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LA CONTEMPORANEIDAD Y SUS PROBLEMAS.

Es la legislación, que se concreta a través de los planes de estudio vigentes en


las facultades de letras y humanidades, la que marca en primera instancia la fragmen-
tación del saber histórico en periodos diferenciados y en espacios concretos. La histo-
ria contemporánea y también la historia del mundo actual, se configuran así como las
últimas etapas en las que se ha dividido nuestro pasado y, por extensión, su conoci-
miento que, además, tiene añadida otra disgregación entre historia universal e histo-
ria de España, y en nuestro caso de Castilla – La Mancha. Esta división nos obliga a
amoldar los contenidos de una disciplina a los límites espacio-temporales impuestos,
asumidos e integrados en la profesión a través de la especialización.
La historia implica cambios y evoluciones constantes y, por tanto, la compren-
sión y aprehensión de esos cambios (aun cuando haya que ponerlos en relación dia-
léctica con las permanencias) ayudan a delimitar periodos que trascienden sustan-
cialmente el marco de una mera convención. Así pues, la definición de lo que enten-
demos por mundo contemporáneo ha de sostenerse en consideraciones previas que le
otorguen señas de identidad propias. Sobre ellas conviene reflexionar, brevemente
siquiera, antes de encarar cualquier tipo de propuesta didáctica. A pesar de que los
límites y las fronteras sean perfectamente cuestionables y, desde luego, móviles, no
puede asumirse su disolución sin más, u obviarse esta problemática por intrascenden-
te1.
De lo expuesto se desprende que la primera preocupación ha de pasar necesa-
riamente por la caracterización de lo contemporáneo a partir de la comprensión de la
temporalidad como dimensión intrínseca de los procesos históricos y su conocimien-
to. Como ha señalado Aróstegui, “el tiempo no es externo a las cosas, a los fenóme-
nos, sino que son los fenómenos los que sustentan el tiempo, los que lo prueban. Es el
movimiento, el cambio, el que denota que existe el tiempo”2. Es claro que cuando el
historiador escribe sobre su materia, o la enseña, está construyendo un tipo específico
de tiempo que, de alguna forma, manipula, puesto que lo hace desde el presente, si-
tuándose, como señaló Koselleck, ante “el futuro del pasado”3. El historiador conoce
en el presente el desenvolvimiento postrero de situaciones que intenta explicar para

1
Algunos trabajos clásicos nos sirven de ayuda en este punto, CARDOSO, C. F. S., Introducción al trabajo
de la investigación histórica. Conocimiento, método e historia. Barcelona: Crítica, 1981. ARÓSTEGUI, J.,
La investigación histórica, teoría y método. Barcelona: Crítica, 2001. MACRY, P., La sociedad contempo-
ránea. Una introducción histórica. Barcelona: Ariel, 1997. NOIRIEL, G., ¿Qu’est-ce que l’histoire contem-
poraine? París: Hachette, 1998. PAGÉS, P., Introducción a la historia. Epistemología, teoría y problemas
de método en los estudios históricos. Barcelona: Barcanova, 1988. PASAMAR, G., La historia contempo-
ránea. Aspectos teóricos e historiográficos. Madrid: Síntesis, 2000.
2
ARÓSTEGUI, J., La investigación histórica, op. cit., p. 213.
3
KOSELLECK, R., Futuro pasado. Contribución a la semántica de los tiempos históricos. Barcelona: Pai-
dós, 1993.
comprender el pasado. No es un juego de palabras, sino que abordamos la posición
cognitiva en la que se sitúa ante el eje central de su trabajo, la temporalidad.
