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Lucy va por libre y está trabajando para agencias que saben apreciar sus

habilidades, que no paran de mejorar.


Un día de Lockwood la visita por sorpresa y le dice que la necesita para un
encargo de los importantes Penelope Fittes, la líder de la gigantesca Agencia
Fittes, quiere que ellos (y solo ellos) localicen y destruyan el origen del
legendario caníbal de Ealing. ¿Qué hará falta para que el equipo de reúna de
nuevo?

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Jonathan Stroud

La sombra en llamas
Agencia Lockwood - 04

ePub r1.0
Titivillus 04.12.2023

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Título original: The Creeping Shadow
Jonathan Stroud, 2016
Traducción: Celia Martínez Duro

Editor digital: Titivillus


ePub base r2.1

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Para Louis con cariño.

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I
Dos cabezas

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S upe que estaba en presencia de los muertos en cuanto puse un pie en la


oficina iluminada por la luna y cerré la puerta con cuidado tras de mí. Lo
notaba; sentía el hormigueo en el cuero cabelludo, se me había erizado el
pelo de los brazos y el aire que respiraba estaba helado. También veía el
coágulo de telarañas que colgaba de las ventanas, denso, polvoriento y
cubierto de escarcha brillante. Después estaban los sonidos centenarios, los
que había seguido por las escaleras vacías y los pasillos de la casa. El crujido
del lino, el chasquido del cristal roto y el llanto de la mujer agonizante. Ahora
todo era más intenso. En lo más profundo de mis instintos, tuve una
corazonada inesperada que me decía que algo malvado me miraba fijamente.
Aunque, si ninguna de esas señales hubiera funcionado, la voz estridente
de mi mochila podría haberme dado una pista.
—¡Ah! —gritó—. ¡Ayuda! ¡Un fantasma!
Eché un vistazo por encima de mi hombro.
—Corta el rollo. Hemos encontrado al espectro. No hace falta que te
pongas histérico.
—¡Está justo ahí! ¡Te está mirando con las cuencas vacías! Oh, ahora está
sonriendo y le veo los dientes…
Resoplé.
—¿Y eso por qué te perturba? Eres una calavera. Tranquilízate.

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Dejé la mochila en el suelo y abrí el cierre de tela. Dentro había un gran
frasco de cristal que contenía una calavera humana que irradiaba una luz
verdosa y humeante. Un rostro traslúcido y espantoso presionaba el cristal,
con la nariz torcida hacia los lados y los ojos en forma de huevos escalfados
yendo de un punto a otro.
—Me dijiste que te avisara, ¿no? —preguntó la calavera—. Pues te estoy
avisando. ¡Ah! ¡Está ahí! ¡Un fantasma! ¡Huesos! ¡Pelo! ¡Puaj!
—Podrías callarte, ¿por favor?
Muy a mi pesar, notaba que sus palabras estaban empezando a afectarme.
Contemplé la estancia, escrutando las sombras en busca de una figura
fantasmagórica. No veía nada, pero eso apenas me consolaba. Este espectro
en particular seguía unas reglas especiales. Con una velocidad febril,
rebusqué en la mochila, aparté el frasco y separé las bombas de sal, las
granadas de lavanda y las cadenas de hierro.
La voz de la calavera retumbó en mi mente:
—Lucy, si estás buscando el espejo, lo ataste a la parte trasera de la
mochila con un trozo de cuerda.
—Ah…, sí. Es verdad.
—Para que no se te olvidara dónde estaba.
—Sí, claro.
Sus ojos brillaban mientras yo buscaba a tientas la cuerda.
—¿Estás aterrorizada?
—No.
—¿Solo un poquito?
—Desde luego que no.
—Si tú lo dices… Por cierto, se está acercando.
Bueno. Se había acabado la cháchara. Dos segundos después tenía el
espejo en la mano.
Este visitante tenía una peculiaridad: nadie podía verlo directamente, ni
siquiera los agentes con una visión psíquica decente. Se suponía que era el
espíritu de la sanguinaria Emma Marchment, una mujer que había vivido en
aquel edificio a principios del siglo XVIII, cuando era una casa privada y no las
oficinas de una compañía de seguros. Tras interesarse por la brujería y,
presuntamente, matar a varios de sus familiares, su marido la apuñaló con una
esquirla de cristal del espejo roto de su propio tocador. Ahora solo se aparecía
en los reflejos: en espejos, ventanas y superficies metálicas pulidas. Varios
empleados de la empresa habían muerto recientemente a manos de este
fantasma escurridizo. Acorralarla era un asunto delicado. Esta noche, nuestro

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equipo llevaba espejos de mano, y había habido muchos pasos apresurados
para alejarse y un montón de ojos abiertos mirando por encima de los
hombros en las esquinas oscuras. Yo no me molesté en hacer nada de eso.
Había confiado en mis sentidos para seguir los sonidos, así que no había
usado el espejo hasta ahora.
Lo sostuve y lo incliné para poder ver el reflejo de la habitación.
—Bonita herramienta —dijo la calavera—. Un plástico de muy buena
calidad. Me encantan los ponis rosas y los arcoíris en el borde.
—Lo compré en una juguetería. Fue lo único que pude encontrar con el
tiempo que tenía.
La luz de la luna destelló de forma confusa sobre el cristal. Respiré hondo
y mantuve la mano firme. La imagen se estabilizó al instante y mostró la
cuadrícula brillante de la ventana, flanqueada a ambos lados por unas cortinas
baratas. Debajo del alféizar había un escritorio y una silla. Observé la imagen
panorámica que me rodeaba, pero solo veía el suelo iluminado por la luna,
otro escritorio, archivadores y una planta colgante suspendida en una pared
oscura apanalada.
Ahora la estancia no era más que un despacho aburrido, pero en el pasado
había sido un dormitorio. Un lugar en el que se habían perdido los nervios,
habían estallado viejos celos y la intimidad se había transformado en odio.
Los dormitorios eran el principal foco de los fantasmas, más que cualquier
otro sitio. No me sorprendió descubrir que la muerte de Emma Marchment
había ocurrido allí.
—No la veo —dije—. Calavera, ¿dónde está?
—A lo lejos, en la esquina de la derecha. Está medio dentro y medio fuera
de esa cómoda. Tiene los brazos estirados, como si quisiera abrazarte. Puaj,
qué largas tiene las uñas…
—¿Qué eres esta noche? ¿Una verdulera de Yorkshire? Deja de
asustarme. Quiero que me digas si vuelve a moverse hacia mí. No parlotees
sobre nada más.
Hablé con decisión, proyectando confianza. Sin mostrar miedo ni
ansiedad. No alimentando al espíritu inquieto. Incluso así, no iba a
arriesgarme. Tenía la mano izquierda en el cinturón, a medio camino entre el
estoque y los destellos de magnesio.
Aparté la mirada del espejo. Sí, allí estaba la esquina de la cómoda.
Estaba muy oscura y la luna apenas llegaba hasta ella. Por más que me
esforzaba, no distinguía nada que sobresaliera.

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Así que… volví a centrarme en el espejo y lo moví poco a poco, hacia los
escritorios, detrás de la planta colgante y a lo largo de las paredes paneladas,
hasta llegar a la cómoda.
Y allí estaba. Vi al fantasma balancearse de una forma espeluznante.
Aunque la había estado esperando, por poco dejé caer el espejo. Era una
figura huesuda de la que colgaban cortinas blancas, parecidas a un velo. Un
rostro amoratado flotaba en una cuna de cabello humeante. Ojos negros y
penetrantes, y una piel blanca que se aferraba al cráneo como la cera que se
derrite. Podían verse su cuello esquelético, las manchas del vestido y la
mandíbula abierta de un modo antinatural. Tenía las manos alzadas y los
dedos doblados en mi dirección.
Las uñas eran muy largas.
Tragué saliva. Sin el espejo o la calavera para guiarme, podría haber caído
en sus garras sin darme cuenta.
—La tengo —dije.
—¿De verdad, Lucy? Bien hecho. Ha llegado el momento: ¿quieres vivir
o morir?
—Vivir, por favor.
—Llama a los demás.
—Todavía no.
De nuevo, la mano me temblaba y el espejo se tambaleaba. Perdía
continuamente de vista a la figura pálida. Despejé la mente. Necesitaba un
momento de tranquilidad para lo que tenía que hacer.
—Sé que son un incordio —siguió la calavera—, pero esto no es algo que
puedas hacer sola. Tienes que olvidar esa pelea tuya.
—Ya la he olvidado.
—Solo porque Lockwood…
—No me preocupa Lockwood. ¿Podrías callarte? Necesito silencio
absoluto para esto.
Respiré hondo y comprobé de nuevo el espejo. Sí, allí estaba el rostro. Era
una mancha irregular envuelta en un remolino de pelo tan fino como el
algodón de azúcar.
¿Se había acercado a mí? Puede. Parecía un poco más grande. Alejé aquel
pensamiento.
La calavera volvió a agitarse.
—¡Dime que no vas a hacer una de tus tonterías! Era una vieja malvada
cuyo espíritu solo busca hacer daño. No tiene sentido conectar con ella.

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—Voy a hacer lo que se me da mejor, y no es ninguna tontería. —Alcé la
voz—. ¿Emma? —la llamé—. ¿Emma Marchment? Te veo. Te oigo. ¿Qué
quieres? Dímelo. Puedo ayudarte.
Así era como lo hacía siempre. Directa al grano. El método Lucy Carlyle,
cuya eficacia había probado muchas veces en las largas noches del llamado
invierno negro. Usar su nombre. Hacer la pregunta. Sin complicaciones. Era
la mejor estrategia que había encontrado hasta ahora para conseguir que los
muertos hablaran.
Aunque no siempre funcionaba. O no funcionaba como yo quería.
Miré el rostro blanco en el centro del espejo. Escuché con mis sentidos
internos, alejando los bufidos escépticos de la calavera.
Unos sonidos tenues recorrieron el dormitorio en un abismo de tiempo y
espacio.
¿Eran palabras?
No. Solo eran el aleteo del camisón ensangrentado y algunos suspiros
superficiales, estridentes y mortales.
Lo de siempre.
Abrí la boca para intentarlo de nuevo. Entonces…
—Todavía la tengo…
—Calavera, ¿has oído eso?
—Por los pelos. Tiene la voz un poco ronca. Aunque hay que reconocerle
el esfuerzo. Es increíble que pueda decir algo con la garganta abierta de esa
manera. ¿Qué es lo que todavía tiene? Esa es la cuestión… ¿Ampollas? ¿Mal
aliento? No sabría decirte.
—¡Shh! —Hice un gran gesto cordial—. Emma Marchment, te oigo. ¡Si
deseas descansar, primero debes confiar en mí! ¿Qué es lo que tienes?
Una voz habló detrás de mí, muy cerca.
—¿Lucy?
Grité y liberé mi estoque del cierre de velero que lo unía a mi cinturón.
Me di la vuelta con la espada en guardia y el corazón a mil por hora. La
puerta del dormitorio se había abierto. Una figura alta y delgada apareció,
perfilada por el remolino de la luz de una antorcha y las nubes de humo de
magnesio. Tenía una mano en la cadera y la otra descansaba sobre la
empuñadura de su espada. El abrigo largo ondeaba a su alrededor.
—Lucy, ¿qué estás haciendo?
Volví a echar un vistazo a mi espalda, estabilizando el espejo justo a
tiempo para ver que la figura tenue y pálida, como el aliento en el aire,
atravesaba el panel detrás de la cómoda y desaparecía.

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El fantasma se había adentrado en la pared… Qué interesante.
—¿Lucy?
—Vale, vale, puedes entrar.
Envainé el estoque y le hice un gesto a Ted Daley, que acababa de entrar
en el dormitorio. Era líder de equipo (de segunda clase) de la agencia Rotwell.
No te equivoques. No me estoy quejando. Mi nueva vida como agente
psíquica autónoma tenía muchas ventajas. Podía elegir los encargos.
Trabajaba cuando quería. Podía forjarme mi propia reputación. Pero un
inconveniente claro era que no podía escoger a mis compañeros. En cada caso
que aceptaba tenía que adaptarme a los que trabajaban para la agencia que me
había contratado. Por supuesto, algunos no estaban mal. Eran decentes,
profesionales y competentes. Otros…, bueno, se parecían a Ted.
Visto desde lejos, con poca luz y vuelto de espaldas, Ted era tolerable.
Una inspección de cerca era, sin duda, decepcionante. Era un joven
desgarbado, de ojos tristes y larguirucho. Siempre tenía la boca medio abierta,
como colgando sobre su cuello escuálido. De alguna forma, al mirarle tenías
la impresión de que acababa de tragarse su propia barbilla. Tenía una voz
aguda, y unas costumbres estrictas y meticulosas. Como líder del equipo,
aquella noche tenía una autoridad simbólica sobre mí. Sin embargo, dado que
corría batiendo los brazos como un ganso, tenía la personalidad de un tallo de
apio flácido y, lo que era más importante, no parecía tener unos dones
psíquicos agudos, yo le ignoraba bastante.
—El señor Farnaby quiere hablar contigo —dijo.
—¿Otra vez?
—Quiere que le cuentes lo que hemos conseguido hasta ahora.
—Ni hablar. He acorralado al fantasma. Tenemos que acabar con esto
ahora. Trae a los demás.
—No. El señor Farnaby dice…
Pero era demasiado tarde. Sabía que estaban merodeando en el umbral de
la puerta. Como esperaba, dos figuras nerviosas se adentraron en la estancia
unos segundos después y, ¡abracadabra!, nuestro equipo estaba completo.
No era exactamente un elenco imponente. Tina Lane, agente de campo de
Rotwell (tercera clase), era una chica pálida y particularmente sosa de un
modo que sugería que todo el calor y la vitalidad se le habían escapado por un
agujero en uno de los dedos de los pies. Tenía el pelo tan blanco como la paja
descolorida, la piel de color hueso y un tono de voz tan tenue que necesitabas
acercarte para saber qué había dicho. Cuando te dabas cuenta de que no

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merecía la pena escucharlo, volvías a echarte atrás poco a poco y, si podías,
avanzabas en la misma dirección hasta que salías de la habitación.
El siguiente era Dave Eason, agente de campo de Rotwell (tercera clase).
Dave era un poco mejor, aunque tenía algunas taras, como los objetos
dañados. Era un chico de piel oscura, bajito, fornido y agresivo, como un
tocón enfadado. Supuse que tenía fuertes habilidades naturales, pero sus
experiencias con los visitantes le habían vuelto asustadizo y demasiado
generoso con el estoque. En un encargo anterior le había hecho una cicatriz a
Tina al golpearla, y esa misma noche había estado a punto de atravesarme tres
veces con la hoja cuando me había visto de reojo en su espejo. Tina la pálida,
Ted el mediocre y Dave el miedoso. Sí, ese era mi equipo. Tenía que
apañármelas con ellos. Me extrañó que el fantasma no se hubiera evaporado
de miedo.
Dave estaba alterado, tenso. Tenía un tic en el cuello.
—¿Dónde has estado, Carlyle? Nos hemos enfrentado a un peligroso tipo
dos y el señor Farnaby…
—Dice que tenemos que permanecer juntos —le interrumpió Ted—. Sí,
tenemos que mantener la posición. No vale para nada que discutas conmigo y
te escabullas. Ahora tienes que escucharme, Lucy. Tenemos que informarle
de inmediato o…
—O podríamos seguir con el trabajo —dije. Estaba de rodillas, cerrando
la mochila. Los demás no sabían lo de la calavera y no quería que eso
cambiara. Me levanté, coloqué una mano en la empuñadura del estoque y me
dirigí a los tres—. Escuchadme. No tiene sentido perder el tiempo con el
supervisor. Es un adulto. No puede ayudarnos, ¿verdad? Tenemos que tomar
la iniciativa. He encontrado la posible ubicación del origen. El fantasma ha
desaparecido atravesando la pared que está allí, al fondo. ¿No decía la historia
que, tras haber sido apuñalada, Emma Marchment huyó de su marido y se
metió en una habitación secreta? Luego entraron y la encontraron muerta
entre todos sus frascos y brebajes. Yo digo que encontraremos su escondite
detrás de esa pared. Venid conmigo y acabemos con esto. ¿Vale?
—Tú no eres nuestra líder —repuso Dave.
—No, pero sé lo que hago, lo cual es una buena alternativa.
Se hizo el silencio. Tina no mostró ninguna emoción. Ted levantó un dedo
doblado.
—El señor Farnaby dice…
Me costaba mantener la calma, pero había mejorado en los últimos meses.
Muchísimos agentes eran así: vagos, inútiles o simplemente tenían miedo.

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Siempre les preocupaban tanto sus supervisores que nunca actuaban como
verdaderos equipos.
—Yo lo veo así —comenté—. La puerta secreta está junto a la cómoda.
Uno de nosotros la encuentra y entra. Los demás se quedan en guardia con los
espejos. Si pasa algo raro con el fantasma, le tiramos bombas de sal y usamos
los estoques sin pensarlo dos veces. Llegamos al origen, lo sellamos y salimos
de aquí antes de que Farnaby vaya por la mitad de la petaca. ¿Quién está
conmigo?
Tina contempló la estancia en silencio. Las manos largas y blancas de Ted
se entretuvieron con la perilla del estoque. Dave se limitó a observar la puerta.
—Podéis hacerlo —insistí—. Formáis un buen equipo.
—De eso nada. —Era la calavera, hablando en susurros que solo yo podía
oír—. Son una panda de inútiles patizambos. Lo sabes, ¿no? La petrificación
fantasmal sería un destino demasiado bueno para ellos.
No le hice caso a la voz. Mi sonrisa no cambió, y mi determinación
tampoco. Puede que no hubieran respondido, pero ya no discutían, así que
supe que había ganado. Después de cinco minutos de ajetreo, lo teníamos
todo preparado.
Habíamos apartado unos escritorios y unas mesas para tener suficiente
espacio libre. Colocamos un arco protector de cadenas de hierro en el suelo,
cerrando la esquina de la cómoda. Dentro pusimos tres faroles que iluminaban
la pared. Yo también estaba allí, con el espejo en el cinturón y el estoque en la
mano, lista para buscar puertas secretas. Mis tres compañeros permanecieron
sanos y salvos tras la barrera con los espejos en posición inclinada, cubriendo
toda la zona en la que yo había visto al fantasma. Solo tenía que darme la
vuelta y mirarlos para comprobar que no estaba en peligro. Lo único que se
reflejaba en los espejos era yo (una imagen repetida tres veces), nada más.
—Vale —dije manteniendo el ánimo—. Perfecto. Buen trabajo. Empezaré
a buscar. No bajéis los espejos.
—Admiro tu confianza —confesó la calavera desde la mochila—. Estos
idiotas apenas pueden andar y respirar a la vez, pero tú te fías de ellos para
mantenerte a salvo. Yo lo veo arriesgado.
—Lo harán bien —respondí en voz muy baja para que nadie me escuchara
mientras alumbraba con la antorcha el panel viejo y oscuro. ¿Qué habría?
¿Una palanca? ¿Un botón? Lo más probable era que se tratase de una tabla
con mecanismo de presión que, al empujarla, abriera una puerta pesada.
Llevaría mucho tiempo cerrada. Quizá hasta estuviera sellada, así que
tendríamos que echarla abajo. Ajusté el ángulo del haz de luz. Ahora parte de

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la madera parecía ligeramente más brillante que el resto. La empujé para
comprobarlo. No se movió nada.
O, al menos, nada natural. Pero mi oído interno captó un suave crujido
muy cerca, como el de algo que pisa unas esquirlas de cristal.
Habían apuñalado a la mujer con un cristal roto. Se me revolvió el
estómago, pero hablé con el mismo optimismo.
—¿Veis algo en los espejos? —pregunté. Empujé de nuevo el panel.
—No, no pasa nada. Todo está despejado.
Era Dave, cuya tensión se reflejaba en su voz.
—La temperatura está bajando —dijo Ted—. Está bajando, muy rápido.
—Vale.
Sí, notaba cómo la temperatura descendía. La madera estaba helada bajo
mis manos. Golpeé el panel con los dedos fríos y sudorosos, y esta vez sentí
cómo se movía.
El cristal crujió.
—Está volviendo, regresando del pasado —comentó la calavera—. No le
gusta que estés aquí.
—Hay alguien llorando —añadió Tina.
Yo también lo había oído. Era un sonido desolado y enfadado que
retumbaba en un lugar solitario. Le acompañaba el rumor del lino que se
acercaba, una tela empapada y llena de sangre…
—Comprobad los espejos —ordené—. Seguid hablándome…
—No hay nada.
—Hace más frío…
—Está muy cerca.
Empujé de nuevo con más fuerza. Esta vez funcionó. El trozo de madera
cedió y una puerta estrecha se balanceó hacia delante. Era una parte del panel
que se había separado de la pared y estaba envuelto en telarañas y regueros de
polvo.
¿Detrás? Solo había oscuridad.
Me limpié el sudor de la cara. Tenía la mano y la frente congeladas.
—Ya está —dije—. Como os prometí, ¡una habitación secreta! Solo
tenemos que entrar.
Me giré para mirar a los demás y regalarles una sonrisa radiante.
Y comprobé sus espejos.
Allí estaba mi rostro pálido, reflejado tres veces. A poca distancia había
otra cara con la piel resbalándose de los huesos. Vi un cabello claro y
traslúcido. Vi unos dientes tan pequeños y rojos como las semillas de una

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granada. Vi los ojos negros y brillantes. Y, en la milésima de segundo que me
quedaba, vi los cinco dedos en forma de garra que se lanzaban hacia mi
garganta.

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C ada uno reaccionamos a nuestra manera. Tina gritó y dejó caer el


espejo. Ted se alejó de un salto veloz, como si le fuera la vida en ello.
Dave fue el único que mantuvo el espejo firme (más o menos) mientras
rebuscaba algo en el cinturón. ¿Y yo? Antes de que el espejo de Tina se
precipitara contra el suelo, ya había girado el estoque y lo tenía detrás de mí.
Me di la vuelta y contemplé el vacío. Pero del centro de la espada salía humo,
y un gusano de ectoplasma se retorcía y burbujeaba en la hoja de plata.
Blandí el estoque a mi alrededor. Luego seguí haciéndolo.
—Qué pérdida de tiempo —dijo la calavera después de una pausa—. Ha
vuelto a meterse en la pared.
—¿Por qué no me lo has dicho desde el principio? Le he dado. ¿Ha sido
un golpe fuerte?
—No sabría decirte. Tu enorme despliegue de ineptitud me tapaba las
vistas.
—Bueno, ¿y dónde…?
Entonces una explosión de sal, hierro y fuego de magnesio blanco que
surgió en la pared que había a unos metros a la izquierda me lanzó hacia un
lado. Durante un segundo, la estancia estuvo tan iluminada que parecía de día,
como si hubiéramos caído dentro del sol. Luego las llamas retrocedieron y la
oscuridad volvió a imponerse. Yo estaba tumbada sobre una cama de cenizas,
con un pitido en los oídos y el pelo sobre los ojos.

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Me levanté con rigidez, dándome golpes en las orejas y apoyándome
sobre el estoque. Podía ver a Ted y a Tina observándome a través del humo
en una esquina lejana de la habitación. Cerca de mí, Dave estaba agachado
como una pantera pequeña y rechoncha, con un segundo destello de magnesio
en la mano.
—¿Le he dado?
Me golpeé la manga para apagar una llamita blanca.
—No, Dave. No lo has hecho. Pero ha sido un intento muy bueno. Y no
tienes por qué lanzar otro. Se ha metido en la habitación secreta. —Tosí;
había tragado un montón de ceniza—. Tenemos que seguirla y acabar con
esto. Nosotros… ¿Sí, Ted?
Desde una esquina, Ted había levantado la mano.
—Te está sangrando un poco la nariz.
—Lo sé. —Me la limpié con la manga—. Pero gracias por decírmelo.
Vale, tenemos que entrar. ¿Quién viene conmigo?
Los tres podrían haber sido esculturas de piedra. Su miedo era tan potente
que parecía formar una quinta persona. Observaron la abertura de la pared.
Esperé mientras las espirales de humo se extendían, se fusionaban y llenaban
el despacho, impidiendo que los viera.
—El señor Farnaby dice… —empezó Ted.
—¡Me importa un bledo lo que diga Farnaby! —grité—. ¡Él no está aquí!
¡No está poniendo en peligro su vida con nosotros! ¡Pensad por vosotros
mismos por una vez!
Esperé. No hubo respuesta. La rabia y la impaciencia se apoderaron de mí.
Me dirigí sola a la puerta secreta.
Todavía sentía la oleada de frío que había seguido al fantasma como la
cola de un vestido de novia mientras huía en la oscuridad. El lateral de la
cómoda brillaba bajo las redes de cristales de hielo, tan delicadas como el
encaje. El panel también estaba cubierto de escarcha. Encendí la antorcha.
Era un pasillo estrecho y envuelto de telarañas que viraba casi de
inmediato a la izquierda, lejos de cualquier mirada. Estaba muy oscuro y
había un ligero hedor amargo, el olor del polvo y la muerte.
Allí debía de estar el origen de la aparición, el lugar o el objeto al que
estaba atado el fantasma. Si lo ocultabas cubriéndolo con plata o hierro,
atrapabas al visitante. Simple. Agarré el espejo con una mano, la antorcha y el
estoque en la otra, y me metí en el agujero. No era exactamente algo que
quisiera hacer. Podría haber esperado a los demás o haberme pasado diez
minutos persuadiéndolos para que me siguieran. Pero entonces también habría

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perdido los nervios. De vez en cuando había que ser un poco temeraria; era
una habilidad que había aprendido en algún sitio.
El pasadizo era tan estrecho que me rozaba con los ladrillos de ambas
paredes, y las telarañas se caían a mi paso. Caminé despacio, armándome de
valor para la emboscada.
—¿La ves? —susurré.
—No. Es astuta y sale y entra de este mundo. Eso hace que sea difícil
acorralarla.
—Me pregunto cuál será el origen… ¿Qué estará protegiendo?
—Lo más probable es que sea un trozo de su cuerpo. Quizá el marido se
entusiasmó demasiado y la cortó en pedazos. Un dedo del pie, por ejemplo,
rodó, se metió bajo una silla y se perdió. Sería muy fácil.
—¿Por qué te escucho? Qué asco.
—Oye, las partes del cuerpo no dan asco —respondió la calavera—. Yo
soy una. Es una profesión honrada. Mantente firme, que hay una curva
cerrada.
La oscuridad se cernía sobre la esquina. Saqué una bomba de sal de mi
cinturón y la lancé hacia delante, más allá de mi ángulo de visión. Oí cómo
explotaba, pero no hubo un impacto psíquico. No había golpeado nada.
Alcé el estoque y observé a mi alrededor.
—Quizá quiere que lo encontremos —murmuré—. Es una posibilidad,
¿no? Parece como si nos estuviera diciendo dónde mirar.
—Puede. O puede que te esté atrayendo hacia una muerte miserable. Creo
que esa también es una opción.
Fuera como fuera, ya no quedaba mucho para llegar. La concentración de
las arañas —que siempre indicaban la presencia de visitantes— era la señal
que me lo confirmaba. Frente a mí había una pequeña habitación repleta de
cientos de telarañas. Colgaban de pared a pared, de la chimenea hasta el
techo. Se superponían unas encima de las otras, formando un laberinto de
hamacas suaves y grises con intersecciones nudosas cubiertas de polvo. El
haz de la antorcha se rompió, se separó y fue absorbido de forma inexplicable.
Estaba dentro de un nido de distorsiones perturbadoras. Unos cuerpos
diminutos y con barrigas negras se movían en los márgenes, corriendo para
huir de la luz.
Vacilé y dejé que mis ojos comprendieran la confusión. Supuse que
aquella estancia había sido un vestidor que habían sellado tras un panel falso.
Los restos de un papel de pared raído lo corroboraban. En una pared había
hileras de estantes vacíos y en otra, una sencilla chimenea de ladrillo con el

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esqueleto de un pájaro entre las piedras ennegrecidas por el hollín. No había
ventanas. El polvo negro coloreaba los laterales de mis botas con unas ondas
muertas y secas. La estancia llevaba mucho tiempo cerrada.
Escuché. Oí el llanto cercano de una mujer. Un espejo de tocador alto y
con bordes dorados se apoyaba en una pared. El cristal estaba roto y el polvo
cubría las esquirlas que quedaban.
Al doblar la esquina, había percibido (solo durante un segundo) una leve
figura gris que esperaba ante el espejo, un poco inclinada, como si se
estuviera mirando. Pero la aparición, si es que lo era, se había desvanecido al
instante, y yo tuve que abrirme paso cortando las telarañas con el estoque y
agachándome mientras se me pegaban a la mano y la hoja. El espejo estaba
envuelto como una mosca gigante.
En el pasado, habían apuñalado a Emma Marchment con el cristal del
espejo. Quizá el espejo fuera el origen. Abrí una de las bolsas de mi cinturón
y solté una red de cadenas de plata, que coloqué encima del cristal. Volví a
escuchar. El llanto seguía sonando y la sensación de que algo iba mal en la
estancia no se había ido.
—No… —dije—. Qué pena… —Despacio, recorrí la sala con la mirada.
El espejo…, la chimenea…, los estantes vacíos. Las telarañas eran una
pesadilla y en algunos rincones la visibilidad era nula. Insulté al grupo de
Rotwell en voz baja—. Qué difícil es hacer esto sola —murmuré.
—¿Cómo? —Una voz aguda protestó desde la mochila—. ¿Y a quién le
estás hablando si estás «sola»? Un poco de precisión, por favor.
Puse los ojos en blanco.
—Lo siento. Olvídalo. Estoy sola, salvo por una malvada calavera
encerrada en un frasco sucio y viejo que llevo porque me da pena. Una
diferencia enorme.
—¿Cómo puedes decir eso? Tú y yo somos amigos.
—De eso nada. Has intentado que me maten decenas de veces.
—Yo también estoy muerto, por si se te había olvidado. Quizá me sienta
solo. ¿Alguna vez piensas en eso?
—Bueno, tú estáte alerta ahora —ordené—. No quiero que me salte
encima.
—Ya, un beso de esa vieja sin mandíbula sería un poco complicado —dijo
la calavera—. Aunque no es el peor fantasma que has visto. Ese sería el
escuálido de Dulwich. ¿Recuerdas cómo gemía? «¡Quiero mi piel! ¡Quiero mi
piel!». Sí, ya sabemos que la has perdido. Mala suerte. ¡Supéralo! —Se rio

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solo y luego se detuvo de golpe—. Oye, espera un segundo… No vas a
intentar hacer eso, ¿no? Lucy, Lucy…, nunca acaba bien.
Aquello solo era medio verdad. Uno de mis dones, además de la visión
(leve) y la percepción (mejor que la de todo el mundo), era la reminiscencia,
un talento variable y frustrante con el que solía no conseguir nada (o
averiguar muy poco) o a veces demasiado. En los últimos meses, se había
vuelto más preciso y merecía la pena intentarlo en esta sala. Alargué la mano
hasta el espejo y toqué un trozo del cristal restante. Cerré la mente al presente
y me abrí al pasado, pidiéndole al objeto que me llevara a un momento lejano.
Como solía ocurrir en estos días, los sonidos llegaron rápidamente,
seguidos de imágenes vagas… El llanto se atenuó y lo sustituyó el estallido y
el crujido de unos troncos ardiendo. Cerré los ojos y vi la misma habitación,
pero ahora estaba llena de colores y variedad. Era tan diferente de su
encarnación moderna como un cuerpo vivo de los huesos. Un fuego
parpadeaba en la chimenea y los tarros, las macetas y los libros con lomos de
piel brillaban en los estantes. En la mesa había pilas de hierbas junto a otras
cosas más sangrientas.
Una mujer de pelo largo y oscuro se alzaba junto al hogar. El fuego
manchaba de rojo su vestido y la brisa de aire caliente hacía ondear los flecos
de encaje de sus mangas. Estaba haciendo algo en la chimenea, ajustando la
posición de una piedra ancha y fina. Cuando mi mirada se posó en ella, se
quedó congelada. Giró la cabeza y me observó. Sus ojos transmitían una
posesividad tan maligna que retrocedí. Me di en el hombro con la pared que
tenía detrás y regresé al presente, a la cáscara oscura, fría y vacía de la
pequeña habitación.
—Te has tomado tu tiempo —dijo la calavera.
Me froté los ojos. Para mí solo había pasado un instante.
—¿Cuánto he estado allí?
—Estaba tan aburrido que me habrían venido bien unas pantuflas y una
pipa. ¿Has encontrado algo?
—Puede.
Alumbré el agujero negro de la chimenea con la antorcha. Un poco más
arriba, apenas visible bajo la pátina de suciedad, estaba aquella piedra ancha y
fina.
«Todavía la tengo». Eso era lo que había dicho el fantasma de Emma
Marchment.
Seguía allí. Su objeto especial.

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Saqué la palanca de mi cinturón. Llegué a la piedra en dos zancadas, tiré
de ella y arañé el borde. Ponerme de espaldas en aquella estancia repleta de
telarañas no era la cosa más agradable del mundo, pero no me quedaba otra
opción. Años de hollín negro habían cubierto los huecos alrededor de la
piedra y era difícil sacarla. Ojalá fuera más fuerte. Ojalá tuviera un equipo de
verdad. Entonces habría tenido a alguien que vigilara las sombras y me
respaldara. Pero no tenía ese lujo.
—Date prisa. Hasta un ratón podría sacar esa piedrecita.
—Lo estoy intentando.
—Yo podría hacerlo mejor y ni siquiera tengo manos. Usa los músculos,
mujer.
Mi única respuesta fue un insulto susurrado. Empujé con la palanca y la
piedra se movió, pero el llanto era cada vez más intenso. De nuevo oí las
suaves pisadas sobre el cristal roto. Miré a mi alrededor. El hielo se estaba
extendiendo por las telarañas de la habitación.
—Ya viene —dije—. Llegados a este punto, preferiría que me dieras
datos interesantes en lugar de insultos.
—Conmigo tienes el paquete completo. Estás en un aprieto, Lucy. ¿Por
qué no me liberas? Podría sacarte de tu miseria.
—Seguro que sí. Ya casi lo tengo… Tú sigue vigilando.
—¿Quieres que te avise cuando esté cerca?
—¡No! ¡Antes!
—¿Cuando te rodee el cuello con los dedos?
—Tú dime cuando esté en la habitación.
—Demasiado tarde. Ya está aquí.
El pelo de mi nuca hizo lo que siempre hacía cuando ya no estaba sola.
Solté una mano de la palanca, cogí el espejo que se balanceaba en mi cinturón
y lo incliné por encima de mi hombro. La cámara estaba a oscuras, pero un
leve resplandor brillaba en el centro del espejo. Era el brillo azul y frío de la
luz fantasmagórica que irradiaba una figura delgadísima que se acercaba en la
penumbra.
Fue entonces cuando recordé que había dejado la red de plata sobre el
espejo, al otro lado de la estancia.
La desesperación me dio fuerza. Solté el espejo de mano, saqué una
bomba de sal de mi cinturón y la lancé. Explotó y se hizo pedazos. Olía a
ectoplasma quemado. Los gránulos que caían resaltaron la silueta de una
mujer con llamas verdes que parpadeaban. La figura se transformó en dos
hebras serpenteantes que se separaron y salieron disparadas. La sal se

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consumió y la oscuridad volvió a reinarlo todo. Ejercí presión sobre la
palanca, tiré y la piedra se soltó. Me aparté a un lado cuando cayó al suelo.
¿Dónde estaba mi antorcha? Allí, tirada en la chimenea. La recogí y alumbré
los recovecos superficiales que había dejado la piedra.
Dentro había un objeto grande y oscuro, como una pelota de fútbol
deforme y totalmente envuelto en telarañas y arañas que reptaban por la
superficie. El polvo y el paso del tiempo habían dejado huella.
—Vaya —dije—. Es una cabeza.
—Sí. Vieja y momificada. Qué bien.
—Pero no es su cabeza.
—No. O si lo es, el marido había tenido otra buena razón para matarla:
tenía barba.
Incluso bajo la capa de telarañas se podía ver la mata de pelo negro áspero
que crecía en la barbilla.
Cogí la cabeza. Ya, ya, lo sé. Este es el tipo de cosas que tenemos que
hacer.
—¿Dónde está, calavera?
—La aparición ha vuelto a formarse. Ahora está de pie junto al espejo.
Anda, las telarañas le cubren las heridas. Qué raro. Ahora se está moviendo
hacia delante. No está feliz con que hayas encontrado el origen… Ahora tiene
las manos estiradas…
Supongo que podría haber tirado un destello, pero no tenía dónde
esconderme de la explosión. Podría haber usado el estoque, pero no habría
podido sostener el espejo y el origen al mismo tiempo. Entonces hice lo que
aprendí cuando trabajé con agentes de verdad: improvisé.
Lancé la cabeza al otro lado de la habitación, lejos de mí. Sentía la oleada
de frío alejarse y vi cómo se congelaban las telarañas cuando el fantasma
siguió su instinto y fue tras ella. En ese mismo instante, corrí en dirección
contraria, hacia el espejo, donde cogí la red de plata y me di la vuelta. Agarré
el espejo de mano justo a tiempo para ver que el fantasma se giraba hacia mí.
Había un montón de detalles horribles en el espectro (podías elegir qué era
peor, si el cuerpo deteriorado y sangriento o la crueldad desgastada del
rostro), pero decidí no fijarme en ninguno. Estaba concentrada siguiendo los
movimientos de torero que Lockwood me había enseñado hacía tiempo;
consistía en hacer amagos con la cadena de plata y subirla y bajarla para
mantener controlado al espectro. De pronto bajé la guardia y me quedé
desprotegida. El fantasma se precipitó hacia delante con los dedos

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agarrotados. Yo me eché a un lado y, sacudiendo un brazo, tiré la red
directamente a la cara de la aparición.
La plata hizo lo que siempre hace. El fantasma centelleó y desapareció.
Recogí la red de nuevo, me agaché hacia la cabeza que estaba tirada de
lado junto a la pared y la cubrí con plata. Algo explotó en mis oídos y la
sensación de una presencia malvada inminente en la habitación se disipó. Le
hablé a la mochila.
—¿Qué te parece?
—No está mal, lo admito.
Me agaché y miré el bulto que tenía a mis pies.
—Menudo origen. ¿De quién crees que es la cabeza? ¿Y por qué la
quería?
—Seguramente la cogería de una horca. Eso es lo que solían hacer las
brujas en los viejos tiempos, para luego usarlas en sus conjuros inútiles.
—Puf. Qué asco.
—Ya… —La calavera hizo una pausa considerable—. Pasar el rato con
una cabeza cortada… ¿Qué clase de persona enferma haría algo así?
—Lo sé.
Permanecí sentada a oscuras en la habitación secreta hasta que mi
respiración volvió a la normalidad y los latidos de mi corazón se
acompasaron. Entonces me puse de pie con rigidez, envolví bien la cabeza en
la red de plata y fui a encontrarme con los demás. No me apresuré demasiado,
la verdad. La parte peligrosa de la noche se había acabado, pero lo peor no
había hecho más que empezar.

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3

T al vez pienses que encontrar la cabeza sería el fin de aquel asunto. El


fantasma había desaparecido, el origen estaba sellado y otro edificio
volvía a ser seguro. Todo estaba arreglado. Pero no. Porque ahora
tocaba la mayor desventaja de ser agente psíquica autónoma: informar
después a los adultos.
Esa era la gran paradoja de las agencias. Solo los niños y los adolescentes
tenían dones psíquicos decentes, así que los operativos como yo éramos
jóvenes. Nosotros nos enfrentábamos a los fantasmas y poníamos nuestra vida
en peligro. Aun así, eran los adultos los que mandaban. Llevaban la batuta y
pagaban los sueldos; estaban a cargo de todos los equipos. Los supervisores
adultos tenían cero sensibilidad psíquica y, como les aterrorizaba acercarse a
un visitante de verdad, nunca se atrevían a entrar en una zona encantada. En
vez de eso, permanecían fuera, solos e inútiles mientras gritaban órdenes que
no tenían nada que ver con lo que estaba pasando.
Todas las agencias funcionaban así. Todas las agencias de Londres,
excepto una.
El señor Toby Farnaby, mi supervisor de la agencia Rotwell aquella
noche, era el típico de su grupo. Era un hombre bien entrado en la madurez y,
por tanto, llevaba más de veinte años sin ver nada remotamente sobrenatural.
Sin embargo, se consideraba a sí mismo indispensable. Se había colocado en
el vestíbulo de mármol de la casa, cerca de las salidas y a salvo dentro de un

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círculo de cadenas de hierro triple. Cuando salí despacio y cojeando a la
galería de la primera planta, pude verle abajo, agachado como un enorme
sapo barrigón. Descansaba sus grandes posaderas en una silla de tela plegable
y a su lado había una mesa de caballete con una petaca y un montón de
sándwiches.
Junto a su hombro se encontraba otro hombre delgado y esbelto con un
portapapeles de plástico en la mano. Se llamaba Johnson, y aquella noche era
la primera vez que lo veía. Tenía un rostro anodino y fácil de olvidar, y su
pelo era marrón e insulso. También trabajaba en Rotwell y, por lo que me
parecía ver, estaba supervisando a nuestro supervisor. Era ese tipo de agencia.
Ahora el señor Farnaby estaba ocupado sermoneando a los demás
miembros del equipo, que obviamente habían bajado corriendo para
informarle en cuanto yo había desaparecido por el agujero de la pared. Tina y
Dave se hundían con posturas de desánimo y aburrimiento. En cambio, Ted se
mostraba atento y tenía una expresión de concentración ridícula en el rostro.
—Y es primordial que cuando vuelvan a subir procedan con la más
extrema precaución —decía Farnaby—. Si la señorita Carlyle está muerta, lo
que es bastante probable, la culpa será solo suya. No se separen y cúbranse las
espaldas los unos a los otros. Recuerden que Emma Marchment envenenó a
su hijastro e intentó matar a su marido. Si fue tan cruel y vengativa mientras
vivía, su espíritu inquieto será mucho peor.
—Creo que tendríamos que darnos prisa, señor —dijo Dave Eason—.
Lucy ha entrado hace una eternidad. Deberíamos…
—Seguir las normas, Eason. Se crearon para protegerles. La interrupción
le costará dos sanciones. —El señor Farnaby unió sus manos suaves y rollizas
e hizo crujir sus nudillos. Cogió un sándwich—. La chica ha decidido irse
corriendo sola en lugar de volver a informarme. Este es el problema de
contratar a agentes autónomos. No han recibido la formación adecuada,
¿verdad, Johnson?
—No, desde luego —respondió este.
Le llamé desde la galería.
—Hola, señor Farnaby.
Verlos sobresaltarse me produjo una satisfacción lúgubre.
A Farnaby se le cayó el sándwich en el regazo cuando sus ojos pequeños
y brillantes se fijaron en mí.
—Ah, la señorita Carlyle ha decidido unirse a nosotros. ¡Me he enterado
de su imprudencia! ¡En Rotwell trabajamos en equipo! Aquí no puede ir por
libre.

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Tamborileé despacio con los dedos en la barandilla. Debajo, el pelo negro
y lacio de Farnaby brillaba bajo la luz del farol. Su barriga creaba una sombra
como la de un eclipse lunar. Sacos de hierro y sal se apilaban en el suelo a sus
pies. Oficialmente estaba custodiando los suministros; extraoficialmente, ellos
le custodiaban a él.
—A mí me encanta trabajar en equipo, siempre que sea con las personas
adecuadas —dije—. Los agentes de campo tenemos que estar solos para
poder usar nuestros dones psíquicos.
Farnaby frunció los labios.
—La contraté esta noche por sus admirables habilidades con la
percepción, señorita Carlyle, no porque necesite oír sus constantes opiniones.
Ahora hará lo que le he pedido hace una hora: informarme como es debido de
lo que ha hecho, lo que…
Algo se agitó en mi mochila.
—Menudo rollo de tío.
—Desde luego —susurré entre dientes.
—¿Sabes lo que sugiero?
—Sí. Y la respuesta es no. No voy a matarle.
—Qué aburrida eres. Ahí hay una maceta. Podrías tirársela a la cabeza.
—Cállate.
Farnaby alzó la mirada.
—Perdone, señorita Carlyle… ¿Ha dicho algo?
Asentí.
—Sí, estaba diciendo que tengo el origen. Se lo bajaré ahora mismo.
Guárdeme un sándwich. Estaré ahí en un segundo.
Encontré las escaleras, cojeé hasta allí y bajé al vestíbulo. Ignorando a mis
compañeros, que me miraban sin comprender nada, recorrí el recibidor con el
bulto bajo el brazo. Cuando llegué hasta Farnaby, lo dejé en la mesa con una
floritura. Dio un golpe seco satisfactorio.
El supervisor retrocedió.
—¿Este es el origen? ¿Qué es?
—Eche un vistazo, señor. Quizá quiera apartar su tentempié.
Farnaby levantó una esquina de la red. Pegó un grito y se alejó de un
salto, derribando la silla.
—¡Vayan a buscar un estuche de cristal de plata! ¡Rápido!
¡Y pongan esa cosa en el suelo! ¡No la quiero cerca de mí!
Encontramos un estuche y metimos la cabeza dentro. Farnaby regresó a su
asiento, sudando y tocándose la coronilla. Inspeccionó el estuche a cierta

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distancia.
—¡Qué espanto! ¿Cree que era Emma Marchment?
—No es su cabeza —respondí—. Pero sin duda le pertenecía. Vi
brevemente cómo era la habitación secreta en su época. Había muchos
frascos, hierbas, libros raros y amuletos. Se dedicaba a algún tipo de brujería
sin sentido, estoy segura. Esta cabeza antigua era una de sus posesiones más
preciadas, y por eso el fantasma estaba tan unido a ella.
—Fascinante. —El señor Jonhson (con su cara aburrida) anotó algo en el
portapapeles—. Bien hecho, Carlyle.
—Gracias, señor. Lo hemos hecho entre todos. Cada uno se ha encargado
de algo.
Farnaby emitió un gruñido desagradable.
—Está claro que es un espécimen inusual. El tipo de cosas que les
gustaría a los chicos del instituto, ¿eh, Johnson? ¿Quiere llevársela a casa?
El señor Johnson esbozó una ligera sonrisa.
—Desgraciadamente, con las nuevas normas del DICP eso ya no es
posible. Será destruida. Escribiré en el informe que la propiedad ya está
limpia. Un éxito destacable para su equipo, Farnaby, pese a su falta de control
personal.
Le dio una palmada en el hombro al supervisor, salió del círculo y se
dirigió a las puertas.
El señor Farnaby permaneció un rato sentado sin decir nada, taciturno.
Cuando habló se dirigió a Ted, que estaba cerca de él, nervioso.
—La culpa la tiene usted, Daley —dijo—. Estaba al mando del equipo.
Tendría que haber controlado mejor a la señorita Carlyle. Le costará cinco
sanciones.
Me enfurecí. Noté que Ted se encogía.
—Disculpe, señor. El equipo ha conseguido los objetivos —apunté—.
Hemos actuado correctamente.
—No según mi punto de vista —replicó Farnaby—, y no hay más que
discutir. Ahora empezaremos a guardar las provisiones.
Me hizo un gesto para que me alejara y se dispuso a coger la petaca, pero
me mantuve firme.
—No había tiempo para consultarle —continué—. Tenía que localizar la
ubicación exacta del origen antes de que el espectro desapareciera. Era la
estrategia más eficiente. Y el equipo ha trabajado coordinado en la
confrontación inicial. Me han ayudado a encontrar la habitación secreta y
luego Dave me ha ayudado a alejar al fantasma. Usted fue agente, señor.

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Tiene que recordar que a veces deben tomarse ciertas decisiones sobre la
marcha. Se considera una buena práctica confiar en tus compañeros. ¿No es
cierto, Ted?
Miré a mi alrededor hasta encontrar a Ted, que estaba ocupado
arrastrando un saco de hierro hacia la puerta para preparar la salida. Le miré,
perpleja.
—¿Tina? —pregunté—. ¿Dave…?
Pero Tina estaba guardando algunas bombas de sal sin usar y Dave
doblaba las cadenas de hierro. Permanecían callados, desconectados,
concentrados en el trabajo. No me prestaban atención.
De pronto sentí que me envolvía una sombra. Farnaby, que estaba
levantándose de la silla con una pesadez rotunda, bloqueó la luz del farol con
su barriga. En sus mejores momentos, sus ojos se parecían a unas grosellas
quemadas. Ahora habían encogido más y se habían transformado en trozos de
cristal negro, malévolo y brillante. Di un paso atrás y, por instinto, me llevé
una mano al estoque.
—Sé dónde trabajaba antes, señorita Carlyle —dijo Farnaby—. Sé por
qué actúa de esa manera. Me resulta inquietante que el DICP nunca haya
movido un dedo para disolver a esa pandilla inútil y vergonzosa. ¿Una
agencia dirigida por niños? ¡Es una idea absurda! Pronto acabará en desastre,
ya verá. Pero, señorita Carlyle, ya no está en la agencia Lockwood. Cuando
trabaje para Rotwell, verá que es una agencia de verdad en la que los agentes
saben cuál es su lugar. Si quiere que vuelvan a contratarla, mantendrá la boca
cerrada y en el futuro hará lo que se le ordene. ¿Ha quedado claro?
Mis labios formaron una línea blanca y tensa.
—Sí, señor.
—Mientras tanto, como tiene tantas ganas de mejorar nuestra eficiencia,
puede terminar el trabajo de hoy por mí. Como ha dicho el señor Johnson, las
nuevas reglas del DICP requieren que todos los orígenes de tipo dos sean
destruidos de inmediato. El mercado negro busca precisamente este tipo de
objetos infames, y no podemos arriesgarnos. —Empujó el estuche de cristal
de plata con la bota—. Aquí está la cabeza momificada. Llévela a la
incineradora de Fittes y compruebe que la queman.
Le miré.
—¿Quiere que vaya a Clerkenwell? ¿Ahora? Son las cuatro de la mañana.
—Pues mejor. Los hornos estarán ardiendo. Le pagaré por el trabajo de
esta noche cuando me envíe el certificado sellado mañana, ni un minuto antes.
A los demás —miró al trío diligente— iba a darles el resto de la noche libre.

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Pero como la señorita Carlyle tiene tan buena opinión de su empeño, veremos
si podemos hacer un segundo trabajo. Creo que hay un metamorfo en el
cementerio de Highgate al que hay que enfrentarse. Los llevaré hasta allí. Así
que venga, manos a la obra y a terminar de recoger.
Me dio la espalda y empezó a guardar los sándwiches. Mis compañeros,
lanzándome miradas de odio, hicieron lo que les había pedido. Después me
ignoraron.
Recogí el estuche de cristal de plata.
—Calavera —dije.
—¿Qué?
—Tenías algo de razón en lo de la maceta.
—Ahí lo tienes. ¿No te lo había dicho?
Sin decir nada más, me metí la cabeza momificada bajo el brazo y salí de
la casa. Estaba cansada y enfadada, pero decidí no mostrarlo. Discutir con
supervisores no era nada nuevo; me pasaba casi todas las noches. Así era
como funcionaba aquello. Era parte de mi nueva vida como autónoma.

Había hecho las cosas bien desde el principio. Me había hecho una tarjeta
bien plastificada con los bordes elegantes de color gris plateado.
Esto era lo que les entregaba a todas las empresas y la razón por la que
todos querían contratarme, aunque les resultara molesta.

LUCY CARLYLE
CONSULTORA DE AGENTES
Calle Tooting Mews, número 15, piso 4. Londres

Especialista en análisis psíquico, eliminación de visitantes y fenómenos


espectrales

Podría haber puesto un logo llamativo, con unos estoques cruzados,


fantasmas atravesados por una espada o algo, pero preferí la sencillez. Ser
consultora ya llamaba la atención, porque significaba que era independiente.
No había muchos agentes de detección psíquica que trabajaran por su cuenta
en Londres, sobre todo porque la mayoría acababan muertos.

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Al ser autónoma, las agencias que quisieran mis servicios podían
contratarme. Y te diré una cosa, durante el invierno negro muchas estaban
desesperadas por esos servicios. Mi sensibilidad especial (mi mayor don era
la percepción y, entre tú y yo, era mejor que cualquier agente del que hubiera
oído hablar nunca, salvo quizás una) daba a casi cualquier grupo una ventaja
adicional. Un beneficio extra para ellos era que sabía sobrevivir. Sabía dónde
escuchar y mirar, sabía usar el estoque y sabía cuándo salir corriendo. Al final
siempre se reducía a eso. Tres opciones y el sencillo sentido común. Así era
como seguía viva.
En resumen: se me daba muy bien mi trabajo. Por supuesto que sí.
Había aprendido el oficio de los mejores.
Y ya no estaba con ellos.
El invierno negro había sido un buen momento para empezar un negocio.
Ahora, a finales de marzo, había indicios de una tregua estacional. El tiempo
estaba mejorando, los días eran más largos y las bonitas flores primaverales
asomaban la cabeza junto a las motas heladas de la antigua nieve. También
era un poco menos probable que murieras a causa de la petrificación
fantasmal al salir por la noche a buscar una botella de leche. Esperábamos que
el tormento disminuyese durante un tiempo.
Sin embargo, en los últimos meses de noches que parecían no tener fin, el
Problema (la epidemia de fantasmas que llevaba tanto tiempo asolando el
país) se había intensificado considerablemente. Aunque ningún cúmulo de
apariciones había sido tan horrible como el infame brote de Chelsea, el
invierno había resultado implacable. Todas las agencias estaban sometidas a
mucha presión, y un montón de agentes (jóvenes y niños) habían fallecido en
acto de servicio y los habían enterrado en tumbas de hierro detrás de la plaza
en la que se celebraban los desfiles del cambio de guardia.
Aun así, las dificultades de la temporada habían permitido que algunas
agencias prosperaran. Una de ellas era la agencia Lockwood, la agencia de
detección psíquica más pequeña de Londres. Hasta el comienzo del invierno
yo había trabajado allí. Éramos solo yo, Anthony Lockwood (que dirigía la
empresa) y George Cubbins (que se encargaba de investigar). Vivíamos en
una casa en la calle Portland Row, en Marylebone. Ah, también había otra
empleada. Se llamaba Holly Munro. Acababa de incorporarse y era una
especie de asistente para todos. Supongo que ella también contaba, pero
quienes más me importaban eran George y Lockwood. De hecho, me
importaban tanto que al final me había visto forzada a darles la espalda y
buscar mi propio camino.

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¿Por qué? Pues porque, cuatro meses antes, un fantasma me había
mostrado un destello de un posible futuro. Era un futuro en el que mis
acciones llevaban a Lockwood directamente a la muerte. El fantasma era
malvado y yo no tenía motivos para creerle, excepto por una cosa: repitió mis
propias intuiciones. Lockwood había arriesgado su vida una y otra vez para
salvarme, y la línea entre el éxito y el desastre cada vez era más delgada y
menos definida. Además, aunque mis dones psíquicos habían mejorado, mi
capacidad para dominarlos se había debilitado. Varias veces en un encargo
había perdido el control de mis emociones y aquello había fortalecido
peligrosamente a los fantasmas a los que nos enfrentábamos. Una serie de
catástrofes seguidas habían terminado conmigo liberando el poder de un
poltergeist y dando lugar a una batalla en la que Lockwood y otras personas
habían estado a punto de perder la vida. En el fondo de mi corazón sabía que
solo haría falta otro error más para que la predicción del fantasma se hiciera
realidad. Como eso no era algo que pudiera soportar, era lógico que tuviera
que evitarlo. Por ello me había ido de la agencia. Había sido mi decisión y
sabía que era la correcta.
Lo sabía.
Y ahora, suponiendo que no contases a la calavera parlante, estaba yo
sola.
Por lo que podía deducir al leer los periódicos, mi marcha de la agencia
Lockwood había coincidido con un periodo de actividad frenética para mis
antiguos compañeros. El éxito en un caso concreto —habían encontrado el
origen del brote de Chelsea, que estaba en una sala de esqueletos enterrada en
el subsuelo de los grandes almacenes Hermanos Aickmere— les había dado la
publicidad que su líder tanto deseaba. Casi siempre salían en la primera
página, sobre todo con fotos de Lockwood. Salía él con George entre los
escombros de la tumba de Mortlake, salía él solo posando bajo el contorno
oscuro de los últimos restos del espíritu maligno de St. Albans, y salía, por
fin, en la imagen que menos me gustaba de la secuencia, recibiendo el
codiciado premio de la agencia del mes en las oficinas de The Times en
Londres, con la figura delgada, elegante y pintoresca de Holly Munro a su
lado.
Les iba bien y me alegraba por ellos. Pero yo también había progresado.
Mi contribución en el caso de Aickmere no había pasado desapercibida y
empecé a conseguir mis propios clientes en cuanto alquilé una habitación y
puse un pequeño anuncio en la página de las agencias de The Times. Para mi
sorpresa, desde el principio la mayoría eran otras agencias. Trabajé con

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Grimble en los asesinatos de Melrose Place y con Atkins y Armstrong en el
caso del gato fantasma de la plaza de Cromwell. Hasta la grandísima agencia
Rotwell me había llamado varias veces y, dijera lo que dijera Farnaby, sabía
que volverían a contratarme.
Sí, estaba creciendo.
Tenía mi propio éxito.
¿Y me molestaba estar sola? La verdad es que no. La mayoría del tiempo
me las apañaba.
Me mantenía ocupada. Nadie podía decir que no saliera demasiado o que
no conociera a gente de todo tipo. Aunque era una pena que casi todos
estuvieran muertos. La última semana, por ejemplo, había visto a una niña
fantasma en un columpio, el esqueleto de una novia sentada en una iglesia, un
conductor de autobús flotando sin su vehículo, dos obreros aplastados, una
enorme sombra negra paseando al espectro de un perro por la calle principal
de Putney, un bibliotecario sin cabeza, una maleta con tres halos, dos
trémulos y una voluta, una mano cortada que vagaba y un vecino
semidesnudo.
El último estaba vivo, por cierto. Aunque casi habría preferido que no lo
estuviera.
Sí, las noches siempre eran frenéticas y estaban repletas de incidentes. Era
por la mañana cuando a veces me sentía un poco vacía. Sobre todo al
amanecer, cuando acababa de terminar un caso y regresaba andando por las
calles vacías, amoratada y cansada, con el peso de las horas solitarias
apretándome los costados. Ni siquiera podía contar con la calavera del frasco
para charlar, porque a menudo se desmaterializaba durante el día. Era
entonces cuando de verdad echaba de menos la compañía de los demás,
cuando volvía a casa en silencio.
Aunque aquella noche en concreto no iba a casa. Todavía no. Gracias al
rencor amargo del señor Farnaby, primero tenía que ir a otro sitio. Iba a llevar
el origen guardado en el estuche de cristal de plata a uno de los peores lugares
de Londres. Y ni siquiera era una casa encantada.
Más bien lo contrario.
Era el sitio donde se destruían los fantasmas.

Página 34
4

L os altos hornos metropolitanos para el desecho de artefactos psíquicos


del Gran Londres (la incineradora de Fittes, como se conocía
popularmente) estaban situados en el distrito industrial este de
Clerkenwell. Los había creado Marissa Fittes, la legendaria fundadora de la
agencia Fittes, hacía más de cuarenta años, cuando se había hecho evidente la
necesidad de destruir los orígenes psíquicos de forma segura. En aquella
época, los hornos se habían instalado en una antigua fábrica de botas,
emparedada entre un estudio de impresión y un almacén de sombreros. Ahora
ocupaban dos manzanas enteras en las que los edificios de la incineradora se
alzaban como enormes templos de ladrillo, tan altos como un bosque, y las
chimeneas delgadas vertían cenizas sobre el río y el mar. Esa era la idea, pero
a menudo el viento llevaba la polvareda hacia los distritos cercanos y
salpicaba los abrigos y los sombreros de la gente con un polvo negro grisáceo.
La llamaban «la nieve de Clerkenwell» y, como era inofensiva, todo el mundo
solía tolerarla.
Unos muros altos coronados con pinchos de hierro bordeaban los patios
donde las agencias aparcaban las furgonetas cada mañana, cargadas de
paquetes con orígenes recién encontrados durante la noche. Al principio, su
uso era exclusivo para los operativos de Fittes, pero el complejo llevaba
décadas abierto a todas las agencias. Era un territorio neutral. La rivalidad
feroz que existía entre las empresas, que en la calle podría acabar en disputas

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a gritos y a veces en violencia, no tenía cabida tras aquellas paredes. Un
portero de mediana edad custodiaba los estoques y unos ayudantes de cara
seria supervisaban el comportamiento de los agentes y echaban a cualquiera
que armara un alboroto.
Si ibas a pie, como yo, pasabas por la entrada para peatones de la calle
Farringdon, dejabas el estoque y luego cruzabas un patio empedrado donde
túneles de agua corriente actuaban como defensa extra contra los muertos. Al
subir unos escalones, empujabas una puerta de cristal de plata y entrabas en
una recepción amplia adornada con lavanda y hierro. Siete asistentes se
sentaban en unas cabinas y analizaban todos los objetos que iban a destruirse.
Era la sala de inspección.
Mientras caminaba por la sala de espera vacía entre las filas de cuerdas
guía deshilachadas, oí que alguien me llamaba por mi nombre.
—¡Hola, Lucy! ¿Qué me has traído hoy?
El trabajador de la cabina número cuatro era un joven delgado de piel
pálida, ojos caídos y manos grandes y huesudas. Se llamaba Harold Mailer.
Tenía dieciocho años y se conocía la incineradora mejor que nadie, puesto
que llevaba trabajando allí desde los ocho. Se reía como un caballo y era
asustadizo y nervioso. Aquel invierno me había quitado varios orígenes de las
manos. Nos llevábamos bastante bien.
Entré en la cabina y, con algo de alivio, dejé el estuche de cristal de plata
sobre el mostrador. Era sorprendente lo mucho que podía pesar una cabeza
momificada. El joven me miró, rascándose una oreja.
—Parece que has tenido una noche ajetreada. —Movió el estuche de un
lado a otro—. ¿Quién es este tío?
—Ni idea. Lo más probable es que sea un criminal del siglo XVIII.
Creemos que está poseído por el fantasma de una bruja. ¿Podrías quemarlo
rápido? Estoy agotada.
Harold Mailer sacó un montón de formularios y eligió un bolígrafo con el
extremo muy mordido.
—Haría lo que fuera por ti, Lucy. Necesitaré los detalles de siempre.
Le indiqué la hora, el lugar y las circunstancias de la captura, y le
entregué la autorización. Luego firmé la nota en nombre de la agencia
Rotwell.
Harold tenía el pelo claro y corto, pecas y unas orejas prominentes. Sus
cejas eran bastante vagas y solo podía verlas si las subía mucho.
—¿Otra vez con Rotwell? ¿Con el equipo del viejo Farnaby?
—Sí. Pero esta es la última vez, de verdad. Son unos inútiles.

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—Deberías ampliar tus horizontes, Lucy.
—Eso haré.
—¿Por qué no vuelves con Anthony Lockwood? La semana pasada vino
con esa chica, Holly. Acababan de terminar ese caso épico en el canal de
Camden Lock. Supongo que habrás leído sobre él en Las apariciones ocultas.
—No. No… Eso no lo he visto.
—Fue un espíritu aullador que se manifestaba como un esqueleto bajo la
puerta de esclusa. Como había agua, nadie pensó en mirar allí. Pero los
canales no llevan agua corriente, ¿verdad? Están muy ilusionados. Fue
Lockwood el que lo resolvió, claro.
Me aparté el pelo de la cara.
—Sí, suele hacerlo.
—Él y esa chica todavía estaban de subidón cuando llegaron. Estaban
bastante emocionados. Se reían, soltaban carcajadas… —Harold se rascó la
nariz. Sacó un sello de goma, lo manchó de tinta roja y puso la marca de
aprobación de la incineradora en el papel—. Ahora solo necesito la
puntuación del visitante, Lucy. ¿Lucy? ¿Te has distraído? Una puntuación.
Un número del uno al diez.
—Recuerdo cómo funciona el sistema. Ocho.
—Uno es el fantasma más débil, casi como una voluta, y diez es el más
poderoso, como el poltergeist con el que tuviste problemas en noviembre. El
que se cargó la tienda. —Me sonrió y se rio como un caballo—. ¿Un ocho?
Eso es bastante poderoso.
—Sí.
—Ajá. Vaaale. ¿Quieres que siga yo?
—Farnaby quiere que vea cómo se quema.
—O no te pagará. Lo sé. Vale, ven.
Cogió el estuche y levantó una trampilla en el mostrador.
Pasé por detrás de la cabina y, a través de una puerta giratoria, llegué al
pasillo desnudo y resonante de hormigón y acero que recorría el perímetro de
los hornos. El pasillo estaba concurrido, como siempre cuando quedaba poco
para que amaneciera. Unos trabajadores de abrigos naranjas empujaban
carritos llenos de frascos sellados y estuches de cristal de plata hacia los
depósitos de almacenamiento. Otros acompañaban a agentes con chaquetas
brillantes a la entrada y la salida de la zona de observación. Los carritos
chirriaban, la gente hablaba y la tela del mono de Harold Mailer crepitaba
suavemente mientras caminaba. El estruendo de las compuertas de los hornos
me retumbaba en los oídos y resonaba bajo mis pies. Incluso con ese ruido,

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todavía podía captar el horror psíquico que inundaba el lugar; el escalofrío
que producía la destrucción de decenas de orígenes cada hora.
Un gran cartel al final del pasillo con luces verdes y ámbares indicaba los
hornos que estaban encendidos en ese momento. Harold alzó la vista y, sin
romper la marcha, se detuvo en la puerta número trece.
—Ya hemos llegado —dijo. Le dio un golpecito al estuche de cristal de
plata que llevaba bajo el brazo—. Despídete de tu amiguito, Lucy.
—Adiós, cabeza. ¿Cuánto tardará en quemarse?
—Unos diez minutos. Ponte cómoda hasta entonces.
Chao.
Se adentró en la sala de incineración y yo fui a la zona de observación.
Era básicamente una gran caja metálica que colgaba del techo de la
incineradora, como una góndola en una aeronave. Tenía una alfombra verde
descolorida y muchas sillas y sofás repartidos en torno a unas mesas, como si
fuera el tipo de sitio al que irías a charlar con tus amigos. A veces estaba
abierta al público, para que se pudiera ver lo bien que se encargaban las
autoridades del Problema. Prácticamente solo la usaban los agentes. No
socializábamos, pero permanecíamos en silencio junto al largo panel de
ventanas, observando la hoguera que teníamos debajo.
Como siempre, eché un vistazo a la hilera de sillas para ver quién las
ocupaba. Varios agentes, uno o dos supervisores adultos… ¿Y de quién era
esa silueta en la mitad de la estancia? Alto, delgado… Se dio la vuelta y
atisbé una chaqueta amarilla. Algún operativo patilargo de Tamworth. Nadie
que conociera.
Se me encogió el estómago. Probablemente fuera hambre; llevaba mucho
sin comer. Me acerqué a la ventana y permanecí allí con los brazos cruzados,
esperando a que Harold apareciera. La incineradora era un enorme armazón
de ladrillo lleno de altos hornos, cada uno separado por una pasarela metálica
que discurría por una red de tuberías y cañones. Había veinte hornos en total,
colocados en dos filas de diez; eran cilindros plateados gigantes con grandes
números negros pintados en un lateral. La parte superior era tan transparente
que podías mirar desde arriba y ver las llamas en el interior. También tenían
un conducto de alimentación en las puertas blindadas de los extremos, por
donde los orígenes caían a las cámaras. Los ayudantes permanecían cerca y
ajustaban las ruedas de calor en los costados de los hornos. Hasta donde
alcanzaba la vista, las puertas se cerraban con un estruendo metálico y las
llamas se alzaban. Los orígenes eran arrojados al interior y desaparecían con
un centelleo.

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Decían que si te quedabas en la plataforma de observación después de que
anocheciera podías ver decenas de fantasmas a la vez, retorciéndose
levemente con los ectoplasmas azules y verdes. Las llamas engullían los
objetos y los lazos que los unían a la tierra hasta que se extinguían para
siempre. Ahora la luz del exterior impedía que se vieran los fantasmas, pero
incluso a cierta distancia sentí algunas réplicas psíquicas. Todas eran como el
momento de silencio que sigue a un grito.
—Este lugar es el infierno en la tierra —murmuró la voz de la calavera en
mi cabeza.
Miré a mi alrededor, pero no había nadie cerca. Me quité la mochila, la
dejé en una silla y aflojé el cierre. El rostro tenue me miró desde una espiral
de nubes verdes.
—Pensaba que estabas dormido —dije.
—¿Dormido? ¿Yo? Estoy muerto, por si lo has olvidado.
—O que habías vuelto al más allá o lo que sea que hagas.
—No, sigo en el frasco. Aunque no es culpa mía. No he dormido. Nunca
duermo. Es una de las muchas cosas que nunca hago. Como meterme el dedo
en la nariz, suspirar cuando sueño o expulsar gases mientras hago saltos por la
mañana, Lucy. La lista sigue.
Miré la mochila con el ceño fruncido.
—Yo tampoco hago nada de eso.
—Si tú lo dices… Vivimos en un estudio pequeño.
—¿Cuántas veces tengo que repetírtelo? —gruñí—. ¡Yo no comparto piso
con una calavera! Es solo que no tengo el espacio necesario para guardarte en
un sitio mejor, como en una tumba mohosa. Eso es lo que te mereces.
—Qué cortante eres —respondió la calavera—. Hoy se te han cruzado los
cables. Me pregunto por qué. Bueno, estábamos hablando de los hornos. No
me gustan.
A mí tampoco, pero no lo dije. Acababa de ver a Harold Mailer debajo,
saliendo de la pasarela metálica junto al horno número trece. Llevaba un
gorro protector y unos guantes gigantes, y transportaba el estuche de cristal de
plata. Alzó la mirada, levantó un pulgar alegremente y le hizo un gesto al
ayudante de las puertas blindadas. Las ruedas giraron y las puertas se
abrieron. En el centro del horno, las llamas rugieron a modo de saludo.
Harold colocó el estuche en la bandeja del horno y toqueteó el cierre de plata.
La tapa se abrió y Harold lo vació. Algo oscuro y redondo salió rodando, bajó
por el conducto y llegó a las profundidades del fuego. De golpe, empezó a
arder con una lluvia de chispas azul verdosas.

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Las puertas se cerraron. Harold me hizo otra señal con los pulgares.
Levanté la mano y aparté la mirada.
—Pues otro espíritu que desaparece —comentó la calavera—. Qué
terriblemente eficaz y ordenado. Imagino que te hará sentir mejor.
Me senté con pesadez en el asiento contiguo. Las extremidades me
pesaban; estaba muy cansada.
—En realidad no. No siento nada.
—Es una práctica inútil. Y también cruel.
—¿Enviar a los fantasmas a donde deberían estar? ¿Cómo puede ser
inútil? ¿O cruel? —Miré hacia abajo y me fijé en el rostro malvado, el hueso
curvo y amarillento de la calavera y el remolino de ectoplasma verde
venenoso, todo atrapado bajo la corteza polvorienta del cristal de plata que me
protegía de un abrazo repugnante—. Tendría que meterte ahí a ti también.
—No lo harías —contestó la calavera—. A mí no. Soy tu mejor y único
amigo. Pero no tiene sentido. Tampoco espero que me hagas caso. La primera
vez que te hablé, te advertí de algo. ¿Recuerdas lo que te dije?
Cerré los ojos. Hacía una temperatura agradable en la zona de
observación. Podría irme en un minuto, pero me venía bien descansar un rato.
—Alguna chorrada sobre la muerte. Una de tus amenazas de siempre.
La calavera soltó una carcajada.
—¿Ves con quién tengo que trabajar? Qué inútil. ¡Tienes el cerebro de
una pulga! No. Dije que «la muerte está en la vida y la vida está en la
muerte», y llevo esperando una respuesta medio decente desde entonces.
Menos mal que he esperado sentado. —Hizo una pausa para pensar—.
Aunque no es que pueda levantarme.
—No respondí porque era absurdo —murmuré—, y ahora lo es mucho
más.
Crucé los brazos, me estiré en la silla…
—¿Lucy?
Me sobresalté y me percaté de que había alguien a mi lado. Me erguí,
parpadeando. Era Harold Mailer y estaba demasiado cerca. Tenía el mono
salpicado de polvo negro y le envolvía un leve olor a quemado. Me sonrió
mientras se frotaba los nudillos huesudos de la mano.
—¿Tienes sueño? No pasa nada. Ya está todo listo. Puedes irte a casa.
—Vale. Solo estaba descansando.
Pero no le había oído llegar… Quizá había echado una cabezada, una
rápida.

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Me puse de pie (incómoda y dolorida) y me aparté un poco. Cuando me
agaché para recoger la mochila, me fijé en que estaba medio abierta por
arriba. Casi todo el frasco estaba oculto, salvo por una esquina que sí se veía.
El fantasma se había callado, pero un tenue brillo verdoso emanaba del
interior. Tiré con fuerza de los cordones y la cerré. Cuando miré a Harold
Mailer, él esbozaba una gran sonrisa.
—Qué equipo más interesante llevas —dijo—. Abulta mucho.
Me encogí de hombros.
—Pues sí. Estaba probando un nuevo tipo de farol. Uno de los que ha
sacado Rotwell. No ha sido muy efectivo. Demasiado abultado, como has
dicho… Entonces, ¿ya está todo?
—Ya está todo. Si estás lista, te acompañaré a la salida.

Eran las ocho y media cuando por fin llegué al pequeño piso donde, sin duda,
vivía sola (por mucho que la calavera dijera lo contrario). Era un estudio en la
tercera planta de un bloque de Tooting, al sur de Londres, no muy lejos de las
forjas de Balham. Mi habitación era cuadrada y no muy grande. Había sitio
para una cama individual ajada bajo la ventana, un fregadero a un lado y,
detrás, un armario para mi ropa. Al otro lado de la estancia, la alfombra
terminaba de forma abrupta y una raya amarillenta de linóleo señalaba la zona
de la «cocina»: un fogón maltrecho, una nevera, una mesa abatible y una
sillita de madera, todo apretujado en una esquina. Y eso era todo. Para
ducharme y todo eso usaba el baño compartido que estaba frente al rellano.
No era el piso perfecto. Hacía mucho que no lo pintaban y, cocinara lo
que cocinara, la parte de la cocina siempre olía a alubias con tomate. El borde
del linóleo se estaba soltando y no dejaba de tropezarme con él. El colchón de
la cama había tenido días mejores. Pero la habitación era calentita, segura y
seca. Además, la mayoría de mis herramientas de agente (incluido el frasco de
la calavera) podían guardarse perfectamente entre la puerta y la cama. Siendo
sincera, la mayor parte del tiempo que estaba en casa lo pasaba durmiendo,
así que no me importaba la decoración. En total llevaba allí cuatro meses. No
estaba mal.
Aquella mañana, como solía hacer después de volver de un encargo,
apunté unas notas rápidas en mi cuaderno personal, preparé la factura para
Rotwell y luego me dirigí al rellano para ducharme. Luego salí y compré algo
de comida para llevar. Tendría que haber cocinado algo, pero no tenía la
energía necesaria. Me senté en la cama con el pijama puesto, empapé las

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patatas en el kétchup y me comí una hamburguesa mientras escuchaba el
tráfico que pasaba por la calle principal de Tooting.
Una voz habló desde el frasco sellado.
—Pues aquí estamos otra vez. Solos tú y yo. Dos compañeros de piso que
están felices juntos. ¿De qué hablamos?
Mojé la hamburguesa en el kétchup.
—De nada. Me iré a dormir enseguida.
Hubo un momento de pausa.
—Mmm. Quizá eso sea lo mejor —respondió la voz—. Mírate. Con el
pelo húmedo, la cara hinchada, devorando comida rápida en la cama… Si
tuviera lagrimal, lloraría por ti. Ni siquiera has estirado el edredón.
—Ya, bueno. Es la hora de comer y tengo hambre.
—Sí. Tienes hambre, estás sola y no tienes amigos. Aparte de mí, claro.
—Gracias. Tengo muchos amigos.
—Por supuesto. He visto vagabundas con vida social más activa que la
tuya.
De pronto me di cuenta de lo cansada que estaba. Me levanté para poner
la tetera.
—Oye, cuidado con no chocarte con ninguno de tus colegas cuando
cruces la habitación —dijo la calavera—. Tienes tantos amiguitos haciendo
cola para hablar contigo que casi no veo la pared del fondo… —Como no
respondí, soltó una carcajada—. Lucy, soy una calavera malvada sin pizca de
compasión. Tendría que preocuparte que sienta lástima por ti.
Había cogido el paquete de patatas y las bolsas de papel para meterlas en
la papelera, pero al llegar vi que estaba llena, así que lo dejé todo con cuidado
en el suelo. Luego regresé hasta el frasco y cerré la palanca de la tapa,
acabando con las continuas burlas del fantasma que vivía dentro. Una
repentina sensación de paz me envolvió, incluso con el tráfico que retumbaba
bajo mi ventana. Al final decidí no hacerme un té e irme a dormir. Corrí las
cortinas, me tumbé en la cama y cerré los ojos.

Seguía en la misma posición cinco horas más tarde. La luz vespertina ondeaba
tras las forjas, se colaba por un hueco de las cortinas y formaba una colcha
brillante sobre el páramo de mi cama. Tenía tortícolis, me dolía la mandíbula
y sentía los músculos oxidados por el cansancio. Estar despierta era difícil,
pero moverse era peor. De no haber sido porque alguien estaba llamando a la
puerta, no me habría despertado.

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Di los pocos pasos necesarios para cruzar la habitación arrastrando los
pies. Los arrastraba con perplejidad, porque nadie iba nunca a buscarme. Los
clientes no venían hasta aquí, sino que hablaba con ellos por teléfono. ¿Quién
podría ser? Había una chica china en el piso de abajo que se llevaba mi ropa
los fines de semana y me la devolvía limpia y planchada los lunes por la
mañana. Le tocaba hoy. Pero siempre la dejaba al otro lado de la puerta, en un
paquete pequeño y ordenado de faldas sin arrugas y ropa interior. Nunca
llamaba. No podía ser ella.
También estaba el vecino del otro lado del rellano, un hombre nervioso
que se acercaba a la tercera edad, que llevaba protectores antifantasmas de
hierro en el sombrero y cuyo piso apestaba a lavanda. Casi nunca hablaba
conmigo y saltaba cuando me veía pasar. Creo que mi profesión le ponía de
los nervios.
Tampoco iba a ser él.
Estaba mi casera, una feroz matriarca checa que vivía como una araña
desaliñada y ebria de vodka en el piso del sótano, atenta a cada puerta y
escalera chirriante, sobre todo si no habías pagado el alquiler. Pero yo le había
dado tres meses por adelantado y nunca me molestaba. Era poco probable que
fuera ella.
No sabía quién era. Bostezando, parpadeando y con una mano ocupada
rascándome la parte baja de la espalda por debajo del pijama, fui hacia la
puerta. Abrí el pestillo.
Sin terminar de bostezar ni de rascarme, tiré de la puerta. Y era
Lockwood.
Lockwood.
Era Lockwood el que esperaba en el umbral.

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5

L ockwood.
Me impactó tenerle cerca después de cuatro meses. Me impactó lo
conocido y desconocido que me resultaba al mismo tiempo. Estaba en el
pequeño rellano anticuado con su abrigo largo y oscuro, y la mano derecha
todavía vacilando cerca del timbre. El pelo, como siempre, le caía por encima
de la frente y sus ojos brillantes me observaban entre los mechones. Cuando
nuestras miradas se encontraron, me sonrió. Aquella sonrisa estaba a años luz
de la versión de cien gigavatios que veía en los periódicos. Era afable e
indecisa, como si llevara un tiempo sin usarla. Era la sonrisa que había
imaginado vagamente cientos de veces, solo que ahora era real, firme y toda
para mí. Vestía el mismo abrigo viejo con las mismas marcas de garras
antiguas de la noche en la que abrimos la tumba de la señora Barrett, aunque
el traje era nuevo (gris pizarra con rayas moradas muy finas). Como siempre,
era elegante, moderno y un poco demasiado ceñido. Hasta reconocí la
corbata: era la que le había dado hacía un año, después del caso del cadáver
de Navidad. Así que la seguía teniendo y todavía le gustaba ponérsela…
Pestañeé y dejé de pensar en su ropa.
Lockwood estaba en mi puerta.
Todo esto me pasó por la mente en una milésima de segundo.
—Hola, Lucy —dijo.

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Apenas logré evitar el peor de los casos, en el que dejaría la boca abierta
mientras emitía un gimoteo gaseoso. Pero tampoco reaccioné con la
tranquilidad con la que había soñado durante los cuatro largos meses que
habíamos estado separados.
—Hola —respondí. Saqué la mano del pijama. Me aparté el pelo de los
ojos—. Hola.
—Lo siento, es un poco temprano —se disculpó Lockwood—. Veo que
no llevas mucho tiempo levantada.
Es gracioso, porque cuando vivía con él en Portland Row siempre me
paseaba por la casa con la ropa que usaba para dormir. Ahora que ya no
trabajábamos juntos me sentí muy avergonzada. Miré hacia abajo. No, ni
siquiera era mi mejor pijama. Era uno viejo y gris que llevaba mientras se
hacía la colada.
La colada… Se me heló la sangre. ¡El paquete con la ropa! Si estaba junto
a la puerta…
Estiré el cuello y analicé el otro lado del rellano. No… No había ni rastro
de él. Bien.
—¿Estás bien? —preguntó Lockwood—. ¿Ocurre algo?
—No, no. No pasa nada. —Respiré hondo. «Mantén la calma. No te
preocupes por el pijama». Podía lidiar con esto. Todo iba a salir genial. Con
aire despreocupado, coloqué una mano en mi cadera e intenté que mi
expresión reflejara tranquilidad—. Sí. Todo va bien.
—Bien. Oye, tenías este paquete en el umbral —dijo Lockwood. Se sacó
una bolsa de plástico transparente de detrás de la espalda—. Parece que
contiene muchas… cosas perfectamente planchadas. No sé si son…
Lo observé.
—Sí, serán de… Serán de mi vecino. Yo se las cuidaré. A mi vecina.
Le arrebaté la bolsa de un tirón y la escondí detrás de la puerta.
—¿Cuidas la ropa interior de tu vecina? —Lockwood observó el rellano
con detenimiento—. ¿Qué clase de bloque es este?
—Es… Bueno, en realidad yo… —Me pasé los dedos por el pelo
enmarañado—. Lockwood, ¿qué estás haciendo aquí?
Su sonrisa se ensanchó y pareció arrastrarme consigo. Aquel rellano se
volvió un lugar más soleado, el aroma de la plantación de lavanda de mi
vecino se esfumó y ya no veía el papel desconchado en las escaleras. Ojalá
estuviera vestida como era debido.
—Quería ver si estabas bien —contestó Lockwood. Antes de que pudiera
responder, añadió—: Y quería preguntarte algo. —Durante un instante, su

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mirada se alejó de mí y se posó en la habitación—. Si tienes tiempo, claro.
—Ah. Sí. Sí, por supuesto que sí. Mm… ¿Por qué no entras?
—Gracias.
Entró y cerré la puerta.
Lockwood miró a su alrededor.
—Así que este es tu piso —comentó.
Mi piso. Oh, no. Me había quedado tan impactada al verle que no me
había parado a pensar en el estado de la habitación. Observé la estancia y, en
un momento de horrible claridad, lo vi todo: el lamentable edredón
amontonado en el centro de la cama, la almohada llena de manchas antiguas,
las diversas tazas, los paquetes de patatas y los platos con cortezas de pan a la
izquierda del fregadero, las bolsas sucias de hierro y sal, las cadenas oxidadas,
el frasco sellado con su espantosa calavera (por suerte, ahora el fantasma
estaba en silencio) y las prendas de ropa de colores tiradas por el suelo. Luego
estaba la alfombra. Llevaba meses sin pasar la aspiradora. ¿Por qué no lo
había hecho? ¿Por qué ni siquiera había comprado una aspiradora? Madre
mía.
—Está… bien —dijo Lockwood.
Su voz, tan tranquila y meditada, tuvo un efecto inmediato en mí. Aparté
todos los pensamientos y los acallé. Sí. En realidad, estaba bien. Al fin y al
cabo, era mío. Yo lo pagaba y me funcionaba. Era mi piso. Estaba bien.
—Gracias —respondí—. Oye, ¿quieres sentarte? ¡No! ¡Ahí no! —
Lockwood se había movido hacia el horrible revoltijo de la cama—. Aquí hay
una silla… ¡No, espera! —Había visto que la toalla rosa, todavía húmeda de
la ducha de esa mañana, cubría el respaldo—. Déjame que la quite.
La aparté, lo que reveló un nido de ropa interior gris enmarañada que
había dejado allí unos días antes.
Dios mío.
Lockwood no pareció percatarse de mi grito de incomodidad. Estaba
mirando por la ventana.
—Estoy muy bien de pie, de verdad. Y…, esto es Tooting, ¿no? No es una
zona que conozca bien, pero tienes unas vistas bastante bonitas.
Tiré algo de ropa bajo la cama y escondí un plato lleno de migas debajo
de la silla con un empujón.
—¿Qué parte? ¿La empresa de calderas industriales o las forjas? —Solté
una risa suave y algo histérica—. No es exactamente Portland Row.
—No. Ya.
Se giró hacia mí. Nos miramos.

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—Bueno… —dije—. ¿Quieres una taza de té? A mí me vendría bien una.
—Estaría bien. Gracias.
Preparar el té es un ritual que impide que el mundo se te caiga encima.
Todo se interrumpe mientras te centras en el grifo y la tetera. Así puedes
recuperar el aliento y tranquilizarte. Yo había preparado té en hornillos
portátiles con espectros caminando detrás de mi protección de cadenas de
hierro. Había infusionado tazas mientras veía cómo la garra de un resucitado
se liberaba de su tumba. No suelo temblar al preparar el té, pero, por algún
motivo, la presencia de Lockwood hizo que tardara el doble de lo habitual.
Incluso meter una bolsa de té en una taza era una tarea difícil; no dejaba de
lanzarla a la encimera. Mis pensamientos iban a toda velocidad y mi cuerpo
no parecía mío.
¡Estaba aquí! ¿Por qué estaba aquí? La emoción y la incredulidad se
batían en duelo, como olas que chocan contra un cabo. Había tanto ruido en
mi cabeza que la primera prioridad (mantener una charla distendida) suponía
un problema.
—¿Cómo le va a la agencia Lockwood? —pregunté por encima del
hombro—. Bueno, parece que siempre os veo en el periódico. No es que os
busque, claro. Solo veo cosas. Por lo que sé, parece que os va bien. Cuando
pienso en ello. Que es casi nunca. ¿Ahora te echas azúcar?
Él estaba observando el desorden del suelo con ojos inexpresivos, como si
estuviera sumido en sus pensamientos.
—Solo han pasado cuatro meses, Luce. No he empezado a echarle azúcar
al té de repente… —Entonces se animó y apartó el frasco sellado con el
lateral del zapato—. Oye, ¿cómo le va a nuestro amigo?
—¿A la calavera? Bueno, me ayuda de vez en cuando. En realidad, casi
no le hablo… —Para mi fastidio, vislumbré un remolino en la sustancia que
llenaba el frasco, lo que significaba que el fantasma acababa de despertarse.
Eso era lo último que quería ahora mismo. Al menos la palanca estaba cerrada
y no tenía que oírle si decidía hablar. Me agaché para sacar la leche de la
nevera pequeña—. ¿Y has contratado a alguien más para que os ayude? —
pregunté—. ¿A otro agente?
—Lo pensé, pero al final nunca lo hice. —Lockwood se rascó la nariz—.
A George no le gustaba la idea. Así que seguimos siendo los tres, intentando
arreglárnoslas sin ti.
Seguían siendo los tres. Por algún motivo, aquello me gustó y me dolió.
—¿Y cómo está George? —quise saber.
—Ya conoces al viejo George. Como siempre.

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—¿Más experimentos?
—Experimentos, teorías y conceptos raros. Sigue intentando resolver el
Problema. Lo último que se le ha ocurrido es comprar todos los inventos
nuevos que saca el Instituto Rotwell. Los prueba para ver si funcionan tan
bien como la sal y el hierro. Por supuesto que no lo hacen, pero eso no le
impide seguir llenando la casa de todo tipo de detectores de fantasmas, husos
de localización, varitas embrujadas y cosas que parecen teteras que
supuestamente tintinean cuando un visitante se acerca… Básicamente, todos
son disparates.
—Parece que George no ha cambiado nada. —Vertí la leche y volví a
ponerle el tapón a la botella—. ¿Y cómo está Holly?
—¿Mm?
—Holly.
—Ah, bien. Está bien.
—Genial. —Removí el té—. ¿Podrías abrir la papelera, por favor?
—Por supuesto. —Puso un zapato brillante en el pedal y yo lancé la bolsa
de té. Lockwood apartó el pie y entonces la tapa bajó—. Eso ha sido un
trabajo en equipo —dijo.
—Sí. Todavía no hemos perdido la costumbre. —Le tendí la taza—.
Entonces…
Me estaba mirando fijamente.
—¿Sabes qué? Creo que voy a sentarme, si no te importa. Donde sea.
Él eligió la silla y yo la cama. Hubo una pausa. Lockwood rodeó la taza
con las manos. No parecía saber cómo empezar.
—Me alegro de verte —dije.
—Yo también me alegro de verte, Luce. —Me sonrió—. Parece que estás
bien, y otras agencias me han hablado bien de ti. Suena a que te va genial
siendo autónoma. No me sorprende, claro, porque conozco tus dones. Pero me
alegro por ti.
Se rascó detrás de la oreja y volvió a callarse. Era raro ver a Lockwood
tan inseguro. Todavía notaba lo rápido que me latía el corazón, así que yo no
estaba mucho mejor. Aunque al menos no me tocaba a mí hablar.
Mientras esperaba, vi una luz verdosa en un extremo de la cama y
comprendí que el fantasma del frasco se había formado por completo.
Observaba a Lockwood con una expresión exagerada de asco y burla a la vez,
y gesticulaba palabras silenciosas tras el cristal. No sabía leer los labios, pero
estaba claro que lo que decía no era nada halagador.
Le puse mala cara y luego miré a Lockwood.

