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Bensuf, el relojero

1 El relojero

Hace muchos años, los hombres y las mujeres se levantaban de la cama con el cantar de los
gallos. Abrían la ventana y el aire mañanero terminaba de despertarlos. No existía todavía el reloj
despertador.
Al salir los primeros rayos del Sol barriendo la penumbra, el primero que se despertaba en
cada pueblo era el Gallo Madrugador. Solía vivir en la casa más alta del pueblo y dormía mirando en
dirección al Sol naciente.
Nada más recibir la primera luz sobre la cortinilla de sus ojos, se levantaba, se desperezaba y
lanzaba el primer quiquiriquí. Lo hacía de forma triunfal, como un pregonero. Su canto salía fuerte,
cortante, alargado. Luego lo repetía dos veces más y, como un eco, lo iban quiquiricando los gallos
de cada corral.

En lo alto de la ciudad de Samarkanda vivía Bensuf, el relojero. Sus aparatos eran los mejores
que se conocían, y venían a comprarlos desde los países más lejanos. Los reyes más importantes
del planeta presumían de tener en su palacio un reloj de Samarcanda.
Aquellos relojes marcaban las horas con sus agujas y medían la vida de millones de personas.
Pero todavía no sabían cantar las horas. Eran mudos.

2 El gallo del relojero

Bensuf, el relojero, tenía un gallo que era el mejor cantor, el que primero anunciaba el
despertar del alba, el que se adelantaba a todos con más garbo.
Cuando el Sol lanzaba el primer destello de luz, Bankiva, que así se llamaba el gallo, se
levantaba. Se desperezaba sobre su pata izquierda, erguía el cuello y lanzaba un rotundo
quiquiriquí.
Respiraba de nuevo y lo repetía dos veces más.
Su timbre se extendía por los alrededores cortando el aire. Los gatos, perros, conejos, asnos,
caballos y aves del vecindario se levantaban al momento y saludaban al nuevo día que acababa de
nacer. Desde sus casas, todos se acordaban del gallo Bankiva, el trompetero de la ciudad.
Tanta fue la fama del gallo, que hasta hubo príncipes que quisieron comprárselo a Bensuf.
Pero él no cedía por nada del mundo. No lo vendería ni por una montaña de oro, ni por un río de
plata. Bankiva no estaba en venta: ¡era su gallo! No se lo vendería ni siquiera al mismísimo
Tamerlán, el joven emperador de Samarkanda, el emperador de cuerpo gigante y largos cabellos.
Aunque Bensuf no quería desprenderse de su gallo, pensó que podría hacer un buen negocio.
Mandó traer de los lugares más remotos gallinas de bello plumaje, de razas muy elegantes, y las
puso en el corral.
Bankiva se sintió contentísimo y se paseaba muy tieso por el gallinero. Era el rey.
Pasados unos días, las gallinas comenzaron a empollar y, después de estar veintiún días sobre
sus huevos, empezaron a salir pollitos de los cascarones. Algunos se echaban a correr nada más
nacer, con un trozo de cáscara pegado en el culo.
Bensuf separó los machos de las hembras. Pasado un mes, los pollitos se hicieron pollos.
Cuando contaban tres meses, lucían ya una cresta presumida. Y su dueño se frotaba las manos
pensando en el negocio que haría al venderlos.
A medida que avanzaba el tiempo, comenzó a preocuparse: los nuevos gallos no sabían
cantar. Por más que Bankiva se ponía delante, levantaba el pecho, estiraba las patas y alargaba el
cuello delante de todos, ellos no aprendían. Lo hacían mal. Intentaban cantar, pero sólo les salían
gorgoritos. Y quienes venían a comprar un hijo de aquel gallo, el gallo más famoso, se marchaban
con sus monedas en la bolsa.
Bensuf estaba hecho un lío. ¿Por qué no cantaban? Consultó con los sabios de la ciudad y con
los adivinos, pero no supieron darle respuesta. Finalmente, después de mucho cavilar, cayó en la
cuenta: eran gallinas venidas de países lejanos y no se habían aclimatado a la nueva tierra... Los
polluelos habían nacido con alma extranjera, sin fuerzas, inadaptados.
Desesperado, vendió las gallinas y sus hijos, y el gallo se quedó de nuevo solo. Primero se puso
triste al verse viudo y solitario. Pero, por otro lado, se sintió orgulloso pensando que era el único, el
mejor, el insustituible, que no había nadie como él. Seguía siendo el más importante.

