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Lo que queda del cuerpo

Por Marcelo Carnero


24 de enero de 2022 - 00:01

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EL CUENTO POR SU AUTOR

Cuando era chico mi madre trabajaba en la sala de diálisis del Hospital de


Niños. Muchas veces, cuando no tenía con quién dejarme, me llevaba con
ella a su trabajo. Pasé días enteros con esos chicos que vivían una
infancia quieta, detenida. Algunos eran varios años más grandes que yo y
tenían un cuerpo igual o más pequeño. Recuerdo sus caras de dolor
mientras les filtraban el líquido de la sangre. Se pasaban horas conectados
a esas máquinas. Mientras duraban las sesiones comencé a ser su amigo.
A veces leíamos o mirábamos la televisión, otras veces jugábamos a las
cartas, o los acompañaba de manera silenciosa. Una vez, refiriéndose a
esos chicos, escuché a unos médicos decir que esas máquinas eran su
realidad, y yo también me vi como uno de ellos, alguien que estaba
conectado a una realidad que era una máquina defectuosa. Muchas veces
los escuché llorar, a ellos, a sus madres y padres. Muchas veces volví
después de algunas semanas y encontré sus camas vacías. A lo largo de
la vida, habiendo estado casi un año sin poder moverme por un problema
grave en la columna, sentí esa soledad, esa incertidumbre frente a cierta
deshumanización de la maquinaria hospitalaria. Este texto es un intento de
“sublimar” las dudas, temores y pensamientos que me asaltaron todos
aquellos días.

LO QUE QUEDA DEL CUERPO

Llegamos ni bien amaneció. Habíamos partido de madrugada en el


“lechero” que salía desde Sauce. Mi madre dijo que lo llamaban así porque
era un tren que paraba en todos lados. Eso incluía cualquier sitio que
tuviera una o dos calles reconocibles. Aunque en muchos casos, esas
calles solo sirvieran para aglomerar a unos pocos ranchos en medio de la
nada. Otros lugares no eran más que andenes con una casilla y un jefe de
estación que hacía las veces de oficial postal. Parajes llenos de melancolía
y olor a bosta de vaca.

Durante el viaje casi no hablamos. Ni bien el tren empezó a vaciarse, mi


madre buscó un asiento libre y se puso a llenar los formularios de
admisión. Al llegar a La Aguada no fue muy distinto de los pueblos
anteriores, pero parecía que el paisaje se había tragado la estación, sus
visos de progreso viejo. Esperamos sentadas en un banco, frente a la cara
amodorrada de unos chicos que andaban con los ojos entornados de
sueño, como si esas liñitas por las que miraban fueran, también, las
ranuras por donde debíamos echarles las monedas que pedían. Hasta que
mi madre se hartó y fue a la boletería a reclamar el auto. El empleado dijo
que estaría demorado por la tormenta que había habido la noche anterior.
Al rato llegó alguien a buscarnos en un jeep. Cargamos nuestras cosas y
mientras cruzábamos el pueblo, salíamos a una ruta, después a un camino
de tierra, a la tranquera de un campo inmenso, mi madre hacía
comentarios sobre cualquier animal, pájaro o extrañeza del paisaje que
apareciera; y cuando ya habíamos pasado el campo y atravesábamos los
médanos, los pequeños humedales que la tormenta había creado aquí y
allá, mi madre seguía hablando y lo hacía cada vez más rápido, como si el
acercarnos al sanatorio la emborrachara de una desesperación pavorosa.

El hombre que manejaba iba en silencio y cada tanto asentía. Supongo


que estaría acostumbrado a ese tipo de escenas. Di vuelta la cara como
cuando era chica y trataba de esconderme, entonces, descubrí a los
caballos que corrían por la alfombra desgranada de la playa, intuí la
quietud de los hombres en el muelle de pescadores; hasta que apareció la
silueta enorme de la casa que ocupaba el sanatorio y no pude dejar de
preguntarme si esa sería la última vez que llegaría a ese lugar, a cualquier
lugar.

