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Historia de la Pedagogía de Abbagnano pág 136-137

I. RENACIMIENTO Y HUMANISMO
2. HUMANISMO recorte del texto
Hubo en la evolución de la mentalidad medieval un momento en el cual muchos hombres
de cultura se pusieron a dirigir con plena conciencia los cambios, asumiendo al propio
tiempo una actitud altamente crítica y polémica respecto de la cultura precedente.
Tales fueron los humanistas, y humanismo se llamó el nuevo tipo de cultura promovido
por ellos.
El término trae su origen de la importancia que en la formación espiritual del hombre culto
se atribuía a las humanae litterae, o studia humanitatis, en cuanto diversos de los estudios
teológicos. Se rechaza el ideal medieval de la reductio artium ad Theologiam y se
proclama, por el contrario, la autonomía e importancia de las artes, que, con todo, no son
en un principio otra cosa que las mismas siete disciplinas del trivio y el cuadrivio.
Por lo demás, los humanistas no niegan en absoluto los derechos de la religión (son a
menudo sinceros creyentes), ni niegan la importancia de una formación religiosa seria. Sin
embargo, los humanistas tienen perfecta conciencia de estar luchando por un ideal de
formación humana plena, contra la “burda zafiedad” de la Edad Media, para ellos
fielmente representada en la inelegante dureza del latín medieval. Por eso pregonaban la
necesidad de estudiar directamente y con atención a los clásicos, y combatían los
manuales escolásticos en que los “clérigos” habían aprendido por siglos el latín.
Combatían asimismo contra las farragosas colecciones medievales de etimologías
caprichosas y de noticias seudocientíficas recogidas aquí y allá de varias fuentes, sobre
todo clásicas, así como contra las antologías de extractos de autores clásicos y cristianos,
contra las summae y los acopios de quaestiones, para no mencionar los interminables
comentarios y los comentarios de los comentarios de sentencias aisladas o de textos de
filosofía antigua, vueltos éstos las más veces irreconocibles por las deformaciones más o
menos involuntarias de los amanuenses que los habían copiado.
Desde el fondo de las tinieblas medievales, los humanistas se sentían irresistiblemente
atraídos por la luz de la clasicidad griega y latina.
Parecerá curioso que los principios de un proceso así de nuevo y revolucionario, como el
que llevaría a la mentalidad medieval a desembocar en la mentalidad moderna, se hayan
concretado en la forma de una vuelta al pretérito. En realidad, no se trata de un “retorno”,
sino de que el pensamiento clásico y en general la cultura grecorromana (filosofía, poesía,
arte y ciencia) aparecen ahora como instrumento de liberación para escapar a las
estrecheces del mundo medieval, o como un camino hacia una renovación radical del
hombre en su vivir asociado e individual.
Salvo contados casos de fanatismo anticuario e imitativo, los humanistas quieren marchar
adelante, no volver atrás; pero para avanzar hay que salir de las estructuras inmovilistas,
de las concepciones antihistóricas de la cultura medieval, cuyo mayor esfuerzo había sido
no producir conocimientos nuevos, sino paralizar y fijar en pobres formas cristalizadas el
complejo de conocimientos que el mundo clásico había logrado estructurar en los diversos
campos del saber. Por lo tanto, había que volver a las fuentes de la cultura y mediante el
contacto directo y vitalizador para una obra cultural que fuese creadora y no pura
repetición.
Por ello, a la actitud humanística la caracterizan, por un lado, la exigencia filológica de
estudiar con cuidado los textos originales, y por el otro, una nueva conciencia histórica,
ante la cual el hombre no es ya expresión estática de una especie inmutable, sino
progresiva construcción histórica que se cumple mediante el progreso y la educación.
Por lo demás, el humanismo no es sino un momento, o por mejor decir, un aspecto de ese
fenómeno más vasto que denominamos Renacimiento. Con este término indicamos no ya
un regreso a lo antiguo, sino un conjunto de creaciones originales en el campo
artístico-cultural, así como también en los de las costumbres y la política. Es de anotar
que la palabra tiene un origen religioso.
El renacer es el segundo nacimiento del hombre nuevo y espiritual de que hablan el
Evangelio de San Juan y las Epístolas de San Pablo (Parte II, 1).
En la Edad Media la palabra se había utilizado para indicar con ella la espiritualización del
hombre, su vuelta a la comunión con Dios, perdida con el pecado de Adán.