3 Zoraida

El relojero tenía una hija en edad de casarse, Zoraida. Ya la había comprometido en


matrimonio con el hijo de un rico comerciante que vivía al otro lado del río Zeravshan.
Una noche recibió un mensaje del padre del novio:
«Te espero en la mañana de la segunda luna en el embarcadero para concertar el matrimonio
de nuestros hijos. Tendrás que cruzar el río en la barca que sale tras el primer canto del gallo. Si no
estás en ese momento, me marcharé. Tengo que salir para hacer un largo viaje y no puedo
esperar.»
Bensuf se durmió confiando, como siempre, en el canto de su gallo.
Sin embargo, la hija del relojero no quería casarse con el novio que le habían asignado, porque
era larguirucho, feo y engreído. Casi ni lo conocía, ni había hablado con él.
Ella prefería a Kinchán, el hijo del molinero, que era guapo y apuesto. Además, sus brazos
olían a trigo y a romero. Pero no se atrevía a decirle nada a su padre, por no llevarle la contraria.
Aquella noche, cuando Bensuf ya estaba dormido, Zoraida se levantó sigilosamente y se
dirigió al gallinero. Bankiva no se enteró cuando la hija del relojero cerró el cuidadosamente el
ventanuco.
A la mañana siguiente, Bensuf se levantó sobresaltado. Miró uno de sus relojes. ¡Ya era tarde!
¡Se había quedado dormido! No había oído el canto del Gallo Madrugador. ¡Y eso que había
dormido con la ventana abierta!
Por más que corrió hasta el embarcadero, cuando llegó, ya no estaba la barca que cruzaba al
otro lado. ¡No habría boda con el hijo del rico comerciante!
Mientras su padre iba al embarcadero, ya clareando el día, Zoraida abrió la ventana del
gallinero. El Sol, con toda su fuerza, despertó al gallo, pero éste no cantó. Era demasiado tarde.
El relojero se enfureció y subió la cuesta de vuelta a casa mascullando amenazas. Le entraron
ganas de desplumar, destrozar y despedazar a cachitos a su gallo. ¡Le había fallado!
Al entrar en el corral, vio que Bankiva estaba subido en lo alto de un palo. Bensuf le soltó
todos los disparates que había acumulado durante el camino, pero el gallo ni se inmutó. Pensaba
que seguía siendo el mejor. Era un ser imprescindible, un personaje importante. Y parecía, incluso,
que se estuviera riendo.

4 La venganza

Bensuf pensó en vengarse. Su gallo le había fallado, se había quedado sin un rico marido para
su hija y, encima, se reía de él.
—Prescindiré de ti —dijo en voz alta sin darse cuenta—. No me das hijos cantores y me quitas
el novio de mi hija. No creas que me vas a dominar con tus cantos.
En el taller de trabajo tenía un reloj grande instalado sobre un bello mueble. «¡Le haré hablar!»,
pensó Bensuf al entrar.
Durante días y días estuvo estudiando el mecanismo interno del reloj. Repasaba las paletas,
los dientes del volante, la barra, el tren de engranajes, los muelles. Hacía cambios y más cambios
intentando descubrir un nuevo sistema sonoro.
—Si marca las horas con sus agujas, ¿por qué no podría darlas con sonido? —se preguntaba el
sabio y enfadado relojero.
De tanto pensar, poco dormir y menos comer, comenzó a tener alucinaciones. Veía relojes
sonando por todos los rincones de la casa, relojes dando las horas, relojes bailando, tosiendo,
cantando… Pero, cuando volvía a la realidad, no palpaba sino el silencio mudo de sus relojes, que
lo miraban con su enorme ojo.
Tan concentrado estaba en sus pensamientos que se olvidó de sus obligaciones. Ya no
arreglaba los relojes rotos, ni construía los que le habían encargado. Tenía los ojos como idos y su
cerebro sólo escuchaba campanillas.
Zoraida se hizo cargo del taller. Durante todo el día trabajaba en el oficio que había aprendido
de su padre. Su gracia, la delicadeza de sus manos y su gusto exquisito hacían que los remates
fueran más artísticos todavía. Tenía más trabajo que nunca... Mientras, Bensuf seguía absorto, con
los ojos agrandados y brillantes, sin hacer caso a sus obligaciones.
El hijo del molinero, Kinchán, con su olor a trigo y a romero, venía todos los días a ver a
Zoraida con la excusa de traerle el pan y los mejores bollos.
Al verla con tanto trabajo, decidió ayudarla. Ensilló su caballo blanco con una gran montura
cuadrada que tenía Bensuf. Todos los días llevaba algún reloj a las casas de los grandes señores.
Para que no se le cayeran, los ponía sobre la montura cuadrada y se los ataba con una cuerda a la
espalda, como si fueran una mochila.
El negocio prosperaba. El hijo del molinero estaba cada vez más tiempo en el taller. Bensuf se
pasaba el tiempo cantando sobre sus planos y proyectos sin darse cuenta de que los ojos de
Zoraida se iban poniendo más bellos día a día. Eso sí que lo veía Kinchán.

