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Poemas de Lovecraft

I. A la vieja religión pagana

¡Dioses del Olimpo! ¿Cómo puedo dejar que me abandonen


y atar mi fe a esta nueva creencia cristiana?
¿Puedo prescindir de las deidades que conozco,
por Aquel que por el hombre sangró en la cruz?

¿Cómo conseguiré, en mi flaqueza, depender


de un solo Dios, por más fuerte que sea?
¿Por qué las huestes de Júpiter no me darán su ayuda
para calmar mi pena e iluminar las atribuladas horas?

¿Acaso ya no hay ninfas que habiten estos bosques


donde a menudo vago acompañado por mi desolación?
¿Acaso no hay náyades en estas fuentes de cristal,
ni nereidas nadando en los océanos?

Rápido se extiende la nueva fe, y la vieja declina.


El nombre de Cristo resuena en el aire;
pero mi alma turbada, en soledad, se angustia
y le entrega a los dioses paganos su última plegaria.
II. Alienación

Su carne sólida nunca se había alejado,


pues el amanecer lo encontraba en el mismo lugar,
pero cada noche su espíritu adoraba vagar
por abismos y mundos distantes del día ordinario.

Había visto Yaddith y conservado su juicio interior,


había vuelto indemne de la Región Ghoórica,
hasta que el espacio curvo fue atravesado una noche pletórica
por una insistente llamada del vacío exterior.

Despertó aquella mañana convertido en un anciano,


y desde entonces nada ha vuelto a parecerle igual.
Nebulosos, indistintos, los objetos flotan en torno a él,
como el misterioso plan de fingidos fantasmas.
Su familia y sus amigos son ahora una multitud extraña
a la que en vano lucha por pertenecer.

III. Antarktos

En lo profundo de mi sueño el gran pájaro susurraba extrañamente,


hablándome del cono negro de los desiertos polares,
que se alza lúgubre y solitario sobre el casquete glaciar,
azotado, desfigurado, por eones de frenéticas tormentas.
Allí no palpita ninguna forma de vida terrestre;
sólo pálidas auroras, soles mortecinos,
que brillan sobre ese peñón horadado, cuyo origen primitivo
intentan adivinar, a oscuras, los Antiguos.

Si los hombres lo vieran, se preguntarían entonces:


qué raro capricho de la Naturaleza contemplo;
pero el pájaro me ha hablado de lugares más vastos
que meditan, escondidos, bajo la espesa mortaja de hielo.
¡Dios ayude al soñador cuyas locas visiones le muestren
esos ojos muertos engastados en abismos de cristal!
IV. A Pan

Sentado en una cañada del bosque,


a orillas de un arroyo bordeado de juncos,
meditaba un día cuando, adormecido,
me vi sumido en un profundo sueño.

De las aguas surgió una figura,


mitad hombre, mitad macho cabrío;
en vez de pies tenía pezuñas,
y una barba coronaba su cuello.

Con una rústica flauta de caña


dulcemente tocaba este ser híbrido,
y yo olvidé todas las cosas mundanas
porque supe que ante mí estaba Pan.

Ninfas y sátiros se congregaron


para gozar del alegre sonido.

Demasiado pronto desperté, con pesar,


y regresé a las moradas de los hombres,
pero deseando perderme de nuevo en los valles
para escuchar de nuevo la flauta de Pan.

V. Astrophobos

Brillando en el cielo de medianoche,


Sobre los abismos etéreos y distantes,
Me acechaba, anhelante,
Una seductora, resplandeciente estrella;
Cada crepúsculo retornaba
Brillando en el Carro Ártico.

Místicas formas bellas se fundían


En sus gloriosos rayos dorados,
Fantasías de dicha descendían
En miríadas de elisíaco placer.
De sus coros de liras se extendían
Como cantos de Lidias melodías.
Pensé que el placer reinaba allí,
Donde el libre y el bendito habitan,
Y cada instante un tesoro traía
Envuelto en flores de loto,
Flotando en una nota líquida
Del laúd del viejo Israfel.

Allí, me dije, existen


Mundos de felicidad desconocida,
Donde la inocencia es alabada
En el trono de la coronada virtud;
Hombres de luz, de pensamientos
Más puros, más diáfanos que los míos.

Entonces sentí horror ante la visión,


Se tornó roja y delirante;
La esperanza se disolvió en burla,
La belleza en fealdad;
Himnos extraños se arrastraron,
Signos espectrales se mezclaron.

Carmesí ardió la estrella de la locura


Que antaño admiré tan bella;
Todo era triste donde hubo felicidad,
Y en mis ojos tembló una verdad;
Infames demonios salvajes desfilaron
A través de mi febril visión.

Ahora conozco la satánica fábula


Que surgía de aquel dorado esplendor;
Ahora evito la tétrica luz
Que antaño amé con fervor;
Pero el horror, estable y mortal,
Acechará mi alma por siempre.
VI. Azathoth

Por el vacío insensato el demonio me arrastró,


Más allá de los brillantes enjambres del espacio dimensional,
Hasta que el tiempo y la materia desaparecieron ante mí
Sólo el Caos, sin forma ni lugar.
Allí el inmenso Señor de Todo murmuraba en la oscuridad,
Cosas que había soñado pero que no podía entender,
Mientras a su lado murciélagos informes se agitaban y revoloteaban
En vórtices idiotas atravesados por haces de luz.

Bailaban locamente al tenue compás gimiente


De una flauta que sostenía una zarpa monstruosa,
De donde brotaban ondas sin objeto que al mezclarse al azar
Dictan a cada frágil cosmos su ley eterna.
—Yo soy Su mensajero—, dijo el demonio,
Mientras golpeaba con desprecio la cabeza de su Amo.

VII. Donde alguna vez caminó Poe

Lo Eterno nutrió a las sombras sobre este terreno,


Soñando con los siglos que han pasado,
Grandes olmos se alzan solemnes en la hierba,
Arqueados sobre el oculto mundo de antaño.
En torno a la escena la luz de la memoria juega,
Y las hojas muertas susurran los días perdidos,
Anhelando las figuras y los sonidos que ya no serán.

Solitario y triste, un espectro se desliza


Por los corredores, donde una vez sus pies caminaron;
Nada común se adivina en él, aunque su canción
Se sumerge en el tiempo con un extraño encanto.
Sólo los pocos que conocen el secreto de la hechicería,
Observan entre estas tumbas la sombra de Poe.
VIII. El Aullador

Me dijeron que evitara el sendero de Briggs' Hill,


que antiguamente había sido el camino de Zoar,
porque Goody Watkins, ahorcada en mil setecientos cuatro,
había dejado un vástago monstruoso detrás.

Pero cuando desobedecí, y observé ante mí


la cabaña cubierta de hiedra, junto a una gran ladera rocosa,
no pude pensar en olmos o cuerdas de cáñamo,
sólo me pregunté por qué la casa parecía nueva.

Al detenerme un momento para contemplar el ocaso,


oí débiles aullidos, como en una habitación en el piso alto,
mientras la hiedra entre los cristales dejó pasar con desgano
un rayo de sol, que tomó por sorpresa al Aullador.
Llegué a verlo, y de aquel lugar hui, presa del pavor,
de aquella cosa con cuatro patas y rostro humano.

IX. El epicedio de Ragnar Lodbrok

Con nuestras espadas hemos luchado;


llegando de nuevo a las costas de Gothland
por el asesinato de la serpiente
que hemos recibido de Thor.
A partir de este hecho me llaman hombre,
porque traspasé a la víbora.

Con nuestras espadas hemos luchado,


pero joven era yo cuando hacia el Este navegaba
por el canal de Oreon
con la sangre de nuestros hombres;
los lobos se deleitaron,
así como el buitre negro de amarillas garras.

Allí, el acero endurecido resonó


en los hostiles cascos forjados.
Una vasta herida fue todo el océano
y el cuervo hambriento se adentró
en busca de su premio
en la espesa sangre de los muertos.
Con nuestras espadas hemos luchado,
dos años de batalla hemos contado,
altas llevamos nuestras relucientes lanzas
y escuchamos nuestra fama y alabanzas.
En el Este, antes del puerto
(ocho barones hemos derrotado)
las heridas llenaron el océano.
Cansadas de la batalla sin esperanza,
las huestes se disolvieron.

