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Esther Seligson

EL SEMBRADOR DE ESTRELLAS

Siempre esperando, pero sin buscar nada, sigue su camino.


Yo y Tú. Martín Buber

E l llegaba todas las mañanas a barrer el templo. desde el cruce de caminos donde venían a encontrarse las
Esa había sido su tarea desde que tenía me- vías más importantes de la comarca con sus caravanas de
moria, desde que su madre viniera a entregar- mercaderes y peregrinos, para poder observarlas a su albe-
lo como sirviente, desde las primeras espigas drío, sin prisa. Y no sólo por eso. A esas horas, pues se le
de la primera cosecha que recordara y los primeros rayos del tenía prohibido acercarse al templo, embozado y silente, de
sol que mojaran sus ojos somnolientos acostumbrados a tanto en tanto, llegaba el leproso ciego, aquel del que se
abrirse apenas antes del mediodía, desde la primera sangre decía fue profeta y favorito entre reyes y sobre quien cayera
tibia que salpicara sus rodillas y se le cuajara en la pupila el mal divino nunca se supo bien a bien por qué transgresio-
atónita y el olfato asqueado. Todo estaba ya vivido, tocado, nes ocurridas en el santuario -Lo sagrado es intocable,
no sabía desde dónde, ni cuándo el recuerdo se encontró ya muchacho, no intentes nunca cruzar el umbral ni descorrer
ahí, completo en sus mínimos detalles, como una arquilla el velo, aunque tire de ti, aunque te empuje su voz, resiste,
harto familiar cuyo contenido fuera desplegándose ante él date media vuelta, no mires, no alargues la mano-, aquél
sin titubeos ni faltantes. Y él lo reconocía todo, igual, sin que hablaba con los espíritus y conocía el nombre de los
vacilación alguna. De su cuartito en la parte baja de la ciudad ángeles y nombraba sin equívoco a cada uno de los morado-
hasta los umbrales del templo tenía que atravesar el serpen- res de la ciudad. El le habló de ellas. Dijo que eran diosas, de
teo de callejuelas del barrio de teñidores, su olor acre y ahí que parecieran tan vivas, y que cada una anhelaba en la
áspero, su desorden de paños abatanados, trapos percudidos tierra a su gemelo. Las había terribles, puntualizó, estrellas
y macetones, y subir al alba para empezar un quehacer que, malditas devoradoras de almas, otras lascivas y melancóli-
insensible y silencioso, pasó a transformarse en la única cas, insaciables todas, traviesas, sedientas de luz y de almiz-
razón de su existencia. Aprendió a levantarse aún antes de cles, guerreras algunas, pastoras, tamborileras. Se hubiese
que despuntaran los rezos en la alta madrugada, antes de dicho que hablaba de un fluido secreto y laberíntico que
que la montaña y los senderos se cubrieran de rocío, ese traspasaba con su filigrana de murmullos las paredes de las
misterioso y súbito manto húmedo que en un cerrar de ojos casas y los sayos de sus habitantes, un fluido que religaba sin
descendía y desaparecía como el ondeo de un finísimo cansancio ni interrupción la vida de los espacios allá arriba y
cendal abierto y replegado casi sin transición, antes de que el la de los meses y los días aquí abajo. Y él se fue habituando a
augur y el sacerdote empezaran con su trajín de fuentes, mirar así, sin fragmentar, sin separar, como cuando barría
copas, tazones y vasos, y de hornillos, anafres, sebos y después de los servicios del atardecer y con la basura de
torcidas, antes, mucho antes de que nada, ni siquiera el desperdicio se mezclaban los objetos perdidos y rara vez
revoloteo de cualquier palomilla parpadeara o chispeara reclamados, cinchos, fajas, pañuelos, saquitos llenos de salo
bajo el cielo en esa hora nocturna en que el aliento de las de especias aromáticas, piedras preciosas, fíbulas, arracadas,
cosas quietas y de los seres vivos se pasma con asombro de amuletos, una variedad a fin de cuentas bastante finita de
recién parido. Salvo las estrellas, que nunca duermen y cosas que pasaban a formar parte de los bienes del templo y
siempre están abiertas. Así fue como supo reconocerlas, una que se redistribuían a los menesterosos. Nunca había hurta-
a una, hasta a las más distantes y solitarias -Porque lar do o codiciado nada para sí. Salvo las amatistas -Su fuerza