La definición de tiempo histórico la encontramos asumida ya en Braudel a par-
tir de los distintos ritmos de cambios, cortos, medios y largos, que ponía en relación,
sin embargo, con la duración. Pero este tiempo histórico no debe ser confundido con
el cronológico que, en realidad, es una parte de aquel. Tuñón de Lara los diferenció
claramente. El tiempo natural, cronológico, de imágenes fijas sin movimiento, que ha
conseguido ser medido por los hombres, no nos sirve a los historiadores. Los fenóme-
nos estructurales, los cambios científicos y tecnológicos, los vastos dominios de la
ideología, ocupan un tiempo tan dilatado que desborda las cronologías en el tiempo
natural. Necesitamos otro tiempo para medir la historia, y éste es el denominado
tiempo histórico, formado por la articulación interrelacionada de diferentes tempos,
que corresponde a cada instancia, nivel o sector del modelo teórico del que se sirve el
historiador para su investigación4.
En historia necesitamos la idea del tiempo múltiple, porque la relación entre el
pasado y el futuro cristaliza en el presente. Aróstegui, de nuevo, concluye este debate
proporcionándonos una definición del tiempo historiográfico que interesa reproducir
“tiempo es la denotación del cambio con arreglo a una cadencia de lo anterior a lo
posterior, que en principio es posible medir y que en las realidades socio-históricas es
un ingrediente esencial ‘interno’ a su identidad, pues tales realidades no quedan ente-
ramente determinadas en su materialidad si no son remitidas a una posición tempo-
ral”.
Es en esa tensión entre cambio y permanencia la que ha ido permitiendo la di-
visión de la historia en etapas, tradición que arranca en el Renacimiento y se desarrolla
en el siglo XVII, al ir perfilando tres fases en la percepción del proceso histórico: la an-
tigüedad clásica, la oscuridad medieval y el renacer del esplendor clásico. Con el siglo
XVIII, la eclosión de nuevas ideas y su plasmación revolucionaria es la que hace hablar
a los intelectuales de una nueva era, frente al Antiguo Régimen que pretenden derri-
bar o que perciben como se diluye. Esa nueva época no era otra que la contemporá-
nea, definida entonces por el espíritu de ruptura que se empieza a extender, por la
sensación de vivir un nuevo tiempo histórico y la conciencia de que se abría una época
distinta. La importancia que se otorgaba a esos cambios y conmociones recientes,
junto a la curiosidad por el estudio de esos hechos, ayudaron a la difusión de esta de-
nominación. Aunque el término tardará en ser incorporado al vocabulario histórico,
estaba ya allí, al albur de toda una serie de procesos que lo acaban configurando5.

4
TUÑÓN DE LARA, M., “Tiempo cronológico y tiempo histórico” en DE LA GRANJA, J. L., y REIG TAPIA, A.
(eds.), Manuel Tuñón de Lara: el compromiso con la historia. Su vida y su obra. Bilbao: UPV, 1993, pp.
419-438.
5
La definición del párrafo anterior es de ARÓSTEGUI, J., La investigación histórica, op. cit., p. 222. Tam-
bién PASAMAR, G., La historia contemporánea, op. cit., capítulo 1.
El tiempo de las revoluciones fue percibido como el inicio de algo nuevo, de
una historia nueva. La historia contemporánea nacía de la historización de una expe-
riencia nueva. Lo contemporáneo era una nueva forma de modernidad, de culmina-
ción de la modernidad ilustrada. Primero la ilustración y luego la revolución van a faci-
litar el surgimiento de un nuevo tipo de conciencia histórica, y los hombres van a in-
tentar elaborar un proyecto de comprensión histórica de su época, quieren auto-
comprenderse. Sin embargo tuvo que pasar más de un siglo hasta que la “historia con-
temporánea” formase parte del sistema educativo francés (1865, siendo ministro Víc-
tor Duruy). Esa historia fue menospreciada por el naciente mundo académico con ar-
gumentos que hoy nos sonrojarían: en realidad a aquella academia conservadora lo
reciente no les parecía historia. Como a muchos hoy la historia del tiempo vivido tam-
poco se lo parece. Pasó tiempo, como señalaba, para que esa historia contemporánea
quedase establecida como disciplina, tanto que aquella historia que en inicio se perci-
bía como ‘contemporánea’ (Tocqueville, Lamartine, Michelet, o Guizot) dejó cierta-
mente de serlo (Nora). A la tradición rankeana dominante, documental y metódica,
aquella historia-presente, no les parecía que pudiera alcanzar el mismo estatus inte-
lectual que la historia-pasado de verdad, al pasado acabado y por tanto inteligible.