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—Lo siento —me disculpé—. Solo era la calavera. Ya sabes cómo es.
Lockwood dejó la taza de té. Contempló la habitación durante un instante.
—No creo que este sea un buen sitio para ti, Lucy.
—Eso solo es asunto mío.
—Sí, sí, claro. Y no he venido a convencerte de lo contrario. Ya lo intenté
hace meses y no lo conseguí. Tomaste tu decisión y lo respeto.
Me aclaré la garganta.
—Era lo que tenía que hacer.
—Bueno, ya hemos pasado por eso. —Lockwood se apartó el pelo de los
ojos—. Lo que quería decir, Luce… Iré directo al grano. Necesito tu ayuda.
Me gustaría contratar tus servicios para un caso.
Fue uno de esos momentos en los que una sola hebra de tiempo se separó
de las demás, me arrastró con ella y todo parecía estar congelado. Permanecí
sentada, recordando el largo y duro invierno hasta llegar al fatídico día en el
que había abandonado la agencia. El paseo por el parque con Lockwood, que
intentaba disuadirme, la conversación horrible y definitiva en una cafetería
mientras tres tazas de té seguidas se enfriaban y lo enfadado que había estado
cuando me había dejado allí. Evoqué la última noche en la casa, cuando todos
se habían mostrado educados y distantes, y mi salida mientras los demás
dormían bajo la luz azulada del amanecer, arrastrando en silencio la bolsa de
lona y el frasco sellado escaleras abajo. Desde entonces había ensayado un
encuentro futuro y había repasado mentalmente diferentes escenarios. Me
había imaginado a Lockwood pidiéndome que volviera a trabajar con ellos.
Me lo pediría e incluso me suplicaría poniéndose de rodillas. Había pensado
en cómo tendría que decirle que no y lo mucho que eso me rompería el
corazón. También había soñado con encontrarme con él sin esperarlo,
mientras trabajábamos a la luz de la luna. Tendríamos una conversación
agridulce antes de alejarnos por caminos diferentes. Sí, había imaginado
bastantes situaciones y muchas variables.
Pero nunca esta.
—Repítelo otra vez, pero ahora más despacio —dije con el ceño fruncido
—. ¿Quieres contratarme?
—No te lo pido a la ligera. Es algo puntual. Solo un caso.
Una noche de trabajo, o dos como máximo.
—Lockwood, ya sabes por qué me fui…
Él se encogió de hombros y su sonrisa se hizo más pequeña.
—¿De verdad? Si te soy sincero, Luce, creo que nunca llegué a
comprenderlo. Te aterrorizaba desatar tus dones y hacernos daño. ¿Era eso?

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Bueno, parece que los tienes suficientemente bajo control ahora que haces
cosas geniales con la mayoría de las demás agencias de Londres. —Sacudió la
cabeza—. Bueno, deja que me explique. No te estoy pidiendo que vuelvas a
trabajar con nosotros, obviamente. Nunca haría eso. Solo es un acuerdo
temporal. Sería igual que cuando te unes a un equipo de Bunchurch, Tendy o
quien sea que te haya contratado en las últimas semanas. Es por negocios,
nada más.
—Pero tú no necesitas mi ayuda —repliqué. Mi tono sonó un poco
apagado. Algo de lo que había dicho me oprimía el alma. Sentí cómo unas
puertas se cerraban de golpe en mi mente.
—Bueno, la verdad es que sí. —Lockwood se inclinó hacia delante y me
fijé en una cicatriz en un lado de su cuello. No era grande, pero sí blanca e
intensa; ya la había visto antes—. Tienes razón en lo que acabas de decir. A la
agencia Lockwood le ha ido bastante bien los últimos meses, tanto que hemos
podido ser selectivos con nuestros clientes. Hemos tenido algunos
interesantes, como el modista ciego que veía a los fantasmas grabados en su
propia oscuridad privada. Pero la última es única. La conoces. Es Penelope
Fittes.
Un segundo. Aquello también me pilló por sorpresa. Penelope Fittes era la
presidenta de la organización de detección psíquica más antigua, más grande
y más famosa de todas: la gran agencia Fittes. Junto con el director de
Rotwell y otros magnates del hierro y la sal, era una de las personas más
poderosas del país. Le miré, perpleja.
—Pero ¿ella no tiene su propia agencia? Y una muy grande, además.
—Sí, pero nos tiene aprecio —respondió Lockwood—. Le gustamos
desde el asunto de la escalera de los gritos. Y después de que evitáramos que
muriera asesinada en el desfile del año pasado, se ha dedicado a supervisar
nuestro progreso y a enviarnos encargos extraños. Bien, pues tiene un caso
nuevo para nosotros, uno bastante grande, y realmente necesitamos a alguien
que tenga una buena percepción.
Le miré.
—Que tenga una muy buena percepción.
No dije nada.
Lockwood se movió en el asiento.
—Por eso me preguntaba si podrías echarnos una mano, solo esta vez,
como autónoma. Al fin y al cabo, eres la mejor.
Las piezas del tiempo volvieron a unirse y de pronto estaba totalmente
presente, alerta y confundida.

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—¿Qué caso es?
—No lo sé.
Fruncí el ceño.
—¿No te parece que tendrías que enterarte antes de contar conmigo?
—Es difícil y peligroso, eso es lo que me han dicho. Pero Penelope Fittes
va a informarnos mañana por la mañana en la Casa Fittes. Lógicamente me
refiero a George, a Holly y a mí, aunque puedes venir también. Ya sabes lo
solitaria que es la señora Fittes, sobre todo después de lo del desfile. Tiene
que ser algo especial si se ha involucrado personalmente.
—Sigo sin entenderlo. ¿Por qué te quiere a ti para el caso? Tiene a un
millón de agentes.
—Eso tampoco lo sé, Luce. Pero si lo hacemos bien, conseguiremos más
encargos.
—Seguro que sí y os vendrá genial, pero yo ya no formo parte de la
agencia Lockwood, ¿verdad?
—Ya. Soy muy consciente de ello. Pero trabajas con otras agencias sin
problemas.
—Sí, sabes que sí, pero…
—¿Cuál es la diferencia?
—No me presiones, Lockwood. Sabes perfectamente que no es lo mismo.
Me levanté de un salto, cogí la toalla húmeda y tapé con ella el frasco
sellado, alejando el rostro de mi vista. Cada vez se retorcía con más
brusquedad y me molestaba incluso verlo de reojo. Ya no lo aguantaba más.
Volví a tirarme a la cama, enfadada.
—¿Qué decías?
—No estoy intentando coaccionarte, Luce —contestó Lockwood—. Sé
que es raro que aparezca sin más, pero si lo que te preocupa es el riesgo, te
digo que las probabilidades de que salga mal son muy bajas. Casi
inexistentes. Puede que tuvieras dudas hace un par de meses, pero yo creo que
siempre has tenido tus dones bajo control. No creo que haya la más mínima
posibilidad de que nos pongas en peligro. Siempre fuiste demasiado fuerte
para eso. Vale, por lo que sea ya no quieres formar parte de nuestro equipo
como antes. Se convirtió en una carga, una que ya no podías soportar. Eso
hizo que te fueras rápidamente, lo que fue difícil para ti, lo sé. También lo fue
para nosotros. Tuvimos que lidiar con las consecuencias. No voy a fingir que
a la agencia Lockwood le sentó bien que te fueras… George estaba bastante
hecho polvo. —Bajó la mirada hacia sus manos—. En fin, seguro que sigues
sintiéndote igual. Y trabajar juntos sería raro para todos, pero especialmente

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para ti. Aun así, creo que podrías ser lo bastante fuerte como para ignorar esa
incomodidad si pensaras que es lo correcto, Luce. Es una noche de trabajo.
Casi nada. Solo nos estarías echando un cable. Quién sabe, quizá esto haga
que nos sintamos mejor, no sé.
Me lanzó una mirada fugaz, una triste y esperanzadora a la vez, una
mirada que no asumía nada. Luego miró lentamente hacia abajo y volvió a
contemplarse las manos. Había terminado su discurso y no había más que
pudiera hacer. Yo me miraba las manos, observando los arañazos de los
nudillos, las tenues manchas de magnesio en los dedos, las motas sucias de
hierro y la sal incrustada bajo las uñas… ¿Qué me pasaba? Probablemente Flo
Bones llevara una manicura mejor, y eso que se dedicaba a escarbar en el lodo
del río. La calavera tenía razón: no estaba bien. En algún momento del
invierno había dejado de cuidarme y me había abandonado.
Había estado ocupada centrándome en otra cosa: mi don. ¿Ahora podía
controlarlo mejor? Yo creía que sí. Trabajar con supervisores adultos era una
prueba infinita para mis nervios, pero nunca había estado a punto de perder el
control. Así que quizá, por una sola vez, no sería peligroso…
Estaría bien ayudarlos y compensarlos por el modo en que los había
dejado.
Miré a Lockwood, que estaba sentado con los hombros encorvados y la
cabeza un poco gacha. Nunca le había visto tan reservado; no se mostraba
exactamente vulnerable, pero sí desprotegido. Después de lo que les había
hecho, tenía que haber sido muy difícil para él venir hasta aquí.
—Hay más agentes con un buen don de la percepción —dije—. Agentes
buenos.
—¿Como quién?
—Kate Godwin no está mal.
—Venga ya. No oye ni la mitad de las cosas que tú.
—También está Leora Jones de Grimble, Melita Cavendish de Rotwell…
—¿Son tan buenas como tú? ¡No puedes decirlo en serio! ¿Cuántas
pueden formar equipo con una calavera que habla?
—No somos un equipo.
Lockwood torció el rostro.
—Como quieras. Además, ellas no son autónomas, ¿no?
Eso era cierto. Y, casualmente, él tenía razón. Las demás no podían
compararse conmigo. Solo una persona había hablado con los fantasmas
como yo, y había muerto hacía mucho tiempo. Permanecí un rato callada.
Lockwood se dispuso a levantarse.

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—No pasa nada, Luce. Entiendo tu reticencia y no te culpo, para nada.
Volveré a contárselo a los demás.
—Supongo que trabajar para Penelope Fittes podría darme publicidad —
dije.
Él dudó.
—Podría venirte bien, sí.
—¿Y has dicho que ayudaría mucho a la agencia Lockwood?
—La verdad es que sí, Luce.
—¿Y es algo puntual?
—Sí.
—¿Y piensas que mi don es imprescindible?
—No querría a nadie más a mi lado.
Es extraño cómo a veces tomas una decisión. Cuando no es un
pensamiento concreto o un motivo el que te lleva a decidirte, sino más bien un
revoltijo de sensaciones que hace que cambies de idea. Había estado lista para
decirle que no desde el principio, incluso al final abrí la boca para
disculparme y despedirme. Pero entonces me inundaron unas imágenes, como
si estuvieran barajando unas cartas ante mis ojos. Vi a Lockwood, a George y
a Portland Row. La casa y la vida que había dejado. Vi la incineradora de
Fittes y los momentos de paseos solitarios por Londres. Vi al señor Farnaby,
con toda su ostentación hinchada y su crueldad cuando me había dado la
espalda.
Por una vez, solo por una vez, estaría bien trabajar de nuevo con
compañeros de verdad.
—Vale —respondí sin pensarlo—. Deberías saber que he subido mis
tarifas. Los autónomos suelen cobrar una cifra, pero la mía es un diez por
ciento más alta. Y no sigo las órdenes de nadie. Voy como consultora
independiente, y eso incluye preparar una estrategia y evaluar los riesgos. Hay
que acordar todo lo que hagamos de antemano. Si te parecen bien esos
términos y crees que a George y a Holly también, entonces no veo ningún
problema en aceptar tu propuesta. —Estiré una mano—. Solo por una o dos
noches. Cuenta conmigo.
A Lockwood le brillaban los ojos.
—Gracias, Lucy —contestó—. Sabía que no nos decepcionarías.
Por primera vez, esa vieja sonrisa se extendió por su rostro. Su resplandor
me inundó. Eso tampoco había cambiado.

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II
El caníbal de Ealing

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6

C onque Lockwood…
—¿Qué?
—No intentes negarlo. Te he visto con él. ¿De qué iba todo eso?
Era la mañana del día siguiente. Me había levantado pronto y me estaba
vistiendo delante del espejo del armario. Me había pasado la mitad de la
noche despierta pensando en Lockwood, en su petición y en la respuesta que
le había dado. Era un poco molesto no poder dormir, pero era diferente perder
el sueño por un problema moral en vez de por guardianes y espectros. Las
dudas, al igual que los fantasmas, se volvían más fuertes en la oscuridad. Al
amanecer seguía sin tener claro si había hecho lo correcto. Para reprimir la
ansiedad, me mantuve ocupada probándome ropa más elegante de la que solía
usar. La Casa Fittes (a donde me dirigía) era un lugar ilustre. Más me valía
estar a la altura.
—Ya veo que has accedido a hacer una estupidez —dijo la calavera—.
Llevas horas ahí. Normalmente tardas treinta segundos en vestirte, y eso
contando tu «lavado» simbólico. ¿Qué será? Una cita no, desde luego. El
chico tiene ojos —añadió pensativo.
Miré por encima de mi hombro. Desde que había quitado la toalla, el
fantasma había estado gesticulándome con urgencia tras el cristal. Al
principio le había ignorado. A la calavera no le gustaba Lockwood, y lo que

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dijera no me resultaría útil. Pero al final me aburrí del silencio del piso.
Algunas personas oían la radio y yo a un espectro encerrado en un frasco.
—¡Pues claro que no es una cita! —bramé—. No seas ridículo. —Miré la
ropa que llevaba. Hacía bastante que no me la ponía y me sentía insegura—.
Es una reunión de negocios.
La calavera emitió un grito de burla largo y lento.
—¡Ah! ¡No puedo creerlo! Vas a volver con ellos, ¿verdad? ¡Otra vez con
esos idiotas!
—No he vuelto con ellos —contesté—. Voy a ayudarlos. Solo por una
vez.
—¿Una vez? A mí no me la cuelas. En cinco minutos estarás durmiendo
en tu buhardilla diminuta de la casa de Lockwood y acurrucándote con esa
Holly Munro. Seguro que ahora usa tu dormitorio.
—Uf. Eso nunca va a pasar.
—En cinco minutos. Hazme caso.
—Holly Munro vive en su propia casa. No duerme allí.
—¿Y por qué te importa si lo hace o no?
—No me importa.
—Te lo has montado bien —insistió la calavera—. Ahora tienes
independencia. No lo eches a perder. Y hablando de cosas que deberías
perder… Tu vestido. Es demasiado ceñido.
—¿Eso crees? Yo lo veo bien.
—Solo estás mirándote por delante, cariño.
Entonces hubo una discusión. No entraré en detalles. Estaba distraída y de
mal humor. Estaba algo alterada y me dejé llevar por la emoción, la
inseguridad y el enfado. Desde que había visto al chico vacío, el fantasma de
las catacumbas que tenía el rostro ensangrentado y muerto de Lockwood bajo
los grandes almacenes Hermanos Aickmere, había mantenido mi promesa de
alejarme de él. No quería ese futuro, así que había planeado una trayectoria
diferente para mí misma. Sin embargo, una única visita de Lockwood había
bastado para apartarme temporalmente de mi camino. Estaba enfadada
conmigo misma, pero la idea de lo que iba a hacer también me aceleraba el
corazón. Una cosa estaba clara: no me apetecía recibir consejos de moda de
una calavera estúpida.
Aun así, al final me cambié y me puse la falda y las medias de siempre.
—Vas a llevarme, claro —dijo la calavera cuando guardé el estoque.
—Ni hablar.
—Es un caso difícil. Me necesitas. Sabes que sí.

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—Solo es una conversación inicial. Si nos… Si le dan el caso a la agencia
Lockwood, entonces volveré a por ti. Puede.
Hubo una pausa.
—Lo que tú digas. —La calavera habló con tono despectivo—. No me
molesta. Mira lo mucho que me importa.
—Vale.
—En realidad no te necesito. Puedo hablar con otras personas.
Resoplé. Estaba harta del fantasma.
—¿Con quién?
—Con personas.
—Qué va. ¿Con quién más has hablado? Me refiero a desde que eres una
calavera. Venga, a ver —le reté—. No hay nadie más.
—Pues te equivocas —contestó la calavera—. Una vez hablé con Marissa
Fittes. Así que no eres la única, doña cerebrito.
—¿En serio? —Me detuve en seco—. Eso no lo sabía. ¿Cuándo fue?
—¿Qué? ¿Es que ahora tengo un reloj de bolsillo aquí dentro? Fue hace
años. Cuando me encontraron, me sacaron de las alcantarillas de Lambeth, me
limpiaron y me llevaron hasta ella. Me hizo unas cuantas preguntas y luego
me metió en este frasco.
—¿Y cómo llegaste a las alcantarillas de Lambeth?
La cara se retorció, asqueada.
—No me preguntes. Acabé mal.
—Eso parece. —Contemplé al fantasma. En los muchos meses de
conversaciones en las que me irritaba y se enaltecía, nunca me había revelado
aquella información sobre su pasado. Marissa Fittes había sido la fundadora
de la primera agencia de detección psíquica y, por lo que sabía, la única
agente con un don similar al mío. Era la abuela de la actual presidenta de la
empresa (la mujer a la que iba a ver hoy) y seguía siendo una heroína
nacional. No era una tontería. Terminé con el espejo y busqué la chaqueta—.
¿Cómo era Marissa?
El rostro del frasco sonrió.
—Formidable. Una investigadora psíquica poderosa y cruel que se habría
desayunado a tu querida agencia Lockwood igual que un tiburón engulliría un
espadín. Lo cual sin duda no os resultará ofensivo a vosotros, panda de
idiotas.
—Así que sí podía hablar con los espíritus.
—Ah, sí. Hacía muchas cosas. A su lado tú no eres más que un bebé en
pañales. Cuántas preguntas tienes hoy —siguió la calavera—. Hagamos un

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trato. Quizá te responda a un par más si te quedas un rato y no vas corriendo
detrás de Lockwood.
—Tentador —respondí—. Y me lo has pedido muy amablemente. Pero
tendrás que pasar la mañana hablando solo. Me voy.

Al final tampoco llegué a tiempo. La noche anterior habían encontrado un


espectro en la línea norte del metro y estaban esparciendo sal en los túneles.
El metro se retrasó. Llegué a Charing Cross cinco minutos tarde. Maldiciendo
y sudando, corrí por la calle Strand hacia la Casa Fittes, donde el típico gentío
de personas desesperadas y afectadas por los fantasmas me bloqueaba el paso.
Todos habían ido a pedirle ayuda a la empresa. Perdí otros cinco minutos
abriéndome camino hasta el inicio de la cola. Cuando llegué, tuve que
convencer al portero malhumorado para que me dejara pasar. Era como los
obstáculos que aparecen en los cuentos de hadas. Ahora iba quince minutos
tarde. Luego conseguí engancharme el abrigo en las puertas giratorias y tuve
que pasar dos veces para liberarme.
Avancé a trompicones hasta el vestíbulo. Una hilera de recepcionistas
pulcras, cada una con ojos más brillantes y más alegre que la anterior, me
observaron con sonrisas afables e idénticas.
Cerré la boca, me ajusté la falda, me eché hacia atrás el pelo y me froté la
frente sudorosa con la manga, sin mucho éxito.
—Buenos días. Soy…
La recepcionista que estaba más cerca habló:
—Buenos días, señorita Carlyle. Si quiere pasar, sus compañeros ya están
esperando en la sala principal. La señora Fittes les recibirá de inmediato.
Respiré hondo.
—Gracias. Conozco el camino.
Crucé el vestíbulo y pasé detrás de un busto de hierro de la vieja
confidente de la calavera, Marissa Fittes. Pasé las puertas de roble y los
cuadros de marcos dorados haciendo ruido con las botas sobre el mármol frío.
Llegué a la sala de reuniones, donde unos altos ventanales mostraban el
tráfico mudo de la calle Strand y la luz del sol iluminaba las columnas de
cristal de la colección de Fittes. Allí estaban, protegidos tras el cristal de
plata: nueve objetos psíquicos legendarios de la época en la que se había
originado la agencia. El diminuto ataúd de la calle Frank, los huesos del
difunto Flugh Hennratty, el terrible cuchillo de sierra del chico de la
carnicería de Clapham… Por la noche, los fantasmas atrapados se movían con

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estelas de colores dentro de las columnas. Ahora todo estaba quieto y
monocromático.
Tres personas estaban de pie junto al pilar dedicado a la aparición de
Cumberland Place, estudiando el camisón sangriento que contenía. Entonces
me empezó a latir muy fuerte el corazón y me fallaron los nervios. Me sentía
mucho peor que cuando había buscado al fantasma de Emma Marchment
hacía dos noches.
No sabía qué peligros acarrearía el encargo de Penelope Fittes, pero
aquello era lo que más temía. Mi primer encuentro con mis excompañeros:
Lockwood, George y Holly Munro.
Esbocé lo que esperaba que fuera una sonrisa relajada y confiada. Caminé
hacia ellos justo cuando se daban la vuelta.
A Lockwood ya le había visto, claro. Pero esto era distinto. El día anterior
había sido un invitado en mi casa que me pedía ayuda. Al menos había estado
tan incómodo como yo. Ahora la extraña era yo y él volvía a ocupar su
habitual puesto de líder de la agencia. Me tocaba a mí soportar la
incomodidad. Aun así, parecía estar tranquilo cuando me acerqué, cosa que
agradecí. Me regaló una sonrisa amable.
—¡Y aquí está! Lucy, me alegro de verte.
Llevaba su traje azul oscuro y ceñido, y, si no me equivocaba, se había
puesto algo de gomina para mantener su pelo peinado hacia atrás. Se estaba
esforzando más que de costumbre. Nunca había visto tanta atención al detalle.
¿Lo había hecho por mí? No. Era mucho más probable que fuera por
Penelope Fittes.
—Hola, Lockwood —le saludé.
Luego me giré hacia George. Habían pasado cuatro meses desde la última
vez que le había visto. George Cubbins, la mano derecha de Lockwood, era
un científico amateur, un investigador extraordinario y un gran defensor de la
ropa informal. Aquella mañana, como casi todas las mañanas que recordaba,
vestía una camiseta manchada y un par de vaqueros descoloridos y anchos
que desafiaban el buen gusto y la gravedad. Como podía haber predicho, no
se había esforzado lo más mínimo en asearse. En los elegantes confines de la
Casa Fittes, destacaba como una verruga el día de una boda o un cardo en un
bol de ensalada. Algunas cosas no habían cambiado.
Pero otras sí, lo que me asustó. George parecía más delgado, y me dio la
sensación de que se le veía más agobiado. Las marcadas líneas de expresión
alrededor de sus ojos le hacían parecer más mayor. ¿Cómo había podido pasar
aquello en tan solo cuatro meses? Era verdad que los agentes veían muchas

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cosas, y las veían a menudo. A veces agotábamos nuestra juventud bastante
rápido. Pero nunca me había imaginado que eso pudiera ocurrirle a George.
Sentí un dolor agudo al verlo.
—Hola, George.
—Hola, Lucy.
Observé su rostro mientras hablaba. No esperaba una sonrisa. George no
era de esos. Su cara se parecía a un pudín de leche fría en tamaño, color y
textura, y también mostraba las mismas emociones. Pero si te fijabas bien,
detectabas pistas sobre su estado de ánimo. Quizá un movimiento en la boca o
los ojos, bien ocultos tras la superficie de sus gafas, que brillaban cuando
estaba feliz o emocionado. Que se subiera las gafas por la nariz de una forma
alegre era buena señal.
¿Hizo algo de eso hoy? No.
Estaba bastante hecho polvo, como había dicho Lockwood.
—Me alegro de verte —dije—. Ha pasado un tiempo desde la última vez.
—¿Verdad? —contestó George.
—Precisamente estábamos hablando de lo contentos que estamos de verte,
Luce —intervino Lockwood, dándole una palmada a George en el hombro—.
¿No es cierto, George?
—Sí —respondió él—. Es verdad.
—Sí, y Holly está deseando oír cómo te va siendo autónoma —siguió
Lockwood—. Con quién has trabajado y cómo te ha ido con ellos. Incluso
hiciste un encargo con el equipo de Rotwell, ¿no, Luce? Espero que nos lo
cuentes luego.
Entonces hizo un gesto con el brazo que hizo que me fijara en Holly.
Y allí estaba. La encantadora Holly, tan guapa y tan perfecta como
siempre. No había cambiado mucho en los últimos meses. No se había vuelto
más flácida o desaliñada de repente, y no tenía defectos evidentes ni nada
parecido. De hecho, dada la importancia de la reunión, se había emperifollado
más de lo habitual. Llevaba esa clase de vestido que tienes que ponerte desde
arriba, el típico que yo habría roto al intentar deslizarlo por encima de mis
hombros. Era un vestido que se me habría quedado atascado en la mitad de la
barriga, con los brazos atrapados y la cabeza cubierta. Estaría dando saltos a
ciegas durante horas, medio desnuda e intentando liberarme. Ese tipo de
vestido. Si eres exigente y quieres los detalles, que sepas que era azul.
Al contrario que con George y con Lockwood (con ellos cuatro meses
parecían haber durado una eternidad), no me pareció que llevara tanto tiempo
sin ver a Holly. En parte era porque la veía en muchas fotos de los periódicos.

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También se debía a que, durante el invierno, en mi cerebro había aparecido un
agujero en forma de Holly en el que solía guardar los pensamientos negativos.
Probablemente pasaba demasiado tiempo allí, como una esquimal enfadada
que pesca en un agujero en el hielo y está sentada en el borde mirando hacia
dentro.
—Hola, Holly —dije—. ¿Qué tal?
—Muy bien, Lucy. Es un placer volver a verte.
—Sí. Lo mismo digo, Estás muy guapa.
—Tú también. Está claro que ser autónoma te pega. Me encantaría saberlo
todo sobre tu nueva vida. He oído cosas geniales. Creo que lo estás haciendo
muy bien.
En otro tiempo, semejante récord de mentiras piadosas metidas a presión
en un único fragmento de diálogo me habría molestado. Estaba segura de que
a Holly le interesaba mi trabajo como autónoma lo mismo que mi elección de
pasta de dientes (en realidad menos, puesto que le brillaban muchísimo los
dientes cuando sonreía). Todo lo demás también era mentira, porque yo no
estaba para nada guapa. Como siempre que iba tarde a una reunión, no había
empezado a sudar de verdad hasta que había llegado y estaba acompañada. En
ese momento tenía calor, estaba sonrojada y desarreglada, tanto por fuera
como por dentro.
Pero ya no debía enfadarme con Holly, así que decidí tomarme sus
cumplidos al pie de la letra.
—Genial —dije—. Gracias. Aunque me gustaría haberme arreglado un
poco. No se me ocurrió ponerme un vestido.
—Podrías ponerte ese —dijo George dándole un golpe a la columna,
donde el sangriento camisón que había llevado la heredera de Cumberland
Place la noche de su brutal asesinato colgaba de una estructura metálica.
Lockwood rio. Holly rio. Siguiendo su ejemplo, yo también me reí.
George ni siquiera soltó una risita. Busqué pistas en su cara. Nada.
Nuestras carcajadas terminaron de una forma un tanto estridente. Nos
quedamos en silencio.
—Cualquiera habría pensado que alguien vendría rápido a vernos —dijo
Lockwood.
—¿Todavía no sabéis lo que quiere la señora Fittes? —pregunté después
de una pausa.
—Aún no.
—¿Habéis trabajado antes para ella?

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—Bueno, en realidad no trabajamos para ella —explicó Lockwood—.
Como te dije, está pendiente de lo que hacemos y nos envía casos de vez en
cuando.
—Claro.
—¿Cuánto vas a cobrarnos? —preguntó George de repente—. Con esa
chorrada de ser autónoma.
Tenía la mirada perdida en el vestíbulo enmarcado por las columnas.
—¿Yo? —Dudé y recordé que todavía no le había enviado la factura a
Farnaby por el último encargo. Si no lo hacía, no me pagaría—. ¿Acaso
importa?
—No. Salvo que no estoy seguro de que pudiera sobrevivir solo con lo
que me da Lockwood, así que imagino que has aumentado tu tarifa.
—Supongo que un poco. Me las apaño.
—Entonces, ¿cuánto cobras?
Abrí la boca y la cerré. Vi que Lockwood fruncía el ceño. Me costaba
saber qué decir. Por suerte, una ayudante interrumpió el interrogatorio de
George y nos avisó de que Penelope Fittes estaba lista para recibirnos.

Dos grandes agencias de detección psíquica lideraban la guerra contra el


Problema. La agencia Rotwell era la más ostentosa e innovadora, mientras
que la agencia Fittes era la más grande, la más antigua y la más prestigiosa de
todas. La presidenta, Penelope Fittes, era muy influyente. Sin embargo, rara
vez se la veía y, después del intento de asesinato el otoño anterior, se había
vuelto más solitaria y apenas salía de la Casa Fittes. Los empresarios y otras
figuras públicas pedían audiencias con ella; para la gente normal y corriente
era más un nombre, un símbolo y una creencia popular que una mujer de
verdad. Que te citara era un gran honor.
Sus apartamentos privados se encontraban en la última planta del edificio,
pero para recibirnos bajó a una sala de visitas situada a un corto tramo de
escaleras desde el vestíbulo. Era una estancia marrón y dorada. En un
extremo, un gran escritorio que daba a la calle Strand hacía que pareciera un
estudio. El resto estaba lleno de sillas y sillones bonitos y muebles recargados
y algo pasados de moda. Había fotografías en las paredes y las mesas, y
vitrinas de estoques antiguos. El aire olía a la luz del sol, abrillantador y
mobiliario caro.
Y a café. Había una jarra en una mesa central, rodeada de tazas. La
mismísima Penelope Fittes esperaba allí. A su lado, tan arrugado y decaído

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como de costumbre, estaba el inspector Montagu Barnes, del DICP, el
Departamento de Investigación y Control Psíquico.
La señora Fittes nos saludó con solemnidad, estrechándonos las manos e
indicándonos cuáles eran nuestras sillas. Como siempre (la había visto en
otras dos ocasiones), iba toda engalanada y revestida, en perfecta sincronía
con la estudiada elegancia de la habitación. Era una mujer de atractivo
impresionante, con el pelo largo y oscuro tan exuberante como su vestido de
terciopelo malva intenso. Tenía esa clase de belleza desconcertante por su
rareza. Su encanto estaba en boca de todos: tenía una piel preciosa, las curvas
de sus pómulos estaban perfectamente bien definidas y sus grandes ojos
negros eran seductores e imponentes.
Lockwood y ella compartieron la típica ronda de cumplidos. Luego nos
concedió una sonrisa a cada uno.
—Gracias por venir hoy —dijo—. El señor Barnes y yo tenemos otra
reunión en breve, así que iré directa al grano. Como mencioné por teléfono,
Anthony, tengo un caso emocionante que la agencia Lockwood podría
resolver por mí. El DICP me informó del asunto y creo que es perfecto.
Lockwood asintió.
—Gracias, señora. Sería un honor.
Le miré. No hacía más que sonreír y mostrarse entusiasmado.
Normalmente, Lockwood no dejaba que nadie le llamara por su nombre de
pila. Así le llamaban sus padres (que habían muerto). Ellos y nadie más. Pero
Penelope Fittes, estirada y lánguida como un gato en la silla, había usado el
nombre sin que Lockwood hubiera pestañeado.
—Solomon Guppy —dijo—. ¿Alguno ha oído hablar de él?
Nos miramos. El nombre me sonaba un poco.
—Era un asesino, ¿no? —respondió Lockwood despacio—. Hace treinta
años. ¿No le colgaron?
La señora Fittes separó los labios, encantada.
—Un asesino, sí, y sí, también fue condenado a la horca. De hecho, fue
uno de los últimos criminales de Inglaterra en cumplir ese castigo antes de
que las leyes de prevención de fantasmas acabaran con la pena capital. Dicen
que retrasaron su aprobación un mes solo para ver cómo se retorcía y se
quedaba colgado. Porque no solo era un asesino, sino que también era un
caníbal.
—Qué asco —comenté.
Lockwood chasqueó los dedos.
—Sí, eso es… Se comió a un vecino, ¿verdad? ¿O a dos?

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—¿Podría aclarárnoslo, señor Barnes?
La mujer le hizo un gesto con la cabeza al inspector. Con el chubasquero
desgastado, el rostro magullado y el bigote canoso en forma de cepillo para
los zapatos, parecía más fuera de lugar en aquel entorno elegante que yo.
—Por lo que sé, solo fue a uno —contestó Barnes—. Se supone que le
invitó una tarde a tomar el té. El tipo fue y llevó una tarta de frutas.
Encontraron la tarta en el aparador una semana después, todavía envuelta en
papel encerado. Fue lo único que no se comió.
George sacudió la cabeza.
—Eso está mal. Mal en muchos sentidos.
Penelope Fittes soltó una risa jovial.
—Sí. El vecino no sabía que él acabaría acompañando al té. Al té y a la
cena. Sin ir más lejos, el festín duró varios días.
—Recuerdo muy bien el caso, aunque yo solo era un aprendiz de agente
en aquella época —añadió Barnes—. Dos de los policías que le arrestaron
pidieron la jubilación anticipada después del juicio a causa de lo que vieron
cuando llegaron a la casa. Muchos de los detalles más sórdidos nunca se
hicieron públicos. Pero fuera como fuese, en su confesión, Solomon Guppy
explicó que había usado varias recetas: asados, estofados, platos de curry y
hasta ensaladas. Experimentaba bastante.
—Se le fue la olla —dije.
—No sé con qué utensilios cocinaba, pero puede que usara ollas y
cacerolas.
—No, me refiero a que había perdido la cabeza. Está claro que estaba
loco. Como una cabra.
—Desde luego. Estaba loco y era mala persona —opinó la señora Fittes
—. Dado su tamaño y su ferocidad, se necesitaron seis policías para sujetarle
cuando le arrestaron. Pero lo hicieron, le condenaron a la horca y fue
incinerado. Esparcieron sal en el campo de la prisión donde enterraron sus
cenizas. En, otras palabras: se tomaron todas las precauciones. Sin embargo,
ahora parece que su espíritu, o el de su víctima, ha logrado volver a la escena
del crimen. —Se recostó y cruzó una de sus elegantes piernas sobre la otra—.
¿Señor Barnes?
Este asintió.
—Es una casita de las afueras en Ealing, en la zona este de Londres. La
calle se llama Los prados. Guppy vivía en el número siete. Lleva vacía desde
el crimen, claro, aunque hay gente cerca. Ha estado siempre tranquila, pero
últimamente hemos recibido quejas de ciertas anomalías en las

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inmediaciones: un terror que se extiende por la calle. Los sensibles siguieron
el rastro hasta el número siete.
—Los fenómenos son muy sutiles —continuó la señora Fittes—. No hay
apariciones. Según los testigos, la mayoría son sonidos.
Me miró con los ojos oscuros y serios. Por el tono de su voz, cualquiera
habría pensado que la percepción era un don psíquico insignificante. El
destello de su mirada implicaba que era lo más importante del mundo.
Su abuela había destacado por sus habilidades. Solo había que leer las
memorias de Marissa Fittes para saberlo. Hacía mucho, había hablado con
fantasmas y ellos le habían respondido. Obviamente, Penelope Fittes sabía
que yo también tenía cierta reputación.
—¿Qué tipo de sonidos? —preguntó Lockwood.
—Sonidos relacionados con el anterior inquilino de la casa —respondió
Barnes.
—El señor Barnes me pidió que lo investigara y yo acepté —dijo
Penelope Fittes—. Sin embargo, mi agencia aún tiene que enfrentarse a
algunas dificultades residuales del invierno pasado, y la mayoría de mis
mejores equipos están ocupados. Se me ocurrió que conocía otra organización
con las habilidades necesarias para enfrentarse a este trabajo. —Sonrió—.
¿Qué les parece? Si lo consiguen… Bueno, estoy segura de que encontraré
otros casos.
—Nos encantaría ocuparnos de él —respondió Lockwood.
—Me alegra oír eso, Anthony. Admiro mucho a su agencia y creo que
podríamos hacer grandes cosas juntos en el futuro. Yo lo veo como una
aventura conjunta entre todos, así que enviaré a un representante de la agencia
Fittes para que los acompañe.
—Deben encontrar el origen —apuntó Barnes—. No es necesario que lo
diga. En su momento, la casa se limpió a conciencia, pero debieron dejarse
algo. Queremos saber el qué.
—Si eso es todo, les presentaré a mi secretaria para que se encargue de los
detalles —dijo la señora Fittes—. La casa está vacía. Pueden visitarla esta
noche si quieren.
Se puso de pie con un movimiento lánguido y fluido. Aquella era la señal,
así que nos levantamos al unísono.
Mientras se despedían, yo esperé junto a una mesita. Las fotos de agentes
antiguos salpicaban la superficie como si fueran lápidas. Eran operativos
famosos y equipos conocidos que posaban bajo un estandarte de unicornio en
alguna sala pija. Los agentes eran jóvenes vestidos con chaquetas grises

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planchadas que sonreían con confianza. Unos supervisores adultos se erguían
a su lado, rodeándolos. También aparecía una mujer mayor de rostro afilado
con el pelo negro cuidadosamente recogido: Marissa Fittes, la fundadora de la
agencia.
Pero una de las fotos era distinta y me llamó la atención. Era una imagen
borrosa en blanco y negro en la que se veía a una mujer delgada y de cabello
oscuro sentada en una silla alta con respaldo. Las sombras cubrían la estancia.
No estaba mirando a la cámara, sino a la luz. La rodeaba un aire de
melancolía. Parecía débil y enferma.
—Esa era mi madre, que murió siendo joven.
Me di la vuelta, sobresaltada. Los demás estaban yéndose, pero Penelope
Fittes se encontraba a mi lado, sonriendo. La seguía un perfume intenso y
floral.
—Lo siento —dije.
—No, no pasa nada. Casi no la recuerdo. Era la abuela Marissa la que
mandaba en casa, la que construyó el negocio y la que me lo enseñó todo. —
Asintió mirando a la mujer del vestido negro—. Mi querida abuela me
convirtió en quien soy. Todo lo que nos rodea es suyo. —Me tocó el brazo—.
¿Sabía que pedí expresamente que viniera, Lucy?
Parpadeé.
—No lo sabía, señora Fittes.
—Sí. Cuando le hablé del caso a Anthony, me dijo que ya no trabajaba
con él. Aquello me decepcionó. Entre nosotras, Lucy, me interesé por la
agencia Lockwood por usted y por Anthony. —La señora Fittes se rio con
gracia; le brillaban los ojos—. Él es un buen agente, pero llevo mucho siendo
admiradora suya. Le dije que si quería el encargo tendría que conseguir que
volviera.
—Ah. ¿Eso le dijo? ¿Fue idea suya? Eso es… muy amable por su parte.
—Me dijo que lo intentaría. Me alegro mucho de que lo hiciera, Lucy. Me
encanta saber que ha aceptado volver a la agencia.
—Bueno, en realidad no he…
—Veamos cómo le va con este caso —dijo Penelope Fittes—. Confío
plenamente en las habilidades de los demás, pero creo que el éxito se deberá
sobre todo a su ayuda. Un agente con un gran don de la percepción será
esencial en la casa de Guppy. Anthony sabe que, si todo va bien, la agencia
Lockwood obtendrá grandes beneficios. Ahora será mejor que alcance a sus
amigos.

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Me hizo un gesto con la mano y yo salí de la habitación, con su aroma
siguiéndome como unos brazos serpenteantes.

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D e alguna forma, lo que ocurrió después fue como en los viejos


tiempos. Habíamos visto a la clienta y conocíamos los datos, así que
teníamos que preparar el equipo e investigar el caso. Si íbamos a
visitar Ealing aquella noche, no había tiempo que perder. Por eso, Lockwood
se puso en marcha en cuanto salimos de la Casa Fittes. En medio de la acera
abarrotada, nos dividió rápidamente. Holly compraría más sal y hierro,
mientras George registraba el Archivo Nacional para encontrar todo lo que
pudiera sobre el asesinato que había cometido Guppy. Y yo…
¿Qué iba a hacer? ¿Dónde encajaba?
—Nos veremos en la cafetería Royale de Piccadilly Circus, Luce —dijo
Lockwood—. Podemos ir juntos en taxi desde allí. ¿A las cuatro en punto?
Así tienes tiempo para prepararte, ¿no?
—Claro —contesté.
Todavía seguía pensando en lo que Penelope Fittes acababa de decirme.
Que había sido idea suya que yo participara en el caso. El día anterior,
Lockwood había venido a mi piso y se las había apañado para no mencionar
ese detalle en concreto. A menos que me hubiera perdido algo, había dejado
bastante claro que se le había ocurrido a él.
—Genial. Estamos deseando verte luego. ¿No es un caso excelente? Me
alegra que nos acompañes.

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—Claro… —Obviamente, aquello no importaba. No importaba de quién
había sido la idea de contar conmigo. Tampoco podía enfadarme. Al fin y al
cabo, yo era la que había dejado la agencia Lockwood. Solo era por trabajo.
Trabajo y nada más—. En realidad, tengo algo que decir —comenté—. Las
cuatro es demasiado tarde. No tendremos suficiente luz natural cuando
lleguemos a Ealing. Sería más fácil que estuviéramos allí mucho antes de que
anochezca para observar la casa y planificar dónde colocar los círculos. Es
mejor hacer los análisis preliminares antes de que se ponga el sol. Así
podremos buscar en todos los rincones que serán invisibles en la oscuridad.
Por todo eso, sugiero que quedemos a las dos. —Le sonreí con frialdad—.
¿Te parece bien?
Lockwood asintió. Si le había pillado desprevenido, lo disimuló bien.
—Entiendo lo que dices, pero ¿le dará tiempo a George a…?
—Creo que Lucy tiene toda la razón —saltó Holly Munro de repente—.
¿George?
Él se ajustó ligeramente las gafas.
—Que me engulla un tío enorme nunca ha sido el tipo de diversión que
me gusta, incluso si dicho tipo es un fantasma —contestó—. Yo prefiero ir
con mucho cuidado. Sí, habré terminado en el archivo antes de las dos.
Acordemos eso y vayamos temprano.
La expresión de Lockwood era de despreocupación calculada.
—Seguramente tengas razón. Vale. Pues a las dos en punto, Lucy. Te
veremos allí.
—¿Quieres que te compre algo de Mullet e Hijos? —preguntó Holly
Munro.
—No, está bien. Gracias —respondí—. Tengo todo lo que necesito. Nos
vemos luego.
Me di la vuelta antes que ellos y me perdí entre la multitud. Iba a
contracorriente y me abría paso con dificultad, pero aquello pegaba con mi
estado de ánimo. Cuando estuve segura de que no me verían, tomé una calle
lateral que llevaba hacia el terraplén del Támesis, donde un montón de
mercaderes baratos trabajan bajo los arcos de ladrillo del puente de
Hungerford. Lo que acababa de decirles era una mentirijilla. Casi no me
quedaban provisiones. Aunque no me sentía mal por mentir. A mí también me
habían mentido.
La marea estaba baja y unos guijarros mojados brillaban en la base del
muro del terraplén. Las gaviotas daban vueltas en lo alto. Había mucho tráfico
en la carretera, de modo que crucé y caminé río arriba hacia el puente. Sobre

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mi cabeza, unas vallas iluminadas anunciaban los últimos productos de la
gran agencia Rotwell. En un póster salía su mascota, Roger, un león pícaro de
dibujo que mostraba los pulgares hacia arriba mientras pisoteaba la caricatura
de un fantasma. En otro, Roger sostenía algunos artículos de protección del
hogar nuevos y emocionantes, soñados por los científicos del Instituto
Rotwell y que ahora, como resultado de su colaboración con Sunrise
Corporation, los clientes podían comprar en cualquier establecimiento. En un
tercero, aparecía con la pata sobre el corpulento hombro de Steve Rotwell, el
presidente de la agencia, que tenía un bocadillo que incluía su lema personal:
«Luchamos para que tu noche sea segura». A Steve Rotwell le brillaban los
dientes, los ojos verdes le centelleaban y la barbilla le sobresalía como el
morro de un avión de combate. Era el consuelo personificado en la época del
Problema y, gracias a toda la publicidad, la figura más popular en Londres.
Fruncí el ceño y pasé de largo rápidamente. Había visto a Rotwell matar a
un hombre atravesándole el pecho con una espada. Los anuncios no tenían el
efecto deseado en mí.
Visité a los mercaderes de sal, compré lo que necesitaba y volví al
terraplén. Detrás de las vallas publicitarias, unos peldaños de piedra
conducían a la playa de guijarros, donde había una figura encorvada y
repugnante con una bolsa de cáñamo manchada de barro a su lado. Estaba
quitándoles la suciedad a una variedad de instrumentos puntiagudos que había
dispuesto sobre el muro del terraplén. Reconocí a Flo Bones, una saqueadora
de reliquias que conocía, por la chaqueta acolchada descolorida por el sol, el
gorro de paja, las botas enfangadas y las aves marinas merodeando con
indiferencia. Flo rastreaba la orilla del Támesis en busca de desechos
psíquicos arrastrados por el río y luego vendía los objetos en el mercado
negro. Había ayudado a la agencia Lockwood varias veces y era bastante
decente (aunque irritante), siempre que fueras con cuidado y respiraras por la
boca.
Cuando me acerqué, Flo estaba sacando la mugre de un utensilio extraño
con cabeza de espátula. Alzó la mirada, me vio y tiró un trozo de barro al
muro.
—Anda, mira lo que ha traído la marea —dijo.
—Hola, Flo. —En su idioma, aquel había sido un saludo amable.
Tampoco me había tirado el barro a mí, lo que era una novedad—. Veo que
has estado ocupada. ¿Has encontrado algo bueno?
—Mucha basura. Dos ratas ahogadas, la cabeza de un cerdo y ahora a ti.
Sonreí y me senté a su lado en el muro.

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—Lo siento.
—Bueno, estuve la mitad de la noche reunida con los saqueadores. Solo
he podido trabajar unas horas. He visto un par de huesos con auras tenues y
un silbato oxidado que todavía tiene algo de carga psíquica. Eso es todo.
—No suena muy mal. ¿Y los vas a vender?
Flo se echó el gorro hacia atrás y se rascó el nacimiento del pelo, la única
parte limpia de su cara.
—No sé. Últimamente tengo que subir la apuesta. Hay muchos objetos
buenos en el mercado y los mejores se venden por una pasta. Dicen que hay
un nuevo coleccionista en la ciudad y los distribuidores están comprando todo
lo decente para dárselo. —Me miró con los ojos azules y astutos—. Adivina
quién estaba anoche en la reunión birlando todo lo bueno… Winkman.
—¿Julius Winkman?
Era el contrabandista que la agencia Lockwood había ayudado a
encarcelar hacía un año.
—No. Sigue en la trena. Era su mujer. Bueno, el hijo también estaba, pero
Adelaide es la que dirige el cotarro. Anoche compró todo tipo de orígenes
extraños y maravillosos en la exposición. Un cuadro encantado, un guante
manchado de sangre, una cabeza momificada, un casco romano… —Flo
escupió en el muro—. Yo pensé que la mitad eran falsos, pero el crío los
revisó y dijo que eran de verdad. La vieja Winkman compró el paquete
completo. Todo va directo al nuevo coleccionista. Tenemos que llevar todo lo
bueno que encontremos en el siguiente mercado nocturno. Yo limpiaré el
silbato lo mejor que pueda, pero no creo que cuele. —Le dio unos golpecitos
al instrumento contra la pared—. Bueno, ¿y dónde te habías escondido,
Carlyle? Ha pasado una eternidad. Casi me moría sin verte.
—He estado trabajando.
—No para Lockwood.
—No… —Miré el instrumento—. ¿Qué es esa cosa?
—Restos de lodo.
—Ah… Sí, estoy trabajando por mi cuenta. Pero casualmente acabo de
estar con Lockwood. Me ha contratado para un encargo. Solo para un día. No
voy a volver a la agencia.
—No, pues claro que no. —Flo cogió un utensilio más afilado cubierto de
barro del río negro azulado—. La tal Holly Munro sigue allí, ¿no?
Hice una pausa.
—En realidad no me fui por Holly.
Quitó el barro con la punta.

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—Ajá.
—Tenía otros motivos.
—Ajá.
—¿No me crees?
—¿Puedes aguantarme esto un segundo? —preguntó Flo—. Me estoy
poniendo perdida de lodo.
—Ya… Ahora me estás manchando a mí.
—Solo tengo que sacudirme las manos. —Se las limpió en la chaqueta
acolchada—. Ya está. Listo. Bueno, ha estado bien verte, Carlyle. Tengo que
irme. Me está esperando un kebab templado en Wapping.
—Maravilloso. Flo… —dije mientras ella recogía sus herramientas y se
las guardaba en el cinturón que llevaba bajo el abrigo—, ¿cómo era la cabeza
momificada que has mencionado antes?
—Ni idea. Tenía ojos, orejas, nariz y boca… Lo de siempre. ¿Por qué?
—¿Algo más? Es que vi una hace un par de noches.
Flo recogió la bolsa de cáñamo. Se inclinó por encima del muro y estudió
la línea de barro que corría por la orilla norte del Támesis hacia el este.
—La marea no estará alta hasta dentro de una hora… Creo que iré por ahí.
¿La cabeza? Era difícil ver los detalles con todas las telarañas que tenía. Era
de un hombre. Llevaba una barbita puntiaguda. No le presté mucha atención.
Estaba en un estuche de cristal de plata y, como te he dicho, ya estaba
reservada. Se comentó que un poderoso espectro estaba atado a ella. Seguro
que Winkman se dejó un riñón.
La observé, perpleja.
—¿Sabes quién la llevó?
Pero Flo Bones desapareció con un gesto de la mano y una bofetada de
aire sucio. Un segundo después ya había bajado los escalones mojados y se
alejaba por la calle Strand.

La amplia fachada de cristal de la cafetería Royale daba al lado oeste de


Piccadilly Circus, donde dobles hileras de mesas de color café se extendían
bajo unos toldos de rayas marrones y blancas. Unos canales en forma de arcos
de ladrillo llegaban hasta la calle, llenos de agua corriente para proteger a la
gente de los espíritus vivientes por la noche. Hacia el crepúsculo, unas
hogueras de lavanda arderían junto a las puertas. Era un lugar popular incluso
después de que oscureciera. A principios de la tarde de un día de finales de
invierno, el establecimiento estaba casi lleno y tenía las ventanas húmedas y

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empañadas. Cuando llegué, cargada con las bolsas del equipo y el frasco
sellado en la mochila, encontré a Holly Munro esperando en una mesa dentro,
justo al lado de la puerta. Estaba leyendo un ejemplar de The Times.
—¿Te has enterado de lo último? —dijo cuando me hundí en el asiento
opuesto, agradecida—. Pone que hay niños callejeros que se dedican a seguir
a los adultos por Londres. Cuando se acaba la tarde y hace un día nublado, ya
sabes. Consiguen dinero alertándolos de los fantasmas. Les dicen que los
están persiguiendo y que algo con una sábana blanca va tras ellos o que hay
un Tom McSombra pisándoles los talones. Los chicos llevan barras de hierro
que han robado de las vallas de las casas. Les pagan en efectivo y ellos
mueven las barras para alejar a los supuestos fantasmas. Es una gran estafa,
pero montan un verdadero espectáculo. Al parecer es espeluznante y los
adultos no pueden negarse.
Me quité el abrigo. La temperatura en la cafetería era agradable y tenía
calor.
—Esos chicos tendrán que ganarse la vida de alguna manera. Hay mucha
pobreza últimamente. No todos podemos ser agentes, ¿no?
—Lo sé. Nosotras tenemos suerte, ¿verdad, Lucy? Pediré el té. Los chicos
no tardarán mucho. Lockwood ha ido a Portland Row a por las bolsas y
George llegará pronto.
Se entretuvo poniéndole ojitos a los camareros y yo seguí recostada,
mirándola. Lo que siempre me molestaba de ella era su piel. Era oscura y
suave, sin ningún grano a la vista. Y sus rasgos también… Todos estaban en
su sitio. Hubo una época en la que su perfección natural me había sacado de
quicio y sabía que mis maneras desaliñadas y extremadamente imperfectas
habían tenido en ella el mismo efecto. Para ser justa, tenía que reconocer que
desde que me había reunido con ella aquella mañana me había tratado con
mucha atención y respeto. Pero, como podría decirse lo mismo de un
científico enguantado que sujetara una lámina de cristal con una mancha de
bacilo de la peste, no quise darle más vueltas.
—¿Cómo llevas lo de trabajar sola? —me preguntó después de pedir el té.
—Está bien —contesté—. Puedo elegir mi horario y los encargos. Trabajo
con muchas agencias diferentes. Gano algo de dinero.
—Qué valiente eres —dijo—. Marcharte y buscarte la vida por tu cuenta.
Fue muy arriesgado.
—Bueno, tiene sus ventajas. He aprendido mucho sobre mis dones y se
me da mejor dirigir a otras personas, incluso a las irritantes.

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Soltó una risita. Madre mía… Era de esas risas tintineantes que me ponían
los pelos de punta.
—¿Sabes? Hay alguien en Portland Row que te ha echado mucho de
menos —dijo.
Hablé con un tono tranquilo.
—Bueno, yo también os he echado de menos a todos, claro… ¿Y a quién
te refieres?
—¿Que quién te echó más de menos? —Volvió a reírse y sus ojos oscuros
y grandes me sonrieron de refilón—. ¿No lo adivinas?
Hacía calor en la cafetería. Me subí las mangas del jersey.
—No.
—Yo.
—Ah. ¿Qué…? ¿De verdad?
—Sé que hemos tenido nuestras cosas, Lucy, pero es raro ser la única
chica. Lockwood y George son encantadores, por supuesto, pero se encierran
en sus mundos. George con sus experimentos y Lockwood… —Unos surcos
aparecieron en su frente—. Está muy inquieto y distinto. Nunca se queda
sentado lo suficiente para que conecte con él. Iba a preguntarte por eso. No sé
si encontraste… Anda, ya han llegado los chicos.
Unos minutos después, todos estábamos apretujados con las bolsas entre
nosotros y la ventana empañada. Yo estaba apiñada al lado de George, que me
saludó con una leve inclinación de cabeza. Lockwood irradiaba emoción. Le
brillaba la cara, anticipando lo que ocurriría por la noche.
—¡Ya está aquí todo el equipo! —exclamó—. Excelente. Vale, he pedido
un taxi y nos llevará a Ealing en media hora. El representante de Fittes se
reunirá con nosotros en la casa. Él tendrá las llaves.
George frunció el ceño.
—No me gusta que venga ese representante. ¡Somos la agencia
Lockwood! No tenemos supervisores.
—Es más bien un observador —dijo Lockwood—. Fittes nos está
evaluando. Si le gusta lo que ve, nos dará más trabajo. Yo creo que está bien.
—Puede que esté bien para Lucy. La hemos contratado para el caso. —El
rostro de George permaneció inexpresivo tras las gafas—. Pero deberíamos
ser independientes, sí.
—Lo somos —insistió Lockwood—. Bueno, el tiempo apremia. George,
has estado en el archivo. ¿Has descubierto todos los detalles macabros sobre
el número siete de la calle Los prados?

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—Hasta cierto punto. —George estaba sacando una carpeta de manila
desordenada de su bolsa—. Aunque es un caso moderno y los periódicos
publicaron muchas cosas, no tengo toda la información. Como dijo Barnes,
parece que ocultaron bastante. Era demasiado desagradable. Pero no os
preocupéis, que he encontrado muchos datos siniestros con los que
deleitarnos. —Miró a su alrededor en busca de un camarero—. ¿Hemos
pedido ya? Estoy muerto de hambre.
—Van a traernos el té —contestó Holly—. Y trozos de tarta. Dado el
asunto que vamos a discutir, he pensado que la comida salada podía esperar.
—Mm. —George se ajustó las gafas y abrió la carpeta, que colocó frente a
él—. Puede que tengas razón, aunque yo personalmente mataría por un rollito
de salchicha. Vale. El juicio del caníbal de Ealing tuvo lugar hace treinta
años. Como ya sabemos, el acusado era un hombre llamado Solomon Guppy,
que vivía solo en una casa de una calle normal y corriente. Tenía cincuenta y
dos años, y en el pasado se había ganado la vida como ingeniero electrónico.
Unos años antes de lo ocurrido perdió el trabajo y montó un negocio de
reparación de relojes y radios por correo. Le enviaban los objetos y él los
arreglaba en casa. Casi nunca salía de allí, a excepción de para ir a comprar a
la calle principal de Ealing. Cuando la policía entró, la casa estaba llena de
trozos de máquinas tiradas por el suelo, con todos los cables y los engranajes
al aire. —Levantó la mirada y nos sonrió—. Resulta que esas no eran las
únicas partes internas que le interesaban.
Holly hizo un ruidito gutural.
—George…
—Perdón, perdón. —Despreocupado, hojeó la carpeta—. Es la historia
oscura de un caníbal enorme y lunático. Alguien tiene que hacer alguna
broma.
Lockwood tamborileó con los dedos en la mesa.
—Espera un segundo. ¿A qué te refieres con lo de «enorme»? Penelope
Fittes dijo que necesitaron a seis policías para arrestar a Guppy. Es obvio que
era grande y fuerte.
George asintió.
—Sí. Muy grande, muy fuerte y muy alto. Medía un metro ochenta sin
zapatos y era muy corpulento. Estimaron que pesaba ciento cincuenta y ocho
kilos y, aunque tuviera una barriga gigante, mucho peso era por los músculos.
Todas las fuentes hacen hincapié en su perturbadora figura. Casi no habló
durante el juicio y se pasó la mayor parte del tiempo observando la sala bajo
su maraña de pelo desaliñado. Elegía a alguien y mantenía la mirada fija en

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esa persona, como si estuviera cocinándolos para la cena. Más de una mujer
se vio obligada a salir de allí. Cuando le llevaron a la horca, tuvieron que
contratar al doble de guardias para escoltarle, y los tipos estaban tan asustados
que tuvieron que duplicarles el sueldo.
—No me parece muy creíble —opinó Lockwood—. Todos los guardas de
prisión que he conocido han sido unos clientes muy duros. Bueno, veamos las
fotos de este encanto.
George sacó una hoja brillante.
—En realidad solo tengo una. Extrañamente, la policía nunca hizo
públicas las imágenes de identificación de Guppy. Las mantuvieron en secreto
«por el bien de la ciudadanía» sea lo que sea eso. Esta la hizo un fotógrafo
autónomo cuando llevaban a Guppy al Tribunal Penal Central de Inglaterra
para que le sentenciaran. No tiene muy buena calidad, pero podemos hacernos
una idea de cómo era.
Le dio la vuelta a la foto en la mesa. Lockwood, Holly y yo nos
acercamos. Era una imagen en blanco y negro, una fotocopia ampliada de la
original. Como había dicho George, no se veía bien. Estaba borrosa y
granulosa. Se veía a un agente de policía en primer plano y otro al fondo,
medio oculto. Entre ambos había una figura enorme y abultada, con los
hombros caídos y rasgos poco definidos. Extendía un brazo enorme con
torpeza, y se notaba que estaba esposado al policía que iba delante. El otro,
supuestamente también esposado, estaba detrás. Tenía la cabeza gacha en una
postura incómoda. Quizá acabara de salir del furgón policial, pero daba la
impresión de ser una cosa hinchada que arrastraba los pies, horriblemente
desproporcionada en comparación con los hombres que le flanqueaban. Casi
todo su rostro estaba oculto por las sombras.
Un par de manchas oscuras sugerían una frente amplia y unos labios
anchos. Por algún motivo, me alegraba que las fotos no mostraran más
detalles.
Todos la contemplamos.
—Sí —dijo Lockwood al cabo de un rato—, con esto nos hacemos una
idea.
—Era un tipo grande, ¿no? —comenté.
—Tuvieron que construir una horca especial —señaló George—. Una que
aguantara su peso. Y hay algo más. Un sacerdote estaba presente la mañana
de la ejecución. Había ido por si el condenado quería confesarse por última
vez. Cuando Guppy se irguió en la plataforma, justo antes de que abrieran la
trampilla, le hizo un gesto al cura y le susurró algo. ¿Sabéis qué paso? Lo que

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le dijo fue tan terrorífico y horrible que el sacerdote se desmayó en el acto. Y
dicen que Guppy sonreía cuando el verdugo tiró de la palanca.
Nadie habló.
—Estaría bien que contaras un chiste malo —dije—. ¿Se te ocurre alguno,
George?
—Ahora mismo no. Me los guardo para cuando estemos en la casa de
Guppy intentando evitar a su fantasma.
Lockwood resopló.
—Hoy estás mezclando unas cuantas leyendas urbanas con los hechos,
George. Nadie puede dar tanto miedo, ni siquiera un caníbal grande y gordo.
Tenemos que relajarnos.
Obviamente, tenía razón. Todos nos recostamos y compartimos sonrisas
amplias y tranquilizadoras. Fue entonces cuando llegaron el té y las tartas;
una camarera que llevaba guirnaldas de lavanda en el pelo lo traía todo.
—Vale, George —dijo Lockwood cuando recuperamos fuerzas—. No
queda mucho para que llegue el taxi. Dinos lo que pasó en la casa. ¿Qué es lo
que sabemos?
—He encontrado un poco de información sobre la víctima —respondió
George—. Era un tipo llamado señor Dunn que vivía un par de casas más
arriba. Estaba soltero, era amable y se preocupaba por los demás. Solía llamar
a los vecinos vulnerables, los mayores y los enfermos, y hacía recados para
ellos, como ayudarlos con las compras. Parece que se dio cuenta de que el
señor Guppy del número siete casi no salía de casa y se dedicó a visitarle de
vez en cuando. La noche en cuestión, alguien le vio ir hacia allí con la famosa
tarta. Después no se le volvió a ver. Cuando al fin le dieron por desaparecido,
la policía fue hasta allí. Guppy abrió la puerta y les dijo que Dunn le había
visitado, pero que se había marchado porque tenía otro compromiso. Dijo que
no sabía qué tenía que hacer ni a quién iba a ver. Era bastante temprano, pero
Guppy ya estaba preparando el desayuno. Los agentes olieron cómo cocinaba
el beicon.
—Puaj —solté.
Holly Munro arrugó la nariz.
—Sí —respondió George—. Fuera como fuese, la policía se fue, pero
volvió un par de días más tarde. Los habían avisado de que salía humo de la
casa de Guppy. Tenía la chimenea bloqueada y había estado intentando
quemar algo. Ese algo resultó ser la ropa de Dunn. La mayoría de las cosas
que encontraron no se mencionaron en el juicio.
Holly se colocó un mechón de pelo detrás de la oreja.

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—Es verdaderamente horrible. ¿Sabemos dónde tuvo lugar el asesinato?
George sacó una hoja de papel azul, la desplegó y la puso frente a
nosotros. Se trataba del plano de la casa, que tenía dos plantas principales y
un sótano. A un lado estaba el garaje. Delante y detrás había unos patios o
unos jardines. Había identificado cada habitación con una letra cuidada escrita
con lápiz rojo.
—Nadie lo tiene claro —respondió—. Había evidencias del crimen en la
mayoría de las habitaciones.
Le miré.
—¿«Evidencias del crimen»? ¿Qué es…?
—Trozos del señor Dunn.
—Vale. Eso pensaba. Solo quería asegurarme.
—La buena noticia es que la casa es bastante pequeña —comentó
Lockwood—. Debería ser fácil controlarla entre los cuatro. Pero una cosa. En
realidad no sabemos qué espíritu ha aparecido en la casa, ¿verdad? ¿No sería
más probable que fuera el fantasma de Dunn en vez del de Guppy? Fue él
quien murió allí.
—Podría ser —dijo George—. No lo sabremos hasta que encontremos el
origen.
—Espero que sea Dunn —comentó Holly, y yo asentí.
No suelo querer conocer al fantasma enfadado de una víctima de
asesinato, pero después de ver la fotografía de la carpeta de George, tampoco
quería conocer al propietario de aquella figura borrosa, aunque estuviera
muerto. Los demás también asentían.
Lockwood sacó la cartera y dejó algo de dinero en la mesa.
—Ha llegado el momento de averiguarlo —dijo.

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P ese a nuestras buenas intenciones, ya era bien entrada la tarde cuando


llegamos a la casa del caníbal de Ealing. Habíamos olvidado que a todo
el mundo le gusta salir por el centro de Londres justo antes del toque de
queda. El tráfico en los accesos principales avanzaba lentamente y las obras
en la rotonda de Chiswick nos retrasó todavía más. Mientras el taxi recorría
despacio las calles de las afueras de Ealing, los últimos trabajadores se
movían en bloque por las aceras, apresurándose para volver a casa bajo el
tintineo de las farolas protectoras. El sol había bajado y una capa de nubes
negras se cernía sobre nosotros como una onza de chocolate rota; el cielo
manchado de rayas azules y amarillas se colaba por los huecos. El aire
amenazaba lluvia.
Aunque el conductor no conociera la reputación de la calle Los prados,
sabía la clase de encargo que nos traíamos entre manos y no se molestó en
acercarse demasiado a nuestro destino. Nos dejó al final de la calle, junto con
nuestros estoques, bolsas de trabajo y cadenas. Caminamos los últimos metros
hasta la casa donde se producían los horrores.
Es común pensar (de forma equivocada) que los lugares que han sufrido
trauma psíquico también tienen un aspecto siniestro, con ventanas abiertas,
puertas chirriantes y paredes ligeramente torcidas. Pero con las casas pasa lo
mismo que con las personas: un exterior sonriente e inofensivo puede ocultar
el corazón más oscuro. El número siete de la calle Los prados no parecía gran

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cosa. Me quedé a medio camino del lado este de la medialuna que formaban
los edificios independientes y modestos. Cada uno tenía su propio garaje y un
trozo de césped junto a una entrada estrecha de hormigón. Eran casas
relativamente modernas, con ventanas anchas y generosas, y los tejados de
unas bonitas tejas rojizas. Las puertas principales tenían paneles de cristal y
estaban protegidas por unos porches simples y planos. No era ni un distrito
pobre ni uno rico. Setos de laurel separaban las parcelas y unos cipreses se
alzaban en los jardines traseros, tan negros y afilados como cuchillos.
El número siete no parecía estar en peor estado que las otras casas. De
hecho, en cierto modo, tenía mejor aspecto. Los edificios cercanos estaban
claramente desgastados y unos coches se oxidaban bajo unas lonas en las
entradas llenas de maleza. Eran pequeñas señales de que, quizá, lo que había
ocurrido allí hacía tanto tiempo todavía envenenaba el vecindario. Pero la
casa en la que había vivido el señor Solomon Guppy era blanca, estaba
pintada, tenía el césped cortado y los setos podados. El consejo municipal,
consciente del orgullo de los ciudadanos, no había permitido que se
deteriorara.
La calle estaba en silencio. Había pocos signos de vida, como luces que se
encendían en las ventanas inferiores o cortinas cerrándose. No vimos a nadie
hasta que, cerca del número siete, una figura delgada emergió de entre las
sombras del seto. Con los brazos cruzados, esperaba con aire taciturno
mientras nos acercábamos.
George dejó escapar un gemido.
—Penelope Fittes debe de tener cientos de supervisores. ¿Por qué tenía
que elegirle a él?
El hombre joven vestía la chaqueta gris plateada de la agencia Fittes y
llevaba un estoque con empuñadura enjoyada en el cinturón. Torcía el rostro
fino y pecoso en una expresión de desaprobación resentida, pero teníamos la
suficiente experiencia con Quill Kipps para saber que aquello no significaba
nada. Posiblemente estuviera de buen humor.
—Si miramos el lado positivo, Kipps ya ha trabajado con nosotros —
murmuró Lockwood—. Sabe que no haremos caso de nada de lo que diga.
Eso nos ahorrará mucho tiempo. ¡Me alegro de verte, Quill! —exclamó—.
¿Qué tal?
—Antes de que digáis nada, yo no pedí que me asignaran este trabajo —
dijo Kipps—. Me gusta tan poco la idea como a vosotros. Dejémoslo claro.
Lockwood sonrió.
—Seguro que somos el equipo perfecto.

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—Sí —respondió Kipps con pesadez—. Seguro.
Quill Kipps era uno de los peores rivales de la agencia Lockwood. Tenía
veintipocos años y, por tanto, sus dones psíquicos habían empezado a
desaparecer. Al no poder detectar correctamente a los fantasmas, le habían
puesto a cargo de otros que sí podían hacerlo. La muerte de algunos agentes le
había ablandado el carácter y no hacía mucho que había luchado a nuestro
lado. Pese a que nos caía tan bien como un sándwich de mostaza, sabíamos
que era fuerte y terco. Como Lockwood había dicho, podríamos haber tenido
peor compañía.
George le miraba, incrédulo.
—Entonces, ¿has venido a espiarnos?
Kipps se encogió de hombros.
—Soy un observador. Nuestra política dicta que debe haber uno cuando se
realiza una investigación junto a otras agencias. La señora Fittes también me
ha pedido que os ayude en lo que podáis necesitar. No es que vaya a seros
muy útil, porque, psíquicamente hablando, soy casi sordo y ciego —añadió—.
Últimamente solo detecto una especie de presión en el estómago, y muchas
veces son gases.
—Recuérdame que te asigne una habitación diferente a la mía —dijo
Lockwood—. En serio, nos alegra contar con tu ayuda. Pues el número siete.
¿Has entrado?
Kipps observó la casa limpia y vacía. El sol había llegado hasta ella y las
ventanas de la fachada brillaban con el reflejo de la luz.
—¿Yo solo? Tienes que estar bromeando. Es una investigación en equipo.
Con suerte, será uno de vosotros y no yo quien acabe petrificado por el
fantasma. —Levantó la mano y una llave se balanceó en un llavero de cuero
—. Pero tengo lo que necesitáis.
Lockwood miró el cielo del oeste.
—Y todavía tenemos algo de tiempo antes de que las cosas se pongan
feas. Vamos.
Recogimos las bolsas y avanzamos en silencio por el camino de la
entrada. En algún rincón del seto, un mirlo cantaba una melodía preciosa y
aguda. Aquella tarde, el aire estaba impregnado de un olor fresco, el tenue
calor de la primavera que se acercaba. La casa esperaba al fondo del camino
de hormigón.
Llegamos al porche sin que se produjeran incidentes. Lockwood insistió
en que colocáramos allí un pequeño círculo con un farol dentro, como una
línea de defensa exterior. Con suerte, el farol permanecería encendido toda la

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noche sin que le afectara lo que ocurriera en el edificio. Era un lugar en el que
reunirse si algo salía mal.
Mientras se ocupaban de aquello, yo pisé el césped y me asomé por la
ventana grande de la fachada. Dentro había una habitación vacía, dividida en
dos por un rayo de sol amarillo. Un papel de rayas marrones cubría las
paredes. Había una alfombra amarillenta, pero ningún mueble. Se veían los
tenues contornos que indicaban dónde habían estado colgados los cuadros. En
una pared había una chimenea antigua y limpia.
George estaba a mi lado.
—Parece que es el salón —dije.
Él asintió con entusiasmo.
—Sí. Ahí es donde encontraron los pies de la víctima. Al parecer estaban
en un frutero en la mesita.
—Maravilloso.
Puse los dedos sobre la superficie del cristal. A veces detectaba cosas,
incluso desde fuera y con el sol todavía en el cielo. Escuché. ¿Capté algo? No.
Solo el canto del mirlo. La casa solo era una casa.
Como llevaba abandonada tantos años, la llave giró con una facilidad
sorprendente y casi siniestra. Lockwood fue el primero en entrar, y los demás
le seguimos poco a poco. Yo me quedé atrás para girarme hacia la mochila.
Holly conocía la existencia de la calavera, pero Kipps no. Quería hablar con
tranquilidad.
Abrí la palanca de la tapa del frasco.
—Te aviso de que ya hemos llegado, calavera. Vas a venir dentro.
—¿Para qué? Que te ayuden tus amigos vivos. Yo paso.
Puse los ojos en blanco. El fantasma llevaba toda la mañana de mal
humor, desde que había vuelto de la reunión en la Casa Fittes. Su rabia ante
mi acuerdo con Lockwood no tenía límites. Sujeté la mochila.
—Tú avísame si notas algo.
—No. ¿Por qué siempre estoy atrapado en la mochila?
Estoy harto. Déjame salir.
—Ahora mismo no puedo. Si se presenta la oportunidad, lo haré.
—Te avergüenzas de mí, esa es la verdad.
—¿Que me avergüenzo? ¿De una calavera malvada y mohosa? —Miré el
frasco. Como era de esperar, el rostro tras el cristal mostraba una expresión
dolida y arrogante—. ¡Oh, por favor! Eres un fantasma de tipo tres y eso te
hace único. Si se supiera que puedo hablar contigo, jamás nos dejarían en paz

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a ninguno de los dos. No quiero que Kipps se entere. Mantente alerta y luego
nos ponemos al día. Vamos a entrar, así que deja de quejarte.
—¿Qué forma es esa de hablarle a un estimado compañero? Debo… —La
voz se calló; había puesto un pie en la casa silenciosa—. Oh…
Bajé la mirada hacia el fantasma. El rostro se congeló en cuanto crucé el
umbral. Un músculo traslúcido en su mejilla se retorció. Sus ojos eran como
dos platillos rebosantes de angustia.
—¿Cómo que «oh»?
Parpadeó dos veces y el rostro volvió a moverse. Me miró.
—Nada. Por un momento pensé que había sentido… Pero, oye, me
equivocaba. Es algo que nos suele pasar a las calaveras malvadas y mohosas.
Olvídalo.
Su tono no era muy convincente. Le habría hecho más preguntas al
fantasma, pero vi que Kipps se acercaba por el pasillo. Me llevé la mochila al
hombro, respiré hondo y absorbí las primeras impresiones de la casa.
Estaba en un recibidor diminuto, donde una escalera se alzaba a la
izquierda. Como en el salón, la alfombra estaba raída y amarillenta, y las
paredes estaban decoradas con un estampado feo y pasado de moda de
cuadrados cremas y marrones. Al final del pasillo, una puerta con paneles de
hoja de vidrio conducía a la cocina. Lockwood y Holly estaban colocando allí
el segundo círculo de cadenas de hierro. Había otras dos puertas.
Una llevaba al sótano (lo sabía por los planos de George) y otra al salón.
La casa olía a polvo y a humedad, pero a nada peor.
No sabía qué había detectado la calavera, pero mis sentidos no captaron
nada.
—Qué recibidor más sombrío y viejo —dije.
George acababa de adelantarme con una bolsa pesada.
—Sí. Aquí encontraron los huesos del muslo, metidos en el paragüero.
Estamos colocando todo. ¿Te apetece ayudar o eso no está en tu contrato de
autónoma?
Abrí la boca para responder y luego la cerré. Tenía razón. Fui a por mis
bolsas y empecé.
Debo dejar claro que seguimos las recomendaciones al pie de la letra. Las
defensas ya estaban colocadas minutos después de llegar. Teníamos un
círculo en la cocina y otro en el rellano, y ambos contaban con suficiente sal y
hierro. Encendimos velas en todas las habitaciones y colocamos velas vigía en
las escaleras. Lo hicimos bien y con eficiencia; Kipps no se quejó demasiado
y Holly parecía mucho más cómoda con el trabajo de campo que la última vez

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que la había visto. En cuanto a mí, descubrí que trabajar con los demás era
más fácil que hablar con ellos y no tardé en seguir mis antiguas costumbres.
Lockwood y yo no hablamos demasiado. No pasaba nada. Me quería por mi
don, no por mi conversación.
Cuando todo estuvo listo y la luz del día casi había desaparecido, nos
separamos por la casa para analizar las anomalías y acostumbrarnos a la
atmósfera de la vivienda. La excepción fue Kipps, que se sentó con las
piernas cruzadas en la cocina, bebiendo una taza de chocolate caliente y
leyendo el periódico. No tenía el don necesario para encargarse de la
exploración psíquica.
Lo primero que debo decir es que la casa de Guppy era pequeña. En la
planta principal había cuatro habitaciones (el recibidor, el salón, el comedor y
la cocina), mientras que en el piso de arriba había un descansillo largo y
estrecho con dos dormitorios en los extremos opuestos y un baño en el medio.
Bajo las escaleras, un empinado tramo de peldaños de ladrillo guiaba hacia el
sótano de hormigón. En el ático, que no tenía tablones en el suelo, no había
nada. Era una construcción relativamente moderna, con paredes muy finas y
ventanas con doble cristal. Se habían llevado todos los muebles y no quedaba
decoración alguna. No escondía secretos obvios y, psíquicamente hablando,
permanecía en silencio. George aparecía en todas las habitaciones como un
agente inmobiliario siniestro, contando cotilleos macabros sobre las partes del
cuerpo que se habían encontrado allí. Pero, incluso con todos esos detalles, el
lugar estaba extrañamente vacío.
A pesar de la historia de la casa, era difícil no sentirnos seguros mientras
nos adentrábamos en ella. Éramos cinco e íbamos totalmente armados en una
casa de nueve estancias. No dejábamos de chocar los unos con los otros
cuando subíamos y bajábamos la escalera. Ninguno estaba a más de unos
segundos de distancia del resto o de uno de los dos círculos. Todo era bastante
tranquilizador.
Pero el sol todavía no se había ocultado del todo.
Me interesaba la cocina. Dado lo que había ocurrido allí, parecía probable
que fuera el foco de las energías sobrenaturales. Me quedé ahí un rato,
escuchando y mirando la decoración antigua y las encimeras de madera
rayada con muebles de color mostaza debajo. Unas estrechas patas sujetaban
un fregadero metálico, oscuro y manchado bajo la amplia ventana.
Las paredes estaban empapeladas con flores marrones y naranjas, y el
suelo estaba cubierto de linóleo marrón. Podía verse la zona que habían
levantado los policías en busca de pruebas en el pasado. Habían vaciado una

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despensa en una esquina y los estantes estaban marcados con los círculos que
habían dejado las latas y los frascos. Había tres puertas de salida que daban al
recibidor, al jardín y al comedor, que era un espacio pequeño y cuadrado que
solo conectaba con la cocina.
Me concentré. Había muchos sonidos tenues: el crujido del periódico de
Kipps, los pasos de Holly hacia el sótano y las pisadas de Lockwood en el
piso de arriba. Y también detecté otros ruidos furtivos que no estaban
relacionados con el plano, físico, sino atrapados en el tiempo, fuera de lugar.
—¿Oyes eso? —pregunté.
Kipps estaba en el círculo de hierro, recostado sobre un saco de sal.
Sacudió la cabeza.
Eso es lo que pasa con la percepción. A menudo, incluso cuando estaba
con gente, estaba sola. Estaba acostumbrada. Ahora trabajaba por mi cuenta.
Cerré los ojos y me concentré en los sonidos que no deberían estar allí.
—Veo que has vuelto —dijo Kipps de repente—. No podías alejarte.
Abrí los ojos y le miré.
—No he «vuelto», como dices. Solo estoy ayudando a Lockwood hoy.
—¿Y cuál es la diferencia?
—Ahora cobra más. —Una sombra apareció junto a la puerta del
recibidor. George se asomó—. Si has terminado con el análisis, Lockwood
quiere que nos reunamos en el salón.
—Vale —contesté. George desapareció. Le oí en el recibidor llamando a
Holly—. Sí, ahora soy autónoma —seguí—. Lo cierto es, Kipps, que prefiero
esta libertad. Puedo trabajar donde quiera y con quien quiera. No estoy atada.
Es una vida mejor, más noble y más simple.
Esbocé una sonrisa amable y sencilla.
—¿Ese es el motivo? —Kipps se encogió de hombros—. Pensé que
básicamente habías salido por patas cuando apareció Holly Munro. Pero qué
voy a saber yo. ¿Crees que este círculo es seguro? ¿Necesitamos otra cadena?
—Sí, lo es, y no, no hace falta. Voy al salón.
Me dirigí a la puerta. Di por terminado el análisis. Era demasiado
temprano y ya no me apetecía.
Tras la gran ventana principal, la luz casi había desaparecido. El seto de
laurel junto a la carretera era una barra negra, una masa deforme que se erguía
para rodearnos. Las rayas marrones de la pared también se habían oscurecido.
Bajo la luz parpadeante de las velas parecían sólidas, como si estuviéramos
dentro de una jaula. Lockwood y George estaban allí, susurrando. Nos
saludaron a Kipps y a mí con un gesto de la cabeza cuando entramos.

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—Bien —dijo Lockwood—. A ver qué pensáis. ¿Dónde está Holly?
—Creo que abajo en el sótano —contesté.
—La he llamado a gritos —dijo George. Luego se fue.
—¿Cómo lo llevas, Kipps? —preguntó Lockwood—. No debe de ser fácil
estar aquí.
Quill Kipps encogió los hombros huesudos.
—Me quedaré cerca de las cadenas. No es lo que suele aguantar un
supervisor, pero ya me he acostumbrado. No creo que Penelope Fittes me
tenga mucho aprecio. Desde que trabajamos juntos en el caso de Aickmere
me han asignado encargos del montón, como el de las aguas residuales de
Rotherhithe, el caso del matadero de Dagenham y ahora estar con vosotros.
—Pensé que te habían ascendido después de lo de los grandes almacenes
—dijo Lockwood.
—Tuvieron que hacerlo porque fue una victoria muy popular, pero ya no
se fían de mí. Vieron que era demasiado independiente. Pero bueno, ¿qué más
os da?
La puerta se abrió. Holly y George entraron.
—Perdonad —se disculpó ella—. ¿Me habíais llamado?
—No pasa nada. —Lockwood sacó un paquete de galletas y las repartió
entre todos—. Vale, pues ya hemos hecho un primer reconocimiento. ¿Qué
pensáis?
Para mi sorpresa, Holly había cogido una galleta.
—Es un sitio horrible.
Asentí.
—Es lo que nos esperábamos. En todas las habitaciones hay anomalías
psíquicas. Por ahora son muy tenues, pero me han revuelto el estómago.
—Eso podría ser por el papel pintado —comentó Lockwood—. Es como
si hubieran cogido toda la pintura marrón de Londres y la hubieran usado
aquí. ¿Has captado algún sonido, Lucy? La casa es famosa por eso.
—Algún revuelo, pero nada claro. Espera a que anochezca y te diré.
—Mientras tanto, he tomado la temperatura de todas las habitaciones —
dijo George—. Los sitios más fríos son el sótano, sobre todo un rincón cerca
del fondo de las escaleras, y la cocina. También es lo que esperábamos. Allí
es donde los forenses encontraron la mayoría de las manchas de sangre y
algunos trozos deliciosos que nuestro amigo Guppy no pudo probar.
—Para —le pidió Holly.
—Por lo demás, todavía no hay nada espectral —siguió George—. Me
había parecido ver un esqueleto en la cocina, pero resultó ser Kipps.

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El aludido puso los ojos en blanco.
—Venga ya, George. ¿Alguien tiene vendas? Me he roto las costillas de
tanto reírme.
—Oye, ¿los observadores pueden hablar? —preguntó George—. ¿No
tienes que guardártelo todo para cuando vuelvas corriendo a Fittes?
—Vale, vale —interrumpió Lockwood—. Ya basta. ¿Kipps?
—No es un sitio bonito. Pero eso ya lo sabíamos.
—¿Qué opinas tú, Holly? ¿Algo?
Parecía incómoda.
—No dejo de pensar que me están observando. Como si hubiera algo tras
de mí.
—Yo también tengo esa sensación —coincidí—. ¿Dónde lo notas más?
—No me gusta estar de espaldas al centro de la habitación… en ninguna
de las estancias.
—Bueno, el brillo mortal está en el sótano —dijo Lockwood—. Allí es
donde se produjo el asesinato. Guppy debió de llevar al tipo hasta abajo.
Quizá algunos debamos centrarnos en esa parte. Se me ha ocurrido que
podríamos colocarnos en varias habitaciones y cambiar de puesto de vez en
cuando. Lucy, ¿qué te vendría bien?
—Yo necesito estar en movimiento y seguir todo lo que oiga.
—Vale, está bien. Pero primero tengo algo que enseñaros. Venid
conmigo.
Nos guio hacia el recibidor. Ahora que había anochecido, el farol del
porche se veía perfectamente a través de los paneles de cristal de la puerta.
Las velas vigía brillaban en las escaleras.
Lockwood se dirigió a la mitad del pasillo. Señaló el papel de pared de la
derecha, a la altura de la cintura.
—¿Qué creéis que es? —Había un rasguño negro sobre el estampado,
donde una línea fina había desgastado el papel. Recorría el pasillo,
deteniéndose y comenzando de nuevo. Era una muesca vaga y estrecha—. La
marca de la barriga —explicó Lockwood—. Era tan grande que los costados
le rozaban con la pared conforme andaba. También está en el otro lado, aquí.
La alfombra también tiene las mismas marcas de desgaste. Su paso torpe y
pesado dejó una estela pálida en el medio.
Observamos las líneas de las paredes. Era un pasillo estrecho, pero no tan
estrecho. Me imaginé cómo sería un estómago que chocara con ambos lados.
—Y hay algo más.

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Lockwood sacó la linterna de su cinturón, la encendió y se movió sin
hacer ruido hasta la puerta de la cocina. La luz suave y blanca iluminó los
paneles de vidrio sucio que cubrían casi toda la puerta. Al principio me costó
descifrar las marcas del cristal, puesto que era muy antiguo y grande. Pero
cuando mi cerebro se acostumbró al patrón, me di cuenta de lo que eran.
—Huellas de manos —dijo Lockwood—. Manos grasientas, que usó para
empujar la puerta y abrirla. Y mirad el tamaño que tienen.
Lo hicimos, en silencio. Él levantó su mano estrecha y de dedos largos. La
marca espectral que había debajo era el doble de ancha y más larga.

El anochecer dio paso a la oscuridad. En la calle, una farola solitaria se


encendió. Dentro del número siete, todas las estancias tenían una vela o un
farol. Nos comimos los sándwiches, nos bebimos el té y nos dividimos para
vigilar. En la primera parte de la noche, Lockwood se encargaría del sótano,
George de la planta baja y Kipps del piso de arriba. Holly se movería entre
todas esas zonas cada cierto tiempo para comprobar que todos estábamos
bien. Yo también me mantendría en movimiento y seguiría los sonidos que
pudiera detectar. Parecía una buena estrategia. Era una casa pequeña y no
dejaríamos de hablar entre todos. Nadie se quedaría demasiado apartado.
Yo empecé en el sótano, un lugar frío y horrible. No era más que un
cuadrado de hormigón irregular rodeado de paredes de ladrillo desnudas. Se
veía la zona en la que los investigadores habían levantado parte del suelo
hacía treinta años. Lockwood se había colocado allí, apoyado contra la pared
y envuelto en su abrigo largo dentro del círculo de velas. Me sonrió cuando
me alejé y yo le devolví la sonrisa. A los dos nos invadía la emoción de la
investigación. Era el momento en el que había menos tensión entre nosotros.
George estaba en el comedor, toqueteando una especie de instrumento
pequeño que parecía una campana plateada suspendida en una estructura de
alambre. Me saludó con una inclinación de cabeza cuando me reuní con él,
pero no dijo nada. Ambos seguimos con nuestras tareas.
Por extraño que pareciera, Holly Munro era la que estaba más animada de
todos y a la que menos le afectaba la dinámica tensa del equipo. Más tarde
pasó a mi lado en el pasillo mientras yo escuchaba. Me sonrió, me ofreció un
chicle y continuó.
Arriba, el largo descansillo imitaba la planta inferior. Kipps se encontraba
en el círculo de cadenas cerca del último escalón, flaco como un buitre e

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iluminado por el anillo de velas. El dormitorio que tenía detrás parecía hueco
bajo el brillo de las farolas de la calle.
Escuché… De allí provenía un leve chasquido que no podía identificar.
Clic, clic, clic… Se desvaneció.
Alumbré el baño con la antorcha cuando recorrí el descansillo. El lavabo,
la bañera y el retrete estaban cubiertos de polvo. Se veían huellas en el suelo,
justo donde los agentes (incluidos nosotros) habían pisado. El retrete estaba
seco y vacío, y tenía costras de cal. Pasé al dormitorio del fondo y miré hacia
el jardín negro mate. En otro rincón de la casa sonó un golpe seco que hizo
que los tablones saltaran. No se repitió. Podría haber sido alguno de mis
compañeros, o no.
Comprobé el reloj. Iban a dar las nueve.
Terminé el recorrido por los dormitorios y volví al descansillo. Kipps
seguía allí, con la mano lista en el estoque. Entonces volví a pensar en lo duro
que debía de ser para él estar allí esperando sin ver nada, sordo e indefenso
tras haber perdido su don hacía mucho.
—Aún nada —dije.
—Bien. Que siga así.
Bajé las escaleras. La luz del farol encendido en el porche atravesaba el
cristal de la puerta de la entrada y difuminaba el recibidor. Vi el resplandor de
las velas del salón por debajo de la puerta cerrada. Las velas vigía
parpadeaban en las escaleras, pero no irradiaban un fulgor intenso. Un poco
más abajo, escuché en la oscuridad y pasé los dedos por el papel pintado. Oí
el crujido de los peldaños de madera cuando me detuve sobre ellos, oí a Kipps
tosiendo en el rellano, una puerta cerrándose en la calle y a George silbando
suavemente en la cocina.
Sonidos inofensivos. ¿Y por qué se me habían erizado los pelos de la
parte posterior del brazo?
Tuve un pensamiento inquieto.
—Kipps, ¿dónde estás? —le llamé.
—Justo encima, donde me viste la última vez.
—¿Lockwood?
—En la escalera del sótano. ¿Va todo bien?
—¿Dónde está Holly? ¿Ella también está allí?
—Está aquí, detrás de mí.
Miré hacia la cocina, donde el suave silbido seguía sonando.
—George, dime dónde estás —le llamé.
La puerta del salón se abrió a mis pies y una figura asomó la cabeza.

