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ARTABÁN.

EL CUARTO MAGO ORIENTE

Cuentan los expertos que existió un cuarto mago.

EL CUARTO MAGO DE ORIENTE

Podemos imaginarnos a Artabán, que así se llamaría el cuarto Mago, en el vigor sereno
de la treintena, aplacados ya los ímpetus juveniles, cuando descubre, entre el alfabeto vertiginoso
de la noche, la estrella que anuncia al Mesías. Artabán es cetrino de piel, de rasgos ávidos y ojos
muy oscuros, calcinados en el escrutinio celeste. Sobrevive en las soledades del monte Usiíta,
donde se dedica a desentrañar los oráculos de Zoroastro que pregonaban el advenimiento de un
Socorredor que “hará la existencia radiante, sin envejecimiento, inmortal, incorruptible,
inmarcesible, eternamente próspera” (Himno Zamyad Yasht 19,89-93). Artabán ya se dispone a
seguir el itinerario de la estrella cuando, hasta la falda del monte Ushita, llegan emisarios de
Melchor, Gaspar y Baltasar, sus amigos babilonios, citándolo en Borsippa, la ciudad sagrada del
dios Nabú, en cuyo honor los antiguos habían erigido un zigurat de siete pisos, demolido por la
insania de los medos.
Antes de partir a Borsippa, Artabán elige cuidadosamente las ofrendas que depositará a
los pies del Socorredor: un diamante de la isla de Méroe, que repele los golpes del hierro y
neutraliza los venenos; un pedazo de jaspe de Chipre, amuleto que infunde el don de la oratoria;
y un rubí de las Sirtes, cuyo fulgor disipa las tinieblas del espíritu. Artabán espolea su caballo,
sin dejarlo abrevar en las afiladas aguas del Éufrates, y cabalga sin descanso hasta que, a las
afueras de Borsippa, se tropieza con un hombre agonizante y desnudo. Se trata de un
comerciante que ha sido desvalijado por unos ladrones y después vapuleado hasta la extenuación.
Artabán lava con vino sus heridas y entablilla sus huesos trozados. Cuando, horas más tarde, el
viajero recupere la consciencia y confiese que los ladrones lo han desposeído de todos sus
caudales, Artabán se apiadará de él y le regalará el diamante de Méroe que reservaba para el
Socorredor.
Cuando llega a Barsippa, la noche ya desciende como un inmenso párpado acribillado de
luciérnagas. Artabán sortea la sombra enhiesta de los obeliscos, el ruinoso desorden de los
templos sin culto, y rodea las paredes del decrépito zigurat en cuyo interior podría haber anidado
el Minotauro. En un zaguán descubre un pergamino con una inscripción todavía reciente: “Te
hemos esperado en vano. No podemos dilatar más nuestro viaje. Síguenos a través del desierto.
Que la estrella te guíe”. Azuza su caballo, que responde con un resoplido de agonía: los
espumarajos asomaban a sus belfos, y en su mirada se avecina la muerte. Artabán acaricia los
ijares todavía humeantes de su montura y prosigue el camino a pie.
El desierto, más infinito e intrincado que cualquier zigurat, acoge sus pasos y lo increpa
con tormentas de arena que apuñalan su rostro y su fortaleza. Aunque las huellas de la comitiva
de Melchor, Gaspar y Baltasar se han borrado, no extravía su rumbo, gracias al resplandor
insomne de la estrella.
Cuando, andrajoso y famélico, llega a Belén de Judá, Artabán no encuentra señal alguna de los
magos que le han precedido. En su lugar, se topa con la crueldad desatada de Herodes, que ha
ordenado el exterminio de los varones recién nacidos, para combatir los augurios que lo asedian.
Con espanto, Artabán contempla el exterminio de los inocentes, y se abalanza sobre un soldado
que se dispone a saciar la sed de su espada en la sangre de un niño que aún no ha aprendido a
llorar. A cambio del rubí que reservaba para el Socorredor, logra aplazar la furia del soldado,
pero un capitán de Herodes lo sorprende en plena transacción, y ordena que lo encierren en las
mazmorras del palacio de Jerusalén, donde Artabán padecerá una condena interminable de más
de treinta años, millonaria de padecimientos que van apolillando su organismo y también su
cordura.
En medio de las tinieblas de su encierro, aún acertará a escuchar rumores sobre un
Galileo que sana a los enfermos y alivia los corazones atribulados. Confusamente, intuye que ese
Galileo debe ser el Socorredor que un día remoto quiso honrar con sus regalos.
Artabán, agotando las últimas reservas de lucidez, escribe al procurador Poncio Pilatos,
suplicando la redención de sus culpas. Cuando por fin le es otorgado el perdón, Artabán fatiga
las tumultuosas calles de Jerusalén tambaleándose como un resucitado, con los ojos nublados de
sol y los labios huérfanos de saliva.
Una riada de gentes se dirige al Gólgota, para presenciar la crucifixión de un profeta que
ha osado blasfemar contra Dios, según el veredicto del Sanedrín. Artabán se deja arrastrar por la
multitud, pero se detiene a recuperar el resuello en una plaza protegida de la inclemencia solar
donde se está subastando como esclava a una doncella de cabellos de fuego, esbelta como el
agua subterránea.
Artabán, hondamente conmovido, escarba entre sus andrajos y se decide a comprar la
libertad de la muchacha con el pedazo de jaspe que ha custodiado, durante más de treinta años,
con la exigua esperanza de podérselo entregar algún día a ese escurridizo Socorredor responsable
de su infortunio. La muchacha besa sus arrugas y sus labios ardidos de decrepitud, en señal de
agradecimiento, cuando, de repente, la tierra tiembla y el velo del templo se rasga y los sepulcros
se abren y una piedra golpea en su caída a Artabán, que entre las telarañas de la inconsciencia
aún acierta a vislumbrar la figura de un hombre que aproximadamente tiene la misma edad que él
tenía cuando, para su desgracia, abandonó las laderas del monte Ushita.
Artabán contempla las facciones pacíficas de aquel hombre, su mirada sufriente y sin
embargo impávida, y escucha su voz descendiendo como un bálsamo: “Porque tuve hambre y me
diste de comer, tuve sed y me diste de beber, estuve desnudo y me vestiste, estuve enfermo y me
curaste, me hicieron prisionero y me liberaste”. Artabán parpadea, perplejo o desmemoriado:
“¿Cuándo hice yo esas cosas?”, pregunta, a punto de desfallecer, mientras se mira las manos
vacías de rubíes y diamantes y pedazos de jaspe, como una cosecha esquilmada. La muerte ya le
borra la respiración cuando el hombre de voz como un bálsamo le susurra: “Cuanto hiciste por
tus hermanos, lo has hecho por mí”.
Y Artabán, el cuarto mago de Oriente, se fundió con las estrellas en cuyo escrutinio había
calcinado la juventud.

Artabán

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