estrellas son lejanas entre sí y caladas de soledad-, las es sobrenatural, protegen de los hechizos y de la nostalgia-,
pequeñas, las brillantes, las vagabundas, las que colean en para sembrarlas, consagradas a alguna estrella, bajo los
enjambres, manchitas nacaradas, metálicas, sedosas, gui- árboles y arbustos del huerto. Después de las escalinatas
jarros de luz rojizos, blanquiazulados, ambarinos, gotas que barría las tres calzadas, limpiaba los espejos de agua, el gran
él había visto quebrarse y naufragar en el cristalino de los atrio, y sólo al último penetraba en las salas del santuario.
estanques que bordeando las calzadas conducen al gran Aguardaba no sabía qué exactamente y alargaba el momen-
atrio, suspiros de Párpados enjalbegados, rosas de pimienta to de entrar seguro de que algo iba a detenerlo. Era una
loca, arrebatos de plata líquida -Pindongas, te sorberán el tirantez dentro del cuerpo que en el origen se relacionó con
seso, igual que las hieródulas allá en los bosques. Te quita- la espera del leproso, con la escucha de su paso firme y el
rán las fuerzas y el coraje-, y había guardado sus desmayos leve golpe de su báculo al apoyarse. Pero más tarde, era justo
junto con sus propios temblores y ensueños y las flores de cuando él partía que la expectativa se tornaba casi una
naranjo que cortaba y tendía a secar. Por eso se acostumbró zozobra, la certeza de ese algo inminente por ocurrir -
a barrer primero las anchas escalinatas de piedra que subían Desengáñate, el destino nada tiene que ver con nuestras
desde la ciudad por la calle principal y que arrancaban casi urgencias, y el llamado puede no venir nunca. Aunque,
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también, suele acontecer que ni siquiera nos percatemor del principalmente. Ni los sacerdotes ni los soldados del rey
instante en que se ha ofrecido- parecía caer sobre él como lograron contener a aquella masa afiebrada que, de peniten-
una mano pesada. Con los muchachos de su edad fue a los te contrito -Todas nuestras acciones influyen en el orden
bosques, a entregar su semilla a las hieródulas, a solazarse del universo, tanto si son para bien como si son para mal.
bajo las frondas en el deleite de los cuerpos, a buscarse en los Incluso lo que fraguas en tu corazón y en tu mente dará su
juegos y en los sacrificios, en las ofrendas y en los festines. fruto tarde o temprano-, terminó por transformarse en
Un estupor vacío le quedaba al retorno. Y en la inmediatez una fauce arrasadora. ¿Qué caso tenía, frente a la extenua-
del contentamiento su devoción fue concentrándose poco a ción, pedir arrepentimiento y ayuno; frente a la enfermedad
poco hacia los misterios más oscuros del recinto sagrado, los y la muerte, fe y caridad? Saquearon los graneros de las casas
rituales del encendido de las lámparas, la limpieza de los ricas y asaltaron los corrales del palacio. Una lucha fratrici-
ceniceros, aspersorios y braserillos, el degüello de los picho- da desmanteló inclusive los cobertizos en los barrios pobres
nes y las tórtolas, la calcinación de los panes ázimos. Le y en el ala del templo donde se cobijaban los animales para
dieron una celda a un costado del patio de las purificaciones inmolar. Y de no haber sido por la lluvia intempestiva, el
y, además, el cargo de portero. Empezó a rastrear en los fuego hubiese dado cuenta de la ciudad entera. Fueron tres
gestos y en las miradas de los peregrinos y de aquellos que días de pesadilla con sus noches completas. El llenaba los
acudían regularmente a los servicios, un signo, el bruñido, la cálices del candelabro cuando la vio entrar. Venía herida
irisación de las creaturas estelares. Adivinaba, bajo los ras- y con las ropas chamuscadas. La lavó, le aplicó ungüentos y
gos distintos de los rostros, una misma súplica, una misma frotó bálsamos, reconfortó su cuerpo con potingues y tem-
distorsión, almas mustias y asoladas, corazones sonámbulos pló su ánimo con salmos y consejas. Tuvo la sensación
y encanallados, labios codiciosos, pesadumbre en las meji- de que nadaban a contracorriente y de que ella no se dejaba
llas, soberbia en las frentes, dolor, a veces una chispa de rescatar. Se reconoció en la profundidad de esas aguas
