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https://www.pagina12.com.ar/395921-lo-que-queda-del-cuerpo
-A las siete desayuno, a las nueve pileta y después yodo. Tiene suerte, va
a ocupar una de las habitaciones de arriba, la que está al lado de las
terrazas. ¿Entendió?- preguntó levantando los ojos de los papeles que mi
madre le había entregado. Tenía una voz que todavía podía ser amable.
Le respondí que no hacía falta, había sido educada para memorizar tan
rápido las órdenes, las secretas directivas de lo que se me impusiera, que
quería olvidarme quién era yo, quién mi madre; y, de haber sido posible,
olvidarme, también, de todo lo demás.
Después del papeleo me llevaron a una habitación para darme la primera
dosis del pre-tratamiento. Así que antes de que mi madre se despidiera
comencé a verla más borrosa, más lejana que de costumbre. En algún
momento se habrá acercado a mí, me habrá besado la frente, pero no lo
recuerdo.
Giré la cabeza y ahí estaban los empleados del sanatorio y los demás
internados. Parados al lado de una mesa, me observaban en total silencio.
Por un momento quedé suspendida en esa visión, sostenida apenas por la
inercia del cuerpo sobre la silla, y el ruido de la marea que subía y bajaba
con la fuerza de mi desconcierto.
Pasé las primeras semanas sin salir de la cama, en una cuerda que me
mantenía entre el sueño y la vigilia. El tratamiento contemplaba que en esa
primera etapa, el Doctor no hiciera un seguimiento en persona, así que mi
único contacto con la realidad eran Cardozo, las enfermeras y las
mucamas. Una mañana desperté fuera de ese estado de flotación, como si
el mundo volviera a ser una posibilidad material. El sol entraba por el
ventanal y, a lo lejos, se escuchaban los gritos de unos chicos que jugaban
en la playa del otro lado del muelle. El resto de las cosas permanecía en
silencio. Al lado de mi cama estaba lista la silla de ruedas. Las mucamas
habían dejado flores arriba del escritorio y una foto en la que el Doctor
sonreía en un primer plano que intentaba ser luminoso, parecía un artista
de los años cincuenta. Apoyé los pies en el piso y quise pararme, pero un
escalofrío me recorrió la columna. Me quedé inmóvil, tratando de entender
qué me pasaba. Vi que tenía clavada una sonda que iba del brazo a un
sachet con un líquido amarillo. Me agarré del portasueros como si fuera la
última brizna de pasto de la que pudiera sostenerme antes de caer al
vacío. El mareo me mordió los ojos. No sé cuánto tiempo pasó hasta que
Cardozo entró a la habitación y me vio ahí, sostenida del caño, con las
piernas temblorosas. Se acercó al panel que había en la pared, presionó
uno de los botones. Cuando las enfermeras entraron me ayudaron a
recostarme en la cama. Si bien protesté diciendo que quería levantarme,
que podía hacerlo, mi cuerpo obedeció, agradecido.
Me preguntó cómo la veía. Le respondí que estaba hermosa, que ese color
con el que le habían pintado las uñas le quedaba muy bien. Me dijo que
había empezado una fase del tratamiento más avanzada, que no sabía
qué resultaría de eso, pero que el Doctor había dicho que la respuesta
estaba siendo buena y que vislumbraba la cura definitiva. Le pregunté
cómo se sentía, más allá de lo que el cuerpo pudiera. Me dijo que no había
nada que escapara a eso, pero que estaba confiada. Al verla así, volvieron
mis dudas sobre si algo de lo que nos hacían tendría que ver con que nos
curásemos; aunque sentí ganas de decírselo, me callé. Había algo de eso
que intentábamos sostener, de ese tiempo comprado en una mesa de
saldos, que no me convencía. Se nos decía que teníamos que estar felices
de vivirlo, pero a mí no me daba ninguna felicidad tener una muerte por
entregas. Lo único que quería era que nos dejaran en paz.
-Si tuvieras que elegir una forma para morir, ¿cuál elegirías?- me preguntó
Cartieri.
Le dije que no sabía, pero que esa que nos tocaba seguro que no. Se
quedó en silencio y le tiró las migas de pan a las gaviotas.
-¿Vos?- le pregunté.
Ese día, Cardozo me contó que los resultados de mis análisis eran
excelentes. Dijo que si todo seguía así, quizás podía volver a mi casa una
temporada y que el seguimiento se hiciera a distancia. La noticia me alegró
tanto que olvidé todo lo que había pensado. Cuando mi madre escuchó lo
que le contaba comenzó a gritar y saltar del otro lado de la línea del
teléfono.