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—Aquí mismo. Estoy con el análisis. ¿Por qué?
No respondí, pero estiré el cuello por encima de la barandilla y observé la
puerta de la cocina. Pensé que tendría que poder ver las luces de las velas de
la cocina a través del cristal, pero el vidrio estaba completamente negro. El
silbido persistía, suave y ronco. Luego llegaron los cortes rítmicos, hechos
por un cuchillo que golpeaba una tabla de madera. Aquello me avisó de que
alguien estaba trabajando en la cocina.

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N adie más había oído nada, ni el silbido desentonado ni el sonido del


cuchillo diligente. La calavera de la mochila debía de haberlo notado
también, claro, pero el fantasma seguía enfadado conmigo. Intenté
animarle, pero se negó a responder mis preguntas susurradas.
Nos reunimos en silencio en el recibidor. Lockwood permaneció junto a la
puerta con la oreja pegada al cristal y el estoque alzado. Incluso tan cerca, el
vidrio era negro. Hubiera lo que hubiera allí, absorbía toda la luz y no dejaba
ver nada.
—Todavía lo oigo —dije.
Los cortes se detenían cada cierto tiempo, como si el cuchillo estuviera
atravesando algo especialmente duro, pero siempre volvía.
Los ojos de Lockwood se encontraron con los míos.
—Entonces veamos quién ha venido.
Puso la mano en el pomo, lo giró y entró corriendo. Cuando lo hizo, los
sonidos desaparecieron. Yo estaba a su lado empuñando una bomba de sal, y
George y Kipps nos cubrían las espaldas. Nos detuvimos y analizamos la
cocina vacía, donde la luz de la luna iluminaba las afiladas sombras de los
cipreses sobre las encimeras y las velas tintineaban con suavidad alrededor
del círculo del suelo de linóleo roto.
—Nada —jadeó Kipps.
Yo estaba aguantando la respiración y me obligué a soltar el aire.
—El sonido ha parado en cuanto hemos entrado.

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Lockwood me tocó el brazo.
—Está jugando con nosotros, que es lo que cabría esperar.
—Nada —repitió Kipps con la voz entrecortada. Me miró.
—Sí que lo he oído —bramé.
La inesperada tranquilidad que habíamos sentido al entrar en la estancia
nos había puesto nerviosos. George no paraba de soltar palabrotas entre
dientes y Holly estaba temblando.
—Nadie está diciendo lo contrario, Luce.
De todos nosotros, el único al que parecía no haberle afectado era a
Lockwood. Permaneció quieto y observó la cocina con los ojos entrecerrados.
Luego guardó el estoque en su cinturón y comprobó el termómetro.
—Hace una temperatura normal —dijo—. No hay fenómenos visuales, al
menos que yo pueda ver.
—Olvidas la puerta de cristal —señalé—. Hace un momento no mostraba
ninguna luz.
—Cierto. —Rebuscó en un bolsillo de su abrigo y sacó una bolsa de papel
llena de chocolatinas—. Que todo el mundo coja dos y saque su termo. Ya es
hora de que tomemos una taza de té.
Nos quedamos allí, bebiendo y tranquilizándonos. Nunca es buena idea
dejar que tus emociones te traicionen en una casa encantada. Los fantasmas se
alimentan de ellas y obtienen más poder.
—Bueno, pues son las nueve y tres, y ese ha sido el primer fenómeno —
comentó Lockwood—. Parece que Fittes y Barnes tenían razón: este ser se
manifiesta principalmente a través de los sonidos. Eso significa que Lucy se
llevará la peor parte. Te parece bien, ¿Luce?
Asentí.
—Para eso me has traído.
—Lo sé, pero tienes que estar de acuerdo.
Aunque todavía me latía rápido el corazón, mantuve una voz tranquila y
profesional.
—No me supone ningún problema.
Lockwood inclinó la cabeza lentamente.
—Vale… Pues seguimos como antes. Nos volvemos a encontrar a las
once y media y veremos si alguien sabe dónde podría estar el origen. Quienes
estamos en una habitación concreta podemos cambiar de puesto entonces.
Mientras, nos llamaremos cuando tengamos la más mínima duda sobre algo.
Todo el mundo se marchó; todos menos George y yo. Nos quedamos de
pie en la cocina. Parecía el sitio más obvio en el que centrarse, y George había

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tenido claramente una idea parecida. Abrió una bolsa y sacó el extraño
artilugio pequeño que yo había visto antes: una campana de plata suspendida
en una estructura de madera con una red de alambres finos. Con extremo
cuidado, los codos hacia afuera y los dedos separados clínicamente, lo colocó
en la encimera, bajo un haz de luz lunar. Luego se apartó para observarlo.
No pude aguantarlo más.
—George, ¿qué es eso?
Distraído se pasó una mano por la mata de pelo rubio.
—Un SDPP. Sistema de Detección Psíquica Precoz. Es un artículo nuevo
del Instituto Rotwell. La mitad de los alambres de zinc son normales y la otra
mitad están revestidos con seda de araña, que reacciona con bastante
precisión al material espectral. El movimiento diferencial entre ambos altera
el equilibrio de la barra central, que… —Me miró y se encogió de hombros
—. Básicamente, tiene que sonar antes de que aparezca el fantasma.
—¿Y funciona?
—No sabría decirte. Es la primera vez que lo pruebo.
—¿Crees que es más sensible que nuestros dones?
—No lo sé. Quizá sea mejor que los míos. Y quizá no tan bueno como los
tuyos. —Su voz sonaba plana. Se dio la vuelta para analizar el círculo del
centro de la sala—. Creo que deberíamos reforzar las defensas aquí. No sé por
qué, pero tengo una corazonada. ¿Podrías pasarme esas cadenas?
—Claro. —Lo hice—. George, que sepas que estoy muy contenta de que
volvamos a trabajar todos juntos.
Se hizo el silencio.
—¿De verdad? —preguntó—. Me sorprende.
Solté las cadenas haciendo ruido. No levanté la mirada. Sentí que me
estaba observando.
—¿Y por qué no iba a estarlo?
No respondió enseguida, sino que se agachó para ajustar las cadenas y
tirar de ellas hasta formar un círculo que rodeara la circunferencia actual. Lo
hizo con mucha precisión y cuidado, como se enfrentaba a las tareas
importantes, y creó una pared de doble grosor.
—Bueno —dijo al cabo de un rato—, pues porque está Holly.
—¡Tú también no! —dejé escapar un grito de rabia—. Se lo digo a todo el
mundo. No me fui por ella. ¿No nos has visto antes? ¿No nos viste charlando
en la cafetería? Sonreímos, nos reímos y todo.
—Solo porque consiguierais mantener una conversación fugaz sin
estrangularos con las manos no significa que seáis amigas del alma —

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respondió George. Se quitó las gafas y las limpió cuidadosamente con el
jersey—. Creo que deberíamos añadir también unas velas vigía. ¿Tienes
alguna a mano?
—En la bolsa de plástico de Mullet e Hijos. —La encontré, recogí algunas
y le tiré la bolsa—. De hecho, ahora nos llevamos bien —insistí—. Holly y yo
somos uña y carne.
George hizo un gesto con la cabeza.
—Seguro que sí. Una uña ensangrentada y en carne viva.
Me pasó una caja de cerillas.
—Eso fue antes del poltergeist —dije con frialdad—. Después arreglamos
las cosas.
—Lo del poltergeist fue tu forma de arreglar las cosas —repuso George, y
tenía algo de razón—. Te fuiste porque estabas muy enfadada con ella.
—No. Me fui porque perdí el control de mis dones —contesté—. Porque
invoqué a los fantasmas y os puse en peligro a todos. No podía volver a
enfrentarme a eso. —Encendí algunas velas y me aparté—. Pero, bueno, estoy
aquí esta noche.
El rostro de George no mostraba ninguna expresión.
—Ah, sí. Es verdad. Estoy superagradecido, como podrás… —Se detuvo
y me miró—. ¿Qué pasa ahora?
Había levantado una mano para pedirle que se callara. Unos pies pesados
caminaban lentamente en el piso de arriba. El techo vibraba con cada impacto
y la lámpara (una bombilla sin pantalla) se mecía de un lado a otro. Oí el
crujido de una puerta. Luego el silencio.
Miré a George.
—¿Has oído eso? ¿Ves la lámpara?
—La he visto moverse, pero no he oído nada. ¿Qué era?
—Pisadas. En el dormitorio de atrás. ¿Crees que Kipps estará dando
vueltas?
—Qué va. Estará a salvo en su círculo.
—Eso pienso yo también. Deberíamos subir y echar un vistazo.
George se ajustó las gafas, nervioso.
—Sí…, deberíamos.
—Pues vamos.
Atravesamos rápidamente el pasillo estrecho que conducía a las escaleras,
giramos y subimos los peldaños de dos en dos hasta que llegamos al
descansillo. Kipps, sentado con el estoque en las rodillas, enarcó las cejas
cuando pasamos a su lado, pero no nos detuvimos. El pasillo estaba oscuro y

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en silencio. La puerta del fondo estaba abierta y revelaba un atisbo del
dormitorio trasero, cuya silueta estaba suavemente delineada por la luz de la
luna. Nos movimos velozmente hacia allí, sin hacer ruido. Cuando
alcanzamos la mitad volví a oír el chasquido. Clic, clic, clic. Tres chasquidos,
una pausa y luego una repetición de todo lo anterior. Era un ruido suave,
nítido y nacarado, profundo y extrañamente familiar. Era imposible saber de
dónde venía.
Alumbré el baño con la linterna al pasar junto a él. La luz se movió por el
suelo de madera y me pareció ver a alguien tumbado en la bañera. Levanté la
mano; la sombra hinchada menguó y desapareció a la vez que la linterna
subió. No, estaba vacía. Solo era un espacio hueco lleno de polvo y telarañas.
Mi mente y la luz me habían jugado una mala pasada.
George me había adelantado y se dirigía al dormitorio. De repente se
irguió y puso una mueca de dolor.
—¡Oh! ¡Ah!
En un segundo, yo tenía el estoque en la mano y estaba a su lado.
—¿Qué pasa?
—He pisado un rincón gélido. Me ha atravesado el frío. —Rebuscó en el
cinturón y observó el termómetro—. Ha sido muy rápido… Ah, dolía mucho.
Ahora ha desaparecido.
—¿Estás bien?
—Sí, solo que no me lo esperaba. La temperatura ya ha vuelto a la
normalidad.
El dormitorio también estaba en silencio, aunque la puerta de un armario
parecía haberse abierto sola desde la última vez que habíamos estado ahí. El
chasquido ya no sonaba. Ninguno de los dos detectó nada fuera de lo común.
—Lockwood tenía razón —dijo George—. Esta cosa está jugando con
nosotros, sobre todo con sonidos. —Miró al pasillo y saludó a Kipps con la
mano, que nos observaba—. ¿No te has traído a esa horrible calavera? ¿Qué
tiene que decir? Antes siempre estaba opinando.
—Esta noche no logro que hable —respondí—. Está de mal humor. No
puede creerse que vuelva a trabajar con la agencia Lockwood.
—Tiene celos —apuntó George—. Actúa como un enamorado al que le
han dado calabazas. Seguramente se pensaría que estaría solo contigo. Eres lo
único que le ata al mundo de los vivos. Pero todos tenemos nuestros
problemas. Vale, voy a poner otro SDPP en el salón. Deberías animar a la
calavera a que hable. Este sitio me pone los pelos de punta y no tengo ni idea
de qué podría ser el origen.

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Yo tampoco. Ninguno lo sabía, y la presión de la ignorancia me pesaba
mucho. Continuamos con la vigilancia y el repertorio de sonidos que había
detectado en la casa empezó a multiplicarse a un ritmo constante. Volví a oír
las pisadas un par de veces retumbando en el suelo de la planta superior,
siempre cuando yo estaba abajo. Eran unos pasos extraños, esquivos y fuertes,
bruscos y lentos al mismo tiempo, los mismos que podrían haber hecho unos
pies hinchados con unas zapatillas sueltas. Dos veces oí el fragmento de una
respiración entrecortada y pesada, una cuando estuve en el sótano y otra en el
salón. Era como si una persona muy grande se moviera con dificultad. Y,
cuando estaba en el pasillo, oí un raspado suave y continuo, como el que
podría haber hecho una carne deforme recubierta por una tela al rozar la
pared. Cualquiera de esos ruidos habría podido inquietarme, pero que sonaran
a la vez y que nadie más pudiera oírlos sí que empezó a afectarme.
En cuanto a las casas encantadas se refiere, esta era una ruidosa. Entendía
por qué Penelope Fittes había querido que viniera.
Penelope Fittes. No Lockwood. Cada vez que pensaba en eso me invadía
la rabia. En los últimos meses había aprendido a sofocar el enfado en lugares
peligrosos. Y, a mi parecer, el rincón más peligroso de la casa era la cocina de
colores madera y mostaza. Quería analizarla en profundidad y conectar con lo
que había ocurrido allí. No sería algo agradable, pero era la estrategia más
rápida para comprender el foco de una aparición. Dejaría a un lado los
pensamientos, me centraría en el trabajo y me iría a casa.
Dieron las once y media y volvimos a reunirnos en el salón. Para los
demás habían sido unas horas tranquilas, en las que su vigilancia solo se había
visto perturbada por un ligero malestar y miedo atroz. Les hablé de lo que
había experimentado y Lockwood volvió a hacerme muchas preguntas para
comprobar si seguía tranquila. Volví a confirmárselo. Después, todos
cambiaron de rol: George fue al sótano y Holly a la planta baja, mientras que
Lockwood sería el agente itinerante y uniría a todos a medianoche. Yo volvía
la cocina.
Cuando entré, me pareció oír un escueto fragmento de silbido, seguido de
tres chasquidos rápidos. Y nada más.
—¿Calavera? —dije—. ¿Has oído eso?
No hubo respuesta. Ya había tenido bastante. Saqué el frasco de la
mochila. El rostro del fantasma flotaba dentro del icor verde. Todavía
mostraba una expresión arrogante. Le observé y, poco a poco, se giró
alejándose de mí con movimientos premeditados. Dejé el frasco en el suelo,
junto a las cadenas, y lo rodeé hasta ver el rostro.

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—¿No lo has oído? —pregunté—. Los fenómenos son cada vez más
intensos. ¿Qué opinas?
El fantasma dejó de dar vueltas. Miró a su alrededor, como si no
comprendiera nada y acabara de percatarse de mi presencia.
—Ah, ¿ahora me hablas?
—Pues sí. Hay algo aquí y siento el peligro de muerte. Me preguntaba si
tenías alguna opinión al respecto.
El fantasma adoptó una expresión de indiferencia total. Se le dilataron las
fosas nasales y oí un bufido despectivo.
—Como si te importara un rábano lo que yo piense.
Contemplé la cocina iluminada por la luna, silenciosa y aparentemente
inofensiva. En realidad, el mal se cernía sobre ella.
—Querida y vieja calavera, sí me importa y te lo pregunto como…
como…
—Detecto duda —dijo la calavera—. ¿Como mi amiga?
Fruncí el ceño.
—Bueno, no. Obviamente no.
—¿Y como mi respetada compañera?
—Eso también sería pasarse. No. Te lo pido como alguien que de verdad
valora tu opinión, a pesar de tu naturaleza malvada, tu carácter despiadado y
mi buen juicio.
El rostro me miró.
—Ah, vale… Veo que te has decantado por la sinceridad simple en lugar
de los halagos empalagosos. ¿Correcto?
—Sí.
—Pues mete tu trasero en un cubo de agua hirviendo. Con eso no basta.
No me vas a sacar ni una palabra.
Solté un grito enfurecido.
—¡Eres un cascarrabias! George me ha dicho que estabas celoso y estoy
empezando a pensar que tiene razón.
Me agaché y cerré la palanca.
Entonces oí un sonido suave y efervescente. Un traqueteo y un chasquido.
Me di la vuelta.
Había un hornillo blanco y negro en una esquina de la cocina. Estaba
oscuro y la llama llevaba sin encenderse treinta años. Sin embargo, algo se
movía encima y se agitaba en el fuego polvoriento.
Era una cacerola, una grande. Di un paso lento hacia allí. La olla se
sacudía y temblaba enérgicamente. Lo que fuera que hubiera dentro estaba a

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punto de hervir. El agua burbujeaba y salpicaba. Un círculo de burbujas
pequeñas se apiñó sobre el borde grasiento.
No quería mirar, pero tenía que verlo. Tenía que ver lo que se estaba
haciendo en la olla.
Comencé a caminar. Atravesé la cocina poco a poco, muy despacio. La
luna iluminaba el borde de la cacerola, pero el interior estaba a oscuras. Había
algo redondo dentro; las burbujas lo coronaban y lo envolvían. El aire caliente
y húmedo transportaba un fuerte aroma a carne.
Cada vez más cerca. La cacerola traqueteaba sin parar. Saqué la linterna
de mi cinturón y alumbré el hornillo…
—¡Lucy!
—¡Ah!
Me di la vuelta de inmediato y la luz iluminó la cara de Lockwood.
Él jadeó y alzó el brazo para bloquear la luz con el puño.
—¿Qué estás haciendo, Luce? Baja esa linterna.
—¿Que qué estoy haciendo? ¿No ves la…?
Me giré, levanté la linterna y alumbré la lejanía. Pero el hornillo estaba
vacío. La cacerola había desaparecido, y el aire estaba limpio y en silencio.
La luz de la luna atravesaba la ventana. Apagué la linterna y la aparté.
Lockwood se había colocado entre el hornillo y yo.
—¿Qué has visto?
—Algo cocinándose —respondí—. Algo cocinándose en el hornillo. Ya
no está.
Se echó el pelo hacia atrás y me miró con el ceño fruncido.
—Te he visto la cara. Estabas fascinada. Te había atrapado. Estaba
llamando tu atención.
—No me había atrapado. Solo quería ver…
—Exacto. He visto esa mirada antes. Tú captas todos los fenómenos,
Lucy. Nadie más ha detectado nada. Estoy preocupado. Quizá deberíamos
dejarlo.
Le miré. De repente me sentía molesta.
—Por eso he venido, Lockwood —repliqué—. Capto cosas y busco lo que
las provoca. Solo tienes que confiar en mí.
—Pues claro que confío en ti. —Me sostuvo la mirada—. Pero sigue
preocupándome.
—Pues no hay nada de lo que preocuparse. —Miré hacia otro lado. La
campana de George estaba sobre la encimera, brillante bajo la luz de la noche.
Era un objeto inútil. Habíamos tenido a un fantasma a unos metros y no había

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hecho nada—. Puedo apañármelas con todo —dije—. Deberías saberlo. Si es
que de verdad quieres que esté aquí.
—Por supuesto que sí —respondió Lockwood tras una pausa—. Te pedí
que vinieras, ¿no?
—Sí, me lo pediste. Pero fue Penelope Fittes la que quiso que participara
en el caso, y esa es la diferencia.
—Lucy, ¿qué diantres estás…? —preguntó Lockwood, y al instante se
giró en redondo. La puerta que daba al pasillo se había abierto de golpe—.
¡George!
Este se precipitó hacia delante con las gafas torcidas y los ojos
desorbitados.
—¡Lucy, Lockwood, tenéis que venir a ver esto! ¡Rápido! En el sótano.
Le empujamos hacia el pasillo, donde la entrada al sótano estaba abierta
de par en par. Lockwood alumbró los peldaños empinados con la linterna. La
luz formó un óvalo amarillo sobre el suelo de hormigón.
—¿Qué es? ¿Dónde?
—¡Huesos! Huesos y… trozos. ¡Todos tirados y revueltos al final de las
escaleras!
Observamos el hormigón áspero, desnudo y vado.
—¿Dónde?
George gesticuló con fuerza.
—Pues claro que han desaparecido. ¿Qué esperaba? ¡Habría sido
demasiado pedir que no se desvanecieran mientras iba a por vosotros!
—Quizá no han desaparecido —sugerí—. Lockwood, tu visión es mejor
que la nuestra. Si bajas…
Un grito estridente retumbó en la casa. Era Holly. Lockwood, George y yo
nos miramos, atravesamos la cocina corriendo y llegamos al pequeño
comedor. Allí estaba Holly, elegantemente alterada y con la mirada perdida
delante de la ventana.
Teníamos los estoques listos.
—¿Solomon Guppy?
Holly sacudió la cabeza. La luna le iluminaba el rostro pálido.
—No.
—¿Y qué es lo que has visto?
—Nada. Solo una mesa. Pero encima…
—¿Sí?
—Estaba demasiado oscuro para verlo bien. Había platos… y cubiertos.
—Se encogió de hombros—. Una especie de asado.

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—Puaj —dijo George—. Yo creo que acabo de ver las sobras en el
sótano.
—¿Queréis saber qué es lo peor? —La voz de Holly no era más que un
hilo. Se aclaró la garganta y habló con más tranquilidad—. Había una
servilleta pequeña y perfectamente doblada al lado del plato. No sé por qué,
pero ese detalle… me ha impactado mucho. Solo ha sido una imagen
instantánea y ha durado un milisegundo. Luego ha desaparecido.
—El problema de estas instantáneas es que no podemos atravesarlas con
una espada —dijo George, enfadado—. No nos dan pistas acerca de dónde
podría estar el origen… ¿Lucy? —me había quedado inmóvil—. ¿Luce? ¿Qué
pasa? ¿Le oyes otra vez?
Los tres estaban a mi lado, en la penumbra del comedor, esperando a que
dijese algo.
—No a él exactamente —respondí despacio—, pero sí. Sí, le oigo.
El crujido de la madera hundiéndose había emergido entre las sombras.
Lo había provocado alguien grande al dejar caer su peso sobre una silla.
—¿Está aquí? —murmuró George.
Sacudí la cabeza.
—Solo son sonidos, ecos del pasado… —Aun así, el corazón me iba a mil
por hora, estaba mareada y me pesaban las piernas. El miedo nos aprisionaba.
Ahora oía un sonido familiar, muy cortés y delicado. El sonido de un cuchillo
y un tenedor al tocar la vajilla de porcelana—. Creo que le oigo comer.
Alguien tosió en la negrura. Alguien se relamió los labios.
—¿Podemos salir un segundo? —pregunté—. Necesito que me dé el aire.
—Me parece bien —contestó Lockwood—. Hace calor aquí, ¿no?
Nadie quería quedarse. Los cuatro nos apresuramos hacia la puerta. En ese
momento, un terrible grito de dolor y pánico atravesó la casa. Era el grito de
un hombre asesinado o de alguien muerto de miedo. Alguien me agarró del
brazo. No sé si fue George o Holly.
—Oh, no… —murmuré—. Kipps…
Lockwood salió de la habitación en un abrir y cerrar de ojos, seguido por
el vaivén de su abrigo largo.
—Holly, tú espera aquí. Lucy…
—De eso nada. Voy contigo.
Lockwood, George y yo corrimos por la cocina. Cruzamos el pasillo,
dejamos atrás la puerta del sótano y giramos a los pies de las escaleras. La
casa estaba sumida en un silencio mortal. Subimos los escalones de tres en
tres y llegamos al rellano.

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Allí estaba Kipps, sentado plácidamente en el círculo de hierro, leyendo
una novela e iluminado por el anillo de velas. Tenía un paquete de galletas
abierto sobre una rodilla y un termo de café en la otra. Apoyaba la cabeza en
una mano. Parecía hastiado, pero su aburrimiento se transformó en asombro
en cuanto nos detuvimos frente a él.
—¿Qué queréis ahora, idiotas?
No había oído nada.

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H acía frío en el porche delantero y la llovizna cubría la noche


londinense. Se oían las gotas golpeteando en los setos y en el camino
de hormigón, y cayendo desde un canalón roto. La ciudad, a
excepción de por aquellos sonidos, estaba tranquila. Estábamos en las horas
muertas y no había vida en el exterior. Frío, lluvia y silencio, la combinación
que pegaba con nosotros en ese momento. Necesitábamos calmarnos.
Uno de los peligros de pasar demasiado tiempo en una casa encantada es
que empiezas a seguir sus patrones y sus reglas. Como las reglas dentro del
edificio siempre son retorcidas y perversas, poco a poco pierdes de vista los
principios que te mantienen a salvo. Habíamos caído en aquella trampa en la
casa de Guppy. Nos habíamos separado con demasiada facilidad y todos nos
habíamos convertido en presas de ataques psíquicos. A Holly, a George y a
mí nos había afectado. Estábamos de los nervios y nos arrimamos en silencio
al farol del porche, masticando chocolatinas y observando la oscuridad. Hasta
ahora, Lockwood y Kipps no habían detectado la presencia del fantasma. Lo
de Kipps podía deberse a que casi no había salido del círculo de hierro o a que
ya no tenía la sensibilidad necesaria para captar manifestaciones sutiles. En
cuanto a Lockwood, quizá era menos vulnerable y el ser había notado su
fuerza. Era difícil saberlo.
Sin duda, ahora parecía bastante relajado.

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—Buen trabajo, Luce —dijo, mirándome a los ojos—. ¿No estás contenta
de estar con nosotros esta noche? Nadie puede decir que la agencia Lockwood
no lo pase bien.
Le di un trago a mi termo. El aire nocturno estaba funcionando. Me sentía
más despejada.
—La mejor noche que he pasado en años —contesté—. ¿Restos humanos
desperdigados y miedo mortal? Es mejor que salir a cenar curry.
Sonrió.
—Lo estás haciendo genial. Si fuéramos solo Holly, George y yo, puede
que hubiéramos visto un par de imágenes, pero nada más. Gracias a ti,
tenemos casi demasiada información.
No pude evitar devolverle la sonrisa. Siempre me gustaba que Lockwood
me elogiara.
—Demasiada y no la suficiente —dije—. He oído a Guppy en la mitad de
las habitaciones de la casa. Le he oído andando, comiendo, silbando e incluso
cortando en la cocina. Holly y George han visto recuerdos secundarios,
también en estancias distintas. Lo único que no hemos visto es al fantasma. Y
no estamos más cerca de encontrar el origen.
Lockwood sacudió la cabeza.
—Yo creo que sí. La mesa, los huesos, la olla en el hornillo… Todo forma
parte de la aparición. Guppy no está en una parte de la casa; él es la casa. No
está encerrado en un rincón pequeño. Está en todas partes. George, nos
contaste que casi nunca salía de la vivienda si podía evitarlo. Está claro que le
obsesionaba este sitio. Puede que muriera hace mucho, pero su espíritu sigue
aquí. Creo que todavía está en la casa.
—¿Y no podría ser el fantasma de la víctima? —preguntó Kipps—.
Gracias a George, sabemos que sus restos acabaron en todas las habitaciones.
Los pies en el salón, las uñas de los pies en la despensa…
—En la despensa estaban los ojos —le corrigió George—. En un frasco.
—Sí, gracias —gruñó Kipps—. No necesito que me recuerdes los detalles.
Lo que quiero decir es que él también podría ser el responsable de todo esto,
¿no? Y os ha parecido oír cómo gritaba…
—Ya —le interrumpí—, pero sigo pensando que es Guppy. Todos los
sonidos están relacionados con su horrible afición. Está recreando la escena
para su propio deleite, y también para asustarnos.
—Entonces, ¿toda la casa es el origen? —murmuró Holly. Estaba
intranquila desde el incidente del comedor—. ¿Eso es posible? Si es así, quizá

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deberíamos quemarlo todo. —Soltó una risita y tragó saliva—. No lo estoy
sugiriendo de verdad, obviamente.
George se ajustó las gafas.
—No lo sé… Ya hemos quemado casas antes.
—Dudo que provocar un incendio premeditado impresione a Fittes o a
Barnes —apuntó Quill Kipps—. Además, habrá un origen más localizado
escondido que sea el corazón psíquico de la aparición. El problema es que
nadie ha podido encontrarlo nunca. Vale, voy a hacer una sugerencia desde
mi papel oficial como observador de la agencia Fittes. En nuestra empresa,
cuando se ha experimentado peligro psíquico y no se sabe qué hacer, la norma
general es retirarse. Retirarse y revalorar. Vivir para luchar otro día.
—¿Te refieres a rendirse? —Lockwood estaba incrédulo; le dio una
palmadita cariñosa a Kipps en el hombro—. Así no actuamos en la agencia
Lockwood.
Kipps se encogió de hombros.
—Pues os seguirá debilitando con pequeños ataques hasta que estéis
demasiado exhaustos para daros cuenta de que os ha petrificado. A menos que
podáis atraer al fantasma y persuadirle para que revele el origen, lo que es
muy poco probable, no veo cómo vais a conseguir nada.
Lockwood chasqueó los dedos. El gesto fue tan repentino que todos nos
sobresaltamos.
—¡Eso es! ¡Eres un genio, Quill! ¡Le atraeremos! Guppy lleva demasiado
tiempo saliéndose con la suya. Luce, tú has experimentado casi todos sus
trucos. Dirías que la cocina es donde se concentran la mayoría de los
fenómenos, ¿verdad?
—Sin duda —respondí.
—Entonces asumamos que esa es la habitación que más le importa. —A
Lockwood le brillaban los ojos—. Me pregunto cómo podríamos molestarle.
Terminaos las bebidas. Es hora de coger las palancas.

Las palancas cortas y ligeras, las preferidas por los ladrones en la época en la
que los criminales normales se atrevían a salir de noche, eran un instrumento
estándar en el equipo de los agentes. Casi siempre se usaban para abrir
paredes o levantar tablones en busca de huesos, pero eran mucho más
versátiles que eso. A lo largo de los años, yo había usado la mía para abrir
cofres empapados, sacar un ataúd de una caja de arena y, como la barra estaba
hecha de hierro, para ensartar a un Tom McSombra en una puerta. Nunca

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había destruido una cocina con una, pero siempre había una primera vez para
todo.
La casa estaba en silencio cuando entramos y nos encaminamos por el
pasillo. Estaba más tranquila que cuando habíamos llegado: no había rastro de
presión psíquica. Incluso la falta de presión no auguraba nada bueno, ya que
sugería que algo se había retirado y nos estaba observando. Llevábamos las
palancas al hombro, excepto Kipps, que había encontrado un mazo oxidado
en el garaje. Dejamos atrás las marcas oscuras del papel de pared y las huellas
de manos en el panel de vidrio. Lockwood cerró la puerta de la cocina. Allí
estaba el rincón pequeño y marrón, con sus muebles de madera, su encimera
agujereada y su fregadero viejo y manchado con grifos feos. La luna se había
movido hacia la fachada delantera de la casa y la cocina estaba más oscura
que antes. La campana de plata de George seguía en la encimera. La colocó
en el alféizar, donde no sufriría ningún daño. Comprobamos de nuevo las
cadenas de hierro del centro de la estancia y encendimos otra vez las velas
que se habían apagado. Holly atenuó el farol. Luego nos reunimos junto a la
encimera. Lockwood metió la palanca en un hueco estrecho entre el tablón y
el armario inferior.
—Empezaremos Kipps y yo —dijo—. Los demás quedaos vigilando.
Hizo fuerza con la palanca.
Lockwood afirmaba que, dado lo que había ocurrido allí, aquello no era
un crimen de verdad. Aun así, se me crisparon los nervios cuando la madera
vieja se resquebrajó. Quizá estuviera podrida. Sin duda, se había separado
fácilmente, con un único crujido que retumbó en toda la sala. Imaginé el
sonido rebotando por el resto de la casa.
Puede que todos nos lo imagináramos, porque nadie se movió durante un
instante. Hasta Lockwood se detuvo con la palanca encajada en la encimera.
Solo había silencio.
Luego se puso a trabajar de nuevo, desgarró el frágil aglomerado y lo
forzó hasta que estalló en una lluvia de astillas. Después de un rato, se apartó
y dejó que Kipps continuara con el mazo. Los cajones se partieron y los
estantes se rompieron como huesos fracturados. Ya se había abierto un gran
agujero a la izquierda del fregadero metálico, y la cocina que había
permanecido intacta durante treinta años había sufrido unos cambios
irreversibles.
Kipps bebió un sorbo de agua. Escuchamos. La casa estaba en silencio.
Reanudó su tarea.

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Mientras el mazo se balanceaba, yo me alejé, fuera de la vista de Kipps.
Palpé la mochila y giré la palanca del frasco sellado.
—Oh, qué tensión —murmuró la voz—. Hasta yo estoy nervioso, y soy
un fantasma. Cinco tontos poniendo todo su empeño en provocar a un
monstruo. ¿Qué haréis si viene?
—Calavera —susurré—, es tu última oportunidad. Hoy has sido un inútil.
Trágate el orgullo y échame una mano o te juro que la próxima vez te dejaré
en casa, debajo de la cama.
Se oyó una risita seca y ahogada.
—¿Conque la próxima vez? Pero no habrá una próxima vez con la
agencia Lockwood, ¿recuerdas? Solo seremos tú y yo, trabajando juntos como
antes. ¡Ese es nuestro futuro, está clarísimo!
—Ah, ¿sí? Yo tengo otro futuro —ladré—. ¿Ves esta palanca? Si no me
ayudas, te haré añicos a ti y al frasco, y enterraré los trozos en el jardín.
La risa se detuvo.
—Te has pasado un poco. —La voz se volvió pensativa—. Lucy, un día te
tendré en mi poder y entonces veremos quién manda. Bueno, ¿qué puedo
decirte que no sepas ya? La criatura infesta la casa. Su esencia se quedó en las
paredes gracias al sudor, a la sangre y a su horrible obsesión. Pasaron los años
y su conciencia viene y va. Lo he sentido cuando hemos entrado, pero luego
se ha retirado. Es perezoso. Está adormilado. Puede que hayas visto sus
sueños.
—Pero ahora… —dije. Paré cuando un increíble esfuerzo de Kipps
rompió un panel de color mostaza y lo lanzó volando por la habitación.
—Enhorabuena. Le habéis despertado y no está contento.
Kipps se estaba poniendo de pie y se limpiaba la frente con una manga.
Lockwood había sacado algunos trozos de aglomerado. Levantó la palanca,
listo para seguir. Alcé una mano.
Lo oí, en la profundidad de la casa.
Clic, clic, clic.
Supe de inmediato lo que era: el repiqueteo de unos dientes.
Clic, clic, clic…
Era una manía que había tenido. Lo hacía mientras se paseaba por la casa,
leía sus libros de recetas y observaba a los vecinos que pasaban por fuera.
Clic, clic, clic… Clic, clic, clic…
Sin perderlos de vista. Y, al final, elegía a uno.
—Tenemos compañía —anuncié.

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Durante un instante, ninguno se movió. Cuatro rostros pálidos me
observaron en la espiral de velas que iluminaba la cocina derruida. A Kipps y
a Lockwood les llegaban los trozos de madera por los tobillos. Estaban
cubiertos de serrín y empapados en sudor. Estaban tan blancos y horribles
como un cadavérico. Holly parecía una novia flotante muy nerviosa. George,
con el pelo enmarañado y las gafas tan brillantes como faros, podría haber
pasado por un espíritu inestable que se manifestaba como un búho.
Observamos y escuchamos.
Señalé hacia arriba. Las pisadas fuertes y esquivas del piso de arriba
sacudían la bombilla del techo.
—Excelente —dijo Lockwood—. Si le hemos provocado, es que vamos
bien. Eso significa que no le gusta nada que hagamos esto…
Levantó la palanca hasta su cabeza y golpeó el lateral de un armario que
estaba a media altura de la pared.
Clic, clic, clic…
Algo caminaba por el descansillo y se dirigía a las escaleras.
—Venga, Guppy. Puedes moverte más rápido.
Lockwood tiró de un trozo de madera que sobresalía del suelo. Los
muebles que había junto al fregadero estaban totalmente rotos y dejaban ver
el suelo de ladrillo desnudo y mohoso. Golpeó el soporte metálico del
fregadero y lo partió en dos. Ardía con una repentina energía amenazadora.
Se lanzaba y corría como un relámpago, tirando, golpeando y empujando los
escombros. Incluso Kipps se había echado hacia atrás para dejarle hueco. Lo
único que podíamos hacer los demás era mirar mientras él intentaba invocar
el horror por voluntad propia.
George se arrastró a mi lado.
—¿Qué planea hacer Lockwood cuando… llegue?
—No tengo ni idea.
Unos pasos pesados en las escaleras. Oí el crujido de los peldaños cuando
la inmensa presión los empujó.
—Lucy —susurró George—, ¿puedo contarte algo personal?
—Sí.
—Si prefieres que no lo haga ahora que eres una agente autónoma, no
tienes más que decirlo.
—Sigo siendo yo, ¿sabes? Suéltalo ya.
—Vale… —Asintió y tomó aire—. No quiero ver esto, de verdad.
—¿A Guppy?

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—Sí. Es cierto que he visto muchas apariciones en mi vida —siguió
George—, y algunas han sido… bastante espeluznantes, ya sabes. ¿Te
acuerdas de aquella niña cubierta de gusanos que vimos en los huertos de
Hackney? Me pasé un mes sin poder comer queso suizo. Pero hay algo en esta
que…
Asentí.
—Lo sé. No hace falta que lo digas. Siento lo mismo.
Mientras hablaba, tenía la vista fija en los paneles de vidrio de la puerta de
la cocina. Eran bastante opacos, pero se veían el brillo del farol en el lejano
porche y las velas vigía en las escaleras. Esta luz se agitaba con violencia y se
atenuaba; ahora una gran forma oscura que se movía despacio apareció al
final del pasillo. Holly soltó un chillido.
—Veo la aparición, Lockwood —dijo George—. ¿Qué hacemos?
—Exactamente lo que ya estamos haciendo. —Lockwood sonreía y el
pelo le cubría parte de la cara—. Le atraemos hasta nosotros y acabamos con
él. Manteneos firmes. Intenta asustarnos para debilitarnos.
Y, sinceramente, lo estaba consiguiendo, a juzgar por mi propio bloqueo
fantasmal. Casi no podía moverme. La figura era cada vez más grande.
Chasqueaba los dientes y se relamía los labios. Pude oír los pies arrastrando
las zapatillas por el pasillo. Me alejé y volví a darle la espalda a Kipps.
—Calavera —siseé—, esta sería una oportunidad magnífica para
demostrar de lo que eres capaz. Si encuentras el origen, ya no volveré a
hablarte de palancas.
—Entiendo… Primero las amenazas y luego los elogios. ¿Es que no tienes
dignidad?
—Ahora mismo no. ¿Detectas dónde está?
—Bueno, por lo mucho que se está esforzando en venir a por vosotros,
diría que estáis cerca.
—¡El origen está cerca! —exclamé. Atravesé corriendo el caos de
tablones astillados—. ¿Qué hay detrás de los muebles rotos? ¡Buscad en todas
partes!
Me agaché junto al fregadero destrozado y empecé a apartar los trozos de
madera. Kipps y Lockwood me imitaron al instante, pero Holly y George
permanecieron inmóviles, contemplando la puerta. Despejamos un hueco
pequeño en unos segundos. Me asomé debajo del fregadero. Por detrás, los
tablones estaban podridos y en algunas partes no llegaban a la pared. Unas
tuberías curvas colgaban en las sombras como si se tratara de intestinos
desprotegidos. Alumbré los recovecos oscuros con la linterna.

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Pensé en el fantasma de Emma Marchment y en su tesoro escondido, su
objeto preciado. Guppy también había guardado algo, y lo había ocultado allí.
—¿Ha habido suerte, Luce?
La voz de Lockwood sonaba tranquila.
—Estamos cerca. ¿Cuánto tiempo tenemos?
—Pues unos treinta segundos.
Miré de reojo a mi espalda: detrás del cristal, la sombra se había
transformado en una figura definida. Se veía el contorno negro de la inmensa
cabeza y la hinchazón del estómago que se expandía de un lado a otro de la
pared. Le acompañaban el susurro de la tela al rozar contra el papel y el
chasquido y el repiqueteo de la boca grande y abierta. Oí el crujido de unos
tendones y una rodilla que protestaba bajo un peso terrible.
Casi había llegado a la puerta.
Maldije entre dientes.
—Lo único que veo es la parte donde el tablón se ha roto —dije—. Ahí,
en la esquina, detrás de la tubería. ¿Lo veis?
Lockwood se tumbó rápidamente bocabajo y miró el trozo de pared más
alejado. Encendió la linterna.
—Veo el agujero. Dentro hay algo que brilla. Está bastante al fondo…
Será difícil llegar.
Holly gritó. Estaba mirando la puerta. Allí, medio levantada y presionada
contra el cristal, había una mano blanca enorme.
Lockwood se puso en pie de un salto.
—¡George, espabila! Vamos a necesitar tu fuerza. Mira esto.
Le pasó la linterna a George y, con el mismo movimiento, sacó el estoque
de su cinturón.
Unos dedos se enroscaron en el canto de la puerta. Las uñas estaban rotas
y llenas de suciedad.
George corrió hacia la pila de madera y se agachó detrás de mí. Observó
la cavidad con los ojos entrecerrados.
—Lo veo… Es una especie de frasco. Pero la tubería está en medio.
Lockwood se apartó el abrigo; estaba comprobando el equipo que llevaba
en el cinturón.
—Rómpela si es necesario. —Atravesó la habitación—. Los demás,
meteos en el círculo.
Me puse en pie.
—Lockwood, ¿qué estás…?
—Voy a conseguirle tiempo a George. Ve al círculo, Lucy.

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La puerta se estaba abriendo; una inmensa sombra se coló a través del
hueco como una lengua alargada. Lockwood lanzó una bomba de sal en
dirección a la rendija y se produjo un horrible grito agudo. Luego se deslizó
por el hueco y cerró la puerta tras él.
Holly, Kipps y yo le observamos sin poder movernos.
¡Tilín, tilín!
Los tres gritamos y nos dimos la vuelta a la vez. Era la campana de plata,
que se balanceaba con violencia en los alambres de zinc y la seda de araña.
—Ah, ¿ahora suena? —bramé—. ¡Esa cosa no sirve para nada, George!
George estaba tumbado bocarriba con la cabeza oculta.
—¡A mí no me eches la culpa! ¡Échasela al Instituto Rotwell! Son ellos
los que venden esa porquería vieja.
—¡Métete ya en el agujero!
—¿Tienes un giramacho?
—¡No! ¿Por qué iba a tenerlo? ¡Ni siquiera sé lo que es!
—El problema es esta maldita tubería… No puedo sacarla.
Yo estaba mirando la puerta. Unas figuras se movían tras ella. Oí golpes
secos, cuchilladas y, una y otra vez, ese grito agudo. Ninguno habíamos
entrado al círculo como nos había ordenado Lockwood, y vimos que las
cadenas se estaban deslizando por el suelo de linóleo. Habíamos doblado las
cadenas, pero no las habíamos unido. La que estaba fuera se había separado y
la interior se mantenía firme. Una fuerza estalló en la cocina, derribó las velas
e hizo que nos tambaleáramos. Durante un instante vi la silueta de Lockwood
chocar contra el cristal y luego desapareció. Toda la casa pareció sacudirse.
—Tenemos que ir a ayudarle, Kipps —dije.
Él no parecía haberse movido desde que Lockwood había salido de la
habitación. Tenía la cara blanca y se miraba las muñecas.
—Sí, tenemos que hacerlo. Vamos.
—¡Lucy!
Era George desde abajo.
—¿Qué?
—¿Tienes una llave inglesa?
—¡No! ¡No soy fontanera, George! ¡Soy una agente! ¡Los agentes no
llevan llaves inglesas! Estaba a medio camino de la puerta.
—¡No pasa nada! ¡No pasa nada! He roto la tarima… Casi he sacado el
tablón… —Algo chirrió al tocar el ladrillo y las piernas de George se
revolvieron sin parar—. ¡Allí está! —Se incorporó; sostenía un tarro de

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mermelada cubierto de telarañas. Tenía un brillo blanco desagradable—.
¡Tiene que ser esto! ¡Pasadme un sello!
Holly ya estaba a su lado y tenía una red de plata en la mano.
Tras el cristal, una figura grande e hinchada avanzaba a trompicones hacia
la puerta.
El pomo giró.
Holly dejó caer la red, que envolvió el frasco en plata. La puerta se abrió
poco a poco…
Hasta revelar solo a Lockwood, que estaba apoyado contra la pared. Tenía
el abrigo cubierto de polvo y el pelo apelmazado sobre un ojo. El brazo
derecho le caía flácido, le sangraba la mano derecha y apenas sostenía el
estoque con la izquierda, así que lo arrastraba por el suelo. Le miramos.
Permaneció allí, jadeando y sonriendo, solo en el pasillo vacío.

Cuando pudimos inspeccionarle, resultó que los peores daños que había
sufrido Lockwood eran un brazo amoratado y un corte en la mano; ambas
heridas fueron resultado de haberse precipitado contra la puerta. Puede que
estuviera un poco más callado de lo normal, pero, por lo demás, físicamente
estaba bastante ileso. Mientras Kipps salía a buscar una cabina desde la que
pedir un taxi nocturno, Lockwood se sentó en el porche y dejó que Holly se
preocupara por él. George y yo llevamos el resto del equipo hasta el césped.
Una vez que lo tuvimos todo, me quedé de pie junto a Lockwood.
—¿A que lo hemos hecho genial? —preguntó—. Creo que hasta Kipps
está impresionado, y eso ya es difícil. Gracias por aceptar trabajar con
nosotros esta noche, Luce.
—No hace falta que me las des —dije—. No ha sido nada.
—¿Has podido ver el origen? ¿Has visto lo que había dentro?
El frasco de mermelada, firmemente envuelto en plata y listo para su
último viaje hasta la incineradora, permanecía a cierta distancia, brillando
bajo las estrellas.
—Me lo ha dicho George. Un montón de dientes humanos.
—Una colección especial. Guppy debía de tenerle mucho cariño.
—Qué agradable. Bueno, ya se ha acabado. Me alegra que nos hayamos
ocupado de este caso.
—Ha estado bien que fueras parte del equipo. —Lockwood me sonrió y
luego miró al jardín. Notaba que estaba a punto de hablar—. En realidad,
Lucy…

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—¿Sí?
—Tengo una pregunta.
—¿Sí?
—¿Te queda algo de chocolate? Te he visto abrir una tableta antes.
—Ah. Sí, claro. Toma, quédatela.
Lockwood no solía pasarse con los dulces (eso nos lo dejaba a George o a
mí), o no lo hacía cuando trabajábamos juntos, pero retiró el papel de
aluminio y se comió toda la tableta, onza a onza, con la mirada perdida en la
noche. Me pareció que se le veía muy cansado.
Cuando terminó, soltó un suspiro de satisfacción.
—Qué agradecido me siento de que estés aquí, Lucy. Holly nunca trae
chocolate y George siempre se zampa el suyo antes de que salgamos de
Portland Row. Pero siempre puedo confiar en ti.
Me aclaré la garganta.
—Me alegra poder ayudarte. Y tienes razón —continúe, apresurándome
de repente—. Es genial que hayamos podido trabajar juntos otra vez. Estoy
muy contenta de que pudiéramos… Anda, ahí está Kipps. Ya ha vuelto… Qué
eficiencia.
Un taxi nocturno se había detenido al final del camino y el claxon
retumbaba. Lockwood se puso en pie poco a poco.
Se había acabado el momento de hablar.
Excepto por una última cosa.
—Lockwood —le dije—, cuando has salido al pasillo…
Esbozó una última sonrisa de cansancio.
—Lucy, de verdad que no quieres saberlo.

Al final necesitamos tres taxis. Lockwood, Holly y Kipps se fueron en el


primero para llevar el origen a Clerkenwell, mientras que George y yo nos
quedamos allí esperando con la mayor parte de las bolsas. Cuando llegaran
los otros vehículos, yo me iría a Tooting y él volvería a Portland Row. Había
llegado el momento de separarnos. Nos sentamos en el muro del jardín frente
al número siete.
—George —dije al cabo de un rato—. Tú debes de saber algo así. ¿Cómo
de comunes son las cabezas momificadas?
George era como era, así que la pregunta no le desconcertó.
—¿Como artefactos psíquicos? Escasas. Tienen que darse las condiciones
idóneas para la momificación: un entorno muy seco o que contenga ciertos

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químicos, como los que tienen las turberas. No puede haber mucho aire,
porque si no los microbios harían de las suyas. ¿Por qué?
—Por nada. Hace poco oí hablar de dos y me preguntaba qué
probabilidades había, nada más.
Gruñó, pero no dijo nada. El silencio nos envolvió.
—George —repetí—. Lo que Lockwood ha hecho ahí dentro…
—Lo sé.
—Ha sido brillante, sí, pero también…
—¿Una locura?
—Sí.
George se quitó las gafas y se las limpió con el jersey, como siempre
hacía cuando pensaba en algo desagradable. No las frotaba igual que cuando
estaba emocionado, nervioso o se las daba de sabiondo. Me había olvidado de
lo fácil que me resultaba interpretar sus emociones. Si le hubieras tapado la
cara y solo me hubieras mostrado las gafas moviéndose en su jersey, podría
haberte dicho cuál era su estado de ánimo sin problemas.
—Sí —respondió—. Y lo peor es que no me sorprende nada. Se comporta
así últimamente. Es más imprudente que nunca. Se lanza a todos los peligros
como si no le importara. Ni siquiera tengo tiempo de comprobar rápidamente
los registros de la mayoría de los casos, ni mucho menos de investigar la
aparición.
Contemplé la oscuridad. La temeridad de Lockwood era una parte integral
de su personalidad. Imaginé que habría sido así desde que su hermana había
muerto cuando él era muy joven. Aquello también estaba relacionado con las
razones por las que había dejado la agencia, aunque no era lo único.
—Siempre ha sido así —repuse—. Es su forma de ser.
—Pero es peor que antes. —George se miraba fijamente el jersey. Sus
ojos, expuestos sin las gafas, parecían más pequeños, débiles y frágiles—.
Sabes que siempre ha sido valiente, pero no así.
Sabía lo que quería decir. Los dos estábamos pensando en la figura de la
puerta.
—¿Cuándo empezó? —pregunté.
—¿Cuándo empeoró? —George se encogió de hombros—. Después de
que te fueras.
—¿Y crees que…? —dudé y fruncí el ceño—. ¿A qué crees que se debe?
George se estaba poniendo las gafas. Sus ojos volvieron a estar enfocados,
nítidos e inquietos.
—Te equivocas al preguntarme a mí, Luce. ¿A qué crees tú que se debe?

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—Bueno, esto no tiene nada que ver conmigo.
—Pues claro que no. Que te fueras de la agencia no nos afectó a ninguno.
Es más, al día siguiente ya habíamos olvidado tu nombre.
Le miré.
—Oye, no seas así. Eso duele.
De repente, George soltó un grito de rabia.
—¿Cómo quieres que te lo diga? Se te antojó largarte y dejaste que
lidiáramos con las consecuencias. ¡Ahora vuelves de repente y esperas que
todo siga como antes! No puedes tenerlo todo. O nos afectó que te fueras o
no. ¿Cuál prefieres?
—¡Yo no pedí volver! —ladré—. Penelope Fittes…
—No tiene nada que ver con esto, como bien sabes. Fue Lockwood quien
llamó a tu puerta y por eso consideraste la propuesta, y, seamos sinceros, por
eso también dijiste que sí.
—¿Y preferirías que no lo hubiera hecho?
—No es asunto mío lo que decidas. Los agentes autónomos vais por libre.
—¡Oh, por favor! Ahora te estás portando como un niño pequeño.
—No es verdad.
—Sí lo es.
Ninguno dijo nada después de aquello. Nos quedamos sentados en
silencio, apoyados contra la pared, esperando a nuestros taxis.

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III
Objetos perdidos

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11

E ran las siete y cuarto de esa misma mañana, y estaba tumbada en la


cama.
En otro momento, en otro año, habría acogido el día con alegría.
Había sido una noche emocionante, y la euforia artificial que te deja el final
de un caso peligroso todavía me recorría las venas. Había vuelto lo
suficientemente temprano como para poder sumirme en un sueño breve y
profundo, pero me había despertado poco después, cuando los basureros
habían empezado a gritar fuera, en la carretera. Y ahora que había abierto los
ojos, ya no podía volver a cerrarlos. Mi cuerpo estaba demasiado tenso. Me
daba vueltas la cabeza.
En parte era algo bueno, claro. El caníbal de Ealing había sido un caso
importante y la noticia de que le habíamos atrapado y destruido se difundiría
mucho. Sin duda, la reputación de todos los que habíamos estado en la casa la
noche anterior mejoraría. Para mí, la expectativa de tener la aprobación de
Penelope Fittes era algo especialmente gratificante. Puesto que conocía el don
de su abuela, era poco probable que me subestimara como habían hecho en
Rotwell y las demás agencias. Podía esperar un montón de casos nuevos
como recompensa.
Y a la agencia Lockwood también le iría muy bien. La señora Fittes lo
había dejado muy claro. Aquello me alegraba. Al ayudarlos quizá había
conseguido devolverles parte de lo que les debía por haberme ido tan de

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repente. Ahora que ya habíamos terminado el caso con éxito podía
concentrarme en otras cosas.
Sí, en parte era bueno. Pero mi habitación y mi cama parecían más
lúgubres en aquella mañana soleada de primavera que en cualquier tarde
lluviosa del invierno oscuro y horrible. Lockwood había querido contar
conmigo y yo había completado el encargo. Ahora ya no habría más, y la
alegría que había sentido al trabajar a su lado (y con Holly, sí, incluso con
Holly) me había dejado un mal sabor de boca. Podría lidiar con ello, como
había hecho en los últimos cuatro meses, si todavía creía con firmeza en mis
verdaderos motivos para dejar la agencia. Me había ido para proteger a
Lockwood y, aunque había sido doloroso, sabía que era lo correcto. Estaba
más seguro sin mí.
¿O no? Si lo que George me había dicho era cierto, puede que hubiera
empeorado la situación. Se había vuelto incluso más temerario desde mi
marcha. Las distintas implicaciones de aquello me habían mantenido en vela
durante mucho rato, mientras el sol se derramaba por el edredón arrugado.
En realidad, tendría que haber intentado volver a dormir pero estaba
demasiado nerviosa y triste. Estaba emocionada y confusa a la vez. Al final
salí de la cama y me tropecé con el frasco sellado que estaba en mitad del
suelo.
Una cara desagradable se materializó tras el cristal mientras yo soltaba
palabrotas y me frotaba la espinilla.
—Esta mañana tienes peor aspecto que yo —comentó—. Bueno, esperaré
a que te arrastres para darme las gracias cuando te recuperes. Ya sabes dónde
estaré.
Fui a poner la tetera eléctrica.
—¿Por qué iba a arrastrarme y agradecerte algo?
—Porque anoche te ayudé a localizar el origen. Solo lo encontraste
cuando te di una pista. Está clarísimo que formaríamos un equipo excelente,
así que tengo una idea. Sugiero que montemos un negocio juntos. Podríamos
llamarnos «Carlyle y Calavera» o quizá «agencia Calavera». Sí, eso es… Y
ponemos una foto mía encima de la puerta. Lo estoy viendo. —Se rio y volvió
a ocultarse en el plasma.
No le respondí. No estaba de humor. Recogí algo de ropa tirada, encontré
mi bata y crucé el rellano para llegar al baño. Volví y me preparé un café.
Saqué el libro de casos e intenté anotar algo sobre la noche, pero me di cuenta
de que no daba con las palabras adecuadas. La otra tarea que me quedaba era
preparar la factura final para la agencia Lockwood; tampoco me animé a

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hacerlo. No en ese momento. Por eso me duché, me vestí, cogí dinero de la
cartera y salí a por comida. Obviamente, tendría que haber cocinado algo,
pero no tenía la energía necesaria. Era la historia de siempre.
O al menos lo era hasta que regresé al rellano con la bolsa del restaurante
tailandés con una caja de poliestireno dentro que me envolvía con su vapor
agradable y aromático, y vi que habían abierto la puerta de mi habitación de
un empujón.
Me quedé allí durante cinco o seis latidos, observando el pestillo roto.
Habían vuelto a cerrar la puerta (estaba casi cerrada), así que no podía ver lo
que había dentro. Contemplé la puerta de mi vecino, al otro lado del rellano.
Parecía estar bien. Ahora estaría trabajando, como la mayoría de la gente de la
planta de abajo. El edificio estaba bastante tranquilo y no había ningún ruido
en mi apartamento.
Con cuidado, dejé la bolsa de comida junto a la pared. Luego me moví
despacio hacia la puerta y me llevé una mano al costado de forma automática,
donde solía tener la espada. Pero llevaba un pantalón de correr y no tenía
ningún arma.
Esperé cuando alcancé la puerta, buscando cualquier sonido que pudiera
indicar que la persona intrusa seguía dentro. Pero bajo el canturreo continuo
del tráfico de la calle principal de Tooting solo había un profundo silencio.
Respiré despacio, intentando mantener la calma; después abrí la puerta y
entré. Quien hubiera entrado ya no estaba. El piso era una pocilga —como
siempre— y, a primera vista, todo parecía seguir tal y como yo lo había
dejado. Solo había una diferencia de la que me percaté de inmediato.
El frasco sellado no estaba.
Me quedé quieta y solo moví los ojos. Durante un rato largo, me dediqué
a analizar la habitación. La estudié desde el fregadero abarrotado hasta la
cama deshecha, desde la cima del armario abierto hasta las pilas de
herramientas junto a la puerta. ¿Qué más estaba distinto? ¿Qué más había
cambiado?
Miré la mesa, donde había dejado la cartera al coger el dinero para la
comida. Seguía allí e incluso se veían un par de billetes.
Miré el estoque, apoyado contra el respaldo de la silla. Era una espada
española cara que Lockwood me había comprado el verano anterior. Seguía
allí.
Miré las bolsas, llenas con toda la parafernalia nada barata de una agente
autónoma. Todas las bombas de sal, los proyectiles de hierro y los cilindros
de fuego griego. Podías conseguir bastante dinero por eso si conocías a la

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gente correcta. Pero todo estaba exactamente como lo había dejado,
completamente intacto.
No se habían llevado nada más. Solo la calavera.
Alguien que sabía que el frasco sellado estaba allí había entrado porque
solo quería eso. Se la habían llevado y se habían ido. Lo habían hecho en los
(hice unos cálculos aproximados) diez o quince minutos que yo había estado
fuera. Eso significaba que habían estado observando el edificio, esperando a
que saliera. Conocían mis movimientos, o los habían adivinado. Aquello no
era difícil, puesto que hacía lo mismo todas las mañanas después de un caso.
El chico del tailandés casi se sabía mi nombre. Probablemente la mitad de la
calle sabría que salía a por comida en algún momento de la mañana.
Pero quien había estado allí también sabía que tenía el frasco sellado.
Conocían la existencia de la calavera, a pesar de lo mucho que me había
esforzado por ocultarla.
¿Quién sabía que la tenía? Lockwood y George, claro. Y también Holly,
porque le había hablado de ella hacía unos meses. ¿Y qué había de Quill
Kipps anoche? No. Había tenido mucho cuidado. De todas formas, robar no
era el estilo de Kipps. ¿Quién más?
¿Quién más la había visto?
Me quedé allí mucho tiempo, pensando.
Luego volví al rellano y cogí el desayuno, que seguía caliente. Al fin y al
cabo, tenía hambre y no tenía sentido malgastar un buen plato tailandés.
Después de comer me sequé bien el pelo y me puse la ropa de trabajo. El
abrigo olía mucho a sudor y al miedo de la noche anterior, pero nadie iba a
percatarse.
Me puse el cinturón y comprobé rápidamente la mitad de los bolsillos. No
es que esperara volver a usarlo contra los fantasmas en ese momento —tenía
una víctima distinta en mente—, pero lo necesitaba para sujetar la espada.
Cogí el estoque y lo ajusté. Por último, me miré en el espejo y me observé
el rostro pálido y los ojos centelleantes. Era increíble el poder que tenía un
robo: mi cansancio y mi confusión habían desaparecido.
Entonces salí de la habitación y cerré la puerta con cuidado tras de mí.

Un corto paseo hacia el sur desde las instalaciones de la incineradora de Fittes


en Clerkenwell conducía al espacio asfaltado y triangular llamado jardines de
Clerkenwell, donde unos tilos altos protegían varios bancos públicos, y un
grupo de tiendas de sándwiches y pubs cubrían las necesidades de los

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trabajadores de la incineradora. Cerca de allí se erigía la iglesia de St. James
(ahora vacía), con su camposanto cubierto de hierba y tumbas despobladas
después del brote de espectros de hacía varias décadas. Cuando hacía buen
día, justo al terminar el turno de la mañana temprano y mientras las bocinas
sonaban en las chimeneas de la incineradora, una oleada de hombres y
mujeres vestidos de naranja salían por las puertas y bajaban al parque para
almorzar y quitarse el sabor a quemado de la lengua. Los operadores de los
hornos, los engrasadores, los fogoneros, los reponedores y los cremadores:
todos se apiñaban para formar una marea humana. Lo mismo hacían los
ayudantes que trabajaban en las cabinas de la sala de inspección. O, al menos,
yo estaba dispuesta a apostar que eso sería lo que ocurriría esa mañana.
Después de bajarme del metro y caminar rápidamente, llegué al parque
antes del ajetreo de la hora del almuerzo. Elegí un banco no muy lejos de los
tilos, desde donde podía ver bien las cafeterías y una farola protectora
decorativa me daba sombra.
Las sirenas sonaron a lo lejos. Me quedé sentada esperando y observando
las aceras. La corriente empezó a cuentagotas. En cuestión de minutos, el
parque tranquilo se había convertido en un aluvión de actividad, como un
arroyo avanzando por la nieve derretida. La gente llenó la plaza, las colas
serpenteaban desde las tiendas de sándwiches, los pájaros aterrorizados se
iban volando de los tejados, las palomas se peleaban por unas cortezas de
hojaldre… Hasta el último rincón estaba abarrotado. Permanecí sentada,
imperturbable e inmóvil.
La hora del almuerzo avanzó y las colas se redujeron. Los envoltorios
tirados de los sándwiches se amontonaban en el césped como bebés
fantasmas. Esperé con paciencia. Los ayudantes de la sala de inspección
empezaban a trabajar al amanecer y tendrían otro turno por la tarde. Era un
día largo. Necesitaban comer. Él vendría tarde o temprano.
Fue a las 12:36 cuando vi a un joven pecoso al que conocía caminando
rápidamente por la calle Sekforde. Llevaba un anorak encima del mono y su
pelo corto y claro estaba oscurecido bajo un gorro de lana con pompón. Tenía
los puños enterrados en los bolsillos del abrigo y los hombros estrechos en
tensión. Parecía que Harold Mailer sentía el frío.
Me levanté del banco y vi cómo pasaba. Cruzó el parque y desapareció en
el interior de un puesto de patatas asadas, de donde salió poco después con
una bolsa de papel abultada. Sin mirar a su alrededor, pero yendo algo más
lento, emprendió el camino de vuelta.

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No le esperé, sino que seguí avanzando por la calle Sekforde a paso
ligero, hasta que encontré un callejón pequeño en el lado correcto de la
carretera. Estaba oscuro, olía mal y estaba casi cubierto de papeleras, lo que
me venía muy bien. Me escondí y esperé. Unos pasos sobre el asfalto no
tardaron en avisarme de que Harold Mailer estaba cerca.
Puede que haya mantis religiosas capaces de golpear con mayor rapidez.
Si es así, nunca las he visto. Un momento, Mailer deambulaba disfrutando del
sol primaveral y olía felizmente el contenido de la bolsa. Al siguiente, se
encontraba inmovilizado contra los ladrillos fríos y húmedos de un callejón;
mi rodilla le aprisionaba la ingle y mi codo le apretaba el cuello.
—Hola, Harold —le saludé.
Soltó un extraño ruido que podría haber significado cualquier cosa. Moví
un poco el codo. La tos ahogada que le siguió no fue mucho mejor.
—¡Lucy! ¿Qué…? ¿Qué estás haciendo?
—Solo quería decirte una cosa, Harold.
—¿No podemos hablar en la cabina? Llego tarde. Tengo que volver. Mi
turno…
—Tengo un par de preguntas para ti. Preguntas privadas. Es mejor que lo
hagamos aquí, en voz baja.
—¿Es una broma?
—Esta mañana me han robado algo —expliqué—. Han entrado en mi piso
y se han llevado un valioso frasco sellado que contenía una reliquia. No se
han llevado el dinero ni ninguna otra de mis cosas. Solo el frasco. Nadie sabía
lo del frasco, Harold. Nadie excepto tú.
Los ojos de Harold estaban ligeramente caídos, lo que les daba cierto
aspecto soñoliento y evasivo. Fueron de un lado a otro, como si buscara
ayuda, y luego se detuvieron. Me sonrió; tenía el labio superior cubierto de
sudor.
—¡Déjame en paz! No sé de qué estás hablando. ¡Yo no te he mangado
nada! ¡Suéltame!
—La última vez que vine a Clerkenwell viste la calavera del frasco,
Harold. Sé que sí. Luego se lo contaste a alguien. ¿A quién?
Forcejeó un poco, así que le apreté más la tráquea. Probablemente fue un
error, porque me tosió encima, pero era la primera vez que me peleaba con
alguien.
—¿Y qué si vi el frasco? —graznó cuando relajé el codo—. ¿Por qué me
iba a importar esa cosa rara que tenías? ¿A mí qué más me da?

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—Bueno, las reliquias sí que son importantes para ti, ¿no? —pregunté—.
Más de lo que dices. Déjame preguntarte otra cosa. Hace tres noches te traje
una cabeza momificada. La cogiste y me diste un comprobante. ¿Qué hiciste
con ella?
—¿Con la cabeza? ¡La quemé! ¡Tú me viste!
—No, Harold. No lo hiciste. Te la quedaste. La vendiste. Y lo sé porque la
llevaron a una subasta del mercado negro ese mismo día.
—¿Qué? ¡Estás loca!
—¿De verdad? Yo la vi allí.
Aquello era mentira, pero no podía hacer otra cosa. Harold Mailer habría
seguido negándolo, lo que me habría hecho perder el tiempo. Además, Flo sí
la había visto y me fiaba de ella.
Se humedeció los labios.
—¿Qué hacías en una venta del mercado negro?
—¿Qué haces tú vendiendo artefactos prohibidos, Harold? Ya conoces las
sanciones que reciben quienes se implican en el contrabando. Sabes lo en
serio que se lo toma Barnes… O lo sabrás pronto, cuando vaya a verle.
—Esto es una locura, Lucy. Has perdido la cabeza.
—¿A quién le vendes las reliquias, Harold? Por última vez: ¿a quién le
hablaste de mi calavera?
De cerca, pude ver que tenía los ojos verdosos con manchas marrones
amarillentas. Algo cambió en su mirada. El desafío dio paso al miedo y supe
que le tenía.
—No te lo puedo decir —jadeó—. No puedo. Es demasiado peligroso.
Las paredes tienen orejas.
—Estamos en un callejón, Harold. Aquí no hay nadie. Y las únicas orejas
que van a ensuciar este sitio —saqué el estoque poco a poco para que lo viera
— van a ser las tuyas si no empiezas a ayudarme.
Mientras le tenía acorralado, una de sus manos huesudas había estado
arañando mi muñeca. Durante un instante, solo uno, sentí cómo cambiaba la
presión y comprendí que estaba planteándose contraatacar. No sé lo que
habría pasado entonces. Era tan alto como yo y no mucho más débil, y yo no
habría podido cortarle las orejas ni ninguna otra parte del cuerpo. Pero era un
cobarde, tanto física como moralmente, así que el instante terminó.
—Vale, vale, pero apártate un poco. —Resopló cuando di un paso atrás
con el estoque alzado. Flexionó los hombros. No era más que un adolescente
asustado con un anorak enorme, intentando armarse de valor—. Necesito

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tiempo para pensar. Necesito tiempo… ¿Y qué es ese olor fétido? ¿Es tu
abrigo?
—No, Harold, es el callejón.
—Huele a sudor rancio.
—¿Ahora vamos a discutir por los olores? Quiero respuestas.
—Vale. —Estaba observando el callejón, tan nervioso como una liebre, y
al principio pensé que estaba planteándose salir corriendo, pero era un
nerviosismo distinto: le asustaba que alguien más estuviera cerca. Unos
metros más allá, en la calle iluminada por el sol, los trabajadores de la
incineradora caminaban solos o en parejas. Ninguno miró hacia nosotros—.
Vale —repitió—, te lo diré. No es que sepa mucho. Unos hombres se
pusieron en contacto conmigo hace tres meses. Imagino que son
contrabandistas, pero no lo sé. Me ofrecieron dinero por conseguirles los
mejores orígenes que recibiéramos. Como ahora las normas son más estrictas,
el mercado de las reliquias está en auge y hay gente que haría lo que fuera por
conseguirlas. Necesitaba la pasta, Lucy. No sabes cómo es trabajar aquí. Te
pagan una miseria y los jefes de Fittes te tratan como si fueras escoria. No es
como ser agente…
—Ya, ya —respondí—. Ya me imagino cómo va la historia. Así que les
das los orígenes y quemas otros en su lugar.
—Solo los mejores, los más poderosos. Es bastante fácil, porque nadie
presta mucha atención a lo que lanzamos al fuego. —Intentó esbozar una
pequeña sonrisa—. ¿Qué hay de malo en eso? No le hace daño a nadie.
Apreté el estoque contra su barriga.
—¿Eso crees? Olvidas que me han robado porque les hablaste de la
calavera. Tú les diste el chivatazo. ¿Por qué?
—Lo siento, sé que eso estuvo mal. Es solo que… Cada vez están más
impacientes por encontrar cosas jugosas, Lucy. Es como si nunca se cansaran.
A veces se enfadan cuando no tengo algo bueno… Pero también les gusta
tener información, ¿sabes? Tengo que mantenerlos contentos.
—¿Y quiénes son esos hombres? ¿Para qué quieren los orígenes?
—No lo sé.
—¿Y cómo son? Descríbelos.
—No sé quiénes son.
Me alejé.
—Eso no me sirve, Harold. No me has dicho nada. Ahora mismo voy a
ver a Barnes. Suéltame el brazo.
Se había lanzado hacia delante gritando y me tiraba de la manga.

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—No lo entiendes. No son buena gente, Luce. No te quedas mirándolos.
Solo les llevas la mercancía y te vas. Todo se hace después de que anochezca.
Pero escúchame, puedo ayudarte. Esta noche les daré un paquete. Podrías
estar allí. Puedes quedarte a observar, verlos y seguirlos, no sé. Siempre y
cuando a mí me mantengas al margen. ¿Qué te parece? Podría hacerlo por ti.
Podría hacerlo, Lucy, si no… ¿Qué? ¿Por qué te ríes?
—Te irás corriendo. Me vas a delatar.
—¡No! ¡Te lo juro! ¡Los odio! Son malos, Lucy. Nunca tendría que
haberme metido con ellos. Pero pagaban tan bien. Oye, esta tarde van a
dejarme un mensaje diciéndome el punto de encuentro. Siempre cambia.
Siempre es en Clerkenwell, pero nunca sé dónde. Puedo quedar contigo
cuando acabe el turno. Aquí o en el camposanto. Puedo decirte lo que hemos
acordado. Luego podrías esperar a que sea de noche y esconderte en algún
sitio. Todo irá bien si no se enteran de que estás allí.
Bueno, se me ocurrían miles de razones por las que aquello era una mala
idea, y todas partían de que Harold Mailer no era nada de fiar. Parecía
bastante probable que prefiriera verme muerta antes que renunciar a su
pequeño negocio, y dejarle ir le daría el tiempo suficiente para asegurarse de
que aquello acabara así. Dicho esto, estaba claro que no iba a conseguir
mucho más allí.
Me miraba de reojo.
—Te compensaré —dijo.
—Si me pasa algo esta noche —contesté después de una larga pausa—, si
me traicionas de alguna forma, tengo amigos que irán a por ti y harán que lo
pagues. Desearás haberte tirado a los hornos en vez de cruzarte en mi camino.
Fue la mejor amenaza que se me ocurrió, y me dio la sensación de que
sonaba bastante débil, por no decir que era un gran cliché. A Harold Mailer
no pareció importarle. Asintió con el rostro pálido, desesperado por
marcharse.
—Entonces nos vemos al anochecer en el camposanto de St. James —
sugirió—. Hay un banco en el centro, en el cruce de los cuatro caminos.
Estaré allí. Tendré la información que necesitas. Pero no pueden saber que
estás allí, Lucy. De verdad. Tienes que creerme. No sabes lo que harán.
Prométeme que nunca les dirás que he hablado contigo.
—Si tú confías en mí, yo haré lo mismo. Si no… —le respondí.
—Sé que los agentes siempre jugáis limpio. —Se agachó a recoger su
bolsa del almuerzo, que estaba tirada en el suelo—. A todo el mundo le
encantan las agencias.

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Luego se alejó de mí, con el abrigo rozando los ladrillos y la cara hecha
un revoltijo de hipocresía, rechazo y miedo. Llegó a la esquina y giró como
una rata, pegado al borde para coger velocidad.
—Al anochecer —repitió.
Después desapareció.

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E s extraño lo cerca que está la oscuridad, incluso cuando las cosas


parecen más brillantes. Incluso en el resplandor de una tarde de verano,
con el asfalto y las verjas de hierro calientes al tacto, las sombras nos
siguen acompañando. Se concentran en las puertas principales, en los porches,
bajo los puentes y debajo de las alas de los sombreros de los caballeros para
que no les veas los ojos. Tenemos oscuridad en las bocas, las orejas, las
bolsas, las carteras, en el balanceo de las chaquetas de los hombres y bajo las
faldas acampanadas de las mujeres. Llevamos la penumbra con nosotros y su
influencia nos marca profundamente.
Aquella tarde me senté junto a la ventana de una cafetería en los jardines
de Clerkenwell, desde donde observaba los rostros de la multitud. Dada mi
profesión, no solía salir mucho durante el día y mi experiencia con las
personas normales se reservaba casi únicamente a quienes acababan
petrificados por los fantasmas y los muertos. Quienes caminaban frente a mí
ahora representaban a los demás: la mayoría aterrorizada que mantenía la
cabeza gacha, colocaba hierro y plata en las ventanas e intentaba seguir con
sus vidas. Los jóvenes y los mayores disfrutaban del sol brillante de la
primavera; parecían bastante inofensivos.
Pero ahí fuera, quizá entre la gente que pasaba junto a la ventana, se
encontraban las personas a las que les atraía la oscuridad. Aquella afición se
manifestaba de diferentes formas. Algunos se unían a las sectas espiritistas

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que se habían propagado por Londres y que recibían a los fantasmas con gran
entusiasmo e intentaban oír los mensajes que traían. Otros buscaban artefactos
prohibidos, peligrosos y poco frecuentes. Se oían rumores de ricos
coleccionistas que tenían decenas de orígenes robados de los cementerios y
ocultos en criptas de hierro subterráneas. Luego estaban los que usaban los
orígenes para sus rituales ocultos y raros. La agencia Lockwood había visto
marcas extrañas en las catacumbas bajo los grandes almacenes Hermanos
Aickmere: pruebas de un círculo abandonado rodeado de pilas de huesos
encantados. George tenía sus teorías, pero el propósito exacto del círculo (y
quién lo había hecho) seguía siendo un misterio.
De una forma u otra, y pese a los esfuerzos del DICP, el contrabando de
reliquias seguía activo. Y parecía que me había tropezado con una de sus
principales fuentes de abastecimiento gracias al despreciable Harold Mailer.
¿Qué podía hacer? Fueran quienes fueran los contactos de Mailer, era
probable que estuvieran relacionados con los Winkman, la familia de
delincuentes. Al fin y al cabo, Flo había visto que tenían la cabeza
momificada. Si podía reunir pruebas que conectaran a los Winkman con el
robo de los orígenes de la incineradora, podría ganarme una buena reputación.
Pero esa no era mi mayor prioridad. Si lo fuera, probablemente habría ido
corriendo a Scotland Yard, habría hablado con el inspector Barnes y habría
dejado que él se encargara de todo.
Lo que quería realmente era recuperar la calavera de los susurros.
Sí, lo has oído bien. Quería que la calavera volviera. No era una
afirmación que hubiera esperado hacer.
Por muchos motivos, el fantasma del frasco llevaba una eternidad siendo
una molestia. La primera vez que le vi cuando me uní a la agencia Lockwood,
tuve una reacción de horror y repulsión al instante. Aquella sensación se
volvió más intensa cuando empezó a hablarme. Era completamente,
insolentemente y extremadamente retorcido. De hecho, si escribías los diez
rasgos de personalidad más desagradables que pudieras imaginar, la calavera
poseía nueve de los peores de la lista, y solo le faltaba el décimo porque no
era lo bastante malo. Nadie conocía el nombre del fantasma y gran parte de su
pasado era un misterio. Como lo poco que sabíamos de su vida antes de la
muerte tenía que ver con el robo de tumbas, la magia negra y el asesinato a
sangre fría, aquello tampoco me daba demasiada pena. Nadie más podía oírle
hablar, así que la calavera había forjado un vínculo especial conmigo. Puesto
que tenía el vocabulario de un marinero y los modales de una comadreja,

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tenía que lidiar con su constante sarcasmo psíquico y sus insultos, aunque
también había aprendido un montón de palabras nuevas.
Por mucho que me desagradara, había empezado a confiar en el fantasma.
En cierto modo, a menudo me ayudaba bastante cuando estaba en un caso.
Sus comentarios, aunque breves, me habían salvado muchas veces. Por
ejemplo, me había advertido del fantasma de Emma Marchment hacía solo
uno o dos días, y puede que me hubiera salvado de caer directamente en sus
garras. Y anoche me había dado una pista (admitámoslo, fue en el último
momento) sobre la ubicación del origen en la investigación del caníbal de
Ealing. Era una ayuda sobrenatural que ningún agente había tenido antes.
Eso me llevaba a otro motivo, a la verdadera razón por la que había
pasado todo el día en Clerkenwell y mantenía la esperanza de que Harold
Mailer no me traicionara. La calavera era un fantasma de tipo tres y podía
mantener conversaciones con los vivos, lo que lo convertía en un ente
increíblemente extraño. Yo también era extraña, puesto que solo yo tenía la
capacidad de oírle. Tener un artefacto tan poderoso a mi lado me hacía
excepcionalmente competente. Era la primera persona que podía hablar de
verdad con los fantasmas desde Marissa Fittes. Toda la confianza que sentía
venía de ese simple hecho. ¿Sin ella? Volvía a ser una agente normal. Tenía
mi don, pero no era espectacular.
Me gustara o no, la calavera de los susurros me había ayudado a
definirme. Era parte de mí. Y ahora unos delincuentes asquerosos estaban
intentando arrebatármela.
Pero no iba a perderla sin luchar.
Los Winkman y su negocio eran impresionantes; lo sabía de primera
mano. Pero si los seguía esta noche y encontraba su almacén, descubrirían
que yo también era impresionante.
Así que permanecí sentada bebiendo una taza de té y quedándome medio
dormida mientras el sol se escondía tras las casas lejanas. Cuando anocheció,
me puse el abrigo, apreté la correa del estoque y salí hacia el camposanto de
St. James.

Por cierto, no pienses que no había inspeccionado antes aquel sitio. Era lo
primero que había hecho después de que Mailer huyera. Había ido hasta la
iglesia, para luego atravesar sus verjas de hierro y adentrarme en el cuadrado
de terreno abierto en el que varias personas hacían un picnic bajo el frío sol
primaveral. El viejo patio estaba cubierto casi por completo de hierba y seguía

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ondulado e irregular en las zonas donde habían retirado las tumbas en la gran
purga hacía muchos años. Estaba totalmente rodeado de edificios. La fachada
neoclásica de St. James se erigía hacia el norte. Detrás de las casas se alzaban
los altos muros del camposanto y las verjas de hierro cerradas. Una entrada
conducía a la calle Sekforde y otra a los jardines de Clerkenwell, ambas
conectadas por un simple camino de hormigón. Un segundo camino más
pequeño iba desde la iglesia a un estrecho callejón al sur. En el punto en el
que los dos caminos se unían, casi en el centro del camposanto, había un solo
banco negro de madera.
Había pasado frente al banco muchas veces, perdida en mis pensamientos.
Era una elección curiosa como punto de encuentro, ya que estaba muy
expuesto (si pensabas en cómo se disponía todo el camposanto) y bastante
encerrado. No me importaba estar al aire libre, pero no me gustaba el círculo
de muros que lo rodeaban.
¿Qué me había dicho una vez Lockwood sobre comprobar que siempre
hubiera una salida? Antes de enfrentarse a cualquier fenómeno psíquico, es
crucial comprobar el terreno. Controlar la disposición, sobre todo las salidas y
los rincones ciegos. ¿Por qué? Porque tienes que saber cómo largarte si la
situación se descontrola. En mi opinión, aquello se aplicaba tanto a los
fantasmas como a los trabajadores corruptos de la incineradora.
Le había dado varias vueltas al camposanto para tomar medidas, calcular
las distancias y comprobar una y otra vez hasta que me había sentido
satisfecha. Para cuando por fin me había dirigido a la cafetería, podría haber
dibujado toda la zona de memoria. Ahora, cuatro horas más tarde, todo aquel
esfuerzo me resultó útil.
Las calles de Clerkenwell se vaciaron rápidamente con el inicio del
crepúsculo. Las tiendas estaban cerrando y las barreras de hierro traqueteaban
al bajar. Gracias al día soleado y a las numerosas farolas protectoras que
había cerca, unos cuantos transeúntes seguían fuera y se apresuraban para
coger los últimos metros. Algunos críos de la patrulla nocturna ya habían
salido. En la iglesia de St. James, los serenos hacían sonar las campanas del
toque de queda.
El camposanto estaba a oscuras. Unas farolas iluminaban tres de las
puertas, y el espacio negro entre ellas se extendía como una hamaca
suspendida en el aire. También había lámparas encendidas tras las ventanas
en lo alto de los edificios, que proyectaban resplandores cuadrados sobre la
hierba. Entré por la puerta de la calle Sekforde, la más alejada del banco

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central, y rápidamente encontré un rincón oscuro junto al muro donde mis
ojos podían adaptarse al complejo estampado de penumbra.
¿Estaba él allí?
El camino blanquecino que había a mi lado giraba levemente sobre la
hierba como una costilla brillante. Lo seguí y vi dónde se cruzaba con el otro.
Cerca de allí pude vislumbrar el banco negro y bajo, y al entrecerrar los ojos y
fruncir el ceño, atisbé a alguien sentado.
Así que había venido. Bien. Pero ¿estaba solo?
Tardé un rato en escudriñar el camposanto y dejar que mis ojos vagaran
por el suelo uniforme. Todo estaba en silencio, todo iba bien. No podía ver a
nadie más entre el banco y los muros que lo rodeaban.
Empecé a caminar despacio hacia el asiento, manteniéndome lejos del
camino y evitando los cuadrados iluminados de hierba. No perdí de vista a la
figura que estaba sentada. Sí, era Harold Mailer. Reconocí su anorak y su
silueta delgada y larguirucha. Se sentaba en silencio, esperando y mirando el
suelo.
Mis botas rozaban la hierba oscura conforme me movía hacia él.
Todavía a cierta distancia, cambié de dirección hasta quedar a sus
espaldas. Incluso desde atrás podía ver lo relajado que estaba. Tenía los
brazos extendidos sobre la parte superior del banco y la cabeza algo inclinada,
como un hombre echándose una siestecita.
Aminoré la marcha. Me detuve poco a poco.
Harold era un tipo muy inquieto. Solía estar nervioso de normal, así que
solo cabía imaginar cómo estaría al anochecer, en un camposanto y a punto de
acudir a una reunión ilegal que pondría su carrera (y su vida) en peligro.
De pronto, su relajación total me perturbó. Le miré. ¿Por qué estaba tan
tranquilo?
Ahora que lo pensaba, ¿por qué tenía la cabeza ladeada? ¿Por qué no se
movía?
Llevé la mano al estoque. Me había convertido en una estatua plantada en
la hierba.
Sentí un hormigueo en el cuero cabelludo y oí una voz fría movida por el
viento.
—Lucy…
De reojo, me percaté de que una silueta se formaba en el aire. Era tenue y
vacilante, tejida con hilos de sombras. Se alimentaba de la oscuridad que la
rodeaba, como si se estuviera cosiendo a sí misma con torpeza. Flotaba en la
penumbra a mi lado, tan cerca que podía tocarla. Irradiaba frío, tan penetrante

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como un cuchillo afilado. Asustada, separé los labios y mis dientes quedaron
al descubierto para formar una mueca de espanto. Seguí mirando hacia
delante, observando el banco y a su ocupante sin vida con el cuello torcido y
roto. No me atreví a girarme hacia el ser grisáceo que me acompañaba, ni
mucho menos hacia el rostro medio formado que sentía tan próximo al mío.
Mi voz apenas era un susurro áspero.
—¿Harold?
—Lucy…
—¿Qué te han hecho?
La única respuesta fue un chasquido minúsculo. Bajé la mirada y vi cómo
unas motas de hielo se extendían por las arrugas de mi manga y unas tenazas
de escarcha me rodeaban la bota. Me ardía el lado izquierdo de la cara por el
frío sobrenatural, y mi aliento dejaba una estela blanca. La figura estaba muy
cerca.
—¿Quién ha sido, Harold? ¿Quién te ha matado?
Un torrente de palabras masculladas me salpicó el cerebro. Estaban tan
llenas de angustia y confusión… No podía descifrar su significado.
Sentía la lengua muy densa, seca e inflamada. Era como si me la hubieran
pegado dentro de la boca.
—Dímelo. Si me lo dices, puedo… Puedo ayudarte.
Pero no conseguí usar el método Lucy Carlyle. Esta vez no.
—Has sido tú, Lucy…
Con el rabillo del ojo vi una mano nebulosa hecha de sombras que se
estiraba hacia mi cara.
—No, Harold. Eso no es verdad.
—Lo has hecho tú.
Sus dedos acariciaron el aire muy cerca de mi piel. Me aparté,
aterrorizada. El hielo me ardía en la mejilla. Sentí cómo crecía alrededor de
mi ojo. Me dolía la cabeza y cerré los dedos en torno a la empuñadura del
estoque.
—No, Harold. Por favor, no…
—Está en un lugar sangriento.
—¿Qué?
La figura desapareció.
Con un escalofrío y la bilis en la garganta, me sacudí hacia atrás y hacia
un lado, frotándome la cara y liberando la bota del suelo congelado.
Tres hombres se alzaron sobre la hierba en ese momento.

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Durante un segundo pensé que también eran fantasmas, y la imposibilidad
de que hubieran aparecido me paralizó el cerebro. Pero había olvidado los
montículos y las crestas, los huecos abandonados hacía mucho, cuando habían
vaciado las tumbas del camposanto. Algunos eran lo bastante profundos como
para ocultar a un hombre agachado. Se habían escondido allí mientras yo me
acercaba alegremente al cuerpo de Harold Mailer, en el centro de la trampa.
Eran hombres grandes y vestidos de negro. Pese a su tamaño, no tardaron en
rodearme y cortarme el paso. Uno estaba a la izquierda, cerca de la verja por
la que había entrado, y los otros dos bloqueaban el camino hacia las demás
salidas. Si hubiera llegado hasta el banco no habría tenido la posibilidad de
escapar. Me habrían rodeado con facilidad.
Pero me había detenido. Detrás de mí se abría un espacio vacío. Me di la
vuelta y corrí.
No fui hacia una de las puertas del camposanto donde las farolas brillaban
tenuemente, sino al muro negro y alto a medio camino entre ellas. En el cielo
crepuscular color café, parecía un bloque sólido e impenetrable. Pero yo había
hecho los deberes y sabía que no era así.
Subí una pequeña cuesta, salté los huecos (casi me torcí el tobillo con los
restos de una antigua lápida) y llegué hasta la pared. Detrás, tres figuras se
lanzaron hacia delante y se unieron en el punto en el que antes había estado
yo.
Allí había una puerta antigua; estaba cerrada, pero había sido diseñada de
un modo tremendamente útil: su prominente cerrojo y sus travesaños me
sirvieron para apoyar las botas. Me lancé hacia arriba, me aferré a lo alto de la
puerta (donde había un arco en ruinas) y empecé a escalar. Un pie sobre la
viga y otro en el cerrojo. Enderecé las piernas y me estiré. Mis dedos dieron
con el final del muro. Era lo único que necesitaba. Con una patada y un
contoneo indecoroso, levanté mi peso y me subí. Me quedé allí un instante
antes de dejarme caer rápidamente sobre las hojas que había al otro lado.
Entonces, algo impactó con fuerza contra la puerta.
Me encontraba en el patio de un edificio abandonado, quizá en la antigua
casa parroquial de la iglesia. Montones de ladrillos y pilas de varas de
andamios oxidados sugerían que alguien, en algún momento, había querido
seguir con las obras. Ahora era un proyecto olvidado, como había
comprobado hacía unas horas. Una ventana a ras del suelo se abría frente a
mí, sin cristal, así que me adentré de un salto en la oscuridad. Miré
rápidamente hacia atrás y vi que las figuras estaban escalando el muro y las
estrellas dibujaron sus siluetas durante un instante.