Cardozo nos recibió siempre dispuesto, siempre atento a lo que


necesitáramos. El uniforme impecable de blanco, como si hiciera siglos la
sal marina le hubiera tejido la chaqueta de fibrana. Mientras mi madre
terminaba los trámites administrativos, él se ocupó de explicarme las
dinámicas del lugar.

-A las siete desayuno, a las nueve pileta y después yodo. Tiene suerte, va
a ocupar una de las habitaciones de arriba, la que está al lado de las
terrazas. ¿Entendió?- preguntó levantando los ojos de los papeles que mi
madre le había entregado. Tenía una voz que todavía podía ser amable.

Yo miraba los altos techos, las molduras de mármol, la araña que


declinaba sus brazos en todas las direcciones del salón, como una amiga
que estuviera dispuesta a sostenernos frente a la desgracia.

- ¿Quiere que se los repita?

La voz de Cardozo sonaba ahora un poco más tensa, más descascarada.

-¿Qué cosa?- pregunté.

-Los horarios- dijo sosteniéndome la mirada—. ¿Quiere que se los repita?

Le respondí que no hacía falta, había sido educada para memorizar tan
rápido las órdenes, las secretas directivas de lo que se me impusiera, que
quería olvidarme quién era yo, quién mi madre; y, de haber sido posible,
olvidarme, también, de todo lo demás.
Después del papeleo me llevaron a una habitación para darme la primera
dosis del pre-tratamiento. Así que antes de que mi madre se despidiera
comencé a verla más borrosa, más lejana que de costumbre. En algún
momento se habrá acercado a mí, me habrá besado la frente, pero no lo
recuerdo.

Me desperté tendida en la cama de la habitación, la ropa estaba fuera de


las valijas y acomodada en el vestidor. Sobre el escritorio habían dejado
una bandeja con comida y una jarra con agua. Un bol con una compota
grisácea que no pude distinguir de qué fruta estaba hecha.

Me levanté, tenía la boca pastosa y el pensamiento amargo. Me senté en


el silloncito del balcón. Desde ahí pude ver el horizonte clavado sobre el
fondo, como una contraparte del telón del cielo.

En el corredor que llevaba al mar, Cardozo cubría con una pequeña


sombrilla a quien deduje sería el Doctor. La imagen me decepcionó un
poco, lo había imaginado más alto, más imponente, alguien con un cuerpo
acorde a los males contra los que combatía. Llamaron a la puerta: una
mucama venía a avisarme que a la puesta de sol harían un agasajo para
mí en la playa.

-Una bienvenida- dijo la mujer frente a mi asombro.

Después de almorzar me quedé dormida nuevamente. Cuando desperté


era casi de noche. La puerta de la habitación estaba abierta y Cardozo la
golpeaba con tanta insistencia, que hubiera podido despertar a un muerto.
Traté de pararme pero estaba mareada y cuando intenté caminar, sentí
que me desvanecía. Finalmente, Cardozo entró para asistirme antes de
que cayera. Me sentó en la silla y comentó que era normal que los
primeros días me pasara eso, que el cuerpo tenía que acostumbrarse a las
proteínas que habían comenzado a inyectarme en los sueros. Me alcanzó
un vaso con agua y dijo que me esperaban en la playa. Caminó hasta el
vestidor, me preguntó qué quería ponerme para la celebración, su voz
sonaba tan distinta a la de la persona que me había recibido esa mañana.
Le dije que si no era mucha molestia prefería hacer eso en otro momento,
que necesitaba descansar. Cardozo me miró como si lo estuviera
insultando. Descolgó uno de los vestidos y lo dejó arriba de la cama.

-Este va a estar bien- dijo-, la espero en cinco minutos en la recepción.