5 El sueño

Una noche, como tantas, Bensuf se acostó cansado. Zoraida le dio un bebedizo para ayudarle
a dormir y para que no se levantara a trabajar durante la noche. Pero su imaginación seguía
imparable, no descansaba. La ausencia de todo estímulo externo hizo que su fantasía se agrandara
más y más.
Los relojes venían volando por las nubes, flotaban sobre los ríos, navegaban colgados en la
punta de los mástiles de los barcos. Miraban desde las mezquitas, llenaban las despensas y hasta
adornaban el gallinero haciendo compañía a su orgulloso gallo.
Bensuf corría como un loco entre ellos, sudoroso, con los ojos desorbitados. Caminaba por la
ciudad y, al llegar al río, vio que en el embarcadero estaba atracando un barco.
Se acercó y vio que era absolutamente fantástico. El casco era brillante como el vientre de una
sardina. Sus múltiples velas eran cada una de un color, todas muy brillantes, y dos filas de esclavos
remeros permanecían dormidos. En la proa sobresalía una sirena dorada, que daba un aire de
misterio a la nave.
Mientras Bensuf lo estaba contemplando, salió del interior del barco un hombrecillo. Tenía el
cuerpo de niño y la cara de hombre. En sus manos llevaba una caja, que colocó en el centro del
barco. Tocó una palanquita y... ¡el reloj comenzó a sonar! A los pocos minutos, salieron los
marineros bostezando.
Bensuf subió a cubierta, sonrió al extraño personaje y se acercó al reloj. Abrió la caja. El
hombre-niño tocó de nuevo la palanquita y el reloj comenzó a sonar otra vez.
Bensuf observó con atención el interior del aparato mientras los marineros bailaban al ritmo
del tintineo de una campanilla. En un momento, analizó todas las piezas y conexiones, y la situación
del mazo que golpeaba la campana. Cuando terminó de sonar, un marinero grande, muy grande,
con la cabeza rapada, anillos en las orejas y una larga coleta sobre sus espaldas lo cogió en brazos y
lo arrojó al agua.
Bensuf se despertó sobresaltado a punto de ahogarse en medio de la noche. Estaba
completamente empapado de sudor y abría la boca como si se hubiera bebido en un instante toda
el agua del mar.
Se levantó, encendió un candil y se puso a dibujar gráficos. Le salían con seguridad. Su mano
obedecía fielmente las ideas que pasaban por su mente. Por fin, terminó un croquis con todos los
detalles. ¡Ya lo tenía!
Y se echó de nuevo a dormir.