En el periodo renacentista la palabra adquiere un sentido terrenal y mundano: es una
renovación del hombre en sus capacidades y sus poderes, en su religión, arte, filosofía y
vida asociada.
Es la reforma del hombre y su mundo, en el sentido de una vuelta a la forma original.
La vía del renacer es el retorno del hombre a sus orígenes históricos, a ese pasado en
que ha sabido realizar la mejor forma de sí mismo. No se trata de imitar el pasado.
Ciertamente hubo también imitación, pero fue el aspecto inferior e impropio del
Renacimiento.
De lo que se trata es de entrar en posesión de las posibilidades que el mundo clásico
había ofrecido a los hombres y que, fueron desconocidas o ignoradas por la Edad Media.
Hay que reanudar la labor de los antiguos, ahí donde los antiguos mismos la
interrumpieron, continuarla con igual espíritu para que el hombre recobre la altura de su
verdadera naturaleza. Tal es el designio común de los hombres del Renacimiento. Para
ellos la Antigüedad clásica es una “norma”, un ideal de renovación y búsqueda: norma o
ideal que hay que descubrir de nuevo en toda su pureza.
De ahí que el Renacimiento haya podido llegar al concepto de la verdad como filia
temporis, es decir, del progreso de la historia a través de la cual el hombre refuerza y
acrece sus potencias y merced al cual el hombre moderno, como un pigmeo sobre el
hombro de un gigante, puede otear horizontes que los antiguos ignoraron.
I. LA AURORA DEL MUNDO MODERNO
pág 143 8. CARACTERÍSTICAS DE LA EDUCACIÓN HUMANÍSTICA
A ningún humanista le ocurrió jamás decir que el estudio del latín y el griego, en cuanto
tales, “enseñe a razonar”. El latín y el griego servían para remontarse a las fuentes de la
cultura.
En cambio, todos los humanistas presentan la educación humanística como enderezada a
“formar al hombre en cuanto hombre”, no médicos, ni jurisconsultos, capitanes o
eclesiásticos, ni ningún otro tipo de profesional con capacidades particulares.
Otro de los caracteres fundamentales de la educación humanística es su integridad, es
decir, la tendencia a cultivar en todos sus aspectos la personalidad humana, los físicos no
menos que los intelectuales, los estéticos no menos que los religiosos.
Pero integral no significa enciclopédico (por lo menos no en el sentido actual de la
palabra), antes bien, los humanistas despreciaban la erudición barata y toda pretensión
de omnisciencia sistemática, en lo que también se oponen al ideal medieval de las
summae.
La educación formal e integral del humanismo coincide, pues, casi del todo, con el ideal
latino de la humanitas profesado por Cicerón (orador, político y filósofo romano) y Varrón (escritor, militar y
funcionario romano), o con el ideal griego de la paideia como hubiera podido entenderlo Platón.
Las materias de estudio, las artes liberales no se estudiaban por ellas mismas, sino
porque se las consideraba como las más aptas para desarrollar armoniosamente las
facultades del individuo, y por lo general se integraban con actividades deportivas y
artísticas como la equitación, la natación y la danza.
Esta importancia atribuida a la armonía del desarrollo global quizá recuerde el ideal
griego, al punto que muchos reconocen a la educación humanístico-renacentista un tercer
carácter, además de los dos ya mencionados, es decir, un carácter estético.
En general se reconoce también un cuarto carácter a la educación humanística, el de ser
aristocrática. Que tendiesen a realizar una educación aristocrática es verdad sólo en
parte.
No se olvide que también la educación clásica era aristocrática y que la exigencia de
cultura a que los humanistas respondían se originaba sobre todo en las nuevas élites
políticas y económicas.
Si acaso, en semejantes circunstancias, debería maravillarnos el que muchos de los más
grandes humanistas hayan aceptado como única aristocracia legítima la del ingenio, se
hayan esforzado por favorecer mediante el estudio el ascenso social de jóvenes de
modesto origen (como hará Vittorino da Feltre, con ejemplar abnegación), y hayan incluso
llegado a teorizar la absoluta igualdad inicial y la idéntica dignidad de todos los hombres,
como hará Moro en su obra Utopía.
Sin embargo, el hecho es que los humanistas no se ocuparon para nada de la educación
popular, y que descuidaron también la educación artística en todos los aspectos en que
ésta tenía puntos de contacto con la actividad artesanal: pintores, escultores y arquitectos
se formaban en los “talleres”, mediante el aprendizaje directo, y aunque en ellos
repercutió profundamente la nueva corriente humanística, sólo en raros casos disfrutaron
de una educación humanística propiamente dicha.