Con nuestras espadas hemos luchado,


cuando al Vístula entramos
con nuestros barcos en formación de batalla.
Hasta el salón de Odín
los valientes helsingian enviaron a sus enemigos.
Entonces las espadas se mordieron, furiosas;
todas las olas se convirtieron en sangre
cuando las mareas se volvieron carmesí;
la espada humeante, con una nota de campana,
astilló el escudo, la armadura vencida.

Con nuestras espadas hemos luchado,


ninguno había caído ese día
hasta que en su barco cayó Herauclus:
ningún valiente barón antes que él
hirió tanto el mar con barcos de batalla;
nunca después de él hubo un jefe
con el corazón más encendido en la lucha.

Con nuestras espadas hemos luchado,


ahora la hueste arrojaba sus hebillas;
lanzas voladoras cayeron sobre los heroicos torsos,
espadas golpearon sobre las rocas.
Ensangrentado fue su escudo en la masacre
hasta que pereció el real Rufus.

Con nuestras espadas hemos luchado;


copioso fue el botín de los cuervos
en los alrededores de las islas
en ese único día de acción;
una entre muchas muertes es poco,
el sol naciente brilló sobre las lanzas,
sobre los cuerpos de los guerreros postrados.
Flechas de sus arcos fueron lanzadas;
y las armas rugieron en la llanura de Lano,
durante mucho tiempo la virgen lloró esa matanza.

X. El lago de la pesadilla

Hay un lago en la distante Zan,


más allá de las regiones visitadas por el hombre,
donde se consume, solitario, en un espantoso estado,
un espíritu inerte y desolado;
un espíritu viejo y atroz,
Atormentado por una terrible melancolía,
que respira los vapores saturados de pestilencia
emanados por las aguas espesas y estancadas.
Sobre los bajíos, de cieno arcilloso,
retozan criaturas que repugnan por su degeneración,
y los extraños pájaros que merodean por sus orillas
nunca han sido vistos por ojos mortales.
Durante el día luce un sol crepuscular
sobre áreas cristalinas que nadie ha contemplado,
y por la noche los pálidos rayos de la luna penetran
hasta los abismos que se abren en su sima.
Sólo las pesadillas han podido revelar
qué escenas tienen lugar bajo estos rayos,
qué visiones, demasiado ancestrales para la mirada humana,
yacen sumergidas en su noche sin fin;
pues en aquellas profundidades sólo deambulan
las sombras de una raza silenciosa.
Una noche, saturada de olores malsanos,
llegué a ver, dormido e inerte, aquel lago,
mientras en el rojo firmamento flotaba
una luna creciente que brillaba y brillaba.
Pude contemplar la extensión pantanosa de las márgenes,
y las criaturas ponzoñosas deslizándose en las ciénagas;
lagartos y serpientes convulsos y agonizantes;
cuervos y vampiros descomponiéndose;
y también, volando sobre los cadáveres,
necrófagos que se alimentaban de sus restos.
Y mientras la terrible luna se elevaba en lo alto,
ahuyentando a las estrellas de los confines del cielo,
vi que las oscuras aguas del lago se iluminaban
hasta que aparecieron en el fondo las criaturas del abismo.
Más abajo, a una profundidad inconcebible,
brillaron las torres de una ciudad olvidada;
vi domos opacos y paredes musgosas;
agujas cubiertas de algas y salones desiertos;
vi templos desolados, bóvedas de espanto,
y calles que habían perdido su esplendor.
Y en medio de aquel escenario vi aparecer
una horda ambulante de sombras informes;
una horda maligna que se agitaba
ejecutando lo que parecía ser una danza siniestra
en torno a unos sepulcros viscosos
cerca de un sendero jamás hollado.
Un remolino surgió de aquellas tumbas
quebrando el reposo de las aguas dormidas
mientras las sombras letales de la superficie
aullaban al rostro sardónico de la luna.
Entonces el lago se hundió en su propio lecho,
tragado por los abismos cavernosos de la muerte,
y de la nueva y humeante tierra desnuda
se elevó una espiral de fétidos vapores, malsanos.
Sobre la ciudad, casi al descubierto,
revoloteaban las monstruosas sombras danzantes,
cuando, de pronto, abrieron con repentino estruendo
las lápidas de los sepulcros.
Ningún oído ha escuchado, ninguna lengua ha contado,
el horror innombrable que a continuación sobrevino.
Vi ese lago, esa luna retorcida,
esa ciudad y las criaturas que moraban en ella.
Y, al despertarme, rogué que en aquella orilla
nunca más volviera a hundirse el lago de la pesadilla.
XI. El libro

El lugar era oscuro y polvoriento, un rincón perdido


en un laberinto de viejas callejas junto a los muelles,
que olían a extrañas cosas venidas de ultramar,
entre curiosos jirones de niebla que dispersaba el viento del oeste.
Unos cristales romboidales, velados por el humo y la escarcha,
apenas dejaban ver los montones de libros, como árboles retorcidos
pudriéndose del suelo al techo... huellas
de un saber antiguo que se desmoronaba a precio de saldo.

Entré, hechizado, y de un montón cubierto de telarañas


tomé el volumen más cercano y lo leí al azar,
temblando al ver las raras palabras que parecían guardar
algún arcano, monstruoso, para quien lo descubriera.
Después, buscando algún viejo y taimado vendedor,
sólo encontré el eco de una risa.

XII. Persecución
Llevaba el libro apretado bajo el abrigo,
Escondiéndolo como podía en semejante lugar,
Mientras apretaba el paso por las viejas calles del puerto
Volviendo con recelo la cabeza a cada instante.
Ventanas sombrías y furtivas de tambaleantes casas de ladrillo
Espiaban extrañamente mi paso apresurado,
Y al pensar en lo que cobijaban ansié violentamente
Una visión redentora de puro cielo azul.
Nadie me había visto cogerlo… y sin embargo
Una risa hueca seguía resonando en mi aturdida cabeza,
Dejándome adivinar qué mundos nocturnos de maldad
Acechaban en aquel volumen que había codiciado.
El camino se me hacía extraño, los muros demenciales…
Y a mi espalda, en la distancia, se oían pasos invisibles.
XIII. La llave
No sé qué vericuetos en la desolación
De aquellas extrañas callejuelas portuarias me llevaron a casa,
Pero en mi porche temblé, lívido con la prisa
Por entrar y echar el cerrojo a la pesada puerta.
Tenía el libro que indicaba la vía secreta
Para atravesar el vacío y las pantallas suspendidas en el espacio
Que mantienen a raya a los mundos sin dimensiones
Y confinan a los eones perdidos en su propio dominio.
Al fin era mía la llave de aquellas vagas visiones
De agujas contra el sol poniente y bosques crepusculares
Que se ciernen borrosas sobre los abismos, más allá de las precisiones
De esta tierra, acechando como Memorias de infinitud.
La llave era mía, pero mientras estaba allí sentado, musitando,
Vibró la ventana del desván bajo una leve presión.

XIV. El mensajero
La Cosa, dijo él, por la noche vendría,
Desde el viejo camposanto sobre la colina,
Agachado frente al rubor de un fuego de robles
Traté de decirme que aquello no podía ser.
Seguramente, reflexioné, esto es una burla,
Urdida por alguien que desconoce sin dudas
El Signo Mayor, legado de antigua solemnidad,
Que libera las formas que hurgan en la oscuridad.

Él no quiso afirmarlo, no, pero igual encendí


Otra lámpara, mientras el estrellado Leo
Remontaba el río, la llama chispeó como un deseo,
Y la luz de la lumbre se deshizo, lento, muy lento.
¡Entonces en la puerta, de la cautelosa agitación vino!,
¡Y la Verdad demencial me devoró como una llama!
XV. Espejismo

No sé si alguna vez existió ese mundo,


flotando a la deriva en las aguas del tiempo.
A menudo lo he visto con su bruma púrpura,
parpadeando en el abismo de algún sueño vago:
Sus torres extrañas, insólitos ríos,
laberintos gigantes, luminosas cavernas,
y cielos enmarañados, como esos que tiemblan,
ansiosos, al presagio infernal de la noche.