alegría, un reto, un mentís a lo irrevocable, la esperanza lejanas, luminiscentes. La amó una tarde, en el huerto,
ávida, la paz. Tomaba a las mujeres según se le ofrecían, sin interminable atardecer, hasta que lo venció el sueño. Le
preguntas, cauteloso, porque sabía que era posible perderse habría pedido que se quedara, pero cuando el sacerdote lo
en ellas sin restitución, y porque le atemorizaban esos seres sacudió para despertarlo imputándole ebriedad, ella ya no
secretos y sus indescifrables demandas. Si alguna quería estaba allí junto a él, ni en ninguna parte. Salvo en el hueco
quedarse, él objetaba sus quehaceres en el templo, su acceso- de ternura que sus manos le dejaran sobre el rostro.
ria labor de hortelano, su constante vigilia, su espera.
Corrieron ciento veintinueve lunas más. Aquellos suce-
Un día el profeta no regresó ni se supo más de su sos formaban ya parte de las hablillas populares, que si la
paradero, aunque un mil historias sobre su desaparición se tormenta fue milagrosa, que si los justos y piadosos resuci-
contaron, que si lo habían visto en el Norte, que no, que taron, que si hasta hoy en día en el templo, durante los
hacia el Sur, del lado de los desiertos, que si recuperó la vista rezos, las almas de los difuntos impenitentes aprovechan
y bajo su pelliza no había ya señales del mal, que si fue los susurros de los vivos para mezclar sus propias murmu-
arrebatado desde los cielos por un carro ígneo, que si tal, que raciones, sus propios pasos furtivos, pasos que se prolongan
si cual. Fue entonces cuando él empezó a sentir su presencia, fuera, por las calles de la ciudad, incesante romper de olas
mientras barría, mientras sembraba, creía ver sus mensajes menudas, murmuraciones como aletas de peces flotando
entre las cenizas de los holocaustos, y escuchar su voz azulosas por encima de las cabezas de los orantes. El cotidia-
cuando hablaba con las estrellas -Me traspasa un lejano no fluir no se había interrumpido. Los campos de algodón,
llanto, un hueco abierto al desamparo, mi grito llama en los avellanos, la lana trasquilada y las nieves blanquearon el
todas las gargantas desde hace siglos, tantos siglos. Todo horizonte a su tiempo, y a su tiempo también se le blanqueó
termina y nada acaba, ¿ en qué lecho tibio descansaremos el cabello y se le serenaron los recuerdos. No así la espera de
por fin?, cuando engarzaba las amatistas en la raíz de los ese algo impreciso y cierto. El desasosiego y la mordedura se
rosales, los granados y los almendros. Quiso adquirir sabi- ahondaron con el estudio. Igual que la soledad --Has peca-
duría y pidió al augur y al sacerdote que lo instruyeran. do por cuanto no serviste a tu Dios con alegría y gozo de
Aumentó la tesura en su cuerpo. El aprendizaje era lento. Le corazón, por la abundancia de todas las cosas-, y la caren-
angustió saberse tan ignorante. La zozobra y la certeza eran cia. Ahora era él el que sabía nombrar por su nombre a las
una dolencia hermanada, un pinchazo de espina viva en la estrellas y determinar su influjo sobre la vida de los hom-
sangre y en el pensamiento. Había cumplido quinientas bres. Curandero reputado y escriba, llegaba, no obstante,
ochenta y ocho lunas y aún le era nebuloso su destino. todas las mañanas, después de atravesar el serpenteo de
callejuelas del barrio de curtidores, a barrer el templo. Y una
-Itamar, despierta. El gallo ya cantó tres veces. Estás madrugada, antes de que la montaña y los senderos se
borracho. cubrieran de rocío, los vio subir por las anchas escalinatas de
piedra. De inmediato supo quiénes eran. El niño tenía el
Ocurrió en la época de la sequía. Las gentes acudieron mismo mirar de ella, el fulgor, la sonrisa.
desde alejadas comarcas, acosadas por el hambre y las epide-
mias: para rogarle al Dios de la Montaña del Templo e -Viene a quedarse contigo, Itamar. Es tu hijo.
implorar su misericordia. Se corrió la voz de que en sus
cámaras ocultas había reservas inmensas de trigo y de Y desapareció, como aquella tarde, sin que él supiera cuándo,
aceite, y que se le daría provisión y vestido a los más mientras levantaba al niño en brazos...•
necesitados, a los huérfanos, a las viudas y a los ancianos

Enero de 1985

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