Por consiguiente, el humanismo, en cuanto movimiento socio-cultural, no superó el
prejuicio contra las actividades manuales ejercidas para ganarse la vida.
De hecho, las escuelas humanísticas no sólo eran escuelas para pocos elegidos (como
era inevitable), sino que en general acogían a jóvenes destinados a ocupar puestos
privilegiados o al ejercicio de profesiones “liberales”.
Hay ejemplos de ricos mercaderes que daban a sus hijos una educación literaria
completa, con la condición de que no debían ser ni médicos, ni abogados, sino sólo
mercaderes.
Sin embargo, los humanistas lograron vencer un prejuicio, o sea, el que impedía el acceso
de la mujer a la alta cultura. No reconocen ninguna diferencia sustancial de ingenio entre
los dos sexos y aplican a la educación de las jóvenes de alto rango métodos casi iguales
a los empleados para los muchachos, llegando, en ciertos casos, a una verdadera
coeducación.
pág 149-151 VITTORINO DA FELTRE
También Vittorino Rambaldoni da Feltre (1373 ó 1378-1446) fue de modesta familia y
logró estudiar en Padua y Venecia a costa de grandes sacrificios.
Mientras frecuentaba los cursos de Giovanni Conversino y Vergerio se ganaba la vida con
algunas labores de maestro; una vez graduado, deseando aprender la matemática, de la
que no existían cursos públicos, ingresó como sirviente en casa de Biagio Pelacani, que la
enseñaba en forma privada y a precios muy altos (si bien era, al mismo tiempo, profesor
público de filosofía natural). Posteriormente, se mantuvo a su vez como profesor de
matemática y latín en casa de Barzizza, quien había llegado a Padua en 1407 y bajo cuya
dirección se convirtió en un exquisito latinista de tipo ciceroniano.
En 1420, Vittorino, en Padua, abrió un contubernium (compartir habitación con otra persona) propio,
en el que ya desde entonces cobraba poco o nada a los alumnos más pobres y al que
mantenía con los elevados honorarios pagados por los más ricos, o sea, los hijos de los
patricios y de los acaudalados comerciantes venecianos.
En efecto, su escuela gozaba ya de gran prestigio porque enseñaba espléndidamente, a
más de latín y griego, la matemática.
En 1421 fue llamado para suceder a Barzizza (invitado a Pavía: es una ciudad italiana situada en el

norte, cerca de Turín. Fue la capital del reino de Lombardía en el pasado y cuenta con muchos tesoros culturales. La catedral, con su

famosa cúpula diseñada por Da Vinci) y aceptó, con una cierta perplejidad, la cátedra de retórica. La
razón principal de su perplejidad era la indisciplina y la anarquía reinantes entre los
estudiantes pavianos, que asumían formas tan graves que constituían un auténtico y
angustioso motivo de preocupación para un espíritu alto y puro, profundamente religioso,
como el de Vittorino.
Disgustado, Vittorino abandonó la cátedra antes del año y se retiró a Venecia, donde
fundó una escuela-pensión que atrajo de inmediato a la aristocracia veneciana, e incluso
discípulos del resto de Italia, movidos por la fama que ya por entonces circundaba el
nombre de Vittorino.
Al año siguiente, Vittorino fue invitado por el marqués Gianfrancesco Gonzaga, señor de
Mantua, para que fuese preceptor de sus hijos al precio que Vittorino fijase.
Vittorino no se contentó de esta liberalidad, sino que exigió de Gonzaga una libertad
absoluta en su obra educativa y, finalmente, como refiere un biógrafo, comunicó su
aceptación al marqués con las siguientes palabras:
“Habiendo oído acerca de ti muchas excelentísimas cosas, acepto la invitación; pero con
la condición de que, si me pedirás cosas dignas de entrambos, las haré de buena gana, y
estaré contigo sólo mientras sean elogiadas tus costumbres y tu virtud.”
Así fue como empezó uno de los más famosos experimentos educativos de todos los
tiempos, el de la Giocosa. En efecto, Vittorino en vez de limitarse a servir como preceptor
únicamente de los príncipes, creó una nueva escuela-pensión, transformando para tal fin
una lujosa villa del marqués, con un amplio parque, denominada “la Zoiosa” por estar
destinada a fiestas y diversiones.