Me vestí como pude, como si algo que acechara detrás de la puerta me


obligara a moverme, aunque el cuerpo no respondiera. Bajé las escaleras
sosteniéndome de las paredes, acompañada por el ruido seco, sin gracia,
que hacían las sandalias que había elegido ponerme, y que se expandía
hasta el techo. A medida que bajaba, escuchaba que Cardozo hablaba con
uno de los recepcionistas; ni bien me vio aparecer por la escalera, se
acercó. Al principio pensé que venía a ayudarme, pero de inmediato me di
cuenta que quería corroborar, pese a su asombro, lo que veía. Entonces
miró al recepcionista y se rieron. Decían algo que yo no comprendía sobre
mis tacos y la arena. Cuando logré llegar a abajo, el recepcionista apareció
con una silla de ruedas. Le dije que no quería sentarme ahí, que me daba
vergüenza que la primera vez que me vieran mis compañeros de
tratamiento fuera así, en una silla de ruedas. Cardozo suspiró moviendo la
cabeza y me respondió que hacerlo sería un buen comienzo.

-Hacer qué?- pregunté.

-Reconocer que está enferma- dijo.

Me desplomé sobre la silla. Salimos al corredor que unía el sanatorio con


la playa y la brisa me causó un placer que no sentía hacía mucho tiempo.
Desde la orilla podía intuirse la forma de las olas bajo la luz lechosa de la
luna.

Giré la cabeza y ahí estaban los empleados del sanatorio y los demás
internados. Parados al lado de una mesa, me observaban en total silencio.
Por un momento quedé suspendida en esa visión, sostenida apenas por la
inercia del cuerpo sobre la silla, y el ruido de la marea que subía y bajaba
con la fuerza de mi desconcierto.

-¡Bienvenida!- gritaron de repente.

Y yo no pude más que reírme, un poco nerviosa, un poco devastada,


aunque lo único que quería era llorar.

Pasé las primeras semanas sin salir de la cama, en una cuerda que me
mantenía entre el sueño y la vigilia. El tratamiento contemplaba que en esa
primera etapa, el Doctor no hiciera un seguimiento en persona, así que mi
único contacto con la realidad eran Cardozo, las enfermeras y las
mucamas. Una mañana desperté fuera de ese estado de flotación, como si
el mundo volviera a ser una posibilidad material. El sol entraba por el
ventanal y, a lo lejos, se escuchaban los gritos de unos chicos que jugaban
en la playa del otro lado del muelle. El resto de las cosas permanecía en
silencio. Al lado de mi cama estaba lista la silla de ruedas. Las mucamas
habían dejado flores arriba del escritorio y una foto en la que el Doctor
sonreía en un primer plano que intentaba ser luminoso, parecía un artista
de los años cincuenta. Apoyé los pies en el piso y quise pararme, pero un
escalofrío me recorrió la columna. Me quedé inmóvil, tratando de entender
qué me pasaba. Vi que tenía clavada una sonda que iba del brazo a un
sachet con un líquido amarillo. Me agarré del portasueros como si fuera la
última brizna de pasto de la que pudiera sostenerme antes de caer al
vacío. El mareo me mordió los ojos. No sé cuánto tiempo pasó hasta que
Cardozo entró a la habitación y me vio ahí, sostenida del caño, con las
piernas temblorosas. Se acercó al panel que había en la pared, presionó
uno de los botones. Cuando las enfermeras entraron me ayudaron a
recostarme en la cama. Si bien protesté diciendo que quería levantarme,
que podía hacerlo, mi cuerpo obedeció, agradecido.

A media mañana vino a verme el Doctor. Se presentó, miró mi historia


clínica sin decir demasiado. Me llamó la atención que no me revisara,
cuando se lo comenté, dijo que no hacía falta. Dio una serie de
indicaciones en cuanto a la medicación e indicó un suero nuevo. Cardozo
le preguntó si habiendo asimilado tan bien los otros, hacía falta que
probáramos algo distinto. El Doctor nos miró con una benevolencia
impostada y dijo que no era una cuestión discutible. Después preguntó
cómo estaba con las deposiciones. Cardozo dijo que bien, que con la dieta
líquida había mejorado. En ese momento entendí que mi cuerpo y hasta
sus ritmos más íntimos, habían dejado de pertenecerme.