6 El rey destronado

Al amanecer, Bankiva alzó su cuello, estiró las patas, elevó su cuerpo y soltó un largo
quiquiriquí.
Casa tras casa, corral tras corral, el eco de los gallos resonó en las tapias de los gallineros
dando los buenos días al vecindario.
Bensuf se despertó, pero continuó echado en la cama con los ojos abiertos. En su mente fue
reconstruyendo la visión que había tenido y los gráficos que había trazado entre dormido y
despierto. En su cara apareció una sonrisa...
—Mi reloj sonará y se oirá en todo el imperio —dijo en voz alta.
Durante una semana estuvo trabajando sin parar. No tenía tiempo ni para comer, ni para
hablar, ni para dormir, ni para pensar en otra cosa que no fuera su reloj sonoro.
Sólo interrumpía su trabajo cuando Zoraida le obligaba a comer o le apagaba la luz para que
durmiera. Se acostaba y, al poco rato, se levantaba como sonámbulo para rehacer planos, dibujar
garabatos, ajustar campanillas y sujetar tornillos.
Muchas noches, Zoraida oía un ruido, se levantaba, iba al taller y encontraba a su padre
trabajando a la luz de una bujía.
—Vamos a la cama. Ya trabajarás mañana —le decía mientras lo llevaba de nuevo a su
habitación.

A los pocos días de aquella visión, terminó su trabajo. Iban a dar las doce del mediodía. Mandó
a su hija a por agua a la fuente y colocó las agujas oportunamente. Cuando su hija abrió la puerta,
se quedó paralizada. El jarrón se le cayó al suelo y se rompió en trocitos. Un sonido cristalino y
juguetón se expandía por el taller, cada vez con tono más alto, desgranando notas a los golpes de
tres pequeños badajos sobre tres campanillas.
—¿Cómo has conseguido inventar esta maravilla? —le preguntó a su padre y le dio un beso.
—Esto es sólo el principio. Vamos a construir un reloj que sonará al dar las horas y asombrará
a todos.
El sabio relojero colocó la aguja pequeña en el número seis y continuó girando la aguja larga.
Cuando ambas marcaron la hora en punto, comenzaron a funcionar los engranajes del sonido y seis
campanadas sonoras fueron cayendo rítmicamente.

Por la noche, Bensuf ajustó el reloj para que sonara justamente unos segundos antes de que
cantara el gallo. Acercó el reloj a la ventana que daba al gallinero y la dejó entreabierta. El relojero
se acostó con una sonrisa pícara en los labios.

Al amanecer, Bankiva dormía como de costumbre. Nada más recibir el primer rayo de luz
sobre la cortinilla de sus ojos, se despertó y salió al corral. Estiró una pata, levantó el pecho, estiró
el cuello, se dispuso a cantar… Entonces comenzaron a sonar unas campanadas nítidas, rítmicas y
limpias cortando el aire fresco de la mañana.
Bankiva se quedó con el cuello alargado. Se le atragantaron las notas en la mitad del
pescuezo. Se le puso cara de atontado y no arrugó el gaznate hasta que no terminó de dar la última
campanada. Intentó cantar de nuevo, pero se quedó absorto y bajó la cabeza. Ya repicaba el eco de
los cantos de los gallos de corral en corral, sin que él hubiera dado el primer grito trompetero.
—¡Ya no te necesito! —le gritó Bensuf desde detrás de la ventana al ver que se quedaba sin
cantar—. ¡Ya tengo mi otro gallo! ¡Chincha, chuleta!
Desde entonces, Bankiva se sintió inútil y ya no quiso levantarse más para anunciar la venida
de la aurora de cada día. No era necesario. Su tiesa y presuntuosa cresta se dobló un poco.

7 Cambio de costumbres

Cuando los gallos oyeron el primer día las campanas del reloj en lugar del grito cantarín, se
quedaron sorprendidos. Durante unos segundos estuvieron indecisos. Luego, unos cantaron y
otros no..., porque su jefe no había dado la señal.
En los días sucesivos enmudecieron, y los ancianos decían:
—Ya no es como antes.
Los gallos se despertaron atontados. No daban las órdenes acostumbradas y las gallinas
comenzaron a preocuparse. Se tenían que levantar las primeras porque los maridos seguían
durmiendo una hora más por las mañanas.
—¡Sois unos vagos! Sólo tenéis la cresta para presumir —les gritaban mientras adecentaban la
casa y daban de comer a los pequeños.
Y comenzaron a mandar las gallinas en los corrales.
A partir de aquel momento, en la ciudad de Samarkanda, los vecinos se levantaban, iban al
campo y al mercado, comían y se acostaban a las órdenes del nuevo gallo de Bensuf.
De esta forma, muchos vecinos que se levantaban antes del amanecer para ir a trabajar
podían despertarse a tiempo. Sin embargo, aquellos que se despertaban con el alba sentían
nostalgia del canto del Gallo Madrugador, que tan bien había cumplido su labor.
Entre ruidos y discusiones, nadie prestaba mucha atención a Bankiva, que andaba mustio por
el corral. Sus ojos, estaban tristes y tenía la hermosa cresta de su cabeza cada vez más caída.