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El interior de aquel lugar era un caos lleno de escombros. Encendí la
linterna. Salté, esquivé y zigzagueé de habitación en habitación. Muy a mi
pesar, las ventanas del otro lado estaban selladas y tapiadas con firmeza. No
podía salir por allí.
Algo sonó a mis espaldas. Ya estaban en la casa.
Una escalera amplia y destartalada se abría ante mí. La subí corriendo,
saltando los escalones de tres en tres.
Allí, en lo más alto de la escalera, había una ventana de cristal muy
tentadora. Presioné la cara contra el vidrio y vi una azotea debajo y después
un jardín alargado.
¿Sería una ventana moderna y fácil de abrir? No, por supuesto que no. Era
una ventana de guillotina, vieja, podrida y combada. Solo pude levantarla
hasta que me cupieron la cabeza y los hombros. Chirrió, se estremeció en los
goznes y después se bloqueó. Tendría que retorcerme para pasar.
Miré hacia atrás y por poco se me paró el corazón. Tres figuras habían
subido la mitad de los peldaños. El líder llevaba algo plateado en la mano.
No había tiempo para retorcerse. Me alejé de la ventana, cogí carrerilla y
me tiré por el hueco, arrojándome hacia la luz de la luna. Mientras caía, una
mano me agarró de la bota y apretó con fuerza. Me quedé colgando un
instante y después golpeé hacia arriba con el otro pie, acertando con fuerza en
algo muy suave. La mano me soltó y yo me precipité sobre la azotea.
Me eché a un lado bruscamente nada más aterrizar. Algo se estrelló sobre
el tejado asfaltado justo donde yo había estado y tembló. Saqué un proyectil
de hierro de mi cinturón, me di la vuelta y lo tiré con firmeza. Chocó con la
ventana, justo encima de una cabeza que se asomaba. Esquirlas de cristal
cayeron como témpanos arrancados. Alguien gritó y la cabeza se escondió en
el interior de la casa. Yo ya estaba en pie, así que recorrí la azotea baja y
llegué a la esquina en cinco zancadas rápidas.
Desde allí pude ver un muro alto que se extendía a lo lejos entre dos
jardines, con una amplitud de hierba que lo cubría todo como mares negros y
congelados. No me apetecía quedarme atrapada en ningún jardín sin una
salida clara. Tendría que valerme el muro. Era un metro más bajo que la
azotea y tendría que girarme y bajar con cuidado por el borde estrecho de
ladrillo. Cuando comencé la bajada, vi que el primero de los perseguidores
había saltado desde la ventana rota.
Corrí por el borde, escabulléndome como si fuera un gato, con la mirada
al frente e ignorando la caída a ambos lados. Había árboles en los jardines; vi
los protectores antifantasmas plateados colgando de las ramas y olí los

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arbustos de lavanda en la oscuridad. Oí un grito detrás de mí y algo me pasó
junto al hombro para luego desaparecer.
Llegué a un punto en el que el muro se bifurcaba: aquel era el final de los
jardines de una calle y el comienzo de los de la siguiente. A la derecha se
alzaba un muro lateral. A la izquierda se extendía un seto grueso. Miré atrás.
Uno de los hombres me había seguido por el muro y se movía vacilante con
un cuchillo corto en la mano. Otro había saltado hacia el césped y corría por
la hierba. Su esfuerzo no serviría de nada, puesto que el seto iba a bloquearle
el paso. El tercer hombre no estaba en ninguna parte. Quizá hubiera resultado
herido al cruzar la ventana rota.
Esa era mi esperanza.
Continué recto, siguiendo la línea en la que estaba. Quería llegar a la
carretera que había a lo lejos. Delante se alzaba la siguiente hilera de casas.
Allí también se erguía un invernadero inclinado que resplandecía fríamente
bajo la luz de la luna justo donde acababa el muro. Detrás pude atisbar el
tejado bajo de un garaje y quizá un hueco que llevaba hasta la calle.
El techo del invernadero estaba más alto que el muro. Mientras frenaba el
paso para pensar qué hacer, algo me golpeó en el antebrazo. Sentí una
punzada aguda de dolor y la sacudida hizo que me tambaleara. Casi me caí.
En lugar de eso, me lancé hacia un lado del invernadero. Me ardía el brazo
cuando me encaramé al tejado y, al tocarme la zona, sentí los dedos mojados.
Corrí sobre el tejado de cristal, inclinándome hacia dentro y con las botas
resbalando y deslizándose sobre los vidrios empinados. Me bajé de allí y
llegué al techo del garaje. La calle no estaba muy lejos.
Otro grito a mi espalda, seguido de un segundo alarido. Me detuve. Al
mirar atrás vi que el primer perseguidor había escalado el invernadero. Era
más grande que yo y bastante más pesado, de modo que no podría seguirme
corriendo. Se sentó y empezó a arrastrarse por la cúspide del tejado, como un
niño de muslos gordos montándose sobre un caballo fantasma en una
atracción de feria.
Esperé hasta que llegó a la mitad, lejos de ambos extremos. Luego saqué
un destello de magnesio del bolsillo.
No era una táctica muy considerada, pero no me importó en ese momento.
Tras arrojarlo, el destello se precipitó sobre el tejado del invernadero justo
delante del hombre que se arrastraba y explotó con un resplandor de luz
blanca abrasadora que le roció de fragmentos de hierro caliente. Gritó y se
echó hacia atrás para intentar protegerse la cara. Al hacerlo, el cristal bajo sus

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rodillas crujió y se rompió por completo. El techo se vino abajo; con un
alarido, el hombre se lanzó hacia el humo plateado y desapareció.
Algo rebotó sobre los ladrillos que tenía detrás y un cuchillo se deslizó
por el asfalto. El perseguidor del jardín había atravesado el seto y corría por la
hierba en mi dirección.
Le hice un gesto obsceno y luego me alejé por el tejado, salté el borde,
aterricé en el capó de un coche y caí de un salto al camino adoquinado. Ya
estaba corriendo cuando pisé el suelo. Era una callejuela pequeña y quizá
bastante bonita, pero no me quedé para admirar la arquitectura. Salí en
cuestión de segundos y atravesé las calles silenciosas de Clerkenwell
corriendo a toda velocidad.
Solo me permití bajar un poco el ritmo cuando me había alejado varios
kilómetros y estaba perdida entre los callejones sinuosos cerca de la estación
de St. Pancras. Pero no dejé de moverme. Tenía la manga mojada y sentía el
lado del brazo entumecido. Era una noche fría y descansar me habría
convertido en presa de la conmoción y el agotamiento. Además, mi mente se
habría puesto a trabajar. Y lo último que quería entonces era pensar en lo que
nos había pasado a Harold Mailer y a mí.
Lo que sí supe por instinto y sin siquiera pensarlo era que no podía volver
a casa. Los hombres que habían intentado silenciarme sabían muy bien dónde
vivía. Esa noche, mi pequeño piso en Tooting no sería un lugar seguro.
Así, poco a poco, utilizando caminos alternativos y rodeando con cautela
los límites septentrionales del centro de Londres, emprendí el largo y
doloroso camino hasta el único refugio que se me ocurrió. El único sitio en el
que sabía que estaría a salvo.
Ni siquiera tuve que darle muchas vueltas. Me dirigía al número treinta y
cinco de Portland Row.

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S olo había cinco kilómetros en línea recta desde Clerkenwell a


Marylebone, pero tardé varias horas en recorrer esa distancia. El
cansancio me pesaba y a menudo perdía el rumbo. También me
preocupaba que me persiguieran, así que me mantuve alejada de las calles
principales y tomé desvíos largos para evitar encontrarme con los vivos. Vi un
par de vehículos a lo lejos —la mayoría eran coches de las agencias y
furgonetas del DICP— y, en mi estado, no confié en ninguno de ellos. La
paranoia me mantuvo a salvo y los fantasmas no me detectaron, lo que era
otra ventaja. Pero, cuando al fin llegué a la calle que conocía, me había
transformado en una figura lenta y penosa.
Caminé arduamente por el centro de la carretera y dejé atrás la tienda de
Arif y la oxidada farola protectora, serpenteando lánguidamente entre las
cadenas silenciosas de coches aparcados. Todo estaba en silencio, oscuro y
cerrado. Ya había pasado la medianoche. Nadie en su sano juicio visitaría las
demás casas, excepto los agentes que investigaban un caso. Fue entonces,
cuando llegué al número treinta y cinco y vi las ventanas negras y oscuras,
cuando recordé que era muy posible (y bastante probable) que Lockwood y
los demás no estuvieran en casa. Aquel pensamiento hizo que me tambaleara,
pero era demasiado tarde. Crucé la acera en dirección a la verja.
Todavía estaba torcida y no habían cambiado el cartel:

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AGENCIA A. J. LOCKWOOD, INVESTIGADORES.
SI HA ATARDECIDO, TOQUE LA CAMPANA
Y ESPERE TRAS LA LÍNEA DE HIERRO.

La abrí y caminé con cuidado hacia la casa, pisando los azulejos


irregulares. La barrera de hierro incrustada en la mitad del camino brillaba
tenuemente bajo el resplandor de la farola que había frente al número treinta y
siete. Pude ver la campana colgada del poste que había al lado. Muchos
encargos habían comenzado con esa campana sonando a horas extrañas de la
noche. Con clientes muy distintos: el médico de la familia Slaine, que nos
había llamado al descubrir que los seis parientes habían desaparecido de sus
camas; el único superviviente del grupo de caza de Bromley Wick… En el
caso del acosador de Bayswater, la sobrina del viejo y malvado Crawford casi
se había colgado de ella, desesperada al ver que la seguía flotando por la
carretera.
Una cosa era cierta siempre: armaba un gran jaleo.
Alargué el brazo para llamar mientras observaba la calle adormilada.
Durante un instante, reapareció un atisbo de orgullo. Quizá debería esperar a
la mañana siguiente y que fuera una hora más decente. Siempre podía
refugiarme en algún sitio, acurrucarme en la escalera detrás de la tienda de
Arif, quizá y…
No, esa idea estúpida no me detuvo demasiado. Necesitaba ayuda y la
necesitaba ahora.
Agarré el badajo y me preparé.
George me había hablado una vez de una teoría que decía que a los
fantasmas les desagradaban los ruidos fuertes, sobre todo los que provienen
de instrumentos de hierro. Me había explicado que los antiguos griegos solían
alejar a los espíritus malvados con sonajeros metálicos y panderetas. Bueno,
pues si algún ente acechaba Portland Row aquella noche, su ectoplasma se
disolvería en cuanto empezara a tocar la campana. Yo por poco perdí un par
de dientes. Aquel espantoso ruido abrió un agujero en el entramado de la
noche.
La moví durante veinte segundos y, cuando me detuve, el repiqueteo de
mi corazón siguió martilleándome en el pecho.
Pasó un rato breve. Unos movimientos sonaron en la casa, lo que me
alivió mucho. Un tenue resplandor apareció de pronto en el semicírculo de los

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cristales pétreos que había sobre la puerta. Habrían encendido la lámpara en
forma de calavera de cristal que había en la mesita del pasillo. Oí cómo
quitaban la cadena y tiraban del pestillo. Me alejé de la puerta y me quedé
detrás de la línea de hierro. Era mejor no estar demasiado cerca. Así les
dejaba su espacio. Algunas personas podían ponerse muy nerviosas si abrían
la puerta por la noche y se topaban con una figura oscura…, sobre todo si esas
personas eran George.
Pero no era George, sino Lockwood. La puerta se abrió y le vi con su bata
larga y oscura, su pijama azul marino y el estoque de repuesto (el que
guardábamos con los paraguas en el pasillo) listo en la mano. Tenía los pies
descalzos y el pelo alborotado. Su rostro delgado expresaba cansancio, pero
tranquilidad. Contempló la oscuridad.
Me quedé allí. No sabía qué decirle.
—¿Lucy?
No había dormido en toda la noche y solo había descansado un poco la
noche anterior. En las últimas horas había huido de tres asesinos y me había
encontrado con el fantasma de una persona a la que acababan de quitarle la
vida. Me habían herido al lanzar un cuchillo y me había hecho infinidad de
chichones y moratones mientras escapaba, todo eso antes de recorrerme
medio Londres andando. No comía desde… ¿Cuándo había comido? No lo
recordaba. Tenía las medias rotas. Tenía frío, estaba agarrotada y dolorida, y
apenas podía mantenerme en pie. Ah, sí, y mi abrigo apestaba.
Ya había pasado la medianoche. Permanecí en el umbral, con aquel
aspecto tan maravilloso.
—Lockwood…
Pero ya había llegado a mi lado y me rodeaba con un brazo. Tiró de mí y
me guio hasta la puerta, llevándome hacia el calor y la luz. No paró de hablar
en ningún momento.
—Lucy, ¿qué ha pasado? Estás temblando. Ven. Vamos, entra.
El familiar aroma de Portland Row me envolvió: esa mezcla de hierro y
sal, abrigos de cuero y ese curioso hedor a polvo y humedad que venía de las
máscaras, las macetas y los souvenirs orientales de las estanterías. Por algún
motivo, sentí que estaba a punto de echarme a llorar. No podía hacerlo. Me
tragué las lágrimas cuando la puerta se cerró tras nosotros y alejó la noche.
Lockwood echó el pestillo, corrió las cadenas y dejó el estoque en la vieja
maceta descascarillada que usábamos como paragüero. Todavía me rodeaba
con el brazo cuando me acompañó por el pasillo.
—Siento molestarte tan tarde —dije.

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—¡Ni se te ocurra pensar en eso! Pero estás agotada y apenas te oigo.
Vayamos a la cocina.
Llegamos a la cocina, donde la luz era tan potente y clara que hizo que me
estremeciera. Vi los cereales, los contenedores de sal, las tazas y las teteras.
Vi el cojín apolillado de George en su silla. Y vi el mantel de pensar sobre la
mesa, uno nuevo, con dibujos y diseños que no conocía. Eso también hizo que
me picaran los ojos. Lockwood no se dio cuenta. Estaba diciendo algo y
apartando una silla. Cuando me hundí en ella, se fijó en mi manga y vio la
sangre coagulada que iba desde el codo hasta la muñeca. Le cambió la cara.
—¿Qué demonios tienes ahí?
—No es nada. Solo es un corte.
Se arrodilló a mi lado, me subió la manga con sus dedos largos y rápidos
y reveló la herida del brazo. Me lanzó una mirada penetrante.
—Esto lo ha hecho un cuchillo, Lucy. ¿Quién…? —Se puso de pie—. No,
las explicaciones pueden esperar. Iré a por George. Podemos limpiarlo y
curarte. Ya no tienes que preocuparte. Aquí estás a salvo.
—Gracias. Lo sé. Por eso he venido.
—¿Quieres té?
—Sí, por favor. Dentro de un rato. Pero puedo hacerlo…
—De eso nada. Tú quédate sentada. —Se levantó—. Últimamente George
lleva tapones para que no le despierten sus propios ronquidos. Eso significa
que tendré que adentrarme en su dormitorio.
—Si no vuelves, iré a buscarte —dije, aunque luego dudé—. Bueno,
pensándolo mejor, puede que no.
Él sonrió y me apretó el hombro. Desapareció tras el susurro de su bata.
Permanecí sentada en la acogedora cocina y, quizá porque me había quedado
dormida o porque Lockwood se había movido muy rápido, me pareció que
solo había pasado un segundo antes de que la puerta se abriera de golpe y
entrara George, con el rostro pálido, el pijama ondeando y cargando un
botiquín de primeros auxilios bajo el brazo.

Un rato después, tenía delante una taza de té y un montículo de galletas muy


cerca. El botiquín descansaba sobre la mesa, junto a los trozos de algodón y
las toallitas antisépticas. George y Lockwood me habían limpiado y tapado la
herida juntos y, aunque pensaba que se habían pasado un poco con las vendas
(mi brazo parecía algo sacado de un sarcófago), sin duda me sentía mucho
mejor. Mientras trabajaban, Lockwood calentó la tetera, George colocó las

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galletas de chocolate en varios platos y yo les conté lo que había pasado. Me
escucharon sin interrumpirme. Cuando terminé, nos quedamos un rato en
silencio, mojando las galletas en la bebida.
—Ese renacuajo de Harold Mailer —dijo George, al rato—. Increíble.
¿Quién lo habría pensado?
—Está mal hablar así de los muertos, la verdad —dijo Lockwood—. Pero
siempre me pareció que era un tipo pequeño y gruñón. Se reía demasiado y
muy fuerte. Nunca me cayó bien.
—Eso no significa que mereciera morir —repuse.
—No, por supuesto que no… ¿Y por qué murió? ¿Por qué le mataron?
Hay dos posibilidades: o fue lo bastante estúpido como para hablarles de ti o
sospecharon que iba a darte la información. Fuera como fuera, decidieron
erradicar el problema. —Me miró con aspereza; yo tenía la mirada fija en la
mesa—. Espero que no te sientas culpable por esto, Lucy. No es tu culpa, para
nada. Lo sabes, ¿verdad? Mailer decidió involucrarse con esos hombres. Que
tú le desafiaras no te hace responsable de su asesinato.
Todo aquello era totalmente cierto. Sin embargo, no conseguía alegrarme.
—Su fantasma podría haberme petrificado —dije rápidamente—. Estaba
justo a mi lado en el camposanto, pero no lo hizo. Decidió contenerse.
—Sí, eso estuvo bien por su parte —respondió Lockwood después de un
silencio—. Fue justo.
—¿Y qué fue lo que te dijo? —preguntó George—. Lo del sitio
sangriento. ¿Se te ocurre a qué se podía referir?
Suspiré.
—No tengo ni idea. Quizá le oí mal. Balbuceaba muchas cosas y no se
entendía nada. Es lo normal…, dadas las circunstancias.
Dado que le acababan de asesinar, eso era lo que quería decir. En mi
imaginación, veía la figura tumbada y abandonada en el banco. Seguro que el
cuerpo de Harold aún seguía allí, solo en la penumbra y el frío…
Intenté concentrarme en otra cosa.
—Lockwood —dije—, ¿crees que los demás ayudantes de la incineradora
están metidos en esto?
Él se encogió de hombros.
—No me sorprendería en absoluto. Este fraude es algo gordo, y por eso
esos tipos tenían tantas ganas de callarte a ti también, Luce. Ahora no puedes
volver a casa, obviamente. Saben dónde vives.
Contemplé la mesa y me aclaré la garganta.

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—Ya. Pensaba que quizá podría quedarme esta noche… Solo hasta que
sea de día. Por la mañana…
—Solo esta noche no. —Lockwood se levantó y fue hacia la nevera—. No
puedes ir a casa, punto final. No hasta que encontremos a esos hombres y
acabemos con esto. Puede quedarse una temporada, ¿no, George?
Hasta ese momento, había olvidado por completo las dificultades que
habíamos tenido, de modo que aquello fue una prueba para George. Mientras
me curaba la herida y escuchaba mi historia solo había expresado compasión
y preocupación. Ahora, solo durante el instante en el que me miró y dudó,
recordé la rabia y el dolor que le había causado. Después su rostro cambió.
—Claro —respondió—. Por supuesto que puede.
Me inundó una sensación de calidez, hecha de té, galletas y una gratitud
repentina.
—Gracias.
—Estará bien que te quedes tú en vez de Holly —añadió George—.
Siento que siempre tengo que limpiar la bañera cuando acabo si está aquí, por
si me he dejado algún pelo, suciedad o algo. Pero con la buena de Luce es
distinto. A la buena de Luce no le importa.
Lockwood había traído una jarra de plástico y estaba cogiendo unos
vasos.
—Te preocupas demasiado por Holly, George. Anoche no se quejó,
¿verdad? ¿Quieres zumo de naranja, Lucy? Es tu favorito, el que tiene trocitos
de pulpa flotando.
—A Lucy no le gusta el zumo de naranja con pulpa flotando —repuso
George—. ¿No te acuerdas?
—Ah, sí. Es verdad. Se te mete entre los dientes, ¿no?
Le miré fijamente. La sensación de calidez se desvaneció un poco.
—Me tomaré un zumo. ¿Holly se quedó a dormir anoche?
—Personalmente, siempre he pensado que intentar quitártela de entre los
dientes forma parte de la diversión —opinó Lockwood—. Puedes fingir que
eres una ballena azul. —Su mirada se encontró con la mía—. ¿Qué?
—Holly. ¿Ahora se queda a dormir?
—No, no siempre. Depende de cómo acabe la noche. ¿Te apetecen gofres,
George?
—Sí, por favor. Tengo hambre.
—¿Luce?
—Sí… Vale, me tomaría unos gofres… ¿Con qué frecuencia se queda?
Lockwood encendió la tostadora.

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—No sé si eso es algo de lo que una agente autónoma como tú deba
preocuparse. No usa tu antiguo dormitorio, si eso es lo que te molesta.
Silbó una melodía desentonada mientras se servía el zumo.
—Ah, ¿no? ¿Y dónde…?
—Ahora guardo casi toda mi ropa ahí arriba —me interrumpió George—.
Mi cuarto está tan lleno de libros y experimentos que ya no caben ni los
calzoncillos más apretados. En tu buhardilla caben perfectamente. Por lo
demás, está exactamente como la dejaste. Puedes dormir allí esta noche si
quieres.
—Gracias… Eres muy amable.
—De nada. Intentaré no despertarte cuando vaya a vestirme por la
mañana.
Unos minutos después, la comida se convirtió en la protagonista.
Preparamos gofres y bebimos zumo de naranja (con y sin pulpa). Observé la
cocina. Estaba impecable. La influencia de Holly seguía allí. Cuando yo
trabajaba en la agencia, ella dirigía la casa como si fuera una operación
militar. Lo único nuevo que encontré fue un tablón de corcho que habían
colgado en el armario junto a la escalera que llevaba al despacho. En él había
un mapa del sureste de Inglaterra, con Londres en el centro y los condados
circundantes. Unas chinchetas de colores colocadas en óvalos concéntricos
irradiaban de un punto central en el sureste de la ciudad. Lo contemplé,
perpleja. Aquella precisión y minuciosidad tenía el sello de George. Al fin,
Lockwood apartó su plato.
—Venga, pensemos en esto —dijo—. Las implicaciones de lo que nos has
contado son enormes, Luce. El DICP asume que todos los orígenes que se
llevan a la incineradora se destruyen. Algunos (por lo que sabemos, puede
que todos) se guardan y acaban en el mercado negro. Objetos increíblemente
peligrosos se distribuyen de esa forma. Pensad, por ejemplo, en el frasco de
dientes de la casa de Guppy. Creímos que lo habían quemado la otra noche,
pero ¿fue así? No lo sabemos.
Me estremecí. Pensar en que el espíritu del caníbal volviera a estar suelto
era aterrador.
—¿A quién se lo disteis en la incineradora? —pregunté—. ¿A Mailer?
—No —respondió Lockwood—. A una chica llamada Christie. Parecía de
fiar, pero a saber.
—Apostaría que ese caso resurgiera —comentó George—. No te habrás
enterado, Luce, pero Penelope Fittes estaba encantada con nuestra actuación

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en Ealing. Quiere volver a vernos. Yo creo que tendrá otro trabajo para
nosotros, pero Lockwood cree que será una medalla.
—¿Por qué no las dos cosas? —Lockwood me sonrió—. Pues si está
contenta por eso, imaginad lo feliz que se pondrá cuando acabemos con los
contrabandistas del mercado negro. Seguro que son nuestros viejos amigos los
Winkman. Estarán detrás de esto, sin duda.
—Espera. Cuando dices que «acabaremos» con esto, ¿a qué te refieres
exactamente? —preguntó George—. Esto no es asunto nuestro. Lo más obvio
es hablar con el inspector Barnes.
—Supongo que podríamos hacer eso. —Lockwood habló con un tono
exageradamente aburrido—. Si queremos que el DICP lo estropee. O se lleve
el mérito. O ambas cosas.
Esa era mi señal. Llevaba un rato queriendo decir algo, pero no estaba
segura de cómo empezar. El evidente interés de Lockwood me dio la
oportunidad perfecta.
—El otro día vi a Flo —empecé—. Dice que hay un nuevo coleccionista
en la ciudad, alguien que paga muy bien por los mejores orígenes. Los
Winkman están haciendo todo lo posible para saciar la sed de ese tipo. Flo
dice que hay grandes mercados nocturnos en los que se subastan las reliquias
de los saqueadores. Y sé que las cosas de Mailer acabaron en esas subastas,
porque la cabeza momificada de la que os he hablado estaba allí.
Hice una pausa para asimilar sus reacciones. Lockwood asintió y esbozó
una tímida sonrisa. Sabía que estaba dándole vueltas a la misma idea. George,
inexpresivo, me observaba atentamente.
—La verdad es que estaba pensando en pasarme por la siguiente reunión
—dije con indiferencia—. Para ver si averiguo cómo funciona la operación y
quién es el coleccionista, ¿sabéis?
Lockwood se frotó la barbilla; tenía un brillo lejano en los ojos.
—Flo es nuestro contacto —comentó—. Quizá pueda agenciarte algo con
lo que puedas entrar. Aunque es arriesgado, Luce.
—Ya te digo si es arriesgado —coincidió George—. Esos gánsteres ya
han intentado matarte. Te estarás poniendo en bandeja.
Me encogí de hombros.
—Ya, supongo que eso es verdad.
—Además, los saqueadores de reliquias odian a los desconocidos. Son
famosos por ser violentos con quienes meten las narices en sus asuntos.
—Yo también he oído eso.

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—Y no te olvides de los Winkman —siguió George—. Leopold y
Adelaide juraron hacernos pedazos. Sería como meterse en la boca de un lobo
peligroso.
—Sí, es un plan estúpido, Luce —dijo Lockwood. Se estiró en la silla—.
Incluso suicida. Si lo hicieras sola…
Me sonrió.
La sensación de calidez regresó. Cuando volví en mí, me percaté de que
George se había quitado las gafas y se las limpiaba con la esquina de la parte
de arriba del pijama. Puede que fuera un movimiento ligeramente nervioso,
pero no me fijé demasiado, ya que al hacerlo también había revelado sin
querer un trozo demasiado rosado de su estómago.
—Es imposible, Lockwood —decía—. No se puede.
Lockwood estaba observando el techo con las manos detrás de la cabeza.
—Debe de haber una manera… Solo que todavía no se nos ha ocurrido.
Respondí en un susurro:
—No tenemos… No tengo que hacer ninguna estupidez —dije—. Pero…
—dudé—. En realidad, lo que quiero es…
—Sé exactamente lo que quieres —interrumpió George—. Quieres la
calavera.
Le miré.
—Venga, admítelo. Esa es tu motivación. Quieres recuperarla. La echas
de menos. Lo de los Winkman es totalmente secundario.
—Bueno, no es que la eche de menos precisamente. —Solté una risita—.
Tampoco es que la necesite para charlar ni nada. Pero sí, quiero tenerla otra
vez. Es importante para mí.
—¿Esa vieja calavera malvada?
—Sí.
—¿Con sus costumbres espeluznantes? —Pensativo, George se rascó el
ombligo con la patilla de las gafas y luego volvió a colocárselas sobre la nariz
—. Extraordinario.
—Ya sabes lo único que es ese fantasma —expliqué—. Los demás
espíritus solo pueden comunicarse en fragmentos, en trozos de palabras. La
calavera es distinta y yo… no quiero perder esa conexión. Si es posible, me
gustaría encontrar la manera… Podría intentarlo yo sola, claro, pero si la
agencia Lockwood pudiera ayudarme, os estaría muy agradecida. Pero es
vuestra decisión.
Permanecimos sentados. Nadie dijo nada durante un minuto o dos.
—George —dijo Lockwood—, ¿cuántos casos tenemos pendientes?

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—Unos cuantos. Hol sabrá el número exacto. Y un posible cliente nuevo
viene a vernos esta mañana. ¿Te acuerdas? El que no es de la ciudad. Eso me
recuerda que deberíamos dormir algo.
Lockwood asintió lentamente.
—Bueno, Luce, podríamos echarte una mano. No por el bien de la
calavera, aunque veo que eso es importante. Por mi parte, lo haría por lo que
esos hombres han intentado hacerte. —Le dio un bocado al gofre—. Pero,
técnicamente hablando, serías nuestra clienta y no nuestra compañera. ¿Te
parece bien?
Tenía esa mirada que yo conocía tan bien: una brillante, como si la chispa
de la aventura se hubiera encendido en su interior. George sacudía la cabeza y
resoplaba mucho, pero también vi la electricidad en sus ojos. Era extraño.
Como clienta, como alguien que estaba en deuda con ellos, todo era tan
sencillo como antes de que me marchara.
—Me parece bien —respondí, y lo decía en serio—. Gracias, Lockwood.
Gracias, George. Y tendríamos que hablar del pago…
Lockwood levantó una mano.
—No hace falta. Bien. Ya está todo acordado. Ahora, si te acuerdas de
cómo volver a la buhardilla, todos deberíamos irnos a la cama.

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E sa noche dormí tan profundamente como un muerto, y, al despertar, me


sentí totalmente desorientada. Como un buzo que lleva demasiado
tiempo bajo el agua y sube a la superficie, me puse a observar cómo el
sol bañaba las vigas de mi antiguo y bonito dormitorio de la buhardilla. Me
incorporé y miré a mi alrededor. Durante un instante breve, seguía trabajando
en la agencia Lockwood y lo que había ocurrido en los últimos meses no era
más que una pesadilla lejana. Luego vi que algunos de los calcetines de
George cubrían el alféizar como si fueran serpientes cansadas y pilas de su
ropa se erigían como megalitos siniestros a los pies de la cama, así que el
mundo volvió a su sitio.
Me duché con cierta incomodidad en el baño diminuto apretujado entre
los aleros, dejando el brazo vendado fuera de la cortina. Después me vestí. Lo
bueno era que allí tenía ropa limpia. Al abrir la puerta, encontré un bonito
montón de prendas dobladas esperándome en el escalón del rellano. Todas
eran mías: cosas que me había dejado al irme corriendo hacía cuatro meses.
Alguien (supuse que Holly) las había lavado y planchado desde entonces. Las
cogí y las revisé. Al final tuve que ponerme la misma falda, pero el resto
estaba limpio y me dio un aspecto mucho más presentable.
Sentía el cuerpo más ligero, extraño y sin sangre, como si me estuviera
recuperando de pasar la fiebre. Con movimientos lentos, bajé al rellano del
primer piso. Las paredes seguían decoradas con objetos raros hechos de

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huesos, conchas y plumas: los rastreadores de fantasmas y otros souvenirs
orientales que los padres de Lockwood habían llevado a Inglaterra hacía
muchos años, antes de morir. Y allí, cerrada como siempre, estaba la puerta
del dormitorio de la hermana de Lockwood, el sitio donde había muerto. En
resumen: todo seguía como antes, pero era como si lo estuviera viendo por
primera vez. Dormitorios prohibidos, recuerdos infelices… En aquella casa,
el pasado estaba muy cerca y envolvía al pobre Lockwood con fiereza.
Las voces de los vivos sonaban desde abajo. Era media mañana, así que
debían de estar en la reunión del cliente que habían mencionado. No iba a
molestarlos. Bajé la escalera y eché un vistazo hacia la cocina.
Había un tablón concreto que chirriaba cerca de los pies de la escalera. Un
hombre había muerto allí en el pasado, y George afirmaba que el ruido (que
juraba que había surgido después de su muerte) era un ejemplo de aparición
ultratenue. Yo creía que solo era un tablón chirriante. Fuera como fuera, lo
pisé.
La puerta del salón estaba algo entornada. Cuando el suelo crujió, las
voces se acallaron.
—¿Eres tú, Lucy? —preguntó Lockwood—. ¡Ven con nosotros! Hay
tarta.
Un poco a regañadientes, asomé la cabeza al interior de la habitación. Allí
estaban, iluminados por los rayos diagonales de luz, Lockwood y George,
sentados junto a la mesita. También estaban Holly y un chico al que no
conocía. Había un magnífico bizcocho colorido sobre la mesa, con glaseado
de azúcar y cuadrados rosas y amarillos que imitaban a un amanecer cubista.
Estaban dándole la bienvenida al cliente. Holly estaba sirviendo el té.
George levantó la vista.
—¡Mira, otra clienta! Hoy están por todas partes. ¡Miremos debajo del
sofá! Puede que haya más escondiéndose detrás de las cortinas.
—Lo siento —dije—. No pretendía interrumpiros. Hola, Holly.
Holly había parado de verter y me miraba con una expresión de
preocupación evidente. En los viejos tiempos, me habría enfadado al ver
cómo me observaba y habría sospechado que su interés era condescendiente y
falso.
Ahora no me molestaba nada y, en cierto modo, me alegraba.
—Lucy —dijo—, cómo me alegro de que estés bien. —Frunció el ceño—.
¿Qué le han hecho a tu pobre brazo?
—No, no te preocupes. Solo es un rasguño.

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—Me refiero a las vendas. Es la práctica de primeros auxilios más
incompetente que he visto en mi vida, de verdad. Lockwood, George,
¿cuántos apósitos usasteis? Me sorprende que Lucy haya podido caber por la
puerta.
Lockwood parecía dolido.
—Fue un intento bastante decente para ser las dos de la madrugada.
Pensamos que era mejor prevenir que curar… No queríamos encontrarnos
trozos de Lucy tirados por la casa cuando nos levantáramos esta mañana.
Podrías arreglárselo después. Lucy, llegas justo a tiempo. Ven y siéntate. Este
es Danny Skinner. Ha venido para que le aconsejemos.
—Gracias —respondí—. Pero estoy bien. No quiero meterme. Os veré
cuando acabéis.
—No, nos vendría bien tu sabiduría. —Sonrió—. Siempre que no nos
cobres por este rato. Holly, más té. George, otro trozo de bizcocho. Y ya
podremos empezar.
Bueno, ¿qué otra cosa iba a hacer? ¿Sentarme sola en la cocina y pasarme
una hora mirando el mapa de George? Y la tarta tenía buena pinta, más que
una hamburguesa o unos fideos tailandeses, que era lo que solía desayunar.
Por eso, solo lo dudé un poco antes de dejarme llevar, tomar asiento en mi
antigua silla y observar bien al segundo cliente que había recibido la agencia
Lockwood aquella mañana.
Desde el principio, había algo concreto que le diferenciaba. No era su
aspecto despeinado, su ropa embarrada y raída o la estela continua de
quemaduras de ectoplasma que le recorría el abrigo como una ráfaga
congelada de disparos. No era el modo de sentarse tenso, los ojos como
esferas vacías llenas de recuerdos terroríficos o la forma inquieta en la que se
frotaba los nudillos hinchados de la mano izquierda. Veíamos eso todos los
días de la semana. Ni siquiera era que hablara con lucidez y describiera todos
los horrores que sufría su comunidad. No, ninguna de esas cosas nos hizo
erguirnos y prestarle atención.
¿Y qué fue? Su edad. O la falta de ella.
Danny Skinner no era un adulto. Como he dicho, era un niño.
Tendría unos diez años.
Eso no era habitual.
Los niños ven a los fantasmas. Los adultos se quejan de ellos. Como
George puntualizó una vez, hay varias reglas relacionadas con el Problema
que son casi inmutables, y esta (la tercera ley de George) es una de las más
obvias. Como agentes de detección psíquica, muchos niños nos proporcionan

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información, pero son los adultos los que suelen llamar a nuestra puerta. Ellos
tienen la capacidad financiera para contratarnos y, además, los niños suelen
estar demasiado ocupados trabajando (y muriendo) como sensibles, como
miembros de la patrulla nocturna o incluso como agentes, igual que nosotros,
así que no le pedirían ayuda a ninguna otra persona.
Pero aquí estaba el niño. Sentado en nuestro sofá. Solo.
Bueno, no solo exactamente. Al poco tuvo a Holly a un lado, insistiendo
para que probara el té, y a George al otro, que le ofrecía un buen pedazo de
bizcocho. Si hubiera quedado espacio, quizá yo también estaría allí,
ahuecando los cojines, masajeándole los dedos de los pies o algo así. Había
algo en él —era frágil, pero a la vez duro e impertérrito— que conseguía darte
pena sin que te irritara. En un mundo en el que ningún niño puede permitirse
realmente ser inepto y la mayoría ponemos nuestra vida en peligro de forma
natural, es un equilibrio bastante difícil de alcanzar.
La principal razón era que tenía un aspecto delgaducho y sombrío: piel
pálida, ojos enfermizamente grandes y un par de orejas que podrían alejarle
varios kilómetros si había fuertes vientos. Tenía el pelo marrón claro cortado
de manera desaliñada. Su jersey trenzado parecía estarle demasiado grande, y
la cabeza y el cuello le sobresalían como una cría de cigüeña asomando del
nido. Todo muy encantador. Hazme caso, si estuvieras en un globo
aerostático a punto de caer en picado y tuvieras que elegir entre lanzarlo a él o
una cesta llena de cachorros supermonos, harías que los cachorros cayeran
dando vueltas hasta el suelo.
George y Holly se apartaron. El chico, ahora cargado de té y tarta, nos
miró a todos.
Lockwood hizo una floritura con la mano para animarle a hablar.
—Bueno…, señor Skinner —dijo—. Soy Anthony Lockwood y estos son
mis amigos. ¿Qué podemos hacer por usted?
La voz de Danny Skinner resultó sorprendentemente firme y grave.
—¿Ha recibido mi mensaje, señor?
—Sí. Algo sobre… un pueblo maldito, ¿verdad? —dijo Lockwood
después de consultar una carta arrugada.
—Eso es. Aldbury Castle. Esperaba que pudieran venir y echar un vistazo.
—¿El pueblo se llama Aldbury Castle? Ya veo. ¿Y dónde está Aldbury
Castle?
—En Hampshire, señor. A una hora en tren hacia el suroeste de Waterloo,
y luego un kilómetro y medio al este por la carretera de Aldbury. El tren hacia
Southampton sale a la una y media, así que, si mueven el trasero, podríamos

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llegar a tiempo. —El chico se ajustó el abrigo sucio y andrajoso—. No se
preocupen, no tendrán que dormir bajo un seto. La posada El viejo ocaso
todavía tiene algunas habitaciones habitables.
Lockwood abrió la boca y la cerró. Se aclaró la garganta.
—Mm, no queremos adelantarnos, señor Skinner. Todavía no hemos
aceptado el caso y ni siquiera hemos hablado de él.
—Seguro que querrán el trabajo cuando lo oigan —contestó el chico. Le
dio un sorbo sonoro al té—. Solo intento ahorrarles tiempo. Siempre podría
explicarlo todo en el tren.
—Hagámoslo así —repuso George—. Mejor nos lo cuenta ahora. ¿Por
qué está maldito el pueblo?
Danny Skinner dejó el plato en la mesa.
—Por los fantasmas, los espíritus y todo eso. Tenemos muchos.
Lockwood se recostó en la silla y sonrió.
—Discúlpeme, pero todo el país sufre esa desgracia. ¿Por qué Aldbury
Castle es tan especial como para que tengamos que dejarlo todo e ir ahora
mismo?
—En nuestro pueblo la situación es peor que en muchos sitios. —El niño
retorció los hombros con una especie de escalofrío—. Ha habido muertes.
La sonrisa de Lockwood desapareció.
—Eso es malo. ¿También ha habido casos de petrificación fantasmal?
—Dieciséis este año.
Lockwood se echó hacia atrás y Holly levantó la mirada del cuaderno.
—¿Dieciséis? ¿Desde enero? No puede hablar en serio.
—Lo mismo ya son diecisiete. Molly Suter se estaba apagando
rápidamente cuando me he marchado esta mañana. Anoche volvía de ver a su
hermana enferma y la rodearon. La atraparon en el campo. Los críos llegaron
con barras de hierro, pero era demasiado tarde. Y cuando yo he salido a
primera hora —el chico se señaló tristemente las quemaduras de ectoplasma
del abrigo—, ya ven que por poco me atrapan a mí también. Me estaban
esperando en el bosque, pese a que ya había salido el sol. Casi no llego al
tren.
—¿Quiénes le estaban esperando? ¿Se refiere a los visitantes?
—Pues claro.
—Suena mal, sin duda. Dígame, ¿por qué no ha venido a vernos ningún
adulto? ¿Su padre o su madre? —Lockwood titubeó de repente—. Oh,
disculpe, ¿están…?
Danny Skinner sorbió por la nariz; fue un ruido breve, agudo y enfadado.

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—Si lo que le preocupa es el pago, el abuelito tiene dinero. Todavía está
vivo, aunque a duras penas. No está bien y no puede salir de la posada. Mi
madre está muerta.
—Lo siento —contestó Lockwood.
El chico encogió los hombros huesudos.
—La buena noticia es que no se ha aparecido. Por ahora.
Se hizo el silencio.
—Pruebe el bizcocho —sugirió George—. Está bueno.
—En realidad no me gustan los dulces —replicó el niño—. No soy muy
goloso. Pero sí decía en serio lo de marcharnos. Tienen que ayudarnos y solo
hay un tren para ir hasta allí.
¿Me lo parecía a mí o se había vuelto un poco menos mono que hacía
unos instantes? Las crías de cigüeña no suelen ser tan prepotentes.
Una combinación de incomodidad y creciente enfado también había
oscurecido el semblante de Lockwood. Se sacudió una mota de polvo
imaginaria de la rodilla.
—Como decía —insistió—, eso no va a ocurrir hasta que nos dé más
detalles. Incluso con esa información, no es probable que vayamos hoy.
Háblenos de los visitantes. ¿Qué clase de fantasmas hay en Aldbury Castle?
—Depende de dónde busque. —Danny Skinner tenía una expresión
malhumorada, y se notaba que apenas podía contener su frustración ante el
hecho de que no tuviéramos ya un pie en la puerta—. Hay espectros en el
parque y acechadores junto a la iglesia. Tenemos una dama fría en la
urbanización nueva, y eso es solo el principio. Donde yo vivo, en la posada El
viejo ocaso, hay un fantasma que llama a la puerta por la noche. Una vez lo
vi. Era como un chico diminuto que brillaba. Era muy pequeño, enclenque
y… creo que es malvado. Tenía una mirada despreciable y furtiva. Se
escabulló atravesando las baldosas y desapareció.
—Un nimbo —observó Holly.
El chico se encogió de hombros.
—Puede. Lo único que voy a decir es que es mejor no bajar a la planta
baja de la posada después de la medianoche. Por lo que sé, los fantasmas del
bosque son casi todos almas en pena y guardianes. No soy experto como
ustedes, los agentes. ¿Ven lo cerca que estuvieron de tocarme? La mayoría de
esos muertos son guerreros asesinados hace mucho. Llevan callados muchos
siglos y ahora se aparecen en los maizales. Y no son lo peor que deambula
por la noche en Aldbury Castle. —Le dio un sorbo al té con un movimiento
violento y dejó la taza en el plato con un chasquido—. Como he dicho, nos

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está pasando factura. La mitad del pueblo ha muerto. Casi todos eran adultos,
porque no podían ver cómo se acercaban los visitantes. Los que somos
jóvenes y podemos luchar nos esforzamos mucho, pero no podemos hacerlo
solos, como no dejo de repetirles.
Miró su reloj de forma exagerada.
Lockwood le ignoró.
—¿El DICP conoce la situación?
—Los informamos, pero no han hecho nada.
—¿Y otras agencias?
—Son peor que inútiles. —Danny Skinner miró a su alrededor, asqueado
—. ¿Puedo escupir aquí?
—Preferiríamos que no.
—Qué pena. Sí, el instituto de la agencia Rotwell está muy cerca. Les
hemos pedido ayuda e incluso enviaron a unos tipos a valorar la situación.
Nos dijeron que no podían hacer nada. Dijeron que a día de hoy no estamos
peor de lo que están en otras partes, lo que es mentira.
Se le hinchó una vena en el cuello y parecía estar cegado por la rabia.
—Ha mencionado a unos guerreros, señor Skinner —dijo George—.
¿Quiere decir que hubo una batalla en Aldbury Castle?
—Sí, hubo una batalla… De los vikingos o algo así. Fue hace mucho
tiempo.
—Ese podría ser parte del motivo —opinó Lockwood—. Los campos de
batalla pueden ser focos de fantasmas, ¿verdad, George?
—Claro… —George golpeó el cuaderno, distraído—. Pero todo el país
está repleto de campos de batallas antiguos, plagas y guerras, y no brotan de
esta forma. Y no sé… ¿Los vikingos? Eso es muy antiguo. Nadie esperaría
que armaran tanto revuelo.
—¿Acaso pone en duda mi palabra? —preguntó Danny Skinner. Le
palpitó la vena—. ¿No se fía de mí?
—No, pero dudo que nos esté dando toda la información necesaria. Está
evitando el principal problema. Todos los fantasmas que ha mencionado
suenan fatal, pero ha dicho que había algo peor ahí suelto. ¿Qué es?
Nuestro invitado se miró el regazo.
—Sí, hay algo más. No quería decírselo ya por si mojaban los pantalones
y se asustaban demasiado como para venir. Iba a decírselo en el tren.
Aquel comentario hizo que todos pusiéramos los ojos en blanco.
Lockwood habló con voz suave.

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—Pues como no vamos a subirnos al tren, señor Skinner, sin duda no hoy
y puede que nunca, quizá podría hacernos el favor de hablarnos de esa cosa
tan terrorífica. Intentaremos contenernos lo mejor que podamos.
El chico sacudió la cabeza.
—¿Saben qué? Solo he venido a la agencia Lockwood porque son jóvenes
como yo. Pensé que me tratarían bien… Bueno, la verdad es que hay algo
más que se pasea de noche por el pueblo de Aldbury Castle. —Se estremeció,
encogió los hombros y jugó con el cuello del jersey, como si de repente
tuviera frío—. Nadie sabe lo que es ni qué es lo que quiere. Pero en el pueblo
tiene un nombre. —Respiró hondo y luego habló con una voz gutural y
atemorizada—: La llamamos… la sombra en llamas.
Se recostó y nos estudió con aire triunfante y fortalecido, como si esperara
que gimiéramos y jadeáramos de terror, nos bajáramos de las sillas y
rodáramos por la habitación sacudiendo las piernas, presas del pánico. No le
funcionó. Lockwood enarcó una ceja con educación, Holly garabateó
brevemente en el cuaderno y luego se rascó la rodilla con elegancia. Yo le di
otro bocado al bizcocho.
George observó al chico por encima de las gafas.
—¿Por qué?
—¿Por qué qué?
—¿Por qué le han puesto ese nombre? O cualquier nombre, ya que
estamos. Ninguna de las otras apariciones que ha mencionado tenía un
nombre especial. ¿Qué es lo que hace que este fantasma sea tan terrorífico?
—Las sombras espeluznantes salen hasta debajo de las piedras por aquí —
añadió Holly mientras el niño nos miraba con el ceño fruncido, indignado—.
Casi todas las sombras o acechadores podrían dar el mismo miedo.
—Tiene que darnos más información —dijo Lockwood—. Demuestre que
vale la pena.
—¿Que vale la pena? —El chico soltó un grito de rabia. Golpeó el brazo
de la silla con el puño, lo que hizo que todos diéramos un brinco—. ¡Los
agentes se piensan que lo han visto todo! ¡Y me miran con desprecio porque
se creen que tienen la verdad absoluta! Los agentes de Rotwell fueron
exactamente iguales. Pues se acabó. —Nos lanzó una mirada hostil, como un
diablillo enfadado de nariz blanca—. La sombra en llamas no es como ningún
otro fantasma que hayan visto. Para empezar, destaca por su tamaño.
—¿Cómo es de grande? —preguntó Lockwood.
—Es gigante —respondió—. Mide dos metros, o puede que más. Tiene un
cuerpo enorme y los brazos y las piernas hinchadas. Fuera lo que fuera

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mientras vivía, está claro que no era un hombre de complexión normal.
—Los mutilados a veces están hinchados —dije—. Podría ser un
mutilado.
—He dicho que tiene piernas y brazos, ¿no? —gruñó Danny Skinner—.
¿Está sorda? ¿Cómo si no iba a pasearse por el pueblo? Lo vi con mis propios
ojos, en el bosque de faisanes bajo la cima de Gunner. Se deslizaba entre los
árboles, con la cabeza gacha y arrastrándose. Soltaba humo, neblina o algo
así.
—Se refiere a la niebla fantasmagórica —dijo Holly.
—No. —El chico sacudió la cabeza—. Sé lo que es la niebla
fantasmagórica. Hay mucha en el parque y el pueblo está cubierto algunas
noches. Esto es distinto. Esa cosa sale del espíritu cuando se mueve. Le sigue
como una capa, como la estela de un cometa. Casi como si estuviera ardiendo.
Nunca se ha visto un mutilado así.
George se sacudió unas migas del regazo.
—Admito que ahora me interesa un poco. Entonces, ¿la sombra está
cubierta de fuego?
—Los bordes parpadean. Si son llamas, son tan frías como el infierno.
—Describa la aparición. ¿Qué detalles ve cuando la mira? ¿La cara? ¿La
ropa?
—Nada, solo un contorno negro. —El niño puso los ojos en blanco—.
¡Por el amor de Dios! ¿Por qué creen que la llamamos sombra?
—Vale —dijo Lockwood—. Está bien que muestre un poco de carácter,
pero, si no se controla, ya verá cómo le echamos a la calle de una patada. Y lo
hará Holly, lo que será superembarazoso.
—¿Qué más puede decirnos? —pregunté.
Danny Skinner me miró.
—Pensaba que era una clienta.
—Ah…, sí. Solo soy una observadora. No me haga caso.
No sé si era algo inherente a él o el resultado de demasiadas experiencias
horribles acumuladas, pero el chico sufría oleadas de rabia. Podía ver cómo
aparecían y se alejaban al instante.
—Se mueve de una manera extraña —explicó—, y la forma de la cabeza
es rara. Parece que va rodando… Creo que está deformada. También irradia
oleadas de frío. Yo por poco me congelé del miedo.
—¿La vio en el bosque?
—Sí, pero los niños la han visto en otras partes. En la calle de la iglesia,
merodeando en el camposanto, arriba en los puestos y al otro lado del parque.

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Lockwood frunció el ceño.
—Parece que se mueve mucho. Eso es raro. Aparte de que merodea por
todas partes, ¿nota que tiene un propósito? ¿Qué hace?
El chico se encogió de hombros.
—Yo sé lo que hace. Invoca a las almas de la gente.
Esta vez, la pausa que siguió a aquella afirmación albergaba un silencio
más atento. No es que estuviéramos sorprendidos o asustados. Todos
observábamos su rostro, intentando decidir cómo responder. ¿Con total
incredulidad? (Yo me inclinaba por esta opción). ¿Con suspicacia mordaz?
(De algún modo, George convirtió un gruñido de cerdo en una especie de
estornudo). ¿O con tranquilidad y duda, como Holly y Lockwood?
—¿Podría desarrollarlo más? —le pidió Lockwood.
—Hay una cruz en el camposanto —dijo Danny Skinner—. Es muy
antigua. Creen que data de la época de los vikingos. Hay dibujos tallados,
pero están erosionados. La mayoría no se pueden descifrar, pero uno todavía
conserva su forma. La gente mayor le llama «el recolector de almas». Es una
figura que se yergue en un campo de huesos y calaveras, con más personas
detrás. Todos están muy apiñados, como si los hubiera recolectado el ser,
¿saben? Bueno, yo vi la sombra. Es igual.
—¿Dice que esta sombra en llamas es igual que la figura que aparece en
la cruz antigua?
—Sí. Tallaron un gigante, como la figura que yo vi.
—¿Cuándo apareció la sombra por primera vez?
—Hace tres meses. El día del solsticio de invierno.
—¿Y no hay registros que indiquen que haya aparecido antes, quizá en
una leyenda del pueblo?
—No que yo sepa.
Lockwood negó con la cabeza.
—Lo siento, pero no veo la conexión entre el fantasma y la vieja
inscripción. Puede que ambas sean grandes y abultadas, pero eso no basta
para unir las dos cosas.
—Se equivoca. Hay una conexión.
—¿Cómo? ¿En qué sentido?
Danny Skinner habló con tranquilidad:
—La maldición del pueblo empezó hace tres meses. Fue entonces cuando
los fantasmas aparecieron y los adultos empezaron a morir petrificados. ¿Por
qué? Porque la sombra despierta a los muertos. Se alzan de sus tumbas y le
siguen, como aparece en la cruz. No habrá visto nada así hasta que lo haya

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tenido delante, señor. Tiene que venir y verlo con sus propios ojos. Y
ayudarnos cuando llegue. —La cría de cigüeña había vuelto y los ojos
saltones, las orejas grandes y el cuerpo esquelético nos observaban,
suplicándonos—. Tiene que hacerlo.

—Bueno, ha sido divertido —dijo Holly más tarde, cuando nos sentamos en
la cocina—. Pensé que al final iba a pegarte, Lockwood. Creo que nunca he
conocido a nadie tan loco.
Lockwood infló las mejillas y resopló.
—Lo sé. Tampoco es que le hayamos dado un no rotundo. Si podemos,
quizá nos pasemos la semana que viene. En realidad, ha dicho algunas cosas
interesantes. Pero no voy a dejarlo todo por la historia lunática de un crío
histérico.
—Seguro que estaba exagerando —opiné—. Se ha metido mucho en el
papel.
—Y esto es lo peor —dijo George con pesimismo—. Fijaos en que no se
ha comido el bizcocho.
—No podemos despreciar a nadie solo porque haya rechazado el
bizcocho, George.
—Pues claro que sí. Para mí, rechazar un trozo de tarta es un acto inmoral.
«No soy muy goloso», esas han sido sus palabras exactas. Puf.
—Y además lo había hecho Holly —dijo Lockwood—. Bueno, sea como
sea, estamos de acuerdo en que parecía un poco desquiciado. Seguro que es
un cúmulo grande, pero se ha pasado con la historia de la sombra del final. Ya
nos preocuparemos por Danny Skinner otro día, si tenemos tiempo. Por ahora,
hay cosas más urgentes en nuestra agenda, concretamente el problema de
Lucy. Y en lo que a eso respecta —me sonrió—, acabo de tener una idea
brillante.

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N o descubrimos exactamente lo que planeaba Lockwood de inmediato.


Se negó a decir nada y se marchó solo poco después. Físicamente, yo
seguía recuperándome de los esfuerzos de las anteriores cuarenta y
ocho horas, así que me alegraba quedarme en Portland Row. Ofrecí toda la
ayuda que pude. Le eché una mano a George con los platos y, más tarde, él y
Holly bajaron a la oficina para encargarse de tareas de la agencia, así que me
di un paseo por el jardín.
El manzano retorcido había florecido y la hierba descuidada brillaba bajo
la luz del sol. Me senté en el patio entre la maleza y contemplé los muros
traseros de las casas frente a los jardines. Flores cuyos nombres desconocía se
asomaban entre las paredes, y pájaros que no reconocí bajaban en picado de
los árboles y llenaban el aire de sonidos. El verano anterior, en un par de
ocasiones en las que no habíamos salido a poner nuestra vida en peligro, nos
habíamos sentado allí a pasar la tarde. Siempre decíamos que lo haríamos
más, pero eso nunca había ocurrido, porque estábamos demasiado ocupados.
Además, ninguno de nosotros sabía realmente cómo relajarse; nos resultaba
mucho más natural salir y acuchillar algo. Por tanto, solíamos ignorar el
jardín.
Era raro tener tiempo para quedarme allí sentada. Estaba en una especie
de limbo: no formaba parte de la agencia Lockwood y no estaba totalmente
separada de ella. Y mis emociones también estaban divididas. Parte de mí

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creía que debería estar en otro sitio, volcándome rápidamente en una carrera
en solitario que no pusiera en peligro a Lockwood ni a los demás. Esa parte se
sentía muy incómoda por pedirles que me ayudaran a encontrar la calavera.
No tenía ninguna duda de que sería un trabajo arriesgado. Y, sin embargo, no
me sentía del todo culpable. Porque ahora mismo necesitaba ayuda.
Necesitaba amigos. ¿Y no me había dicho George frente a la casa de Guppy
que Lockwood no había parado de lanzarse al peligro en los últimos meses?
¿Por qué iba a importar que le pidiera que me echara una mano con algo
peliagudo? ¿Por qué tenía que sentirme mal? ¿Acaso cambiaría algo?
Era difícil comprender lo que sentía. Lo único que sabía con certeza
mientras estaba sentada en el tranquilo jardín era que me gustaba haber
vuelto, aunque no fuera durante mucho tiempo.
Lockwood regresó poco después del almuerzo oliendo ligeramente a
madera podrida y algas, así que supe que había ido a ver a Flo Bones. Al
parecer, la primera parte de su plan ya estaba en marcha.
—He tenido que prometerle un año de regalices de todo tipo —dijo—,
pero la he convencido. La próxima venta de saqueadores de reliquias será
mañana por la noche. Flo irá, por lo que se enterará exactamente de dónde y
cuándo es. Nos guiará hasta la puerta. Cuando lleguemos, unos tipos tan
grandes como gorilas nos revisarán. Si nos dan el visto bueno, podremos ir a
la reunión. Si no, nos dejarán inconscientes y tirarán nuestros cuerpos flácidos
al Támesis. Creo que tener el visto bueno es la mejor opción.
—Estoy de acuerdo —respondí—. ¿Y cómo vamos a hacer eso?
Pero Lockwood no me lo dijo.
Lo siguiente que ocurrió es que Lockwood y Holly fueron a mi piso de
Tooting para traerme ropa. No me dejaron ir con ellos. Volvieron pronto y no
se produjo ningún incidente durante la visita, excepto porque se cruzaron con
mi vecino del otro lado del rellano.
—Nos ha dicho que anoche oyó ruidos —dijo Lockwood—. Venían de tu
habitación. Fisgoneó por la mirilla de su puerta y vio a dos hombres con
antorchas frente a tu umbral. Uno tenía una pistola. Se fueron cuando vieron
que el apartamento estaba vacío. Yo diría que fue buena idea que vinieras
aquí en vez de volver a casa, Luce.
De nuevo, no pude discrepar.
Holly me tendió un par de bolsas con mis cosas. Tenía una expresión
sombría.
—No sé cómo decirte esto, Lucy… —empezó—. Te… Te han revuelto
todo el apartamento.

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La miré.
—Oh, no. ¿Qué han hecho?
—Ha sido horrible. Tus cosas estaban tiradas por el suelo, la ropa de cama
estaba desparramada por todas partes, los cajones abiertos y todo
desordenado. No tenía ni pies ni cabeza. Era como si hubiera explotado una
bomba. Lo siento muchísimo. Debes de sentirte fatal.
Rehuí la mirada de Lockwood.
—Sí, estoy consternada con que lo hayan revuelto todo —contesté—. Me
alegra no haberlo visto.
En fin, al menos recuperé mi ropa.
Al final de la tarde, me ofrecí a preparar una cena temprana y, bajo la
supervisión de George, cocinar unos espaguetis boloñesa rápidos. Holly había
hecho un bizcocho de postre.
—¿Cómo es que ahora de repente le ha dado por la repostería? —pregunté
—. Antes nunca tocaba las tartas.
George estaba mirando el mapa de Inglaterra de la pared de la cocina. Me
respondió con aire distraído:
—No, si Holly sigue obsesionada con las ensaladas… Pero no te
preocupes, que la estoy corrompiendo poco a poco. De vez en cuando se
zampa comida basura. ¿Le has echado orégano a la salsa?
—Ya me lo has preguntado y sí, le he echado. Creo que casi está. Por
cierto, ¿qué es ese mapa? ¿De las apariciones actuales?
—¿Mmm? —George estaba un lugar muy lejano—. No… Es exactamente
lo contrario. Son registros históricos, de cuando empezó el Problema. Los
brotes más importantes de cada década. —Abrió la puerta del sótano con un
empujón y gritó escaleras abajo—. ¡El papeo está listo! Recopilé la
información hojeando periódicos antiguos —añadió—. Ya me conoces.
Lockwood y Holly emergieron del subsuelo. Calenté los platos bajo el
grifo de agua caliente y serví la comida mientras observaba el póster a través
de una agradable nube de vapor.
—No lo entiendo, George —dije—. Ha habido miles de brotes a lo largo
de los años. Tienes muchos alfileres, pero ni de broma los suficientes para
representarlo todo.
—Eso es porque solo anoto los primeros veinte cúmulos de cada zona —
explicó George—. Los colores representan décadas distintas y los círculos
señalan cómo el Problema se ha ido extendiendo lentamente con los años.
Lucy, ¿recuerdas que en el caso de Chelsea encontré el verdadero origen del
brote en los grandes almacenes Hermanos Aickmere solo mirando las

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apariciones por orden cronológico? Pues esto es lo mismo, solo que a una
escala mucho mayor. Y confirma lo que nos dicen los libros de historia: que
el Problema surgió al sureste de Londres, en el condado de Kent.
—Donde Marissa Fittes y Tom Rotwell fueron los primeros en luchar. —
Lockwood estaba repartiendo cucharones de espaguetis humeantes
empapados de salsa boloñesa—. Por cierto, esto tiene muy buena pinta, Lucy.
¿Qué son esas cosas negras arrugadas?
—Creo que champiñones. Ah, no, los champiñones son esos. La verdad es
que no sé lo que son… Que aproveche.
—Las agencias Fittes y Rotwell han avanzado mucho en cincuenta años
—siguió George mientras comíamos—. ¿Sabías que hay una estatua en la
ciudad donde todo empezó, donde los dos fundadores empezaron a investigar
a los fantasmas de la zona? Yo he ido a verla. Sinceramente, no es muy
buena, pero los representa de adolescentes, a la edad que tenían cuando
destruyeron al ánima de Mud Lane. Tom Rotwell empuña su espada casera y
Marissa está detrás con un pequeño farol. Los dos objetos que se convirtieron
en los símbolos de ambas agencias. Es gracioso pensar en cómo los usaron
aquella primera vez.
—¿No hay una historia sobre el farol de Marissa? —Como de costumbre,
Holly había llenado su plato con un montón de ensalada, pero me alegró ver
también una cantidad decente de espaguetis. Giró el tenedor con un
movimiento delicado de muñeca—. ¿No lo cogió de un cobertizo?
George asintió.
—De la cabaña de sus padres. Lo usó cuando el campo psíquico del
fantasma empezó a interferir con su linterna. Tom y Marissa fueron buenos
pioneros. Fueron los primeros en experimentar con el hierro y la plata. Tom
intentó llevar a gatos enjaulados a las casas encantadas para ver si servían
como sistemas de detección precoz. Aunque se dio por vencido. Los gatos se
volvían locos.
—No creo que los tratara bien —dijo Holly—. Pobres gatos.
—Seguro que funcionaban mejor que la campana esa que tenías, George
—apunté.
Él absorbió un espagueti.
—¿El SDPP? Puede, pero al menos en Rotwell siguen innovando.
Intentan desarrollar nuevas ideas, como hizo Tom. La agencia Fittes no se
preocupa tanto por eso. Se centran en los estoques y los dones brutos; esa fue
siempre la política de Marissa.

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—Bueno, los fundadores fueron brillantes cada uno a su manera —dijo
Holly—. Todos les debemos mucho. Dedicaron su vida a mantenernos a
salvo.
—Aunque les pasó factura —comentó Lockwood—. Los dos murieron
jóvenes.
Pensé en las fotos de Marissa que había visto en la Casa Fittes: la mujer
arrugada y vestida de negro.
—No tan jóvenes. He visto fotos. Ella era bastante mayor.
—Solo tenía cuarenta y pico. Envejeció antes de tiempo.
—De todas formas, es interesante ver cómo el Problema ha avanzado
como cualquier otra epidemia —añadió George—. Actúa como una
enfermedad, propagándose desde un reservorio original o núcleo. Al principio
fue en Kent, luego en el sureste, después en Londres y más tarde en todo el
país.
—Pese a los grandes esfuerzos de Fittes y Rotwell —apunté.
—Sí —respondió George—. Pese a ellos dos.
Lockwood hizo un anuncio al final de la comida.
—Todos sabéis que mañana se celebrará el mercado nocturno de los
saqueadores de reliquias —dijo—, y asumimos que los Winkman estarán allí
para comprar los mejores artículos. Por lo que nos ha contado Lucy, es
probable que la calavera sea uno de los objetos en venta, así que nosotros
también tenemos que estar allí. El objetivo es entrar, robar la calavera, con
suerte averiguar algo más sobre el misterioso coleccionista del mercado negro
para el que trabajan los Winkman y volver a salir, todo sin que nos vean, nos
arrinconen y nos destripen con un cuchillo de pescado. Nada demasiado
difícil. Flo nos llevará hasta allí, pero para entrar necesitaremos algo que nos
garantice el pase seguro.
—¿Te refieres a un origen? —preguntó Holly.
—Exacto. Creo que deberíamos ir dos, quizá Lucy y yo. Eso significa que
necesitamos dos orígenes psíquicos de primera.
—¿Y de dónde vamos a sacarlos? —inquirió George—. La calavera era
uno, pero nos la han mangado. Tenemos unos cuantos por el despacho, como
la mano arrugada del pirata que Holly siempre quiere tirar. Supongo que
podríamos usar eso. Aunque a mí me gusta. Sé que es negra, está cubierta de
alquitrán y uno de los dedos está suelto, pero, bueno, tiene valor
sentimental…
—Tranquilízate. No voy a llevarme la mano. —Lockwood se recostó—.
No, necesitamos algo nuevo que nadie haya visto antes. Algo tan perverso e

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interesante que haga que no se fijen en quien lo lleva. La buena noticia es que
sé exactamente dónde encontrarlo. —Miró el reloj—. Todavía no se ha puesto
el sol. Tenemos tiempo. Ahora os lo enseño.
—Perdona, pero ¿adónde vamos? —pregunté.
Lockwood nos sonrió. Tenía el rostro tranquilo y sereno.
—No pasa nada, no necesitáis los abrigos. Está en el dormitorio de
Jessica, arriba.

Lockwood nunca hablaba demasiado sobre su pasado. Más bien al contrario:


desde el día en el que le había conocido, el misterio había rodeado a su
familia desaparecida y a las circunstancias en las que habían abandonado este
mundo. Aunque la casa en la que vivía (al igual que los muebles eclécticos y
lo que contenían) era un homenaje a sus padres, Lockwood rara vez los
mencionaba y casi nunca pronunciaba el nombre de su hermana, Jessica, que
había fallecido en su dormitorio hacía muchos años. Sin embargo, poco a
poco iba soltando algunos detalles, y yo sabía lo suficiente como para darme
cuenta de que le afectaba.
Jessica Lockwood, seis años más mayor que el pequeño Anthony, había
cuidado de él durante los años que siguieron a la inesperada muerte de sus
padres. Entonces, cuando él tenía nueve años, ella también murió, víctima de
un visitante que la había atacado en su habitación. Desde entonces, Lockwood
había reprimido el dolor y lo escondía en lo más profundo de su ser, donde
todavía ardía con violencia y alimentaba su búsqueda implacable de todos los
tipos de fantasmas. También había cerrado la habitación, que era una parte
oscura y aislada de la casa. Era medio un santuario para Jessica que nadie
visitaba y medio un almacén para todos los recuerdos que Lockwood tenía de
sus padres y su hermana. También era una zona de contención, puesto que un
potente brillo mortal seguía destellando allí donde su hermana había fallecido.
Una placa de hierro recubría la puerta y había protectores de plata colgando
en el dormitorio, pero todavía no habían sido necesarios. Jessica nunca había
regresado.
Lockwood nos guio escaleras arriba, con Holly detrás, y George y yo
rezagados a sus espaldas.
—Espera un segundo, George —murmuré—. ¿Qué hay de Holly? ¿Ella
sabe…?
—¿Lo de Jessica? Sí, lo sabe.
—¿Se lo contó él? Ah…, vale.

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Obviamente, que Lockwood se soltara sobre su pasado y compartiera
algunos de sus secretos era algo bueno. Había tardado una eternidad en
abrirse conmigo. Era sano que ahora pudiera hacerlo con más facilidad.
Obviamente, que Holly lo supiera era algo bueno. Obviamente, me alegraba.
Como siempre, las cortinas estaban echadas y la habitación a oscuras.
Lockwood nos hizo entrar.
Llevaba meses sin pisar aquel dormitorio, pero no había cambiado nada.
Nada cambiaba en aquel espacio cuadrado y frío. Como siempre, el brillo
mortal pálido y ovalado resplandecía con una belleza penetrante sobre la
cama. Como antes, su fuerza me erizó el pelo e hizo que me dolieran los
dientes. Las cajas de cartón y de madera que envolvían la mitad de la
habitación en un crepúsculo perpetuo estaban cubiertas de su habitual
variedad de macetas de lavanda, y los amuletos de plata seguían colgando y
tintineando en el techo.
Lockwood se había puesto las gafas de sol para protegerse los ojos del
brillo sobrenatural. Encendió la luz. El brillo desapareció, pero su poder
seguía allí. En lugar de abrir las cortinas, le dio un golpecito a la caja más
cercana.
—Creo que deberíamos encontrar algo en una de estas —dijo con una voz
suave—. Ya sabéis que mis padres eran investigadores del folclore y
buscaban una respuesta al Problema. Viajaban por todas partes para estudiar
las creencias de otras culturas. Se traían porquerías de todos los sitios a donde
iban. Sus objetos favoritos están en las paredes del piso de abajo, pero aquí
hay cosas que nunca se han abierto. Algunas de estas cajas de madera
llegaron después de que murieran. Lo único que tenemos que hacer es escoger
algo que fascine a los contrabandistas. Así que, Lucy, ¿por qué no elijes una?
—¿Estás seguro? —lo pregunté en voz baja. Por algún motivo, ninguno
quería hablar con normalidad en el dormitorio de Jessica—. Pero,
Lockwood…, es la colección de tus padres.
Él se encogió de hombros.
—Sí, y está cogiendo polvo. Vamos a darle un buen uso. Elige una caja.
Aun así, dudé. Observé la cama y la colcha blanca. Debajo se escondía la
horrible quemadura negra de ectoplasma sobre el colchón en el que había
muerto Jessica. Había ocurrido mientras ella revisaba una de esas cajas.
—Pero ¿eso no es…? —hablé con más cuidado de lo habitual—. ¿No es
un poco peligroso?
Los ojos de Lockwood estaban ocultos, pero me pareció que un destello
de impaciencia le recorría el rostro.

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—No. Todavía no ha anochecido. Y no olvides que mis padres fueron los
que empaquetaron estas cosas. El fantasma solo salió porque algo se cayó y el
sello se rompió.
Ninguno dijo nada. Sí, salió y mató a su hermana. Y Lockwood, que
todavía era un niño pequeño, fue quien la encontró. Después, movido por la
rabia y la pena, destruyó al fantasma. Lo sabía porque una vez, sola en aquella
misma habitación, mi don me había transportado al pasado y había escuchado
un eco de la tragedia. No podía borrar el recuerdo de mi mente.
—Incluso si fue así, Lockwood —añadió George—, no deberíamos
tomárnoslo a broma. ¿Qué hay dentro?
—A saber. Supongo que el mismo tipo de cosas que hay en las paredes de
abajo. Curiosidades de otras culturas e instrumentos relacionados con la
protección de los espíritus. Seguramente casi todo sea basura, pero quizá
también encontremos algo bueno. —Lockwood quitó un jarrón de lavanda de
encima de una caja con movimientos rápidos y nerviosos. Se notaba que
todavía le inundaba la rabia. Tamborileó en la madera con los dedos—.
Podríamos intentar con esta, mira… O con esta, o una de esas… Venga, Lucy,
que vamos a buscar tu calavera. Tú decides. ¿Cuál te gustaría?
—Pues esta —contesté.
—Buena elección, Luce, buena elección. Yo también creo que tiene buena
pinta.
Sacó un cuchillo de su cinturón, lo metió en la grieta que había bajo la
tapa de la caja de madera y empezó a moverlo.
—Es como abrir una lata de sardinas —dijo—. Ya está. Pues echémosle
un vistazo a lo que tenemos… aquí.
Un giro y un crujido. Holly, George y yo nos estremecimos. La tapa se
soltó y Lockwood tiró de ella hasta dejarla caer tras la caja. Una fragancia
intensa y resinosa llenó el aire.
—Es incienso —murmuró Holly.
La caja estaba llena a rebosar de virutas de madera marrones amarillentas
que servían para proteger el interior. Lockwood metió una mano dentro.
—Ajá.
Sacó un paquete ancho y abultado, envuelto en algo seco y fino que
parecía paja. Lo sostuvo con cautela, dejando que las virutas cayeran a sus
pies, sobre la alfombra descolorida.
—Ten cuidado —dijo Holly.
—No te preocupes. No ha anochecido. Ese fue el error que cometió mi
hermana.

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Entonces vi que el envoltorio era una especie de estera de junco, tan
antigua y frágil que se desintegraba bajo el tacto de Lockwood. Lo apartó.
Debajo había algo brillante y colorido, y apareció ante nosotros como las
flores que hay bajo la nieve derretida.
—¿Qué es? —pregunté—. Parecen…
—Plumas.
Lockwood agitó el objeto. Como un mantel desplegable, de pronto se
abrió hasta mostrar un tamaño inesperado. Era una tela cubierta de plumas
azules y moradas muy pequeñas, cuidadas y bonitas, unidas con tanta
precisión que parecían no tener costuras. No sabía de qué especie de pájaro
serían, pero deducía que vivía muy lejos, en una tierra cálida y boscosa.
Iluminaba el dormitorio anticuado y deshabitado mientras lo observábamos
con asombro.
—Por el otro lado también es muy chulo —dijo Lockwood.
Le dio la vuelta y vimos un entramado de hilos de plata diminutos que
unía las plumas, tan apretados como la cota de malla. A media altura de un
borde había un cierre de plata con una capucha al lado.
—Se pone alrededor del cuello —explicó George—. Es una capa.
—Una capa protectora —puntualizó Lockwood—. Solían llevarlas los
médicos o los chamanes.
—Es preciosa —murmuró Holly.
—Y no solo eso… También eran útiles. —Lockwood la extendió encima
de la caja más cercana—. Los chamanes eran hombres sabios que hablaban
con sus ancestros. Lo hacían en casas de espíritus, donde…
—Perdona, ¿qué has dicho? —dije—. ¿Casas de espíritus? ¿Y tú cómo
sabes todo esto?
—Por mis padres —contestó Lockwood—. Escribieron artículos sobre
ello. Pensaban que las creencias de otras culturas podrían ayudar a descifrar el
Problema. Estudiaron teorías sobre los fantasmas y los espíritus para ver
cuáles eran las diferencias y las similitudes. Lo importante no era si
funcionaban o no. Querían descubrir en qué creía la gente. Seguían pistas.
Tengo sus escritos en alguna parte…
Ya no daba muestras de ese nerviosismo que le había invadido desde que
habíamos entrado en la habitación, quizá gracias a la belleza de la capa.
—¿Y lo consiguieron? —preguntó George—. ¿Llegaron a una conclusión
sobre el Problema?
—No. Sí. No lo sé. —Lockwood cogió otro paquete envuelto en estera—.
Parece que aquí puede haber otra capa… —Hurgó más profundo, sacó una

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pequeña caja de madera y miró dentro. La cerró rápidamente—. Vaya, no sé
si quiero que eso salga. Nunca toquéis un trozo de un cuerpo momificado si
no sabéis de dónde ha salido. Ese es mi lema.
—También sirve para los que no están momificados —dijo George—. Y
ese sí que es mi lema.
—No quiero saber cuáles son vuestros lemas —repuso Holly—.
Lockwood, estabas hablando sobre las casas de espíritus.
—Ah, sí… Bueno, algunas de estas culturas tenían un enfoque más laxo
sobre los muertos. Cuando una persona mayor estaba al borde de la muerte, la
llevaban a uno de esos refugios. Morían allí y guardaban sus huesos en el
interior. En repisas. El chamán iba para hablar con sus espíritus. Para hacerlo
llevaba una capa protectora como esta. Al menos esa es la historia. ¿Por qué
no llevamos las dos capas mañana, Lucy? No son orígenes exactamente, pero
seguro que los Winkman las comprarían como souvenirs.
—Me da pena deshacernos de ellas —dije—. Son tan bonitas… ¿Por qué
no buscamos en otra caja?
—Está bien… —Lockwood volvió a meter la mano entre las virutas—.
Vale… Aquí hay algo… Parece cristal. Quizá sea… Ah, sí. —Lo sacó y su
voz se disipó—. Una fotografía. Sí, es una foto.
El sencillo marco de madera estaba descolorido, y la foto manchada por el
agua o la erosión. Era una imagen en blanco y negro, probablemente tomada
con una de esas cámaras antiguas y pesadas que se colocaban en un soporte.
La toma transmitía cierta formalidad, a pesar del barro en primer plano y los
árboles selváticos que formaban el fondo. Mostraba a un grupo de gente de
pie en un claro del bosque. La mayoría eran miembros de una tribu, hombres
y mujeres medio desvestidos, algunos con unas asombrosas plumas de pájaro
que les sobresalían del pelo como si fueran figuras de humo. Todos sonreían.
En el centro había un hombre y una mujer con ropas europeas. Él vestía una
chaqueta arrugada encima de una camiseta blanca, y ella una blusa y una
falda larga y apropiada. Los dos llevaban sombreros de ala ancha que les
ocultaban parte de la cara. Sin embargo, supe perfectamente quiénes eran solo
viendo la barbilla larga y delgada y la boca aflautada del hombre, y la sonrisa
brillante de la mujer.
Lockwood no dijo nada durante un rato. Cuando habló, lo hizo con una
alegría forzada.
—Creo que es en Nueva Guinea —dijo—. Poco después de que se
casaran. Debió de ser el final del viaje. Mirad, mi madre tiene en la mano la
máscara de los espíritus que acababa de darle el viejo curandero, la que

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llevaría para comunicarse con los muertos. Es el tipo que sale en la esquina de
la foto, el que tiene la piel tan arrugada como el suspensorio de un rinoceronte
y los prismáticos de mi madre colgados del cuello. Se los dio a cambio de la
máscara.
La mujer sostenía en alto la máscara y se reía, y se notaba que el hombre
que estaba su lado la miraba y su alegría también le hacía sonreír. Eran
jóvenes y estaban llenos de vida y promesas.
—Todavía tengo la máscara —dijo Lockwood—. Es la que está en la
estantería de abajo, en el pasillo, junto a la calabaza rota. Cuando era muy
pequeño, me subía a la estantería, la cogía y me pasaba una hora mirando a
través de ella, esperando ver fantasmas por todas partes. No hacía nada. Solo
eran unos agujeros recortados en una máscara. Tampoco es que a mi madre le
hubiera importado. Volvían de cada expedición con cosas como esta:
máscaras de espíritus, rastreadores de fantasmas y botellas de agua sagrada de
la montaña que te daba visiones místicas si te la bebías. Eran dos académicos
ingenuos. En realidad, estaban un poco chiflados. —Colocó la foto bocabajo
sobre la caja—. Lucy, mañana usaremos las capas. Funcionará.
—¿Y qué pasa con lo de que os reconozcan y os asesinen brutalmente? —
preguntó George.
Lockwood esbozó una sonrisa rápida y simbólica, porque su mente estaba
a kilómetros de allí.
—No lo he olvidado. Solo necesitamos un buen disfraz.

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H abía que reconocer que, pese a su inquebrantable desparpajo y la gran


cesta de mimbre bajo su mesa en la que guardaba partes de muchos
disfraces, Lockwood no siempre conseguía que su atuendo de
incógnito tuviera éxito. Tenía cierta debilidad por los sombreros grandes y
una tendencia a imitar acentos curiosos que llamaban la atención y, de vez en
cuando, atraían directamente la violencia. Su famoso intento de hacerse pasar
por un deshollinador de East End, cuyo acento usó para conseguir entrar al
Salón de Barleywick en el caso del torso flotante, enfureció tanto a tres
sirvientes cockney que terminó con una persecución precipitada hasta el lago
navegable más cercano. En cuanto a la peluca rubia y la toca que había usado
mientras investigaba una aparición cerca de las termas del convento de la
calle Cobb, la búsqueda de la policía salió en varios periódicos y es probable
que dos hermanas y la madre superiora no volvieran a ser las mismas.
Normalmente, sus disfraces funcionaban mejor cuando eran minimalistas; y
así serían nuestras ropas de saqueadores de reliquias para la noche siguiente,
después de un largo día de pruebas en el despacho, con un espejo vertical
colocado contra mi antigua mesa mientras George y Holly hacían comentarios
y preparaban el té. Los saqueadores de reliquias son conocidos por su fealdad,
así que nos probamos todo tipo de jorobas, verrugas y miembros amputados.
La ropa iba desde llena de agujeros hasta andrajosa y totalmente indecente. Al
final nos decantamos por un par de vaqueros negros sucios, unos jerséis

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espantosos y dos chaquetas de cuero manchadas que George había
conseguido en una tienda solidaria. Holly usó su amplia colección de
maquillaje para empeorar sutilmente nuestros rostros.
—Podría oscurecerte algunos dientes, Lockwood —dijo—. Es que ahora
brillan demasiado. Un poco de sombra negra alrededor de los ojos para que
parezcan más hinchados y una mancha de base pálida en los pómulos para
darte aspecto enfermizo. Con un poco de trabajo puedo hacer que parezcas
cansado, pobre y feo. Dame media hora.
Me estaba probando una peluca sucia de pelo de caballo.
—¿Y yo?
—En tu caso no necesitaré hacer demasiado. Con cinco minutos bastará.
Las pelucas eran el broche final. La mía era un revoltijo de mechones
rubios sucios, como una fregona bañada en natillas, mientras que la de
Lockwood era una aberración negra y puntiaguda.
Se estudió con incertidumbre.
—No lo sé… Es como si un erizo malvado se me hubiera sentado en la
cabeza.
—Piensa en Flo Bones —dije—. Tiene ese aspecto en un día bueno.
Encajarás bien.
Después encontramos dos mochilas pudriéndose al fondo del almacén del
sótano y George manchó una con té y la otra con barro. Cuando se secaron,
cogimos las capas protectoras que encontramos en el dormitorio de Jessica y
las metimos dentro. Casi estábamos listos para salir.
—Una última cosa —dijo Holly—. Las armas. No me gusta que vayáis
desprotegidos.
Lockwood se encogió de hombros.
—No podemos llevar estoques, por motivos obvios.
—Pues os esconderemos un destello de magnesio en los pantalones. Lo
necesitaréis si la cosa se pone fea.
—Puede que nos cacheen en la puerta.
—Holly tiene razón —coincidió George—. Necesitáis algo. Todos los
otros saqueadores estarán armados hasta los dientes. Los que trabajan junto al
río tendrán cuchillos para el barro y anzuelos de moluscos, y los que
desvalijan casas y asaltan tumbas tienen cuerdas, pinzas y todo tipo de cosas
raras.
Le miré.
—Pareces muy puesto en el negocio de los saqueadores.
George hizo algo con sus gafas.

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—Puede que hable con Flo de vez en cuando. ¿Hay alguna ley que lo
prohíba?
—No… No, no pasa nada.
Al final, Lockwood y yo cogimos dagas y nos las colgamos de los
cinturones, a plena vista. No eran geniales para pelear, pero bastarían como
última opción. Además, pegaban con el aura amenazante que queríamos
proyectar al entrar en la guarida de los ladrones.
Terminamos después del ocaso. Poco después de las siete, dos
saqueadores de reliquias siniestros y arrogantes salieron de Portland Row y
fueron al encuentro de Flo Bones.

El distrito de Vauxhall, justo al sur del río, donde las curvas de las crecidas
del Támesis viran al norte hacia Westminster y el centro de la ciudad, fue una
vez el hogar de preciosos jardines en los que los caballeros y las damas solían
pasear. Sus fantasmas empelucados todavía se aparecían sin lógica alguna
entre las fábricas de coches que ahora llenaban la zona; las fortunas de estos
negocios también habían empeorado recientemente, por lo que se había
convertido en un área empobrecida y casi totalmente abandonada tras el
anochecer. Mientras cruzábamos el puente desde Westminster, la niebla se
cernía sobre los embarcaderos y los lodazales, y las luces sombrías de la
estación de Vauxhall resplandecían en el viaducto superior como si fueran
una hilera de volutas burlonas.
Flo nos estaba esperando en un almacén vacío bajo uno de los arcos del
viaducto. Tenía la bolsa de cáñamo entre las botas de agua y estaba sentada
desplomada y pensativa sobre una baliza de hormigón junto a un farol. Era
como una gárgola agachada, pero con un olor más fuerte. Se llevó la mano al
cinturón en cuanto entramos, y luego se relajó y escupió al barro que tenía al
lado a modo de saludo de bienvenida.
Lockwood le sonrió mostrándole el hueco entre los dientes.
—¡Ajá! Estos disfraces deben de ser buenos. Te hemos engañado durante
un segundo.
—Ha sido por el pelo —admitió Flo—. Pero reconozco tu forma de andar.
También tu perfil y sus caderas, pero sobre todo tu forma de andar.
—Eso es genial. Los Winkman también se lo tragarán.
—Puede. Especialmente de lejos. Aun así, sigue siendo la mayor
estupidez que has hecho, Locky, y eso ya es decir. Yo no me hago

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responsable de lo que pase. Con regaliz o sin él, tienes que entender que las
consecuencias no serán culpa mía.
—No pasa nada. Nos parece bien, ¿no, Luce?
—Sí. Nos parece bien.
—¿Ves cómo habla Luce, Flo? Hemos estado practicando por el camino.
Ahora tiene acento del Támesis.
Flo gruñó.
—Ah, ¿sí? Pensaba que estaba acatarrada. Vale, prestad atención. Los
tipos de la puerta querrán ver vuestras reliquias. No arméis ningún lío. Una
vez dentro, eso será una batalla campal en la que todo el mundo intenta
conseguir el mejor precio por sus orígenes. Si es como la última vez, los
Winkman estarán en un extremo, mirando y comprando, con sus mejores
objetos cuidadosamente guardados y protegidos. No tengo ni idea de cómo
vais a mangar el objeto preciado que buscáis. —Se quitó el sombrero y se
rascó la mata de pelo—. Sobre todo en el sitio al que vamos esta noche.
—¿Que es…?
Era un detalle que estaba deseando descubrir.
—No está lejos. La estación de Vauxhall.
Alcé la vista al arco que había sobre nosotros.
—No parece muy privada.
—No las vías de trenes de Vauxhall, idiota. Hablo del metro de Vauxhall,
en la estación que está debajo.
Aquello me sonaba un poco, pero no sabía por qué.
Lockwood sí.
—Pero ¿no lleva años cerrada? —preguntó—. Hubo un accidente en las
vías o un desastre terrible. Y desde entonces hay demasiados fantasmas. Creía
que el DICP había dado por perdida la situación. Simplemente, tapiaron la
estación con hormigón.
Algo se movía en la bolsa de Flo. Le dio una patada con la bota y el
movimiento furtivo se detuvo.
—Sí. Hubo una explosión de gas. Hace cuarenta y pico años o más. El
tren que llegaba a la estación estalló. Murieron todos los que iban a bordo.
Los visitantes no tardaron en aparecer en los túneles, y el metro de Vauxhall
tuvo que cerrar. Desviaron la línea y toda la zona está rodeada. Y sí, las
entradas están selladas. Pero encontramos una forma de entrar.
—¿Y por qué haríais eso si sigue siendo tan peligroso? —inquirí. No me
alegraba demasiado saber que tendríamos que enfrentarnos a los saqueadores
de reliquias, a los contrabandistas y también a los fantasmas.

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—Lo mejor es ir a algún sitio prohibido. Así estamos tranquilos sin que
nos molesten. Nos quedamos en la plataforma principal y ponemos barreras
en los túneles para controlar a los espectros. Los he visto allí, justo detrás de
la luz. —Flo se agachó y recogió su linterna; el resplandor le iluminó los
dientes y los ojos—. Dicen que el tren sigue ahí, perdido en la oscuridad
perpetua. Y los asientos no solo los ocupan quienes murieron al principio,
sino también nuevos pasajeros, víctimas modernas de los fantasmas que
merodean por allí.
Lockwood frunció el ceño.
—Eso no te lo crees.
—No me corresponde a mí decir si es cierto o no. —Flo recogió la bolsa y
se la llevó al hombro—. Solo me aseguro de no ir más allá de las líneas de
hierro. Venga, basta de cháchara. El mercado ya ha empezado y tenemos que
entrar.
Después nos guio hacia la oscuridad.

La entrada original de la estación de metro de Vauxhall estaba muy cerca; las


puertas estaban cerradas con cadenas y tablones, y los escalones estaban
escondidos tras una gran capa de basura. En las paredes cercanas, todavía se
veían unas señales de advertencia del DICP bajo años de pósteres de sectas
espiritistas. Flo lo ignoró todo. Caminamos media manzana hacia el sur por
un callejón estrecho y poco prometedor que discurría entre edificios de
oficinas vacíos, hasta que nos detuvimos en un cruce.
—Aquí nos separamos —dijo Flo—. Yo iré primero. Dadme cinco
minutos y después podéis seguirme. Aquí vais a la izquierda, andáis treinta
metros y luego otra vez a la izquierda por el camino. Veréis a los guardas más
arriba. Enseñadles lo que traéis; con lo feos que estáis, deberían dejaros entrar
sin más. Pero el trato es el siguiente: cuando estéis abajo, no os conoceré ni os
ayudaré. Si os pillan y os matan a palos, me quedaré mirando y no moveré ni
un dedo. —Me miró con sus ojos azules brillantes—. Solo para que lo sepáis.
—De acuerdo, lo entendemos —contestó Lockwood—. Espero que te
hagan una buena oferta por… ¿Qué llevas en el saco, Flo?
—Eso sería desvelar la sorpresa. Cinco minutos. Intentad que no os
maten.
Entonces se fue y nos colocamos contra la pared (en una postura a medio
camino entre merodear y acechar) y esperamos. Pasaron cinco minutos.
Durante ese tiempo, un saqueador alto, andrajoso y encorvado como una

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garza afligida avanzó por una calle lateral, siguiendo a Flo. Le dimos un
minuto extra para despejar el camino y luego nos arrastramos tras él.
Fuimos a la izquierda. Treinta metros y de nuevo a la izquierda. Era más
bien un callejón, tan oscuro como una grieta en la tierra. Excepto al final,
donde una bombilla desnuda colgaba de un cable sobre una puerta metálica.
Bajo el cono de luz se erguían a modo de columnas dos hombres muy grandes
ataviados con abrigos negros, y una niña pequeña y harapienta entre ambos.
Los hombres estaban allí para romperte la nariz, pero la niña era la
persona más importante: era la sensible que revisaba los objetos que estarían
en la reunión. El saqueador andrajoso estaba enseñándole el contenido de su
bolsa. A ambos lados, sus secuaces esperaban a que tomara una decisión. El
más grande de los dos sostenía un palo negro y robusto, con el que de vez en
cuando se daba golpes en la palma ahuecada. Nunca hablaba; solo era la
amenaza y quien infligía dolor. El otro era el portavoz, el que se encargaba de
hacer las preguntas necesarias. Uno hablaba y el otro daba golpes con el
garrote.
Era probable que ninguno pudiera hacer ambas cosas a la vez.
El saqueador consiguió el pase. Cerró la bolsa, abrió la puerta y
desapareció en el interior. Los hombres nos miraron. Nos acercamos
tranquilamente por el callejón.
Lockwood me habló por la comisura de la boca:
—Mantén la calma. Yo me encargo, Luce.
Algo en el tono relajado que usó me alarmó. Volví a acordarme de lo que
me había dicho George: que la imprudencia de Lockwood iba cada vez a
peor. Sentí una punzada de culpa. Esta noche, por motivos egoístas, dependía
de su disposición a arriesgarse. Sin mí no estaría aquí. Sentía la emoción del
peligro que irradiaba, embriagadora y terrorífica a la vez. Y no, teníamos las
espadas.
—Ten cuidado —dije—. Y sé educado también.
—Por supuesto.
Lockwood es alto, pero la parte de arriba de su cabeza no llegaba a los
hombros de ninguno de los guardas. Se detuvo frente a la sensible con las
manos en la bolsa.
El esbirro más pequeño, el que hablaba, señaló con un dedo rollizo.
—Enseñadlas.
Los dos abrimos las bolsas. La niña miró dentro. No tendría más de ocho
años, y era una persona pequeña y frágil cuya piel traslúcida dejaba ver unas
venas azules en su frente.