El Doctor dijo que quería presentarme a alguien. Cartieri era la paciente


más antigua en tratamiento y pasaba los días charlando o acompañando a
los demás. A veces recorría las camas con algún libro, otras con un mazo
de cartas. A veces se sentaba cerca y era una compañía silenciosa que
escuchaba lo que una quisiera contarle. Como el Doctor me había visto
bien, dijo que podía almorzar algo sólido. Entonces, Cartieri, había llegado
para eso, para compartir el almuerzo conmigo. La mucama entró con una
bandeja en la que traía galletas de arroz, un queso blanco que era
incomible, un poco de té. Al ver que yo no tocaba ni las galletas ni el
queso, Cartieri me preguntó si me molestaba que ella los terminara. Le dije
que no y, en chiste, dije que hiciéramos un arreglo para que, de ahí en
más, viniera a comer lo que yo no pudiera. Se lo tomó muy en serio. Le
pregunté si no quedaba satisfecha con la comida que le daban, pero me
dijo que hacía días estaba en una fase del tratamiento en la que casi no le
permitían comer. Me llamó la atención, y me quedé pensando si estaría
bien que dejara que comiera lo que yo no había podido, pero la noté tan
desesperada, masticando apenas las galletas y tragándolas, que no le
comenté nada de lo que pensaba.
Desde ese día, cada vez que la veía a Cartieri, le daba lo que le había
guardado. Hasta que también entré en una fase del tratamiento en la que
comencé con una dieta estricta que solo se interrumpió cuando mi madre
vino a verme. Le comenté a mi madre que tenía dudas sobre la eficacia del
tratamiento, pero ella se enojó y defendió la trayectoria del sanatorio
diciendo que era una desagradecida. Cuando el Doctor se enteró le dijo a
mi madre que se quedara tranquila, que era normal que los enfermos
rechazaran sus métodos, pero que ya entraría en razón. Después firmaron
los papeles para comenzar una nueva fase del tratamiento. Cuando
salieron escuché cómo, entre llantos, mi madre decía que no volvería por
un tiempo cuando el Doctor le dijo que no me ayudaba que ella me viera
así.

Ese día, cuando vino la enfermera, me resistí a que me medicaran. Pero


cuando Cardozo escuchó los gritos sacó una ampolla de vidrio que traía en
la chaqueta, la clavó a la aguja de una jeringa y me la inyectó. Me
desperté unos días después, con mi madre parada a los pies de la cama.
Ni bien abrí los ojos corrió a abrazarme y entre llantos me rogó que
confiara en ella, en el tratamiento. Yo apenas podía articular palabra, pero
le dije que estaba bien, que iba a hacer lo que me pidieran.

Pasaron las semanas y empecé a mejorar, comencé a levantarme de la


cama, a sentirme animada. Volví a salir. Recuperé el color y el peso.

Una mañana me dejaron ir sola a la playa. Caminé por la carpeta del


corredor bajo la mirada de Cardozo que me observaba desde una de las
ventanas. Encontré a Cartieri sentada en las reposeras. Estaba demacrada
y se notaba que el cuerpo le dolía más que de costumbre. Tenía los brazos
cubiertos de pinchazos y una sonda le conectaba una de las manos a una
bolsa de plasma. En la otra apretaba un puñado de migas de pan que cada
tanto intentaba tirarle a las gaviotas.

Me preguntó cómo la veía. Le respondí que estaba hermosa, que ese color
con el que le habían pintado las uñas le quedaba muy bien. Me dijo que
había empezado una fase del tratamiento más avanzada, que no sabía
qué resultaría de eso, pero que el Doctor había dicho que la respuesta
estaba siendo buena y que vislumbraba la cura definitiva. Le pregunté
cómo se sentía, más allá de lo que el cuerpo pudiera. Me dijo que no había
nada que escapara a eso, pero que estaba confiada. Al verla así, volvieron
mis dudas sobre si algo de lo que nos hacían tendría que ver con que nos
curásemos; aunque sentí ganas de decírselo, me callé. Había algo de eso
que intentábamos sostener, de ese tiempo comprado en una mesa de
saldos, que no me convencía. Se nos decía que teníamos que estar felices
de vivirlo, pero a mí no me daba ninguna felicidad tener una muerte por
entregas. Lo único que quería era que nos dejaran en paz.