Sus pantanos llegan a la costa desolada


donde se retuercen aves inmensas;
y en la cima ventosa
un pueblo antiguo yergue sus blancos campanarios
cuyos tañidos vespertinos aún oigo.
No sé qué tierra es ésa... no me atrevo
a indagar cuándo, ni por qué fui o iré hacia ella.

XVI. Ex Oblivione

Cuando me llegaron los últimos días, y las feas trivialidades de la vida me


hundieron en la locura como esas gotas de agua que el torturador deja caer sin
cesar sobre un punto del cuerpo de su víctima, dormir se convirtió para mí en un
refugio luminoso. En mis sueños encontré un poco de la belleza que había
buscado en vano durante la vida, y pude vagar por viejos jardines y bosques
encantados.

Una vez en que el viento era suave y fragante oí la llamada del sur, y navegué
interminable y lánguidamente bajo extrañas estrellas.

Otra vez en que caía mansa la lluvia navegué tierra adentro por un río sin sol,
hasta que llegué a un mundo de crepúsculo púrpura, emparrados iridiscentes y
rosas imperecederas.
Y otra anduve por un valle dorado que conducía a umbríos bosquecillos y ruinas, y
terminaba en un enorme muro verde con parras antiguas, y un pequeño acceso
con puerta de bronce.

Muchas veces recorrí ese valle; y cada vez me demoraba más en él, en una media
luz espectral donde los árboles gigantescos se retorcían grotescamente, y el suelo
gris se extendía húmedo de tronco a tronco, dejando al descubierto sillares de
templos enterrados. Y siempre la meta de mis quimeras era el muro cubierto de
vid y la puerta de bronce.

Algún tiempo después, a medida que los días vigiles se iban haciendo menos
soportables por monótonos y grises, vagué a menudo en hipnótica paz por el valle
y por los umbríos bosquecillos; y me preguntaba cómo podría adoptar estos
parajes como morada eterna, de manera que nunca más tuviese que volver a un
mundo insulso y falto de interés y de colores nuevos. Y al mirar la pequeña puerta
del muro poderoso, me di cuenta de que al otro lado se extendía una región de
ensueño de la que, una vez que se entrara, no habría regreso.

Así que por las noches, en sueños, trataba de encontrar el cerrojo de la cancela
del templo cubierto de hiedra, aunque estaba muy oculto. Y me decía que el reino
del otro lado del muro no sólo era más duradero, sino también más hermoso y
radiante.

Más tarde, una noche, descubrí en la ciudad onírica de Zakarion un papiro


amarillento repleto de pensamientos de los sabios que habitaban desde antiguo
esa ciudad, y eran demasiado sabios para haber nacido en el mundo vigil. En él
había escritas muchas cosas sobre el mundo de los sueños, entre ellas el saber
sobre un valle dorado y un bosquecillo sagrado con templos, y un gran muro con
una abertura cerrada por una pequeña puerta de bronce. Cuando fui consciente
de esto, comprendí que se refería a los escenarios que había frecuentado; así que
me enfrasqué en la lectura del papiro amarillento.

Algunos de estos sabios soñados hablaban con deslumbramiento de las


maravillas del otro lado de la puerta sin retorno, si bien otros lo hacían con horror y
decepción. No sabía qué creer; aunque anhelaba cada vez más entrar
definitivamente en el país desconocido; porque la duda y el misterio son el más
irresistible de los señuelos, y ningún nuevo horror puede ser más terrible que la
tortura diaria de la vulgaridad. Así que cuando supe de una droga que abría la
cancela y permitía cruzar adentro, decidí tomarla tan pronto despertase.

Anoche la tomé y, en su sueño, recorrí flotando el valle y los bosquecillos umbríos;


y al llegar esta vez al muro antiguo, vi que la pequeña puerta de bronce estaba
entornada. Del otro lado llegaba un resplandor que iluminaba espectralmente los
árboles gigantescos y seguí desplazándome musicalmente, expectante de las
glorias del país del que nunca volvería.

Pero en cuanto la puerta se abrió más, y el embrujo de la droga y el sueño me


empujaron por ella, supe que todas las glorias y visiones habían terminado;
porque en ese nuevo reino no había ni tierra ni mar, sino sólo el blanco vacío del
espacio ilimitado y desierto. Así, más dichoso de lo que nunca había osado
esperar, me disolví nuevamente en esa infinitud original de olvido cristalino de la
que el demonio Vida me había sacado por una hora breve y desolada.

XVII. H.P.L.

Fuera de la dimensión temporal,


fuera de las esferas y espacios cambiantes
—aunque el planeta loco y sus razas beligerantes
deban destruir ese instante—
él habrá de realizar misiones inmortales
y recados en críptico servicio a los reyes de Pnath,
heraldo o espía, en el camino de muchos senderos,
con golfos abajo, con dioses apagados como guía.

Un eco de su voz, una palabra desaparecida,


sigue la luz con la misma velocidad,
y se extiende por los límites del universo,
regresando una y otra vez, para ser escuchado
cuando todos los mundos y esferas se dispersen
en otros Spicas, otros Aldebaranes.
XVIII. Halloween en un suburbio
Blancos chapiteles a la salvaje luz de la luna,
y árboles investidos por un fulgor plateado;
las altas chimeneas ven volar a los vampiros,
mientras las arpías en el alto cielo
revolotean y ríen alrededor.

Pues la aldea muerta que yace bajo la luna


jamás llego a brillar en el ocaso,
creciendo en lo profundo de los años muertos,
allí donde el río de la locura se abre paso
hasta lo profundo de un abismo en un pozo de sueños.

Un viento gélido sopla entre columnas de gavillas,


en prados lívidos que resplandecen,
y se desliza allí donde brillan las lápidas
y los ghouls del cementerio agradecen
el súbito festín que ante ellos emerge.

Ni un hálito de los extraños dioses grises del cambio


que arrancaran desde el pasado lo que es suyo
podría acelerar esta hora, en la que un poder espectral
sobre el trono cósmico el sueño sembrara,
liberando una desconocida vastedad.

Así que se extienden de nuevo, el valle y la llanura


observados por olvidadas lunas,
y los muertos saltan con júbilo, bajo los pálidos rayos
de las oscuras fauces de la tumba,
para sacudir al mundo con espanto.

Y todo aquello que por la mañana surgirá,


la pestilente fealdad
de manzanas de ladrillos y piedra,
con el resto algún día estarán,
habitando junto a sombras de maldad.

En la sombra ladrarán los lémures salvajes,


y ascenderán leprosas espirales;
pues son iguales tanto lo nuevo como lo viejo,
de horror y muerte están sembrados,
para ser devorados por los sabuesos del Tiempo.
XIX. Hesperia

El ocaso invernal, refulgiendo tras las agujas


Y las chimeneas medio desprendidas de esta esfera sombría,
Abre anchas puertas hacia algún año olvidado
De viejos esplendores y deseos divinos.
Futuras maravillas arden en aquellos fuegos
Llenos de aventura y sin sombra de temor;
Una hilera de esfinges señala el camino
Entre trémulos muros y torreones hacia liras distantes.

Es la tierra donde florece el sentido de la belleza,


Donde todo recuerdo inexplicado tiene su raíz,
Donde el gran río del Tiempo inicia su curso descendiendo
Por el vasto abismo en sueños de horas iluminadas por las estrellas.
Los sueños nos acercan... pero un saber antiguo
Repite que el pie humano jamás ha hollado sus secretos.

XX. La Colina de Zaman

La gran colina crecía junto al antiguo pueblo,


un precipicio contra el final de la calle principal;
verde, alto y arbolado, mirando oscuramente
hacia el campanario en la curva de la carretera.
Durante doscientos años se oyeron rumores
sobre lo que sucedió en esa ladera rechazada por el hombre:
historias de un ciervo o pájaro, extrañamente mutilado,
de niños perdidos cuyos familiares ya no esperaban encontrar.