El cambio de paradigma historiográfico, el descubrimiento de la ‘contempora-
neidad’ como categoría histórica en este caso, o como pudo serlo el de ‘historia pre-
sente’ en relación al nuevo orden surgido de la Segunda Guerra Mundial, se asocia
claramente a convulsiones y rupturas sociales, políticas, económicas y culturales rele-
vantes, de carácter mundial. Los acontecimientos que producen mutaciones serias en
el estado de las cosas, generan nuevos tipos de comprensión de la historia.
Cabe preguntarse entonces, qué entendemos por historia contemporánea. En
líneas generales y atendiendo a su consideración clásica, la tradición europea y ameri-
cana no anglosajona entiende que la contemporaneidad se abre con los grandes pro-
cesos revolucionarios atlánticos de finales del siglo XVIII. El mundo contemporáneo se
refiere por tanto a los siglos XIX y XX, y lo hace de una forma distinta a como lo hace la
tradición anglosajona que entiende por Contemporary History la historia del siglo XX
que sigue a la Gran Guerra.
Lo curioso de la contemporaneidad es que todo lo que rodea al concepto tal y
como se viene considerando prácticamente desde su nacimiento a finales del XIX, es
decir, como aquel periodo de tiempo transcurrido desde las revoluciones del XVIII y los
tiempos ‘actuales’, se ha quedado sin objeto. Lo contemporáneo es un tiempo históri-
co, un concepto periclitado, cerrado, terminado. Y lo es porque el pensamiento histo-
riográfico ha mutado, ha evolucionado, y la idea de ‘lo contemporáneo’ se ha trans-
formado en ‘historia del tiempo presente’ que tiene su matriz en el final de la Segunda
Guerra Mundial. Lo contemporáneo, en su sentido clásico, excluye el estudio de lo
contemporáneo propiamente dicho, que ha quedado como objeto de análisis de la
historia de lo coetáneo, de lo presente. En este sentido la historia del presente difiere
claramente de la historia de la contemporaneidad. Lo que llamamos historia contem-
poránea nada tiene que ver con la de nuestro tiempo vivido, con nuestra coetaneidad,
tal y como la concibieron sus ‘fundadores’. La contemporaneidad es ya un momento
de la historia pasada. Como señala Hobsbawm, “la paradoja de la historia contempo-
ránea es su no-contemporaneidad”. No obstante cabría preguntarse, ¿hasta qué pun-
to la contemporaneidad en su sentido clásico es una estructura sociocultural superada
y a la somos ajenos y con la que no tenemos una relación pragmática sino explicativa?
¿Ninguno de sus símbolos y valores son hoy significativos para nosotros? Cualquiera
que sea la respuesta lo contemporáneo ha dejado de ser una historia vivida para ser
una historia heredada, un bagaje transmitido. El relevo lo ha tomado la historia del
presente, considerada como la historia “activa de la propia generación” que la escribe.
La historia vivida no es sólo una realidad, sino que es la auténtica historia contempo-
ránea6.
Aparte de la temporal, la historia contemporánea tiene otra dimensión que no
podemos dejar de comentar y que se basa en una nueva concepción de lo histórico
que se aparta de la historia documental de los siglos XVIII y parte del XIX. La historia
contemporánea se distinguía así de la historia monumental, de la historia como regis-
tro de la memoria oficial, de la historia erudita, anticuaria y doctrinaria. Asumía tam-
bién un cierto talante popular, y lo hacía porque se trataba al fin y al cabo de la historia
de la revolución liberal. Nacía una nueva historia que mira más allá de la academia,
una verdadera historia liberal que nace del pensamiento ilustrado, creyente en el pro-
greso y en la educación popular, y vehículo de unas nuevas costumbres de lectura y
tendencias estéticas7.