Al cambiar el nombre por el de “Casa Giocosa” Vittorino trazaba ya en cierto modo su
programa (por lo demás, iocus es sinónimo de ludus que a su vez, para los latinos, era
sinónimo de escuela). Sobre la fachada una leyenda latina decía: “Venid, oh niños, aquí
se instruye, no se atormenta”.
En la Giocosa hospedó a otros vástagos de familias nobles o incluso de origen modesto;
todos ellos, sin embargo, seleccionados con gran atención, sobre todo desde el punto de
vista moral.
Como de costumbre, a los más necesitados los mantenía él, procurando al mismo tiempo
que hubiese la más rigurosa igualdad de tratamiento.
Acudían discípulos de todas partes de Italia y Europa, por lo que, no obstante la
implacable selección, pronto llegaron al número de 70.
Vittorino se rodeó de colaboradores de primer orden, especializados en varias disciplinas.
Tenía igualmente necesidad de maestros de equitación, natación y esgrima, así como
también de música, pintura y canto. Él mismo participaba personalmente en muchos
ejercicios físicos; le gustaba sobre todo el juego de pelota.
Para Vittorino todo esto no era una simple diversión, ni siquiera un puro ejercicio físico.
Era muchas otras cosas: ocasión para observar la índole de los discípulos; educación del
carácter; lección de sociabilidad; aprendizaje del dominio de sí mismo incluso en el ímpetu
de la contienda; en una palabra, ejercicio de auto-control.
En cuanto a la educación intelectual, estética y religiosa, que seguía siendo la parte
principal, era atendida por Vittorino con suma escrupulosidad en todos sus aspectos,
inclusive en los confiados a otros maestros, puesto que el conjunto debía formar un todo
orgánico aunque adaptado a la índole, a la capacidad y a los intereses de cada uno de los
discípulos.
Al parecer, la educación de Vittorino era enciclopédica, es decir, lo era de hecho en el
sentido clásico de una “cultura general” propia para formar integralmente la personalidad.
Solía decir que así como el cuerpo se restaura con la variedad en los alimentos, así el
espíritu, se recrea con la alternancia de las materias de estudio.
La enseñanza del griego era objeto de particulares cuidados, y dos discípulos griegos de
Vittorino, Teodoro Gaza y Giorgio di Trebisonda, se convirtieron pronto en colaboradores
de la Giocosa y adquirieron reputación europea como doctos lingüistas y gramáticos.
Sin embargo, la lengua principal de la Giocosa era el latín, con exclusión de todo
enseñamiento o lectura en lengua vulgar. En esto era unilateral, pero se le puede excusar
si se tiene presente el clima cultural; en cuanto al resto, reinaba en la escuela la más
absoluta libertad para abordar cualquier disciplina digna de estudio.
Completaba el cuadro la educación religiosa, de la que se encargaba Da Feltre en
persona, quien se sentía particularmente afín al espíritu franciscano y sabía fundirlo en su
enseñanza, con la lectura directa en griego y en latín de los Evangelios.
Por lo demás, no se rebasaban los límites de la educación general: Vittorino encaminaba
a algunos de sus discípulos al estudio de la medicina o del derecho en las universidades
públicas, pero por lo que a él respecta evitaba dar a su enseñanza un giro profesional,
persuadido de que la base más útil y necesaria era una formación humanística completa,
rematada por un estudio profundo de la retórica y la filosofía.
Humanistas como Bracciolini, Filelfo, e incluso Guarino, confiaron sus hijos a Vittorino. De
la Giocosa salieron, además de humanistas de gran fama, jefes de estado y condotieros
(capitán de tropa mercenaria) —como los Gonzaga, Federico de Montefeltro y Giberto da
Correggio—, eclesiásticos, teólogos, educadores, juristas y hombres de ciencia, e incluso
algunas princesas de fina sensibilidad como Cecilia Gonzaga y Bárbara de Brandeburgo,
esposa de aquel Ludovico Gonzaga que sucedió con honor al padre Gianfrancesco y que
fue también mecenas, ilustrado y hábil administrador.
Muerto Vittorino, la Giocosa siguió funcionando con altibajos por algunos decenios, pero
en general su espléndido ejemplo resultó más fácil de admirar que de seguir.
De ahí a poco las escuelas humanísticas —espléndidas realizaciones sin raíces
profundas en la vida civil—, desaparecerán del todo y, a vuelta de un siglo, la educación
humanística asumirá en Italia la fisonomía de la Contrarreforma, con estructuras que los
jesuitas copiarán a las escuelas humanísticas del norte de Europa y luego aplicarán en
América.

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