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Cogí la capa protectora de una esquina y la levanté, de modo que su
belleza tornasolada quedase a la vista.
El hablador frunció aún más el ceño. El del garrote estiró el palo y lo usó
para tocar las plumas.
—¿De dónde las habéis sacado? —preguntó el hablador.
Lockwood apartó el garrote.
—Las hemos robado, apestoso. ¿Qué te parece?
Siendo sincera, el acento de Lockwood sí hacía que sonase como un
auténtico saqueador de reliquias. El problema era que también estaba
intentando ser auténticamente ofensivo. De pronto, el del garrote giró la porra
y la presionó con fuerza contra la parte inferior de la barbilla de Lockwood.
—¿Quieres que Joe te zurre? —preguntó el hablador—. Lo hace y te
rebana la cabeza de cuajo. Se le da bien, consigue que la cabeza aterrice del
revés en el muñón del cuello.
—Sería todo un espectáculo —respondió Lockwood—. Pero lo que
tenemos en las bolsas son maravillas del extranjero. Adelaide Winkman
querrá verlas.
—Te mataremos y se las llevaremos nosotros —dijo el hablador, y no
pude evitar sentirme intranquila al saber que lo que decía tenía algo de lógica.
Pero la niña pequeña había puesto una mano en la muñeca del hombre del
garrote y sacudía la cabeza.
—No, esto es bueno de verdad —dijo—. Las querrá, como él dice.
Dejadlos pasar.
Su palabra iba a misa. El garrote se retiró al instante y los hombres se
apartaron. Lockwood sacudió con arrogancia el brazo para abrir la puerta.
—Esperad. —El hablador señaló las dagas que llevábamos en los
cinturones—. Nada de armas.
—¿A estos palillos los llamas armas? —resopló Lockwood—. Tiene que
ser una broma.
El hablador se rio.
—Ya te enseñaré si es una broma o no.
Treinta segundos más tarde, nos habían cacheado rápidamente, quitado las
dagas y empujado con eficiencia en dirección a la puerta.
—¿Tenías que ser tan grosero? —le murmuré cuando estuvimos solos—.
Estás llamando la atención.
—Pero si los saqueadores de reliquias son famosos por ser tan
desagradables. Así encajaremos mejor.
—Ya. Nuestros cadáveres descompuestos también encajarán bien.

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Tras la puerta había una habitación vacía con paredes de hormigón
desnudas y rugosas. En el extremo del fondo, un agujero circular con un
borde metálico conducía al subsuelo. El agujero estaba a oscuras, pero el
último peldaño de una escalera sobresalía y una imagen granulosa sugería que
había luz más abajo.
—El antiguo hueco del ascensor del metro —comentó Lockwood—.
Supuse que sería algo así. Salir no será fácil, pero no nos queda otra. ¿Vas tú
primera, Luce? ¿O yo?
Fui primera, porque no quería que se enzarzara en una discusión con una
rata de cloaca o algo.

Había mucha distancia desde el inicio de la escalera hasta la tierra, tanta que
se me adormecieron las manos y perdí la cuenta de los peldaños que llevaba.
Estaba muy oscuro, y otro factor desagradable de aquella experiencia era el
sonido que ascendía rápidamente por el hueco: un rugido, una ráfaga de aire y
lo que me parecieron voces gritando. El ruido parecía proceder de un lugar
muy lejano y (supuse) de un momento remoto. Cuando al fin llegué al túnel
iluminado por las velas, todo rastro de sonido se había desvanecido. En los
andenes olvidados de la estación de metro de Vauxhall nos rodeaba un barullo
distinto.
La distribución de la estación no era distinta a las infinitas paradas de
metro que seguían usándose cada día. Frente al hueco en el que se alzaba la
escalera, tres escaleras mecánicas oxidadas emergían entre las sombras:
silenciosas, firmes y con los peldaños obstruidos por el polvo negro. Hileras
de pósteres descoloridos las flanqueaban. Era la antigua salida, que llevaba al
pasillo ahora tapiado donde se compraban los billetes.
Esta noche, la acción se concentraba allí abajo. Me encontraba en un
espacio central con tres bóvedas cuadradas a cada lado, que conducían a los
andenes norte y sur de la antigua línea de Victoria. Las paredes curvas todavía
tenían los azulejos blancos de cerámica, aunque los habían arrancado en
distintas partes y habían hecho un agujero poco profundo. Había velas
encendidas en aquellos huecos y el humo aletargado zigzagueaba hacia el
techo, donde unas lámparas viejas colgaban como unas arañas negras y
gordas. Todo brillaba con una luz dorada tenue y avara: los azulejos, las
escaleras mecánicas y los saqueadores y saqueadoras de reliquias con ropajes
negros.

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Había decenas de ellos; se apiñaban en pequeños montones junto a las
mesas plegables donde se exhibían comida, bebida y varios instrumentos
propios de su profesión. Algunos eran jóvenes, como Flo, pero otros,
encorvados y erosionados como los árboles llevados por el viento,
presentaban signos de la edad y las largas penurias. Todos estaban sucios,
callosos y tenían las mandíbulas y los ojos marcados. Conversaban en voz
baja, vigilando con cuidado sus palabras. La desconfianza hacía que el
ambiente fuera tenso.
—Míralos. —Lockwood había llegado a mi lado—. Es como si un libro
de medicina hubiera cobrado vida.
—Lo sé. Puede que no nos hayamos puesto suficientes verrugas.
La mayoría de los saqueadores parecían dirigirse a las bóvedas de la
derecha. Un canturreo palpable de emoción retumbaba allí dentro, donde se
alzaban muchas voces. Y, bajo aquel sonido, había un murmullo psíquico más
profundo, como el de unas avispas que zumban en una maceta enterrada.
Podía sentir su intensidad, aunque lo amortiguara el cristal de plata.
Y no era lo único que oía.
—Lucy… Lucy, ayúdame…
Le di un codazo a Lockwood en las costillas.
—Tenemos que ir por allí. Vamos.
Pasamos por el arco que conducía al que había sido el andén en dirección
sur. Entramos a una habitación inmensamente larga, curva y de techos bajos,
iluminada por velas y faroles colgantes. Una de las bocas de los túneles se
abría cerca de allí, medio tapada por un enorme muro de sacos de arena.
Algunos de los sacos estaban llenos de virutas de hierro y otros de sal. Los
habían rajado y el polvo blanco grisáceo cubría la superficie del muro, tan
sucio y endurecido como la nieve que lleva un mes en el suelo. Una ráfaga de
aire frío recorría el túnel, acompañada de una fuerte inquietud psíquica. Sentí
los gritos lejanos de nuevo.
A los pies de los sacos de arena todavía se veían las antiguas vías, pero en
la mayor parte de la estancia estaban ocultas bajo unos tablones de madera
rugosos, colocados hacia fuera desde el borde del andén. Daban la sensación
de duplicar el ancho del espacio. Bastantes saqueadores de reliquias se
congregaban aquí, hablando, discutiendo y acercándose poco a poco a la mesa
que había en el centro del andén.
Estaba bien iluminada por unos candelabros negros, tan altos como un
hombre, colocados detrás. Incluso desde la distancia, sabía quiénes se
sentaban allí. Reconocí sus siluetas: una mujer corpulenta con brazos y

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hombros enormes, y una persona bajita y rechoncha que llevaba un bombín de
visera ancha.
Adelaide Winkman y su hijo Leopold, los contrabandistas más poderosos
de Londres.
Uno a uno, los saqueadores llegaban a la mesa, enseñaban sus objetos
psíquicos, recibían dinero (o no) y continuaban avanzando. Podía oír el
tintineo de las monedas. Junto a la mesa había tres hombres musculosos e
impasibles. Entrecerré los ojos. No era muy difícil imaginarlos como los
asesinos de Harold Mailer, los que me habían perseguido por los jardines de
Clerkenwell.
—Fíjate a dónde van los secuaces —me susurró Lockwood al oído—. No
dejan los objetos en la mesa, así que deben de llevarlos a algún sitio…
Nos costaba avanzar por el andén. La mayoría esperaba llegar a la mesa
de los Winkman y les molestaban nuestros intentos de seguir. Sin salirnos del
personaje, hicimos caso omiso de sus insultos y nos abrimos paso a codazos.
Vislumbré a Flo, que discutía con alguien entre el gentío. Nuestros ojos se
encontraron, pero los apartó sin mostrar señal alguna de conocerme.
Y entonces, la voz sonó de nuevo:
—Lucy…, estoy aquí.
El estómago me dio un vuelco de la emoción. ¡Estábamos cerca! Me giré
hacia la pared para que nadie pudiera verme hablar.
—¿Calavera? Calavera, ¿eres tú?
—Déjame ver… Ah, no, es otro espíritu incorpóreo de tipo tres que se
sabe tu nombre y por qué has venido, y resulta que está guardado aquí cerca.
Aquello resolvió el dilema. Ningún otro fantasma podía ser tan sarcástico.
—Eres tú.
—¡Pues claro que soy yo! ¡Sácame de esta mazmorra ahora mismo!
—No es tan fácil. Y tampoco estaría mal que mostraras un poco de
gratitud. ¿Dónde estás?
—En una habitación con azulejos. Puede que en un viejo baño. Con la
suerte que tengo, será un lavabo de señoras abandonado. Con luces de neón
parpadeando sobre la puerta.
Miré hacia el andén. No muy lejos de la mesa de los Winkman vi una
tenue luz de neón parpadeando. El origen se perdía en la curva de la estancia.
—Creo que lo veo. Estoy en la cola para ir a por ti.
—¿Qué? ¿Estás esperando tu turno? No podrías ser más británica. ¡No te
quedes ahí parada! ¡Mata a alguien!

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—Lucy… —El rostro sucio de Lockwood se me acercó—. Estás hablando
sola.
—Es la calavera. La oigo. Está cerca.
Lockwood observó a los saqueadores apestosos que arrastraban los pies.
—Creo que vamos bien. La mitad de estos imbéciles se pasan el día
hablando solos. Aun así, no alces la voz.
—Lucy, tienes que sacarme de aquí. —La voz de la calavera se coló de
nuevo entre mis pensamientos—. Me van a llevar a un sitio sangriento.
—¿Un sitio sangriento? ¿Y eso qué significa?
—Pues imagino que será un sitio agradable donde pasan cosas buenas y
todos son amigos… ¿Y yo cómo voy a saberlo? ¡Si lo llaman así tendrá que
ser malo, hasta para mí! Aquí hay un montón de cosas asquerosas… Por
ejemplo, el origen de tu amigo Guppy.
—¿El origen de Guppy? —Miré a Lockwood, que hizo una mueca—. ¿No
será el frasco de dientes?
—Sí. Les gustó mucho.
—¿A quiénes? ¿A los Winkman?
—A saber. Eran una mujer con un vestido de flores que la hacía parecer
un sofá pasado de moda y un crío con cara de culo abofeteado.
—Son ellos.
—Fueron sus hombres quienes me trajeron aquí. Pero no están al mando.
También hay otro tipo. Cuando acabe esto me venderán a él.
—¡Ah! ¡El coleccionista! ¿Cómo es?
—Pues… —La voz parecía confusa—. Un tipo sin más. De estatura
media, ni alto ni bajo… En realidad, es difícil de describir. ¿Sabes qué?
Podrías verlo con tus propios ojos si te pasas por aquí y me rescatas. ¿Estás
sola?
—No.
—No me lo digas. Ya sé quién es. Tiene sentido que ayude. —Incluso de
lejos, oí perfectamente la horrible parodia de la voz de Lockwood—.
«¿Cómo? ¿Sugieres una misión suicida, Lucy? ¿Una muerte asegurada? Lo
que a mí me gusta. ¡Me apunto!». Bueno, mejor que sea Lockwood. Puedes
sacrificarle para rescatarme. Yo diría que es un cambio bastante decente.
Me invadió la rabia.
—¡Maldita calavera! Te juro que voy a dejarte ahí.
Hubo una pausa. La voz volvió a hablar, esta vez en un susurro.
—Esto no es solo por mí, Lucy. Es grave. Ven a por mí y te diré lo que
están haciendo. La muerte está en la vida y la vida está en la muerte, Lucy.

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Esta es la prueba.
Resoplé.
—¿La prueba de qué? ¿Qué significa eso?
Pero la conexión psíquica se rompió, y noté que Lockwood estaba
sacudiéndome el brazo. Respiré hondo y le conté lo que había oído.
Se rascó la peluca negra; bajo la base y el lápiz de ojos, su rostro estaba
pálido de verdad.
—No será fácil, Luce —dijo—, pero puedo conseguir que entres a esa
habitación. El problema es que tendrás que enfrentarte a quien esté allí tú
sola. ¿Estás dispuesta?
La rabia que sentía hacia la calavera seguía hirviendo en mi interior. Los
comentarios sobre Lockwood me habían hecho sentir muy culpable. Pero solo
podía haber una respuesta. Asentí.
—Sí.
—Te he echado mucho de menos, Lucy.
Bueno, con la peluca, el maquillaje y los dientes negros no tenía muy
buen aspecto, pero bajo la mueca desdentada todavía brillaba la antigua
sonrisa de Lockwood. Esa sonrisa y esas palabras alejaron aquella sensación.
Toda la culpa y la intranquilidad desaparecieron, y solo fui consciente de la
emoción que sentía por estar allí con él.
—Yo a ti también te… —empecé, pero no me escuchaba. Seguía
hablando y contándome el plan.
—Entonces crearé una distracción que llame la atención de todos los que
están junto a la mesa —explicó Lockwood—. Cuando estén ocupados, tú
pasarás por detrás e irás a la habitación. Pero tendrás que volver con la
calavera en un abrir y cerrar de ojos.
Si lo hubiera sugerido yo y tuviera que confiar en Ted Daley, Tina Lane o
cualquier otro de los agentes fracasados con los que había trabajado en mi
carrera como autónoma, me habrían bombardeado con una serie de preguntas
mientras intentaban escaquearse de todo lo que fuera remotamente peligroso.
Pero era Lockwood quien me lo sugería a mí y, aunque me burbujeaban las
venas ante el peligro al que iba a exponerse, no perdí tiempo ni energía y me
limité a asentir. Si Lockwood creía que era posible, yo lo hacía. Él confiaba
en mí. Yo confiaba en él. Así era como seguíamos con vida.
—Genial —respondió—. Nos vemos aquí en dos minutos. Luego
corremos hasta la escalera y salimos de este sitio. ¿Lista? Vale. Tres, dos,
uno… Ya.

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Dicho y hecho. Salí corriendo, siguiendo la curva de la pared. Pasé detrás
de los primeros hombres que hacían cola frente a mí e ignoré sus gritos de
enfado. No paraba de pensar que alguien tiraría de mí. Me acerqué a la mesa,
donde se sentaban los Winkman, rodeados de los hombres de negro. Entonces
vi que había otros dos hombres a lo lejos, vigilando el pequeño arco bajo el
neón parpadeante. Me pillarían en cualquier momento y caería en manos del
enemigo.
De pronto, alguien gritó a mis espaldas. Hubo un golpe fuerte, un rugido
de rabia. Todos los que estaban junto a la mesa alzaron la mirada. Pude oír
unos puñetazos repetidos, insultos groseros y el griterío de la multitud. Era un
clamor inmenso. Todos los ojos estaban puestos en él. Los hombres que
protegían el arco abandonaron sus puestos y me adelantaron sin mirarme. La
distracción de Lockwood estaba funcionando.
Lockwood… El corazón me latía con fuerza en el pecho. Quería darme la
vuelta desesperadamente para ver lo que hacía, pero eso no formaba parte del
plan. Sin echar la vista atrás, pasé rápidamente junto a la mesa, crucé el arco y
entré en una habitación pequeña.

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P ese a las quejas de la calavera, no me pareció que la estancia hubiera


sido un lavabo de señoras en el pasado. Era demasiado grande. Era un
hueco simple y alicatado que quizá habían utilizado como almacén del
metro y ahora guardaba otro tipo de objetos. En el centro habían colocado una
mesa larga de caballete. Encima, y en pilas ordenadas en el suelo a ambos
lados, había estuches de cristal de plata y frascos de distintos tamaños, todos
llenos. Vislumbré huesos, trozos de telas harapientas, joyas, las típicas
curiosidades que suelen acabar siendo orígenes sobrenaturales. Pero había
algunos poderosos y pude sentir el zumbido psíquico incluso a través del
cristal.
Algunos tenían mucho poder. Allí, en un estuche de cristal de plata en
mitad de una pila, avisté la colección de dientes del caníbal de Ealing.
Y ahí, apoyado sin mucho cuidado contra el borde de la mesa, había un
frasco sellado que conocía bien.
El icor que rodeaba a la calavera era denso y meloso, y unos diminutos
latidos palpitaban en el interior a la vez que la voz del fantasma retumbaba en
mi mente.
—¡Por fin! ¡Me alegro de verte! Vale, ahora date prisa, apuñala a este tío
y nos vamos.
No respondí. Necesitaba concentrarme. No era la única persona en la
habitación.

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Detrás de la mesa, sentado en una silla plegable de plástico, había un
hombre. Un hombrecillo ataviado con un traje negro y una corbata de un tono
azul apagado. Pude dar fe de esos detalles al instante. Extrañamente, el resto
era vago. Por mucho que le mirara, no lograba recordar su apariencia. Tenía
el pelo marrón y aburrido, peinado hacia atrás para dejar ver un rostro soso y
casi sin forma. Su expresión reflejaba estar algo concentrado, ya que la punta
de la lengua le asomaba por un lado de la boca. Tenía un cigarrillo en una
mano y con la otra anotaba algo en una hoja de papel. Pero ¿y los rasgos que
le diferenciarían en una multitud de gente? No existían.
Algo en su vulgaridad evidente y casi agresiva hizo que asumiera que no
era la persona que estaba buscando. Era un contable, un mandado y, sin duda,
no el misterioso coleccionista para el que trabajaban los Winkman. Otra parte
de mi mente se sobresaltó de repente. Me pareció que ya le había visto antes.
La voz de la calavera regresó justo cuando llegué a aquella conclusión.
—Cuidado con este hombre —dijo—. No parece gran cosa, pero es
peligroso. Ah, genial, veo que se te ha olvidado la espada.
El hombrecillo alzó la mirada y me vio de pie en el umbral.
—¿Quién eres tú, por favor? No eres bienvenida aquí.
Era una voz clara, exigente y casi irritable, y supe que tenía razón. Me
resultaba familiar. Una voz que se encargaba de los números, el papeleo y los
detalles burocráticos, además de la calidad de las reliquias psíquicas extrañas
y desagradables que tenía frente a él en la mesa. Una voz que controlaba todo
e informaba a los demás…
—¿Quién eres? —preguntó de nuevo el hombre.
Le había visto. No hacía mucho.
—Fiddler, señor —dije con un pequeño saludo—. Jane Fiddler. Me ha
enviado la señora Winkman. Ha habido un error con uno de los artículos. La
calavera mugrienta del frasco. Tendríamos que haber traído otra calavera,
señor. Esta es una porquería.
—¿Porquería? —El hombrecillo contempló el frasco con el ceño fruncido
y luego volvió a centrarse en sus notas—. Está dentro de un recipiente de
contención oficial. También es antiguo. Es el tipo de frasco que usaba la
agencia Fittes hace años. No solían cometer errores.
—Es lo que pasó con esta, señor. Esa cosa apenas tiene carga psíquica. La
señora Winkman dice que esa baratija vieja tendría que quemarse. Ha pedido
que traigan la calavera buena y llegará en un minuto. Yo tengo que llevarme
la que no sirve. Quiere disculparse. Caminé hacia la calavera como si
estuviera pensando.

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—¿Disculparse? ¿Adelaide Winkman? —El hombre apoyó con cuidado el
cigarrillo en un cenicero, entrelazó las manos y las colocó sobre su pequeña
barriga—. Eso no es propio de ella.
—La confusión ha armado un buen jaleo. ¿No oye el ruido? —Señalé la
puerta con el pulgar; todavía se oían los golpes secos y los gritos. Cada vez
estaba más nerviosa por Lockwood, pero mantuve la calma antes de hablar—.
Algunos de los tipos de ahí fuera se están acalorando.
El hombre resopló.
—Qué aburrimiento. Los de vuestra calaña siempre andáis dando
problemas.
Cogió la hoja de papel que tenía delante con un gesto molesto. Estaba
sujeta a un portapapeles de plástico… Y, con una alarmante claridad
repentina, me di cuenta de quién era. Hacía cinco noches, en el vestíbulo de la
compañía de seguros, me había asomado al balcón, magullada y amoratada
tras el encuentro con el fantasma de Emma Marchment. Había visto al grupo
de Rotwell con el señor Farnaby, mi estúpido supervisor, que se recostaba en
la silla. Junto al hombro de Farnaby, supervisando a mi supervisor y con el
portapapeles en mano…
Estaba el hombre desconocido del Instituto Rotwell de voz suave, el señor
Johnson.
Era él.
Llegué hasta la mesa y, con aire despreocupado, estiré la mano hacia el
frasco sellado.
—Lo sé. Somos lo peor, ¿verdad? Lo siento. Bueno, Adelaide vendrá en
un segundo para explicarlo todo.
—¿Mi madre vendrá para explicar el qué?
Entonces, mi mano estirada se enroscó como una araña quemada y se
apartó del frasco. Poco a poco y con el cuerpo tenso, volví la mirada hacia el
arco.
Decir que la puerta estaba bloqueada por una sombra amenazante sería
mentir. Solo la mitad lo estaba, pero la parte inferior, porque Leopold
Winkman no era muy alto, aunque sí bastante ancho (e incluso más gracias a
las ridículas hombreras de su caro abrigo de piel). Tenía la silueta corpulenta
y menguada de un luchador al que le hubieran tirado un piano enorme desde
lo alto. La visera ancha del sombrero y los cuadros llamativos del traje de
diseño le hacían parecer más horizontal. Tendría unos trece o catorce años, y
su cara era tan suave y maleable como un bollito. Su boca de sapo recordaba
mucho al encarcelado Julius Winkman, su padre. Pese a su aspecto dócil y

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elegante, su carácter también se parecía al de Julius. Entre los criminales de
Londres, Leopold era conocido por su crueldad precoz. Tenía los ojos azules
y despiadados.
No dije nada. Nos quedamos allí, mirándonos el uno al otro.
Detrás oí la voz sosa del señor Johnson.
—Quiere la calavera del frasco.
—Pues sí —respondí—. Como me ordenó tu mamá. Te lo ha dicho, ¿no?
Ve y pregúntaselo.
No esperaba que se lo tragara; estaba en un callejón sin salida. Pero
mientras su cerebro lo procesaba, yo recorrí con la mirada el tablero que había
a mi lado. Calculé que tendría unos cinco segundos.
—¿Mi mamá? —preguntó Leopold Winkman—. Ella no le pediría a una
paleta mugrienta y enana como tú que… —De pronto le cambió la cara y se
quedó quieto. Me descubrió justo a los cinco segundos, quizá por el disfraz
pobre, porque recordó de quién había sido la calavera o, simplemente, por
cómo le había mirado: con perspicacia y desprecio—. Espera… —Dio un
paso despacio hacia atrás—. Sé quién eres. ¡Lucy Carlyle!
—No te preocupes. —Era el susurro de la calavera—. Una chica grande
como tú podrá con él.
Leopold se apartó el abrigo y reveló un revólver de cañón corto en su
cinturón.
—O puede que no.
Pero yo ya me había lanzado hacia la mesa, y mientras me guardaba el
frasco de la calavera bajo un brazo, utilicé el otro para coger un estuche de
cristal de plata que le lancé a Winkman. Me agaché en ese instante. La pistola
se disparó. A mi lado, un cristal se hizo añicos: uno de los estuches de la mesa
había explotado y los fragmentos me caían por la espalda. El estuche que
había arrojado le dio a Winkman en las espinillas y le derribó. Soltó el arma y
se revolcó de un lado a otro, gritando.
—El enano ha caído —dijo la calavera—. Qué bien.
Una ráfaga de aire estalló a mi lado, con bastante fuerza como para
sacudirme la peluca. Una figura blanca azulada emergió del recipiente roto
del centro de la mesa. La bala de Winkman había liberado al fantasma. El
señor Johnson lo notó. Saltó de la silla y se refugió en el fondo de la
habitación.
No me quedé para ver si le iba bien. Con el frasco sellado en los brazos,
salté a Leopold y me dirigí al arco. Allí descubrí que esta vez sí había alguien
bloqueándolo, un saqueador de reliquias tuerto un poco más mayor que yo.

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Llevaba un cuchillo curvo con el filo de sierra. Detrás aparecieron dos de los
hombres corpulentos de Winkman.
—Me toca a mí —dijo la calavera—. Levanta el frasco y sigue.
Alcé el frasco sellado. De repente, la luz fantasmagórica verde brilló y
proyectó un resplandor repugnante sobre los hombres que estaban frente a mí.
El joven del cuchillo contempló la profundidad del frasco y soltó un grito
enorme. Se tambaleó y tiró a los hombres, lanzándolos contra la pared.
La calavera se rio.
—¿Qué te parece? Le he puesto mi mejor cara.
—No está mal.
Como una anguila, me contoneé entre los cuerpos tumbados, me lancé
hacia el arco y corrí por el andén, donde se estaba produciendo una pelea a
gran escala. En el centro se encontraba un joven saqueador esbelto y con el
pelo similar al de un erizo malvado. Estaba cerca de la mesa de los Winkman,
moviendo un candelabro largo y negro por encima de su cabeza y
manteniendo a raya a la multitud. No muy lejos, Adelaide Winkman gritaba
órdenes y fallaba estrepitosamente en un intento de mantener la situación bajo
control.
—¿Este es tu plan? —preguntó la calavera—. Curiosamente fluido. ¿Qué
viene ahora?
—No tengo ni idea.
Pero Lockwood se había mantenido alerta para ayudarme. Danzó hacia
delante, agarró la mesa de los contrabandistas y la volcó, lo que hizo que una
cascada de monedas cayera al suelo. En el mismo movimiento, saltó por
encima y llegó corriendo hacia mí. A sus espaldas, una marea frenética de
saqueadores de reliquias engulló a Adelaide y a sus ayudantes mientras
intentaban hacerse con las monedas.
—¡El arco que tienes detrás, Luce! —gritó Lockwood—. ¡Cruza al otro
andén!
Me di la vuelta, pero, en ese instante, Leopold Winkman salió corriendo
de una habitación lateral. Esquivó el agresivo vaivén del candelabro de
Lockwood, se arrojó sobre mí y tiró del frasco sellado que guardaba bajo el
brazo. El impacto me derribó. Leopold y yo forcejeamos en el suelo con
patadas y puñetazos. Se me cayó la peluca. Sabía que Lockwood me llamaba
y que otras personas se acercaban. De pronto, Leopold me golpeó en un lado
de la cabeza. La luz me cegó. Se me aflojó el brazo y me arrebataron el frasco
sellado.
—¡Lucy! ¡Sálvame…!

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—¡Calavera!
El golpe había hecho que me pitara la cabeza. Me erguí parpadeando.
Leopold y el frasco habían desaparecido. Estaba tumbada bocarriba. Sobre
mí, una mancha confusa de formas luchaba: Lockwood, los secuaces de
Winkman y varios saqueadores. Un hombre me vio moverme y alzó un palo
pesado para golpearme. Alguien estiró una bota de agua sucia y le puso la
zancadilla. Entreví el sombrero de paja raído de Flo mientras él caía.
Lockwood tiraba de mí para ponerme en pie y arrastrarme hacia el andén.
—¡Lucy…!
Un grito tenue y desesperado sonó a mis espaldas, entre la multitud.
—¡La calavera! Lockwood, la he perdido…
—Lo siento. Lo siento mucho. Pero tenemos que irnos, de verdad.
Tenía la cara amoratada y la peluca torcida. Ya no llevaba el candelabro.
Corrimos juntos hacia el extremo del recibidor. Allí la boca del túnel estaba
tapiada, pero un pasillo lateral conducía al andén donde pasaban los trenes
que iban hacia el norte. Lo atravesamos a toda velocidad, perseguidos por una
marea de ruido.
—La escalera ya no es una opción —jadeó Lockwood—. Tendremos que
ir por el túnel.
Menos velas iluminaban las paredes del segundo andén, donde no había
nadie. La boca del túnel estaba a unos metros de nosotros, llena de otra gran
pila de sacos de arena, sal y hierro. Lockwood y yo bajamos a las vías de un
salto, subimos trepando la pendiente y observamos la negrura del túnel.
—No está bloqueado —dije.
—Ya.
—Nos sacará de aquí.
—Seguro que sí.
—Pues venga, vamos.
—No. —Me agarró del brazo—. Hay un fantasma.
¿Cómo no lo había visto? Una figura gris se alzaba en el túnel, no muy
lejos de allí. Tenía forma humana, aunque una bidimensional y retorcida,
como si hubieran recortado el contorno en un papel y luego lo hubieran
arrugado para darle vida. Ladeaba la cabeza en nuestra dirección, como si le
atrajeran nuestros sonidos, nuestro olor o nuestro calor corporal… Todo lo
que la figura pálida y delgada había perdido y todavía deseaba. Mi pie resbaló
con un guijarro mientras lo observaba; retrocedí bruscamente por la
pendiente, solo un poco, y varios pedazos de roca y arena cayeron sobre la

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vía. De pronto, el fantasma se precipitó por el túnel y solo se detuvo cuando
se encontró cerca del hierro.
Deseé muchas cosas en ese preciso momento. Deseé no haber seguido la
voz de la calavera.
Deseé no haber animado a Lockwood a traerme.
Y, lo más importante, deseé que tuviéramos los estoques.
La figura se acercó. Lockwood hizo un gesto con la cabeza y regresamos
con cuidado hasta el montón de hierro, sal y escombros, hacia el antiguo
andén.
Allí nos esperaba Adelaide Winkman, iluminada por un farol parpadeante.
Blandía un cuchillo largo y de hoja estrecha en la mano derecha.
Por cierto, no estaba sola. La respaldaban un montón de saqueadores de
reliquias (que, gracias a su fealdad, su cojera y su ropa andrajosa, parecían un
cúmulo de muertos enfadados), además de los secuaces implacables y sus
cuchillos.
Pero tus ojos se iban a Adelaide. Tu cerebro tenía que echar un segundo
vistazo para procesar lo que tenía ante sí. Primero veías a alguien que parecía
una ama de casa grande y rubia, con el rostro rosado, las cejas depiladas y las
curvas maternales embutidas en un voluminoso vestido de flores. Sin
embargo, estaba rodeada de una banda de criminales. Entonces, cuando
estabas empezando a acostumbrarte a la rareza de la escena, te dabas cuenta
de que ella era la que más miedo daba. Se debía sobre todo a los ojos grises
azulados; en parte a la raja tan fina como un lápiz que hacía las veces de
labios y, además, al volumen de sus antebrazos. Su evidente fuerza física
también le daba puntos extra. Hacía tiempo juró vengarse de nosotros por
haber mandado a su marido a la cárcel. Quizá por eso sonreía.
—Señor Lockwood —dijo—. Y señorita Carlyle. Qué sorpresa verlos en
este mercado.
—Sí… La verdad es que me encanta ir de compras nocturnas —respondió
Lockwood. Se rascó la peluca torcida y observó el cuchillo—. Veo que a
usted no.
—A mí lo que me gusta es darles a los intrusos lo que se merecen —
contestó Adelaide Winkman—. ¿Por qué han venido?
—Queríamos ofrecerle unos artículos de primera. —Lockwood señaló la
bolsa—. Debo admitir que no estoy muy impresionado con su servicio. Tengo
ganas de quejarme.
La mujer desvió la mirada hacia los escombros y la línea de hierro. Detrás
de nosotros, la figura se movió a lo lejos en la oscuridad.

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—¿No hay alguien en el túnel para ayudarle con eso?
—Pues sí, pero me resulta poco comunicativo. No dice mucho.
—No, pero, por lo que tengo entendido, es muy atento. —Adelaide
Winkman hizo un gesto con el cuchillo y, de nuevo, deseé con fuerzas no
haber dejado los estoques en casa—. ¿Por qué no huyen por el túnel? Estoy
segura de que les atenderá pronto.
Lockwood asintió.
—O también podríamos quedarnos aquí, hablando con usted.
La señora Winkman alzó el cuchillo y lo inclinó para que la luz dejase ver
el borde afilado.
—¿Saben? No siempre he estado en el negocio de las antigüedades.
—Ah, ¿no?
—No. Antes era carnicera. Este es un cuchillo para filetear. Hace mucho
logré manejarlo bastante bien. Lo usaba con todo tipo de ganado…, y otras
cosas.
—Fascinante. —Lockwood se quitó la peluca y se atusó el pelo con aire
distraído—. Yo también tuve otros trabajos cuando era pequeño. Repartía
periódicos, lavaba coches… A veces les pateaba el trasero a mujeres grandes.
No me pagaban, así que lo hacía solo por diversión. Apuesto a que tampoco
he olvidado cómo hacerlo. Podríamos pasarnos toda la noche hablando de
esto.
La mujer se acercó.
—Será el túnel o el cuchillo. Tengo poca paciencia con los fisgones y los
intrusos, como pronto verán.
Lockwood sonrió.
—¿Fisgones? ¿Intrusos? No estoy de acuerdo con esas descripciones.
—¿Cree que no son precisas?
—Ah, no. Soy ambas cosas. Pero, sobre todo, soy agente.
La mujer sacudió la cabeza.
—Un agente lleva estoque. Esta noche no lleva nada. —Les hizo una
señal a los hombres que estaban a su lado—. Subid y agarradlos.
—Los agentes también tienen otras armas —dijo Lockwood—. Como
estas.
Rebuscó en el interior de su peluca y sacó dos destellos de magnesio que
habían estado escondidos allí desde que habíamos salido de Portland Row.
Tiró el primero a los pies de Adelaide Winkman. Se dio la vuelta antes de que
cayera y lanzó el segundo hacia el túnel, en dirección al fantasma. Luego tiró
de mí.

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Permanecimos un instante encima del montículo, aferrados el uno al otro
mientras el mundo explotaba a nuestro alrededor. Dos llamaradas idénticas
brotaron a ambos lados. Virutas de hierro caliente nos salpicaron la ropa;
primero nos golpearon por un lado y luego por el otro. Columnas de humo
plateado se elevaban hacia nosotros, rompían contra nuestros cuerpos, se
fusionaban y se oscurecían hasta tornarse de color gris.
Todo ocurrió en tres segundos, cuatro como mucho. Entonces nos
separamos, nos dimos la vuelta y bajamos el montículo que conducía al túnel.
Unos gritos sonaron desde el andén, pero delante reinaba un silencio absoluto.
El destello había funcionado: la figura que merodeaba había desaparecido.
Nuestras botas repiquetearon sobre la gravilla seca. El túnel se curvaba en la
lejanía. Busqué la linterna pequeña en mi bolsa. La encendía cada cierta
distancia para observar la curva de las vías y asegurarme de que no nos
chocáramos con las paredes. Casi al instante, me percaté del frío que hacía
desde que habíamos cruzado la línea de hierro. El hielo brillaba sobre las vías
y los guijarros negros. Nuestra respiración estaba helada. El sonido de
nuestros jadeos retumbaba contra las paredes.
—Lockwood —le llamé—. El frío.
—Yo también lo noto, pero tenemos que seguir avanzando.
A nuestras espaldas, en la curva del túnel, oímos el ruido de la
persecución reticente. Eran unas botas pesadas que tropezaban con los
escombros, con la voz de Adelaide Winkman instándolos a seguir.
—Tendrán defensas para protegerse de los fantasmas —jadeé—. Nos
llevarán directamente hacia…
No tuve que terminar la frase. Estábamos acercándonos al lugar donde
había ocurrido el accidente de tren. Sentíamos cómo aumentaba la presión
psíquica y notábamos presencias muy cerca.
—Quizá haya un túnel lateral —murmuró Lockwood—. A veces los
hacen. Si pudiéramos alejarnos de aquí… —Soltó un grito—. ¡Apaga la
linterna!
La luz había resaltado una cavidad en la pared de la derecha, un hueco
vacío y plano en el que los trabajadores podían refugiarse de los trenes que
pasaban. Pero también se intuían unas cosas blancas mezcladas entre el polvo
y las piedras. Apagué la linterna. Seguimos caminando.
—¿Eso eran huesos? —susurré.
Teníamos la respuesta delante, en la oscuridad: una figura gris y delgada,
una mancha de penumbra. Otra sombra.

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—Parece inmóvil —comenté—. Lo mismo no nos ha visto. Espera… Sí,
sí que se mueve.
Lockwood maldijo.
—Esto no tiene buena pinta. Si tuviéramos algo para protegernos… —
Chasqueó los dedos—. ¡Ya está! Quizá sí tenemos.
Se frenó en seco.
—¿Qué estás haciendo? —susurré—. Tenemos que irnos. Podía oír las
botas deslizándose por la gravilla a cierta distancia de nosotros.
—Aquí. Quédate cerca. Ilumina el suelo con la linterna. Había abierto su
bolsa y sacado la capa protectora. Sacudió la mano y la desplegó. Unas
plumas azules púrpuras resplandecieron sobre la red de hierro. Como un
mago que completa un truco, le dio la vuelta hasta que me cubrió con el tejido
suave y mullido. Luego levantó la capucha para taparme la cabeza.
—Cuando los chamanes iban a las casas de espíritus para hablar con sus
ancestros se envolvían con esto —explicó. Rebuscó en mi bolsa, sacó la
segunda capa y se la puso—. Deberíamos hacer lo mismo.
—¡Pero no vamos a hablar con nuestros ancestros!
—No sabemos lo que vamos a hacer, Luce. Y seguro que no nos hará
daño. De hecho, ¿me lo imagino o ya hace menos frío?
—Supongo que sí, un poco. ¿Qué hace la sombra?
—Ahora nada. Se ha quedado quieta. No sé si es por las capas o no. Pero
no está atacando y eso es bueno. Venga, que tenemos que correr. Ya vienen.
Con las capas bien ajustadas al cuerpo, corrimos por el túnel y vimos
aparecer al grupo de Winkman. Gritaron de la emoción al vernos y luego
hubo un chillido de terror: alguien se había fijado en el fantasma. El
repiqueteo de las botas se detuvo de repente y sus discusiones susurradas
resonaron cuando los dejamos atrás.
—No los retrasará demasiado —dijo Lockwood—. Pero no creo que esos
adultos quieran avanzar mucho más. Oh… Oh, no.
Habíamos llegado a un espacio más alto y amplio. En cierto modo, se
parecía a las partes de la estación de Vauxhall donde acabábamos de estar.
Frente a nosotros, las vías se curvaban junto al principio de un andén abierto
al que se accedía por unos peldaños en el raíl. Sin embargo, unos trozos de
piedra gris y polvorienta que se alzaban hasta el techo roto tapaban el andén
no muy lejos. No había arcos ni puertas en las paredes. La entrada estaba
claramente bloqueada, al igual que las vías, por un tren.
Era negro incluso bajo el haz de la linterna. La superficie metálica estaba
oscura y agujereada, quizá por la explosión de gas, por el fuego que se había

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propagado por los vagones después o por la erosión de llevar tantos años
enterrada bajo tierra. Desde donde estábamos podíamos ver la parte de atrás
del primer vagón, con la puerta abierta colgando y los restos carbonizados de
los primeros asientos.
—Es este —dijo Lockwood casi sin aliento—. El tren que tuvo el
accidente.
Todavía envueltos en las capas, salimos del túnel y subimos al andén. Allí
los daños ocasionados en el tren eran incluso más evidentes. A mitad del
túnel, donde estaba incrustado en los escombros, toda la parte central del
techo del vagón estaba aplastado, como si lo hubiera golpeado un puño
gigante. Una pared había reventado. Parte del metal se había enroscado en las
piedras de la plataforma, como si fueran las costillas de una bestia
prehistórica. El tren estaba vacío y en silencio, y las ventanas se retorcían en
contorsiones angustiosas.
No vi nada, pero el rugido de las llamas me retumbaba en los oídos.
Cuando saqué la mano de la capa protectora, solté un grito ahogado ante el
repentino frío sobrenatural.
—Linterna apagada, Luce —dijo Lockwood.
A la hora de apagar una linterna, siempre se recomienda mantener los ojos
cerrados durante cinco largos segundos para que puedan acostumbrarse a la
oscuridad. Justo antes de abrirlos, oí a Lockwood soltar una exclamación de
sorpresa y supe que estaba delante de mí. Yo también miré. Un leve
resplandor flotaba en torno a las ventanas rotas, y aquella luz fantasmagórica
permitía ver que, después de todo, los asientos del vagón en ruinas estaban
ocupados.
Entre la oscuridad se distinguía el contorno de unas cabezas ladeadas e
inmóviles, con mechones de pelo largo y lánguido sobre unos cuellos
harapientos y unas gargantas muy finas. La piel era resplandeciente y tan
blanca como la de los peces cavernarios, y había hileras de ojos negros como
el carbón. Aunque habían retirado sus cuerpos físicos hacía mucho, los
pasajeros del metro seguían dentro.
Permanecimos allí. Unos ruidos a nuestras espaldas nos indicaron que
habían reanudado la persecución, con Adelaide Winkman gritando al fondo.
—No nos queda otra —dijo Lockwood—. Tendremos que atravesarlo.
—¿El vagón? Pero, Lockwood…
—Es eso o que nos atrape Winkman. Tenemos que confiar en las capas.
—Pero hay muchísimos…
—Tenemos que confiar en las capas.

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Y teníamos que hacerlo rápido, porque, al darnos la vuelta, una linterna
nos alumbró, y luego otra, hasta que la boca del túnel se convirtió en una gran
llamarada de luces unidas y figuras corriendo.
Sonó un disparo y un pequeño agujero apareció en la superficie metálica
del fondo del vagón.
No recuerdo cómo nos montamos en el metro, quién fue primero o cómo
no perdimos las capas al subir los peldaños y nos apretujamos por la estrecha
abertura del vagón. El miedo nubló la experiencia: miedo a quienes nos
seguían y, sobre todo, miedo a quienes se sentaban a nuestro alrededor.
El fuego había recorrido el metro a una temperatura considerable. El
interior era un esqueleto metálico, el tapizado de los asientos había
desaparecido y algunas de las ristras de metal más finas se habían deformado.
Todo era negro, y las superficies estaban quemadas y cubiertas de polvo de
carbón. Sin embargo, quienes se sentaban en la neblina de luz fantasmagórica
conservaban vestigios de ropa anticuada: rastros de trajes, vaqueros,
sombreros y vestidos elegantes que no se habían chamuscado del todo. Con el
cuerpo rígido, ocupaban asientos contrarios a ambos lados de un pasillo
central estrecho. De cerca, podía verse que su piel, al igual que su ropa, no era
más que escamas y fragmentos de papel. Qué secos y polvorientos estaban…
Excepto los ojos. Eran grandes, brillantes y húmedos como los ojos de los
sapos, y todos nos miraban fijamente.
Otra bala silbó por encima de nuestras cabezas e impactó en la
profundidad del tren. Lo agradecí. Sin aquel estímulo, creo que nunca
hubiéramos avanzado. Nos envolvimos en las capas y avanzamos arrastrando
los pies. Yo fui primera, seguida de Lockwood, y dejamos atrás las figuras
brillantes de hombres y mujeres en su tumba metálica, y las hileras de
muertos resentidos.
Una mujer mayor con los huesos escondidos bajo un chal. Un hombre con
un bombín que se fundía con su cara. Dos hombres jóvenes, con las cabezas
apoyadas la una sobre la otra, fusionadas. Alejé los susurros ansiosos que se
elevaban a nuestro alrededor.
El suelo crujía donde las capas sintéticas se habían convertido en una
especie de tostada. Se me quedaban los pies pegados. Nos movimos muy
despacio, paso a paso por el pasillo. Los ojos nos observaban. Los ocupantes
del vagón no se movieron.
Conforme avanzábamos, vimos que no todas las figuras estaban quemadas
y eran viejas. Una o dos tenían auras más brillantes y, por lo que me pareció,
llevaban ropas modernas que desentonaban. Un joven con una chaqueta

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acolchada naranja y unos vaqueros azul oscuro, y una chica delgada con una
camiseta con capucha. Se sentaban entre los demás fantasmas como unos
dientes de oro en una boca podrida. Flo había dicho que también había nuevos
pasajeros. Tenía razón. No estaba claro cómo habían muerto.
Llegamos al centro del tren, donde el lateral había explotado y el techo era
más bajo. Teníamos que agacharnos casi el doble para continuar y allí
también había fantasmas, unas figuras aplastadas y espantosas. Me esforcé
todo lo que pude por no fijarme en los detalles. Pasamos a la segunda parte
del vagón.
—Sigue mirando hacia delante —susurró Lockwood—. No busques sus
miradas.
Asentí.
—Quieren que los acompañemos.
—Y eso haríamos, si no fuera por las capas.
Como si quisiera demostrarlo, un hombre mayor sentado junto al pasillo
alzó una mano marchita cuando pasé a su lado. Estiró un dedo enroscado para
tocarme, pero se apartó de golpe cuando la capa estuvo cerca. Al final del tren
había menos espíritus. Nos apresuramos y llegamos a un punto en el que la
puerta abierta colgaba del vehículo y las vías se extendían en la lejanía. Con
las piernas temblorosas a causa del alivio, saltamos. Recorrimos a
trompicones los últimos metros hasta que por fin hundimos las rodillas en la
gravilla afilada. Detrás solo había silencio.
—Espero que los Winkman intenten perseguirnos —dijo Lockwood
cuando pudimos hablar—. Si lo hacen, seguro que mañana por la noche habrá
unos cuantos pasajeros más sentados en el metro.
Me estremecí.
—No hables así.
—Venga. Si seguimos por el túnel acabaremos por encontrar la salida. —
Se ajustó la capucha de la capa—. Será mejor que nos las dejemos puestas
hasta que nos hayamos alejado lo suficiente.
Nos pusimos de pie poco a poco y con rigidez.
—¿Quién habría pensado que Portland Row escondía esta clase de
tesoros? —pregunté—. Se lo debemos a tus padres, Lockwood. Nos han
mantenido a salvo.
Él no respondió. No era el sitio idóneo para mantener una conversación.
Entonces les dimos la espalda a la muerte y la oscuridad. Codo con codo,
seguimos lentamente las vías del tren hacia la luz.

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IV
El pueblo maldito

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18

L ockwood estaba satisfecho con el resultado de nuestra expedición


subterránea, o al menos todo lo satisfecho que podía estar, dado que no
habíamos conseguido recuperar la calavera y ambos habíamos estado a
punto de morir. Tampoco le molestó mucho que tardáramos casi dos horas en
encontrar una salida segura del sistema del metro y que por poco nos aplastara
un tren en movimiento a las afueras de Stockwell.
—Miradlo de este modo —dijo a la mañana siguiente cuando nos
sentamos con George y con Holly en la oficina de la agencia Lockwood, en el
sótano—. Los aspectos positivos de anoche son muchísimo más importantes
que los negativos. Primero, fuimos a buscar un importante artefacto psíquico
y descubrimos que en realidad teníamos dos más. —Miró la armadura que
había junto a su escritorio. Las capas protectoras colgaban de ella, brillantes,
resplandecientes y secándose poco a poco. Se habían ennegrecido un poco en
los túneles del metro y habíamos tenido que limpiarlas—. Es un gran éxito —
siguió—. Vale, quizá no queramos llevarlas demasiado en público. La gente
se pensará que estamos en algún tipo de programa de televisión. Pero esas
capas podrían sernos de gran ayuda en situaciones peligrosas. ¿Verdad,
George?
No había nada que a George le gustase más que los misteriosos artefactos
psíquicos. Casi no había podido alejarse de las capas en toda la mañana.

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—Sí, son objetos increíbles —dijo—. Obviamente, los eslabones de plata
del forro ayudan a alejar a los fantasmas, aunque es posible que las plumas
hagan algo también. Podría ser su grasa natural o algún tipo de revestimiento
especial que le ponían los chamanes… Tendré que hacer experimentos. Y
Lockwood… —Le brillaban los ojos—. Deberíamos mirar qué más se
esconde en el dormitorio de arriba, en serio.
—Quizá algún día —respondió Lockwood—. Cuando tengamos tiempo.
George resopló.
—Ya sé lo que significa eso. Pero no puedes seguir ignorando las cajas, ¿a
que no, Luce?
—Supongo que no.
Mi reacción había sido menos entusiasta que la de los demás. Me alegraba
lo de las capas, claro, pero eso no quitaba que no estuviera decepcionada por
no tener la calavera de los susurros. Había estado tan cerca de recuperarla. La
había tenido en mis manos. Cuando la adrenalina de la huida disminuyó,
acabé sintiéndome muy vacía por dentro.
Lockwood sabía en qué estaba pensando, por supuesto.
—No te enfades demasiado, Lucy —dijo—. No sabemos si hemos
perdido la calavera para siempre. Todavía hay esperanza… Y eso me lleva al
gran éxito de la noche, conocido como el siniestro señor Johnson del Instituto
Rotwell. Fue crucial que le reconocieras. Si todavía trabajaras en la agencia
Lockwood te daría un aumento. Pero como…
—¿Me lo darás a mí? —sugirió George.
—No. Pero me permitiré decir que ha sido el mayor logro que nadie haya
conseguido desde el brote de Chelsea. Eres una agente maravillosa, Lucy.
Bueno, como te puedes imaginar, aquello me hizo sentir algo mejor.
Mientras lo digería, Lockwood se levantó y rodeó el escritorio. Se apoyó en
él, tan alto, delgado y lleno de vida y objetivos. De pronto sentí que todo era
posible y que la suerte y la unión de nuestros dones nos favorecerían. Sentí
que el desánimo me abandonaba. Era el efecto Lockwood.
—Las implicaciones son increíbles —continuó—. De un plumazo, Luce,
has encontrado una conexión entre el mercado negro y una de las
instituciones más famosas de Londres. Holly, ¿qué puedes contarnos sobre el
instituto?
Antes de trabajar para Lockwood, Holly Munro había sido agente en
Rotwell, y después la ayudante personal de Steve Rotwell, el presidente de la
agencia. No había disfrutado especialmente de aquel trabajo (puesto que el
señor Rotwell era un tipo obstinado y agresivo), pero siempre había hablado

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bien de la empresa en general. Sin duda sabía más que nosotros sobre cómo
funcionaba.
—El instituto es el Departamento de Investigación de la agencia —
explicó—. Está separado del resto de la empresa. Ningún operativo normal y
corriente trabaja allí. Todos son científicos adultos que investigan cómo se
comporta el Problema.
—Y, mientras tanto, fabrican un montón de productos pésimos —dije—.
Como esa campana de plata de George que usamos en la casa de Guppy.
George soltó un grito estridente.
—¡Oye, que sí funcionó! Solo que demasiado tarde.
Holly asintió.
—El instituto ha estado años inventando nuevas defensas.
—Y publicitándolas con éxito —apuntó Lockwood—. Holly, cuando
estabas en Rotwell, ¿conociste a ese tal Johnson?
—Saúl Johnson. Sí, le conocí. Era uno de los directores del instituto.
—¿Y alguna vez participaba en alguna investigación psíquica normal y
corriente? Lucy le vio por primera vez cuando estuvo en un caso de la agencia
Rotwell.
—No. No recuerdo que eso pasara. Los científicos del instituto eran muy
reservados. Solían estar en sus laboratorios.
—Vale. Pues a mí me parece que pasa algo nuevo y especial —dijo
Lockwood—. Johnson, y presuntamente todo el instituto, sale a buscar
orígenes poderosos, a pesar de que los directivos del DICP están totalmente
en contra de eso. Y, Lucy, Johnson tuvo que ver la cabeza momificada que
encontraste la semana pasada, la analizó y le dio órdenes inmediatas a Harold
Mailer para que la salvara en la incineradora, lista para que se la llevaran los
contrabandistas.
—Parece que se están quedando con todo lo importante —comenté—. El
origen del caso del caníbal de Ealing también estaba anoche sobre la mesa de
Johnson.
—Lo que nos lleva a preguntarnos por qué —dijo George.
Lo dijo de forma lenta y pausada, de un modo que te hacía sentir emoción
de repente, porque sabías que él tenía la respuesta y estaba a punto de
desvelarla usando palabras largas que apenas entendías.
—¿Te importaría explicarte? —le pidió Lockwood.
George se detuvo.
—¿Tengo que levantarme, rodear el escritorio y apoyarme en la mesa con
aire indiferente y autoritario como tú?

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—Eso es totalmente opcional.
—Bien, porque tengo las piernas demasiado cortas para que me resulte
cómodo. Se me resbalaría el culo. Si no os importa, creo que me quedaré aquí
sentado. ¿Recordáis lo que encontramos en los túneles debajo de los grandes
almacenes Hermanos Aickmere? Aparte de la pila inmensa de huesos
humanos.
—Yo encontré a Lucy —respondió Lockwood.
Su sonrisa hizo que me sonrojara. Después del ataque del poltergeist,
había tenido que bajar a los túneles para rescatarme.
—Aparte de los huesos y de Lucy —siguió George—, encontramos
pruebas de que alguien había estado haciendo experimentos raros ahí abajo.
Había un círculo vacío en medio de los huesos, y unas velas colocadas
alrededor. Unas marcas indicaban que habían arrastrado algo metálico por el
suelo. Y había una quemadura de ectoplasma gigante justo en el centro del
círculo. Todos los huesos tenían carga psíquica, así que creemos que alguien
los usaba como si fueran un único origen enorme. Ya sabemos que los
orígenes normales representan puntos débiles que los visitantes pueden
utilizar para llegar desde… —dudó— desde donde deberían estar.
Imaginadlos como agujeros en una tela vieja. Como cuando el trasero de los
vaqueros se desgasta, Lockwood. Algo así.
—Yo no tengo pantalones con el trasero desgastado —respondió él—. Y
no tengo vaqueros.
—Vale, pues piensa en los míos. Tengo muchos pares viejos. La tela se
vuelve más fina, luego fibrosa y después forma un agujero. Entonces te da
vergüenza agacharte. Lo mismo ocurre aquí, solo que no se te ve la ropa
interior, sino otra cosa.
—Esta metáfora es inquietante en muchos sentidos —dijo Lockwood—.
Ahora mismo me preocupa más la imagen que estás sugiriendo que los
fantasmas. Pero sigue. Entonces, si creas un origen gigante…
—El punto débil será, por tanto, más grande —continuó George—. A
falta de un término mejor, crearía un agujero más grande. También lo vimos
con el espejo de hueso.
Se refería a un artefacto desagradable que habíamos descubierto una vez:
un espejo hecho de varios huesos encantados, diseñado por su creador para
que fuese una ventana al más allá. No estaba claro si funcionaba de verdad o
no, porque cualquiera que lo mirara moría inevitablemente. Sin embargo, el
escalofrío psíquico que te producía era muy extraño y siniestro.

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—Creo que quien estuviera tras el asunto de los grandes almacenes
Hermanos Aickmere intentaba hacer una ventana como la del espejo de hueso
—dijo George—. Para eso necesitaban un origen gigante. Ahora Johnson
parece estar recopilando orígenes poderosos, y sospecho que tiene el mismo
objetivo.
—¿Crees que el Instituto Rotwell también estaba detrás del incidente de
los grandes almacenes? —pregunté.
—Puede. ¿Os acordáis de lo rápido que aparecieron los equipos de
Rotwell para limpiarlo todo después de que lo descubriéramos? Pero es
imposible saberlo a ciencia cierta. No había ninguna pista sobre quién fue.
—Encontramos la colilla de un cigarrillo, ¿no? —recordó Holly.
—Sí —contestó George—. Un Persian Light, una marca bastante rara.
Me incorporé.
—Oye, Johnson estaba fumando un cigarro.
George me miró.
—¿Qué? ¿Era un Persian Light?
—No lo sé.
Se golpeó un lateral de la frente.
—Oh, Luce. Menuda oportunidad perdida. ¿No lo oliste? Tienen un
aroma muy característico, como a tostada quemada y caramelo.
—No, resulta que no tuve tiempo para saborear el humo del cigarrillo,
George. Estaba demasiado ocupada intentando que no me mataran.
George se recostó en la silla.
—Podrías haber olisqueado un segundo mientras te ponías a salvo, Luce.
¿Dónde está tu entrega?
Lockwood había estado pensando. Tamborileó con los dedos en el
escritorio.
—¿Steve Rotwell estaba muy implicado en el instituto, Holly?
Ella frunció el ceño.
—Supuse que lo dirigía. Siempre iba a verlos.
—Entonces probablemente lo sabe. La pregunta es: ¿qué podemos hacer
al respecto?
—No demasiado —respondió George—. Todavía no podemos decírselo a
Barnes, ¿no? No hay muchas pruebas.
—Y Johnson lo habrá escondido todo en algún sitio —dijo Lockwood—.
La sede del Instituto Rotwell está en Westminster, ¿no, Hol?
—Es la oficina principal, pero allí casi no hay nada. Todos los centros de
investigación están fuera de Londres. Hay varios. No los recuerdo todos de

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memoria, lo siento.
Lockwood asintió con tristeza.
—Varios centros… Eso lo complica. ¿Crees que podrías escribirme una
lista? Podría sernos útil, aunque, si os soy sincero, no tengo ni idea de qué
hacer ahora… —Suspiró—. Mientras tanto, tenemos una cita más agradable a
la que ir. La secretaria de Penelope Fittes llamó a primera hora, Luce. ¿Sabes
que quiere agradecernos lo del caso del caníbal de Ealing? Parece que esta
mañana ha salido a visitar la Sociedad Orfeo, de la que es mecenas, y quería
saber si nos gustaría verla allí.
—¿La Sociedad Orfeo? ¿En St. James?
—La misma. ¿Quieres venir?
No tuvo que preguntármelo dos veces.

Llevábamos un tiempo intrigados por la hermética y exclusiva Sociedad


Orfeo, un grupo entre cuyos miembros se encontraban los empresarios más
famosos del país. Oficialmente, era un sofisticado club londinense dedicado al
debate y a la investigación del Problema, pero casualmente sabíamos que
también se involucraba en actividades más prácticas. George tenía un curioso
par de lentes de cristal con el logo de la sociedad: una antigua arpa griega o
lira. Nunca habíamos llegado a descubrir lo que hacían las lentes
exactamente, pero estaba claro que el Instituto Rotwell no era la única
organización que desarrollaba equipos útiles en la infinita batalla contra el
Problema. Sin embargo, a diferencia del instituto, la sociedad no divulgaba su
trabajo, y no habíamos podido saber más sobre ella… hasta ahora. Era una
oportunidad que no podíamos dejar pasar. Más tarde esa misma mañana, tras
dejar a Holly investigando acerca del Instituto Rotwell, Lockwood, George y
yo nos dirigimos a St. James muy emocionados.
Encontramos la sociedad al fondo de un elegante callejón sin salida, una
calle tranquila de casas adosadas de estuco en las que los rótulos de latón
brillaban de forma impecable y las flores de los cestos que colgaban de las
ventanas brotaban con una salud exuberante y complaciente. La placa
indicaba el nombre sin ostentación o presunción. Un hombre mayor y
sonriente nos abrió la puerta cuando llamamos, hizo una reverencia y nos
pidió que entrásemos con un gesto.
—Entren, entren. Bienvenidos. Soy el secretario de la sociedad.
El secretario era un caballero amable de pelo canoso, hombros encorvados
y ojos brillantes. Vestía una levita larga y un cuello almidonado de estilo

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antiguo, y llevaba el cabello peinado generosamente hacia atrás, lo que dejaba
ver una frente impresionante. Nos reunimos con él en un vestíbulo pequeño y
frío. El suelo era de mármol y las paredes de un granate oscuro. Tras él, un
hombre mayor y una mujer bajaban una escalera. Un reloj hacía tictac cerca
de allí.
—Señor, hemos venido a ver a la señora Penelope Fittes —dijo
Lockwood—. Me llamo Anthony Lockwood. Estos son mis compañeros,
George Cubbins y Lucy Carlyle.
El hombre mayor asintió.
—Me dijeron que les esperara. La querida Penelope está en la sala de
lectura. —Siguió mirando a Lockwood—. ¿Así que es el chico de Celia y
Donald? Creo que he leído algo sobre usted en The Times. Sí, sí, creo que los
veo en su rostro.
—¿Los conocía, señor? —preguntó Lockwood.
—Claro que sí. Una vez fueron candidatos para formar parte de la
sociedad. De hecho, dieron una charla muy interesante en la misma estancia a
la que los llevaré ahora. «Sabiduría popular espiritista entre las tribus de
Nueva Guinea y Sumatra Occidental» o algo por el estilo. Eran folcloristas,
por supuesto, aunque quizá no científicos en el sentido más literal de la
palabra. Aun así, sus estudios eran perfectos. Fue una gran pérdida.
—Gracias, señor —dijo Lockwood. Tenía la cara impasible.
—Bueno, bueno, no han venido a hablar conmigo. Está justo aquí.
El hombre mayor nos condujo por un pasillo de alfombras suaves y
dejamos atrás cuadros de caballeros prestigiosos parecidos a él. Al final del
corredor, una ventana de vidrieras dejaba entrar haces de luz amarilla y rubí.
Debajo había un pedestal con una escultura de piedra de un arpa de tres
cuerdas. El secretario la señaló.
—¿Han visto nuestro pequeño símbolo?
—Sí, lo hemos visto por ahí —respondí con tono despreocupado. Pensé
en el par de lentes escondido en Portland Row que le habíamos robado a un
asesino hacía tiempo.
—La lira de Orfeo —añadió George—. Eso es lo que representa, ¿verdad?
—Justamente. Conocerán la historia de Orfeo, claro —dijo el secretario
—. El tipo griego de los mitos. Era el patrón de los músicos y los
exploradores de lo desconocido.
—Bajó al inframundo, ¿no es cierto? —apuntó George—. Para buscar a
su mujer, que había muerto.

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—Exacto, señor Cubbins. —El secretario giró a la izquierda y continuó
por un segundo pasillo, donde otro miembro del club de avanzada edad, calvo
y sonriente se apartó para dejarnos pasar—. Cantaba y tocaba la lira tan bien
que podía encantar a los muertos y calmar a los seres terroríficos que los
custodiaban. Incluso persuadió a Hades, el sombrío dios del inframundo, para
que dejara marchar a su mujer. ¡Eso sí que es poder!
—¿Así que Orfeo es una inspiración para la sociedad? —preguntó
Lockwood, que había estado extrañamente callado.
—Nosotros también buscamos formas de dominar a los espíritus. Somos
un grupo variopinto de inventores, empresarios y filósofos. En realidad,
recibimos a cualquier persona que tenga una perspectiva interesante sobre el
Problema. Charlamos, debatimos y trabajamos en instrumentos que podrían
contener la invasión de los fantasmas.
—Un poco como hace el Instituto Rotwell, ¿no? —dijo George.
El hombre mayor chasqueó la lengua. Su sonrisa reflejó tristeza.
—No exactamente. El instituto es demasiado… comercial para nuestro
gusto. Para ellos, los beneficios están por encima de la verdad. Muchos de sus
productos son francamente peor que inútiles. La sociedad es para los
soñadores, señor Cubbins. Buscamos las respuestas auténticas. Debemos
ganar una batalla, no solo contra los fantasmas, sino también contra la propia
muerte.
—¿Qué clase de instrumentos crean, señor? —preguntó George. Le
brillaban los ojos. Sabía que estaba pensando en las lentes.
—¡De muchos tipos! Le daré un ejemplo. Los jóvenes como ustedes
tienen suerte, ya que oyen y ven lo sobrenatural. Pero los tipos decrépitos
como yo nos sentimos impotentes cuando anochece. Por eso buscamos formas
de ayudar a la gente mayor a defenderse de los enemigos espectrales. Hemos
avanzado y construido prototipos, pero todavía no están listos para el uso
público.
George asintió despacio.
—Entiendo. Así que han construido prototipos. Fascinante…
—En efecto. —El secretario se detuvo junto a una puerta de roble oscura
—. Bueno, ya hemos llegado a la sala de lectura.
—¿Y qué hay de Orfeo? —quise saber—. ¿Consiguió llevarse a su mujer?
El secretario rio.
—No, querida. No lo consiguió. Se equivocó y ella se quedó en el más
allá. Cómo desearía que hoy en día pudiéramos decir lo mismo de nuestros

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amigos los muertos. —Empujó la puerta y se apartó—. ¡Los miembros de la
agencia Lockwood!
Después nos acompañó al interior y se marchó, cerrando la puerta tras él.
La sala de lectura de la Sociedad Orfeo no era una estancia muy grande.
Si los padres de Lockwood habían dado una charla allí, la audiencia debía de
haber sido bastante pequeña. Una hilera de estanterías oscuras rodeaba un
espacio acogedor con alfombras, sillones y mesas para leer, todo colocado en
un orden aleatorio. Penelope Fittes estaba sentada en una silla junto a la
chimenea, desde donde observaba las llamas. Le brillaba el pelo largo y
negro, y su perfil parecía estar tallado en alabastro. Era mucho más joven que
cualquiera de los demás miembros de la sociedad y su resplandor te dejaba
prácticamente conmocionada. Se dio la vuelta y nos sonrió.
—Hola, Anthony —nos saludó—. Lucy, George. Vengan, siéntense.
Sobre la repisa de la chimenea había un cuadro con un marco dorado: una
mujer con un vestido negro escotado que sostenía un farol. Llevaba un
recogido alto y un destello feroz le ardía en los ojos. Era una cara que conocía
por los libros, los sellos y las postales que vendían en la calle Strand. No tenía
el aspecto desgastado y agotado de las fotografías de la Casa Fittes.
Penelope Fittes se percató de mi interés.
—Sí, mi querida abuela —explicó—. Ella creó esta sociedad cuando
todavía era bastante joven. Yo los sigo apoyando con sus proyectos. Estimo
mucho a todos aquellos que muestran unas habilidades excepcionales a la
hora de enfrentarse al Problema. Y por eso mismo tengo una propuesta.
—¿Otro caso, Penelope? —preguntó Lockwood.
—Mejor que eso. Un honor mucho mayor. Me gustaría que su agencia se
uniera a la mía.
Así sin más, a quemarropa y sin perder el tiempo. Lo dijo con una sonrisa,
pero el impacto de su afirmación fue como el de un misil que te golpea justo
entre los ojos. Creo que mi cuerpo se tambaleó y George emitió un sonido
incoherente. El rostro de Lockwood se quedó helado. Creo que nunca le había
visto tan desprevenido. Si abrir la tumba de la señora Barrett era un nueve
sobre diez en el impresiómetro, esto sería un diez. Más de diez. La miró
perplejo, como si no lograra comprender totalmente sus palabras.
La señora Fittes era demasiado educada como para reconocer que se había
percatado de nuestro estupor.
—Quedé impresionada con la forma en la que abordaron aquel caso tan
serio en Ealing —continuó—. Impresionada, pero no sorprendida. Les he
estado observando desde aquel asunto de la escalera de los gritos, hace dos

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años. En numerosas ocasiones he visto cómo su equipo obra milagros en las
investigaciones, sale airoso en situaciones peligrosas y vence a visitantes de
mucho poder. Anthony, su visión psíquica es magnífica, pero no es su único
don. Es un líder y me encantaría que trabajara a mi lado. Y, Lucy —clavó su
mirada oscura en mí—, estoy muy contenta de que haya hecho caso a mis
palabras y haya decidido seguir en la agencia Lockwood. Sus habilidades son
formidables y yo podría ayudarle a mejorarlas todavía más. Querido George
—volvió a dirigir la mirada hacia él y de repente me sentí como un pez fuera
del agua al que acababan de lanzar de nuevo a su sitio—, ya ha trabajado para
mi agencia. Quizá no supimos apreciar del todo sus dones únicos. Regrese
con nosotros y le permitiré el acceso total a la Biblioteca Oscura de la Casa
Fittes, donde hay tantos libros sin leer y tanto que todavía no se ha
investigado. —Se recostó en la silla—. Pues esa es mi oferta. No hago estas
propuestas fácilmente. Pero me han fascinado. La agencia Lockwood es
única, pero con mi ayuda podría ser inmortal. —Nos sonrió—. Si quieren
consultarlo, adelante.
Un tronco crujió en la chimenea. Un reloj de pared hizo tictac. No pude
mirar a los demás.
—Gracias, Penelope… Gracias, señora Fittes. —La voz de Lockwood
sonó tensa; no tenía la soltura habitual en él—. Gracias por la invitación. Es,
como dice, un honor enorme. —Se aclaró la garganta—. Pero no creo que
debamos consultarlo. Estoy seguro de que hablo por los demás, y sin duda lo
hago por mí, cuando digo que nuestra independencia es lo que más
valoramos. Nos gusta ser una agencia pequeña y libre. Lo siento, pero no creo
que pudiéramos ser felices en una agencia tan grande como la suya.
La sonrisa de la señora Fittes permaneció allí, y ella se mantuvo tan
inmóvil como una piedra. Cuando respondió, lo hizo con una voz suave.
—¿No? No me malinterprete, Anthony. Podría crear una nueva división
especial para ustedes. No necesitarían supervisores adultos, sino que
trabajarían exactamente como ahora. La única excepción es que contarían con
los recursos de la agencia Fittes. Confiaría plenamente en ustedes. Incluso
podrían seguir trabajando en su encantadora casita.
Otro silencio inundó la sala de lectura, aunque esta vez duró más.
—Gracias, señora —dijo Lockwood—. Pero, lamentándolo mucho, me
temo que debo volver a rechazarlo.
La sonrisa vaciló.
—Bueno, está seguro de sí mismo, claro. Respetaré la decisión.

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—Por favor, no se tome a mal mis comentarios —repuso Lockwood—.
No quiero faltarle al respeto a usted o a su gran agencia. Espero que haya
muchas más oportunidades en las que podamos colaborar. Disfrutamos
trabajando con Quill Kipps en el caso de Guppy —añadió—. Quizá podamos
volver a hacerlo.
Ahora la sonrisa había desaparecido.
—Eso no será posible. El señor Kipps ya no forma parte de mi agencia.
—¿No forma parte de ella? —Esta vez Lockwood no se molestó en
ocultar su asombro. A su lado, George y yo competíamos para ver quién tenía
la boca más abierta por la sorpresa. Kipps había pasado de agente a supervisor
sin ningún tipo de contratiempo, y habíamos asumido que seguiría
aburriéndonos durante años con su cambio de rango—. ¿Se…? ¿Se ha
marchado? —preguntó Lockwood—. ¿O le…?
—Oh, no, se marchó por su propia voluntad —contestó la señora Fittes—.
Poco después de regresar del caso de Guppy. Sus motivos fueron… confusos.
No le cuestioné. Tengo muchos agentes. No puedo perder el tiempo
consintiendo a quienes se equivocan y no saben apreciar su buena fortuna.
Dicho esto, será mejor que vuelva al trabajo. Gracias por venir hoy. Si llaman
a ese timbre, el secretario estará encantado de mostrarles la salida.

Nuestra visita a la Sociedad Orfeo no había sido tan sencilla como


esperábamos, y un aire de inquietud nos acompañó hasta casa; era la
sensación de que acabábamos de vivir un momento importante. Era confuso,
porque no había cambiado nada, pero, de alguna manera, el suelo que
pisábamos se había movido sin que fuéramos conscientes de ello. No
hablamos en todo el camino de vuelta a Portland Row.
Holly estaba en el despacho.
—¿Cómo ha ido? ¿Habéis conseguido la medalla?
—No exactamente. —Lockwood se arrojó en su silla—. ¿Todo bien por
aquí?
—Sí. He hecho la lista de los centros del Instituto Rotwell que querías. Al
final no había tantos. Solo cinco o seis. Está en tu mesa.
—Gracias, Hol.
Lockwood cogió la lista de Holly, le echó un vistazo y la soltó. Enfadado,
se puso a mirar por la ventana.
George y yo pusimos a Holly al corriente de la visita. Su rostro se
ensombreció.

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—Es evidente que has hecho bien en decir que no, Lockwood —opinó—.
No tengo ninguna duda. Supongo que es halagador, pero no puedes renunciar
a tu independencia así como así. Esta es la agencia Lockwood.
—Ha sido una oferta extraña —comentó—. La señora Fittes ha hablado
muy bien de nosotros, pero es como si tuviera asumido que íbamos a ceder y
a obedecer sus órdenes. Y no creo que le haya hecho mucha gracia nuestro
rechazo.
—Es el típico comportamiento de Fittes. —Normalmente, Holly mantenía
una fachada positiva y despreocupada ante todo, pero ahora parecía más
enfadada de lo que la había visto nunca—. En Rotwell siempre lo
comentábamos. Penelope Fittes actúa como si tuviera el derecho divino a
hacer lo que quiera solo porque está al mando de la agencia más antigua. Su
abuela era igual.
—¿Y qué hay de su madre? —Recordé la fotografía algo triste que había
visto en el estudio de Penelope Fittes—. ¿No dirigió la agencia?
—No durante mucho tiempo —respondió Holly—. Ella era diferente.
Dicen que tenía un carácter más amable. Pero, claro, murió y Penelope
asumió el mando. ¿Cuándo fue eso, Lockwood? Seguro que lo sabes.
Pero Lockwood seguía mirando por la ventana. Ni siquiera reaccionó
cuando el teléfono que había en su mesa empezó a sonar.
George me miró.
—Yo no puedo cogerlo —dije—. Ya no trabajo aquí.
—Tampoco es que lo hicieras cuando trabajabas aquí.
George se levantó y atendió la llamada. La persona que estuviera al otro
lado era charlatana. Durante un buen rato, George solo participó en la
conversación con gruñidos y suspiros. Holly cogió un plumero y empezó a
hacer cosas innecesarias en la armadura que había tras la mesa de Lockwood.
Este siguió sin moverse.
Al fin, George bajó el auricular y tapó el micrófono con una mano.
—Lockwood.
—¿Mmm?
—Es ese maldito crío otra vez, Skinner. Me está contando más locuras
sobre fantasmas en ese pueblo estúpido. Al parecer la cosa está peor que
nunca. Si le escuchas, cualquiera diría que le ha salido un espíritu aullador de
los cereales del desayuno. Bueno, pues me está suplicando que vuelva a
pedírtelo. —George se detuvo—. Con «suplicando» me refiero a la mezcla
habitual de abuso verbal y elogios desesperados. Pero eso funciona conmigo,
no sé por qué. Así que le he dicho que te preguntaría… —Miró a Lockwood,

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que seguía en la misma posición—. Oye, está claro que estás haciendo algo
muy importante mirando al infinito. Voy a decirle que se fastidie, ¿vale?
—¡No! —Con una sacudida que hizo que se me derramara el té y que
Holly arrancara de cuajo la bragueta de la armadura, Lockwood se irguió de
golpe en el asiento—. ¡Pásame el teléfono! ¿Es Danny Skinner, de Aldbury
Castle?
—Eh…, sí. Sí, es él… ¿Por qué?
Lockwood agarró el auricular y puso los pies sobre la mesa.
—¡Buscad los billetes de tren! ¡Haced las maletas! ¡Cancelad todas las
citas que tengamos mañana! ¿Es usted Danny Skinner? Soy Lockwood. Al
final sí vamos a aceptar su fascinante invitación.

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E l repentino entusiasmo de Lockwood por el caso de Aldbury Castle era


alarmante (por no decir sospechoso), pero se mostró evasivo cuando le
interrogamos al respecto.
—Es un cúmulo fascinante, obviamente —dijo—. Con todo tipo de
fenómenos interesantes. Para empezar, está esa historia extraña de la sombra
en llamas. ¿No creéis que merece la pena investigarla? —Nos regaló una de
sus sonrisas más amplias—. Por lo menos nos alejaremos un poco de
Londres. Sabemos que los Winkman están buscando a Lucy, y no tardarán en
ir tras nosotros ahora que hemos asaltado su mercado nocturno. Huiremos del
peligro hasta que se calme la cosa.
—Yo no me siento especialmente amenazada —dije.
—Podría pasar cualquier cosa, Luce. Cualquier cosa. El aire seguro del
campo nos vendrá bien… —Tamborileó en la mesa con los dedos—. ¿Algo
más?
—Y que haya un puesto del Instituto Rotwell a unos kilómetros del
pueblo no tiene nada que ver con esto, ¿no? —preguntó George. Yo había
pensado lo mismo.
—Ah, ¿os acordabais de eso?
Lockwood mostró la expresión más anodina que pudo. Se rascó un lado
de la nariz.

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—Pues claro que sí. Danny Skinner lo mencionó, ¿no? Dijo que hicieron
caso omiso de los problemas del pueblo. ¿Es uno de los centros de
investigación de la lista de Holly?
—Pues, en realidad, sí —respondió Lockwood—. Eso sí, es solo uno de
los muchos que hay, así que tampoco hay garantía de que sea relevante… —
Se encogió de hombros—. Vale, no voy a decir que la presencia del centro me
haya desanimado exactamente. Podríamos echarle un vistazo mientras
estamos allí, eso si los fantasmas que vagan por la zona nos dan una tregua. El
pueblo es nuestro objetivo principal. Nos han contratado para investigarlo y
será mejor que nos preparemos si queremos ir mañana.

El resto del día pasó volando. Lockwood mandó a George al archivo para que
averiguara todo lo que tuviera que ver con el pueblo y su historia, envió a
Holly a Mullet e Hijos para que comprara un nuevo cargamento de sal y
hierro y pidiera que lo llevaran a la estación de Waterloo. Y él mismo se
marchó a hacer un par de recados discretos de los que no dijo nada, lo que no
era habitual. El resultado de uno de sus viajes se reveló de forma teatral a la
mañana siguiente, cuando llegamos a la estación y vimos una figura
demacrada y vestida de negro esperando en el andén junto a los sacos de
provisiones.
—Casi no te reconozco sin tu chaqueta elegante y tu estoque, Kipps —
dijo George—. Pensaba que si te los quitabas te hacías añicos.
Tenía razón; Kipps parecía distinto. Quizá, más que cualquier otro
operativo, le había definido su conexión con la agencia Fittes. Su estoque
enjoyado, los pantalones innecesariamente ceñidos, su caminar arrogante…
Todo había proclamado el excesivo orgullo que siempre había sentido por
pertenecer a la organización. Hoy llevaba vaqueros negros, un jersey de
cuello vuelto y un abrigo negro con cremallera. Puede que los vaqueros
fueran un pelín ajustados y las botas un poco puntiagudas, pero era un
conjunto bastante sensato y sin una pizca de vanidad. Por suerte, no había
cambiado completamente. Todavía le envolvía ese aire de melancolía
indescriptible.
—Después del caso de Guppy me di cuenta de una cosa —nos contó
cuando subimos al tren y mientras nos mecíamos lentamente por el sur de la
periferia de Londres—. Estábamos allí, en una casa poseída por un ser
malvado y poderoso, y vosotros corríais de un lado a otro como unos locos,
luchando, gritando y haciendo el tonto… Pero os enfrentabais al problema,

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mientras que yo me quedaba allí plantado. No veía nada, no oía nada… Era
demasiado mayor para ser útil. Y eso es ser un supervisor: una vida de enviar
a los demás a luchar y a morir. Llevo un tiempo sabiéndolo, pero necesité
veros para darme cuenta de que no soportaba seguir así. No podía quedarme
en la agencia Fittes. Prefería hacer otra cosa.
—¿Cómo qué? —preguntó George—. ¿Ser crítico de arte? ¿Aficionarte a
los trenes? Con ese cuello alto podrías ser casi cualquier cosa.
—Probablemente fuera otra decisión estúpida —respondió Kipps—, como
acceder a venir hoy con vosotros. Lockwood dice que quería mi experiencia,
pero no tengo claro qué puedo aportar que no sea quedarme quieto como un
poste. Quizá pueda preparar el té.
—Pues yo creo que es admirable —dije—. Tu decisión. Has sido fiel a ti
mismo.
Él refunfuñó.
—A ti sí que se te da bien. Supongo que por eso has vuelto a la agencia
Lockwood.
—Pues resulta que solo estoy temporalmente…
Pero el tren pasaba traqueteando por una zona especialmente ruidosa,
Lockwood y George discutían por quién debía llevar las bolsas de sal, Holly
repartía galletas y yo no conseguía hacerme oír. Me senté junto a la ventana,
en una esquina del compartimento, desde donde veía un reflejo de mí misma
que corría como un fantasma sobre una panorámica de tejados grises. ¿Cómo
había llegado a esto? ¿Otra vez acompañando a Lockwood? ¿De verdad era
como Kipps, una persona perdida y a la deriva sin propósito alguno? Algo
sutil había cambiado en mí en los últimos días, y fui consciente de que me
había permitido cambiar de rumbo. Tras la pérdida de la calavera, tras el
asesinato de Harold Mailer y la persecución por Clerkenwell, había
necesitado ayuda desesperadamente, y Lockwood me la había ofrecido. No
había habido nadie más a quien acudir. Había sido una buena decisión. Pero
después de eso…, ¡una cosa había llevado a la otra! Parecía natural quedarme
en Portland Row, dejar que Lockwood me ayudara a recuperar la calavera,
echarle una mano en su búsqueda en el mercado nocturno… Y ahora, ¿no era
natural también acompañarle a Aldbury Castle? Claro, podía inventarme
miles de excusas para justificarlo. Me estaba protegiendo de los Winkman,
estaba (quizá) siguiendo al Instituto Rotwell y a la calavera perdida, estaba
apoyando a la agencia Lockwood como se merecían… Todo eso era cierto.
Pero, al final, todo se reducía a lo mismo: sencillamente, estaba feliz de tener
la oportunidad de volver a estar con ellos.

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Pensamientos inciertos como aquellos fueron los que me entretuvieron
mientras el tren partía de Londres y avanzaba lentamente por el campo. A las
diez en punto llegamos a nuestro destino, sin señal de peligro o alarma a la
vista.

Si quieres saber todos los detalles de los horrores que se sucederían más tarde,
debes saber que el pueblo de Aldbury Castle se encontraba en una bonita zona
rural a ochenta kilómetros al suroeste de Londres. Se situaba en unas tierras
altas y grises, flanqueadas por tres lados por unas colinas onduladas con
árboles y un río que serpenteaba con calma en el otro. Era un lugar remoto al
que solo podía accederse por una carretera secundaria y una parada de tren
(llamarla estación sería exagerar) de la línea principal de Southampton, a un
kilómetro al oeste. La estación no tenía despacho o edificio de ningún tipo,
solo había un camino blanco y sinuoso que se adentraba en el bosque y se
unía a la carretera que conducía al pueblo.
Si alguna vez hubo un castillo en la zona, hacía mucho que había
desaparecido. La carretera cruzaba el río a través de un puente de piedra y
luego se bifurcaba por el parque del pueblo, que era una amplia extensión de
césped largo y oscuro rodeada de casas rurales. Las ovejas pastaban allí. Tres
enormes castaños presidían el centro del parque, ensombreciendo el mercado
del siglo XIV y el abrevadero que se descomponía a su lado.
Al otro lado del parque, la carretera se desviaba frente a la puerta del
único bar que había sobrevivido, El viejo ocaso, donde vivía nuestro cliente,
Danny Skinner. El resto de los edificios principales de Aldbury Castle
también se veían: las tiendas del pueblo, La hilera (una fila de casas adosadas)
y la iglesia de St. Néstor, elevada por encima de toda la aldea. Fuera de la
iglesia, sobre un montículo bajo, había una vieja farola protectora oxidada y
rota. Un camino detrás del templo atravesaba los bosques y conducía a los
campos y las colinas.
Cuando cruzamos el puente y entramos al pueblo por primera vez, el sol
iluminaba las colinas, mientras que el parque estaba húmedo y cubierto de
telarañas. En los bosques del este, unas sombras se alargaban como dedos
sobre la hierba. El aire olía a humo. Era un precioso día de primavera.
—Parece demasiado bonito para ser un foco de fantasmas —comentó
Holly.
—Si tú lo dices… —Señalé un círculo enorme de tierra oscurecida situado
en una zona destacada junto a la carretera—. Han estado ocupados quemando

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algo.
—O a alguien —añadió Kipps.
Holly arrugó la nariz.
—Puaj, qué asco.
—Pues yo no veo que sobresalga ninguna pierna chamuscada —dijo
George—. Es más probable que sean objetos que piensen que podrían ser
orígenes. Los queman porque están aterrorizados. Pero primero lo importante.
Esa cruz es la que mencionó el chico. Quiero echarle un vistazo a la
inscripción siniestra.
Nos guio a través del pasto crecido y mojado, que susurraba y nos
salpicaba las piernas. Bajamos las bolsas de sal y hierro al acercarnos a los
árboles. Pese al aire frío, teníamos calor.
La base de la cruz estaba pisoteada y la habían reparado (no con mucho
ingenio) con ladrillos modernos. El resto era antiguo y estaba erosionado por
una infinidad de años de viento y escarcha.
La piedra era suave y granulosa. Un tenue liquen verde se extendía sobre
ella a trozos, como el mapa de un mundo desconocido. Se notaba que había
estado minuciosamente decorada, puesto que unas marcas de unas
enredaderas entrelazadas subían por los laterales de la cruz con unos objetos
oscuros envueltos entre las hojas.
George parecía saber exactamente dónde mirar. Habían quitado el liquen
de la mitad de una cara, lo que revelaba los rastros de una imagen. En la
esquina inferior izquierda se agrupaban varias figuras diminutas. No eran más
que monigotes, puestos en fila como bolos listos para caerse. A la derecha
había una pila de cráneos y huesos. Por encima de todo, apiñada en el centro
del espacio disponible, se alzaba una figura enorme y deforme con piernas y
brazos robustos, y un cuerpo rechoncho y casi cuadrado. La cabeza estaba
borrosa. La criatura, fuera lo que fuera, dominaba la escena.
—Ahí está —dijo Lockwood—. La temible sombra en llamas. El crío me
dijo por teléfono que la habían vuelto a ver la otra noche.
George soltó un resoplido escéptico mientras repasaba la figura con un
dedo rollizo.
—¿Qué crees que es, George? —pregunté.
Él se ajustó las gafas.
—Ayer en el archivo encontré una mención de la cruz en una antigua guía
de Hampshire —contestó—. La describían como una representación bastante
común del juicio final, cuando se acaba el mundo y los muertos salen de sus

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tumbas. Mirad, aquí están los huesos, y aquí las almas salvadas que suben al
cielo.
—¿Y el tipo fornido del medio? —dijo Lockwood.
—Un ángel que preside la escena —opinó George—. Sí… ¿Veis estas
marcas de aquí? Creo que en el pasado tuvo alas. —Sacudió la cabeza—.
Diga lo que diga Danny Skinner, no es un espíritu del cementerio. Lo que sea
que esté vagando por el pueblo es otra cosa.
—Entonces puede que se lo esté inventando casi todo… —dije—.
Hablando del rey de Roma…, ahí viene.
Una figura había salido de El viejo ocaso y nos saludaba desde el otro
lado de la carretera.
—Pero sí tenía razón en lo de la batalla —añadió George mientras
caminábamos hacia él—. Los sajones y los vikingos se enfrentaron en los
campos al este del pueblo actual en el siglo IX. Una vez, antes del Problema,
fue un área de excavación popular entre los anticuarios. Hace un par de siglos,
hallaron bastantes escudos, espadas y esqueletos. Los agricultores
encontraban huesos en el arado y cosas así. Debió armarse una buena. Pero
como dijiste, Lockwood, no se considera una batalla importante a nivel
nacional. Y, aun así, ha habido campos de batallas más recientes que no han
dado tantos problemas como parece estar dando este.
—Nuestra misión es descubrir por qué —comentó Lockwood—.
Asumiendo que no estrangulemos antes a nuestro cliente, lo que es bastante
posible.
El viejo ocaso era un edificio con revestimiento de madera medio
envuelto en hiedra trepadora. Gran parte parecía estar en mal estado. La
entrada principal, que daba la impresión de ser la zona más antigua de la casa,
daba a la iglesia, mientras que otra puerta conducía al jardín del bar y al
parque. De un poste colgaba un letrero destartalado con un enorme sol rojo
intenso que se cernía como un corazón palpitante sobre un paisaje oscuro.
Nuestro cliente se balanceaba en la puerta del jardín que había debajo y nos
saludó cuando nos acercamos. A plena luz del día, sus orejas grandes eran
rosas y traslúcidas. Nos sonreía con una especie de alegría desmesurada que
contenía satisfacción y rabia a partes iguales.
—¡Por fin! Han tardado lo suyo. La sombra volvió anoche y los muertos
caminaron por Aldbury Castle mientras los vivos se refugiaban en sus camas.
¡Y se lo volvieron a perder! ¿Quieren limonada? El abuelito se la traerá.
—Una limonada estaría bien —contestó Lockwood—. Quizá después de
que veamos las habitaciones.