Un día, el cartero no encontró ningún pueblo allí,


no se volvió a ver a su gente, ni a sus casas;
desde Aylesbury llegaron curiosos para mirar;
sin embargo, todos acusaron al cartero de loco
por decir que había visto los ojos glotones de la gran colina
y que sus fauces estaban abiertas.
XXI. Unda o La Novia del Mar
Negro telar de riscos, tierras altas detrás de mí,
Oscuras son las arenas de la distante costa;
Sombríos son los caminos rocosos que me recuerdan
Con tristeza los días perdidos en el Nunca Más.

Suaves, las olas del océano acarician las rocas,


Dulce y familiar es aquel sonido hondo;
Aquí, con su cabeza sobre mi hombro
He caminado con Unda, La Novia del Mar.

Brillante fue la aurora de mi juventud cuando la conocí,


Dulce como la brisa que sopla sobre la hierba.
Rápido fui capturado en las más sólidas cadenas del Amor,
Era feliz estando aquí, y Ella era feliz conmigo.

Nunca le pregunté por dónde había vagado,


Nunca me preguntó por mi pasado:
Felices como niños: no pensamos ni soñamos,
Sólo disfrutamos de la abundancia de la tierra y el océano.

Cuando la luz de la luna tocó su suave melodía,


Alta en el acantilado, sobre las aguas que contemplamos,
Su cabello fue atado con una guirnalda de sauces,
Desplumado en la fuente de un bosque encantado.

Extrañamente, ella miraba aquel vaivén repentino,


Deslumbrada ante la luz, encantada por el sonido:
Entonces las olas de salvaje aspecto la reclamaron,
Severas como el océano y crueles como la noche.

Fríamente ella me dejó, sorprendido y llorando,


De pie, en soledad, entre las legiones que ella bendijo:
Hacia abajo, siempre abajo. A medias cayendo, a medias volando,
La dulce Unda robó los secretos malditos del mar.

La calma creció sobre las aguas, y los azotes tumultuosos


Fueron un monótono balanceo mientras Unda, la Hermosa,
Pasó por las arenas húmedas con afectuoso saludo,
Oculta para mí, ya nunca estuvo allí.

Largos años vagué por las rocas donde ella se desvaneció,


Altas lunas ascendieron y cayeron otra vez.
Gris rompió el alba hasta que la triste noche fue desterrada,
Mi corazón permaneció allí, con su infinito dolor.

He recorrido el amplio mundo en busca de mi amada;


Vagué por el lejano desierto y las distantes aguas.
Hasta que sobre una ola, mientras la tormenta rugía,
Vislumbré un rostro que me embargó de calma y felicidad.

Nunca en mi inquietud he tropezado


Al buscar los pálidos destellos de mi camino.
Ahora me he extraviado donde las olas tiemblan,
De vuelta en el escenario del ayer abandonado.

¡Mira! La luna se alza roja sobre las brumas del mar,


Se eleva en una ominosa grandeza, digna de contemplar;
Extraño es su rostro, como mis torturados ojos que ven
Sobre el inabarcable reflejo de la luz y el azul.

Directo desde la luna, hasta la orilla donde estoy suspirando,


Surge un puente brillante, hecho de anhelos y diamantes.
Frágil puede ser, pero qué sencillo resulta intentarlo:
Vagar desde la tierra hasta el orbe de los sueños olvidados.

¿Qué rostro aparece bajo el luctuoso ojo de la luna?


¿He encontrado por fin a la doncella que huyó?
Sobre el puente delicado mis pasos se acercan,
Su fantasma de ternura acelera mi marcha.

Las corrientes me rodean, y suave me balanceo,


Lejos, sobre el sendero de la luna finalmente la veo.
Impaciente, a medias cayendo, a medias rezando,
Avancé hasta alcanzar aquella visión de la Gracia.

Las aguas murmurantes se cierran sobre mí,


Suave, la visión se acerca con ternura.
Mis hechos han concluido. Mi corazón reposa sin lugar,
A salvo eternamente con mi amada: La Novia del Mar.
XXII. Las campanas

Año tras año había escuchado el débil, distante


tañido de las campanas en el negro viento de la medianoche;
cuyas notas no repicaban desde ningún campanario,
sino que parecían flotar desde algún extraño vacío.

Escudriñé mis sueños y recuerdos buscando una clave,


y pensé en todas las campanas que me trajeron visiones
de la tranquila Innsmouth, donde las blancas gaviotas
se demoraban en torno a un antiguo chapitel alguna vez visto.

Perplejo, escuché derramarse aquellas notas lejanas,


hasta una noche de marzo, donde una lluvia fría y desapacible
me indicó que la siguiera a través de las puertas del recuerdo,
hacia torres antiguas donde los locos badajos tañían.
Y tañeron, pero desde las corrientes sin sol que se esparcían
por valles sumergidos en los abismos yermos del océano.

XXIII. La senda antigua

No hubo una mano amiga que me sostuviera


la noche que encontré la senda antigua
sobre la colina, cuando creí vislumbrar
los campos que acechaban mis recuerdos.
Ese árbol, aquel muro: los recordaba bien,
y todos los tejados y bosques
eran familiares en mi mente,
como si poco antes los hubiese visto.
Supe aquello que las sombras moldearían
cuando la perezosa luna ascendiera
detrás de la Colina de Zaman, y supe
cómo se iluminaría el valle unas horas después.
Y cuando la senda subió, alta y agreste,
y parecía perderse entre los cielos,
no temí lo que pudiera ocultarse
tras aquellas laderas informes.
Caminaba decidido mientras la noche
se tornaba pálida en su brillo fosforescente;
los muros y tejados de la granja lucían
espectrales cerca del escarpado camino.
Allí estaba el conocido letrero:
«Dos millas a Dunwich»,
y ahora la visión de los techos y campanarios
se asomó delante de mí unos pasos más arriba...

No hubo una mano amiga que me sostuviera


la noche que encontré la senda antigua,
cuando alcancé la cima y descubrí
aquel valle de muerte y desolación:
sobre la Colina de Zaman emergió
la mole enorme de una maligna luna,
alumbrando malezas y enredaderas que crecían
sobre ruinosos muros nunca antes vistos por mí.
Los fuegos fatuos resplandecieron sobre ciénagas y campos
y aguas desconocidas arrojaron vapores,
cuyas ondulaciones se burlaban de la idea
de que alguna vez hubiese conocido aquel lugar.
Y bien supe, desde aquella horrible región,
que mi pasado cariño nunca había sido,
que me había alejado del camino
que desciende hacia el valle de la muerte.
A mi alrededor la niebla se escurría,
arriba, luminosa, brillaba la Vía Láctea.
No hubo mano amiga que me sostuviera
la noche que encontré la senda antigua.

XXIV. Lo que trae la luna

Odio a la Luna —le temo—, ya que, cuando brilla sobre ciertas escenas familiares
y amadas, a veces las convierte en desconocidas y odiosas.

Fue durante el espectral verano cuando el brillo de la Luna se derramó sobre el


viejo jardín por el que yo deambulaba; el espectral verano de narcóticas flores y
húmedos mares de follajes que provocan sueños extraños y multicolores. Y
mientras paseaba junto a la poca profunda corriente de cristal, vi ondas
inesperadas, rematadas en luz amarilla, como si esas plácidas aguas se vieran
arrastradas, por irresistibles corrientes, rumbo a extraños océanos que no
pertenecen a este mundo. Silenciosas y centelleantes, brillantes y funestas, esas
aguas condenadas se dirigían hacia no sabía yo dónde, mientras que, en las
riberas de verdor, blancas flores de loto se abrían una tras otra al opiáceo viento
nocturno y caían sin esperanza a la corriente, arremolinándose en forma horrible,
yendo hacia delante, bajo el puente arqueado y tallado, y mirando atrás con la
siniestra resignación de las fuerzas calmas y muertas.