Tomando como referencia cronológica la clásica que extiende la contempora-
neidad en el tiempo que transcurre entre las revoluciones y la matriz del tiempo pre-
sente (o la nueva contemporaneidad), la Segunda Guerra Mundial ¿Qué aspectos con-
fieren entidad histórica propia a la época contemporánea? Hay que señalar, en primer
lugar y con todas las matizaciones que se quieran, que el mundo contemporáneo se
forja sobre profundas transformaciones políticas, sociales y económicas que se han
dado en llamar “revoluciones”, a pesar de ser cambios que la historiografía ha demos-
trado que se operaron con lentitud, y con causas que tenían antecedentes ciertamente
antiguos. Las revoluciones no crearon inmediatamente un mundo nuevo y sin referen-
tes, y por tanto lo viejo tardó en languidecer definitivamente. Pero no puede negarse
que existió una ruptura real en el mundo occidental. Sólo en la Europa occidental. Esa

6
ARÓSTEGUI, J., La historia vivida. Sobre la historia del presente. Madrid: Alianza, 2004, y “Tiempo con-
temporáneo, tiempo presente”, en DÍAZ BARRADO, M. P. (dir.), Historia del Tiempo Presente. Teoría y
Metodología. Cáceres: UEX, 1998, pp. 31-45. BARRACLOUGH, G., Introducción a la historia contemporá-
nea. Madrid: Guadarrama, 1966. HELLER, A., Sociología de la vida cotidiana. Barcelona: Península, 1998
e Historia y futuro, ¿sobrevivirá la modernidad? Barcelona: Península, 2000. HOBSBAWM, E. J., “Un
historien et son temps présent”, en Écrire l’histoire du temps Présent. Hommage à François Bédarida.
París: Maison des Sciences de l’Homme, 1993, pp. 95-102 y NORA, P., “De l’histoire contemporaine au
présent historique”, en íbidem.
7
ARÓSTEGUI, J., “La contemporaneidad, época y categoría histórica”, en Melanges de la Casa de Veláz-
quez, 36 (2006), pp. 107-130.
es otra de las características básicas de la contemporaneidad: que sólo tiene sentido
en el contexto europeo y sus primeras colonias. Las actitudes de los coetáneos no de-
jan lugar a dudas. Cuando forjaron la expresión ‘Antiguo Régimen’ era el producto de
una conciencia que tiene claro que se está construyendo algo nuevo, un nuevo espacio
de inteligibilidad histórico donde lo anterior deja de tener cabida. Como señalaba an-
teriormente el concepto historia contemporánea tardará en hacerse un hueco en el
lenguaje académico, pero no así la idea de lo contemporáneo, que aparece desde el
principio asociada al lenguaje político, a la revolución y a las ideas liberales que pug-
naban por imponerse. Lo contemporáneo se instala en el lenguaje para significar,
inequívocamente, lo nuevo, que es la libertad y la representatividad.
No obstante las bases históricas del mundo contemporáneo hay que buscarlas
en las transformaciones europeas y mundiales anteriores a la revolución, en la madu-
rez de las instituciones de la modernidad y en la consolidación y expansión de un sis-
tema económico con vocación mundial. En muchos sentidos la contemporaneidad es
la culminación de múltiples procesos que comenzaron antes. Pero también es, como
señala Aróstegui, la “resolución de innovaciones y conflictos que creó el siglo XIX”. Es
por ello que en la periodización del mundo contemporáneo pueden disociarse dos
momentos, uno referido a su conformación que se prolongaría desde las revoluciones
hasta la Gran Guerra, y otro de madurez del nuevo proyecto y que finaliza en la se-
gunda catástrofe mundial que da lugar al inicio de un nuevo periodo. Tiene bastante
sentido, por tanto, operar con la flexibilidad de “largo siglo XIX” y “corto siglo XX”
acuñados por Hobsbawm.
