, dolorosamente imposible, entender que ella pudiera ser mejor que yo.

Un día me salió con que era pintora. Tantas semanas hablan- do a diario y recién me revelaba
una de sus verdades. Tal como lo pensé, Sofía me confesó más adelante que vivía de la
pintura, que se pasaba el día pintando en la terracita de su departamento y que después
mandaba vender sus cuadros en un parque de Miraflores. "Quiero ver tus pinturas", le dije
entonces. Era sólo un pretexto, claro, para conseguir su dirección. Ella se rió.

-No me opongo-me contestó, soberbia, categórica-. Pue- des admirarlas en el Parque Central.

Lo tomé como un desafio. En ese mismo instante me lancé al parque y, desesperadamente, me


puse a verificar la firma de todos los cuadros callejeros que se exhibían sobre sus caballetes.
Cuan- do estaba a punto de retirarme del parque sin haber encontrado nada, metabolizando
una rabia inconcebible, reparé en las últimas pinturas que un muchacho moreno exponía
sobre una banca. Eran unas extrañas miniaturas de paisajes serenos y océanos apacibles. Tuve
que suplicarle a un calvo infeliz que me prestara sus gafas de aumento y al final casi
arrebatárselos para poder descifrar, a través de ellos, la firma de las minúsculas pinturitas. Un
gozo animal me escarapeló, en efecto, cuando descubrí que a un extremo de cada una de ellas
se podía leer: "Sofía Gallardo". Las compré todas. A mi parecer, los lienzos no valían nada; sin
embargo, cuando la llamé a la medianoche, las diatribas que había preparado para
derrumbarle el orgullo se convirtieron en halagos a la gracilidad de sus matices y, sobre todo, a
la sencillez de sus trazos.

-Sabía que no te iban a gustar-me dijo ella apenas terminé de hablar-. Los hice con esa
intención.

-¿Sabías que iba ir a ver tus cuadros? -inquirí, perplejo. Una pelusilla se me había metido al ojo
izquierdo.

-Claro - dijo ella. ¿Estaría menstruando?-. Y que ibas a comprarlos todos.

-¡Me gustan!-grité, parpadeando despiadadamente el ojo herido. ¡Sabes perfectamente que


me gustan!

-No-dijo ella más hiriente que en la última pelea-. No te pueden gustar. ¡Son horribles!

Me sacó de quicio. Fue la única vez en que, enfurecido hasta la médula, terminé llamándola
pinturera. En adelante, maniática- mente, me pasaba las horas devorando las listas telefónicas
con el propósito de demostrarle que yo no era el papamoscas que ella pensaba: pretendía
presentarme sorpresivamente en su aparta- mento. Para el supuesto caso, ya tenía elaborada,
con sus puntos y comas, una peroración donde incluía ofensas, vilipendios y recrimi- naciones
de todo calibre. Fue una tarea terrible. A la semana estaba embotado de tanta numeración
inútil y al sábado siguiente había renunciado por completo al hallazgo de su dirección usando
ese método. Consideré que a lo mejor podía conseguir mi propósito persiguiendo al morenito
que vendía las pinturas, así que monté guardia en el parque y en varias oportunidades me fui
detrás de él, a prudente distancia. La última vez me llevó a unos arenales del norte, donde no
había agua ni luz, y donde, evidentemente, no podía vivir Sofía. Me retiré con el rabo entre las
piernas, mientras el morenito era recibido por un niñito mugriento que se lanzaba a sus brazos
trastabillando en la arena. Esa noche me propuse conseguir la dirección de Sofía de primera
fuente y esta vez aunque fuera recurriendo a la violencia verbal. Pero al cabo de algunos días,
y a fuerza de muchas amenazas y neurosis, estaba en el mismo lugar donde había empezado.
Su testarudez, sus constantes negativas, me iban demoliendo. Tanto, que no pude resistirlo un
minuto más y una pútrida noche la llamé, diciéndole que ya había conseguido su dirección y
que en ese mismo momento iría a verla. Fue cuando Sofía quedó vencida. Se puso a sollozar y,
por primera vez en esos seis largos meses, se quebró. Su soberbia, toda su arrogancia, se
desplomaron como un juego de ilusión.

-No vengas -titubeó-. No vengas, Arturo, por favor. No soy lo que parezco.