Y, mientras corría por la orilla, aplastando flores dormidas con pies descuidados,
enloquecido en todo momento por el miedo a seres desconocidos y la atracción de
las caras muertas, vi que el jardín, a la luz de la luna, no tenía fin; ya que, allí
donde durante el día se encontraban los muros, ahora se extendían tan sólo
nuevas visiones de árboles y senderos, flores y arbustos, ídolos de piedra y
pagodas, y meandros de corriente iluminada en amarillo, pasando herbosas orillas
y bajo grotescos puentes de mármol. Y los labios de los rostros muertos del loto
susurraban con tristeza, y me invitaban a seguir, así que no me detuve hasta que
la corriente llegó a un río y desembocó, entre pantanos de agitadas cañas y playas
de resplandeciente arena, en la orilla de un inmenso mar sin nombre.

La espantosa luna brillaba sobre ese mar, y sobre sus olas inarticuladas pendían
extraños perfumes. Y al ver desvanecerse en sus profundidades las caras de loto,
lamenté no tener redes para poder capturarlas y aprender de ellas los secretos
que la luna había transportado a través de la noche. Pero, cuando la luna derivó
hacia el oeste y la silente marea refluyó de la sombría ribera, vi, bajo esa luz,
viejos chapiteles que las olas casi cubrían, así como columnas blancas con
festones de algas verdes. Y sabiendo que ese lugar estaba completamente
poseído por la muerte, temblé y no deseé más hablar de nuevo con los rostros de
loto.

Entonces vi de lejos, sobre el mar, a un gran cóndor negro que descendía del cielo
para buscar descanso en un gran arrecife; y de buena gana le hubiera preguntado,
para informarme sobre aquellos que había conocido cuando estaba vivo. Se lo
hubiera preguntado de no estar tan lejos; pero lo estaba, y mucho, y desapareció
totalmente al estar demasiado cerca de ese arrecife gigante.

Así que observé cómo la marea se retiraba bajo esa luna en declive, y vi
resplandecer los chapiteles, las torres y los tejados de esa ciudad muerta y
goteante.

Mientras miraba, mi olfato tuvo que debatirse contra el sobrecogedor olor de los
muertos del mundo; ya que, en verdad, en ese lugar ignoto y olvidado estaba toda
la carne de los cementerios, reunida por hinchados gusanos marinos que roen y
se atiborran de ella.
La maligna luna colgaba ya muy baja sobre esos horrores, pero los gordos
gusanos no necesitan a la luna para poder comer. Y, mientras observaba las
ondulaciones que delataban el rebullir de gusanos debajo, sentí un nuevo frío
venido de lejos, que me indicó que el cóndor había alzado el vuelo, como si mi
carne hubiera detectado el horror antes de que mis ojos pudieran verlo.

No se había estremecido mi carne sin motivo, ya que, cuando alcé los ojos, vi que
las aguas se habían retirado hasta muy lejos, mostrando mucho del inmenso
arrecife cuyo borde avistara antes. Y cuando vi que ese arrecife no era más que la
negra corona basáltica que culminaba a un estremecedor ser monstruoso, cuya
terrible frente brillaba ahora a la tenue luz de la luna, y cuyas viles pezuñas debían
hollar el fango infernal, situado a kilómetros de profundidad, grité y grité hasta que
el oculto rostro surgió de las aguas, y hasta que los escondidos ojos me miraron,
luego de la desaparición de esa lasciva y traicionera luna.

Y, para escapar de ese ser implacable, me zambullí contento y sin dudar en las
hediondas bajuras donde, entre muros llenos de algas y hundidas calles, los
gruesos gusanos de mar hozan en los cadáveres de los hombres.

XXV. Madre Tierra

Una noche, vagando, bajé por el talud


de un hondo valle, húmedo y silencioso.
Su aire estancado exhalaba un vaho de podredumbre
y una frialdad que me hacían sentir enfermo y débil.

Los árboles, numerosos a cada lado, se cerraban


como una banda espectral de trasgos,
y las ramas contra el cielo menguante
tomaban formas que me daban aterradoras.
Sin saber por qué, seguí avanzando.

Parecía buscar alguna cosa perdida


como la alegría o la esperanza,
pero pese a todos mis esfuerzos no pude encontrar
más que los fantasmas de la desesperación.
Los taludes se estrechaban cada vez más.
Pronto, privado de la luna y las estrellas,
me vi encerrado en una grieta rocosa,
tan vieja y honda que la piedra respiraba
cosas primitivas y desconocidas.
Mis manos, explorando, intentaban rastrear
los rasgos del rostro de aquel valle,
hasta que en el musgo parecieron encontrar un perfil espantoso.
Ninguna forma que mis ojos esforzados
puediesen captar era reconocible.

Pues lo que tocaba hablaba de un tiempo remoto


para el paso efímero del hombre.
Los líquenes colgantes, húmedos y canosos,
me impedían leer la antigua historia.
Un agua oculta, goteando quedamente,
me susurraba cosas que no habría debido saber.

...mortal, efímero y osado,


guarda para ti lo que cuento,
piensa a veces en lo que ha sido,
y en las escenas que han visto
estas piedras desmoronadas.
En consciencias ya viejas antes
que tus débiles ancestros apareciesen,
y en criaturas que todavía respiran
aunque no parezcan vivas a los humanos.
Yo soy la voz de la Madre Tierra,
de la que nacen todos los horrores...

XXVI. Némesis

A través de las puertas del sueño custodiadas por los ghouls,


Más allá de los abismos de la noche iluminados por la pálida luna,
He vivido mis vidas sin número,
He sondeado todas las cosas con mi mirada;
Y me debato y grito cuando rompe la aurora, y me siento
Arrastrado con horror a la locura.
He flotado con la tierra en el amanecer de los tiempos,
Cuando el cielo no era más que una llama vaporosa;
He visto bostezar al oscuro universo,
Donde los negros planetas giran sin objeto,
Donde los negros planetas giran en un sordo horror,
Sin conocimiento, sin gloria, sin nombre.

He vagado a la deriva sobre océanos sin límite,


Bajo cielos siniestros cubiertos de nubes grises
Que los relámpagos desgarran en múltiples zigzags,
Que resuenan con histéricos alaridos,
Con gemidos de demonios invisibles
Que surgen de las aguas verdosas.

Me he lanzado como un ciervo a través de la bóveda


De la inmemorial espesura originaria,
Donde los robles sienten la presencia que avanza
Y acecha allá donde ningún espíritu osa aventurarse,
Y huyo de algo que me rodea y sonríe obscenamente
Entre las ramas que se extienden en lo alto.

He deambulado por montañas horadadas de cavernas


Que surgen estériles y desoladas en la llanura,
He bebido en fuentes emponzoñadas de ranas
Que fluyen mansamente hacia el mar y las marismas;
Y en ardientes y execrables ciénagas he visto cosas
Que me guardaré de no volver a ver.

He contemplado el inmenso palacio cubierto de hiedra,


He hollado sus estancias deshabitadas,
Donde la luna se eleva por encima de los valles
E ilumina las criaturas estampadas en los tapices de los muros;
Extrañas figuras entretejidas de forma incongruente
Que no soporto recordar.

Sumido en el asombro, he escrutado desde los ventanales


Las macilentas praderas del entorno,
El pueblo de múltiples tejados abatido
Por la maldición de una tierra ceñida de sepulcros;
Y desde la hilera de las blancas urnas de mármol persigo
Ansiosamente la erupción de un sonido.
He frecuentado las tumbas de los siglos,
En brazos del miedo he sido transportado
Allá donde se desencadena el vómito de humo del Erebo;
Donde las altas cumbres se ciernen nevadas y sombrías,
Y en reinos donde el sol del desierto consume
Aquello que jamás volverá a animarse.

Yo era viejo cuando los primeros Faraones ascendieron


Al trono engalanado de gemas a orillas del Nilo;
Yo era viejo en aquellas épocas incalculables,
Cuando yo, sólo yo, era astuto;
Y el Hombre, todavía no corrompido y feliz, moraba
En la gloria de la lejana isla del Ártico.

Oh, grande fue el pecado de mi espíritu,


Y grande es la duración de su condena;
La piedad del cielo no puede reconfortarle,
Ni encontrar reposo en la tumba:
Los eones infinitos se precipitan batiendo las alas
De las despiadadas tinieblas.

A través de las puertas del sueño custodiadas por los ghouls,


Más allá de los abismos de la noche iluminados por la pálida luna,
He vivido mis vidas sin número,
He sondeado todas las cosas con mi mirada;
Y me debato y grito cuando rompe la aurora, y me siento
Arrastrado con horror a la locura.