El mundo contemporáneo tiene también una dimensión cultural y civilizatoria
de primera magnitud, y atisba la culminación de que suele denominarse la moderni-
dad. En referencia a su significado cultural en el desarrollo intelectual occidental el
término se refiere básicamente a la modernidad de la razón. Es decir, al cambio de
mentalidad que surge a partir de la Ilustración y que en el siglo XIX consagra la libertad
de pensamiento y la primacía del conocimiento científico frente a la explicación reli-
giosa del mundo. La modernidad es la dimensión cultural de la contemporaneidad,
que tiene sus orígenes en las revoluciones científicas y filosóficas de los siglos XVII y
XVIII y que se plasma en importantes cambios económicos, políticos y sociales a tra-
vés de las revoluciones políticas del XIX. La filosofía política de John Locke y Montes-
quieu, potenciada con las obras, por sólo citar a algunos, de Hugo Grocio, Puttendorf
o Hobbes, fue asentando las bases de la igualdad, de los derechos del hombre y del
pensamiento antirreligioso, precursores, a su vez, de las revoluciones liberales. Como
diría el más importante historiador español del siglo XIX, Modesto Lafuente, el siglo
XIX es “hijo heredero de otro siglo filosófico [el XVIII], la filosofía y la política han pues-
to en tela de discusión los principios fundamentales de la gobernación de los hom-
bres”. Todo ello sin olvidar la vocación expansiva y universalista de estos ideales, que
hacen que la historia contemporánea adquiera una visión profundamente eurocentris-
ta. De la potencia de la filosofía ilustrada brota asimismo la principal doctrina política
de la contemporaneidad, el liberalismo, así como la base de las nuevas instituciones
políticas.
Seguramente no existe en toda esta nueva etapa histórica, y probablemente
en toda la historia del ser humano, un cambio con la trascendencia del que se produjo
en las estructuras económicas y sociales que, en apenas dos siglos ha modificado pro-
fundamente las condiciones de vida del conjunto de la humanidad. El nacimiento de
un nuevo sistema económico mundial define la contemporaneidad, cuya última fase,
siguiendo a Wallerstein, no sería otra que la ‘globalización’, mientras que para encon-
trar la primera habría que remontarse al siglo XV. Una muestra más de que lo contem-
poráneo se explica mejor en el contexto de fenómenos históricos que se desarrollan
durante siglos. La hegemonía planetaria del capitalismo industrial que define la con-
temporaneidad, no es únicamente la implantación y la extensión del sistema fabril,
supone también una intensa transformación de la sociedad y el nacimiento de las so-
ciedades industriales. Un tipo de sociedad donde el mercado y sus leyes se convierten
en los asignadores de recursos. La sociedad industrial no es simplemente un sistema
económico, sino que es un completo sistema de nuevas relaciones sociales, con nue-
vas estructuras, nuevas relaciones entre grupos y clases, y un nuevo sistema de distri-
bución de la riqueza.
La contemporaneidad desarrolla así un modelo social inédito hasta el momen-
to y hace emerger lo que se conoce como la sociedad de clases, de la misma forma que
ya en el siglo XX emergerá su antítesis, las sociedades sin clases. Tras la revolución po-
lítica, económica o cultural, tenemos también una “revolución social” de envergadura.
La cuestión es no caer en la simplificación y el reduccionismo, ni por lo que se refiere a
la sociedad estamental, para la que las investigaciones recientes han demostrado para
finales del XVIII su complejidad y evolución en un orden capitalista, ni en lo que atañe
a la nueva sociedad forjada en los procesos de transformación política y económica.
Todo ello se debe, fundamentalmente, a que ni el orden feudal tardío ni el capitalismo
temprano son modelos que puedan comprenderse de la pureza, y tanto en uno como
en otro lo frecuente es que se detecte una importante diversificación de situaciones de
clase (las clases sociales, no lo olvidemos, son percepciones colectivas que se generan
en un conflicto, en una lucha, y que son grupos sociales abiertos). De la misma forma
que, gracias a trabajos como los de Mayer, hoy sabemos que el siglo XIX, industrial y
liberal, no supuso una transformación total en los grupos sociales y sus relaciones, por
la sencilla razón de que las bases económicas de la sociedad se transformaban a un
ritmo mucho más lento de lo que se creía.
Hechas, a modo casi de caricatura, estas matizaciones, el siglo XIX, alumbra la
emergencia de grupos sociales nuevos, y transforma la realidad de otros ya existentes.