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El chico se mecía hacia delante y hacia atrás como un loco.
—Ah, ¿que quieren habitaciones? Pero si se pasarán toda la noche
enfrentándose a los visitantes, ¿no?
—No todo el rato. —Lockwood levantó una mano y detuvo el
movimiento de la verja—. Y, sin duda, nos prometió un lugar en el que
alojarnos. Las habitaciones, por favor.
—Pues no sé… Le preguntaré al abuelito. Esperen.
Fue hacia el bar arrastrando los pies.
—¿Soy yo o ese crío pide a gritos un puñetazo? —dijo Kipps.
—No eres tú solo.
Nuestro cliente no tardó en volver, tan alegre como un cerdo en una
charca.
—Ya está. Tengo las habitaciones.
—Excelente… ¿Por qué solo hay dos llaves?
—Hay dos cuartos de huéspedes. Una llave para cada uno.
Le miramos mientras pensábamos en algunas combinaciones
espeluznantes. Lockwood habló con prudencia.
—Sí, pero somos cinco y cada uno tiene unas necesidades, unas
costumbres y unas partes privadas que no quiere compartir con los demás.
Debe de haber otras habitaciones.
—Las hay. Las ocupamos yo, mi padre y mi viejo abuelo loco. Sus partes
privadas y sus costumbres sí que hay que evitarlas, se lo digo yo. También
hay una despensa en la cocina, pero está húmeda, infestada de ratas y poseída
por el fantasma. ¡Alégrense, que sí hay cinco camas! Bueno, en realidad
cuatro, porque una es de matrimonio. Esta es la llave de la habitación doble,
que también tiene una cama plegable al fondo. En la otra hay dos camas.
Espero que disfruten de su estancia. Dejaré que se acomoden y los veré más
tarde en el bar.
Después se marchó.
Se hizo un silencio abrumador. Observé a los demás, repasando de un
vistazo la ordenada bolsa de viaje de Holly, sin duda llena de cremas
corporales y limpiadores faciales; la inquietante mochila liviana de George,
en la que no había hueco para ninguna muda impensable; la figura angular,
pálida y pelirroja de Kipps, cuyos horrores se vislumbraban bajo el cuello
alto; y Lockwood. Compartir habitación con cualquiera de ellos planteaba
problemas.
El resto también tuvo pensamientos similares.
—¿Lucy…? —empezó Holly.

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—Te me has adelantado. Si a ti no te importa…
—En ese caso —dijo quitándole una llave a Lockwood de la mano—, nos
quedaremos con la habitación de las dos camas y vosotros con la otra. Buena
suerte decidiendo quién se queda con la cama plegable.
Los dejamos de pie en el recibidor y subimos a nuestra habitación.
Era una estancia pequeña, ordenada y sorprendentemente agradable, con
colchas de encaje blanco en las camas y un jarrón con flores de lavanda
frescas en el alféizar. Dejamos las bolsas en el suelo y miramos por la
ventana, desde donde se veía el parque. Se oía el tintineo de los amuletos de
hierro de las puertas de las casas lejanas y olía a lavanda.
—¿Sabes qué? —dijo Holly—. Me alegro de que haya salido así. Estoy
contenta de que estés aquí.
—Bueno, si no hubiera venido, tendrías que compartir la habitación con
uno de los chicos —respondí.
Un escalofrío suave le recorrió la piel y se ciñó el abrigo con elegancia.
—Eso es cierto… Pero no me refería solo a eso. Me he sentido mal desde
que te fuiste. Por que te marchases y por cómo acabó todo. Me sentía
responsable.
—¡Oye, no empieces tú también! —exclamé—. Todo el mundo piensa
que me fui por ti. Y de verdad que no fue así. Créeme, me habría quedado si
hubiera sido solo por ti.
La fulminé con la mirada.
Holly levantó las manos e hizo un gesto pacífico.
—¡Ya estás otra vez mirándome así! Solo decía que fueron las discusiones
que teníamos las que te hicieron pensar en… Que te hicieron perder el
control. —Se refería al poltergeist que había invocado durante una gran pelea
que habíamos tenido en los grandes almacenes Hermanos Aickmere. Y tenía
bastante razón, pero eso no significaba que me gustara oírselo decir. Arrugué
aún más la frente—. Ya te estás volviendo a enfadar conmigo —siguió Holly
—, y no creo que esté haciendo nada malo. Lo que quiero decir es que…
—No pasa nada. Sé a lo que te refieres. —Dejé que mi rostro se relajara
—. Gracias por decirlo.
—Y espero que algún día encuentres la calavera —añadió Holly después
de una pausa extrañamente tensa—. Sé lo importante que es para ti.
No podía negarlo. Quizá tendría que haberlo hecho.
—Ya —dije—. Echo de menos tenerla cerca.
—No entiendo por qué. Es un ser horrible y no creo que yo le gustara.
Me reí.

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—Pues la verdad es que no.
—Me ponía caras desagradables cuando pasaba a su lado.
—Eso no es nada. Me animó activamente a asesinarte una o dos veces.
Pero no te preocupes, no voy a hacerle caso a ninguna de sus sugerencias, ni
siquiera a la de la percha.
Inquieta, Holly estudió la habitación.
—¿La de la percha?
—Consistía en usar perchas como esas de allí a modo de una especie de
garrote… Bueno, pero no te preocupes. Vamos a ponernos cómodas. ¿Qué
cama quieres?
—La de al lado de la puerta.
No tardamos en volver a bajar. Al pie de las escaleras había un salón con
baldosas, presidido por una puerta de entrada antigua. Detrás, un arco
conducía a la sala común, que era una cámara de techos bajos con un aroma
dulce y melancólico de cerveza sin gas. Tras la barra del bar, un hombre de
pecho ancho, rostro pálido e incómodo y pelo gris pizarra secaba unos vasos.
Por sus orejas saltonas, supuse que era el padre de Danny Skinner y el dueño
de la posada. Un hombre mayor con los ojos desorbitados estaba sentado en
una esquina, junto al fuego. Todo estaba vacío, a excepción de la presencia
del resto del equipo. Lockwood, acompañado de Danny, estaba pidiendo unas
limonadas. Kipps y George, ambos con una mirada de cierta preocupación, se
quedaron a un lado con aire sombrío.
Me senté en el taburete de al lado de Lockwood.
—Seguro que te has pedido la cama plegable —dije.
Él asintió.
—El privilegio del líder.
—Yo no me apunté para esto —se quejó Kipps—. Para ver ánimas
horribles, sí. Para despertarme junto a Cubbins, no.
—Tendremos que ocuparnos del fantasma de la posada en cuanto
anochezca —dijo George con pesadez—. Luego Kipps o yo podremos dormir
en la despensa de abajo. Los demás visitantes pueden esperar.
El señor Skinner señaló el arco con la cabeza.
—Pues si les interesa nuestro fantasma, ahí es donde aparece, en el
pasillo. Es un crío brillante, o eso dicen. Los niños oyen los golpes en esa
puerta grande.
—¡Se lo están inventando! —Un grito hizo que nos diéramos la vuelta. El
hombre mayor junto al fuego nos miraba fijamente—. ¡No es más que el

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viento! ¡Los árboles que golpean las ventanas! ¡Demasiado queso por la
noche! ¡Disparates y chuminadas!
Le dio un sorbo a la cerveza.
—Ese es mi abuelo —murmuró Danny—. Antes era el pastor de la iglesia
de St. Néstor, hasta que se volvió demasiado loco. Es demasiado mayor como
para haber visto nunca a un fantasma, así que no cree en ellos. Tampoco en
los cazafantasmas, lógicamente. Ignórenle si les insulta.
—Sí, sufriremos en silencio. Usted nos ha dado muchas ocasiones para
practicar. —Lockwood observaba el pasillo oscuro y acallado—. Vale, pues
investigaremos al visitante de la medianoche. ¿No hay nadie más en El viejo
ocaso?
—Son los únicos huéspedes. —El dueño sacudió la cabeza con gesto
amargo—. El viejo ocaso… Ese sí que es un nombre inapropiado. Si hay un
lugar más oscuro en el mundo que Aldbury Castle, yo no quiero verlo. Salgan
conmigo un momento.
Se llevó el trapo al hombro, abrió la compuerta de la barra y cruzó el
vestíbulo cojeando e ignorando cómo el hombre mayor pedía a gritos otra
cerveza. En el jardín, el sol se alejaba del bosque de hayas y el cielo era de un
azul frío y pálido. A lo lejos, dos niños jugaban a pegarse sobre el césped alto
del parque.
—Antes cortábamos la hierba —dijo el señor Skinner mientras salíamos
de la casa y le seguíamos—. Era bonito y estaba limpio. Hacíamos picnics,
los grupos tocaban y todo eso. Claro que ahora ya nadie se molesta en hacer
esas cosas. La única actividad comunitaria que hacemos últimamente es
reunirnos para quemar la ropa de los que acaban de morir. Nunca trae nada
bueno. Aldbury Castle tiene más fantasmas que personas y cada día aparecen
espíritus nuevos. —Señaló un punto más allá de la hierba—. Hay una mujer
decapitada que se pasea bajo los castaños. ¿Ven que las sombras son más
oscuras? Se supone que esa es su tumba. ¿Ese trozo de tierra manchada? Allí
es donde estaban las horcas. Las destruimos hace años, pero los niños dicen
que una figura inmóvil aparece allí. Es el fantasma de un comerciante
ambulante al que colgaron en uno de los árboles después de vender pasteles
de carne podrida.
—Una medida un poco drástica, pero entiendo que se enfadaran —dijo
George—. ¿Algo más?
—En la iglesia hay fantasmas, claro. Dicen que el de un tipo que se cayó
de la torre mientras reparaba el pararrayos. ¿Y ven eso de allí? La mitad de
las casas de ese lado del parque llevan años abandonadas, porque un brote de

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gripe hace cien años dejó demasiadas almas inquietas en el interior. Luego
está el estanque de los patos. Hace veinte años se suicidó una profesora ahí.
Lo recuerdo perfectamente. La señora Bates… Era una mujer triste y callada.
No asustaría ni a un ganso. La encontraron en medio del estanque una mañana
soleada de primavera, con el pelo largo flotando en el agua como si fueran
hierbas del río.
—Dios mío, su fantasma no tendrá mucho pelo, ¿no? —preguntó George
—. ¿Un pelo largo, lacio y negro? No soporto a los fantasmas peludos. Ni a
los tatuados.
—George.
—¿Qué?
—Cállate.
—Hay muchísimos más. Siempre hemos estado en el borde —opinó el
señor Skinner—, donde la frontera entre este mundo y el siguiente se debilita.
Dada nuestra historia, en realidad no le sorprende a nadie.
—¿Se refiere al campo de batalla? —preguntó Lockwood—. ¿Dónde tuvo
lugar aquello? ¿Lo sabe?
—Allí, arriba de la calle Potter, detrás de la iglesia. Más allá del bosque y
entre las colinas. Cuando era niño, los agricultores todavía encontraban
huesos en el campo. A veces aparecían triturados entre las cuchillas de las
cosechadoras. Eso sí, hoy en día el centro de Rotwell lo ha limpiado casi todo.
Solíamos retarnos a entrar al bosque, y cuando anochecía veíamos a los
fantasmas de los guerreros envueltos en la niebla entre el trigo. Eran seres
pasivos y no causaban ningún problema, al contrario que los visitantes que
tenemos ahora. Bueno, tendrán mucho trabajo aquí. ¿Querrán comida
mientras todavía están vivos? Puedo prepararles un estofado de tripas y nabos
para cenar.
—Oh…, suena genial. ¿Hay algo más?
—Solo estofado.
—Bueno, creo que lo mejor será que nos encarguemos de este pueblo lo
antes posible, ¿no os parece? —dijo Lockwood con entusiasmo mientras el
dueño renqueaba lentamente de vuelta a la posada. Nos sonrió—. Y, por el
bien de Kipps y de George, si hay un fantasma en El viejo ocaso, ese sería un
buen lugar para empezar.

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A quella tarde, animados por un delicioso almuerzo en el bar que


consistió en sándwiches de queso seco, cortezas de cerdo y más
limonada, nos pusimos rápidamente a trabajar. Holly y yo
interrogamos a los habitantes de la posada, y Danny Skinner y su padre nos
dieron información útil. Ambos mencionaron que, además de la aparición que
Danny había visto una vez cerca de la vieja puerta, había un frío permanente
en una parte del pasillo, que permanecía así incluso con los radiadores
encendidos. Hacía mucho que el señor Skinner no se sentaba en los sillones
del salón, puesto que sentía cierto abatimiento y náuseas. En cuanto al chico,
dijo que desde su cama solía oír un fuerte martilleo en la puerta cuando daba
la medianoche.
El viejo reverendo Skinner no nos contó nada que mereciera la pena.
Como su nieto había predicho, negaba la existencia de los fantasmas. Para
él, el rincón gélido era una corriente de aire, los golpes espectrales eran los
desagües y nosotros éramos unos charlatanes descarados que queríamos
engañar a los clientes. Pese a su desdén, parecía fascinado con nuestro trabajo
y, mientras realizábamos el análisis diurno, nos acompañó como un dolor de
cabeza.
En general, lo que encontramos respaldaba la historia de los Skinner. A
finales de la tarde se detectaban varios fenómenos primarios —sobre todo frío
y miedo atroz— en el salón de la posada y en la cocina, a la que se accedía

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desde una puerta intercomunicada. Ambas zonas tenían las baldosas
originales. El resto de las estancias de la planta baja parecían no verse
afectadas por la aparición.
El paso de los años había ennegrecido la gran puerta principal. Quitamos
el pestillo e inspeccionamos los dos lados. En la parte exterior había arañazos,
pero podrían deberse a cualquier cosa. Más allá del porche polvoriento, un
camino llevaba a una verja de hierro que impedía el paso hasta el camposanto.
Pasó la tarde. Llegó la hora de la cena y sirvieron el estofado. Nos
sentamos junto a las ventanas con parteluces del bar, donde se veía cómo se
oscurecía el parque. Los árboles que rodeaban el pueblo eran negros y la vieja
cruz brillaba bajo los últimos rayos de sol de la tarde. El ambiente era oscuro
y siniestro. Lo mismo podría decirse del estofado.
—Ya veo a un par de visitantes —dijo Lockwood—. ¿Los veis? ¿Al final
del parque? Dos figuras borrosas merodean junto a la carretera.
Nadie más podía verlos, pero le creímos. Su visión era mejor que la
nuestra (mejor que la de quienes también poseíamos el don, claro está).
—Pues nada. Aquí es donde me convierto en un estorbo —apuntó Kipps.
No paraba de remover el estofado, como si fuera a volverse comestible por
arte de magia—. No se me ocurre qué puedo hacer para seros de ayuda esta
noche. Como no me atéis a la puerta como a una cabra para atraer al
fantasma…
—En realidad no es mala idea —respondió Lockwood—. Podríamos
hacer eso. Aunque George tiene otra sugerencia. Ha traído algo para ti.
—Sí —contestó George—. Podrías probar con esto.
Tenía la mochila colgada en la silla y rebuscó en el interior. Con un gesto
triunfal, sacó un pesado par de lentes de goma con cristales gruesos. Se las
tendió a Kipps, que las cogió sin decir nada y las giró en sus manos pálidas.
—¿Qué es esto?
—Un objeto raro y caro que mangué —respondió George—. Hecho por la
Sociedad Orfeo y usado por John William Fairfax, el difunto propietario de
Suministros Herreros Fairfax. Las lentes no son de vidrio, sino de cristal. Y
tengo una teoría sobre lo que hacen estas gafas. Pruébatelas.
Kipps lo dudó.
—¿Tú te las has puesto? ¿Qué viste?
—No vi nada. Pero no están hechas para mí. Creo que son para los
viejales como tú. Venga.
Refunfuñando y forcejeando con la correa, Kipps se colocó las gafas
sobre la cabeza. La gruesa goma le ocultaba la mitad del rostro, lo que era una

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mejora inmediata.
—¿Sabe Penelope Fittes que las tenéis?
—No. Y no se va a enterar. Deja de quejarte y asómate a la ventana.
Kipps lo hizo. De pronto se tensó y sus dedos se enroscaron en los
laterales de las gafas.
—Veo tres figuras oscuras en el parque…
—¿Están ahí cuando te quitas las gafas?
Kipps las apartó.
—No, no… Desaparecen.
George asintió.
—Excelente. Eso es porque no puedes ver fantasmas de forma normal.
Los cristales ayudan a tus ojos y reenfocan la luz. He pasado una eternidad
intentando descifrar qué hacían estas gafas y me estaba volviendo loco, pero
he sido un estúpido. La Sociedad Órfeo está llena de vejestorios que estudian
cómo pueden unirse a la lucha contra los visitantes. Un invento como este les
da esa habilidad, y a ti te permitirá recuperar tu visión psíquica, Kipps. —
Hizo un gesto con la mano—. No te preocupes, no tienes por qué
agradecérmelo. Al menos no con palabras. Con dinero bastará.
Quizá fuera la luz o quizá el estofado, pero me pareció que a Kipps le
brillaban los ojos.
—Yo… Yo no sé qué decir —dijo—. Esto es… —Se detuvo y frunció el
ceño—. Espera, si esto lo ha inventado alguien, ¿por qué no todo el mundo
tiene un par?
Eso era lo que yo quería saber.
—El individuo de la Sociedad Orfeo insinuó que eran un prototipo —
respondió George—. Puede que hagan daño a los ojos o que no sean eficaces
con la mayoría de los fantasmas. No lo sabemos. Esperaba que pudieras
probarlas por nosotros, Kipps. También te hemos traído un estoque.
—Aun así, ¿está bien que la gente cree cosas importantes como esta y
nadie lo sepa? —opinó Holly cuando Kipps dejó las lentes al lado del plato
con mucho cuidado.
Lockwood sacudió la cabeza.
—En realidad, hay mucho que aún no entendemos sobre la Sociedad
Orfeo —dijo—. Tendremos que seguir investigando. Pero esta noche hay
otras cosas de las que preocuparse. —Señaló el pasillo oscuro—. Y lo
primordial es saber qué llamará a la puerta.

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Después de comer y ordenarle a la familia Skinner que se resguardara en sus
habitaciones, reunimos el equipo y nos dirigimos al pasillo. Oscureció y la
noche avanzó. Hicimos los preparativos necesarios.
Cerca de la medianoche, la atmósfera se hizo más pesada y estábamos
más alerta. Lockwood encendió los faroles de gas. Observamos cómo
parpadeaban las llamas verdes sobre el papel rayado y oscuro del viejo
pasillo.
—Da bastante miedo, pero prefiero esto un millón de veces a meterme en
la cama con Cubbins —dijo Kipps. Tenía las gafas sobre la cabeza y se las
ponía cada cierto tiempo mientras revisaba atentamente todas las esquinas del
pasillo—. ¿Creéis que estamos preparados?
—Todo lo preparados posible. —Lockwood alzó la vista al techo, donde
se oían unos pasos lentos—. Lo único que necesitamos es que ese abuelo
pirado se vaya a dormir.
A diferencia de lo que haría cualquier adulto en una casa encantada, el
viejo reverendo Skinner había aparecido varias veces durante la noche para
hacernos preguntas y estorbar. Al final subió las escaleras después de las once
y estaba claro que todavía no se había acostado.
—No se fía de nosotros —comentó Lockwood—. Y tampoco se fía de su
propio nieto. Quiere ver las cosas con sus propios ojos, lo que es irónico para
un cura. ¿Qué temperatura tenéis? Aquí hace dieciséis grados.
George estaba junto a las escaleras.
—Diecisiete.
—Yo doce.
Holly se encontraba cerca de la chimenea. Kipps, al lado de la puerta de la
cocina, también tenía doce.
—Aquí seis grados, pero va bajando. —Estaba sentada en un sillón
orejero, a la izquierda de la gran puerta principal. Una lámpara normal y
corriente con una de esas pantallas roñosas con borlas proyectaba una luz
inquietante sobre las baldosas—. Tiene que ser un foco. ¡Hala! ¿Habéis visto
eso? —La luz se había apagado y luego se había encendido de nuevo—.
También hay interferencias eléctricas.
—Apaga la luz —ordenó Lockwood—, y que todo el mundo vuelva al
círculo.
Habíamos colocado uno grande en el centro del pasillo con unas cadenas
de hierro gruesas. Desde que habíamos llegado, teníamos la sensación de que
aquel visitante era poderoso. Todo el equipo estaba a salvo en el interior del
círculo. Lockwood redujo la intensidad de los faroles mientras George, Holly,

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Kipps y yo volvíamos a su lado. Una luz tenue iluminaba la parte inferior de
las escaleras; venía de alguna lámpara de arriba. Por lo demás, la estancia
estaba a oscuras.
—Oigo un crujido —dije.
—Es el viejo Skinner dando vueltas en el piso superior. Ojalá se fuera a la
cama.
Holly se estremeció.
—Lockwood, ¿pusiste cadenas de hierro en las escaleras?
—Sí. Está a salvo ahí arriba.
Un ruidito sonó en la puerta principal de la posada. Era medio golpe,
medio rasguño. Nos pusimos rígidos.
—¿Lo oís? —susurré. Siempre tengo que comprobarlo.
—Sí.
—¿Abrimos?
—No.
El sonido volvió, esta vez más fuerte. Una ráfaga de aire frío recorrió la
estancia.
—Supongo que ahora tampoco abrimos, ¿no? —repetí.
—No.
Un súbito martilleo feroz golpeó la vieja puerta de roble. Sin querer, los
cinco dimos un paso atrás.
—Vaya, hay alguien que quiere entrar —dijo George.
—A la tercera va la vencida —añadió Lockwood—. Lucy, sí puedes hacer
los honores…
No pienses que fui tan tonta como para salir del círculo en ese momento.
Ni hablar. Cuando te encuentras con un nimbo (que suele tener forma de niño,
pero a veces de niña), en general no los haces enfadar. Es habitual que les
hayan hecho daño y nunca parecen muy contentos por ello. Iba a quedarme
bien lejos. Por eso, cogí la cuerda que habíamos atado antes al pomo de la
puerta y tiré con cuidado.
La cuerda se tensó. La puerta se abrió.
Fuera estaba la oscuridad suave y profunda típica de las horas muertas de
la noche. Podíamos ver las tenues líneas de la verja de hierro más allá del
camino. Los incontables pies que habían entrado y salido de la posada a lo
largo de los siglos habían erosionado el centro del escalón de piedra de la
entrada.
Pero ahora no había ningún pie. No había nadie.
—Pues claro que no —murmuró George—. Ya está dentro.

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Como si quisiera responder, un débil resplandor apareció cerca del sillón,
justo por encima del suelo.
—Lo veo… —Kipps llevaba las gafas. Susurraba con voz firme pero
alegre—. ¡Lo veo!
Al principio parecía una esfera pequeña y fluorescente, no más grande que
mi mano. La envolvía la luz fantasmagórica que giraba lentamente. Mientras
la observábamos, creció y tomó la forma de un niño diminuto y radiante con
piernas y brazos muy delgados. El niño llevaba un abrigo y pantalones raídos,
y tenía el pecho desnudo bajo el abrigo. Tenía el rostro demacrado y
desnutrido, y sus ojos eran grandes, redondos y ansiosos. De repente, a todos
los que mirábamos desde detrás de las cadenas de hierro nos costaba respirar.
El aire frío nos helaba los pulmones y nos oprimía la piel como si
estuviéramos en lo más profundo del mar. El chico brillante tenía medio
cuerpo dentro del sillón en el que me había sentado, la cabeza ladeada y la
mirada en el suelo en una actitud obediente de vergüenza o abatimiento.
Parecía un ser pequeño y desgraciado. Me dolía el corazón al mirarle.
—Oigo ruidos tenues —dije—. Como los gritos de alguien enfadado.
Creo que es un adulto, pero está muy lejos.
—Querrás decir muy en el pasado —repuso Lockwood.
—Nunca podría haber pasado la verja de hierro que hay fuera —murmuró
George—. Lleva aquí desde el principio. Los golpes en la puerta son una
especie de recreación. Está repitiendo lo que pasó en esta habitación.
Te contaré cómo es oír sonidos de un pasado lejano. Es como si se tratara
de unas palabras escritas con tiza en una pared irregular. Casi se han borrado.
Todavía hay unos cuantos trazos, varios pedazos y fragmentos, pero el resto
está desgastado y no se ve, de modo que te es imposible descifrar el mensaje.
Supongo que es como una radio estropeada que emite partículas de ruido que
sabes que significan algo, pero no logras averiguar el qué. Estaba allí,
escuchando, y me sentía frustrada. Quería saber lo que había oído el niño. La
figura pequeña y pálida no dejaba de estremecerse, así que supuse que debía
tratarse de una voz violenta.
—Lo siento mucho —jadeé—. No entiendo las palabras…
—No te preocupes. —Lockwood estaba aflojando los proyectiles del
cinturón. Cada cierto tiempo volvía a levantar la mirada para comprobar que
el visitante no se hubiera movido—. La clave es descubrir a dónde va. Si sale
de la habitación, le seguimos.
—¿Qué crees que es, George? ¿Un nimbo?

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—Sí. —George había desenvainado el estoque, que brillaba fríamente
bajo la luz que irradiaba el niño—. Es un tipo dos, así que habrá que
atravesarlo con la hoja si intenta hacer algo.
—Lo veo… —repitió Kipps—. ¡Es la primera aparición que veo en años!
—Oye, no te emociones —le dijo Lockwood—. No sabemos qué va a
intentar.
A ratos, veía que el niño miraba hacia arriba, como si observase con
miedo a la persona que le hablaba. Sus ojos iban directamente hacia la
chimenea y, cuando yo miré, me percaté de que esa zona permanecía oscura,
al contrario que el resto de la estancia, que estaba iluminada por el resplandor
tembloroso del fantasma. Mis ojos se sentían atraídos por el espacio negro y
estrecho mientras pensaba en quién habría estado allí. Pero, al igual que las
palabras pronunciadas por la voz enfadada, esa información se había perdido
para siempre.
—Se mueve —anunció Lockwood—. Quedaos quietos.
Con timidez, el niño empezó a recorrer la habitación y se dirigía hacia
nosotros con la cabeza gacha y los ojos grandes puestos en el suelo. Levantó
la cabeza de golpe, alzó los brazos delgados para protegerse la cara y
desapareció. La habitación estaba a oscuras. Permanecimos allí, inmóviles.
Pero a mí me pareció que, un instante antes de que se apagara el resplandor, el
obstinado rincón oscuro de la habitación se había movido y se había
precipitado sobre el niño a gran velocidad.
—¿Creéis que ya está? —susurró Holly.
Sacudí la cabeza, aunque no es que fuera algo muy útil en una habitación
en penumbra.
—No —respondí—. Manteneos firmes.
La atmósfera de la habitación no había cambiado. La presencia seguía allí.
Y, en efecto, ahora el niño brillante había vuelto a su posición original junto
(y dentro) al sillón orejero, exactamente como antes.
—Es una repetición —dijo Lockwood, reprimiendo un bostezo—. Podría
durar toda la noche. ¿Alguien tiene chicle?
—Lucy sí —dijo George—. Bueno, al menos unos cuantos. Me comí los
demás, Luce. Perdona.
No respondí. Estaba concentrándome e intentando conectar con el niño.
Era una vana esperanza. Para hacerlo tendría que ignorar los gritos lejanos,
adentrarme en los huecos del pasado e ir más allá de la interrupción psíquica
que causaba la cadena de hierro. Como siempre, eso era parte del problema.
La cadena estorbaba.

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Entonces, una voz quejumbrosa (no muy alta, pero, al no esperarla, nos
pareció profundamente chirriante) emergió por encima de nosotros.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué está tan oscuro?
Nos dimos la vuelta de golpe: el contorno de una figura delgada apareció
en la escalera. Era el reverendo Skinner, mayor, confuso y buscando el
interruptor de la luz.
—¡Señor! —gritó Lockwood—. ¡Váyase, por favor! ¡No venga al pasillo!
—¿Por qué está tan oscuro? ¿Qué están haciendo?
—Quién lo iba a decir —dijo George—. Ha cruzado la cadena.
Miré de nuevo al niño brillante, que había cambiado de pronto de postura.
Su aspecto triste y abandonado había desaparecido. Había vuelto la cabeza y
miraba hacia las escaleras con una atención repentina. Sus ojos eran como
unos pozos profundos. Empezó a cruzar la estancia…
Una luz deslumbrante estalló a nuestro alrededor: dura, eléctrica y
cegadora.
—¡Ah! ¡Apague la luz! ¡Apague la luz!
—No vemos…
—¿A qué están jugando? —preguntó el hombre mayor—. Aquí no hay
nada…
—Será nada que usted pueda ver.
Maldiciendo entre dientes, Lockwood saltó las cadenas y corrió hasta las
escaleras. Yo salí del círculo y, todavía medio cegada, tiré una arriesgada
bomba de sal a las baldosas del centro del pasillo. Holly y George habían
hecho lo mismo. Triple explosión, triple llovizna que parecía nieve.
Lockwood estaba junto a la pared. Pulsó con fuerza el interruptor y volvió
a hacerse la oscuridad.
El nimbo estaba justo a su lado, estirando sus dedos diminutos hacia el
cuello del anciano.
Lockwood cayó sobre Skinner, protegiéndole con su cuerpo. Atacó con el
estoque. El fantasma se apartó y luego intentó esquivar la hoja con las
cuencas vacías fijas en él. Lockwood y el anciano se precipitaron sobre una
mesa cercana y tiraron una maqueta alta y compleja de un barco de vela
hecho de cerillas. El barco viró hasta el borde de la mesa y se detuvo allí,
balanceándose en el extremo.
La espada de Lockwood se movía tan rápido que no se veía cómo
bloqueaba los amagos y los movimientos precipitados de las manos
insistentes del espíritu. George y yo corrimos hacia delante atravesando el
aire con los estoques e intentando crear una barrera de hierro sobre la mesa

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que el niño no pudiera cruzar. El fantasma estaba atrapado en un hueco
estrecho entre el torbellino de espadas.
Kipps llegó en ese momento con las gafas brillantes. Llevaba una bomba
de sal en la mano. La tiró con fuerza al suelo y la ardiente lluvia de sal
envolvió al fantasma. La combinación de hierro y sal bastaría. El nimbo se
estremeció. Se rompió y se dividió en tiras quejumbrosas que permanecieron
allí, danzando.
La maqueta del barco se cayó. Aterrizó en el suelo y se hizo añicos.
Los fragmentos del fantasma se volvieron borrosos. El resplandor volvió a
unirse hasta formar un hilo de luz que huyó por el pasillo y se hundió bajo
una baldosa en la entrada de la cocina.
La oscuridad inundó la habitación.
—Fantástico… —Era la voz de Kipps—. Llevo años queriendo hacer algo
así.
Lockwood tocó el interruptor.
—Vale —dijo con entusiasmo—. Ahora ya podemos encender la luz.
En lo que se refiere a finales de un caso, aquel no era el más decoroso que
habíamos visto: un expastor mayor con los ojos saltones, perplejo, amoratado
y jadeante despatarrado sobre una mesa decorativa y con el codo de
Lockwood clavado en la barriga, un guardacartas enganchado en su pijama y
trozos de un clíper de cerillas hecho por (como descubrimos más tarde) su
abuelo favorito tirados por todas partes.
Habría sido incluso peor si pudiéramos entender sus jadeos.
Aunque lo intenté. No creí que estuviera contento.
—Oiga, deje de quejarse —bramé—. Está vivo, ¿no?
—Sí, ha perdido una maqueta —dijo George—, pero ha conseguido un
emocionante puzle en tres dimensiones. Siempre hay algo positivo en todo, si
decide buscarlo.
Sabíamos con seguridad que no lo haría.

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R esolvimos el caso a la mañana siguiente. Con el viejo reverendo


Skinner encerrado en su habitación, Kipps y Lockwood cogieron sus
palancas y levantaron la baldosa que había bajo la puerta de la cocina.
Después de cavar durante media hora, encontraron varios huesos pequeños
(de un niño) y trozos raídos de ropa. George estimó que datarían del siglo
XVIII. Su teoría era que el chico había sido un mendigo que llamó a la puerta y
el propietario de la casa le dejó pasar, le robó, le mató y le escondió debajo
del suelo. Yo personalmente no creía que un mendigo fuera el candidato más
probable para un robo, pero quizá había sido un mendigo extrañamente
exitoso. Al menos hasta ese momento. Qué más daba. Era imposible saberlo.
Así es como despejamos la posada El viejo ocaso. Habíamos librado a
Aldbury Castle de uno de sus fantasmas y ni siquiera llevábamos allí un día.
Nos puso de buen humor. Danny Skinner, que miró perplejo los huesos,
también estaba encantado. Después de un desayuno tardío, se ofreció a
enseñarnos el pueblo e indicarnos las otras anomalías psíquicas que
tendríamos que resolver.
La primera parada fue la iglesia de al lado. Era un edificio de piedra y
ladrillo de aspecto abandonado, con una torre ancha y el tejado de la sacristía
cubierto con una lona. El camposanto era visiblemente muy antiguo y estaba
rodeado por un muro de piedra en unas partes y por setos sobre un montículo
de tierra en otras. Las lápidas eran del mismo material que la cruz del parque;

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muchas estaban desgastadas y sus inscripciones habían desaparecido. Algunas
estaban colocadas en ángulos extraños y una o dos se habían caído. Era un
lugar tranquilo, aunque rehuido y descuidado.
—Por aquí camina la sombra en llamas —dijo Danny—. La pequeña
Hetty Flinders la vio aquí, ordenándoles a los muertos que salieran de sus
tumbas. Esto tendría que ser una prioridad en su lista, señor Lockwood. —
Desde el éxito con el nimbo, la hostilidad del crío se había esfumado y se
había convertido en nuestro animador de orejas de soplillo que caminaba con
orgullo a nuestro lado—. Seguro que lo solucionan sin problema.
—¿Y no vio la sombra con sus propios ojos aquí?
Lockwood observó la torre de piedra, donde los grajos volaban en círculos
en el cielo pálido.
—No. Yo la vi en el bosque del este, en la cima de Gunner. Se va por ese
camino, ¿lo ven? Medio kilómetro recto y ya habrán llegado. Allí también
había espíritus siguiéndola. Serían los muertos de este camposanto. Eran seres
pálidos y deformes, atrapados en el manto llameante de la sombra. Bueno, ya
lo verán —añadió, aparentando no escuchar el resoplido escéptico de George
—. Sé que lo arreglarán.
—No me importaría hablar con Hetty Flinders —dijo Lockwood.
—En eso no puedo ayudarle. La petrificó un fantasma. La alcanzaron
fuera de su casa, con su mejor vestido azul. Pobrecita. Aunque el resto de los
niños del pueblo se lo confirmarán. ¿Seguimos?
Conforme avanzábamos por el camino, la paz de Aldbury Castle fue
interrumpida por el sonido de unos motores acelerando. Cuatro vehículos (tres
coches y una camioneta pequeña con la parte trasera cubierta) habían
emergido de los bosques y venían desde la estación. Redujeron la velocidad
para cruzar el puente, tocaron el claxon para asustar a una bandada de gansos
que había en la carretera y luego recorrieron el parque más rápido. Los coches
eran negros y el lateral de la lona de la camioneta estaba decorado con el león
de Rotwell. El convoy giró a la derecha en la posada, avanzaron por el
camino, dejaron atrás la iglesia y se adentraron en los bosques del este. Unos
hombres serios nos miraron al pasar a nuestro lado. El ruido cesó. Poco a
poco, las nubes de polvo se posaron en la carretera.
—Otra vez los de Rotwell. —Enfadado, Danny Skinner escupió sobre la
hierba—. Van al instituto. Les importamos un bledo. No son una agencia de
verdad. No como la agencia Lockwood. Ellos no hacen nada.
—Cierto… —Lockwood miraba hacia el bosque—. Danny, quiero que
siga el recorrido con Holly, George y Quill. Enséñeles el resto del pueblo.

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Lucy y yo nos daremos un paseo rápido hasta la cima de Gunner, donde vio la
sombra. Me gustaría hacerme una idea de cómo es la zona. Nos reuniremos
pronto.
Lockwood y yo observamos cómo el pequeño grupo seguía sin nosotros.
—En realidad no te interesa la cima de Gunner, ¿verdad? —pregunté.
—¿El bosque? No son más que árboles. No, quiero ver qué hay más allá,
donde tuvo lugar la antigua batalla. Vamos.
Tomamos el camino por debajo de la iglesia y lo seguimos hasta salir del
pueblo y adentrarnos en el bosque. El camino cruzaba un arroyo estrecho
mediante un puente de madera que se tambaleaba. Después, como había dicho
Danny Skinner, continuaba más o menos recto entre los robles y hayas por un
terreno cada vez más elevado. El bosque todavía tenía los colores del
invierno, un manto de grises y marrones. Pero el nacimiento de la primavera
se dejaba ver en varios rincones, donde unos helechos brillantes brotaban de
la tierra y una bruma verde muy discreta aparecía en los árboles.
Caminar con Lockwood por el campo aquella mañana primaveral no fue
muy difícil. El aire era limpio y fresco, y los pájaros se habían puesto en
marcha. Era una diferencia agradable a correr o luchar a vida o muerte.
Lockwood no dijo mucho. Estaba distraído, perdido en sus pensamientos.
Reconocía las señales: le había invadido la emoción de la persecución. Yo
simplemente estaba feliz de que paseáramos juntos, el uno al lado del otro.
Unos minutos más tarde, llegamos a un punto en el que un sendero,
trazado en la ladera empinada a nuestra izquierda, conducía a una cantera
abierta. Habían colocado un montón de piedras y flores cortadas sobre el
borde de hierba. Encima había una cruz de madera y la fotografía de un
hombre, ahora descolorida por la lluvia.
—Puede que alguien fuera petrificado aquí —apunté—. O que hubiera un
accidente en esa cantera.
—Lo más probable es que fuera petrificación fantasmal. —Lockwood
observó la roca abierta con una expresión sombría en el rostro—. Todos los
del pueblo mueren por eso.
Continuamos en silencio hasta que, después de adentrarnos medio
kilómetro en el bosque, vimos el resplandor de un campo abierto frente a
nosotros. Allí Lockwood aminoró la marcha.
—Y ahora creo que nosotros también seguiremos los árboles —dijo—.
Ten cuidado.
Al apartarnos del camino y subir la cuesta entre los árboles, pronto
alcanzamos una cresta boscosa (presuntamente la cima de Gunner), desde la

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que podíamos observar la tierra de abajo. Había zonas en las que podíamos
estar a la intemperie, pero Lockwood las evitó. Permaneció a la sombra de los
árboles, avanzando agachado y agazapado, caminando sin hacer ruido. Le
seguí lo mejor que pude. Al fin, nos tumbamos juntos al borde de la cresta
sobre un lecho de hierba húmeda. Desde allí contemplamos el recinto del
Instituto Rotwell.
Estaba un poco lejos, en el centro de una amplia extensión de tierra
abandonada rodeada por colinas bajas. Se notaba que, en el pasado, había sido
un buen lugar para celebrar una batalla, y te imaginabas a los dos ejércitos
enfrentándose en aquella cuenca natural. Habría sido un espectáculo increíble;
sin duda mucho más que lo que teníamos delante.
No sé qué esperaba. Quizá una construcción gigante y brillante. Supongo
que una mezcla entre la incineradora de Clerkenwell y el edificio de Rotwell
con su fachada despampanante de la calle Regent. Como mínimo, un gran
complejo de almacenes, bien iluminado y brillante con decenas de agentes
correteando por todas partes. Pero eso no fue lo que vi. La carretera
serpenteaba bajo nuestros pies a través de los campos de matorrales hasta
terminar en un conjunto de edificios metálicos y aburridos. Estaban
dispuestos al azar, agrupados aleatoriamente como un rebaño de vacas en
reposo. Parecían los tipos de hangares que podían construirse muy rápido y
con poco dinero, ya que tenían tejados ondulados y apenas ventanas. Habían
nivelado el terreno que los rodeaba y lo habían cubierto con gravilla. Había
un par de focos altos para iluminar el complejo por la noche; los cables que
caían parecían desgastados y abandonados. Una valla cerraba el perímetro.
Los vehículos que habían pasado por el pueblo hacía un rato estaban
aparcados dentro de una de las puertas visibles. No había nadie.
—Parece que está… en ruinas —comenté—. ¿No crees?
Aunque Lockwood habló en susurros, pude oír la emoción en su voz.
—Pero está claro que el Instituto Rotwell está muy ocupado aquí.
Hangares grandes y temporales colocados directamente en el epicentro de un
antiguo campo de batalla. Me pregunto…
—¿Crees que es el «sitio sangriento»?
—Puede. Apuesto a que toda esa carnicería les da una gran ventaja en lo
que sea que estén haciendo. Bueno, no podemos intentar nada a plena luz del
día. Pero esa valla no parece gran cosa. Si traemos un par de alicates
podríamos entrar… —Lockwood me miró—. ¿Te atreverías?
—Podría intentarlo. Quizá la calavera esté dentro.

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—Sabía que dirías eso, Luce. —Me sonrió entre la hierba dorada—. Es
casi como en los viejos tiempos.
Qué agradable y cómodo era estar allí tumbada… Hacía mucho más sol
de lo que había previsto. Podría haberme quedado un poco más, pero
teníamos que ver cómo les iba a los demás.

Los encontramos en la posada, sentados en una esquina del bar con aspecto
algo aturdido. Su recorrido por Aldbury Castle había terminado cuando la
mitad de los habitantes del pueblo habían salido de sus casas para
entretenerlos con historias desesperadas de fantasmas y apariciones. Holly se
había esforzado por calmar a todo el mundo y los había invitado a la posada
para responderles de forma organizada. Luego Kipps había anotado los
detalles mientras George marcaba cada manifestación en un mapa con un
perfecto círculo rojo. Acababa de irse la última persona. Kipps había
terminado con un montón de garabatos delante y el mapa de George parecía
haber pasado la varicela. Tres puntos estaban rodeados en negro.
—Esos son los avistamientos de la sombra en llamas —explicó Holly—.
Aquí en el camposanto, aquí junto a los viejos puestos en el extremo del
pueblo y aquí en el parque, donde dos niñas pequeñas han dicho que habían
visto a un «gran hombre ardiendo» caminando cerca de la cruz. Pero la
sombra es el menor de nuestros problemas. Hay muchísimos fantasmas aquí,
Lockwood. No sé cómo vamos a encargarnos de todos.
—Eso es lo que debemos decidir —contestó Lockwood—. Todos habéis
hecho un gran trabajo. Tenemos información crucial. Comamos algo y luego
podemos intentar analizar lo que hemos descubierto.
Por la tarde ya habíamos creado nuestro propio centro neurálgico de
operaciones. Las bolsas estaban listas, al igual que la cena. Habían vuelto a
ofrecernos estofado, pero por suerte George había ido a las tiendas del pueblo
y había regresado con un plan b, que consistía en fruta, empanadillas y rollitos
de salchicha. Nos apropiamos de una esquina del bar, la más lejana posible
del asiento junto al fuego del reverendo Skinner, y juntamos varias mesas
para crear un auténtico escritorio de batalla. En el centro estaba el mapa de
George, con las notas de Kipps a un lado. Los estudiamos. Como Holly había
dicho, no era un panorama prometedor.
—Tardaremos varias noches —dijo Lockwood al cabo de un rato—.
Tendremos que trabajar en equipos e ir sistemáticamente casa por casa. —
Levantó la mirada—. ¿Qué ha sido eso?

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—Un coche ha aparcado fuera —respondió Kipps—. Viene alguien.
Lockwood se asomó a la ventana con el ceño fruncido. La puerta se abrió
justo en ese momento y dejó entrar una espiral de aire frío de la noche y el
aroma de la lavanda de los braseros encendidos en el jardín del bar. Un
hombre grande entró y la puerta se cerró de golpe tras él.
Se hizo el silencio en el bar. Observamos al recién llegado, que se había
encorvado para poder entrar por la puerta. Ahora estaba erguido y su pelo
enmarañado y claro rozaba el techo. Era un hombre fornido y atractivo de
mediana edad con una presencia física impresionante. Tenía la mandíbula
tensa, y los pómulos anchos y altos. Llevaba un traje caro, un abrigo grueso
de invierno con forro de lana y un par de guantes de conducir verdes. Se
movía con meticulosidad y calma, y le envolvía una densa bruma de
privilegio. Sus ojos verdes estudiaron la estancia y se posaron de pronto en
nosotros. Caminó en nuestra dirección.
Sabíamos quién era, por supuesto. Había bastantes pósteres con su cara
pegados por todo Londres. En aquellas imágenes siempre salía sonriendo, con
la boca tan ancha como las teclas de un piano enorme, los ojos esmeralda
brillantes y sosteniendo algún ingenioso artefacto fabricado por el ingenioso
personal de su instituto. A veces también aparecía del brazo de un león de
dibujos animados. En realidad, cuando lo veías en persona, el propio Steve
Rotwell tenía algo de dibujo animado. Era un hombre grande con brazos y
hombros rollizos cuyas piernas se encogían rápidamente hasta terminar en un
par de pies pequeños y pulcros. Tenía las mismas características que un
bulldog dibujado. Aunque no me pareció especialmente gracioso después de
haber presenciado cómo atravesaba a alguien con una espada.
Apartó una silla y se sentó frente a nosotros.
—¿Quién es Anthony Lockwood?
Lockwood se había medio levantado para recibirle. Después volvió a
sentarse. Asintió con educación.
—Soy yo, señor. Es un placer volver a verle. Coincidimos brevemente en
el desfile del año pasado. También recordará a Lucy, George y Holly.
Steve Rotwell era el tipo de hombre que se sentaba con las piernas
separadas, recostado en la silla en una postura dominante y despreocupada. Se
quitó los guantes y los dejó sobre la mesa.
—Recuerdo a Holly Munro. Antes trabajaba para mí. Y recuerdo a los
demás. Son los lacayos de Penelope Fittes.
Lockwood enarcó una ceja.
—¿Perdone?

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—Siempre a su disposición. Saltando cuando ella silba. Los lacayos de
Fittes. Lo sé.
—Esa es una afirmación inaceptable. —Lockwood miró a su alrededor y
se fijó en Kipps—. Bueno, si somos sinceros, él lo era hasta hace poco. Pero
los demás somos totalmente independientes. ¿Le apetece algo de beber?
—Me tomaré un café —respondió Steve Rotwell—. Ha sido un camino
largo.
—¿Podría prepararnos un café, señor Skinner? —preguntó Holly.
El dueño, que había estado observándolo todo con los ojos bien abiertos
desde detrás de la barra, saltó como una liebre y desapareció.
—Si tiene hambre, seguramente quede algo de estofado —añadió George.
Rotwell le ignoró. Se desabrochó el abrigo sin ninguna prisa y se recostó
en la silla, estudiando a Lockwood.
—Señor Lockwood, ¿qué está haciendo aquí?
—Estoy bebiendo un té y analizando un mapa. Nada demasiado
emocionante.
—Me refiero a en Aldbury Castle.
Lockwood sonrió.
—Quizá no se haya percatado, señor… Seguro que no, dado que tiene
otras muchas cosas en las que pensar, pero hay un cúmulo de fantasmas
activo y peligroso en este pueblo. Hemos venido a ocuparnos de él.
—¿Y por qué tendrían que venir? Son una agencia de Londres.
—Nos invitaron los habitantes del pueblo, que necesitan ayuda
desesperadamente.
El señor Rotwell era uno de esos hombres que, al ser considerado una
figura importante o atractiva en su juventud, no había visto la necesidad de
permitirse sonreír en su día a día. Como resultado, su cara permanecía
prácticamente inmóvil. Dijo:
—Saben que Aldbury Castle está muy cerca de uno de mis centros de
investigación. Está en el umbral, por así decirlo. Pensamos que el pueblo
forma parte de nuestra zona.
Lockwood, con una sonrisa anodina, no respondió.
—Normalmente se considera un gesto cortés que una agencia respete el
territorio de otra agencia —continuó Rotwell—. Sus casos, sus clientes, sus
áreas de influencia… Hay unas normas no escritas que todos acatamos. En
tales circunstancias, me sorprende verlos aquí. Asumo que, ahora que les he
informado del problema, se retirarán mañana de Aldbury Castle.

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—Señor, me dieron a entender —respondió Lockwood— que notificaron
a sus empleados acerca del cúmulo de visitantes y ellos decidieron no actuar.
Por tanto, considero que nuestra intervención es lógica y está claramente
justificada.
—¿No van a marcharse?
—Claro que no.
Durante aquel silencio, el señor Skinner se acercó con una taza de café
negro y una jarrita de leche. Lo dejó todo en la mesa.
—Gracias. Espere. —Rotwell rebuscó en su chaqueta, sacó una cartera y
eligió un billete nuevo que le pasó al dueño sin mirarle siquiera. Esperó hasta
que Skinner se hubo marchado y luego enroscó un dedo grueso en el asa de la
taza de porcelana. En lugar de beber, contempló el líquido negro—. Tiene
usted cierta reputación, señor Lockwood.
—Gracias.
—La reputación de meterse en lo que no le incumbe.
—¿De verdad? —Lockwood sonrió—. ¿Puedo preguntarle quién lo dice?
¿Se ha quejado alguno de sus trabajadores o de sus socios? ¿Cómo se llaman?
Quizá los conozca.
—No hay nombres concretos. Es un hecho generalmente aceptado. Eso
significa que —continuó Rotwell— me preocupo cuando descubro que ha
aparecido sin previo aviso cerca de mi instituto, donde se lleva a cabo una
investigación importante y complicada. Me inquieta que pueda verse tentado
de desviarse de las obligaciones propias de una agencia y meta las narices en
asuntos no autorizados.
Levantó una mano, apuró el café de un solo sorbo y dejó la taza.
Hubo una pausa. Lockwood se revolvió en su asiento.
—¿Has entendido algo, Luce?
—Ni una palabra.
—¿George?
—Ni idea. Como si fuera otro idioma.
—Sí, tendrá que ser más directo, señor Rotwell —le pidió Lockwood—.
George suele usar palabras complejas que yo no entiendo y hasta a él le
cuesta seguirle. ¿Qué es lo que quiere que no haga?
Steve Rotwell puso una mueca de rabia.
—¿Han venido a resolver el caso del cúmulo?
—Sí.
—¿Ese es su único interés?
—¿Por qué no iba a serlo?

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Rotwell gruñó.
—Eso no responde a mi pregunta.
—Pues es todo lo que voy a decir —dijo Lockwood—. Señor Rotwell,
Aldbury Castle no es su «zona», su «territorio», su «umbral» ni nada
parecido. Si se opone a que ayudemos a liberar a este pueblo de los
fantasmas, tendrá que poner una queja oficial en el DICP y ver qué consigue.
Hasta entonces, soy libre de trabajar aquí. Mientras tanto, tómese otro café y
hábleme de esta «investigación importante y delicada» que tiene lugar en sus
instalaciones. Parece fascinante. ¿Veremos nuevos productos de Rotwell
pronto?
En vez de responder, Rotwell recogió sus guantes y se puso en pie con
pesadez. Miró por la ventana, donde el crepúsculo avanzaba por el parque, e
hizo el amago de marcharse. Una idea tardía le detuvo. Desde donde estaba
bloqueaba la luz y proyectaba sombras sobre Lockwood.
—Es usted un chico insolente —dijo—. No voy a enumerar sus dones,
puesto que es obvio que es muy consciente de ellos. Sospecho que carece de
la habilidad de saber cuándo parar. Porque usted, señor Lockwood, se
extralimita siempre. Reconozco esa cualidad, puesto que yo también soy así
en muchos sentidos. Significa que seguirá poniéndose al límite, hasta que un
día vaya demasiado lejos. Aquí hay testigos, así que se lo advertiré
públicamente: no me haga enfurecer. Si lo hace, se arrepentirá. Lo digo con la
esperanza y la buena fe de que tendrá en cuenta mi advertencia. Pero no creo
que lo haga. Me enfurecerá, puesto que eso es lo que desea hacer. Y entonces
me ocuparé de usted. —Se puso los guantes y se abrochó el abrigo—.
Mientras tanto, buena suerte con su pequeña caza de fantasmas. Estoy seguro
de que están bien capacitados para este encargo.
Dicho aquello, el señor Rotwell se marchó. La puerta se cerró de golpe
tras él.
Todos la observamos. Luego nos giramos hacia Lockwood.
Él nos sonrió. Era una sonrisa larga y relajada, acompañada de unos ojos
brillantes.
—Bueno, pues al menos tiene buen ojo a la hora de juzgar a las personas
—dijo—. No estaba seguro de si merecía la pena arriesgarnos e investigar qué
está tramando. Me parecía una apuesta poco segura, en el mejor de los casos.
Pero él ha resuelto mis dudas. Ahora sí que vamos a hacerlo.

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22

S e hizo de noche en Aldbury Castle y atenuamos las luces del bar. Danny
Skinner echó leña al fuego. Las llamas saltarinas danzaban sobre los
estoques colocados encima de la mesa; danzaban en nuestros ojos
mientras nos reuníamos como unos ladrones en torno a su botín, revisábamos
los cinturones de trabajo, metíamos las bolsas de sal y hierro en las mochilas,
y dibujábamos rutas de ataque en el mapa de George. Nos esperaban muchas
horas de trabajo, y los visitantes rara vez alcanzaban su máximo poder mucho
antes del anochecer. Así que, una vez terminadas las preparaciones, nos
quedamos un rato sentados. Holly leía un libro y Lockwood se estiraba sobre
un taburete, adormilándose. George había retado a Danny a una partida de
ajedrez y, al poco tiempo y para su fastidio, se encontró en un aprieto. Yo me
senté junto al fuego, imaginando figuras en las llamas.
Kipps era el único que no podía relajarse. Caminaba de un lado a otro, se
estiraba, se tocaba los dedos de los pies y hacía otros extravagantes ejercicios
de flexibilidad que proyectaban unas desagradables sombras en la pared. El
pelo le brotaba como un berro pelirrojo tras las gafas, que se había colocado
en la frente. No podía contener las ganas de usarlas ahí fuera.
Al fin, el ansia pudo con él. Bajó las lentes, se abalanzó sobre la ventana y
contempló el parque.
—¡He visto otro! —exclamó—. Es muy tenue, ¡pero no hay duda de que
lo he visto! ¡El alma en pena de un hombre en el puente!

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Resoplé. Lockwood se tapó los ojos con un brazo y suspiró
profundamente.
—¡Y ahí también! —Kipps se giró, entornando los ojos bajo las lente—.
Dos figuras envueltas en capas en el parque. Están juntas, con las capuchas
bajadas y apiñadas como si se protegieran del frío. La niebla fantasmagórica
emerge de sus capas. Y ahora han empezado a correr… ¡Se han ido! Esto es
genial. ¡Hay tanto que ver…!
George levantó la vista del tablero.
—Me alegro de que esté contento, pero ¿alguien más prefería al Kipps
más melancólico y callado? Podría ser una noche larga.
Kipps volvió a darse la vuelta.
—Vaya… Eso es horrible. ¡Allí, junto al fuego! Una cosa demacrada y
arrugada con dientes enormes…
Danny Skinner habló con solemnidad:
—Ese será mi abuelo, ¿recuerda? Sigue vivo.
—Ah, sí. Me he dejado llevar un poco. —Kipps se quitó las gafas y miró
el reloj—. Vamos, Lockwood, ¿qué haces remoloneando? Son casi las diez y
media. Tendríamos que habernos ido ya.
Lockwood giró las piernas y se levantó del taburete. Bostezó.
—Tienes razón. Hay que ponerse manos a la obra. Seguiremos el plan.
Dos equipos y dos horas ahí fuera. Luego volvemos aquí para ver cómo va
todo. Kipps y yo iremos a la hilera de casas de al lado, donde tenemos que
ocuparnos de varios espectros. Los demás empezáis en el parque. Venga,
George. Además, solo estás a dos movimientos de que te haga jaque mate. ¡El
pueblo maldito nos espera! Empecemos.
En la carretera, lejos de las tenues luces de la posada, la inmensa
oscuridad del campo se abrió ante nosotros. La luna estaba en lo alto del
cielo, oculta tras una nube. Como Kipps había descrito, varias manchas de
niebla fantasmagórica vagaban por el parque. Tras unas despedidas rápidas,
Lockwood y él se alejaron en silencio por el camino, mientras George, Holly
y yo preparábamos nuestras mochilas. Me alejé de los demás un segundo.
Había decidido no llevar cadenas, puesto que la concentración de hierro
reprimía mi don con demasiada facilidad. Ahora, con algo de libertad
psíquica, capté cómo se estremecía el aire. Apenas era perceptible, como el
zumbido de una batería, un remolino de energías… Alcé la vista hacia el
cielo, al cerco oscuro de árboles. ¿De dónde venía? Era imposible saberlo. La
calavera me habría resultado útil en ese momento. De nuevo, volví a desear
que estuviera a mi lado.

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—Vale —dijo George—, yo me encargaré del mapa. Es mi punto fuerte.
Lucy o Holly, una de las dos tendrá que ser la líder del equipo. Para dar
órdenes y tomar decisiones rápidas. Ya sabéis lo que hay que hacer. Dejo la
elección en vuestras manos.
Hubo una pausa.
—A mí me da igual —empecé—. Holly, ¿por qué no…?
—Lucy, ¿por qué no…?
Nos callamos.
—Yo no puedo serlo —insistió George—. Se me da fatal pensar rápido.
Tarareando en voz baja, garabateó algo sin importancia en el mapa.
—Hagámoslo así —propuso Holly—. ¿Por qué no te encargas tú de la
primera hora, Lucy? Luego, si quieres, puedo seguir yo. De todos modos, tú
tienes más experiencia como agente que yo.
—Vale —contesté—. De acuerdo. Gracias, Holly. Parece un buen plan.
—Me ajusté el cinturón—. Bueno, George, ¿qué es lo primero de la lista?
—Pues la nuble blanca y maligna que flota en la hierba, justo allí.
La ruta propuesta zigzaguearía entre las apariciones avistadas.
Básicamente sería como una prueba de orientación con un fantasma en cada
puesto de control. Y el primero era el ser que acechaba cerca de las antiguas
horcas. Si alguna vez había sido un comerciante de mala fama por sus
pasteles podridos, ahora era un espectro oscuro y débil, una masa deforme y
vibrante que arrojaba unos pequeños tirabuzones de oscuridad en todas
direcciones.
Nos acercamos con cuidado.
—Puede que quemaran las horcas, pero está claro que no sellaron la zona.
Creo que bastará con sal y hierro. ¿Qué pensáis vosotros?
George y Holly estuvieron de acuerdo y, como era un espacio pequeño y
bien delimitado, fue una tarea bastante sencilla. Holly se ofreció a ahuyentar
al fantasma. Primero se acercó, provocándolo con estocadas prudentes y
ráfagas con el estoque, hasta que, en un ataque repentino, se abalanzó sobre
ella. Holly se apartó bloqueando los tirabuzones con la hoja. George y yo
agarramos las bolsas de sal y virutas de hierro, y cubrimos el suelo quemado
con una capa gruesa. Casi desde el principio, el espesor negro de la figura
empezó a desaparecer. Se desgastó como una mancha frotada, se retorció y
menguó hasta que una lluvia de chispas negras roció la hierba y se fundió por
completo.
Me sequé la frente con la manga.

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—Bien hecho, Holly. Creo que podemos tachar ese fantasma de la lista.
Este verano podrán celebrar picnics familiares aquí. ¿Qué toca ahora?
Después estaba el alma en pena que Kipps había visto en el puente y que
resultó ser fácil de controlar. Continuamos con un llamador de piedra en el
parque y un acechador en una parada de autobús. Holly y yo nos ocupamos de
todos.
George se rio entre dientes.
—Este recorrido está siendo pan comido. Vale, pues ya habéis luchado las
dos. ¿Os parece si yo me encargo del próximo? —Consultó el mapa—. Parece
que hay una sombra de una mujer mayor, vista en el jardín de una casa de La
hilera. Creo que podré mantener a raya a una abuela. Veamos si está por ahí.
La hilera era el conjunto de casas al fondo del parque. No tardamos
mucho en llegar. Al borde de la hierba, unos escalones en la valla de
separación daban acceso a un sendero hundido, con las luces de las casas
brillando a lo lejos. El sendero estaba oscuro y los setos se cerraban a ambos
lados. Frente a nosotros, las ramas de los árboles trazaban cortes negros en el
cielo. Caminamos muy juntos, porque no era el mejor sitio para quedarse
atrás.
—La casa está un poco más adelante —murmuró George—. Deberíamos
verla en un… —Se detuvo—. Oh, oh. ¿Qué es eso?
Una figura se alzaba en la oscuridad del sendero, medio apartada de
nosotros y con la espalda iluminada por la luz fantasmagórica parpadeante de
una vela inexistente. Unos largos mechones de pelo le cubrían el rostro. Tenía
los brazos flácidos, la cabeza gacha, los hombros caídos en actitud de pena y
lástima. Había cerrado las manos en puños tensos y blancos.
Nos quedamos quietos. No nos movimos, y la aparición tampoco.
—Lleva un camisón —susurró Holly—. Eso nunca es bueno.
—¿Crees que es una niña? —jadeó George—. No parecen las piernas de
una abuela. No es que les haya mirado las piernas a muchas abuelas,
obviamente. Tengo otras aficiones.
A saber quién había sido aquel ser.
—Esperad —dije—. Se mueve.
Unos pies huesudos se arrastraron por el camino sucio. Con minúsculas
sacudidas de pies y el aleteo del algodón manchado, la figura empezó a darse
la vuelta. El frío de la noche se enroscó hacia dentro, retorciéndose a nuestro
alrededor como una sábana serpenteante. Nos apretujamos más.
—Los visitantes siempre giran a contramano —dijo George con una voz
aguda y tensa—. ¿Lo sabíais? Nunca lo hacen en sentido horario. Es un

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hecho.
—Fascinante, George —respondí—. Ahora cállate un segundo. Preparad
los estoques. Intentaré hablarle. Atentos a los brazos, los pies y los cambios
de expresión.
—Eso sería útil si pudiéramos verle la cara —murmuró George.
Holly se estremeció.
—Tiene sangre en la parte delantera del camisón.
Eso era cierto: era un delantal de sangre, una mancha negra espesa, larga,
brillante y húmeda. La figura seguía arrastrando los pies, balanceándose
suavemente de un lado a otro. Ahora nos miraba de frente, pero tenía la
cabeza inclinada hacia abajo, de modo que solo se le veían la coronilla y los
largos mechones de pelo negro que colgaban entre la luz fantasmagórica
brillante. Oí un sonido, parecido al crujido de las hojas.
—¿Quién eres? —pregunté—. Dinos tu nombre. ¿Qué te pasó aquí?
Esperé. El crujido volvió, esta vez más fuerte.
George también se estremeció.
—Todavía no le veo la cara. ¿Tú se la ves, Hol?
—No, yo no. Lucy…
—Calma —dije. Sentí lo mismo que ellos, una oleada de pánico. Atravesó
las vías nerviosas de mis brazos y se derramó en el líquido de mi barriga—.
Tranquilizaos los dos. Estoy captando algo.
—Mirad toda esa sangre.
—Capto algo…
Una voz que crujía como hojas secas susurró a través de sus labios
ásperos. Esta vez la oí.
Oh.
—Mis ojos. ¿Habéis visto mis ojos?
La figura levantó la cabeza. El pelo le cayó hacia atrás.
No sé si el grito más fuerte fue el de George o el de Holly. Fuera cual
fuera, ahogó mi propio alarido. No recuerdo si el visitante se lanzó hacia
nosotros. Lo que sí tengo claro es que le rajé con el estoque. Entonces
subimos los peldaños y fuimos hacia el parque. Corrimos hasta el mercado y
nos detuvimos allí con los pulmones ardiendo, jadeando y maldiciendo.
—¿Viene? —preguntó Holly—. ¿Nos persigue?
Observé la oscuridad de la noche.
—No.
—Menos mal.

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—¿Por qué tenían que ser los ojos? —dijo George—. ¿Por qué no podía
ser una parte del cuerpo menos importante? Lo mismo un pulgar o incluso
una oreja. Eso no habría sido tan malo.
—¿De dónde ha salido ese fantasma, Lucy? No estaba en el mapa.
—Debe de ser uno nuevo. No lo sé.
—¡Los dedos de los pies! ¡Podría haber perdido los dedos de los pies! No
se puede andar sin los dedos de los pies. Así, si hubiera venido a por nosotros,
se habría caído.
—George —le interrumpí—, estás farfullando.
—Sí, lo sé. Pero resulta que, en mi opinión, está justificado.
Tomé una decisión. Todos necesitábamos descansar. Los guie hacia la
posada.
Casualmente, Lockwood y Kipps ya estaban allí. Lockwood estaba
apoyado sobre la barra y garabateaba en su cuaderno. Kipps, con un refresco
de cola en la mano y las lentes de Fairfax todavía envolviéndole la cabeza,
daba zancadas por el bar con aspecto de estar contento.
—¡Dos espectros! —exclamó—. ¡Dos espectros y una voluta! ¡Los he
visto todos! ¡Los he visto y me he enfrentado a ellos tan rápido como el
viento! Preguntadle a Lockwood, él os lo dirá.
—Lleva toda la noche gritándome al oído —contestó Lockwood—. Estoy
empezando a arrepentirme de haberle dado esa cosa. Pero nos ha ido bien
hasta ahora. ¿Qué tal vosotros?
Se lo contamos.
—Lockwood —dije cuando terminamos—, hay una atmósfera extraña
envolviendo el pueblo, como una interferencia psíquica a lo lejos. Me cuesta
oírla, pero es como un zumbido de fondo. He oído algo así antes, debajo de
los grandes almacenes Hermanos Aickmere. Y el espejo de hueso también
sonaba parecido.
Lockwood tamborileó en la barra con el bolígrafo y permaneció callado
unos instantes. Luego dijo:
—Me gustaría que cambiáramos un poco. Holly, ¿podrías llevarte a Kipps
y a George y volver a encargaros de la chica sin ojos? Luego seguid donde lo
habíais dejado. Lucy, quiero que vengas conmigo. Veamos si podemos
localizar esa interferencia.

Lockwood y yo dimos un paseo por el pueblo. Ahora la luna brillaba sobre el


bosque del oeste. Se veían las cimas suaves de las colinas resplandeciendo

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tras los árboles; eran unas medialunas plateadas suspendidas en la oscuridad.
Aunque había belleza en aquella escena, la noche tranquila y callada nos
oprimía. Ansié oír el ululato de un búho, el timbre de una campana mortuoria
o un grito humano… Algo que no fuera el bullicio psíquico y distante que
retumbaba en mi cabeza.
Nos deteníamos cada cien metros más o menos para intentar
comprenderlo. No servía de nada; siempre era el mismo ruido. Quizá estaba
demasiado lejos.
—Intentaremos subir al bosque —dijo Lockwood.
Nuestras botas golpeaban con fuerza la tierra compacta del sendero.
Habíamos seguido una ruta circular y estábamos llegando a la iglesia.
—Espero que consigan atrapar al espectro —comenté—. Espero que
George pueda con él.
Lockwood sonrió.
—Tiene un trauma con las niñas a las que les faltan partes del cuerpo.
Aunque tengo el presentimiento de que Kipps se encargará de ello. Ahora que
tiene esas lentes nuevas está entusiasmado. ¿Y dices que Holly también ha
hecho un buen trabajo?
—Lo ha hecho muy bien.
—Estoy intentando animarla a que use más sus dones. El tiempo que pasó
en la agencia del zoquete de Rotwell no le vino nada bien. Se derrumbó por
dentro y perdió la fe en sus habilidades. Está bien que salga y participe en un
encargo. Eres un gran ejemplo a seguir para ella, Luce.
—Bueno, yo no lo tengo tan claro… —Me detuve de repente. Por primera
vez, sentí un cambio en la interferencia de fondo. Había disminuido y luego
aumentado. Dejamos atrás la farola protectora oxidada del pequeño montículo
y bajamos por el terraplén que había junto al camposanto. Encima teníamos el
matorral divisorio—. ¿Podemos pasarnos un segundo por la iglesia? Me ha
parecido sentir algo.
—Claro. —Lockwood me agarró del brazo y me ayudó a subir la
empinada pendiente—. Quizá merezca la pena echar un vistazo. Si creemos a
Danny Skinner, los muertos deberían salir de sus tumbas en cualquier
momento.
Pero el camposanto estaba en silencio; era una boca de lápidas torcidas a
modo de dientes que brillaban bajo la luna. Desde el seto en la cima del
terraplén podíamos verlo entero, desde la iglesia achaparrada hasta el pórtico
de la verja que conducía al sendero. Escuché. Sí, el zumbido retumbaba.
Ahora tenía un tono distinto.

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—Tengo una pregunta rápida para ti, Luce —dijo Lockwood—. Es sobre
nosotros. ¿Sigues siendo mi clienta? ¿O debería pagarte por esta noche? Estoy
confundido.
—Sinceramente, yo también estoy hecha un lío…
Pero el corazón me latía con más fuerza, respondiendo al retumbo del
zumbido lejano. De repente sentía la boca seca. ¿Por qué? En el camposanto
no se había movido nada.
—Tendremos que llegar a algún tipo de acuerdo —siguió Lockwood—.
Técnicamente, ahora nos estamos ayudando mutuamente. Yo te ayudo con la
calavera y todo el asunto de los Winkman, y tú me ayudas aquí con el pueblo.
Están pasando dos cosas al mismo tiempo. Tenemos que descifrar cómo
funciona esta complicada relación de cliente y agente. O… —Me miró—.
Podríamos hacer algo mucho más sencillo…
No le estaba escuchando. Sacudí la cabeza y alcé una mano. La luna
resplandecía en las piedras de la torre baja.
Los crujidos de los animales en los setos habían cesado y el viento se
había detenido por completo. El silencio envolvía las lápidas iluminadas por
la luna y de repente supe que no estábamos solos. Por la quietud de
Lockwood, me di cuenta de que él tenía exactamente la misma sensación.
Observamos el camposanto desde arriba.
Algo venía hacia nosotros entre las tumbas. Lo vimos primero a lo lejos,
moviéndose alrededor de las cruces inclinadas. Se movía tan despacio que
pensé que era la sombra de uno de los tejos retorcidos que cercaban el muro
del camposanto. Era muy leve y estaba encorvada. Poseía unos hombros
ondulados enormes y una cabeza deforme e inquietante que se balanceaba de
un lado a otro. Tenía los brazos estirados y sus grandes piernas se movían con
una cautela sospechosa, primero un pie y luego el otro, atravesando la
penumbra. Una ráfaga de aire frío pasó por encima del muro como una ola de
sal y nos azotó, haciéndonos soltar un grito ahogado.
—Mira qué grande es —dijo Lockwood casi sin aliento.
El fantasma del caníbal de Ealing había sido grande. Incluso vislumbrado
a través de la puerta de la cocina, su tamaño y su fuerza antinaturales
resultaban obvios. Aun así, aquella cosa era gigante. Tan alta que superaba
algunas de las cruces inclinadas, y tan ancha y con extremidades tan raras y
agarrotadas que se abría paso como si se hundiera en melaza. Era un
movimiento torpe y extrañamente hipnotizante. Me habían perseguido
escuálidos que se revolvían por pendientes de hormigón y me habían rodeado
espíritus aulladores como cometas raídas en tejados de torres. Había visto

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muchas cosas, pero esta figura inmensa en el camposanto… Nunca había
visto algo tan extraño e inquietante.
A diferencia de muchas apariciones, no evocaba luz fantasmagórica. No
brillaba como el nimbo ni irradiaba oscuridad como el fantasma del parque.
No era firme como un espectro ni monstruoso como un guardián. En muchos
sentidos, apenas estaba allí. Estaba formado por una neblina gris traslúcida y
vaporosa, y a través de su cuerpo solo podían verse el revoltijo de piedras y
cruces del jardín. Sus extremidades —las manos y los pies, incluso los
detalles de la cabeza— eran tan tenues que parecían desaparecer. Solo podías
percibirlo por un giro o reflujo en el aire. En los bordes, la sustancia de la
sombra parecía danzar y titilar, como las puntas temblorosas del fuego. Era
como si el ser estuviera siempre envuelto en llamas frías y silenciosas. Una
estela de humo serpenteante flotaba detrás de la sombra y se extendía por el
camposanto como la capa de un mago, dispersándose poco a poco y
ondulándose cada vez más sobre las piedras lejanas.
—Nunca había visto nada así —susurré—. ¿Qué es?
Lockwood no respondió; tenía la mirada fija en el reguero de niebla que la
sombra dejaba a su paso. Hizo un gesto con la cabeza y, sin mirarme, sus
dedos se estiraron y se aferraron a los míos.
Miré a donde había señalado. Abrí la boca; la tenía tan seca como la
arena. ¿El motivo? La figura que cruzaba el camposanto ya no estaba sola.
Ahora había otras formas que se despertaban y emergían de entre la hierba y
la colina. Estaban junto a las cruces y las esculturas de ángeles y planeaban
sobre las losas inclinadas. Podía ver las mortajas colgando de las figuras
huesudas. De un simple vistazo se distinguían las sombras, los espectros, los
guardianes, las volutas y los Tom McSombra. Había decenas de ellos. Era una
congregación de muertos. Los ocupantes del camposanto se habían alzado y
observaban cómo la sombra en llamas se alejaba sin prestarles atención,
atravesaba el pórtico de la verja y subía el sendero en dirección al bosque.
Todo estaba en silencio.
Entonces los fantasmas se movieron. Primero uno y después otro. Todo el
grupo corría por el sendero, como invocados por una voz que no podíamos
oír. Algunos subieron por el terraplén. Podíamos ver sus rostros huecos y sus
ojos enloquecidos y vacíos. Me pareció oír cómo les crujían los huesos. Había
ocurrido demasiado rápido y no tuvimos tiempo de reaccionar. Un segundo
más y habrían llegado hasta nosotros. Pero entonces la comitiva espectral viró
bruscamente en los setos y a través del aire y se abalanzó por la carretera para

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seguir a la sombra. Los crujidos y los martilleos se apagaron. Una estela de
aire frío nos succionó y tiró de nosotros mientras se alejaba por el camino.
Nos quedamos quietos. El camposanto estaba vacío, en silencio y
únicamente iluminado por la luna.
En el árbol que había a nuestras espaldas, un mirlo graznó una repentina
canción a pleno pulmón, una melodía fuerte, triste y bonita. Enmudeció.
Lockwood y yo nos quedamos inmóviles en la cima de la ladera.
Entonces me di cuenta de que todavía estaba agarrando a Lockwood de la
mano.
Él se percató en el mismo momento. Nuestros dedos se separaron y
regresaron a sus puestos en los cinturones de trabajo, listos para agarrar una
bomba de sal o desenvainar el estoque en cualquier momento. Lockwood se
aclaró la garganta y yo me aparté el pelo de los ojos. Nuestras botas hicieron
unos movimientos pequeños y complejos en el suelo cubierto de escarcha.
—¿Qué demonios era eso? —bramé—. ¿La sombra?
Lockwood me miró por debajo del flequillo.
—Claro, la sombra… —Sacudió la cabeza—. No tengo ni idea. Está claro
que eso era lo que Danny Skinner dijo que vendría. Tenía el tamaño, la forma
y estaba ardiendo… O al menos lo parecía. Pero ¿has visto lo que tenía
detrás? ¿Los fantasmas…?
—Sí, y era exactamente como dijo, Lockwood. Es la cosa que aparece en
la inscripción de la cruz: el recolector de almas. ¡Estaba sacándolos de sus
tumbas!
No me lo creo.
—Entonces, ¿qué era? ¡Los has visto levantarse! —No me respondió—.
Los has visto, Lockwood.
—Tenemos que volver con los demás. Este no es buen sitio para discutir.
En el bosque, un aluvión de pájaros se elevó graznando en la noche.
Giraron una vez y, con un aleteo, sobrevolaron la cumbre de la cima de
Gunner. Bajamos del terraplén y nos encaminamos en silencio hacia la
posada.

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V
La cadena de hierro

Página 247
23

L os demás emergieron de las profundidades de la noche después de haber


tenido un gran éxito con el fantasma sin ojos y otros muchos visitantes
del pueblo. Sus exclamaciones, que retumbaban tras la puerta del bar,
anunciaron su llegada. Entraron; George y Kipps discutían alegremente sobre
algún detalle sin importancia del mapa, mientras que Holly Munro estaba
ocupada limpiando su estoque con un bonito trapo para espadas. Nos
encontraron a Lockwood y a mí sentados casi en penumbra, iluminados por
las brasas rojas, tenues, oscuras y brillantes del fuego a punto de apagarse.
—No hay ninguna duda —dijo Lockwood después de que se lo
contáramos todo—. Hemos visto a la famosa sombra en llamas. Eso es lo
único de lo que podemos estar seguros.
—Además de que invoca a otros fantasmas, claro está —añadí—. No te
olvides de eso. Su manto de niebla parecía un cucharón removiendo una sopa.
Han salido a la superficie cuando ha pasado a su lado. Los espíritus han
brotado del suelo y luego han seguido al espectro por el bosque.
—Ojalá lo hubiera visto —dijo George—. ¡Es algo extraordinario!
¡Fascinante!
Le brillaban las gafas. Estaba sentado sobre una mesa y movía las piernas,
que no llegaban al suelo.
—¿Se han levantado todos los cuerpos del camposanto? —preguntó Kipps
—. ¿Un espíritu por cada tumba? ¿O solo algunos?

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—Muchos —respondí—, pero no todos. Pero quizá eso es lo que ocurre
cuando se invocan las almas… A Lockwood no le gusta que diga eso.
Nos habíamos sentado junto al fuego que se apagaba. Habíamos discutido.
—Porque no está invocando ni recolectando almas —repuso Lockwood
irritado—. No sé qué es esa sombra, pero no es ni un demonio ni un ángel que
llega en el día del juicio final. Maldita sea, ¡pero si vuelve todas las noches!
Me gustaría que os sacarais la maldita cruz de la cabeza.
—¡Saca a los muertos de las tumbas, Lockwood!
—Oye, déjalo ya.
—¿A alguien le apetece un chocolate caliente? —propuso Holly con voz
alegre—. ¿Uno rico y reconfortante? El señor Skinner tiene unos cuantos
sobres de cacao detrás de la barra. Iré a poner la tetera.
—Tiene que haber algo muy raro en todo esto —comentó Kipps. Se había
quitado las gafas y las lanzó con estilo, acertando a colgarlas de un perchero
al otro lado de la habitación. Las marcas rojas alrededor de sus ojos le
restaron algo de credibilidad a su bravuconería—. Tiene que ser muy raro si
te ha puesto los pelos de punta, Lockwood. Nunca pensé que vería algo así.
—¡No me ha puesto los pelos de punta! —Lockwood se cruzó de brazos
—. ¿A ti te parezco asustado, George?
—Sí, sí y sí. Estoy con Kipps. —George parpadeó y sacudió la cabeza con
verdadero asombro—. Cuántas primeras veces hay esta noche.
—Bueno, quizá Lucy y yo hacemos bien en estar un poco inquietos —dijo
Lockwood malhumorado después de una pausa—. Porque que despierte a los
muertos solo es una de las rarezas de este fantasma. El chico tenía razón en
todo lo que dijo. La sombra arrastra una especie de humo y parece que unas
llamas raras envuelven su figura. También se movía de forma extraña. —
Suspiró—. ¿Alguna vez has leído sobre algo así, Kipps?
—Nunca. No sale en ninguna historia. Quizá haya algo en la Biblioteca
Oscura de la Casa Fittes. Allí hay todo tipo de cosas… —Kipps se recostó en
la silla—. Debo decir que me sorprende que el Instituto Rotwell no haya
investigado la sombra. Están perdiendo una oportunidad.
Lockwood asintió. Una luz sombría se reflejaba en sus ojos.
—Desde luego que sí.
La tetera hirvió. Holly preparó el chocolate caliente. Kipps fue a ayudarla.
George saqueó los armarios de detrás de la barra y encontró patatas y
chocolatinas. Pronto comenzamos el tentempié nocturno en la mesa de
operaciones de la esquina de la habitación.

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La distracción también sirvió para alegrar a Lockwood. En realidad, no
solo le alegró, sino que le cambió por completo el estado de ánimo. Tenía una
capacidad única para cambiar de humor; pasaba de estar impactado y apático
a de repente estar motivado y lleno de energía. ¿Yo? Comí, bebí y me sentí un
poco mejor. No es que estuviera totalmente relajada. No después de la
experiencia en el camposanto. Solo podía pensar en la sombra en llamas.
Lockwood esperó hasta que estuviéramos todos sentados con una taza en
las manos para echarse hacia delante en la silla.
—Vale —dijo—, tengo una propuesta para vosotros. Quizá parezca una
locura, pero escuchadme antes de decir que no. Ver esa sombra me ha
cambiado. Era muy extraña. Era muy diferente. Sin duda, es un tipo de
fantasma que nunca antes habíamos visto. Y creo que para enfrentarnos a esto
tenemos que subir la apuesta.
—¿Cómo? —preguntó Kipps—. ¿Poniendo una trampa? ¿Guiando al
fantasma hasta una jaula? He visto a alguien hacerlo. Se coloca una jaula con
cadenas de hierro y luego guías al espíritu hasta allí con destellos.
—No exactamente. —Lockwood miró su reloj—. En realidad, vamos a
colarnos en el Instituto Rotwell en una hora más o menos.
—¿Qué? —Kipps estaba menos acostumbrado a Lockwood que los
demás. Nosotros nos limitamos a dar un sorbo al chocolate en un silencio
sagaz—. ¿Cómo? Repítelo otra vez.
—Llevo planeándolo desde que llegamos —confesó Lockwood—, y que
el mismísimo Steve Rotwell nos hiciera una visita no ha hecho más que
reafirmar mi intención. Iba a hacerlo después de resolver el caso de Aldbury
Castle. Pero ¿después de ver esa sombra? No. Para empezar, hay demasiados
fantasmas, aquí. Cuando terminemos con todas las apariciones del mapa
llevaremos aquí una semana y media, y habrán acabado lo que quiera que
estén haciendo en el instituto. Pensadlo. Hasta ha venido Rotwell. No va a
quedarse mucho tiempo en ese hangar.
Kipps había cogido una patata sabor cóctel de gambas y la miraba como si
encerrara los misterios del tiempo y el espacio.
—¿Qué está pasando allí? —preguntó—. En el instituto.
—Eso es lo que debemos averiguar. Quill, te comenté brevemente los
problemas que ha tenido Lucy y que le robaron una calavera encantada rara y
de gran valor. Te hablé sobre el tal señor Johnson y la conexión de la agencia
Rotwell con el contrabando de artefactos en el mercado negro. Sabemos que
todos los orígenes robados estarán en una de sus instalaciones, aunque nos
preguntamos en cuál. Cuando el joven Skinner nos habló de la epidemia de

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Aldbury Castle, aquello me llamó la atención. ¿Un cúmulo inesperado en un
pueblo desconocido en mitad de la nada? ¿Con una sede del instituto cerca?
Harold Mailer le dijo a Lucy que llevaba tres meses dándoles orígenes a los
contrabandistas. Ese es más o menos el tiempo que lleva sufriendo Aldbury
Castle. Ah, y también está la referencia al «sitio sangriento» y que el centro
de investigación de Rotwell esté exactamente en medio de un campo de
batalla. Me parece que hay demasiadas coincidencias.
—Otra coincidencia —añadió George— es que todo esto empezó no
mucho después de que resolviéramos lo que ocurría en Chelsea. ¿Vas a
comerte esa patata, Kipps? Si no, estaría encantado de guardarla en un lugar
feliz.
—El brote de Chelsea es otra de las razones por las que te llamé, Quill —
continuó Lockwood—. Estabas allí con nosotros. Si el grupo de Rotwell
invocó a ese cúmulo, habrán hecho lo mismo con este. Y, entre otras cosas,
han despertado a esa sombra. ¡Un fantasma que revive a otros fantasmas solo
con pasar a su lado! Es espeluznante. Tenemos que llegar hasta el fondo de la
cuestión.
—También podría dar respuesta al Problema en general —apuntó George
—. ¿Recordáis mi mapa en Portland Row, en el que se veía cómo la epidemia
se había extendido poco a poco por el país como si fuera una enfermedad?
Las enfermedades necesitan portadores. Esta sombra en llamas podría ser uno
de ellos. ¿Y si hubiera muchas sombras en llamas? Quizá por eso se propague
la epidemia.
—No es que yo quiera mucho a Steve Rotwell —dijo Kipps lentamente
—, pero no veo cómo podría tener la culpa de todo.
—Yo tampoco —contestó Lockwood—. Todavía. Lo resolveremos esta
noche. No tiene sentido esperar hasta mañana. Rotwell podría haber
terminado entonces. —Se recostó—. ¿Qué decís?
Kipps dejó escapar un suspiro lento y sincero.
—¿Colaros en otras agencias? ¿Es lo que soléis hacer?
Asentí.
—A veces. Una vez entramos en la Biblioteca Oscura de la Casa Fittes.
—¿Cómo?
—No te hagas tanto el sorprendido —dijo Lockwood sonriendo—. Ya no
trabajas para ellos, ¿no? Eres libre de pensar por ti mismo por una vez. Lo que
me lleva a algo importante: no tienes por qué formar parte de esto.
Kipps se encogió de hombros.

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—Desde luego que formaré parte de esto. No tengo nada más que hacer.
¿Por qué no pasar los próximos años en la cárcel? Aleja esa zarpa de mis
patatas, Cubbins. Búscate las tuyas.
—Bien —dijo Lockwood—. Entonces iremos. Pero antes… Holly, tú
trabajaste para Steve Rotwell. Debes conocerle bastante bien. ¿Qué crees que
le impulsa?
Que yo solo le prestara atención a la incredulidad y la incomodidad de
Kipps era una señal clara de lo mucho que aceptaba a Holly. Él era el novato.
Ella se bebía el chocolate caliente con la misma calma que George y yo
mientras Lockwood hablaba de colarse y entrar en una organización nacional.
Vale, había conseguido hacerlo con una elegancia fácil e irritante, pero
aquello tan solo parecía ser su propia versión del estilo de la agencia
Lockwood. Incluso se había tomado unas cuantas patatas.
—¿Qué le impulsa? —repitió. Tamborileó en la taza con sus uñas
torneadas e hizo una mueca de asco con la boca—. Le gusta ser rico. Aparte
de eso… —Observó el fuego—. Aparte de eso, diría que desea igualar a la
agencia Fittes. Siempre habla de ellos, estudiando lo que hacen y los logros
que consiguen. Siempre calcula los números de casos que han registrado cada
mes y los compara con las cifras de Rotwell. Quiere ser el número uno.
—Bueno, los Rotwell siempre han sido así —dijo Kipps—. Lo sabréis por
los libros de Historia. El viejo Tom Rotwell y Marissa Fittes empezaron
trabajando juntos en la lucha contra el Problema. Luego se separaron y fue
Marissa quien creó la primera agencia oficial. Rotwell abrió la suya unos
meses más tarde, pero nunca fue popular, al menos al principio. La agencia
lleva intentando alcanzarla desde entonces. Todo esto del instituto, con los
instrumentos comerciales y patéticos que hayan creado o estén intentando
hacer, no es más que parte de un intento desesperado por estar a la altura de la
agencia Fittes. —Se sorbió la nariz—. La verdad es que es bastante triste.
—Bueno, no olvides que Penelope Fittes también tiene sus proyectos
privados —apuntó Lockwood—. Parece que influye en la Sociedad Orfeo y
ellos hicieron tus gafas, Kipps. Pero si vamos a hacer esto, será mejor que nos
pongamos en marcha. Solo quedan cuatro horas para que amanezca.
Sí que nos pusimos en marcha. Resulta que el material que se usa para
robar no es muy distinto del que se usa para luchar contra los fantasmas. Para
ir más deprisa, prescindimos de algunas de las cadenas más pesadas y mucho
hierro extra. George encontró alicates y, por lo demás, dejamos los cinturones
y las bolsas igual. Había demasiados visitantes en el pueblo para arriesgarse a
viajar con menos equipaje. Estuvimos listos en diez minutos.

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Todavía se me hacía raro revisar mi mochila y no ver allí el frasco sellado.
Un par de bolsas de sal, uno o dos destellos extra… Incluso la capa protectora
doblada con cuidado, mi nueva defensa. Nada de eso compensaba su
ausencia. Después de lo de Vauxhall, casi había perdido la esperanza de
encontrar a la calavera de los susurros. Quizá, si Lockwood tenía razón,
estaría allí ahora, solo a un kilómetro, en el recinto situado en el campo. Eso
esperaba.
Antes de irnos, nos aseguramos de ir tan oscuros y discretos como
pudimos. Como agentes, ya íbamos más o menos de negro y nos pusimos
guantes para cubrirnos las manos. Pero, quitando a Holly, no teníamos las
caras perfectas para ir al descubierto; sobre todo Kipps, que casi parecía
brillar como una segunda luna con pecas. Por ello, Holly sacó su brocha de
maquillaje y una lata de betún de la cocina de los Skinner y, al rato, nuestra
piel era más sombría.
Cinco figuras silenciosas salieron de la posada El viejo ocaso. Acababan
de dar las dos de la madrugada.