XXVII. Nyarlathotep

Y por fin desde el interior de Egipto vino


el extraño Oscuro ante el que se inclinaban los campesinos;
silencioso, descarnado, enigmáticamente altivo,
envuelto en sedas rojas como las llamas del ocaso.
A su alrededor se congregaban las ansiosas multitudes,
pero al retirarse no podían repetir lo que habían oído;
mientras la pavorosa noticia corría entre las naciones:
las bestias salvajes le seguían lamiéndole las manos.

Pronto comenzó en el mar un nacimiento pernicioso;


tierras olvidadas con agujas de oro cubiertas de algas;
se abrió el suelo y se abatieron furiosas auroras
sobre las estremecidas ciudadelas de los hombres.
Entonces, aplastando lo que por placer había moldeado,
El Caos idiota barrió el polvo de la Tierra.

XXVIII. Nostalgia
Cada año, al resplandor nostálgico del otoño,
las aves remontan el vuelo sobre un océano desierto,
trinando y gorjeando con prisa jubilosa
por arribar a una tierra clavada en su memoria.
Grandes jardines colgantes donde se abren flores de vivos colores,
hileras de mangos de gusto delicioso
y arboledas que forman templos sobre frescos senderos,
todo esto les revelan sus vagos sueños.

Buscan en el mar vestigios de su antigua costa,


y la alta ciudad blanca, erizada de torres.
Pero sólo las aguas vacías se extienden ante ellos,
entonces dan media vuelta una vez más.
Y mientras tanto, hundidas en un abismo infestado de extraños pólipos,
las viejas torres añoran su canto perdido y recordado.

XXIX. Oceanus
A veces me detengo en la orilla,
Donde las penas vierten sus flujos,
Y las aguas turbulentas suspiran y se quejan
de secretos que no se atreven a confesar.
Desde las simas profundas de valles sin nombres,
y desde colinas y llanuras que ningún mortal ha hollado,
la mística marejada y el áspero oleaje
sugieren como taumaturgos malditos
un millar de horrores, henchidos por el temor
que ya contemplaron épocas hace tiempo olvidadas.
¡Oh vientos salados que tristemente barréis
las desnudas regiones abisales;
Oh pálidas olas salvajes, que recordáis
el caos que la Tierra ha dejado tras de sí;
Una sola cosa os pido:
¡Guardad por siempre vuestro antiguo saber!
XXX. Pequeño tigre

Pequeño tigre, brillo que arde


con una luz tenue y sutil,
¡di qué visiones tienen su hogar
en esos ojos de llamas y cromo!
Los niños te molestan, desconsiderados, alegres,
sosteniéndote cuando te alejarías:
¿qué oscura leyenda es aquella que tú,
escupiendo, mezclas con tu maullido?

XXXI. Para Felis

Esfinge arrogante, cuyos ojos ambarinos


guardan los secretos de los cielos,
como tú, en tu gracia,
rodeas las sillas y las chimeneas,
con desprecio en tu rostro patricio:
no maúlles, ni uses tus garras
en la mano que da el aplauso;
que solo hay buena voluntad
en estas líneas de Navidad.

XXXII. Para un soñador

Veo tus rasgos, tranquilos y pálidos,


en el luminoso reflejo de la vela;
la negra sombra de tus párpados,
y por debajo ojos que rechazan el mundo.

Y, mientras observo, ansío conocer


los caminos por donde van tus sueños,
las tenebrosas regiones que recorre tu imaginación,
con los ojos velados para el mundo y para mí.

Del mismo modo, yo contemplo en sueños


cosas que mi memoria no podría guardar,
y desde la penumbra intento vislumbrar
las mismas escenas que aparecen ante tus ojos.
Yo también he conocido las cumbres de Thok;
los valles de Pnath, donde los sueños se reúnen;
las criptas de Zin; y así, pienso por qué tus párpados
de a poco se abren hacia a la llama de la vela.

¿Pero, qué es lo que sutilmente se desliza


sobre tu rostro, sobre las barbas en tus mejillas?
¿Qué miedo distrae tu mente y tu corazón,
y te hace llorar con repentino temor?

Cansadas visiones se despiertan ante tus ojos,


brillan las oscuras nubes de otros cielos,
y por alguna demoníaca perspectiva,
me veo flotar hacia la noche embrujada.

XXXIII. Sirenas portuarias

Por encima de viejos tejados y agujas desgastadas


las sirenas portuarias cantan durante toda la noche;
Voces venidas de puertos extraños, de blancas playas distantes,
y océanos fabulosos, unidas en coros apretados.
Ajenas unas a otras, no se conocen entre sí,
Pero todas, por obra de alguna fuerza oscuramente concentrada
desde honduras ensimismadas más allá del curso del Zodiaco,
se funden en un misterioso zumbido cósmico.

A través de vagos sueños organizan un desfile


de formas aún más vagas, insinuaciones y visiones;
ecos de vacíos exteriores e indicios sutiles,
de cosas que ni ellas mismas podrían definir.
Y siempre en ese coro, tenuemente mezcladas,
captamos algunas notas que ningún buque terrenal emitió jamás.
XXXIV. Vientos estelares

Es la hora de la penumbra crepuscular.


En otoño, casi siempre, cuando el viento estelar
se precipita por las calles de la colina que, aunque desiertas,
revelan luces tempranas en cómodas habitaciones.
Las hojas secas bailan con extraños giros fantásticos,
y el humo de las chimeneas se arremolina con gracia etérea
siguiendo las geometrías del espacio exterior,
mientras Fomalhaut se asoma por las nieblas del Sur.

Ésta es la hora en que los poetas lunáticos saben


qué hongos brotan en Yugoth, y qué perfumes
y matices florales, desconocidos en nuestros pobres jardines terrenales,
llenan los continentes de Nithon.
¡Pero por cada sueño que nos traen estos vientos
nos arrebatan una docena de los nuestros!

XXXV. Night-Gaunts

De qué cripta se arrastran, no puedo decirlo,


pero cada noche veo las cosas gomosas,
negras, cornudas y esbeltas, con alas membranosas,
vienen en legiones en el oleaje del viento del norte
con un agarre obsceno que excita y pica,
arrebatándome en monstruosos viajes
a mundos grises, escondidos en los pozos de la pesadilla.
Pasan sobre de los picos irregulares de Thok,
indiferentes de los gritos que trato de emitir,
y descienden por los pozos inferiores hasta ese lago
repugnante donde los hinchados shoggoths chapotean en un sueño
dudoso.
¡Pero, no! ¡Si solo hicieran algún sonido
o tuvieran facciones donde deberían tener caras!
XXXVI. Continuidad

Hay en algunas cosas antiguas una huella


De una esencia vaga… más que un peso o una forma,
Un éter sutil, indeterminado,
Pero ligado a todas las leyes del tiempo y el espacio.
Un signo tenue y velado de continuidades
Que los ojos exteriores no llegan a descubrir;
De dimensiones encerradas que albergan los años idos,
Y fuera del alcance, salvo para llaves ocultas.
Me conmueve sobre todo cuando los rayos oblicuos del sol poniente
Iluminan viejas granjas en la ladera de una colina,
Y pintan de vida las formas que permanecen inmóviles
Desde hace siglos, menos quiméricas que todo esto que conocemos.
Bajo esa luz extraña siento que no estoy lejos
De la masa inmutable cuyos lados son las edades.