-Si tuvieras que elegir una forma para morir, ¿cuál elegirías?- me preguntó
Cartieri.

Le dije que no sabía, pero que esa que nos tocaba seguro que no. Se
quedó en silencio y le tiró las migas de pan a las gaviotas.

-¿Vos?- le pregunté.

-Me gustaría morir en el mar- dijo sin dudar.

Después vinieron a buscarla para su sesión de yodo.

Ese día, Cardozo me contó que los resultados de mis análisis eran
excelentes. Dijo que si todo seguía así, quizás podía volver a mi casa una
temporada y que el seguimiento se hiciera a distancia. La noticia me alegró
tanto que olvidé todo lo que había pensado. Cuando mi madre escuchó lo
que le contaba comenzó a gritar y saltar del otro lado de la línea del
teléfono.

Volví a mi habitación, me senté en el balcón, las gaviotas hacían largos


vuelos de reconocimiento. Recuerdo que, por un instante, mirándolas, me
sentí esperanzada. Pero no fue más que un reflejo que duró lo que duró en
mis oídos el sonido de los cuerpos que arrastraba el viento.

A la mañana siguiente me levanté temprano y escuché a las enfermeras


comentar que Cartieri había hecho una crisis durante la noche, que debía
ser intervenida de urgencia, que estaban esperando al Doctor. Entré a mi
habitación haciendo arcadas. Fui al baño y vomité lo que había
desayunado. Me miré en el espejo y fue como si me viera por primera vez
después de mucho tiempo. Estaba tan destruida como Cartieri. Me levanté
el camisón, me conté las costillas a la vista, tenía los brazos llenos de
pinchazos y moretones, los ojos rotos. No dudé. Esperé a que las
enfermeras salieran y fui con la silla de ruedas a la habitación de Cartieri.
Entré, la vi conectada a la sonda que le pasaba el suero, como pude la
desperté. Estaba muy mal, trataba de tocarme la cara con la punta de los
dedos. La arrastré hasta que cayó medio sentada, medio volcada, sobre la
silla. La acomodé y la saqué de la habitación. No había nadie en el pasillo
y bajé lo más rápido que pude por la rampa que iba directo al corredor de
la playa.
Desde la terraza nos vio una de las enfermeras y empezó a gritar. Entendí
que tenía que correr. Pese a lo dolorida que la veía, a Cartieri se le había
dibujado una sonrisa en la cara. Me di cuenta de que nunca la había visto
sonreír. Eso hizo que por unos metros avanzara más rápido. A lo lejos
escuché la voz de los chicos que jugaban del otro lado del muelle, el
chillido de las gaviotas, el hermoso quejido del mar. Vi que Cardozo y otro
enfermero venían corriendo bastante lejos. Seguí avanzando y al ver el
azul del agua los imaginé a tantas vidas de distancia. Me vi triunfal,
haciendo que cualquiera de sus esfuerzos por alcanzarnos fueran inútiles.
Me vi parada al borde de la playa, la silla de ruedas vacía subiendo y
bajando por la arena cada vez que las olas la empujaban. Vi sus cuerpos
resistidos por las olas al tratar de entrar al mar. La vi a Cartieri hecha un
punto lento pero seguro, que avanzaba muy adentro y al que por fin,
cubriría para siempre el agua. Pero empezamos a quedarnos y sentí cómo
el cuerpo volvía a abandonarme, cómo la fuerza se perdía. Cartieri me
miró con desesperación, como si entendiera que el mar, pese a que
avanzáramos, quedara cada vez más lejos. Empezó a lagrimear. Cardozo
y el otro enfermero ya estaban cerca. Paré, me arrodillé delante de ella y la
abracé con todo lo que me quedaba de cuerpo. Hasta que sentí el tirón del
enfermero que nos separaba y escuché a Cardozo insultarme y
amenazarme en un idioma que ya no podía comprender. Después, el
mundo se hizo mudo cuando Cardozo agarró la silla de ruedas, la giró, y
ante la mirada vacía del enfermero, ante mis ruegos, volvió a llevar a
Cartieri al sanatorio.

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