8 La solución

Sin embargo, Zoraida no se olvidó de su gallo. Gracias a él, que no cantó aquel día, su padre se
había olvidado del desagradable novio rico, larguirucho y engreído con el que deseaba casarla.
Ahora ella estaba prometida con el hijo del molinero. Por eso, Zoraida se acercaba a Bankiva y le
daba habichuelas, que le gustaban mucho, trozos de melón y sandía.
Bankiva intentaba corresponder a estas atenciones. Y cuando Zoraida tendía la ropa en el
corral, vigilaba para que ningún vecino del gallinero se la manchara.
Aun así, su tristeza aumentaba cada día.
—No me gusta cómo tratas a Bankiva —comentó un día Zoraida a su padre—. Parece que le
hayas destronado.
—¿Y qué quieres que haga? Ya no me sirve como antes —dijo el relojero acordándose de la
jugada que le había hecho.
—Pues..., se me ha ocurrido una idea —sugirió Zoraida—. Como en verano amanece muy
temprano, podríamos dejar que él nos despertara y tu reloj... ¡sonaría en invierno!
Tanto insistió la joven que Bensuf acabó por aceptar para complacerla. Al fin y al cabo, Zoraida
era su ojito derecho y... su ojito izquierdo.
Cuando llegó el verano, Bensuf hizo enmudecer a su reloj en el primer toque de la mañana.
Zoraida ya se había encargado de dejar abierta la ventana del gallinero. El Sol se desperezó del
largo invierno y se dispuso a lanzar sus rayos sobre los pueblos de la comarca.
Bankiva recibió el chorro de luz sobre su cabeza, se le calentó la cresta y abrió los ojos. Tuvo
una sensación muy agradable. De nuevo se sintió el de antes. Dio un aleteo y se colocó en el
ventanuco. Respiró, estiró el cuello y lanzó un sonoro quiquiriquí. Se quedó tan contento que lo
repitió otras dos veces.
En los corrales vecinos resonó como un clarinete. Los gallos se sintieron animados otra vez, se
desperezaron presurosos y continuaron invitando al vecindario a levantarse.
A los pocos minutos, la ciudad de Samarkanda se convirtió en un hervidero de personas y
animales que iniciaban un nuevo día: el primer día de verano.
Y desde ese día, los gallos volvieron a llevar la voz cantante en los gallineros..., casi como
antes.
Los vecinos de Samarkanda, después de discutir un buen rato, decidieron que tanto los gallos
como los relojes sonoros resultaban muy útiles y cada cual utilizó un método u otro libremente,
según la hora del día y la estación del año.
Con el tiempo, Kinchan y Zoraida se casaron. El día de la boda, también Bankiva tuvo su regalo:
Kinchán le había comprado diez hermosas gallinas de su misma raza, que había traído desde la
Región de las Montañas.
Bankiva se sintió de nuevo el rey de su corral al verse admirado por todas. Levantaba el pecho
inflándolo todo lo que podía y cantaba más contento que nunca. Hasta la cresta se le puso muy
tiesa, muy roja, y los pendientes le caían redondos sobre la pechuga.
Al llegar en verano la época de la crianza, cada gallina empolló varios huevos de los que
nacieron muchos polluelos... y algunos, al poco tiempo, ya lucían una cresta roja muy tiesa y
comenzaban a imitar a su padre en la forma de saludar las mañanas.
Bensuf los miraba de reojo desde la mesa de su taller.
—De tal palo, tal astilla. ¡Si lo sabré yo! —le hablaba a su hija.
Zoraida iba todos los días a echarles de comer y se sentaba junto a la puerta del gallinero. El
Gallo Madrugador la miraba desde lejos, levantaba el pico sacaba el pecho y venía hacia ella con
pasos señoriales a picotear trocitos de comida en la palma de su mano.

Pablo Zapata Lerga


Bensuf, el relojero
Barcelona: edebé, D.L.1995

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