XXXVII. El faro del anciano

De Leng, donde los picos rocosos se yerguen sombríos y pelados


Bajo frías estrellas ocultas a los ojos humanos,
Brota al anochecer un único haz de luz
Cuyos lejanos rayos azules hacen gemir y rezar a los pastores.
Dicen (aunque nadie ha estado allí) que procede
De un faro alojado en una torre de piedra,
Donde el último Anciano vive solo
Hablando al Caos con redobles de tambores.
La Cosa, cuchichean, lleva una máscara de seda
Amarilla, cuyos extraños pliegues parecen ocultar
Una cara que no es de esta tierra, aunque nadie se atreve
A preguntar qué rasgos abultados hay debajo.
Muchos, en la primera juventud del hombre, buscaron ese faro,
Pero nadie sabrá jamás lo que encontraron.
XXXVIII. El canal
En algún lugar del sueño hay un paraje maldito
Donde altos edificios deshabitados se apiñan a lo largo
De un canal estrecho, sombrío y profundo, que apesta
A cosas horrendas arrastradas por corrientes grasientas.
Callejones con viejos muros que se tocan casi en lo alto
Desembocan en calles que uno puede conocer o no,
Y un pálido claro de luna arroja un brillo espectral
Sobre largas hileras de ventanas, oscuras y muertas.
No se oyen ruidos de pasos, y ese sonido suave
Es el del agua grasienta deslizándose
Bajo puentes de piedra y por las orillas
De su cauce profundo, hacia algún vago océano.
Ningún ser vivo podría decir cuándo arrastró esa corriente
Del mundo de arcilla su región perdida en el sueño.

XXXIX. El habitante

Ya era viejo cuando Babilonia era joven;


Nadie sabe el tiempo que llevaba durmiendo bajo aquel montículo
Cuando nuestras palas inquisidoras encontraron al fin
Sus bloques de granito y los sacaron a la luz.
Había inmensos pavimentos y cimientos de muros,
Y losas y estatuas cuarteadas, donde el cincel representó
A seres fantásticos de alguna edad remota,
Más allá de la memoria del mundo humano.
Entonces vimos aquellos escalones de piedra que descendían
Por una puerta obstruida de dolomita grabada
Hasta un sombrío refugio de noche eterna
Donde amenazaban signos antiguos y secretos primigenios.
Abrimos un sendero… pero huimos en loca desbandada
Al oír aquellos pasos pesados que subían.
XL. El patio
Era la ciudad que había conocido antaño,
La antigua ciudad leprosa donde multitudes mestizas
Cantan en honor de extraños dioses y golpean gongos impíos
En criptas bajo infectas callejuelas cercanas a la orilla.
Las casas carcomidas con ojos de pescado me miraban de reojo
Inclinándose a mi paso, ebrias y medio animadas,
Mientras sorteaba inmundicias hasta franquear la puerta
Del patio negro donde debía estar el hombre.
Las oscuras paredes se cerraron sobre mí, y empecé a blasfemar
A gritos por haber entrado en aquel antro,
Cuando veinte ventanas de repente estallaron
En una luz salvaje y se llenaron de hombres que bailaban:
¡Locas piruetas mudas de la muerte les arrastraban!,
¡Pues ningún cadáver tenía manos ni cabeza!

XLI. El pozo

El granjero Seth Atwood tenía más de ochenta años


Cuando intentó ahondar aquel profundo pozo junto a su puerta
Con la sola ayuda de Eb para cavar y perforar.
Al principio nos reímos, y esperamos que pronto recobraría el juicio,
Pero en vez de ello también el joven Eb se volvió loco
Hasta tal punto que se lo llevaron al manicomio del condado.
Entonces Seth cegó con ladrillos la boca del pozo…
Y luego se cortó una arteria de su nudoso brazo izquierdo.
Después del entierro algo nos hizo encaminarnos
Hacia aquel pozo y arrancar los ladrillos,
Pero sólo vimos una hilera de asideros de hierro
Que se perdía en un negro agujero de hondura incalculable.
Así que volvimos a poner los ladrillos en su sitio, pues el agujero
Nos había parecido demasiado profundo
Para que ninguna plomada pudiera sondearlo.
XLII. El puerto

A diez millas de Arkham había encontrado el sendero


Que bordea el acantilado sobre Boynton Beach,
Y esperaba alcanzar a la hora del crepúsculo
La cresta que domina Innsmouth en el valle.
Hacia alta mar se alejaba una vela
Blanca como los duros años de vientos antiguos podían blanquear,
Pero que me pareció un presagio adverso e indecible;
Por eso no agité la mano ni le grité adiós.
¡Veleros zarpando de Innsmouth! Ecos de famas antiguas,
De épocas muertas hace tiempo; pero ahora se acerca
Una noche demasiado rápida, y he llegado a la cumbre
Desde la que tantas veces oteé la ciudad lejana.
Agujas y tejados siguen allí… pero ¡mirad! ¡Las tinieblas
se abaten sobre las lóbregas callejuelas, más oscuras que la tumba!

XLIII. Estrella de la tarde


La vi desde aquel lugar escondido y silencioso
Donde el viejo bosque oculta a medias la pradera.
Brillaba a través de los esplendores del crepúsculo… pálida
Al principio, pero con una cara que poco a poco se encendía.
Llegó la noche, y aquel fanal solitario, teñido de ámbar,
Hirió mi vista como nunca lo había hecho antaño;
La estrella vespertina, pero mil veces aumentada,
Encandilaba aún más en aquella quietud y aquella soledad.
Trazaba extraños dibujos en el aire estremecido…
Recuerdos borrosos que siempre habían llenado mis ojos…
Inmensas torres y jardines, curiosos mares y cielos
De alguna vida imprecisa… no sé de dónde.
Pero entonces supe que a través de la bóveda cósmica
Aquellos rayos me llamaban desde mi lejano hogar perdido.
XLIV. Expectación
No sabría decir por qué algunas cosas me producen
Una sensación de maravillas inexploradas por venir,
O de grieta en el muro del horizonte
Que se abre a mundos donde sólo los dioses pueden vivir.
Es una expectación vaga, sin aliento,
Como de grandes pompas antiguas que recuerdo a medias,
O de aventuras salvajes, incorpóreas,
Plenas de éxtasis y libres como un ensueño.
El encuentro en puestas de sol y en extrañas agujas urbanas,
En viejos pueblos y bosques y cañadas brumosas,
En los vientos del Sur, en el mar, en collados y ciudades iluminadas,
En viejos jardines, en canciones entreoídas y en los fuegos de la luna.
Pero, aunque sólo por su encanto vale la pena vivir la vida
Nadie alcanza ni adivina el don que insinúa.

XLV. La lámpara

Encontramos la lámpara dentro de aquellos acantilados huecos


Cuyos signos cincelados ningún sacerdote de Tebas podría descifrar,
Y los espantosos jeroglíficos de aquellas cavernas
Eran una advertencia para toda criatura viva de origen terrenal.
Nada más había allí: sólo aquella lámpara de latón
Con restos de un aceite extraño en su interior,
Adornada con volutas de oscuro diseño
Y símbolos que sugerían vagamente pecados desconocidos.
Los temores de cuarenta siglos no significaron nada
Para nosotros cuando nos llevamos nuestro escaso botín,
Y cuando luego lo examinamos en nuestra tienda oscura
Encendimos una cerilla para probar el aceite antiguo.
Ardió, ¡Dios Santo!… Pero las formas gigantescas
Que entrevimos en aquella furiosa llamarada
Abrasaron para siempre nuestras vidas con temor reverencial.
XLVI. La llave
Encontramos la lámpara dentro de aquellos acantilados huecos
Cuyos signos cincelados ningún sacerdote de Tebas podría descifrar,
Y los espantosos jeroglíficos de aquellas cavernas
Eran una advertencia para toda criatura viva de origen terrenal.
Nada más había allí: sólo aquella lámpara de latón
Con restos de un aceite extraño en su interior,
Adornada con volutas de oscuro diseño
Y símbolos que sugerían vagamente pecados desconocidos.
Los temores de cuarenta siglos no significaron nada
Para nosotros cuando nos llevamos nuestro escaso botín,
Y cuando luego lo examinamos en nuestra tienda oscura
Encendimos una cerilla para probar el aceite antiguo.
Ardió, ¡Dios Santo!… Pero las formas gigantescas
Que entrevimos en aquella furiosa llamarada
Abrasaron para siempre nuestras vidas con temor reverencial.