Sus quejidos me clavaron un profundo sentimiento de culpa y me dejaron más confuso aún.

-¡No entiendes que te amo! -le grité, entonces, casi sin darme cuenta.

Ella no respondió, pero no colgó el teléfono, mantuvo el fono cerca de su boca, dejándome
escuchar su respiración, sus conmovedores vagidos. Imaginé que sus labios temblaban incon-
trolables. Descorrí la cortina y por la ventana divisé la calle desierta: un collar de lámparas
amarillentas corría hacia la costanera. La bruma de la temporada flotaba fantasmalmente
sobre los postes, creando halos en torno a ellos. Fuera se escuchaban pasos, pero era
imposible establecer de qué dirección venían. Sin embargo, por el compás y la nitidez, podía
determinarse que pertenecían a un hombre.

-Te amo, Sofia -insistí.

Finalmente, ella se dio por vencida.

-Yo también -me dijo, bajito, aún llorosa-. Pero no sirve de nada.

-Cómo que no -le increpé, viéndome embestido por unos deseos insondables, casi bestiales, de
aplastarla entre mis brazos hasta que se deshiciera como papel de arroz ¿Eres casada?

Sofía volvió a quedar en silencio. Me sentía fluctuando en una gigantesca tela de araña. En la
calle los pasos se escuchaban ahora más definidos, mucho más cercanos y materiales, pero
aún era imposible ver al hombre que los engendraba.

-¿Eres casada? -volví a preguntarle-. ¡Contéstame, maldi- ta sea!

-¡No! -gritó ella con la voz cascada-. No soy casada, pero

esto no puede ser.

-No sigas fingiendo -le reproché-. Ya no me mientas.


-No te miento-dijo ella, ahora serena, pero dejando escu- char el bombeo impío de su corazón-
. Sólo que existen muchas barreras. Te decepcionarás de mí, Arturo.

-Lo único claro es que te amo -le dije y esta vez ya sin cargos de conciencia-. Locamente, Sofía,
entiéndelo. En realidad te mentí. Aún no conozco tu departamento. Dime dónde vives y ahora
mismo hablaremos.

-No puedo -gimió ella-. No puedo.

-Es por nosotros- imploré. Mis ojos seguían espiando la calle a la espera de que el autor de los
pasos apareciera en cualquier momento. Definitivamente aquellas pisadas tenían que ser
hechas con el taco de un zapato rudo, un minero tal vez, pero por más esfuerzos que hacía, no
lograba ver más que la calle vacía, el aliento blancuzco de la noche-. ¡Por favor, mi vida, por
favor!

-La verdad es que nunca debiste equivocarte de número -gritó Sofía entre sollozos-. ¡Nunca
debí haber hablado contigo!

-Yo no me arrepiento de nada -le dije, los pasos, los pasos-.

No me hagas sufrir más, Sofía.

-Cuánto quisiera complacerte-dijo ella. Sólo tienes que

saber que yo también te amo y después de una angustiosa pausa, agregó que no la llamara
más. Nunca más, Arturo. Adiós. Cuando cortó, mis propios gritos retumbaron en el auricular.
Tempestuosamente, le suplicaba que no colgata, que había mucho que hablar, que la amaba
más que a nada en el mundo. "¡Sofia!, bramaba. ¡Sofial". Pero cuando caí en cuenta de que
todo estaba perdido, tiré la bocina y marqué en vano su número muchas veces: no volvió a
contestarme. Una ardorosa furia burbujeaba en mis venas. Y afuera los taconeos, una y otra
vez, como detenidos en el mismo lugar. Entonces, sin saber lo que hacía, me dirigí a la calle. A
mi paso cayeron las lámparas del living y las puertas del edificio se fueron cerrando
estruendosamente, una a una, a mis espaldas. Llegué a la primera planta, frenético, poseso, y
me encaminé al sector de donde provenían las pisadas. Eran los del guardián del vecindario,
que se paseaba por la otra calle envidiablemente com- placido y fumándose un cigarro. Su
silueta se alargaba en la pared, proyectada por el farolillo de la esquina. No sé en qué
momento le lancé el primer puñetazo.