Aparece el obrero fabril, como producto genuino de la nueva sociedad industrial, y
aparece también el campesino sin tierra, obrero, obligado a subsistir vendiendo la
fuerza de su trabajo como resultado de las transformaciones que se van a producir en
las comunidades campesinas al imponerse un sistema de explotación capitalista de la
tierra. En las ciudades emergen nuevas clases sociales urbanas bien como resultado de
la proletarización del artesanado, o bien bajo la forma del proletariado fabril. Un pro-
letariado fabril, característico, que va constituir una auténtica clase social nueva, con
formas de vida y cultura específicas, que se hallan en el origen no sólo de un movi-
miento social específico de clase y reivindicativo (que implica también un nuevo tipo
de conflicto, nuevas formas de violencia, con componente político, alejado ya de las
revueltas campesinas), sino también en el de un nuevo modelo social como es el socia-
lista.
Las revoluciones, apoyadas como ya se señaló en el catecismo ilustrado, traje-
ron consigo modificaciones profundas en todas las concepciones de lo político. Su
principal exponente es sin duda la transformación de las monarquías y Estados absolu-
tos en Estados liberales representativos. Esa transformación no es en absoluto tem-
prana, salvo en Inglaterra, y se origina, al menos para el centro del sistema europeo, a
partir de la década de 1830. Un primer paso en esa transformación se originó en el
seno de los propios estados absolutos como consecuencia de los procesos de centrali-
zación del poder y la toma de decisiones sin frenos en manos de los monarcas. ¿Pero
dónde podemos ubicar la crisis final del modelo absolutista? La historiografía casi es
unánime: en la política fiscal. Es la quiebra económica de la monarquía y sus necesida-
des económicas abultadas como resultado de una política exterior belicista, la que
arranca el motor que conduce a la sustitución de las estructuras absolutistas. De forma
paralela, surge la ideología política de la nación; ningún cambio político que afecte a la
estructura del Estado puede comprenderse sin un cambio en la ideología política. La
nación constituye, como bien se sabe, una de las grandes aportaciones de lo contem-
poráneo a la teoría política. Como dice Pérez Garzón, la cuestión del nacionalismo
sigue generando un interminable debate historiográfico. Éste puede quedar simplifi-
cado en dos posiciones sobre el concepto de nación. Desde la perspectiva del cons-
tructivismo liberal, la nación se concibe como fruto del pacto soberano de individuos
que voluntariamente se dotan de instituciones autónomas bajo un determinado espa-
cio geográfico (Locke, Paine, Renan). La otra es la perspectiva esencialista, para la que
la nación es organismo vivo sustentado sobre una comunidad que comparte una mis-
ma raza, lengua, tradiciones, etcétera. Ésta encarna la tesis romántica de que la natu-
raleza es la que crea las naciones y no los Estados o los individuos soberanos (Herder,
Schlegel, Fichte y Burke). Estos planteamientos, a la postre, han sido los de más re-
percusión política e ideológico y cultural. Además, por otro lado, el nacionalismo ha
evolucionado y se ha expandido de tal modo que la nación se ha convertido en el con-
cepto más polémico de las ciencias sociales en su conjunto. Así, de nuevo según Pérez
Garzón, la nación y su imprescindible expresión como nacionalismo, aparece en prác-
ticamente todos los autores como parte de los procesos de modernización. En unos
casos, como fruto de variables económicas, territoriales y culturales, en otros, como
resultado de las redes de comunicación desplegadas por la modernidad, o como ex-
presión de los conflictos de esa misma modernidad, a la vez que principio de legitimi-
dad de la unidad política del Estado, engendrado por el propio nacionalismo, sin olvi-
dar que para el marxismo la nación no dejaba de ser una producción estratégica de los
Estados.
Con la construcción de nuevos tipos de Estado como los liberales en el XIX se
completa, grosso modo, el proceso de construcción de la contemporaneidad, pero
ninguna de las grandes vías de cambio que aquí se proponen son inteligibles sin tener
en cuenta las demás, todas las demás.

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