Los espíritus vagaban por el bosque. Vimos su luz fantasmagórica a lo lejos,


pero ninguno se acercó y nos cercioramos de mantenernos a cierta distancia.
También nos alejamos del sendero, saltamos el pequeño arroyo unos metros
por debajo del puente de madera, rodeamos la presa y luego seguimos el
curso de la carretera a través de los árboles. Seguimos hasta que las estrellas
resplandecientes emergieron entre los troncos y supimos que estábamos
llegando a la cumbre de la colina.
Como Lockwood y yo habíamos hecho el día anterior, avanzamos hasta la
meta a paso de tortuga. No había alarmas.
Al poco rato, los cinco formamos una fila sobre la cresta de la colina,
desde donde observamos el Instituto Rotwell. Curiosamente, por la noche
parecía más impresionante que por el día, ya que los focos enmascaraban la
fealdad y les daban a los edificios un aspecto metálico y suave.
Pero, estando en la colina, no fueron los focos los que me llamaron la
atención. No eran las únicas luces de la zona. Repartidas por toda la
explanada negra, unas figuras tenues y brillantes se erguían como postes
colocados en el suelo, como clavos hundidos en el suelo invernal. La luz que
irradiaban era de un color dorado débil y pálido. Centelleaban y se retorcían,
como si en cualquier momento se las fuera a llevar el viento. La forma que
hubieran tenido en el pasado se había perdido hacía una eternidad.

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—Por eso no se preocupan demasiado por poner guardas —dijo
Lockwood, falto de aire—. Los vikingos hacen el trabajo por ellos.
—Deben de quedar algunos huesos en el campo de batalla —apuntó
George—. Eso los habrá despertado.
Kipps observaba con los ojos entrecerrados tras las lentes.
—¿Qué hacemos?
—No creo que pase nada —contesté—. Podemos rodearlos. Hay mucho
espacio y no parece que se hayan movido en siglos. Además, esa no es la
amenaza psíquica de la que deberíamos preocuparnos.
—¿Todavía oyes el zumbido de fondo, Luce? —preguntó Lockwood.
—Sí. Es muy intenso. Y viene de ahí abajo.
De hecho, el sonido había aumentado gradualmente según atravesábamos
el bosque. No me paralizó de inmediato como cuando la sombra se había
acercado al camposanto, pero sí era intenso y zumbaba como insectos en el
interior de mi cabeza. Igual que con el espejo de hueso hacía unos meses y los
túneles escondidos de Chelsea, casi me entraron ganas de vomitar. No había
ninguna duda: provenía del centro de investigación. Lockwood se movió y su
mano me tocó el hombro.
—Seguiremos a Lucy cuando entremos. Avísanos de cualquier cosa que
detectes.
—Primero está el asuntillo de cómo vamos a colarnos —dijo Kipps con
cierta ironía.
Un desnivel irregular y pedregoso bajaba hasta el terreno. Fuimos paso a
paso, intentando que las piedras no se cayeran. Apretamos de nuevo el ritmo
al llegar a la parte plana. El recinto flotaba frente a nosotros en su isla de luz.
Nos alegramos de que no se viera a nadie, aunque en realidad, incluso si había
alguien bajo los focos, no era muy probable que nos descubriera mientras nos
acercábamos. No habrían visto absolutamente nada al contemplar la
oscuridad.
También tenía razón sobre los visitantes. Pudimos pasar entre las figuras
brillantes, manteniéndonos alejados sin que ninguno se despertara. Apenas
eran más que columnas de luz espesa, excepto uno, al que se le veían los
vestigios de un rostro barbudo. Los dejamos atrás. Nos agachamos cuando
llegamos a la parte más oscura de la valla que protegía el complejo.
Pasó un minuto, durante el que dejamos que nuestros corazones se
ralentizaran. La hierba estaba fría y yo estaba aplastada entre su negrura y la
del cielo. Alcé la vista y vi los bucles de alambre a unos centímetros de mi
cara y, detrás, la parte trasera de los edificios. Eran más imponentes de lo que

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parecían desde el bosque: más altos y de mayor extensión. Los laterales más
cercanos a nosotros estaban muy oscuros, pero se veía que algunas estructuras
estaban conectadas por pasillos. Eran básicamente tubos metálicos acanalados
con laterales de lona que se agitaban suavemente con el viento. Todo estaba
en silencio, y cualquiera habría dicho que el sitio estaba abandonado.
—George —le ordenó Lockwood—, córtalo.
Chas, chas. George hizo buen uso de los alicates. Con gran precisión,
cortó cinco o seis trozos de alambre cerca del suelo hasta que se formó una
solapa rígida. Probó a empujarla con una mano.
—Podemos apretujarnos y entrar por aquí —dijo—. Luego volverá a
colocarse en su sitio y nadie se percatará.
—Tiene que ser más grande —susurró Lockwood—. Por si tenemos que
salir corriendo.
—¡Pss!
Sonó como una serpiente elegante. Era Holly, avisándonos. Volvimos a
tumbarnos y a cubrir los estoques plateados con nuestros cuerpos. Unas botas
crujían sobre la gravilla; el sonido venía de uno de los lados del edificio más
cercano. Estábamos tendidos sobre la hierba oscura, apretando las caras
contra la tierra mientras alguien pasaba a unos metros detrás de la verja. Las
pisadas giraron una esquina y desaparecieron.
Con cuidado, levanté la cabeza y aparté una cortina de pelo.
—Todo despejado.
Los demás se irguieron.
—No está mal, Cubbins —resolló Kipps—. Nunca pensé que podrías
aplanarte tanto. Ni que pudieras hacerlo en absoluto.
—Yo nunca pensé que podrías hacer comentarios ingeniosos —dijo
George—. Y tenía razón.
Siguió cortando el alambre. Al poco rato había cortado un trozo de malla
del tamaño de un buzón, tan ancho como los hombros y lo suficiente alto para
que pudiéramos entrar con la mochila puesta. Lo echó a un lado. Lockwood
se retorció a través del hueco en cuanto George lo apartó. Su figura delgada
llegó al otro lado sin dificultad, incluso con el abrigo puesto. En un instante se
puso en cuclillas y observó a su alrededor. Hizo la señal. Uno después del
otro, con distintos niveles de habilidad, le seguimos hacia la tierra prohibida.
—Recordad dónde está —murmuró Lockwood—. El agujero está entre
esos dos postes negros. Ahora, Lucy, ¿se te ocurre adonde deberíamos ir?
El zumbido psíquico era más intenso que nunca. Podía sentirlo en lo más
profundo de mis oídos, en las plantas de mis pies y en todas las demás partes

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de mi cuerpo. Di un par de pasos en una dirección y luego en la otra,
manteniendo los ojos cerrados y escuchando el patrón del sonido.
—Está cerca —dije—. Si voy a la izquierda parece más fuerte.
Con infinita cautela, nos acercamos a la esquina izquierda del edificio más
cercano, donde la luz del centro del recinto se extendía por la gravilla. Sobre
nosotros, la pared se erguía como un acantilado metálico, ondulado, negro,
uniforme y frío. Por un acuerdo sobreentendido, yo iba la primera. Cuando
llegué a la esquina me asomé lentamente y casi grité por el dolor de la
vibración psíquica que me golpeó en la cara.
Al otro lado de una extensión de gravilla iluminada se alzaba una
construcción que de inmediato reconocí como el corazón del complejo. En
muchos sentidos, no era distinto del resto de los edificios; era como un
almacén metálico monstruoso con un tejado ancho y curvo. Del cobertizo que
teníamos al lado salía un pasadizo acanalado, y pude ver otro más allá. Eran
como radios conectados a un núcleo. El hangar central no tenía ventanas, pero
en un extremo había un par de puertas dobles abiertas que daban a la valla. De
una de las puertas salía una luz suave y borrosa, acompañada de un estallido
de carga psíquica. En el haz de luz había tres o cuatro hombres con batas
blancas de laboratorio. Sostenían algo en las manos, pero no veía lo que era.
Ninguno se movió. Nadie salió ni entró.
Me eché hacia atrás y dejé que Lockwood echara un vistazo.
—Ahí es donde pasa todo —susurré—. Sea lo que sea.
Observó la oscuridad con los ojos entornados.
—Hay un hueco en la valla del fondo, allí, un panel que falta. Mira, justo
donde están los hombres. ¿Para qué será?
—¿Para meter algo?
—¿Y por qué no usar la verja que hay junto a la carretera?
No supe responder a eso. Estiré aún más el cuello y vi algo más: una
puerta en el mismo edificio en el que estábamos, solo a unos metros de
nosotros. Estaba hecha de metal liso y tenía un cierre hermético de goma.
Nada nos indicaba qué podía haber detrás.
Se la señalé a Lockwood.
—Es una opción. —Lo dudó un segundo—. No lo sé, es arriesgado.
Puede que la mitad del equipo de Rotwell esté allí.
—¿Y qué hacemos entonces? Tampoco es que podamos pasearnos bajo
los focos.
—No…
—¡Lockwood!

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Era Holly, la última en la fila. Hacía gestos frenéticos para pedirnos que
mirásemos a sus espaldas. Dos hombres de ropas oscuras y utensilios
brillantes en los cinturones habían aparecido en el extremo del edificio. Ahora
estaban contemplando la noche, donde las luces pálidas de los vikingos
parpadeaban a lo lejos, en el campo. Hablaban, se reían e ignoraban
felizmente nuestra existencia. Pero, en cuanto miraran en nuestra dirección,
todo cambiaría. La luz iluminaría nuestras siluetas.
—¡Rápido, rápido!
Lockwood nos apremió para que rodeáramos el edificio. Allí teníamos
exactamente el mismo problema: los hombres junto a las puertas abiertas del
almacén nos verían si decidían alzar la mirada.
Nos chocamos contra la puerta. Lockwood agarró el pomo, lo giró y la
puerta se abrió con un crujido.
—¡Rápido! ¡Rápido! ¡Entrad, entrad, entrad!
¿Alguna vez has visto a un grupo de patos recién salidos del cascarón
formando una fila para saltar de uno en uno a un riachuelo? ¿Sin saber lo que
va a pasar, pero sin tener otra opción que seguir a los demás, saltar y esperar
lo mejor? Esos éramos nosotros al atravesar aquella puerta. Holly, Kipps,
George, y después Lockwood y yo. Entramos en un abrir y cerrar de ojos y la
puerta se cerró a nuestras espaldas.
Fue una acción decisiva. Una vez dentro, ya nunca habría vuelta atrás.

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P rimero las buenas noticias. Nuestra llegada no causó ningún grito,


ningún sobresalto repentino ni un ataque. Estábamos en una estancia
tenuemente iluminada y, aunque el interior estaba lleno de horrores, no
había nadie del Instituto Rotwell. Los laterales ondulados del edificio se
alzaban en un ligero arco alto y elevado. Unas luces débiles colgaban de las
paredes, con cables eléctricos entre ellas. En el suelo había tablones de
madera baratos. Al fondo, un muro de separación conducía a otra habitación,
pero por ahora teníamos que conformarnos con aquella. Era un laboratorio.
Tres mesas largas de metal ocupaban todo lo largo de la habitación, con
mesas y estanterías con ruedas repartidas por la sala. Allí, perfectamente
separados por unas cadenas largas, había una gran variedad de aparatos:
matraces de cristal de plata, tubos y vasos de precipitación, espirales de
tuberías de hierro, mecheros Bunsen encendidos y bobinas electromagnéticas
chisporroteantes. Algunos de los matraces eran pequeños, pero otros tenían un
tamaño colosal y todos brillaban con un aura sobrenatural. Los orígenes que
los alumbraban estaban presionados contra el cristal sucio: mandíbulas
amarillentas, fémures, costillas, cráneos y trozos de metal oxidado que en el
pasado habían sido cascos, espadas o brazaletes. Eran artefactos psíquicos de
la batalla que se había librado en aquel lugar, y los fantasmas que se aferraban
a ellos también eran visibles. Todos los recipientes brillaban bajo la luz
fantasmagórica, con tonos azules y amarillos escalofriantes y verdes siniestros

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y oscuros. Las paredes de la habitación estaban bañadas de aquellos colores
opuestos. Estaban haciendo experimentos con todos los vasos, aplicándoles
calor, comprimiéndolos, electrocutándolos, congelándolos… El plasma se
arremolinaba contra el cristal de plata y atisbé unos rostros retorcidos,
contorsionándose de forma imposible y girando sin parar. Los vasos estaban
sellados; no podía oír las voces aprisionadas, pero sí notaba sus gritos.
—Mirad todo esto… —dijo Kipps.
George silbó.
—Parece mi dormitorio.
Lockwood miró un matraz redondo en el que un plasma violeta hervía y
burbujeaba sobre una llama.
—¿Sabes qué están haciendo aquí?
—Investigar el ectoplasma, principalmente —respondió George—. Están
comprobando cómo reacciona a los estímulos. Al calor, al frío… Este lo han
guardado al vacío, mirad. Qué interesante. ¿Veis cómo se difumina el
plasma? Y están intentando galvanizar el espíritu con una serie de descargas
eléctricas. —Sacudió la cabeza—. Yo podría decirles que esa técnica no
funciona. Intenté hacérselo a la calavera hace un año o más. El plasma no
cambió en absoluto. Solo hizo que se enfadara.
Yo había estado intentando escuchar la voz de la calavera desde que
habíamos entrado en la habitación, pero sin éxito. Ahora observaba una
centrífuga encendida, en la que el fantasma atrapado giraba en un bucle
infinito.
—Esto no está bien —dije—. Es… enfermizo.
George me miró.
—Yo llevo años haciendo este tipo de cosas.
—Me reafirmo.
—Todo esto es para intentar comprender el Problema, Luce —añadió
Lockwood—. Descubrir qué es lo que hace reaccionar a los fantasmas. Es un
poco extremo, pero no están haciendo nada malo.
No respondí. A Lockwood no le encantaban los fantasmas, y ni él ni
George mostraban demasiada simpatía por ellos. ¿Yo? No era tan sencillo.
Observé las superficies de trabajo, llenas de cuadernos, bolígrafos,
termómetros y probetas apiladas. Por alguna extraña razón, recordé lo que
había visto en el taller del siglo XVII de Emma Marchment, lleno de los
frascos y los brebajes que la ayudaban en sus hechizos. Esto era más
tecnológico, pero no me pareció demasiado diferente.

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—Está claro que están haciendo algo aquí —comentó Lockwood—.
Todos los experimentos están empezados. Eso hace que me pregunte lo
siguiente: ¿dónde están?
Kipps resopló.
—Debe de haber algo mejor en la puerta de al lado.
Era obvio que tenía razón, así que el laboratorio, con todas sus maravillas
atroces, no nos entretuvo demasiada. Nos movimos hacia el muro de
separación, en un extremo del almacén. Entonces George gritó. Se abalanzó
sobre la mesa más cercana.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Esto es lo que quería encontrar!
Holly miró el cilindro que tenía detrás.
—¿Una pelvis mohosa?
—No, tonta… ¡Las colillas de los cigarrillos! —Cogió un frasco que
alguien había usado como cenicero y lo olió rápidamente—. Sí, es
inconfundible: un olor fuerte a tostada quemada y caramelo. ¡Son Persian
Light! Los cigarros que encontramos en los grandes almacenes. No tengo
ninguna duda. Esto es cosa de nuestros amigos de Chelsea.
—Si crees que eso es bueno, quizá quieras echarle un vistazo a esto —
susurró Kipps.
Ahora veía que el muro dividía el edificio exactamente por la mitad. El
arco abierto conducía a una cámara que era casi un reflejo de la primera,
excepto por un pasillo alargado que llevaba a otra parte del complejo.
Había tres mesas largas en el centro de la habitación. Si la comparábamos
con los remolinos de luces intensas de los fantasmas torturados a nuestras
espaldas, aquella estancia brillaba con una luz tenue más uniforme. Sobre las
mesas habían apilado cajas y habían colocado montones de objetos dispuestos
en filas ordenadas. Eran proyectiles, cilindros y pistolas. Y otras cosas aún
más extrañas.
—Una sala de armas —jadeó Lockwood—. ¡Mirad esos destellos!
¿Alguna vez has visto alguno tan grande, Kipps?
Kipps se había subido las gafas y contemplaba la habitación con mucho
asombro.
—Una vez usamos unos bastante pesados en East End, aunque estos son
más grandes.
George siseó.
—Madre mía. Armarán una buena cuando se lancen. ¡Tienen el mismo
tamaño que un coco! Seguro que hacen explotar un tejado.

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Recorrimos los pasillos abriendo cajas y observando el interior de los
sacos. Como profesionales, la fascinación se había apoderado de nosotros.
Eran dispositivos antifantasmas creados para los agentes, pero nunca los
habíamos visto.
—Tienen pistolas que disparan cápsulas de hierro y sal —dijo Lockwood
—. Nos habrían venido bien en Ealing… ¿Qué diantres es esto?
Estaba delante de un estante de metal en el que había un arma grande.
Tenía una culata negra, un cañón largo justo frente al gatillo y una esfera de
cristal de plata enganchada al cargador con correas de hierro. Dentro de la
esfera se veían unos huesos diminutos. Emitían un brillo tenue.
—Es básicamente una escopeta tradicional —siguió Lockwood—. Pero la
han adaptado. Quizá me equivoque, pero creo que si la disparas sale un
fantasma… —Sacudió la cabeza—. Qué raro. No estoy seguro de que al
DICP le parezca bien.
—No —respondí con un hilo de voz. Estaba analizando una bandeja con
pequeños cilindros de madera ordenados (en realidad eran bastones) con
bombillas de cristal en la punta—. No aprobarían nada de esto. —Cogí uno de
los bastones y lo levanté para que lo vieran. Una luz sobrenatural giraba en la
bombilla—. ¿Alguien reconoce esto?
Nadie dijo nada. Lo miraron boquiabiertos.
Asumí que era un sí.
El otoño anterior, en un desfile en el centro de Londres, dos hombres
armados habían atacado un vehículo en el que viajaban Penelope Fittes y
Steve Rotwell. Habían usado pistolas para intentar acabar con la vida de la
señora Fittes, pero el asalto había empezado con una explosión de bombas
fantasma iguales a aquellas. Al romperse, unos espectros habían salido de
ellas y habían puesto en peligro a muchas personas. Nunca se había sabido de
dónde provenían las bombas fantasma.
Hasta ahora.
—Pues esto sí que es interesante… —dijo Lockwood.
—Pero es obvio que el señor Rotwell no será el responsable —apuntó
Holly—. Los asesinos también intentaron matarle.
—Ah, ¿sí? —comenté—. No recuerdo que le apuntaran con las pistolas.
Fue a Penelope Fittes a quien dispararon.
—¡No! ¿Qué quieres decir? ¡Se enfrentó a ellos! ¡Mató a uno de los
atacantes!
—Sí, eso estuvo bien por su parte —añadió Lockwood rápidamente—.
Salió de aquella situación como un héroe, ¿no es cierto? Incluso aunque

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fuimos nosotros los que salvamos a la señora Fittes y él falló en su principal
cometido. Siempre iba a salir ganando.
—Sabía que la agencia Rotwell odiaba a Fittes, pero nunca pensé que
llegaría tan lejos —dijo Kipps.
—No puedo creerlo —dijo Holly. Las lágrimas se le agolpaban en los ojos
—. Trabajé para él.
Kipps frunció el ceño.
—Ya hemos visto suficiente. Tenemos que largarnos de aquí.
Encontramos un teléfono, llamamos al DICP y esperamos a que venga
Barnes.
—Todavía no —respondió Lockwood.
—¿Estás loco? Son pruebas concluyentes, Lockwood.
—¿Qué haría el DICP? No irrumpirían en las instalaciones de Rotwell sin
más, ¿a que no? Incluso aunque nos creyeran, cosa que veo difícil, perderían
el tiempo solicitando órdenes de registro, hablando con los abogados…
Cuando llegaran aquí no quedaría nada.
Kipps golpeó la mesa, frustrado.
—¿Qué sugieres entonces? ¿Seguir dando vueltas hasta que Rotwell nos
encuentre y nos meta una de esas bombas fantasma por la nariz?
—El único sitio en el que quiero dar una vuelta es en el edificio central —
contestó Lockwood—. Tenemos que ver lo más importante. Habrá que ir por
allí.
Con los ojos brillantes, levantó un pulgar y señaló la abertura en la pared
lateral. Se veía cómo el interior acanalado de uno de los pasadizos de lona
improvisados se alejaba, tenuemente iluminado.
—Sí, es por allí —coincidió Kipps—. Donde también estarán todos los de
Rotwell. Intentarlo sería un suicidio. Hemos hecho lo que hemos podido. —
Nos miró—. ¿De verdad soy el único que lo piensa?
Ninguno respondió. Le éramos lo suficientemente fieles a Lockwood
como para no llevarle la contraria. Sin embargo, no podía negarse que el
argumento de Kipps era lógico.
—Dejad que me explique mejor. —Kipps cogió uno de los bastones de la
pila—. Nos llevamos uno de estos bebés con nosotros. Lo guardamos como
prueba de lo que hemos visto. Se lo ponemos a Barnes delante del bigote para
que no pueda negar las pruebas que verá con sus propios ojos. Eso hará que
las furgonetas del DICP salgan de Londres en un santiamén, os lo aseguro.
Lockwood sacudió la cabeza.

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—No. No podemos perder esta oportunidad. Es demasiado arriesgado.
Estos bastones no son nada comparados con lo que habrá por ese pasillo. Los
dos lo sabemos. Y estamos perdiendo el tiempo…
—Lo que sé —le interrumpió Kipps— es que estás anteponiendo tu
propia curiosidad a la seguridad del equipo. Exponte tú al peligro si quieres,
pero ¿a Holly? ¿A Lucy? ¿Quieres que tu nombre se asocie a más muertes?
Por un momento, pareció que Kipps se había pasado. Bajo el betún, el
rostro de Lockwood perdió toda expresión. Dio un paso en dirección a Kipps.
Entonces, el interruptor de seguridad emocional se activó en su interior y
recuperó el control.
—Sí, tienes mucha razón —dijo en voz baja—. No voy a negarlo. No
estaba pensando con claridad. —Respiró hondo—. Vale, esto es lo que
haremos. Los demás os marcharéis. Coged el bastón, id al DICP y haced lo
que dice Kipps. Tiene razón: tenemos que asegurarnos de que se enteren. Yo
voy a echar un vistazo al edificio central. Cállate, George. No discutas. Si me
pillan, armaré una distracción lo bastante grande como para que podáis
escapar. Y ya está. Podéis iros.
Aquel momento, mientras Holly, George y yo abríamos la boca para
poner en duda su decisión, habría puesto a prueba su liderazgo. Sin embargo,
oímos un sonido metálico lejano y una oleada de energía psíquica recorrió el
pasillo que teníamos detrás, con tanta fuerza que se me erizaron los pelos de
los brazos. Entonces llegaron las voces y las pisadas que corrían hacia
nosotros.
No hay nada como un desastre inminente para poner fin a una discusión.
Nos separamos. Lockwood corrió agachado, rodó por un pasillo y se detuvo
en cuclillas en el extremo de una mesa. Kipps y Holly desaparecieron. George
patinó en dirección contraria a la mía. Yo me lancé bajo la mesa más cercana,
me retorcí entre unas cajas y seguí gateando cuando dos pares de botas
entraron en la habitación y pasaron de largo. Miré hacia atrás. Entre las patas
metálicas de la mesa vi a un hombre y una mujer, ambos de mediana edad y
con lentes gruesas sobre la cabeza. Llevaban unas batas blancas adornadas
con el león rampante.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó la mujer mientras avanzaban por el
pasillo.
—Diez minutos como máximo. Lleva fuera veinte. Nunca pasa más de
media hora.
—Pues será mejor que lo hagamos rápido y volvamos.

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Sus pisadas continuaron hasta la puerta que separaba ambas estancias y se
adentraron en el laboratorio.
Algo hizo que me diera la vuelta. Lockwood estaba en el otro extremo de
la mesa. Estaba agachado frente a mí. Tenía el pelo enmarañado y la cara
manchada de betún, pero le brillaban los ojos y la sonrisa. Nuestras miradas
se encontraron y se despidió rápidamente con la mano.
Se alejó, manteniendo el cuerpo encorvado. Cruzó el arco y fue hacia el
pasadizo.
Observé la habitación a mis espaldas y vi a Holly, tumbada debajo de la
mesa del fondo. Kipps estaba cerca, atrapado entre dos estantes de pistolas de
sal. Y, en la esquina más alejada, o estaba la bomba de sal más grande del
mundo o el culo de George asomaba desde detrás de una caja llena de
destellos de magnesio. Mientras miraba la escena, apareció su rostro con
gafas y me miró.
Estarían bien.
Ya sabes lo que voy a decir. Era uno de esos momentos.
Esos momentos en los que no se piensa demasiado, se actúa sin previo
aviso y se sigue más la intuición que el análisis racional.
Los momentos que nos hacen quienes somos. Yo también me levanté y
corrí hacia el pasillo.
Fuera se había levantado el viento y las paredes de lona crujían y
ondeaban contra las líneas de metal del conducto. Unas bombillas tenues
colgaban del techo. El pasadizo era una curva larga que olía a sal y hierro. Me
llevó rápidamente hasta el centro de las instalaciones.
Al final había una puerta giratoria hecha de hierro macizo. Era una barrera
psíquica, igual que la del dormitorio de Jessica en Portland Row. Lockwood
estaba allí agachado, con el estoque brillando en el cinturón y claramente listo
para entrar. Llegué a su lado.
Él se sobresaltó, soltó una palabrota y me obsequió con un ceño fruncido.
—¿Qué narices estás haciendo? Te he dicho que te fueras.
—Se te olvidaba una cosa —contesté—. No formo parte de la agencia
Lockwood. No tengo que obedecer tus órdenes, ¿no? Tú actúas de una forma
y yo también. Ya deberías saberlo.
Esbocé una sonrisa Carlyle.
—Vaya. Sí, supongo que sí. —Se encogió de hombros y luego me sonrió.
Estaba demasiado emocionado como para ocultarlo. Volvió a fijarse en la
puerta—. No veo lo que hay dentro, así que tendremos que arriesgarnos.
Prepara el estoque.

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Pero la suerte estaba de nuestro lado, porque cuando empujamos un poco
la puerta y jadeamos ante la repentina fuerza psíquica, no vimos horrores
sobrenaturales ni a los agentes de Rotwell, sino solo la parte trasera de
muchas cajas de madera abiertas, vacías y apiladas. El suelo estaba cubierto
de sal y virutas de hierro que caían de las cajas. Por encima se elevaba un
techo alto que brillaba con una luz pálida.
Habíamos llegado. El zumbido en mi cabeza que llevaba molestándome
desde que habíamos salido aquella noche de la posada había alcanzado su
máximo apogeo. El estruendo me mareaba y tuve que apoyarme un segundo
en la pared. Luego Lockwood abrió más la puerta. Pasamos por la abertura y
atravesamos con rapidez el laberinto de cajas, hasta que llegamos a los
últimos montones.
Había una grieta estrecha entre las pilas. Detrás había un resplandor,
movimiento y un espacio enorme.
Nos escondimos detrás de las cajas y observamos.
—Hala.
Fue lo único que pude decir.
Lockwood había sacado el par de gafas de sol negras de algún sitio, las
que solo se ponía para apartarse de los brillos mortales más potentes y la luz
sobrenatural más intensa. Separó las patillas con dos movimientos precisos,
como el trazado doble de la hoja de un cuchillo. Estaba exultante. En ese
momento, el espíritu implacable y la determinación que Kipps había criticado,
que Rotwell había comprendido y que a mí me había conquistado desde el día
en el que le había conocido iluminaba totalmente el rostro de Lockwood. Le
había llevado hasta allí.
—Ahí está —dijo—. Lo que llevábamos tanto tiempo buscando.
—Se rio suavemente y se puso las gafas.

¿Cómo describir lo que vimos en el cavernoso edificio en el corazón del


instituto? Era difícil, porque incluso entonces nos resultó difícil comprender
su contenido (lo que había y lo que no). Para empezar, estaba casi vacío y casi
no había nada, salvo en nuestra esquina, donde habían apartado todas las
cajas. Unas paredes metálicas se alzaban sobre nosotros y unas lámparas
tenues colgaban de lo alto del techo. Era como estar en el esqueleto de una
iglesia enorme y observar desde arriba una nave abandonada. Un pasadizo
parecido al que habíamos recorrido avanzaba junto a la pared de la derecha.
Al final, a media luz, vi las puertas dobles que habíamos vislumbrado desde

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fuera y que conducían a la noche. Digo a media luz porque, pese a lo vacío
que estaba aquel sitio, algo en el centro impedía que viéramos bien.
En el punto en el que estábamos habían cubierto la tierra con una
plataforma elevada de tablones de madera, pero la mayor parte del edificio no
tenía suelo, sino un terreno desnudo y negro. La hierba que había crecido allí
había muerto hacía mucho y la superficie era de un barro sólido cubierto de
huesos. Aquel lugar había sido el epicentro de la antigua batalla y por eso lo
habían elegido. Le proporcionaba al instituto una ventaja en sus planes.
Habían colocado un inmenso círculo de cadenas de hierro en el centro del
suelo de tierra. Era más ancho que cualquiera que hubiera visto antes y
probablemente medía unos tres metros y medio de diámetro. Y las cadenas
también eran gigantes: eran como las que se veían en los muelles de Londres
y amarraban los barcos a los postes del puerto. Debían de pesar una tonelada.
El motivo por el que había tanto hierro era evidente.
Dentro del círculo había visitantes.
Muchos.
Solo se manifestaban como figuras grises y pálidas (quizá por la gran
fuerza restrictiva de las cadenas), superpuestas las unas a las otras y
moviéndose de lado a lado, como bancos de peces en una pecera demasiado
pequeña. Eran tan borrosas que no se diferenciaba si eran sombras,
acechadores u otros fantasmas débiles de tipo uno. Eran espíritus poderosos.
Lo que había sentido desde Aldbury Castle era la unión de sus energías.
Habían apilado sus orígenes en el interior del círculo. Apenas se veían,
esparcidos por el suelo bajo las formas inquietas y flotantes. Supe de
inmediato que eran los objetos que habían robado de la incineradora,
arrebatados de los saqueadores de reliquias, comprados, robados y recogidos
por todo Londres. Los habían sacado de los frascos y estuches que los
protegían y colocado dentro de las cadenas para crear un único origen con un
poder monstruoso.
La calavera debía de estar allí, pero no podía localizarla. Todo lo que
había dentro del círculo era extrañamente brumoso, como si la luz perdiera
fricción en cuanto cruzaba las cadenas. El efecto que se producía era casi
como una columna densa de niebla que bloqueaba el centro del hangar, pero
estaba demasiado definida. Era más bien una visión opaca. Te daban ganas de
frotarte los ojos cada vez que la mirabas. Aunque, sobre todo, querías apartar
la mirada.
—¿Qué han hecho esos idiotas? —murmuré—. ¿Para qué es todo eso?
Lockwood me dio un codazo en el brazo.

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—Mira la cadena, Luce. Lo importante es la cadena de hierro.
No lejos del extremo de nuestra plataforma de madera habían clavado un
poste metálico en el suelo. Enganchada, diría que más o menos a la altura de
mis hombros, había una cadena de hierro larga y algo pesada. La cadena se
separaba del poste, manteniendo la misma altura, cruzaba la barrera del
círculo de hierro y se adentraba entre las pilas de orígenes. Debido a lo
peculiar que era la luz en el centro de la estancia, era difícil ver qué pasaba
más allá de ese punto. Debía de estar unida a algo, pero no sabía decir a qué o
dónde. El hierro de la cadena que colgaba mantenía a raya a los visitantes del
círculo. El aire que lo envolvía, con toda su neblina, no tenía carga psíquica.
La cadena debía de ser muy importante, porque los hombres y las mujeres
del Instituto Rotwell que estaban allí (conté a doce personas en total) se
mantenían cerca del poste de metal. Algunos llevaban portapapeles e iban
vestidos como el hombre y la mujer que habían pasado a nuestro lado en la
sala de armas, mientras que otros llevaban trajes protectores más gruesos, con
cascos de plásticos y guantes enormes. Entre ellos estaba el anodino señor
Johnson (el portapapeles le delataba), que daba vueltas, comprobaba los datos
y miraba sin parar un cronómetro que tenía en la mano. También estaba Steve
Rotwell, engalanado con un sombrero y un abrigo, pero reconocible por su
corpulencia, el estoque resplandeciente y los zapatos brillantes. Se mantenía
alejado y bebía de un termo plateado.
Todos estaban allí, esperando a que pasara algo. Lockwood me habló al
oído:
—Hay alguien en el círculo.
—¿Le ves?
—No. La luz es rara. Pero la cadena le permite una entrada segura. —Se
mordió el labio—. Bueno, más o menos segura. Bueno, en realidad no es nada
segura. Quien sea tiene que llevar algún tipo de equipo de protección.
—¿Qué hace ahí dentro?
—Lo descubriremos. Ya has oído lo que han dicho esos dos ahí detrás.
Pasará en cualquier momento.
A modo de confirmación, la puerta de la sala de armas se cerró a nuestras
espaldas con un ruido metálico. Vimos al hombre y a la mujer de antes
corriendo para unirse a sus colegas al lado de la cadena. Un momento
después, el cronómetro del señor Johnson empezó a sonar. El sonido metálico
hizo que me estremeciera. Johnson lo silenció. Todos contemplaban la
cadena.
No ocurrió nada.

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Steve Rotwell le dio otro sorbo al termo. La cadena de hierro se sacudió.
Como si una oleada eléctrica los hubiera devuelto a la vida, el grupo de
Rotwell se puso en marcha. Los hombres cogieron pistolas de aerosoles y se
llevaron cilindros a las espaldas. Formaron un semicírculo amplio alrededor
del poste de metal.
Ahora la cadena se retorcía con furia. Dentro del círculo, los fantasmas
empezaron a sacudirse y a revolotear de un lado a otro de forma desordenada.
De pronto se echaron hacia atrás, alejándose de la cadena.
En la neblina vacía del centro del círculo apareció una sombra
tambaleante; primero tenue y luego más oscura. Se hizo cada vez más grande.
Caminaba arrastrando los pies, ondeándose. Tenía un cuerpo monstruoso y
unas llamas crepitantes rodeaban su cabeza enorme y deforme. Se acercó más
y más, paso a paso, hasta que el zumbido psíquico del círculo se extinguió de
repente. La figura llegó hasta la barrera de hierro en absoluto silencio. No lo
dudó.
Lockwood jadeó y yo grité. Durante un instante, la figura no estaba allí.
Después, la sombra en llamas se abrió paso entre las cadenas con un súbito
rugido estático e ígneo.

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E n esos primeros segundos, la figura apenas podía verse. Una llamarada


tenue la envolvía, saltando de un costado a otro, revoloteando y
crepitando encima, como si fuera una corona con vida propia. Había
hielo incrustado en su superficie, en una capa gruesa y veteada de azul. Para
mi espanto, en lugar de rostro parecía tener solo dos ojos delgados y rasgados.
Era enorme; les sacaba una cabeza a los ayudantes de Rotwell que se habían
acercado y rociaban a la figura con las pistolas de sal, empapándola con
chorros de líquido que la envolvían en nubes de vapor ardiente. Unas bisagras
chirriaron y crujieron mientras, con un pie detrás del otro, la figura se movía
lentamente a lo largo de la cadena de hierro. El hielo se desprendió y cayó al
suelo. Las llamas se apagaron y desaparecieron. Y entonces vi, que las
extremidades que había bajo el hielo estaban hechas de hojas de hierro, unidas
con goznes y remachadas. Los pies y los dedos monstruosos estaban
recubiertos de hierro. Unas franjas concéntricas de hierro rodeaban la parte
baja del torso y unas placas grandes y ovaladas cubrían el pecho, con unos
eslabones de cota de malla que se veían entre las grietas. La cabeza estaba
protegida por un casco grueso y poco elegante. Unos tornillos lo unían al
cuello y, aparte de las hendiduras estrechas para los ojos, no tenía decoración.
Como el resto de la armadura, era feo, pesado y brutalmente funcional.
La figura en llamas se detuvo no muy lejos del poste de metal.
Permaneció allí, bamboleándose. Le acercaron un carrito de metal con ruedas

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y los científicos con trajes protectores corrieron hasta ella. Sus manos
enguantadas abrieron las cerraduras y giraron las palancas. Una visera en la
parte delantera del casco se alzó, y dentro pudo verse un rostro blanco y
cadavérico.
Hasta ese momento no estaba segura, pero ahora no quedaba ninguna
duda. Aquella era la sombra en llamas, el ser de fuego y humo avistado en el
camposanto. Y no era un espíritu, sino un hombre. Un ser humano normal y
corriente dentro de un traje de hierro.
Un hombre al límite de sus fuerzas, que se tambaleaba y parecía estar a
punto de caerse. Los ayudantes se apiñaron a su alrededor como las hormigas
junto a una reina enferma. Le sujetaron los enormes brazos de metal y le
sostuvieron los costados. Con movimientos aparentemente dolorosos, se
hundió de espaldas en el carrito. Unos motores eléctricos zumbaron y se
llevaron el carrito por el pasillo más cercano, con el equipo de Rotwell
corriendo tras él.
Steve Rotwell había permanecido a unos metros de distancia y había
observado todo el proceso sin inmutarse. Le puso la tapa al termo, se frotó la
nariz y los siguió.
La puerta se cerró con un estruendo. La sala estaba vacía. Yo había
permanecido inmóvil todo ese tiempo. Sentí como si casi hubiera olvidado
cómo hablar.
—Lockwood —grazné—, el hombre de la armadura… ¿De verdad crees
que…?
Él sacudió la cabeza.
—Ahora no. ¿Tienes la capa protectora?
—Sí.
—Póntela.
Abrí la bolsa e hice lo que me pidió. Lockwood hizo lo mismo con su
capa y desplegó las plumas tornasoladas.
—No pienso acercarme al círculo sin protección —dijo—. Esta es la única
oportunidad que tenemos para examinar su equipo. Tenemos que verlo de
cerca.
Salimos de nuestro escondite, donde estábamos a salvo, y fuimos hacia el
centro de la habitación. Detrás de las cadenas, las figuras grises flotaban de un
lado a otro en la columna de aire blanquecino. El ruido psíquico me palpitaba
en la cabeza. Hacía mucho frío. Nos pusimos los guantes.
Incluso de cerca era imposible ver el otro lado de la cadena suspendida.
Era como si la niebla se cerniera sobre el círculo, mientras que la cadena se

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adentraba en ella y desaparecía.
—Un hombre se mete en el círculo —murmuró Lockwood—. Se pone
una armadura protectora y entra dentro de este enorme origen. ¿Qué hace
cuando ya está ahí? ¿Qué encuentra?
—¿Recuerdas la analogía de los pantalones de George? —pregunté—.
¿La que decía que los orígenes son puntos en los que el tejido del mundo se
ha diluido? Dijo que, si se ponen los suficientes orígenes juntos, el agujero se
convierte en una ventana al más allá. Si eso es cierto, esta ventana debe de ser
gigantesca. Están intentando ver qué hay a través de…
El concepto era tan incomprensible y peligroso que ni siquiera pude
obligarme a terminar la frase. Lockwood observaba el círculo, tranquilo.
—Sí. Si es que es solo una ventana.
Añadió algo más, pero no le oí. Por encima de aquel horrible rugido
psíquico, algo había dicho mi nombre.
—Lucy…
—¡La calavera! —exclamé—. ¡La oigo!
Me acerqué a las cadenas y observé las siluetas que se arremolinaban
dentro. ¿Cuál de las figuras grises y veloces era?
Era imposible diferenciarlas.
—¿Estás segura de que la oyes?
Incluso Lockwood, cuyo don de la percepción era prácticamente nulo,
podía sentir el feroz ruido que provenía del círculo. Para ser sincera, a mí
también me sorprendía. Era extraño que pudiera distinguir una única voz.
Pero ahí estaba de nuevo:
—¡Lucy…!
Me encogí de hombros.
—Supongo que mis poderes psíquicos son cada vez más fuertes. Debo de
haber captado una onda especial.
—Bueno, esa es una posibilidad —dijo la voz—. La otra es que yo esté
justo aquí.
Miré a mi alrededor. A mi izquierda, apilados contra la pared, había
montones de estuches de cristal de plata vacíos, frascos sellados abiertos,
otros restos desechados y un frasco, intacto que conocía perfectamente.
Estaba colocado de lado, como si lo hubieran tirado. La horrible cara
traslúcida también estaba tumbada en horizontal, con las fosas nasales
hinchadas y los ojos saltones fijos en mí.
—Lo sé, lo sé —dijo—. Han metido en el círculo a todos los malditos
orígenes del país y ni se han molestado conmigo. Pañuelos ensangrentados,

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calcetines, dientes falsos, trozos de cuerdas viejas… Lo que se te ocurra, todo
dentro. Incluso he visto cómo arrojaban un par de botones encantados. Pero
yo no soy digno.
—¡Calavera! —Corrí hasta el frasco y lo puse en vertical. La tapa tenía
rasguños, abolladuras y otros signos de desperfectos—. ¿Qué te han hecho?
—Me aclaré la garganta y le miré con el ceño fruncido—. No es que me
importe, obviamente.
—Admito que yo también estoy sorprendido de verte —respondió la
calavera—. Sí sabía que me buscarías, claro. Solo que no pensé que fueras tan
inteligente como para encontrarme.
—En realidad ha sido una total coincidencia. Estamos en una misión
completamente distinta. Pero, ya que estoy aquí… —Dejé la mochila en el
suelo e hice un hueco dentro—. Aunque no lo entiendo. ¿Por qué no te han
usado? Eres un tipo tres.
El fantasma respondió con una voz llena de rabia:
—¿Acaso saben eso? Son idiotas. Además, no pudieron quitarle la tapa al
frasco. El cierre está oxidado o algo. Intentaron forzarlo como si fuera un bote
de cebollas encurtidas. Al final se impacientaron. ¡Ah, qué vergüenza! Hasta
entró la cabeza momificada y mohosa que encontramos. El fantasma de esa
bruja también está dentro, aullando sin parar. Y yo no. Por cierto, ¿qué llevas
puesto? Pareces un ganso relleno.
—Es una capa protectora. Cállate. —Estaba ocupada metiendo el frasco
en la mochila y mirando hacia atrás. Lockwood estaba cerca del círculo,
estudiando el punto en el que la cadena se adentraba en la columna de niebla
—. Lockwood —le llamé—, la calavera está aquí. Tenemos que irnos.
—Un minuto, Luce…
Estaba observando el remolino neblinoso y toqueteando las plumas de la
capa.
—Veo que te has traído a Lockwood como chivo expiatorio —dijo la
calavera—. Buena idea. Esta es tu oportunidad, ahora que está distraído.
Vámonos sin que nos vea.
Me levanté de golpe. Me había parecido oír un ruido en el pasillo lateral
por el que se había ido el grupo de Rotwell.
—Lockwood… —repetí—. Ya va siendo hora de que nos vayamos.
—Déjale ahí. Le das mucha importancia. Siempre lo has hecho. Es
reemplazable, ¿sabes? Oye, si cierras los ojos o apagas la luz, yo podría ser
Lockwood.

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No le di el honor de responderle. Estaba preocupada. Lockwood tenía una
expresión extraña y distraída, y esbozaba una sonrisa pequeña. No me gustaba
aquella mirada. Tenía el mismo brillo en los ojos que había percibido durante
la discusión con Kipps. Era como si estuviera contemplando algo en la
lejanía. Con toda certeza, estaba desconectado de lo que le rodeaba. Tampoco
quedaba ninguna duda sobre otra cosa: unos sonidos llegaban desde el pasillo.
Dejé la mochila. Me lancé rápidamente hacia delante y agarré a Lockwood
del brazo.
—¡Despierta! —grité—. ¡Ya vienen!
Parpadeó.
—¿Qué? Sí, claro. Nos vamos. Iremos al labora…
Pero no podíamos volver por donde habíamos venido. También había
ruidos detrás de las cajas. El crujido de una puerta abriéndose.
Y del pasillo lateral oí unas pisadas, unas voces y el zumbido del carrito
eléctrico.
Tiré de Lockwood de nuevo.
—Venga, rápido. Las puertas abiertas del fondo…
Pero me había olvidado de los agentes de Rotwell que habíamos visto al
otro lado de las puertas dobles. Los vimos cuando le dimos la vuelta al círculo
y tuvimos una visión completa del edificio. Todavía seguían allí.
Nos echamos hacia atrás.
—Estamos atrapados —dije—. Sin escapatoria. No hay ningún sitio al
que ir.
—Ningún sitio… —Era la calavera hablando desde la mochila abierta
junto a la pared—. Tienes toda la razón. Tu única opción ahora mismo es
ningún sitio.
—¿Y eso qué significa? —Entonces caí en la cuenta—. No. No. Ni
hablar.
—Pues saluda al señor Rotwell.
—Lockwood —empecé—, estas capas protectoras… ¿Cómo de buenas
crees que son?
Pero a él se le había ocurrido lo mismo, y me asombró ver que la idea le
gustaba. Ya se había girado hacia la cadena de hierro.
—Rápido, Luce —dijo—. Sígueme.
—¡Necesito ir a por la mochila! ¡No tengo a la calavera!
—¡Luce, no hay tiempo! Agárrate a la cadena. Sígueme y no te sueltes.
—Madre mía. Oh, no.

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Había entrado con Lockwood en muchas habitaciones encantadas.
También había saltado de edificios con él. Pero dar los pocos pasos que nos
separaban del círculo —mientras el frío gélido sobrenatural me aplastaba y las
figuras grises tras las cadenas se arremolinaban más rápido a modo de
bienvenida— fue el mayor salto de fe que había tenido que dar en mi vida.
Me agarré a la cadena de hierro y me ajusté bien la capa protectora. Las voces
del equipo de Rotwell, que acababan de entrar en el hangar, sonaron a
nuestras espaldas. El rugido psíquico de los gritos fantasmales se alzó a mi
alrededor como un huracán. La cadena estaba helada incluso bajo los guantes.
Una mano y después la otra… Más cerca, más cerca, sobre el montón de
cadenas negras enormes. Lockwood iba primero. Cruzó el círculo y
desapareció de mi vista.
—Te veo al otro lado —dijo la voz de la calavera.
Un paso, dos pasos más… Cerré los ojos con fuerza.

—Lucy —me llamó Lockwood.


—¿Qué?
—Puedes abrir los ojos.
—¿No pasa nada?
—Bueno, yo no diría eso. Pero ahora estamos bien. Estamos bien. Tú no
te sueltes de la cadena.
Abrí los ojos. Lo primero que vi fue a Lockwood. Estaba muy cerca,
mirándome, y la parte superior de su capucha casi tocaba la mía. Al igual que
yo, se aferraba a los eslabones de hierro como si le fuera la vida en ello. Una
capa de hielo se estaba formando en el exterior de los guantes y toda la
cadena estaba congelada. Los témpanos colgaban junto a nosotros en el aire
gélido.
El hielo también se estaba desplegando por el exterior de la capa de
Lockwood y unos cristales brillantes aparecieron entre las plumas. Oí cómo
pasaba lo mismo con la mía. Pero lo curioso era que el interior de la capa
estaba aterciopelado y caliente. Envolvía mi cuerpo en una bombilla de calor
y tranquilidad, y alejaba el caos.
Caos…
Permanecimos juntos en el centro de un vórtice de plasma giratorio. Las
sombras se arremolinaban a nuestro alrededor, se deslizaban muy cerca y
luego volvían a alejarse. Unos dedos en forma de garra intentaron alcanzar a
Lockwood, se hicieron polvo y se perdieron en el interior del torbellino. A

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nuestros pies yacían muchos orígenes y solo el poder de las capas (y de la
cadena de hierro) mantenía alejados a los espíritus salvajes. Las capas
también afectaban a los sonidos del interior del círculo. Muy cerca, los rostros
fantasmagóricos aullaban y chillaban, pero apenas podía oírlos. Creo que, si
lo hubiera hecho, me habría vuelto loca.
—Qué momento más alegre —dijo Lockwood—. Tengo que darles
crédito a esos chamanes, porque sabían lo que hacían. Así es como entraban a
las casas de espíritus y sobrevivían. Estas capas solo están hechas de plumas e
hilo de plata, pero son tan efectivas como la armadura de la sombra en llamas.
Son mejores, porque son mucho más ligeras. Esto y la cadena nos mantendrán
a salvo mientras nos escondemos aquí.
Detrás de él, una figura enorme emergió en la oscuridad. Solo era una
silueta, enterrada tras otras figuras que corrían, pero la reconocí de inmediato.
Extendió una mano gigantesca hacia nosotros y el implacable flujo de energía
impactó sobre ella, lanzándola a un lado y alejándola.
Lockwood vio el terror en mis ojos.
—¿Has visto al viejo Guppy? —preguntó—. Sí, está aquí. También hay
otras cosas bastante espeluznantes. Luce, si quieres dormir esta noche, yo no
las miraría. Concéntrate en mí y en la cadena.
Justo debajo de mi hombro, la cadena continuaba hacia Lockwood y se
perdía en la niebla.
—¿Dónde está el otro poste? —exclamé—. ¿Dónde lo han clavado?
—Parece que entra y sale directamente al otro lado del círculo. No pasa
nada. Le daremos tiempo suficiente a Rotwell para que termine lo que sea que
esté haciendo y luego volveremos a salir, por un lado o por otro.
Yo estaba fijándome en un rostro familiar, con los ojos rojos, sin
mandíbula y con el pelo humeante flotando. Salía del vórtice, me miraba y
regresaba. Así que la calavera tenía razón. La bruja, Emma Marchment,
también estaba allí.
—Lockwood, ¿dónde crees que estamos?
Su cara estaba cerca de la mía. Había estado observando la lejanía con los
ojos entrecerrados, como siempre hacía cuando usaba su don.
—Pues todavía seguimos dentro del círculo. Mira, allí se ven las puertas
dobles, detrás de la niebla, y ahí está el contorno de las cajas que había donde
estábamos al principio. Y ahí está la pila de frascos y cajas donde has dejado
a la calavera. Es una especie de ilusión óptica que lo emborrona todo y lo
vuelve gris… —Su voz se apagó.
—¿Una ilusión óptica?

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—Claro. Eso es. Causada por todos estos orígenes apilados a nuestro
alrededor.
—Supongo…
Era verdad que podía sentir cómo se alzaba la estructura del edificio
detrás del remolino de niebla. Las puertas, las cajas, el poste de metal y la
plataforma al fondo, apenas podía distinguirlo todo bajo una capa tenue y
extrañamente plana.
Y aun así…
En realidad, lo que me impactó fue la cadena. La cadena de hierro.
¿Alguna vez has mirado una pajita en un vaso de limonada? ¿No parece
que se dobla justo donde toca el líquido? Según George, eso se llama
refracción, y lo raro es que la cadena de hierro estaba haciendo exactamente
eso. Allí estaba la hilera, justo a nuestro lado, con los eslabones cubiertos de
hielo. Podías seguirla y ver cómo se curvaba hacia el poste de metal en el que
el hombre de la armadura se había caído. Era una línea recta (lo sabía porque
había caminado por ella), pero no lo parecía. En el punto en el que cruzaba
hacia el círculo de objetos parecía virar hacia un lado y volverse mucho más
tenue.
¿Por qué hacía eso? Me preocupaba.
¿Y dónde estaban los de Rotwell? Acabábamos de oírlos entrar. Por eso
estábamos allí, junto a la cadena helada, rodeados de un montón de espíritus
enfadados en mitad de aquel estúpido edificio.
Por mucho que lo intentara, no podía verlos ni oírlos.
Al menos eso significaba que era poco probable que ellos pudieran
encontrarnos.
—El hombre de la armadura —dije—. ¿De verdad crees que era la sombra
en llamas que vimos en el camposanto?
Lockwood asintió.
—Sí. Aunque no comprendo cómo, porque cuando le vimos era traslúcido
como un espíritu. No era una figura sólida, ¿verdad? Casi no se le veía. ¿Y
qué conexión tiene eso con que estuviera aquí? Estamos a kilómetros de
Aldbury Castle. No lo entiendo.
Yo tampoco.
—Solo unos minutos más —dijo Lockwood.
Permanecimos allí, rodeados del terrorífico torbellino. De pronto necesité
hablar con él.
—Lockwood —empecé—. Que me fuera…
—¿Qué pasa con eso?

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—En realidad fue todo culpa tuya.
Me miró por debajo de la capucha helada.
—¿Qué? ¿Por qué dirías algo así?
—Porque… —Respiré hondo—. Porque siempre te arriesgas por mí.
Siempre lo haces, ¿no es cierto? Me di cuenta de que te ponía en peligro al
formar parte de la agencia. Luego está lo del fantasma de los grandes
almacenes. Me mostró el futuro, un futuro en el que habías muerto por mí.
Sabía que acabarías matándote y no podía soportarlo, Lockwood. No podía,
de verdad. Por eso me fui —añadí en voz baja—. Ese fue el motivo. Es mejor
así.
—Entonces no fue por Holly, ¿no?
—¡Ah! Por mucho que te sorprenda, no. Fue por ti.
—Vale… —Asintió lentamente—. Entiendo.
Esperé. Unos dedos pálidos surgieron de la oscuridad e intentaron
tocarnos. Contrayéndose, se alejaron.
—¿Y no vas a decir nada? —pregunté.
Él estaba mirándose los guantes congelados.
—¿Qué tendría que decir? Puede que tengas razón. De esta forma no nos
vemos muy a menudo y quizá me alargues la vida. Aunque, seamos sinceros
—observó a los espíritus que se arremolinaban—, no es muy probable que
dure demasiado al ritmo que llevo.
Le toqué el guante.
—Saldremos de esta —le dije.
—¡Pues claro que sí! Pero no lo decía solo por esta noche. Kipps tenía
razón sobre mí, y, es más, Rotwell también. No me contengo, ¿verdad?
Cuando me dispongo a hacer algo, nunca voy a lo seguro. Supongo que se me
acabará la suerte tarde o temprano. —Se encogió de hombros—. Siempre he
sido así.
Pensé en el dormitorio abandonado de Portland Row.
—¿A qué crees que se debe? —pregunté.
Dudó y sus ojos buscaron los míos. Luego los apartó.
—¡No mires detrás de ti! —bramó—. He vuelto a ver al espíritu de
Solomon Guppy. Los demás fantasmas parecen querer evitarle, lo que
demuestra que hasta los muertos tienen gusto… Vale, se ha ido. Oye, gracias
por decirme por qué te fuiste. Debería señalar que, a pesar de tus excelentes
intenciones, al final hemos acabado los dos rodeados de una oleada de
espíritus…
—Ya —respondí—. No sé muy bien cómo ha pasado eso.

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—No me estoy quejando. En absoluto. Me alegra que estés conmigo. Creo
que, en todo caso, me mantienes a salvo.
En ese momento, la calidez que sentía en el pecho no era solo por la capa.
Le sonreí.
—Y también me gustaría decir algo más —continuó Lockwood—. En la
casa de Guppy mencionaste algo sobre que había sido idea de Penelope Fittes
que te llamara. No lo niegues. Lo dijiste. Bueno, puede que ella piense que
fue su idea, pero llevo todo el invierno buscando una excusa para que vuelvas.
Pensé que, a menos que tuviera un motivo muy bueno, me mandarías a paseo.
Y lo habrías hecho, ¿a que sí?
—Sí. —Cuando asentí, el hielo de detrás de la capucha crujió—. Lo
habría hecho.
—Fittes me dio la oportunidad perfecta —siguió Lockwood—. Pero ya
hemos dejado todo eso atrás. De todas formas, quería añadir —se aclaró la
garganta— que si alguna vez quisieras volver a la agencia Lockwood… Me
refiero como compañera permanente y de verdad, no solo como clienta,
asociada, grupi, acompañante o lo que quiera que seas ahora mismo. Así al
menos podríamos disfrutar de estar juntos un tiempo antes de que llegue mi
fatídico final…
Me miró.
No dije nada. A nuestro alrededor, los fantasmas gritaron y las figuras
espeluznantes se retorcieron. Nos miramos.
—¿No te parece?
—Supongo que sí.
—Piénsalo.
—Ya lo he hecho… Vale.
—¿Vale qué?
—Volveré. Si me aceptas, claro. Si los demás me aceptan.
—Seguro que los convenzo. Aunque George tendrá que encontrar otro
sitio donde guardar los calzoncillos. Genial. —Le brillaban los ojos. Me
sonrió—. Deberíamos estar juntos en un círculo encantado más a menudo.
Sellar algunas cosas con hierro… —Levantó la cabeza de golpe—. Espera…
Yo también lo había sentido a través del tejido de los guantes. Una
vibración en los eslabones. La cadena volvió a sacudirse.
Nos miramos.
—La sombra. Va a volver a entrar —dijo Lockwood.
Miré la cadena, fijando la vista más allá del remolino de fantasmas.
—No la veo.

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Lockwood maldijo.
—No pienso cruzarme con ella aquí. Quién sabe lo que podría pasar. Ni
hablar. Tenemos que salir pitando. Vayamos al otro lado y corramos hacia
esas puertas. Si somos lo bastante rápidos, les pillará desprevenidos y
saldremos directamente al exterior. ¿Contenta con el plan?
¿Y sabes qué? Dadas las circunstancias, más o menos lo estaba.
—Vale, vamos —contesté. La cadena rebotó arriba y abajo y, por encima
del hombro, vi cómo aparecía una figura corpulenta. Se alzaba tras los
fantasmas—. ¡Ya!
Seguimos la cadena todo lo rápido que pudimos y, de nuevo, las capas
mantuvieron su efecto y los visitantes se apartaron de nuestro camino.
Entramos en el círculo y salimos al hangar.
—¡Corre!
Lockwood desapareció en cuanto lo dijo, con la capa protectora ondeando
tras él. Parecía como si fuera a echar a volar. Tenía el estoque en la mano.
Solté la cadena helada (el otro poste estaba justo enfrente), le seguí por el
largo edificio con la cabeza gacha y los brazos en tensión y crucé las puertas
abiertas. Nadie intentó detenernos. Seguimos avanzando, sobre la gravilla, por
el hueco que había dejado el panel que faltaba en la verja y por la hierba
negra.
No dejamos de correr por el campo, pero no oímos nada, que nos avisara
de que nos estaban persiguiendo. Al fin, redujimos la marcha y nos
detuvimos, sin aliento.
Miramos a nuestro alrededor por primera vez. El campo había cambiado.
Estaba cubierto de cristales de hielo. La niebla nos rodeaba y el suelo gélido
brillaba bajo un cielo negro.

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T odo estaba en completo silencio. El viento que antes soplaba en el


campo había desaparecido y la noche era extrañamente fría. Alambres
gruesos y herraduras de escarcha yacían en las muescas y ondulaciones
de la tierra negra y dura; lo cubrían todo. Un brillo mate se cernía sobre el
campo, el desnivel lejano y los árboles oscuros en la cima. Era difícil ubicar
el origen de aquel brillo. No había estrellas en el cielo negro, ni tampoco luna.
Permanecimos solos en el campo, mirando hacia el lugar desde donde
habíamos venido.
—Bueno, parece que nadie nos persigue —dijo Lockwood. Habló con un
hilo de voz que se perdió en el aire helado—. Eso está bien.
—¿Había hombres junto a las puertas? —pregunté. Me costaba hablar—.
No he visto a ninguno.
—No. Deben de haberse ido. Qué suerte hemos tenido.
—Sí, qué suerte.
Al mirar atrás, vi que habían apagado los focos. Se veían los postes
sobresaliendo por encima de los tejados como insectos gigantes doblados y
muertos. Los edificios parecían trozos de papel gris claro pegados en un
tablón gris oscuro. Incluso habían apagado las luces del hangar que
acabábamos de atravesar corriendo. El instituto estaba bañado en el mismo
resplandor apagado, mate y gris que iluminaba el campo y los árboles.
—Un apagón —dijo Lockwood—. Quizá sea eso lo que los ha distraído.

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El exterior de la capa de Lockwood estaba cubierto de una gruesa película
de hielo, y yo también notaba cómo pesaba la mía. Las cualidades aislantes de
las plumas todavía funcionaban bien, aunque me di cuenta (fue más un
presentimiento que una sensación) de que el frío intenso nos rodeaba. Unas
tenues columnas blancas se arremolinaban a nuestro alrededor.
—¿De dónde sale toda esta niebla? —pregunté—. ¿Toda esta escarcha?
Antes no estaba aquí.
—¿Quizá sea algún efecto de sus experimentos? —sugirió Lockwood—.
No lo sé.
—Qué luz más extraña. Todo es muy mate.
—La luz de la luna hace cosas raras. —Lockwood estaba observando los
árboles—. ¿Dónde está la luna?
—Detrás de las nubes.
Pero no había nubes.
—Será mejor que sigamos —dijo Lockwood—. Los demás ya estarán a
medio camino del pueblo. Habrán ido a buscar ayuda. Deberíamos ir con ellos
y asegurarnos de que están bien.
—No lo entiendo.
Yo todavía miraba el cielo.
—Hay que alcanzarlos, Luce.
Pues claro que sí.
Empezamos a caminar. La escarcha crujía bajo nuestros pies y el aliento
se suspendía en el aire, así que lo atravesábamos a cada paso.
—Hace mucho frío —dije.
—Qué suerte hemos tenido de que no nos persiguieran —repitió
Lockwood. Echó la cabeza hacia atrás—. Aunque es extraño… Pensé que
vendría alguien.
Pero éramos los únicos seres que se movían en aquel campo inmenso.
Por un acuerdo sobreentendido, tomamos el sendero que atravesaba el
bosque. Allí la luz también era distinta. La neblina gris parecía impregnarlo
todo. El sendero era tan blanco como los huesos. Unos lazos delgados de
niebla rodeaban los árboles.
—Esto es raro —murmuré—. Aquí no hay nadie.
Pensé que quizá veríamos a los demás a lo lejos, pero el camino estaba
vacío y podíamos ver a bastante distancia en la luz suave y apagada. Nos
apresuramos, siguiendo el terraplén que descendía. Dejamos atrás el camino
lateral que conducía a la presa abierta con su pequeño montón de piedras
conmemorativas. Las flores que las decoraban habían desaparecido y la

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fotografía de encima estaba cubierta de hielo. En el bosque gris no había
ruido ni viento. Unas motas cristalinas y brillantes cayeron de nuestras capas
y nuestro aliento formaba nubes de humo breves y dolorosas. Pronto
llegaríamos al pueblo. Nuestros amigos estarían allí.
—Quizá haya gente por ahí —susurró Lockwood. Llevábamos un rato sin
decir nada. Cuando lo hicimos, ninguno quiso alzar la voz. No sé por qué—.
Me había parecido ver a alguien bajando por el camino lateral desde la presa.
Ya sabes, justo detrás de las piedras.
—¿Quieres volver a ver quién era?
—No. Creo que deberíamos seguir.
Después de eso apretamos la marcha mientras las botas repiqueteaban
sobre el camino congelado. Atravesamos el bosque silencioso y llegamos al
puente de madera que cruzaba el pequeño arroyo.
El arroyo no estaba allí. El puente abarcaba un canal oscuro y seco de
tierra negra que se perdía entre los árboles.
Lockwood lo alumbró con su linterna, que emitió una luz frágil e
intermitente.
—Lockwood, ¿dónde está el agua?
Él se apoyó sobre la barandilla, como si estuviera cansado. Sacudió la
cabeza y no respondió.
Pude oír cómo se me quebraba la voz del pánico.
—¿Cómo ha podido desaparecer…, así sin más? No lo entiendo. ¿Han
cerrado la presa de repente?
—No. Mira el suelo. Está sequísimo. Aquí nunca ha habido agua.
—Pero eso no tiene…
Se levantó y su mano chirrió cuando soltó la barandilla. Unas partículas
de hielo brillaban en los dedos del guante.
—Casi hemos llegado al pueblo —dijo—. Quizá obtengamos respuestas
allí. Vamos.
Pero cuando descendimos por el sendero, el pueblo también había
cambiado. Aunque nunca había estado totalmente, iluminado, las casas que
rodeaban el parque ahora estaban en total oscuridad. Sus siluetas emergían en
la penumbra y apenas podían verse. El parque estaba cubierto de remolinos
ondeantes de niebla. Sobre nosotros, la torre de la iglesia se fundía con el
cielo negro plateado.
—¿Por qué están las luces apagadas aquí también? —pregunté.
—No solo están apagadas —susurró Lockwood. Señaló—. Mira cerca de
la iglesia. La farola protectora no está.

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Era verdad. Era verdad, pero no tenía sentido. En el pequeño montículo
junto a la iglesia había un espacio vacío. La farola protectora oxidada y
abandonada no solo había desaparecido de repente, sino que además tampoco
había señales de que hubiera estado allí.
No dije nada. Nada tenía sentido, no desde que habíamos salido del
instituto. Una sensación angustiosa y penetrante de que todo iba mal lo
envolvía todo: el frío, el silencio, la luz suave y pálida y la terrible y
agotadora soledad. También te paralizaba y hacía que te costara pensar.
—¿Dónde está todo el mundo? —murmuré—. Seguro que debe haber
alguien por aquí.
—Ya ha anochecido, así que están todos en casa. Y George y los demás
estarán a salvo en la posada. —La voz de Lockwood no sonó nada
convencida—. Ya sabemos que la mitad del pueblo está abandonado. No
deberíamos esperar ver a nadie.
—Entonces, ¿vamos a la posada?
—Vamos a la posada.
Pero, cuando llegamos a la posada, esta estaba tan sombría como todo lo
demás. La escarcha había estropeado el letrero. La puerta se abrió al tocarla y
un tenue olor a rancio emergió del interior oscuro. Ninguno de los dos quiso
entrar.
Regresamos al parque y nos quedamos allí, pensando en qué hacer.
Cuando miré hacia abajo, vi que ahí donde mis botas sobresalían más allá de
la tela helada de la capa protectora, las puntas de piel y acero estaban blancas
por el hielo. Las capas estaban casi sólidas y crujían cuando nos movíamos.
Entonces me percaté de algo más. Un humo débil y gris salía de la capa de
Lockwood y se alejaba en el aire oscuro. La superficie parpadeaba, como si
estuviera envuelta en llamas frías.
—Lockwood, tu capa…
—Lo sé. La tuya está haciendo lo mismo.
—Es como… Es como cuando vimos la sombra. ¿Recuerdas que dejaba
una estela de…?
—Tenemos que pensarlo bien. —Lockwood tenía el rostro demacrado,
pero en sus ojos había un brillo desafiante—. ¿Qué hemos hecho que puede
haberlo cambiado todo? Solo hay una cosa. ¿Qué hemos hecho en el instituto?
—Hemos entrado en el círculo.
—Sí, y…
—Y hemos vuelto a salir. —Le miré, de pronto consciente de lo que
ocurría—. Hemos salido por el otro lado. Hemos seguido la cadena de hierro

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y hemos salido por el otro extremo.
—Tienes razón. Quizá eso sea importante. No sé por qué, pero si lo es…
—Todo esto… —dije—. Todo esto no es lo que parece.
Lockwood me miró fijamente.
—¿Y si en realidad no hemos salido, Lucy? ¿Y si, por algún motivo,
todavía estamos dentro?
Qué oscuro estaba el parque, qué densa era la niebla y qué implacable el
silencio.
—Tenemos que regresar al círculo —dijo Lockwood.
—No, escucha —repliqué, alzando la voz a causa del alivio—. Estamos
diciendo tonterías. Están ahí.
Señalé el parque. A lo lejos, entre la niebla, tres figuras cojeaban
lentamente por el camino que llevaba hasta nosotros.
Lockwood frunció el ceño.
—¿Crees que son esos?
—¿Y quiénes iban a ser?
Entrecerró los ojos bajo la capucha humeante.
—No son ellos… No, mira. Son adultos. Todos son demasiado altos.
Además, pensaba que esas casas estaban abandonadas. ¿No dijo Skinner
que…?
—Bueno, vale, pero podrían decirnos lo que está pasando —le interrumpí
—. Y mira, ahí viene alguien más.
Era una niña pequeña que había salido del jardín delantero de una casa.
Abrió la reja y la cerró con cuidado al salir antes de caminar en nuestra
dirección. Llevaba un bonito vestido azul.
—No la reconozco —dije—. ¿Y tú?
—No, Lucy… —Lockwood se había dado la vuelta y estaba observando a
su alrededor. La niebla era bastante densa en el estanque de los patos, pero
pudimos vislumbrar a alguien que caminaba en la orilla opuesta, entre los
sauces marchitos. Era una mujer con el pelo largo y claro—. Ni a ella ni a
ninguno de los demás. Pero sí hemos oído hablar de ellos.
Hubo otros movimientos en la niebla, gente que salía de sus casas,
pestillos que se descorrían y verjas que se abrían suavemente.
—Lucy, tenemos que irnos de verdad.
—Pero, mira, esa niña pequeña…
—Danny Skinner nos habló de ella, Luce. ¿Te acuerdas? Hetty Flinders,
con su precioso vestido azul.
¿Hetty Flinders? Sí…

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Había muerto.
Con pasos firmes y tranquilos, la chica del vestido azul y los demás
habitantes del pueblo oscuro avanzaron hacia nosotros. Podía ver los detalles
de sus ropas, algunas modernas y otras no tanto. Sus rostros eran tan grises
como el suelo escarchado.
Durante unos segundos terroríficos, fue como si alguna energía nos
hubiera dejado clavados donde estábamos. Nuestra sangre era agua y nuestras
extremidades, piedras frías. Pero sentíamos el calor de las capas protectoras
sobre nuestro cuerpo y, en lo más profundo, nuestra fuerza de voluntad
todavía ardía. Al unísono, alejamos el abrazo de la muerte. Al unísono,
empezamos a correr.
Nos apretamos el uno contra el otro, con las capuchas cubriéndonos las
caras y protegiéndonos del frío. Acortamos por el parque mientras nuestras
botas resonaban sobre la tierra vacía y helada. El humo se elevaba de nuestras
capas gélidas y se extendía tras nosotros como la estela de un cometa.
El parque no era un espacio grande, pero parecía expandirse a cada paso
que dábamos. Tardamos mucho en acercarnos a la iglesia. Al fin, pasamos
bajo la torre. Levanté la mirada y vi la silueta de una persona de pie; sentí que
me observaba fijamente.
Corrimos por el sendero que había detrás del camposanto. Unos ruidos
sonaron al otro lado del terraplén rodeado de setos: el crujido de la piedra y el
susurro de unas telas. Unas figuras aparecieron en los setos. Enmarcadas por
el cielo, empezaron a abrirse paso.
Ya estábamos fuera del pueblo, en el sendero frío. Era difícil moverse con
rapidez. No sé si por la baja temperatura o por algo más, pero sentía que mis
piernas estaban hechas de plomo. Era como caminar entre el lodo, como subir
por una escalera mecánica de bajada. Lockwood, que normalmente andaba
muy veloz, tenía el mismo problema. Nuestra respiración se transformó en
jadeos. Por encima de nuestros hombros vimos al gentío del camposanto y a
los habitantes del pueblo congregándose en la carretera, caminando hacia
nosotros y siguiendo nuestra estela.
Escapamos por el puente, cruzamos el arroyo seco y nos dirigimos al
bosque. Fuimos por el camino más rápido. En la curva de la presa, un hombre
nos esperaba junto al montón de piedras. Su rostro era el mismo que el de la
fotografía, pero estaba demasiado borroso, como distorsionado tras una
cortina de lluvia. Se dirigió al centro del camino y avanzó en nuestra
dirección. Lockwood y yo nos desviamos bruscamente, salimos de la
carretera y nos adentramos en el bosque. El suelo estaba cubierto de zarzas

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gruesas, negras y marchitas que se convertían en polvo cuando las
atravesábamos corriendo. Las ramas de los árboles eran trampas afiladas que
se nos enganchaban en la cara y se enredaban en la ropa. Corrimos entre la
luz y la oscuridad, esquivando, saltando y luchando contra el aire frío y
sofocante.
Ahora veía a otras personas en los árboles, moviéndose despacio, pero
manteniendo nuestro ritmo a la vez sin apenas esfuerzo. Nos estaban
rodeando por los dos lados. Lockwood, que iba unos pasos por delante, sacó
un destello de su cinturón. Se lo lanzó a la figura más cercana. Chocó contra
la raíz de un árbol, rebotó y se abrió. No hizo ruido al romperse y no salió
nada; ninguna explosión de luz ni ningún resplandor de fuego blanco. Por
instinto, yo había apretado los ojos. Ahora los abrí, primero uno y después el
otro, y vi que nuestros perseguidores trepaban por las raíces y se abrían paso
entre los arbustos de forma implacable, aunque al mismo tiempo permanecían
silenciosos, tranquilos y totalmente impasibles.
Subimos con dificultad una pendiente helada, donde derrapamos,
jadeamos de pronto, nos precipitamos por una empinada hondonada y caímos
sobre un matorral. Unas espinas negras se clavaron en mi capa protectora, se
entrelazaron con la plata y se engancharon en varias partes. Tiró de mí y me
quedé atrapada mientras me retorcía. La capa protectora se rasgó cuando
forcejeaba. Se partió en dos. Grité. Un frío desgarrador y letal me apuñaló,
como si me hubieran hundido un cuchillo entre los hombros. No podía
respirar. Me caí al suelo. A mi lado, las plumas cayeron sobre la escarcha
igual que unas gotas de sangre humeantes.
No podía respirar…
Entonces Lockwood apareció a mi lado, me atrajo hacia él y me metió
bajo su capa. Su suavidad me envolvió. El frío apremiante duró un segundo
más. Luego se alejó dolorosamente, como una zarpa aflojando su agarre.
Respiré con dificultad. Sentía el calor de Lockwood sobre mi piel y el mío
sobre la suya. Nos agachamos juntos, el uno junto al otro, su brazo alrededor
de mi cuerpo y mi rodilla derecha apretada contra su izquierda. Nuestras caras
estaban muy cerca —la mía más abajo y la suya más arriba—, inclinados el
uno hacia el otro mientras mirábamos el remolino gris que nos rodeaba por
debajo de la capucha en llamas.
Nuestra caída sobre el matorral había sido brusca. Quienes nos perseguían
estarían en algún rincón por encima de nosotros. No había nada cerca.
—¿Estás bien, Lucy?

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Asentí y parpadeé para quitarme el hielo de los ojos. Durante el segundo
en el que se me había caído la capa, un manto de escarcha se me había pegado
al rostro.
—¿Me estoy acercando demasiado?
—No.
—Avísame si lo hago.
—Vale.
—Tenemos que seguir y cruzar la niebla. Pero tenemos que permanecer
juntos, como si estuviéramos pegados. La capa no es muy grande. Tendrás
que acercarte mucho a mí, Luce. ¿Puedes hacerlo?
—Lo intentaré.
—Venga, date prisa. Ya vienen.
Nos pusimos en pie, salimos de la hondonada y subimos una última
cuesta. Las figuras oscuras salieron de detrás de los árboles y se reunieron a
nuestro alrededor. Casi habíamos llegado a lo más alto de la colina. La
llamaban la cima de Gunner o algo así. Allí el nombre no parecía apropiado.
Nada en aquel cielo negro y mate tenía nombre.
Abajo, la neblina que cubría los campos era más densa que cuando nos
habíamos alejado. Los edificios del instituto apenas eran visibles y sus tejados
se alzaban entre las tinieblas, tan oscuros y letales como lápidas.
Corrimos y derrapamos por la pendiente rodeándonos con los brazos y
levantando nubes de esquirlas de hielo a cada paso. Cada movimiento era
brusco y difícil de dar. Comenzamos a atravesar el campo.
—No estoy bien —jadeé—. Necesito descansar.
—Yo también.
Paramos y ambos nos movimos con rigidez bajo la capucha, justo a
tiempo para ver una marea de figuras que emergía de la cresta de la colina y
descendía por la ladera que teníamos detrás.
—Vale —dijo Lockwood—. Quizá tomarnos un descanso no sea tan
buena idea.
Avanzamos en silencio entre la niebla. Entonces la neblina se disipó y
vimos a un hombre alto y barbudo que se levantaba del suelo y giraba la
cabeza cuando pasamos a su lado. Blandía una espada enorme. La hoja y su
piel brillaban bajo la escarcha.
Tropezamos y, aunque casi nos caímos, seguimos corriendo. La niebla
volvió a cerrarse. Detrás oímos unos pasos que se arrastraban por la tierra
sólida.
—Lo que nos faltaba, un vikingo —susurré.

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—Nos siguen como las moscas a la miel. Nuestro calor, nuestra vida… Se
sienten atraídos por eso. Igual que cuando siguieron a la sombra. ¡Un último
empujón, Lucy! Casi estamos…
Podíamos ver la verja del instituto, abierta, vacía y desnuda. A lo lejos, las
puertas del edificio central conducían al interior a oscuras.
—No voy a conseguirlo —dije.
—Tú sigue. Ya hemos llegado. Lo hemos hecho muy bien.
Atravesamos la verja y caminamos sobre la gravilla escarchada. Llegamos
a las puertas dobles. El interior del hangar estaba lleno de niebla. Allí también
había hielo en el suelo. Nos detuvimos, jadeando. Estábamos al límite de
nuestras fuerzas. Bajo la capa protectora humeante, nuestros guantes
resplandecían por el hielo. Nuestra respiración retumbaba como si nos
rebotara en los huesos.
—¿Cómo vamos? —preguntó Lockwood.
Miré hacia atrás.
—Todavía vienen. Han llegado a la verja.
—Entonces será mejor que sigamos.
Atravesamos las puertas abiertas tambaleándonos.
Era el mismo lugar, no había ninguna duda. El tejado alto, las paredes de
metal. Entre la niebla lejana vi las cajas apiladas, pero la luz seguía siendo
extraña y todo estaba cubierto con una capa gris y granulosa, como si tuviera
escamas. La neblina me emborronaba la visión. Todo parecía torcido: el
suelo, el techo, la escotilla y la puerta. Era como si todo estuviera hecho de
cera, la hubieran calentado hasta crecer y ablandarse, y estuviera a punto de
derretirse. Unas grietas delgadas recorrían el suelo gris y apagado bajo mis
pies y todo crujía por el frío. Nuestras botas sonaban como si fueran de hierro.
La niebla del centro de la estancia era muy densa. No podíamos ver qué
había al otro lado.
—La cadena —dijo Lockwood con la respiración entrecortada—. ¿Dónde
está, Luce?
—No lo sé… —Al darme la vuelta, vi que las siluetas de nuestros
perseguidores se agolpaban en las puertas—. Madre mía. ¿Dónde está?
—Casi hemos llegado al otro lado. Debemos de haber avanzado
demasiado…
Presa del pánico, giramos y dimos vueltas sin parar. Lockwood quería ir
hacia un lado y yo hacia el otro. Casi rompimos la capa al tirar de ella.
Nos detuvimos, agotados y desesperados. Podía oír pasos sobre la tierra a
nuestras espaldas. A nuestro alrededor solo estaban el remolino de niebla y la

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pared derretida.
Y allí, encorvado en una esquina junto al muro lateral, había un chico alto
y delgado con el pelo de punta y las manos en los bolsillos, mirándome. Se
erguía entre la pila de frascos y cajas tirados por el suelo. Era tan gris como el
resto de los habitantes del pueblo oscuro, salvo por su sonrisa, que brillaba
sarcásticamente incluso en el remolino crepuscular; por algún motivo, me
resultaba casi familiar. Estiró una mano y señaló detrás de mí. Me di la vuelta
y vi el poste y la cadena.
—¡Ahí está! —Tiré de Lockwood para que se girara—.
¡Mira!
Lockwood soltó un taco.
—¿Por qué no nos hemos dado cuenta antes? ¿Estamos ciegos? ¡Venga!
Giramos hacia el poste. Cuando miré atrás, la niebla había vuelto a
cerrarse y el chico sonriente había desaparecido. Estábamos solos junto al
poste y la cadena de hierro helada.
—Agárrate —dijo Lockwood—. Vamos juntos. Tú primera. Yo iré justo
después. No te detengas por nada.
Había desenvainado el estoque y observaba todo lo que nos rodeaba. La
niebla, ondulándose como un telón, se oscureció cuando las figuras se
acercaron. Atisbé el vestido azul brillante de Hetty Flinders. No debíamos de
estar a más de unos pasos de distancia del círculo, pero se hicieron largos
debido al hecho de que estábamos tan juntos que solo podíamos movernos
como pingüinos, a la gente del pueblo que emergía de entre la niebla y a que
ambos teníamos que balancear nuestros estoques para alejarlos. Que el vórtice
de orígenes del círculo apareciera ante nosotros fue un gran alivio. Casi estaba
lista para recibir a Solomon Guppy y a Emma Marchment como si fueran
viejos amigos. Sin pensárnoslo dos veces, nos lanzamos sobre las cadenas,
sobre el muro de espíritus que giraban y chillaban, y llegamos al corazón
inmóvil del círculo de hierro.
El hombre de la armadura de hierro no estaba en ninguna parte. Nos
movimos lentamente, siguiendo la cadena para llegar al otro lado.
—Si los de Rotwell están ahí, tendremos que enfrentarnos a ellos —dijo
Lockwood—. Prefiero que me mate un hombre a que me pase… algo ahí
detrás.
Miré hacia atrás.
—¿Crees que nos seguirán?
—El hierro los detendrá. Pero ¿por qué no? Es un agujero y son muchos.
Solo espero que Steve Rotwell y sus amigos puedan saludarlos también.

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¿Tienes el estoque listo, Luce?
—Sí, y si no apuñalo a nadie por la espalda en los próximos cinco
minutos, me llevaré una gran decepción.
—Entonces veamos si podemos sorprenderlos. Vamos.
De nuevo, solo durante un instante, los fantasmas nos rodearon. Luego
nos alejamos de las cadenas y nos adentramos juntos en el calor, el ruido y la
luz alegre y cegadora del mundo real.
Donde se estaba librando una batalla.

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I ncluso sin las explosiones, incluso sin las abrasadoras llamas blancas de
magnesio, incluso sin los gritos y los alaridos y el zumbido de los
destellos, nos habría costado comprender lo que ocurría en esos primeros
instantes. El contraste sensorial con el lugar del que acabábamos de salir era
demasiado grande. Mi cerebro ardía por el resplandor feroz. El dolor me
paralizaba. Cerré los ojos con fuerza justo cuando un muro de sonido y calor
me golpeó en la cabeza como una pala. Di un traspiés, confundida e
indefensa. A mi lado, notaba que Lockwood estaba haciendo lo mismo.
De repente también me sentí mojada; el hielo de la capa protectora estaba
derritiéndose. Una humedad gélida me recorrió el cuello, empapándome los
hombros y los brazos. La impresión me hizo entrar en acción. Me aparté de
Lockwood, tiré la capa al suelo y di un paso firme. De inmediato, tropecé con
algo sólido tirado en el suelo y me caí. Aterricé bocabajo sobre la tierra suave
y húmeda.
—¿Has tenido un buen viaje?
Escupí el barro que se había colado en mi boca. Luego abrí un poco los
ojos hinchados, y una visión borrosa pero cada vez más fuerte me mostró el
frasco sellado dentro de mi mochila abierta, donde la había dejado entre las
cajas vacías. El reflejo de las llamas blancas danzaba sobre el cristal. El rostro
que había dentro me observaba con una alegría sincera. Reconocí la sonrisa.

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—Hola otra vez —dijo riéndose—. Tienes mal aspecto. Es genial. Pero
será mejor que te levantes rápido y te unas o destruirán este sitio sin tí.
—¿Quiénes?
—Tus amigos.
Noticias impactantes compartidas por una calavera: la mejor receta que se
me ocurría para apartar el dolor, el agotamiento y el desconcierto ante tanta
carga psíquica. No sabía si estar emocionada o aterrorizada, así que lo que
sentí seguramente sería una mezcla de las dos cosas. Pero me di la vuelta y
obligué a mis músculos a ponerme en pie. Cuando lo conseguí, más o menos
había asimilado lo que estaba ocurriendo.
La vieja pelea entre los vikingos y los sajones ya no era el enfrentamiento
más reciente en aquel espacio cuadrado y árido. Uno nuevo estaba en su
máximo esplendor. Mirara a donde mirara, los destellos de magnesio
explotaban, las bombas de sal estallaban y los proyectiles de virutas de hierro
salpicaban brutalmente las paredes. Los restos cubrían el suelo, y lo que me
había hecho tropezar era un trozo de madera de la plataforma del fondo. El
foco de la acción parecía estar en la esquina del edificio, entre las pilas de
cajas cerca de la puerta que conducía a la sala de armas y el pasillo lateral por
el que habíamos visto marcharse al equipo de Rotwell hacía unas horas. Los
habíamos oído regresar poco después de adentrarnos en el círculo, y seguro
que la mayoría todavía seguía allí. Pero ya no estaban haciendo nada
remotamente científico. El portapapeles del señor Johnson había
desaparecido. Steve Rotwell no tenía su termo. En lugar de eso, ellos y el
resto del equipo corrían despavoridos mientras una lluvia de explosiones
pequeñas los rociaba. Un potente fuego de magnesio ardía en la salida al
pasillo, impidiéndoles escapar. El carrito eléctrico se había volcado y las
ruedas seguían girando lentamente. Al parecer, lo habían empujado hacia la
pared.
El origen del ataque actual era la pila de cajas en llamas junto a la otra
puerta, donde se vislumbraban tres figuras que se movían con rapidez y salían
de su escondite en intervalos aleatorios para arrojar bombas fantasma y
explotar cápsulas de hierro sobre el enemigo. Varias personas del grupo de
Rotwell se defendían desde detrás del carrito volcado y el hombre de la
armadura de hierro enorme, anteriormente conocido como la sombra en
llamas, hacía grandes esfuerzos para subirse a las cajas (supuestamente para
luchar). No estaba teniendo mucha suerte. La armadura estaba abollada y el
casco un poco torcido; y su incapacidad para levantar la rodilla lo suficiente
como para llegar a la plataforma de madera le impedía avanzar.

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Todos estaban tan absortos en la batalla que nadie se había percatado de
nuestra llegada. Algo se movió a mi lado. Era Lockwood, completamente
despeinado y enrollando tranquilamente la capa protectora mojada y
humeante para guardarla en la mochila.
—¿Va todo bien, Lucy? ¿Estás calentando?
—Sí, un poco. Mira todo esto. ¿Qué está pasando?
—Parece un intento de rescate. —Asombrado, señaló a una figura delgada
y violenta medio oculta entre dos cajas. Tenía el pelo de punta, revuelto y
cubierto de ceniza, una expresión feroz y brutal, y una enorme pistola de
cápsulas en las manos delgadas— . ¿Esa es…? ¿Esa es Holly de verdad? —
preguntó.
—¿Sabes qué? Creo que sí.
Kipps también podía verse en una posición ventajosa cerca de la pared.
Tranquilo, inflexible e implacable, estaba concentrado lanzando bombas de
sal. Mientras lo observábamos, le dio al hombre de la armadura en dos
lanzamientos seguidos, quitándole el casco y tirándole de espaldas como una
tortuga borracha intentando darse la vuelta.
Pero ni Kipps ni Holly fueron lo más increíble que vimos.
—Mira a George —dije.
Lockwood silbó.
—¡Es como un torbellino!
George era, en efecto, algo digno de observar. Después de salir disparado
de detrás de las cajas y lanzarle destellos de magnesio directamente a Steve
Rotwell, se dejó ver varias veces, como si desafiara al enemigo a hacer lo
peor. Su rostro todavía tenía manchas de betún de nuestro intento de
camuflaje al principio de la noche. A aquello había que sumarle los borrones
de sal de magnesio que le cubrían la mejilla y la frente igual que las rayas
blancas de un maquillaje de combate. Tenía los dientes al descubierto y el
pelo hacia arriba, y sus gafas brillaban con un tono rojizo a causa de las
llamas que parpadeaban en las cajas a sus espaldas. Tenía una enorme funda
de destellos colgada en diagonal en el pecho, de la que sacaba un infinito
torrente de misiles. De vez en cuando, soltaba alaridos y gritos incoherentes.
—Podría pasarme todo el día viendo esto, pero supongo que tenemos que
ayudarlos —dijo Lockwood.
—Ve tú. Yo te sigo. Pero antes tengo que hacer una cosa…
Desde que lo robaron, había estado a punto de recuperar el frasco sellado
dos veces y dos veces me había visto obligada a dejarlo. No iba a volver a
pasar.

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El fantasma sonrió cuando me llevé la mochila a la espalda.
—¡Oh! ¡Dos buenos amigos que se reúnen al fin! Deberían tocar una
melodía suave de violín para nosotros, pero me conformaré con los gritos
agonizantes.
Mis ojos analizaron la matanza.
—Nadie está agonizando de verdad, ¿no?
—Quizá no, pero no por falta de empeño. Veo un par de quemaduras de
magnesio repugnantes. A algunos de esos científicos les va a costar sentarse
mañana por la mañana.
—Bien. Pues dime qué ha pasado.
Me levanté, justo a tiempo para ver a Lockwood saltando sobre la
plataforma y usando el pecho del hombre de la armadura como un escalón
improvisado. Yo llevaba la mochila y había desenvainado el estoque. Estaba
lista para unirme al combate.
—Eso es lo que yo quería preguntarte —dijo la calavera mientras corría
—. Me muero por oír tus aventuras. Seguro que son mucho más interesantes
que toda esta violencia desagradable.
—¡Tú respóndeme y no te andes por las ramas!
Corrí hacia el hombre de la armadura, aparté a un científico de Rotwell
que me apuntaba con una pistola y me subí a la plataforma de un salto, donde
me agaché detrás de una caja. Algo explotó justo a mi espalda y arrojó
penachos humeantes de fuego sobre mi cabeza.
—Es una historia rápida de contar. Estos idiotas estaban a punto de
mandar a otro hombre al más allá cuando la llegada de unos amigos tuyos
muy enfadados y groseros les interrumpió. Eso sería todo. Fin. Ahora ve y
acaba con esto.
—Vale —dije—. Y cuando hablas del «más allá», te refieres a…
—Ya lo sabes.
—Pero…
—Lo sabes perfectamente.
Quizá sí lo sabía, pero ahora, por suerte, no era el momento de
preocuparse por eso. Agachada, me deslicé entre las cajas para unirme a los
demás. Holly era quien estaba más cerca. Le di una palmada en el hombro y
esbocé una sonrisa alegre.
—¡Aaaaah!
—¡Hola, Holly! Holly, ¡no me dispares! ¡Soy yo! ¡Soy yo!
—¡Aaaaah! ¡Pero si estás muerta!