Jamás viví una noche tan espantosa como aquella, pa- seándome enajenado en mi habitación,
sangrándome las manos contra las paredes. Toda la siguiente semana estuve hundido en una
inextinguible depresión, enfermo, casi enloquecido por la ausencia de Sofia. Como una
vertiginosa galopada, mis latidos se entremezclaban con mis pensamientos, otra vez, en una
in- conexa enredadera de ideas. Marcaba su número cada vez que podía, pero lo único que
lograba era acrecentar mi angustia con su línea siempre ocupada. La pesadilla duró hasta la
mañana en que, imprevistamente, una luz tocó mi mente y me levantó del escritorio,
exclamando: "¡Pero qué idiota soy!". Salí corriendo redacción, empujando al director que se
me atravesó en el camino,

maldiciendo a voz en cuello a los mil buses repletos que enfilaban

por Benavides. No pude soportar más la tormentosa espera y mi

último y desesperado recurso consistió en sacar a tirones a un

jovenzuelo sorprendido para ocupar su lugar en el estribo de un

vehículo atestado. De pronto había recordado que en una de las

pinturas de Sofia aparecía un parque hermoso, con una gondola

y una pileta, que bien podía ser el lugar al que daba su departa-

mento, pues recordé que muchos artistas solían regodearse en los

paisajes de su entorno. Y si era así, pues bastaba con reconocer

el parque para saber dónde vivía ella. Llegué a mi departamento

pensando en todo eso y, lupa en mano, me lancé sobre los lienzos

para estudiarlos con devoción. Estaba convencido de que algo

valioso encontraría. De pronto, de tanto observar el parque, las


flores anaranjadas, la góndola, me percaté de que en torno se

veían también algunas tiendas que incluso mostraban sus rótulos.

Aumenté muchas veces los detalles y, con algún esfuerzo, descubrí

que en uno de ellos decía: "Bodega Loli". Sentí una inconfesable

exaltación. Al inicio, el entusiasmo amenazó con nublar otra vez

mi mente, pero luché por sosegarme: era imperioso actuar con

calma. El razonamiento me llevaba a pensar que en el cuadro, que

era perspectivista, debía haber otros elementos de utilidad. Y, en

efecto, al fondo, destacando en el laberinto de casas, encontré el

domo de una iglesia. Era una cúpula celeste, sencilla, de doble

punto, como las que abundaban en los balnearios. Por otro lado,

Loli era un apellido italiano y como las familias italianas estaban

afincadas sobre todo en Barranco, según una crónica que yo mismo

había escrito, no podía ser sino este distrito colgado sobre el mar

el lugar tantas veces idealizado.


Diez minutos después, la vaporosa exhalación del acantilado barranquino llenaba mis
pulmones. Por la posición de la iglesia, no me fue difícil guiarme hasta dar con el parque de la
góndola; y cuando encontré, en todo su esplendor, el rótulo de la bodega sentí una cabriola en
el pecho. El resto fue sencillo: la casa de Sofía debía estar frente a la bodega y, por la
perspectiva del parque pintado, debía tratarse de un edificio. Pregunté aquí y allá, y aunque
hubo mucha vaguedad, al final el dueño de la bodega, un italiano enor- me que lucía su
delantal con orgullo, me confesó que, en efecto, en el sexto piso del edificio del frente una
muchacha se instalaba todas las tardes con lienzos y pinturas en su terraza. Entonces mis pies
se lanzaron en otra descontrolada carrera hasta el edificio en cuestión. Una vez en la puerta,
pensando tal vez en un dinosaurio gris, no me alcanzó el ánimo para esperar las ganas del
elevador, que caía pesadamente con su traqueteo de fajas y poleas, y me abalancé escaleras
arriba. Escalaba por un impecable graderío, con audacia, deteniéndome cada veinte escalones
para respirar, sin pensar en la otra posibilidad, una inevitable y espantosa, que me esperaba al
final de ellos. En el cuarto piso encontré un jardincillo colgante del que arranqué a escondidas
tres rosas lánguidas. Dos mujeres que conversaban en el ventanal se volvieron a verme en el
momento en que emprendía nuevamente el ascenso en busca de Sofía. Llegué al piso indicado
y me arrojé sobre la puerta del de- partamento que, evidentemente, daba al parque. Toqué
una y otra vez, comiendo ansias, jadeando de impaciencia. Había momentos en que el timbre
no saciaba mis arrebatos y entonces golpeaba la puerta, la pared, gritaba su nombre. "¡Abre,
Sofial, le decía, ¡Abrel". Todo fue inútil. Si Sofía estaba allí, se negaría a abrirme por el resto de
su vida. De pronto, un hombrecito escuálido apareció en el piso, lustradora en mano. Me
acerqué a él y seguramente con los ojos implorantes, con la voz agrietada, le pregunté qué
había sido de Sofía. El hombre levantó los ojillos empañados y se quedó un buen rato
contemplándome sin asombro. Tenía el triste aspecto de un borrachín callejero. Vestía un
abrigo mugriento y un despiadado tic nervioso le hacía saltar el lunar que tenía en la mejilla
izquierda.