XLVII. La ventana

La casa era vieja, con alas caprichosamente enmarañadas


Cuya disposición nadie conocía a ciencia cierta,
Y en una pequeña estancia hacia la parte trasera
Había una extraña ventana cegada con piedra antigua.
Allí, en una infancia atormentada por los sueños, solía ir
Siempre solo cuando reinaba la noche vaga y negra,
Apartando telarañas con una curiosa falta de miedo
Y sintiéndome cada vez más maravillado.
Más tarde llevé allí a los albañiles
Para descubrir qué vista habían rehuido mis lejanos antepasados,
Pero cuando perforaron la piedra entró impetuosa
Una ráfaga de aire del vacío ignoto que se abría al otro lado.
Entonces huyeron… pero yo me asomé y encontré desplegados
Todos los mundos salvajes que me habían revelado mis sueños.
XLVIII. Los familiares

John Whateley vivía como a una milla de la ciudad,


Allí donde las colinas empiezan a apiñarse;
Nunca habíamos pensado que tuviese mucho juicio,
Viendo cómo dejaba echar a perder su granja.
Pasaba el tiempo leyendo unos libros extraños
Que había encontrado en el desván de su casa,
Hasta que unos surcos chocantes le arrugaron la cara
Y todo el mundo dijo que no le gustaba su aspecto.
Cuando empezó con aquellos aullidos nocturnos decidimos
Que sería mejor encerrarle para evitar algún daño,
Así que tres hombres del manicomio de Aylesbury
Fueron a buscarle… pero volvieron solos y espantados:
Le habían encontrado hablando a dos seres agazapados
Que al oír sus pasos echaron a volar con grandes alas negras.

XLIX. Los Jardines de Yin

Al otro lado de la muralla, cuya antigua mampostería


Llegaba casi al cielo con torres cubiertas de musgo,
Debía haber jardines colgantes, llenos de flores
Y aleteos de pájaros, mariposas y abejas.
Debía haber paseos, y puentes sobre cálidos estanques
Sembrados de lotos donde se reflejaban cornisas de templos,
Y cerezos de ramas y hojas delicadas
Contra un cielo rosado donde se cernían las garzas.
Todo debía estar allí, pues ¿no habían mis viejos sueños
franqueado la puerta de aquel dédalo de linternas de piedra
donde arroyos somnolientos trazan sus cursos sinuosos
guiados por verdes sarmientos de parras colgantes?
Corrí hacia allí… pero al llegar a la muralla, sombría e inmensa,
Descubrí que ya no había ninguna puerta.
L. Las Palomas Mensajeras

Me llevaron a los barrios bajos, donde un mal viscoso


Pandeaba las descarnadas paredes de ladrillo,
Y una hedionda multitud de caras torcidas
Mandaba mensajes por guiños a extraños dioses y diablos.
Un millón de fuegos ardían en las calles,
Y unos seres furtivos enviaban desde las azoteas
Pájaros manchados de barro hacia el cielo abierto,
Mientras tambores ocultos batían con un ritmo acompasado.
Sabía que aquellos fuegos anunciaban cosas monstruosas,
Y que aquellas aves del espacio habían estado en el Exterior…
Adivinaba hacia qué criptas de oscuros planetas habían volado,
Y lo que traían de Thog bajo las alas.
Los otros reían… hasta que se quedaron repentinamente mudos
Al vislumbrar lo que llevaba uno de los pájaros en su pico maldito.

LI. Reconocimiento
Había vuelto el día en que de niño
Vi una sola vez aquella hondonada cubierta de viejos robles
Grises por la bruma que sube del suelo y envuelve y ahoga
Las formas abortadas que la locura ha profanado.
Volví a verlo: la hierba tupida y salvaje
Ciñendo un altar cuyos signos tallados invocan
A Aquel Que No Tiene Nombre, hacia quien ascienden
Mil humaredas, eones emanados, desde altas torres impuras.
Vi el cuerpo tendido sobre aquella piedra húmeda
Y supe que aquellas cosas celebrantes no eran hombres;
Supe que aquel extraño mundo gris no era el mío,
Si no el de Yuggoth, más allá de los abismos estelares…
Y entonces el cuerpo me lanzó un grito de agonía
Y supe demasiado tarde que era yo.
LII. Recaída

El camino descendía por un oscuro brezal ralamente arbolado


Donde piedras grises de musgo sobresalían del mantillo,
Y unas gotas curiosas, inquietantes y frías,
Salpicaban desde arroyos invisibles que corrían a mis pies.
No hacía viento, ni se oía el menor ruido
Entre los arbustos enmarañados y los árboles de extrañas formas,
Y ninguna perspectiva se extendía ante mí… hasta que de pronto
Vi un túmulo monstruoso en medio del camino.
Sus lados escarpados se erguían amenazantes contra el cielo,
Cubiertos de hiedra tupida y hendidos por una escalera en ruinas
Que ascendía hasta la altura pavorosa con escalones de lava
Demasiado grandes para cualquier pie humano.
Di un grito… ¡y supe qué estrella y qué año primigenios
me habían vuelto a arrebatar de la esfera humana de sueños efímeros!

LIII. Regreso a casa

El demonio dijo que me llevaría a casa,


A la tierra lívida y sombría que recordaba vagamente
Como un lugar elevado con escaleras y terrazas
Rodeadas de balaustradas de mármol que peinan los vientos del cielo,
Mientras muchas millas más abajo, a la orilla de un mar,
Se extiende un laberinto de torres y torres y cúpulas superpuestas,
Una vez más, me dijo, volvería a quedar embelesado
Ante aquellas viejas colinas, y oiría el lejano rumor de la espuma.
Todo esto prometió, y por las puertas del ocaso
Me arrastró a través de lagos de llamas lamientes
Y tronos de oro rojo de dioses sin nombre
Que gritan de miedo ante un destino ominoso.
Después, un negro abismo con ruido de olas en la noche:
¡Aquí estaba tu casa, se burló, cuando aún veías!
LIV. San Toad

«¡Cuidaos del carillón cascado de San Toad!», le oí gritar


Mientras me internaba por aquellas callejuelas demenciales
Que serpentean en laberintos sombríos e indefinidos
Al sur del río donde sueñan los siglos antiguos.
Era una figura furtiva, encorvada y harapienta,
Y en un instante desapareció tambaleándose,
Así que seguí hundiéndome en la noche
Hacia nuevas líneas de tejados, dentadas y malignas.
Ninguna guía habla de lo que acechaba allí…
Pero entonces oí chillar a otro viejo:
«¡Cuidaos del carillón cascado de San Toad!» Y cuando sintiéndome
desfallecer
Me detuve, oí a un tercer anciano graznar de miedo:
«¡Cuidaos del carillón cascado de San Toad!» Hui espantado
Hasta que de pronto surgió ante mí aquel negro campanario.

LV. Trasfondo

Nunca he podido apegarme a las cosas nuevas y crudas,


Pues vi la primera luz en una ciudad antigua,
Donde los tejados apiñados descendían desde mi ventana
Hacia un puerto pintoresco, rico en visiones.
Calles con puertas cinceladas donde los rayos del sol poniente
Bañaban viejos montantes de abanico y pequeñas vidrieras,
Y campanarios georgianos rematados con veletas doradas…
Tales fueron las vistas que modelaron mis sueños infantiles.
Estos tesoros, heredados de épocas de prudente fermento,
Desdibujan la presencia de las débiles quimeras
Que se agitan en vana mudanza y con fe confusa
Entre los muros inmutables de la tierra y el cielo.
Cortan las cadenas del instante y me dejan libre
Para erguirme en solitario ante la eternidad.
LVI. Un recuerdo

Había grandes estepas y mesetas rocosas


Que se extendían casi ilimitadas en la noche estrellada,
Con fuegos de campamento que iluminaban débilmente
Manadas velludas de animales con esquilas tintineantes.
Al sur, en la distancia, la llanura se ensanchaba y descendía
Hacia una oscura muralla tendida en zigzag
Como una enorme pitón de la edad primigenia
Que el tiempo infinito hubiera helado y petrificado.
Tiritaba extrañamente en el aire frío y enrarecido,
Y me preguntaba dónde estaba y cómo había llegado allí,
Cuando una figura envuelta en una capa junto a una hoguera
Se levantó y se acercó, llamándome por mi nombre.
Y al mirar aquella cara muerta bajo la capucha
Perdí la esperanza… pues había comprendido.

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