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—No. ¿Acaso un fantasma te tocaría el hombro? ¿Te hablaría un
fantasma…? —Esperé—. ¿Un fantasma te pegaría un puñetazo en la cara?
Porque lo descubrirás si no dejas de gritar.
—Pero te metiste en el círculo…
—Estoy bien. Y Lockwood también. Mira, está allí, con George. Oye, no
te pongas a llorar ahora. —Le di un abrazo rápido—. ¿Ves? ¿Un fantasma
haría eso? Venga. Vamos bien, George los está alejando del campo.
Aquello, en gran medida, era verdad. En la agencia Lockwood, George
era famoso por no saber lanzar o coger nada con precisión. En la cocina de
Portland Row, hasta el pase más informal de frutas o bolsas de patatas se
convertía en un ejercicio arriesgado. Podía acabar en golpes en la cabeza,
vasos rotos y melocotones estrellados contra la pared sobre el fregadero.
Extrañamente, esa incompetencia concreta demostró ser eficaz en aquel lugar.
Cuando emergía de entre las cajas y, con un grito salvaje, tiraba un destello o
una bomba fantasma al enemigo, nadie tenía ni idea de dónde aterrizaría.
Seguir el movimiento de su brazo no servía de nada, puesto que, aunque no
tuviera sentido, el objeto se propulsaba la mitad de las veces en la dirección
contraria y hacía que otro empleado de Rotwell saliera disparado. Como
resultado, todos los agentes enemigos se agachaban cada vez que aparecía.
Muchos ya estaban correteando por el edificio, buscando la salida al exterior.
Sintiendo la victoria, Kipps salió del rincón en el que se había escondido
con una bolsa gigante de bombas fantasma. Lockwood fue hacia él y, después
de saludarse brevemente, se unió a Kipps en el lanzamiento de misiles por
toda la habitación.
—¿Cuánto tiempo lleváis peleando, Hol?
Holly alzó su pistola de cápsulas y se limpió la cara. Tenía las manos y el
pelo cubiertos de ceniza gris.
—No mucho. Desde que os hemos visto entrar al círculo.
—¿Estabais aquí cuando…? ¿Cómo…? —Entonces pensé en otra cosa—.
Pero, espera… Eso ha sido… Fue hace una eternidad, ¿no? Hace horas…
—Creo que no, Lucy. Unos diez minutos.
—Pero si se tarda media hora en volver andando a Aldbury Castle. Deben
de ser veinte minutos o más corriendo… —me dije a mí misma. Aunque era
cierto que toda la experiencia al otro lado del círculo ahora me parecía
insustancial, ingrávida y casi irreal.
No era el momento de pensar en ello.
—¿De qué estás hablando? —Holly le lanzó una cápsula explosiva al
hombre de la armadura abollada, que huía torpemente por el hangar. Se le

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había movido la placa del pecho y se balanceaba como un péndulo. Las botas,
los guantes y otras partes yacían como restos de hierro en el suelo. Le dio un
golpecito al lateral de la pistola—. ¿Sabes? Es un arma genial.
—La verdad es que te pega. Venga, vayamos con los demás. Parece que
están empezando a limpiar el desastre.
Las tropas enemigas se estaban dispersando. Muchos científicos se habían
marchado y los demás parecían tentados de ir tras ellos, pese a las órdenes
feroces de Steve Rotwell. Medio agachado detrás del carrito del revés, no se
había retirado ni buscado ningún arma de alta tecnología. Tenía el estoque en
guardia.
George me saludó con la mano cuando me acerqué. Enganchado tras su
cinturón llevaba uno de los enormes destellos que habíamos visto en la sala de
armas, tan grande como un coco.
—Hola, Luce.
—Hola, George. Veo que te estás divirtiendo. Menudo proyectil tienes
ahí.
—Sí, es mi arma secreta. Pero creo que con estas bombas fantasma valdrá
por ahora.
Lockwood acababa de lanzarle una a Steve Rotwell. Explotó a su lado. La
figura de una mujer torcida, traslúcida, brillante y azul claro se alzó detrás de
él. Casi sin molestarse en darse la vuelta, Rotwell blandió el estoque hacia
atrás y le hizo un corte limpio al espíritu en medio del estómago. El
ectoplasma burbujeó y explotó en pedazos.
—Hala, ¿has visto eso? —preguntó George—. Acaba de rebanar a esa
anciana en dos. Eso es caer bajo.
—Típico comportamiento de Rotwell. —Kipps tiró otra bomba, que
rebotó en la pared y se detuvo de una forma decepcionante—. ¡Oye, esa ni
siquiera funciona! —Le sacudió el puño al señor Rotwell—. ¿Qué tipo de
producto es este?
—Tienes que admitirlo, Kipps —comentó George—, cuando trabajabas
en Fittes no vivías noches como esta. ¿Eso no te hace sentir mejor?
—¿Por qué iba a sentirme mejor?
—Por ser tú. ¡Cuidado!
Con un rugido de rabia, Steve Rotwell ignoró toda precaución. Pasó por
encima del carrito con un único salto, dio dos grandes zancadas y se subió a la
plataforma, donde apuntó a Kipps con la espada. Otra hoja se balanceó hasta
encontrarse con la suya y la colisión sonó justo encima de la cabeza de Kipps.

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Imagina la típica calavera con las tibias cruzadas puesta del revés, y
entenderás el momento perfectamente.
Era el estoque de Lockwood, claro. Durante un instante, Rotwell y él
permanecieron entrelazados en aquella posición, los dos haciendo fuerza, los
dos inmóviles. Kipps se quedó congelado unos segundos, pero ahora encogía
el cuello lentamente, acercándolo a los hombros hasta que su cabeza estuvo
lejos del cruce de espadas. Con el rostro blanco, se apartó dando tumbos.
Steve Rotwell era más alto que Lockwood y bastante más corpulento.
Apoyó todo su peso sobre la espada, y Lockwood, ajustando con cuidado su
delgada muñeca, compensó la fuerza. No hubo más movimientos.
—Antes predije algo —dijo Steve Rotwell—. ¿Recuerda el qué?
—Sí —contestó Lockwood—, dijo que le enfurecería. —Señaló el
edificio en llamas y a los empleados que gritaban y desaparecían a lo lejos—.
¿Esto cuenta como enfurecerle? Si es así, enhorabuena, tenía razón.
—Eso no era todo. —Rotwell dio un salto hacia atrás y alejó su espada.
Le dio una patada a un trozo de madera en llamas y se lo lanzó a Lockwood,
que se apartó de un brinco. La madera chocó contra la caja que tenía detrás
con una explosión de chispas—. Prometí ocuparme de usted cuando ocurriera.
Y eso haré.
Avanzó moviendo el estoque en una serie de círculos complicados.
Lockwood le bloqueó una, dos y tres veces, pero tuvo que retroceder y bajarse
de la plataforma. Aterrizó en la tierra con un pequeño salto mientras Rotwell
daba estocadas a su espalda.
—Años de trabajo —continuó Rotwell—. Años de concienzudo estudio y
lo ha arruinado en una noche.
—¡Se lo ha buscado solo! —Lockwood todavía estaba en modo defensivo
e intentaba aguantar el furioso ataque de aquel hombre adulto—. ¡Sus
experimentos desataron los horrores de Aldbury Castle! ¡Es culpa suya que
aparecieran tantos fantasmas! ¡Murieron decenas de personas! Y todo porque
su hombre de la armadura estaba allí, paseándose por el más allá e invocando
a los muertos.
Dio una sacudida hábil y alcanzó la muñeca de Rotwell, pero el golpe
rebotó en el guardamano decorado de la espalda.
Steve Rotwell se apartó.
—Sabe más de lo que esperaba…, pero no creo que lo haya entendido. Si
fuera así, se habría dado cuenta de que las muertes de los aldeanos eran un
sacrificio necesario. —Con una doble pirueta con la espada, obligó a

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Lockwood a caer sobre la cadena de hierro flotante—. Y, por supuesto, lo
mismo puede decirse de su muerte.
Apuntó la espada con fuerza hacia abajo; Lockwood se echó a un lado y la
hoja partió en dos la cadena de hierro. El trozo de la cadena que estaba
enganchado al poste cayó al suelo. El círculo engulló el resto, como una boca
gigante que absorbe unos espaguetis, y desapareció.
Lockwood se apartó, acercándose más al círculo y al remolino de
fantasmas. Parecía agotado y creí saber por qué. Mi propia experiencia al otro
lado del círculo me había debilitado. Mis piernas parecían estar hechas de
agua y todavía me daba vueltas la cabeza. Si Lockwood sentía algo parecido a
lo mío, era probable que solo pudiera sujetar la espada.
—Le está haciendo polvo —dijo Holly con la voz entrecortada.
Kipps asintió.
—Lockwood lo tiene difícil.
—O eso cree Rotwell.
George tenía un último destello normal en el cinturón cruzado.
Guiñándonos un ojo, lo sacó y lo tiró directamente a la cabeza de Rotwell. Al
menos asumí que ese era su objetivo. En realidad, el destello pasó por detrás y
aterrizó en el borde del círculo de cadenas, donde explotó con gran ferocidad.
Cuando el humo se disipó, las llamas cubrieron el suelo y las cadenas
acabaron negras y retorcidas. Algunos de los eslabones casi se habían roto.
De pronto, las figuras del interior del círculo empezaron a agolparse en aquel
rincón.
—Vaya, eso no pinta bien —dijo Kipps—, Cubbins, ¿dónde has
aprendido a lanzar?
—No ha aprendido, básicamente —contesté—. Ese es el problema.
Pasé corriendo por delante de ellos y bajé de la plataforma de un salto.
Lockwood y Rotwell volvían a intercambiar espadazos. El primero movía
el estoque a una velocidad desesperada, pero tenía la cara blanca. No dejaba
de defenderse mientras la otra hoja le impulsaba hacia el círculo. Rotwell
presintió su oportunidad. Con dos golpes enérgicos, empujó a Lockwood
cerca de las frágiles cadenas. Dentro, los visitantes notaron su proximidad y
muchísimos más se agolparon en el borde, estirando las manos pálidas y
abriendo las bocas. El zumbido psíquico del círculo aumentó. Vi cómo las
cadenas rotas se movían suavemente porque una fuerza las empujaba desde
dentro.
Lockwood todavía tenía el estoque en alto. Bloqueaba los golpes y los
esquivaba, pero su energía habitual y control habían desaparecido. En un

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instante, su estoque desapareció también. Rotwell se lo había arrebatado con
una mirada de desprecio. Lockwood se apartó de un salto. Estaba justo frente
al círculo de hierro, delgado, pálido e indefenso, pero todavía con actitud
desafiante. Contemplaba a su enemigo con los ojos brillantes.
—En un minuto mataré a sus amigos —dijo Steve Rotwell—. Pero el
primer honor será para usted.
Levantó el estoque.
Y, en ese mismo momento, llegué hasta ellos.
Sí, Rotwell había levantado el brazo de la espada, pero también estaba
algo encorvado, con la espalda inclinada y el trasero hacia fuera. Con todo el
respeto, era un blanco excelente. Giré la bota como un jugador de fútbol que
apunta a la portería.
En mi opinión, fue una patada espectacular. Acerté de lleno. Rotwell salió
disparado hacia delante, justo donde estaba Lockwood, que se echó a un lado.
Rotwell se desplomó encima de las cadenas de hierro y se quedó tumbado
sobre ellas, con un brazo perdido en la neblina lejana. Parpadeó e hizo una
mueca. Soltó un grito gutural de miedo. Intentó levantarse, pero el hielo ya se
estaba extendiendo por su espalda y unas delgadas esquirlas le recorrían el
pelo. Con un esfuerzo titánico (se le veían los tendones moviéndose en el
cuello), se puso de rodillas. Pero algo le impidió seguir avanzando. Las
figuras grises se estaban acercando. En el interior del círculo, algo le tiraba
del brazo. Le arrastró hacia dentro una y dos veces. Ambas ocasiones
consiguió apartarse. No le quedaban fuerzas. El hielo se extendía sobre su
frente, le cubría las mejillas y le bajaba por la mandíbula cincelada.
No había esperanza para Steve Rotwell. Lo intentó de nuevo y gritó por
última vez.
Y desapareció dentro del círculo. Pasó tan rápido, de forma tan efímera y
con tan poco ruido que fue como si le hubieran aspirado.
Durante un momento, aquel hombre corpulento y encerado en la capa de
hielo que no dejaba de crecer permaneció agachado; al siguiente, las cadenas
estaban completamente vacías. Steve Rotwell, presidente de la agencia
Rotwell, había desaparecido. Las figuras grises se arremolinaron, triunfantes.
Las cadenas se estremecieron y los eslabones rotos se movieron por el suelo.
Desde el interior, algo las había golpeado con mucha fuerza. No aguantarían
mucho.
Vacilante, Lockwood se puso en pie y recogió el estoque. Con el rostro
pálido, me tomó de la mano y me apremió a que volviéramos con los demás.
—George.

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—¿Qué?
—Tenemos que destruir el círculo. Ahora sería un buen momento para
lanzar tu destello monstruoso.
—¿Qué? ¿La Gran Gloria?
—¿Le has puesto nombre?
—Me he encariñado un poco con ella. —George sacó el coco plateado de
su cinturón y lo alzó con una mano—. Bueno, ya está. ¿Quieres que lo tire?
—¡No! Bueno…, ¿por qué no se lo das a Lucy? Ella está más cerca. No,
pásaselo y ya está. No lo tires.
George me lo tendió suavemente. Me sorprendió lo mucho que pesaba.
—Tiene un interruptor con temporizador aquí, Luce —dijo—. ¿Qué
piensas? ¿Dos minutos?
Eché la vista atrás hacia el círculo roto y el caos de figuras que se
apretaban contra los eslabones partidos de la cadena. Allí estaba el fantasma
de Emma Marchment, con las cuencas de los ojos vacías y la boca roja.
También vi la silueta hinchada de Solomon Guppy. Me pareció ver, medio
escondido en la niebla ardiente, algo con un vestido azul claro que reconocía
demasiado bien. Los eslabones no tardarían en romperse, el círculo se abriría
y todos esos espíritus saldrían al mundo.
Giré el dial y accioné el interruptor.
—Creo que con un minuto basta —contesté—. ¿Cómo de rápido podemos
correr?

Resultó que la respuesta fue «lo más rápido posible». La explosión principal
ocurrió justo cuando llegamos a la verja que rodeaba el complejo y nos
dirigíamos a los campos. Fue tan grande que levantó el tejado del edificio que
había a nuestras espaldas y nos lazó de cabeza a la hierba. Por un instante, la
noche dio paso al día y pudimos ver los tonos sutiles de verde y amarillo en
todas las malezas y las briznas con detalles en tres dimensiones. Luego, los
primeros trozos metálicos empezaron a caer a nuestro alrededor y cualquier
interés que pudiéramos tener en la botánica desapareció. Seguimos corriendo.
Unos minutos después llegamos a la ladera, donde estaríamos más protegidos.
Nos dejamos caer en la cima de la colina, entre los abedules, y observamos
cómo ardía el instituto.
Cuando recuperó el aliento, Lockwood miró a George, a Kipps y a Holly,
que estaban tirados en diferentes posturas de agotamiento.

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—Gracias por salvarnos —dijo—. Lucy y yo nunca hemos estado tan
contentos de ver a nadie. Pensábamos que habíais vuelto a casa.
—Por poco lo hacemos —comentó Holly.
George asintió.
—Después de que nos dejarais en la sala de armas, debatimos qué
debíamos hacer. Kipps quería que nos fuéramos, como nos pediste. Pero yo
no podía hacerlo. Yo quería seguiros y Holly me apoyó. Entonces Kipps dijo
que si se tiraba de un acantilado lo haría con una pistola en la mano y empezó
a darnos todas las armas que podíamos sostener. Que esos dos científicos
volvieran a entrar nos retrasó, pero no tardamos mucho en avanzar. Tendríais
que habernos visto a los tres recorriendo el pasillo, armados hasta los dientes.
—Se rio—. Pues cuando llegamos a la sala grande, nos escondimos detrás de
las cajas y la cosa se puso bastante fea para nosotros, porque llegamos justo a
tiempo para veros adentraros en el círculo.
—¿Erais vosotros a los que oímos? —pregunté y abrí la boca de la
sorpresa—. ¡Lockwood y yo pensábamos que erais más agentes de Rotwell
que se acercaban! Por eso nos metimos.
—Ah, bueno —contestó George—. Lo siento. Pero no puedes culparnos
por volver, ¿no? Bueno, veros desaparecer entre los fantasmas… Eso nos dejó
paralizados. Con las capas protectoras o sin ellas, pensábamos que habíais
muerto. Un segundo después, Rotwell y su equipo irrumpieron de nuevo y el
tipo ese de la estúpida armadura se acercó a la cadena, listo para entrar.
—Estabais viendo a la sombra en llamas —expliqué—. No, no preguntes.
Tenemos mucho que contaros, pero lo haremos luego. ¿Y qué pasó después?
—Lo que pasó —respondió Kipps desde la hierba— es que George se
volvió loco.
Este se quitó las gafas y se restregó los ojos.
—No sabía que ese tío era la sombra, pero tenía clarísimo lo que era ese
círculo —dijo—. Y pensé que habíais muerto ahí. Dejé de sentirme
adormilado y me invadió la… rabia. No sé cómo, pero de pronto estaba
incendiando un centro de investigación perfecto. —Suspiró con fuerza—. En
fin, eso es lo que pasó. Al final todo ha salido bien.
—Supongo que es una forma de decirlo —opinó Lockwood.
El infierno ya se había extendido por los pasillos cubiertos de lona y
alcanzado la sala de armas, con las reservas de destellos y bombas.
—Bueno, pensábamos que estabais muertos, ¿no? —insistió George—.
Estábamos enfadados.

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Justo entonces se produjo una explosión enorme. Los edificios restantes
del Instituto Rotwell desaparecieron, sustituidos por las sucesivas humaredas
en forma de coliflor de fuego blanco.
—Lucy —me dijo Lockwood—. La próxima vez que estemos en casa y
George quiera la última galleta, recuérdame que se la dé.
—Por mí puede comerse el paquete entero —respondí.
Los cinco nos sentamos en la pendiente, observando la destrucción. Tras
las colinas lejanas, los primeros signos del amanecer manchaban el cielo del
este. Poco después, las cenizas cubrieron los campos como si fueran escarcha.

Página 302
VI
Una visita inesperada

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28

D urante más de mil años, probablemente desde que el último cuervo


terminó de picotear los esqueletos que dejaron los vikingos y los
sajones en la antigua batalla, Aldbury Castle había sido un pueblo
olvidado e ignorado. Los siglos de acción y problemas transcurrieron sin que
nadie le prestara atención. Incluso la reciente epidemia de fantasmas había
pasado desapercibida. Pero el «incidente Rotwell» (que era como los
periódicos se refirieron después al desastre del instituto) lo cambió todo de un
día para otro. De pronto, se convirtió en el lugar más famoso de Inglaterra.
La respuesta comenzó temprano. A las ocho y media, apenas tres horas
después de que las explosiones iluminaran el cielo más allá de las colinas y la
columna de humo negro todavía se alzara sobre los árboles, los primeros
vehículos empezaron a atravesar el pueblo. Y no pararon de llegar. Durante
todo el día, un convoy de coches, camiones y furgonetas sin ventanillas —a
rebosar de personal del DICP, agentes de Rotwell y policías armados— se
alejó sombríamente hacia el este, en dirección al bosque. Poco después,
cuando se había corrido la voz y los primeros periodistas llegaron a la escena,
el DICP acordonó todo el pueblo. Levantaron una barrera en el puente que
estaba al oeste del parque y otro en el sendero, justo en la entrada al bosque
del este. Colocaron guardas y nadie tenía permitido el acceso o la salida.
A nosotros nos parecía bien. No estábamos en condiciones de ir a ninguna
parte. Nos levantamos tarde y pasamos el día en el bar de la posada El viejo

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ocaso, lejos de las miradas.
De vez en cuando, nos enterábamos de qué ocurría en el campo.
Miembros del DICP llamaban para pedir sándwiches y refrescos y, por los
cotilleos que les soltaban a Danny Skinner y a su padre, nos hicimos buena
idea de lo que estaba pasando.
Los equipos de limpieza estaban ocupándose de los escombros del
Instituto Rotwell. Casi todo el complejo había sido destruido y las partes que
quedaban fueron selladas rápidamente por los operativos más especializados.
En concreto, restringieron el acceso a las ruinas del edificio central, pero todo
el mundo sabía que se habían encontrado ciertas armas «no autorizadas» en
los hangares contiguos y que aquello era probablemente la causa de la
explosión y el fuego. Otra noticia sensacionalista era que el mismísimo Steve
Rotwell había desaparecido. Había visitado el complejo el día anterior y no le
habían encontrado. Hasta ahora, era la única supuesta baja. Varios científicos
supervivientes, encontrados vagando por las inmediaciones del campo,
estaban siendo interrogados.
—Y supongo que no tardarán en llamarnos a nosotros también.
Era Kipps, que hablaba desde su asiento cerca de la chimenea. Tenía el
cuello alto subido y su cara estaba amoratada e hinchada. Todos teníamos la
cara así. Éramos como una selección de fruta vieja a la que habían recogido
demasiado pronto y dejado en un bol para que se ablandara.
Lockwood jugaba a las cartas con Holly. Sacudió la cabeza, un gesto que
hizo que se retorciera de dolor y se frotara la nuca.
—No creo que tengamos problemas —dijo—. Lo que Rotwell hacía en
ese instituto se considera una actividad criminal grave. Para empezar, están
todas esas armas secretas, por no mencionar las bombas fantasma que se
usaron en el intento de asesinato del festival del año pasado. Y también el
círculo de hierro. Me sorprendería si Johnson y los demás hablaran
abiertamente de lo que ocurrió anoche, al menos al principio. Todo depende
de lo que haya sobrevivido al fuego.
—Me estaba preguntando… —dijo Holly—. ¿Deberíamos contárselo
nosotros al DICP?
Esa mañana había pasado más rato de lo habitual en el baño que
compartíamos y, por arte de magia, casi había recuperado su aspecto
inmaculado, pese a las quemaduras de destello en la frente y la barbilla. Pero
la chica salvaje, armada y de pelo enmarañado de la noche anterior estaba allí
escondida, estaba segura. Aquello me hizo mirarla con cariño.

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—¿Contarle al DICP qué? —preguntó George—. Obviamente tienen
muchas pruebas de lo que estaban haciendo.
—Bueno, no, yo me refería al círculo y a que el hombre de la armadura
entrara. Es muy importante. Tenemos que hacerlo, ¿no?
Lockwood gruñó.
—¿Decírselo al viejo Barnes? No lo sé… Nunca hemos sido sus favoritos,
ni en los mejores momentos. ¿Nos creerá?
—Seguramente nos meta en la cárcel —contestó George—. Incendio
premeditado, robo, asalto con violencia… Seamos realistas, tiene mucho entre
lo que elegir.
—Yo creo que deberíamos decírselo de algún modo —opiné—. Holly
tiene razón. Esto es demasiado grande como para mantenerlo en secreto.
Cuando fuimos al camposanto la primera noche vimos cómo la sombra en…,
el tipo de la armadura, invocaba a los fantasmas simplemente pasando a su
lado. Y luego, anoche —se me quebró la voz y, pese a la chimenea, tirité—
nosotros hicimos exactamente lo mismo. Hay tantas repercusiones…
—Me temo que el DICP no va a creerse las implicaciones. —Lockwood
dejó las cartas en la mesa—. Pero quizá tengas razón. Supongo que será mejor
que se lo digamos a Barnes si tenemos la oportunidad.
Parte del problema de decírselo al inspector Barnes, o incluso de hablar
sobre lo ocurrido entre nosotros, era que lo que nos había pasado nos
abrumaba demasiado. A Lockwood y a mí nos costaba especialmente hablar
con claridad del tiempo que pasamos al otro lado del círculo. Sabíamos lo que
creíamos que había pasado. Sabíamos que habíamos entrado en un lugar que
se parecía al mundo como lo entendíamos, excepto que no estaba habitado por
los vivos, sino por los muertos. Allí nosotros éramos los intrusos y nuestra
presencia había provocado que los visitantes pasaran a la acción, igual que
había hecho la sombra en llamas. Eso era todo lo que sabíamos. Pero incluso
aceptar esa información era como estar al borde de un precipicio terrible e
intentar dar un paso hacia el vacío. No era un paso fácil de dar. Sencillamente,
la mente se rebelaba. Cuando, al volver a la posada, Lockwood y yo les
describimos a los demás lo que habíamos vivido, todos permanecieron en
completo silencio. Ni siquiera George tenía mucho que decir, aunque le
brillaban las gafas mientras observaba el fuego.
—Fascinante —murmuró—. Es fascinante. Voy a tener que pensarlo
mucho…
Desde el principio, Holly se había centrado en algo bastante distinto.

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—Si esto es cierto —dijo, sentándose a nuestro lado y mirándonos
fijamente a la cara—, lo que quiero saber es cómo os sentís. ¿Os encontráis
bien? ¿Estáis bien los dos?
—Estamos bien —respondió Lockwood riéndose—. No te preocupes. Las
capas nos protegieron bien, ¿no, Luce? Y, con una sonrisa, le di la razón.
Sin embargo, más tarde me miré al espejo y me pareció que estaba más
pálida que de costumbre. Era difícil estar segura, igual que tampoco podía
confiar en que la debilidad que sentía fuera por el agotamiento habitual
después de un caso. Probablemente lo fuera. De todas formas, no tenía
energía para que me importara.

Quien sin duda estaba rebosante de energía aquella primera mañana era la
calavera del frasco. Para su disgusto, había estado encerrada con todo nuestro
equipo en la despensa de la posada. Cuando volvimos, Holly se negó a dejarlo
en nuestro dormitorio y, sinceramente, no podía culparla.
—¿Qué sentido tiene rescatarme —refunfuñó cuando asomé la cabeza por
la puerta— si me encierras en un cuchitril húmedo como este? No tengo
nariz, pero solo de verlo sé que huele a cebollas y a pis.
—De eso nada. —Entré y olfateé—. Bueno, está claro que no hay ninguna
cebolla. Y esto es preferible aque te incineren como a todos los otros orígenes
en el instituto, así que deberías darme las gracias.
—Ah, si estoy dando volteretas hacia atrás de lo agradecido que me
siento. —Entrecerró los ojos huecos para mirarme—. Y ya que sacamos el
tema…, ¿hay algo que te gustaría decirme?
Me rasqué la nariz.
—¿Debería haberlo?
—Estás aquí por algo.
—En realidad he venido a por patatas para la comida. George las va a
freír. Pero supongo que, mientras estoy aquí…
—Venga, suéltalo.
Respiré hondo.
—Fuiste tú, ¿no? —pregunté—. En el otro lado, cuando nos perdimos y
no podíamos encontrar la cadena de hierro. Me enseñaste dónde estaba.
El rostro sonrió.
—¿Y salvarte la vida? ¿En serio eso suena a algo que haría yo?
—Bueno, fuera quien fuera, se lo agradezco. Y creo que he entendido otra
cosa. No dejas de decirme que «la muerte está en la vida y la vida está en la

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muerte». Ahora sé por qué. Porque los fantasmas han entrado en el mundo de
los vivos y… Y los vivos han entrado… —Paré ahí. No pude obligarme a
decirlo. Además, el rostro del frasco estaba haciendo algo asqueroso con la
lengua.
Se produjo un breve silencio.
—¡Por fin! —exclamó la calavera—. ¡Por fin vamos progresando! Tantos
meses y nunca lo averiguaste. Sí, anoche fuiste la prueba real de mis palabras.
Y quizá ahora veas por qué tú y yo nos llevamos tan bien. Porque los dos
vivimos en dos mundos. Presientes el otro continuamente y siempre lo has
vislumbrado. Ahora también has estado allí. Estamos atrapados entre la vida y
la muerte, Lucy, tú y yo. Y por eso somos el equipo perfecto. —Me regaló un
gesto cómplice con la cabeza—. Oye, ¿recuerdas mi sugerencia? ¿«Carlyle y
Calavera»? La oferta de ser socios sigue en pie. Hasta te dejo que pongas tu
nombre primero.
—Pareces haberte olvidado de Lockwood.
Sentí que la conversación había ido demasiado lejos. Encontré el saco de
patatas y lo llevé hacia la puerta.
—Ah, el idiota de Lockwood. A él le atrae más la muerte que a nosotros.
Lo sabes. No durará mucho. Montar un negocio conmigo es una apuesta más
segura. Espera, ¿qué estás haciendo? ¿Estás loca? ¿Estamos a punto de crear
algo especial y tú estás pensando en las patatas fritas? ¡Vuelve!
Pero había cruzado el umbral. A veces las patatas fritas son todo lo que
una necesita para mantenerse cuerda.

Aquel día, la temperatura era demasiado calurosa para la estación en la que


estábamos, así que almorzamos en el jardín del bar. De vez en cuando, los
vehículos del DICP pasaban a toda velocidad. Danny Skinner, emocionado
por lo sucedido durante la noche, revoloteaba a nuestro alrededor y hacía
preguntas que no podíamos o no queríamos responder. Al rato se fue a
columpiarse de la verja como un simio y contemplar la nube de humo más
allá de los árboles.
Un coche negro y grande emergió del bosque y se detuvo frente a El viejo
ocaso. De él se apeó el inspector Montagu Barnes, con un aspecto más
cansado y arrugado que nunca. Abrió la verja (con Danny todavía
enganchado) y recorrió el sendero de hierba en nuestra dirección. Permaneció
allí un rato, evaluando nuestros rostros amoratados y golpeados.
—Buenos días, inspector —saludó Lockwood.

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George le tendió un bol.
—¿Le apetece una patata?
Barnes no respondió. Se nos quedó mirando durante un buen rato.
—¿Han tenido una noche dura? —preguntó al fin.
—Desde luego que sí —dijo el ajetreado señor Skinner mientras salía del
bar. Al menos estaba de buen humor, porque había sido el día más concurrido
de la posada desde hacía muchos años—. El señor Lockwood y sus amigos
han trabajado duro para librar a Aldbury Castle de los fantasmas, señor. Solo
llevan dos noches aquí y se nota una mejoría en todas partes. Limpiaron mi
casa y muchas otras. Nos ayudan a todos a dormir a pierna suelta. Son unos
jóvenes héroes, señor, todos ellos.
El bigote de Barnes se curvó hacia abajo, no muy convencido.
—¿En serio? La primera vez que lo oigo.
En lugar de continuar hablando, se quedó con las manos metidas en los
bolsillos de la gabardina hasta que el dueño volvió a entrar.
—Me alegra saber que están ocupados —añadió—. Y que no se meten en
problemas.
—Sí, inspector —respondió Lockwood.
Le miré. Él me devolvió la mirada.
Todos permanecimos sentados en silencio.
—Pues si no hay nada más, me marcharé.
Barnes se dio la vuelta para irse.
—En realidad, inspector, sí que hay algo —dije.
—Necesitamos hablar con usted urgentemente, señor Barnes —dijo
Lockwood.
El inspector nos miró. Levantó una mano, como si acabara de ocurrírsele
algo.
—Ese chico de allí —comentó de forma distraída—, el que está
columpiándose como un lunático en la verja.
—¿Qué pasa con él?
—¿Creen que le gustaría ganarse unas monedillas?
Danny cruzó el jardín casi antes de que la última palabra saliera de sus
labios y apareció al lado de Barnes. Hizo un saludo extraño.
—¿Puedo hacer algo por usted, señor? Solo tiene que decirlo.
—Necesito el almuerzo para mí y tres de mis agentes. ¿Cree que podría
entrar y prepararnos unos sándwiches? Le daré cinco libras si son
comestibles.

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—Sí, señor. Por supuesto, señor. Serán los mejores que haya probado
nunca.
Se marchó trotando hacia la casa.
—Se va a ahorrar las cinco libras, señor Barnes —apuntó George—.
Hágame caso, el envoltorio será la única parte comestible.
Barnes asintió con tristeza.
—Esa no es la cuestión. Me pareció que era un chico con un oído
demasiado fino. Por lo menos tiene las orejas tan grandes como para que así
sea. Y tenía razón. Les propongo algo, ¿por qué no vienen a dar un paseo
conmigo, señor Lockwood y señorita Carlyle? Vayamos al parque y
respiremos un poco.
Barnes abandonó el jardín y cruzó la carretera. Nos guio por el parque
hasta un rincón bastante alejado de la posada.
—Aquí estaremos más tranquilos —dijo—. No hay nadie alrededor. ¿Qué
es lo que querían?
—Es sobre lo que pasó anoche —respondí—. Sobre el instituto.
—¿El instituto? —Barnes se frotó el bigote y se quedó mirando un punto
a media distancia—. Bueno, ahora mismo hay una investigación abierta en las
instalaciones. Lo único que puedo decirles es que hubo algún tipo de
accidente anoche.
—A eso nos referíamos —repuso Lockwood—. No fue exactamente un
accidente…
—Un experimento que salió terriblemente mal —continuó el inspector—.
Al parecer ha habido heridos.
—¡Sí! Y Steve Rotwell…
—Me gustaría poder decirles más —me interrumpió Barnes—. De verdad
que sí. Gracias por mostrar interés. Por desgracia, eso es lo único que sé.
Le miramos.
—Y ustedes dos, por supuesto, tampoco saben nada.
Lockwood frunció el ceño.
—En realidad…
—No estuvieron cerca del instituto —dijo Barnes.
—Bueno, la verdad es que…
—Casualmente estaban enfrentándose a algunos fantasmas en Aldbury
Castle, en un caso que no tenía nada que ver con lo que quiera que estuviera
ocurriendo en esos campos. No tienen ningún interés en Rotwell o en su
instituto, o en lo que hacían en el edificio central. Y, si son sensatos, le
dejarán eso claro a cualquiera que les pregunte. Y a quien no lo haga también.

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Si fuera ustedes, lo contaría rápido y convencido. ¿Lo entienden? ¿Señor
Lockwood? ¿Señorita Carlyle? —Barnes nos evaluó con sus ojos cansados y
ojerosos—. Como saben, una de las funciones del DICP es impedir que les
ocurran cosas malas a los agentes, incluso a los irritantes como ustedes. No
me gustaría despertarme una mañana y enterarme de que ha habido cuatro
accidentes más en Portland Row. Se me quitarían las ganas de desayunar
huevos.
Lockwood me miró. Respiró hondo.
—Gracias, inspector —dijo con voz clara—. Lo ha explicado
perfectamente. Siento que no pueda decirnos más sobre lo que pasó en ese
instituto. Tendremos que aceptar que nunca lo sabremos.
Barnes asintió tranquilamente.
—Perfecto. Esa es la idea.

Nos quedamos en Aldbury Castle dos noches más y en ambas hicimos


incursiones poco entusiastas para comprobar qué fenómenos sobrenaturales
seguían activos. Pero, como el señor Skinner le había dicho a Barnes, los
avistamientos de los fantasmas del pueblo habían disminuido
considerablemente. Tras la destrucción del círculo de hierro en las
instalaciones de Rotwell y el fin de las actividades misteriosas de la sombra
en llamas, el cúmulo se había estabilizado de golpe. Muchos de los visitantes
dejaron de aparecer, mientras que los que sí lo hacían parecían más débiles y
menos violentos. Era fácil afirmar (como hicimos nosotros) que este cambio
se debía enteramente a nuestro trabajo entusiasta. Recorrimos el pueblo
haciendo mucho ruido y tiramos unas cuantas bombas de sal para aparentar
que estábamos haciendo algo. Pero, sobre todo, nos quedamos en la posada y
jugamos a las cartas.
La quinta mañana en aquella zona, el ambiente estaba más tranquilo en los
campos del este. Muchos de los coches del DICP se habían ido y habían
retirado el cordón policial que rodeaba el pueblo. Nuestro estatus como
héroes en el pueblo estaba asegurado. Todavía había varios fantasmas de tipo
uno vagando por ahí, pero nada que tuviera que retrasarnos. Aunque todos
estábamos deseando irnos a casa, fue Kipps quien estaba más ansioso por que
nos fuéramos, ya que durante dos noches se había visto obligado a elegir entre
dormir en la cama con George o en la despensa con la calavera (había
preferido la calavera, por razones que desconocíamos). Un comité de
despedida del pueblo nos acompañó a la estación, con Danny Skinner

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abriendo la marcha con orgullo. Nos regalaron tubérculos. Lockwood aceptó
un sobre lleno de dinero, que era el pago de los aldeanos agradecidos. Los
niños tiraron guirnaldas de flores. Cuando salió el tren, ondearon pañuelos
hasta que desaparecimos a lo lejos.
Nos sentamos en el vagón, de vuelta a casa. Yo estaba frente a Lockwood,
que tenía el rostro pálido y cansado. Desde nuestra visita al instituto no
habíamos hablado en privado de lo que nos había pasado. A veces, cuando
nuestras miradas se encontraban, compartíamos algo que no podía expresarse
con palabras.
Nos sonreímos y observamos el bosque y el campo. Era una escena
preciosa de primavera. El viento ya se había llevado la columna de humo que
se alzaba sobre las colinas del este, aunque todavía podían verse indicios
flotando en el aire. Había entrado con nosotros al vagón en la estación de
Aldbury Castle y, aunque Holly había abierto las ventanas, un distante olor a
quemado nos acompañó durante todo el viaje hasta Londres.

Página 312
29

¡RELACIONAN A LA
AGENCIA ROTWELL
CON ACTIVIDADES TERRORISTAS!
SE ENCUENTRAN ARMAS PROHIBIDAS EN LAS
RUINAS DEL INSTITUTO
SE PRESUME QUE EL AÚN DESAPARECIDO STEVE
ROTWELL HA MUERTO

Primera entrevista con el inspector del DICP


Montagu Barnes en el interior

Los increíbles descubrimientos entre los escombros del complejo destruido


del Instituto Rotwell en Hampshire continuaron el día de ayer, y la policía ha
confirmado que se han encontrado los restos de una gran «fábrica de armas»
en uno de los edificios anexos. Entre los objetos recuperados se encuentran
varias «bombas fantasma» sin explotar, del mismo tipo que se utilizaron en el
ataque terrorista del desfile de Londres el pasado noviembre, en el que
intentaron acabar con la vida de la señora Penelope Fittes. Varios trabajadores
del instituto, incluyendo al señor Saúl Johnson, jefe de las instalaciones, han

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sido detenidos tras los rumores de que tanto ellos como el señor Rotwell,
presidente de la agencia, estuvieran íntimamente conectados con el ataque. El
señor Rotwell todavía se encuentra en paradero desconocido, pero se cree que
ha podido fallecer en las explosiones que destruyeron el centro de
investigación.
Hoy, en una entrevista exclusiva en The Times, el inspector jefe del DICP, el
señor Montagu Barnes, comparte los detalles de la peligrosa exploración de
las ruinas que llevó a cabo su equipo. «Cuando llegamos, todo era un
infierno», dice. «Pero logramos descubrir un almacén de armas ilícitas, como
las letales pistolas de ectoplasma. Las bombas fantasma no son más que la
punta del iceberg, créame». Se negó a hacer declaraciones sobre lo que
hallaron en el edificio central, que sufrió daños graves en el incidente.
«Desafortunadamente, todavía no está claro cuál era el propósito de ese
edificio. Le aseguro que continuaremos indagando».
La policía amplió la investigación ayer tras recibir un aviso sobre los orígenes
prohibidos que se encontraron en el instituto. Se han producido varios arrestos
entre el personal de los altos hornos metropolitanos de Clerkenwell, y se
esperan más en los próximos días. Sin embargo, estos acontecimientos son
casi insignificantes en comparación con la crisis que rodea a la agencia
Rotwell. Con la desaparición del presidente y otros altos ejecutivos
implicados en delitos graves, la confianza del público en la organización ha
caído en picado y su futuro pende de un hilo. Las últimas noticias sugieren
que el DICP le ha pedido a la presidenta de la agencia Fittes, la señora
Penelope Fittes, que asuma temporalmente el mando de la empresa a la deriva
en un esfuerzo por enderezar su destino. Dirigirá ambas agencias desde sus
oficinas en la calle Strand.
Entrevista completa a Barnes en la página 3.
«Bombas fantasma y pistolas de plasma: los verdaderos secretos de la fábrica de armas»: página 6.
«El león mutilado», el suplemento que narra la historia de la agencia Rotwell en las páginas 24-25.

—Pues ya está —dijo Lockwood—. Otra investigación que consiguen


encubrir. —Tiró el periódico a la mesa del desayuno y cogió una tostada—.
El viejo Barnes es experto en este tipo de cosas. Toda esa estupidez de las
armas ilegales le ha servido para evitar comentar la única cosa importante: el
círculo de hierro. Aunque supongo que tendríamos que estar contentos con
que no haya relevado que estuvimos involucrados.
—Yo estoy muy contenta con eso —coincidió Holly.

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Todos lo estábamos. Esa mañana estábamos contentos por muchas cosas.
Y, por eso, decidimos disfrutar de un desayuno oficial de celebración en el
número treinta y cinco de Portland Row.
Era el día después de haber regresado de Aldbury Castle y hacía sol.
Holly había dejado la puerta de la cocina abierta. Los pájaros cantaban, las
hojas nuevas brillaban y el aire fresco de la primavera inundaba la habitación,
casi encubriendo el olor a los arenques ahumados de George. Lo mejor de
todo era que el equipo estaba allí para compartir la ocasión.
Todo el equipo, incluyéndome a mí.
Parte de mi felicidad se debía a que había vuelto y había pasado la noche
anterior en mi antiguo dormitorio de la buhardilla. Había vuelto de verdad.
Como gesto simbólico, George se había llevado casi toda su ropa. Todavía
tenía que tener cuidado con lo que pisaba, porque era bastante probable que el
suelo siguiera siendo un campo de minas de calcetines espeluznantes y
pañuelos durante un tiempo. Pero volvía a ser mi habitación.
Bueno, mía y de la calavera. Mientras dormía, había ocupado su antiguo
puesto en el alféizar, desde donde podía (según el fantasma) disfrutar de la
noche tranquila y, lo que era más probable, intentar asustar a los niños
pequeños de la casa de enfrente con su terrorífico brillo verde. Esta mañana
también estaba en la cocina, puesto que recuperarla era otra de las cosas que
íbamos a celebrar. Pero, treinta segundos después de llegar, había hecho el
ridículo al mirar a Holly descaradamente de una forma tan astuta que hizo que
se le cayera el plato de gofres integrales en el regazo. Quitamos el frasco de la
mesa y lo dejamos en un rincón oscuro junto al fregadero, medio tapado con
un paño.
La calavera no era el único invitado moralmente dudoso esa mañana.
Quill Kipps también estaba allí. Aunque no formaba parte de la agencia
Lockwood (lo que, en sus palabras sería peor que «estar totalmente desnudo
en el parque de Wimbledon»), habíamos discutido la posibilidad de que se
convirtiera en nuestro asesor y le llamáramos de vez en cuando. Esa mañana
estaba allí con nosotros para decidirlo y para celebrar nuestro regreso a
Londres. Los huevos estaban pochándose, el beicon friéndose y hasta los
gofres supersanos y brillantes de Holly parecían irresistibles bajo un montón
de miel y mantequilla fresca. Todos comimos hasta estar bien satisfechos.
Lockwood presidía la mesa y pasaba los platos llenos, asegurándose de
que todos tuviéramos suficiente. Me aliviaba ver que volvía a tener el mismo
aspecto de siempre. Le había vuelto el color a la cara y se movía con la misma
facilidad que de costumbre. A los dos nos estaba costando mucho

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recuperarnos físicamente de la incursión en el círculo de hierro. Yo todavía
me sentía cansada y sufría pesadillas siniestras, aunque eso parecía pasar cada
vez menos. En una mañana como aquella era fácil imaginar que los efectos de
la terrible experiencia no tardarían en desaparecer.
Al fin, Lockwood golpeó una jarra de leche con un tenedor.
—Es hora de hacer algunos brindis —anunció—. Me gustaría agradeceros
a todos vuestro trabajo en Aldbury Castle. George, Holly y Quill, estuvisteis
magníficos en el instituto. Sin vosotros, Lucy y yo no habríamos sobrevivido.
Alzamos los vasos y nos bebimos el zumo de naranja. Luego Lockwood
se giró hacia mí.
—Lucy —dijo—, te mereces un brindis especial. Primero, por volver con
nosotros. La agencia Lockwood no estaba completa sin ti. Y, segundo, por
intervenir cuando Rotwell me estaba machacando. Me salvaste la vida esa
noche. Gracias.
Me miró fijamente. Yo me esforcé por aparentar que estaba muy
tranquila, pero sentí que estaba empezando a ruborizarme. Luego me di
cuenta de que todos nos estaban mirando.
—Vaya, qué incómodo —dijo George.
Lockwood sonrió y le tiró una corteza de pan.
—La verdad es que dependemos los unos de los otros. Si uno falta, todos
nos resentimos. Juntos no hay nada que no podamos hacer.
—¡Eso, eso! —le secundó Holly.
—Y eso me lleva a mi último brindis —terminó Lockwood—. Por los
nuevos horizontes. Porque creo que todo ha cambiado después de la sombra
en llamas, el círculo de hierro y lo que Lucy y yo encontramos al otro lado.
Entre todos hemos descubierto cosas que nunca habíamos imaginado. Barnes
quiere que no digamos nada, pero sabemos que eso es imposible. A partir de
ahora, ampliaremos nuestras investigaciones. Hay muchas preguntas nuevas
que responder y nuestro trabajo no ha hecho más que empezar.
Bebimos y dejamos los vasos sobre la mesa. Permanecimos callados
durante un rato, escuchando el gorjeo de los pájaros a través de la puerta
abierta.
—Lo que yo quiero saber —declaró Holly— es qué hacía el hombre que
era la sombra en llamas al otro lado del círculo. Steve Rotwell sugirió que
había algún tipo de objetivo. No se paseaba solo por diversión. ¿Qué
buscaba? ¿Por qué arriesgarse tanto? No me imagino nada lo bastante
importante para justificarlo.

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—No tiene que ser nada específico. —Era George. No contento con los
arenques, estaba preparándose un último sándwich de beicon de dimensiones
impresionantes—. A veces es solo por explorar lo desconocido. Dadme una
armadura de hierro y yo cruzaría tan contento el círculo.
—Tendría que ser una armadura extragrande, sobre todo si te comes ese
bocadillo monstruoso —apuntó Lockwood—. Aunque siempre podría
prestarte la capa protectora.
—Qué pena que perdiera la otra —dije. El recuerdo me hizo sentir mal.
Lockwood se encogió de hombros.
—No pudiste evitarlo. Además, ¿quién sabe qué más hay guardado en el
piso de arriba? Pero estábamos hablando de la sombra. Está claro que se traía
algo entre manos. Rotwell lo dijo. Tenemos que descubrir el qué.
—Primero tenemos que entender esto —comentó Kipps—. Yo no sé si
puedo.
—Ni yo —coincidió Holly—. Me fascina que hayáis vuelto sanos y
salvos.
No respondí. Por la noche, cuando cerraba los ojos, todavía veía el cielo
negro cerniéndose sobre el mundo alternativo y congelado.
—Pues esto es lo que yo pienso —dijo George, mascando el último trozo
de beicon—. Lucy y Lockwood fueron al lugar de donde vienen los
fantasmas. O al menos donde algunos permanecen, listos para atravesar los
rincones débiles de nuestro mundo. Normalmente no tenemos acceso a él,
aunque supongo que quienes tenemos visión psíquica podemos vislumbrarlo.
Pero luego la sombra cruzó y empezó a pasearse, lo que emocionó a esos
espíritus. Eso debilitó la frontera entre los mundos. Cuando le visteis en el
camposanto era como un fantasma, ¿no? Le estabais viendo en el más allá,
porque la barrera se había desgastado por completo.
—Me pregunto si alguien nos vio a nosotros —reflexionó Lockwood—.
Nunca se me ocurrió preguntarlo.
—A mí lo que me interesa —siguió George— es si alguien los había
invocado así antes. Y si es así —señaló el mapa de la pared con una cuchara
de mostaza, el que mostraba la propagación concéntrica de las apariciones
históricas del país—, qué efecto ha tenido en el Problema.
Sonó el timbre. Holly estaba más cerca. Desapareció por el pasillo.
—Menudos misterios… —musitó Kipps—. Nos costará resolverlos.
—Confía, Quill —respondió Lockwood—. Creo que con este equipo nos
irá bien. —Se estiró en la silla—. ¿Quién había llamado a la puerta, Hol?

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Holly había vuelto y, justo antes de que hablara, todos nos percatamos de
lo pálida que estaba y la expresión tan rígida que tenía.
—Tenemos dos invitados, Lockwood —respondió—. No… No podía…
Bueno, lo que quiero decir es que están aquí. He tenido que dejarles entrar.
Se echó a un lado. Detrás de ella, con una sonrisa radiante, estaba
Penelope Fittes.
La señora Fittes entró en la cocina. Era una estancia pequeña y no había
mucho espacio para ella. Contempló los restos de nuestra comida. Llevaba un
vestido verde que le llegaba por las rodillas y un abrigo marrón oscuro
encima. Como siempre, podía estar de camino a una cena.
—Buenos días a todos —dijo—. Espero no molestar. ¿Puedo pasar?
Bueno, ya lo había hecho, claro. Lockwood se puso en pie de un salto.
—Por supuesto. Por favor…
—Solo será una visita breve. No, no se levante. No quiero molestarles.
Además, he venido acompañada. —Señaló a su espalda a un joven delgado
con el pelo rubio y rizado y un bigote perfectamente cepillado que esperaba
en las sombras del pasillo. Vestía un traje elegante de tweed y llevaba un
bastón espada en el costado—. Creo que conocen a sir Rupert Gale, ¿verdad?
Es un viejo amigo de la familia Fittes.
—Sí, claro que… sí. Disculpe el desorden —dijo Lockwood—. ¿Vamos
al salón?
La señora Fittes esbozó una sonrisa.
—No, no. Me gustaría ver dónde trabaja su pequeña agencia. ¡Qué
desayuno tan completo están disfrutando! Y este mantel con todos estos
dibujos… —Se acercó para verlos mejor—. ¡Qué pintoresco! Qué
encantador… Bueno, quizá estos bocetos de aquí no.
Lockwood se acercó rápidamente con una silla de sobra.
—Lo siento. No paro de decirle a George que se limite a pintar fantasmas.
Por favor, siéntese, señora. Sir Rupert, ¿le importaría ocupar mi asiento?
—No, no, gracias. Estoy bien.
Sir Rupert Gale se colocó junto a la ventana. Se apoyó sobre el fregadero
y cruzó los tobillos.
No nos encantaba tener a sir Rupert en nuestra casa, puesto que sabíamos
que era un corrupto y un coleccionista rico de reliquias prohibidas. Nuestros
encuentros en el pasado habían estado plagados de amenazas violentas. Pero,
en realidad, tener a Penelope Fittes allí era todavía más desconcertante.
La persona más famosa del momento estaba sentada en nuestro lugar
privado, sonriéndonos. La silla que ocupaba era una plegable de mimbre,

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bastante barata y con varias quemaduras de ectoplasma en el respaldo, ya que
había participado en alguno de los experimentos de George. Aun así, con las
piernas largas colocadas con elegancia sobre ella y el sol iluminándole el
vestido verde esmeralda, aquella mujer hacía que pareciera bastante chic.
Parecía estar muy cómoda. Por otro lado, nosotros estábamos sentados (o de
pie) perplejos y en silencio. Sobre todo Kipps, que parecía completamente
avergonzado. Dejaba ver su silueta sutilmente detrás de la puerta, intentando
que no le vieran.
Lockwood sacudió la cabeza y alejó la confusión.
—¿Té, señora? Acabamos de prepararlo.
—Gracias, Anthony. Tomaré una taza.
Mientras se completaban las formalidades necesarias, la señora Fittes
observó la cocina y sus ojos se fijaron en todos los detalles: los restos del
desayuno, la sal y el hierro en la esquina, la puerta del jardín y el mapa de
Inglaterra de George en la pared.
—He venido aquí para darles las gracias —dijo—. Para agradecerles sus
servicios. Ha sido muy amable por su parte.
—¿Nuestros servicios? —Lockwood le tendió el té.
—Veo que han leído los periódicos… —Señaló la portada de The Times
—. Se habrán dado cuenta de que se están produciendo muchos cambios en
Londres. En concreto, quizás hayan oído que las agencias Rotwell y Fittes
van a asociarse. Pues puedo decirles extraoficialmente que será mucho más
que eso. Será una fusión. La agencia Rotwell está desacreditada y en crisis, y
si no se actúa rápido, fracasará. Así que, desde ahora, se integrará
completamente a la agencia Fittes. Eso significa que será parte de Fittes y que
sus ejecutivos rendirán cuentas ante mí.
La mujer que ahora controlaba las dos empresas más grandes e
importantes de Londres nos miró.
—Enhorabuena, señora Fittes —dijo Lockwood despacio—. Es una gran
noticia.
—Pues sí. Un cambio que pasará a la historia. Tengo mucho trabajo por
delante si voy a darle forma a Rotwell, pero confío en que podrá hacerse. En
cualquier caso, ahora dirijo ambas agencias. Y tengo entendido que les debo
gran parte de mi buena suerte a ustedes.
Fue uno de esos momentos en los que a todos nos costó tanto aparentar
inocencia y desconcierto que el ambiente se tornó de pronto tóxico a causa de
la culpa y todo lo que sabíamos. Junto al fregadero, sir Rupert Gale sonrió.

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Cogió una de las tazas de rayas favoritas de George y la contempló
distraídamente.
—Perdone, señora Fittes —dijo Lockwood—. No acabo de entenderlo. Sí,
casualmente estuvimos trabajando en un pueblo cercano, pero, como el resto
del mundo, no sabemos nada sobre lo ocurrido en el instituto o la causa del
desastre, si es que se refiere a eso.
La señora Fittes soltó una risita extraña. Había olvidado lo grave y ronca
que era.
—No pasa nada. Yo no soy ese tonto del inspector Barnes. No hace falta
que tenga cuidado conmigo. Pero no voy a presionarle. Imaginemos durante
un instante que vieron cosas que no deberían haber visto. Quizá les
confundieron. Quizá aún no hayan podido quitárselas de la cabeza.
Era obvio de lo que estaba hablando, pero como lo habíamos negado
desde el principio ahora no podíamos admitir nada. Lockwood fingió
planteárselo.
—Sí que encontramos algunas apariciones terroríficas en el pueblo. En
concreto, George corrió un kilómetro para huir de una chica sin ojos. No es
cierto, ¿George?
—Salí disparado como una flecha —respondió él.
La mujer nos sonrió.
—Qué graciosos. Basta decir que algunos de los científicos de Rotwell…
Bueno, quizá ahora debería llamarlos científicos de Fittes. Algunos de los
trabajadores del instituto han hablado con la policía. Mencionaron a unos
intrusos.
—Cinco intrusos —añadió sir Rupert Gale—. Contados con los dedos de
una mano.
—Pues no sé exactamente qué es lo que vieron u oyeron —dijo la señora
Fittes—, pero les aconsejo olvidarlo. El pobre Steve Rotwell era un hombre
excéntrico y motivado que deseaba alcanzar conocimientos extraños que
todos tenemos prohibidos. No debemos desentrañar los experimentos oscuros
que pudo haber llevado a cabo en su instituto privado. Sin duda, no deberían
importarle lo más mínimo a cualquier agencia que cumpla la ley.
Permanecimos en silencio, intentando evaluar sus palabras. Sobre el
fregadero, el paño también estaba oscuro y callado. Podía ver parte del frasco,
pero nada que se agitara en el interior. Al menos la calavera se estaba
manteniendo al margen. Era una verdadera suerte.
Lockwood habló en voz baja.

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—Creo que la entiendo. Nos está pidiendo que «olvidemos» todo lo que
hayamos o no hayamos visto.
—«Pedir» no es la palabra que yo habría elegido, pero sí, así es.
—¿Puedo preguntarle por qué?
La mujer le dio un sorbo al té.
—Llevamos cuarenta años luchando contra las fuerzas sobrenaturales —
respondió—. Tratar de manipularlas o intentar conseguir algo de ellas, como
hizo el ingenuo de Rotwell, es un desastre psíquico asegurado. Los misterios
de la muerte son sagrados y no deben explorarse. —Penelope Fittes nos miró
—. Lo saben tan bien como yo. Hay cosas que es mejor no comprender.
George se movió.
—Perdone, señora. Yo no creo que eso sea cierto. Conseguir todo tipo de
información es vital para nosotros en la batalla contra el Problema, sin duda.
—Querido George, es muy joven. —La risa ronca regresó—. Entiendo
por qué puede costarle comprender algunos conceptos.
—No, George tiene razón —repuso Lockwood—. George siempre tiene
razón. No deberíamos temer descubrir lo que está rodeado de oscuridad, sino
arrojar luz. Como el farol del logo de su agencia. Al fin y al cabo, eso es lo
que hace un agente.
La señora Fittes le miró, manteniendo la compostura.
—¿No querrá decirme que vuelve a rechazar mi sugerencia?
—Me temo que sí… Sí, rechazamos su «petición» u «orden», o lo que
quiera que sea. —De pronto, la voz de Lockwood sonó muy clara—. Perdone,
pero no formo parte de su agencia. No puede irrumpir en nuestra cocina y
decirnos lo que tenemos que hacer.
—Bueno, en realidad sí que podemos —dijo ella—. ¿No es cierto,
Rupert?
—Desde luego que sí, señora. —Sir Rupert Gale se apartó de la ventana y
se paseó tranquilamente detrás de nosotros—. Para algunos —continuó—, las
acciones tendrán consecuencias a partir de ahora. —Se agachó, cogió el
sándwich de George del plato y le dio un bocado enorme—. Y para otros no
habrá ninguna. Como ahora. ¡Mm, un beicon excelente! Y también lleva
mostaza. Muy rico.
—¿Cómo se atreve…?
En un instante, Lockwood había saltado de su silla y había rodeado la
mitad de la mesa. Se detuvo de golpe. Hubo un destello plateado igual de
rápido. Sir Rupert tenía la espada en la mano y la punta estaba a poca

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distancia del estómago de Lockwood. En lugar de mirarle, masticaba
tranquilamente e inspeccionaba la corteza del sándwich.
—¿Está amenazando a un hombre desarmado, sir Rupert? —preguntó
George—. Qué elegante.
—Podrías pasarme el cuchillo de la mantequilla, George —murmuró
Lockwood—. Con eso me bastaría para encargarme de él.
—Cuánto ingenio tiene —dijo sir Rupert Gale.
Penelope Fittes levantó la mano.
—No habrá ninguna pelea. Es una visita civilizada. Rupert, guarda la
espada. Anthony, siéntese, por favor.
Lockwood vaciló mucho, pero luego regresó lentamente a su sitio. Sir
Rupert Gale guardó la espada sin dejar de mascar.
—Eso está mejor. —La señora Fittes dejó escapar su risita—. ¡Chicos!
¿Qué voy a hacer con ustedes? Bueno, les he comunicado algo muy sencillo y
no veo por qué debería haber ninguna objeción. Tienen una pequeña agencia
encantadora y los animo encarecidamente a seguir con sus maravillosos
encarguitos. Pero a partir de ahora se limitarán a las investigaciones que se
adaptan mejor a ustedes: las pequeñas apariciones que asolan esta sociedad.
Se acabaron las tonterías como esta —señaló el póster de George en la pared
—, se acabaron las especulaciones sin sentido y se acabó sobrepasar sus
funciones. Usted, querido George, siempre ha tenido una imaginación
ridícula. Le iría mejor si se olvidara de todo y dedicara un poco más de
tiempo a asuntos útiles. Como su aspecto, por ejemplo. ¡Arréglese un poco!
Salga, conozca a una chica, haga amigos.
—Empezar a familiarizarse con el desodorante tampoco le vendría mal —
añadió sir Rupert Gale, dándole una palmadita a George en el hombro.
Él se quedó sentado, impasible.
—¡No estén tan serios! —Penelope Fittes nos sonrió—. Tienen todo lo
que necesita una agencia perfecta, aunque en miniatura. Un investigador tenaz
y firme, que es George. Y Lockwood, por supuesto, el hombre decidido que
pasa a la acción. Y hasta tienen a la señorita Munro, la perfecta secretaria y
mecanógrafa. Por lo que mis nuevos compañeros de Rotwell me han dicho,
quizá no sea la agente más valiente, pero es preciosa…
—¡Ya basta! —Fue mi voz. Me puse en pie y tiré la silla—. No sabe nada
de Holly ni de ninguno de nosotros. ¡Déjela en paz!
—Oh, señorita Carlyle. —La mujer se giró hacia mí y sentí por primera
vez toda la fiereza de su sonrisa—. No sabe cuánto siento que no aceptara mi
oferta hace unas semanas. Podríamos haber hecho cosas extraordinarias

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juntas. Pero aquí estamos, y no tiene sentido llorar por las oportunidades
perdidas… Lo que me lleva a usted, señor Kipps.
Hasta entonces había ignorado por completo la existencia de Quill Kipps,
que estaba detrás de la puerta, encogiéndose contra los cubos de basura, como
si quisiera comprimirse hasta dejar de existir. Se estremeció cuando ella le
dedicó una sonrisa.
—He oído que también ha estado ocupado, Quill —dijo—, jugueteando
con unas lentes que no le pertenecen. Qué divertido. Espero que haya
disfrutado estando con sus nuevos amigos. Pero, entre tanta emoción, no
olvide algo fundamental: por decisión propia, se ha desterrado de mi agencia
y a partir de ahora será excluido de cualquier trabajo y estatus importante. No
toleraremos a los renegados como usted y se convertirá en un buen ejemplo
de ello. Le retiraremos la pensión y destruiremos su reputación. Me aseguraré
de que nunca vuelva a trabajar para ninguna agencia de detección psíquica
respetable.
—No pasa nada, Kipps —intervino Lockwood—. Puedes trabajar para
nosotros si quieres. No somos una agencia respetable.
Kipps no contestó. Estaba muy pálido y la nariz y los labios se le habían
vuelto de un azul purpúreo. Casi parecía haber muerto del miedo y la
humillación.
—Bueno, será mejor que me vaya —dijo Penelope Fittes—. Hay tanto
que hacer… ¿Saben? La vida es extraña, ¿no le parece, Anthony? Rechazó mi
anterior oferta y ahora, sin querer, ha hecho más por mí de lo que nunca
habría imaginado. Gracias por el té. —Se levantó y le echó un último vistazo
a la cocina—. Es una casita preciosa. Muy acogedora y vulnerable. Que
tengan una bonita mañana.
Y se marchó. Junto a la ventana, sir Rupert Gale se terminó el sándwich
de George. Luego cogió un trapo del escurridero, se limpió la grasa de las
manos y lo dejó en el fregadero. Salió de la habitación con una sonrisa.
Oímos cómo se cerraba la puerta principal y sus pasos desaparecían en el
camino de fuera. Poco después, el coche de la señora Fittes se perdió en aquel
día soleado de primavera.
Todos permanecimos exactamente donde estábamos, sentados, de pie y en
silencio; Lockwood en su silla, George y Holly en lados opuestos de la mesa,
yo en el extremo y Kipps en la puerta. Aunque nadie miró a nadie, sabíamos
perfectamente lo quietos y rígidos que estaban los demás. Nos quedamos allí,
unidos por una pequeña telaraña de impresión.

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Luego Lockwood rio. El hechizo se rompió y todos nos movimos, como si
hubiéramos despertado de un sueño. Le miramos. Estaba sentado con una
amplia sonrisa y los ojos brillantes.
—Pues han dejado bastante clara su postura, ¿no? —dijo—. Se supone
que tenemos que mantenernos al margen.
Kipps movió los pies como si le dolieran. George tosió un poco.
—Hagamos una votación —siguió Lockwood—. ¿Quién cree que
debemos ser agentes obedientes, hacer lo que ella diga y alejarnos de todo?
Nos miró. Ninguno había dicho nada.
—Vale. —Lockwood alisó el mantel de pensar hasta ponerlo bien—. Está
bien saberlo. Ahora que levante la mano quien piense que, en realidad,
deberíamos hacer lo contrario a lo que ha dicho. Quien piense que, como
Penelope ha decidido sacar las garras, estamos en nuestro pleno derecho de
investigar lo que haga a partir de ahora. Sin importar lo mucho que nos
amenacen ella y ese canalla engreído.
Todos levantamos las manos en silencio. Hasta Kipps, aunque parecía que
iba a intentar rascarse la nuca y solo lo hizo como una ocurrencia tardía, con
un brazo tímido y medio doblado. Todos nos pusimos en pie en aquella
habitación en la que el sol primaveral brillaba al otro lado de la ventana.
—Excelente —dijo Lockwood—. Gracias. Me alegro, porque eso es lo
que pienso yo también. Limpiemos el desayuno. George, ¿por qué no pones la
tetera? Es hora de que la agencia Lockwood se ponga a trabajar.

Dos minutos después, yo estaba en el fregadero lavando los platos y


contemplando la nada cuando atisbé un tenue brillo verde debajo del paño. Lo
retiré y vi al fantasma del frasco mirándome. Por una vez, su rostro solo era
ligeramente repugnante. Parecía muy sereno y serio.
—Qué buen discurso el de Lockwood —dijo la calavera—. Muy bien
dicho. Casi me creo por un segundo que no estáis condenados. Supongo que
esa era su intención. Bueno, ponme al día. He podido echar un vistazo bajo el
paño. ¿Quién acaba de entrar?
—Penelope Fittes.
—¿Y quién es?
—La presidenta de la agencia Fittes. Y, al parecer, la que manda en toda
la ciudad. Al menos eso piensa ella. Tienes que ponerte al día. Pensaba que lo
sabías.

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—Oh, si no soy más que una pobre y vieja calavera. Tardo un poco en
acostumbrarme. Entonces, ¿era Penelope Fittes? ¿La presidenta de la Casa
Fittes? ¿La nieta de la vieja Marissa que lo empezó todo?
—Sí. Y de repente ya no es tan amable como pensábamos… ¿Qué te
pasa? ¿Por qué te ríes?
—Por nada… ¿Cuántos años decías que tiene?
—¿Es que estás pensando en pedirle matrimonio? Y yo cómo voy a
saberlo.
—Veo que iba con un guardaespaldas —dijo la calavera—. Ese tipo rubio
con pelusilla en el bigote.
Refunfuñé.
—Ya. Es sir Rupert Gale, un pieza de mucho cuidado.
—Sí, un asesino sonriente y de ojos azules. Pero no es ninguna sorpresa.
Siempre ha tenido a alguien que le haga el trabajo sucio.
—¿Quién?
—Marissa Fittes.
—Estamos hablando de Penelope.
—Bueno…, sí. Será mejor que enjuagues otra vez el plato, Lucy. Todavía
tiene kétchup.
Seguí con los platos mientras contemplaba el jardín. A mi lado, la
calavera siguió riéndose sola sin ningún motivo.
—Vale —dije al cabo de un rato—. Yo también quiero entender el chiste.
—Una vez conocí a Marissa —respondió la calavera—. Hablé con ella.
Te lo conté, ¿recuerdas?
—Sí, lo sé. Te metió en ese frasco.
—Es bastante raro verla de nuevo aquí.
—¿Penelope se parece a ella?
Pensé en la mujer mayor y arrugada de las fotografías de la Casa Fittes.
Aunque, claro, habían sido tomadas en los últimos años de la vida de Marissa,
así que quizá se parecía más a Penelope cuando era más joven.
—Podría decirse que sí. Está exactamente igual que hace cincuenta años.
Puaj, hasta a mí me pone los pelos de punta y no soy más que una calavera en
un frasco. Bueno, tampoco quiero interrumpirte. Ahora estás con los
cubiertos. Vaya, cuchillos con mermelada y cucharas con huevo. Qué
emocionante.
—Lo siento, pero me he perdido. Repítemelo otra vez.
—Me pregunto cómo lo habrá conseguido, porque de verdad está igual.
Tendrá ochenta o más años y casi parece más joven.

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Miré al fantasma. Él me miró a mí.
Luego apartó la mirada y puso los ojos en blanco.
—Déjame que use palabras sencillas y cortas para que lo entiendas, Lucy.
Penelope Fittes no es la nieta de Marissa. Es ella.
Me detuve allí, con las manos sumergidas en el agua con jabón, y
contemplé el frasco. Detrás de mí, George estaba poniendo las bolsas de té en
las tazas. La tetera hervía. Lockwood y Kipps discutían por algo. Holly estaba
en el jardín, sacudiendo las migas del mantel de pensar.
Y el fantasma del frasco no dejaba de mirarme con sus ojos negros y
brillantes.
—¿Es ella? —repetí.
—Exacto. Penelope Fittes es Marissa Fittes. Son la misma persona.

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Glosario

* indica que el fantasma es de tipo uno


** indica que el fantasma es de tipo dos

Acechador*
Una clase de fantasma de tipo uno que se oculta entre las sombras,
inmóvil y lejos de los vivos. Propaga una fuerte sensación de ansiedad y
miedo atroz.

Acosador*
Un fantasma de tipo uno que siente curiosidad por los vivos y los sigue de
lejos, pero sin acercarse. Los agentes que tienen el don de la percepción
pueden detectar cómo arrastran los pies huesudos, además de oír sus
suspiros y sollozos desolados.

Agencia de detección psíquica


Una empresa que se especializa en el control y la destrucción de
fantasmas. En Londres hay decenas de agencias. Las dos más importantes
(la agencia Fittes y la agencia Rotwell) tienen cientos de empleados. La
más pequeña (la agencia Lockwood) tiene tres. La mayoría de las agencias
están supervisadas por adultos, pero todas ellas dependen en gran medida
de niños con fuertes dones psíquicos.

Alma en pena **
Un fantasma de tipo dos que mantiene una forma aérea, delicada y
transparente. Las almas en pena son prácticamente invisibles, excepto por

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su tenue contorno y algunos detalles del rostro. Pese a su apariencia
incorpórea, no es menos agresivo que los espectros, que sí son visibles. Al
ser más difíciles de ver, son más peligrosos.

Ánima
Otro nombre genérico que se le da a los fantasmas.

Aparición
La forma que adopta un fantasma cuando se manifiesta. Las apariciones
suelen copiar la forma de la persona fallecida, pero también pueden imitar a
animales u objetos. Algunas son poco frecuentes. El espectro del reciente
caso del valle de Limehouse se manifestó como una gran cobra verde y
brillante, mientras que el infame terror de la calle Bell se ocultó tras la
apariencia de una muñeca de trapo. La mayoría de los fantasmas, tanto los
poderosos como los débiles, no quieren o no pueden alterar su apariencia.
Los metamorfos y los dobles son la excepción a esta regla.

Aura
El brillo o el resplandor propio de muchas apariciones. La mayoría de las
auras apenas son visibles y pueden detectarse mirando de reojo. Las auras
intensas y radiantes se llaman luces fantasmagóricas. Algunos fantasmas,
como los espectros oscuros, irradian un aura negra, más oscura que la
noche.

Bloqueo fantasmal
Un peligroso poder de los fantasmas de tipo dos. Puede tratarse de una
ampliación del malestar. Las víctimas pierden su fuerza de voluntad y
sienten una horrible oleada de desesperación. Los músculos se vuelven tan
pesados como el plomo, lo que les impide pensar o moverse libremente. En
muchos casos, terminan paralizados, esperando impotentes mientras el
hambriento fantasma se acerca más y más…

Bomba de sal
Un pequeño globo de plástico lleno de sal que se lanza. El impacto hace
que se rompa y la sal salga disparada en todas las direcciones. Los agentes
la utilizan para alejar a los fantasmas más débiles. Es menos efectiva
contra entes con más fuerza.

Bomba fantasma

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Un arma que consiste en un fantasma atrapado en una prisión de cristal de
plata. Cuando el cristal se rompe, el espíritu sale para propagar miedo y
petrificación fantasmal entre los vivos.

Brillo mortal
Un rastro de energía que queda en el lugar exacto en el que murió alguien.
Cuanto más violenta fuera la muerte, más brillo habrá. Los brillos más
intensos pueden persistir durante muchos años.

Cadavérico *
El nombre que recibe una variedad específica de fantasma de tipo uno.
Probablemente se trate de un subtipo de sombra. Los cadavéricos son
figuras demacradas y sin pelo, con la piel adherida a los cráneos y las
costillas. Irradian una luz fantasmagórica brillante y pálida. Aunque se
parecen bastante a algunos guardianes, siempre son pasivos y
normalmente tienen un aspecto deprimente.

Corriente de agua
En la antigüedad, se observó que los fantasmas detestan atravesar las
corrientes de agua. En la Gran Bretaña actual, este conocimiento suele
usarse contra ellos. Una red de canales artificiales o arroyos en el centro de
Londres protegen el principal distrito comercial. En menor escala, algunos
propietarios han construido canales al aire libre junto a la puerta de sus
casas, donde recogen el agua de la lluvia.

Cristal de plata
Un cristal especial a prueba de fantasmas usado para guardar orígenes.

Cúmulo
Un grupo de fantasmas agrupados en una zona pequeña.

Dama fría *
Un espectro gris, borroso y con forma de mujer. Suele llevar vestidos
antiguos y se distingue fácilmente a lo lejos. Las damas frías emiten una
potente sensación de melancolía y malestar. No suelen acercarse a los
vivos, aunque se han recogido excepciones.

Defensas antifantasmas
Las tres defensas más importantes, en orden de efectividad, son la plata, el
hierro y la sal. La lavanda también ofrece cierta protección, al igual que la

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luz del sol y las corrientes de agua.

Destello de magnesio
Un proyectil metálico con un sello de cristal rompible. Contiene magnesio,
hierro, sal, pólvora y un artilugio para prenderlo. Se trata de una poderosa
arma que las agencias usan contra los fantasmas más agresivos.

DICP
El Departamento de Investigación y Control Psíquico. Una organización
gubernamental creada para abordar el Problema. El DICP investiga la
naturaleza de los fantasmas, intenta destruir a los más peligrosos y controla
las actividades de las muchas agencias de la competencia.

Don
La habilidad de ver, oír o detectar a los fantasmas. Muchos niños, aunque
no todos, nacen con cierto don psíquico. Las habilidades suelen
desaparecer conforme crecen, aunque algunos adultos las conservan. Los
jóvenes con dones más poderosos se unen a las patrullas nocturnas. Los
que poseen un don extraordinario trabajan para las agencias. Las tres
principales categorías de dones son la visión, la percepción y la
reminiscencia.

Ectoplasma
Una sustancia extraña y variable de la que están hechos los fantasmas.
Cuando está concentrado, el ectoplasma es perjudicial para los vivos.

Encuentro
Véase manifestación.

Escuálido **
Un fantasma raro y desagradable, que se manifiesta como un cadáver
sangriento, sin piel, con los ojos salidos de las cuencas y una sonrisa que deja
ver los dientes. No suele gustar a los agentes. Muchas autoridades lo califican
como una variedad de guardián.

Espectro **
El fantasma de tipo dos más común. Un espectro siempre forma una
aparición clara y llena de detalles, que puede llegar a parecer casi
corpórea. Suele ser un eco visual riguroso de la persona fallecida, ya sea
con su aspecto en vida o como cadáver. Los espectros son menos nebulosos

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que las almas en pena y menos espantosos que los guardianes, pero tienen
comportamientos igual de dispares. Muchos se muestran neutrales o
benévolos cuando se encuentran cerca de los vivos, pues quizá vuelven
para revelar un secreto o corregir un error del pasado. Otros, sin embargo,
son muy hostiles y tienen sed de interacción humana. Este tipo de fantasma
debe evitarse a toda costa.

Espectro oscuro **
Un terrorífico fantasma de tipo dos que se manifiesta como una mancha
de oscuridad que se mueve. A veces, la aparición apenas es visible en
plena noche. Otras veces, se muestra como una nube oscura cambiante y
sin forma que se encoge hasta el tamaño de un corazón palpitante o se
expande rápidamente para tragarse toda una habitación.

Espíritu aullador **
Un temido fantasma de tipo dos, que puede aparecerse visualmente o no.
Los espíritus aulladores emiten alaridos psíquicos terroríficos. El sonido
puede llegar a paralizar de miedo a la persona que lo oye, provocando un
bloqueo fantasmal.

Estoque
El arma oficial de los agentes que llevan a cabo investigaciones psíquicas.
La punta de los estoques de hierro suele tener un revestimiento de plata.

Fantasma
El espíritu de una persona que ha muerto. Los fantasmas han existido a lo
largo de la historia, pero, por motivos que desconocemos, ahora son más
comunes. En términos generales, hay muchas variedades. Sin embargo,
estas pueden agruparse en tres grupos principales (véanse tipo uno, tipo
dos y tipo tres). Normalmente, los fantasmas permanecen cerca de un
origen, que suele ser el lugar en el que murieron. Tienen más fuerza
cuando oscurece, sobre todo entre la medianoche y las dos de la
madrugada. Muchos pasan desapercibidos y no sienten interés por los
vivos. Algunos son muy hostiles, aunque no es lo habitual.

Farola protectora
Una farola eléctrica que emite potentes haces de luz blanca para alejar a los
fantasmas. La mayoría de las farolas protectoras tienen obturadores

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instalados sobre sus lentes de cristal. Estos dispositivos se encienden y
apagan en intervalos durante toda la noche.

Frasco sellado
Un receptáculo de cristal de plata utilizado para guardar un origen activo.

Frío
La bajada drástica de temperatura que se produce cuando un fantasma anda
cerca. Es uno de los cuatro indicadores habituales de una inminente
manifestación, junto con el malestar, la miasma y el miedo atroz. El frío
puede ocupar un espacio amplio o concentrarse en «rincones gélidos»
específicos.

Fuego griego
Otro de los nombres que reciben los destellos de magnesio. Las primeras
armas de este tipo se utilizaron contra los fantasmas durante la época del
Imperio bizantino (o del Imperio griego), hace mil años.

Guardián**
Un fantasma de tipo dos peligroso. Los guardianes son parecidos a los
espectros en cuanto a fuerza y patrones de comportamiento, pero su
aspecto es mucho más aterrador. Sus apariciones muestran al difunto como
un cadáver: demacrado, marchito, terriblemente delgado y a veces
descompuesto y cubierto de gusanos. Los guardianes suelen aparecerse
como esqueletos. Irradian un poderoso bloqueo fantasmal. Véase también
y escuálido.

Halo
Un aura en forma de aro. Es una aureola brillante y granulosa de luz
fantasmagórica que puede rodear a un origen o aparición.

Hierro
Una protección antigua y poderosa contra los fantasmas de todo tipo. La
gente corriente protege sus casas con decoraciones de hierro y las llevan
encima como protectores. Los agentes llevan estoques y cadenas de
hierro, que utilizan para atacar y defenderse.

Icor
La forma más concentrada y espesa del ectoplasma. Quema muchos
materiales y solo puede almacenarse dentro de objetos fabricados con

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cristal de plata.

Incineradora de Fittes
Nombre que suele atribuirse a los altos hornos metropolitanos para el
desecho de artefactos psíquicos del Gran Londres, situada en Clerkenwell,
donde los orígenes espectrales peligrosos se destruyen usando el fuego.

Lavanda
Se piensa que el fuerte olor de esta planta ahuyenta a los espíritus
malignos. Por ello, mucha gente lleva espigas de lavanda seca en la ropa o
las quema para liberar una intensa humareda. A veces, los agentes llevan
tubos de agua de lavanda para utilizarlos contra entes de tipo uno poco
poderosos.

Llamador de piedra *
Un fantasma de tipo uno desesperado y nada interesante. Lo único que
hace es dar golpecitos sobre las piedras.

Luz fantasmagórica
Una luz escalofriante y sobrenatural que irradian algunas apariciones.

Malestar
La sensación de letargo y abatimiento que suele experimentarse cuando un
fantasma se acerca. Los casos más extremos pueden derivar en
petrificación fantasmal, una situación peligrosa.

Manifestación
Un suceso fantasmagórico. Puede implicar todo tipo de fenómenos
sobrenaturales, como sonidos, olores y sensaciones extrañas, objetos que se
mueven, bajadas de temperatura y apariciones.

Manual de Fittes
Un famoso libro de instrucciones para los cazafantasmas, escrito por
Marissa Fittes, la fundadora de la primera agencia de detección psíquica de
Gran Bretaña.

Metamorfo **
Un fantasma de tipo dos poco común y peligroso. Su poder le permite
alterar su aspecto cuando se manifiesta.

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Miasma
Una atmósfera desagradable que aparece antes de una manifestación. A
menudo implica olores y sabores molestos. Suele estar unida a una
sensación de miedo atroz, malestar y frío.

Miedo atroz
Una inexplicable sensación de pavor que normalmente se experimenta
antes de una manifestación. Suele ir acompañado de frío, miasma y
malestar.

Mutilado **
Un fantasma de tipo dos hinchado y deforme que habitualmente tiene
cabeza y torso humanos, pero sin brazos o piernas reconocibles. Junto con
los guardianes y los escuálidos, son una de las apariciones más
desagradables. Su visión suele estar acompañada de intensas sensaciones
de miasma y miedo atroz.

Niebla fantasmagórica
Una neblina clara de color blanco verdoso que suele surgir cuando un
fantasma se manifiesta. Puede estar formada por ectoplasma. Es fría y
desagradable, pero no es peligrosa al tacto.

Nimbo **
Un tipo de fantasma de tipo dos cuya belleza engaña. Se manifiesta como
un chico joven (o, en raras ocasiones, como una chica) que camina en el
centro de una esfera de luz fantasmagórica fría y resplandeciente.

Novia flotante *
Un fantasma de tipo uno con aspecto de mujer. Es una variante de las
damas frías. A las novias flotantes les suele faltar la cabeza u otra parte del
cuerpo. Algunas buscan la extremidad perdida, mientras que otras la mecen
o la sujetan con pena. Su nombre proviene de los fantasmas de dos novias
de la realeza, decapitadas en el palacio de Hampton Court.

Operario
Nombre que recibe un agente de investigaciones psíquicas.

Origen
El objeto o lugar que permite a los fantasmas entrar al mundo.

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Patrulla nocturna
Grupos de jóvenes, normalmente contratados por grandes empresas y
ayuntamientos locales, que vigilan las fábricas, las oficinas y las zonas
públicas cuando anochece. Los patrulleros nocturnos no tienen permitido
utilizar estoques, pero llevan bastones con puntas de hierro para mantener
a raya las apariciones.

Percepción
Uno de los tres dones psíquicos principales. Las personas con este tipo de
sensibilidad pueden percibir las voces de los muertos, el eco de eventos
pasados y otros sonidos sobrenaturales relacionados con las
manifestaciones.

Petrificación fantasmal
El efecto que produce el contacto físico entre una persona y una aparición,
provocado por los fantasmas más agresivos y letales. La petrificación
fantasmal, que comienza con una sensación intensa y abrumadora de frío,
se extiende por todo el cuerpo y adormece las extremidades. Los órganos
vitales comienzan a fallar uno a uno. Poco después, el cuerpo se vuelve
azul y empieza a hincharse. Sin una intervención médica urgente, puede ser
mortal.

Pistola de sal
Dispositivo que lanza chorros de agua salada sobre una zona amplia. Un
arma útil contra los fantasmas de tipo uno. Las agencias más grandes han
empezado a utilizarlas más.

Plasma
Véase ectoplasma.

Plata
Una defensa importante y potente contra los fantasmas. La gente utiliza
joyas de plata como protección. Los estoques de los agentes están
revestidos de este material, que es fundamental para los sellos.

Poltergeist **
Un fantasma de tipo dos poderoso y destructivo. Los poltergeist lanzan
fuertes ráfagas de energía sobrenatural que hacen que los objetos floten en
el aire. No pueden aparecerse.

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Problema, el
La epidemia de fantasmas que acecha actualmente al Reino Unido.

Protector
Un objeto, habitualmente hecho de hierro o plata, que se utiliza para
impedir que los fantasmas se acerquen. Los protectores pequeños pueden
colocarse en las joyas que lleve una persona, mientras que los grandes se
colocan en las casas y pueden tener elementos decorativos.

Red de cadenas
Una red hecha de cadenas de plata entrelazadas, un tipo de sello muy
versátil.

Reminiscencia
La capacidad para detectar ecos en objetos que han guardado una relación
estrecha con una persona muerta o con una manifestación sobrenatural.
Dichos ecos pueden ser imágenes visuales, sonidos u otras impresiones
sensoriales. Uno de los tres tipos de dones.

Resucitado **
Afortunadamente, es una variedad bastante rara de fantasma de tipo dos
en la que la aparición puede animar temporalmente su propio cadáver y
hacer que se libere de su tumba. Aunque los resucitados irradian un
poderoso bloqueo fantasmal y potentes oleadas de miedo atroz, es fácil
lidiar con ellos, ya que su cuerpo es el origen. Esto permite a los agentes
encerrarlos con plata sin dificultad. Además, si el cadáver es antiguo, suele
desmoronarse antes de infligir demasiado daño.

Sal
Una defensa común contra los fantasmas de tipo uno. Es menos efectiva
que el hierro o la plata, pero es más barata y se utiliza para proteger
muchos hogares.

Saqueadora de reliquias
Alguien que busca orígenes y otros artefactos psíquicos y los vende en el
mercado negro.

Secta espiritista
Un grupo de gente que, por distintas razones, comparte un enfermizo
interés por la aparición de los fantasmas.

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Sello
Un objeto, normalmente de plata o hierro, diseñado para encerrar o tapar
un origen, impidiendo que el fantasma se escape.

Sensible
Persona que ha nacido con un don psíquico excepcionalmente bueno. La
mayoría de los sensibles trabajan en agencias o patrullas nocturnas,
mientras que otros ofrecen servicios psíquicos sin enfrentarse realmente a
los visitantes.

Sombra *
El típico fantasma de tipo uno y quizá el visitante más común. Las
sombras suelen tener un aspecto corpóreo, al igual que los espectros, o
aéreo y borroso, como las almas en pena. No obstante, carecen de la
peligrosa inteligencia de estos entes. Las sombras parecen no ser
conscientes de la presencia de los vivos y normalmente siguen un patrón de
comportamiento fijo. Proyectan una sensación de aflicción y pérdida, pero
rara vez se muestran enfadados o con alguna otra emoción intensa. Casi
siempre adoptan una apariencia humana.

Tipo dos
La clasificación de fantasmas más peligrosos. Los espectros de tipo dos
son más poderosos que los de tipo uno y muestran signos de inteligencia.
Ven a los vivos y muchos intentan infligirles daño. Los fantasmas de tipo
dos más comunes, en orden, son: espectros, almas en pena y guardianes.
Consúltense espectro oscuro, doble, mutilado, poltergeist, escuálido y
nimbo.

Tipo tres
Una categoría de fantasma muy infrecuente. Marissa Fittes fue la primera
en informar de su existencia y continúan siendo objeto de controversia.
Presuntamente, pueden comunicarse con los vivos.

Tipo uno
La clasificación de fantasmas más comunes, débiles y menos peligrosos.
Los entes de tipo uno rara vez reconocen su entorno y a menudo se
encuentran atrapados en un patrón de comportamiento fijo y repetitivo.
Algunos de los ejemplos más frecuentes son los siguientes: sombras,

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acechadores y acosadores. Véase también dama fría, niebla parlante y
llamador de piedra y Tom McSombra.

Tom McSombra *
Término londinense para referirse a un acechador o a una sombra que
vaga cerca de puertas, arcos o callejones. Un fantasma urbano y cotidiano.

Toque de queda
Como respuesta al Problema, el Gobierno británico impuso toques de
queda nocturnos en muchas zonas habitadas. Durante el toque de queda,
que empieza poco después del anochecer y termina al alba, se recomienda a
la gente corriente permanecer en casa, donde están protegidos por sus
defensas. En muchas ciudades, el comienzo y el final del toque de queda
nocturno se anuncia con una campana de alarma.

Trémulo *
El fantasma de tipo uno más difícil de detectar. Los trémulos solo se
manifiestan como haces de luz fantasmagórica que flotan en el aire. Pueden
tocarse o atravesarse sin que inflijan ningún tipo de daño.

Vela vigía
Las agencias de detección psíquica usan estas velas pequeñas, que indican
las presencias sobrenaturales. La mecha parpadea, tiembla y finalmente se
apaga cuando un fantasma se acerca.

Visión
La habilidad psíquica de ver apariciones y otros fenómenos
fantasmagóricos, como los brillos mortales. Uno de los tres tipos de dones
psíquicos.

Visitante
Un fantasma.

Voluta *
Un fantasma de tipo uno débil que no suele suponer ninguna amenaza. Se
manifiesta como una llama pálida que parpadea. Algunos académicos
especulan que todos los fantasmas, tras un tiempo determinado, se
convierten en volutas, luego en trémulos y, finalmente, se desvanecen para
siempre.

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Jonathan Stroud comenzó escribir sus primeras historias a los 7 años. Su
principal fuente de inspiración fue Enid Blyton, y su obra de Los Cinco.
Después de terminar sus estudios de literatura inglesa en la Universidad de
York, trabajó en Londres como editor de libros para niños. Durante la década
de los 90 empezó a publicar sus propios trabajos y cosechó rápidamente un
gran éxito.
En mayo de 1999, Stroud publicó su primera novela «Buried Fire» que daba
comienzo a la carrera de Jonathan como escritor. Entre sus obras más
destacadas se encuentra la Trilogía de Bartimeo. Una característica especial
de estas novelas, comparadas con otras de su mismo género, es que el genio
protagonista, Bartimeo, voltea los estereotipos de “mago bueno” y “demonio
malo” debido a que la saga describe una versión alterna del mundo moderno
en el cual los acontecimientos perversos son llevados a cabo por magos
corruptos. Los libros en esta serie son El amuleto de Samarkanda, El ojo del
Golem, La Puerta de Ptolomeo y El anillo de Salomón. Otro libro del autor es
Los doce clanes.
Jonathan Stroud vive en St. Albans, Hertfordshire, con su hija Isabelle y su
esposa Gina, ilustradora de libros para niños.

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