-¿Sofía? -dijo al fin, mostrándome sus dientes parduscos. Repitió muchas veces el nombre,
haciendo notorios esfuerzos por recordar. Su rostro estaba cubierto por una barba de varios
días, donde brillaban varias espinitas plateadas. Pero lo que más me inquietaba era la
contracción de su mejilla, la violencia con que zapateaba su lunar.

-¡Claro! -dijo-. Usted está buscando a la señorita que vivía en este departamento.

-Sí-le contesté, aferrándome a uno de sus brazos. ¿Dónde está? ¿Cómo puedo encontrarla?
¿Puede usted ayudarme a tirar esa puta puerta?

Una vehemencia sin control dominaba mis movimientos, pero el hombrecito parecía no
percatarse de ello, porque, sin con- testarme, no se cansaba de contemplarme los zapatos.

-¿Cómo? -dijo al fin-. ¿Acaso usted no sabe?


-No sé qué -dije.

-Que ella murió la semana pasada.

En la verdad infinita de ese anuncio, necesité de todos mis sentidos para continuar en pie.
¿Qué hacía que el hombre inventara una infamia como aquella? Atacado por un ingobernable
furor, lo cogí de las solapas y le grité que me dijera la verdad. En ese momento el espasmo
acrecentó su ritmo y él hizo un descomunal esfuerzo por liberarse de mis manos agarrotadas
en su ropa: entre los dos se apretaban las rosas marchitas de Sofía.

-¡Yo no sé! -exclamó el hombre una vez liberto-. Sólo le estoy diciendo la verdad. La semana
pasada vi que los papás de la niña llamaban una ambulancia y después que los enfermeros se
la llevaban cubierta hasta la cabeza y entonces pensé que a una moribunda no se le tapa la
cara. Tenía que estar muerta, señor. ¿Sabe? Era una muchacha rara. Desde que llegó no habló
con nadie más que con el hombre que le vendía sus cuadros. Por él nos enteramos que se
llamaba Sofía y que provenía de una familia muy rica. Basta con ver el carro en el que llegaban
sus padres para darse cuenta.

-¡Ella no puede estar muerta! -lo interrumpi, corrí a la puerta, toqué-. ¡No puede!

-¿Es usted su novio? -prosiguió el hombre a mis espaldas, inconmovible-. Linda chica, la
verdad. Una gran lástima. Dice que se negó a seguir con su tratamiento en la clínica. Ni
siquiera quiso quedarse en el extranjero, sepa usted. Les pidió a sus padres que la dejaran vivir
sola en este departamento el tiempo que le quedaba de vida. Linda chica, ¿no cree?

La absurda voz del hombre sonaba en mi cerebro, distorsio-

nada, abriéndose campo entre la fragosidad de recuerdos que se

batían entre sí. Yo seguía golpeando la puerta, a ciegas, estrellando

mis puños a punto de desgarrarse. Apenas podía respirar por el nudo que crecía implacable en
mi esófago. La esperanza de que Sofia hubiera inventado toda esa patraña para no verme más
se deshacía en sus últimos estertores. Alcance a oir al hombre decir que le parecía haber
escuchado la palabra leucemia, pero en mi afán de salir volando, prácticamente lo dejé
hablando solo. Ini- ciaba un vesánico descenso por las escaleras, convencido ya del doloroso
final, asfixiándome, pensando en todos los cementerios que tendría que recorrer para
encontrar ahora la tumba de Sofia. Iba llorando, vergonzosamente, por una mujer.

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