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Clase 3: Del libro a las redes: compatibilidades históricas entre tecnologías,

cuerpos y subjetividades - Paula Sibilia

Presentación
En esta clase Paula Sibilia*, nos propone explorar los cambios que traen aparejados los
usos de las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información en la configuración
de subjetividades. Un primer interrogante abre la indagación y nos obliga a desandar
algunos supuestos: ¿estas tecnologías nos moldean o las inventamos como una necesidad
frente a cambios de otra índole (socioculturales, políticos, económicos)?
La indagación seguirá para la autora una vía genealógica al comparar las formas de
construcción de la subjetividad del sujeto “moderno” y del sujeto contemporáneo. Así, nos
invitará a recorrer los cambios en los dispositivos y en los sentidos de las prácticas: “del libro
a las redes”, lectores y escritores se convierten en “seres compatibles con el universo* de su
época”. De la comparación surge una imagen fuerte y contrastante más allá de la práctica
común de la lectura y la escritura: un hombre solo y en silencio, frente a un hombre que
necesita volverse constantemente visible. En efecto, mientras que el sujeto moderno moldea
su interioridad en un espacio íntimo, detrás de los muros de su hogar, la intimidad del
hombre del siglo XXI se encuentra filtrada por “cantidad de miradas y de diálogos” en medio
de una conexión permanente que derriba fronteras.
Dos escenas, reconocibles en nuestra historia. Ambas conviviendo y dando formas a
nuestras prácticas de lectura y escritura. La clase, en este sentido, despliega las
modalidades no excluyentes a través de las cuales leemos y escribimos y visibiliza el papel
de las tecnologías en esa configuración mostrando sus relaciones con las sensibilidades y
las disposiciones sociales y culturales de una época.
Nuestro lugar allí y la posibilidad de desnaturalizar sus efectos será una constante del
planteo de la autora, especialmente pensando en nuestro papel activo frente a las nuevas
tecnologías y, en diálogo con la idea de mediación que trabajaremos más adelante, nuestra
función para su apropiación. No parece posible hacerlo sin revisar cuán “compatibles”
somos con las nuevas herramientas, y, en definitiva, cuánto de seducción o de dificultad
conlleva ese vínculo. Algo así como re- ubicarnos en el mapa de mutaciones que acarreó la
crisis del modelo de subjetividad y sociabilidad típicamente moderno y desde el cual fue
pensada la enseñanza escolar de la lectura y la escritura.

Introducción
Quisiera presentar una reflexión sobre los nuevos dispositivos de comunicación e
información, especialmente aquellos que configuran los fenómenos que se han dado en
llamar “cultura de la movilidad” o “vida en red”, potencializados por el uso cotidiano cada vez
más intenso y diseminado de los dispositivos portátiles de comunicación e información. El
foco de este análisis apunta a las transformaciones ocurridas en nuestra sociedad -en
particular, en la medida en que afectan los modos de ser y de vivir- a partir de la
popularización de esos aparatos que permiten y estimulan la comunicación móvil.

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En primer lugar, cabe destacar que es plenamente comprensible la fascinación suscitada
por esos aparatos que, con tanta rapidez, se tornaron fundamentales en la vida de un
creciente número de personas, evidentemente maravilladas por todo lo que esos pequeños
objetos permiten hacer, y por todo lo que tanto ellos como sus sucesores todavía prometen.
Ese deslumbramiento y ese entusiasmo no tienen nada de sorprendentes. De hecho, se
trata de algo realmente fascinante, que muy poco tiempo atrás habría sido del orden de lo
impensable, algo aparentado con la ciencia-ficción y hasta con la magia. De modo que no
sorprende que todo eso esté afectando nuestras vidas con una velocidad y una intensidad
inusitadas, especialmente si consideramos que ese “admirable mundo nuevo” de la
hiperconexión digital no tiene mucho más que una década de existencia: su perfil se
identifica con el siglo XXI.
Sin embargo, lo que quisiera subrayar aquí es que no se trata tan sólo de un fabuloso
conjunto de “nuevas tecnologías” que han surgido de repente para alterar de forma radical
nuestros modos de vida, poniéndonos a tono con la flamante emergencia del nuevo milenio.
No fueron los aparatos los que cambiaron al mundo y, en ese movimiento, terminaron
transformándonos a nosotros también, imprimiendo su marca sobre los cuerpos y las
subjetividades de las nuevas generaciones. Sugiero revertir esa lógica causal, insinuando
que fuimos nosotros quienes los inventamos, y que eso ocurrió porque algo -o mucho- ya
había cambiado en nuestra sociedad, en nuestros valores y en los modos de ser y vivir.
De manera que voy a concentrarme en esos cambios socioculturales, políticos y
económicos, todos estrechamente relacionados con dichas herramientas técnicas, para
formular una serie de cuestiones y esbozar sus posibles respuestas. ¿Cuál es el sentido de
esas transformaciones históricas? ¿De qué modo se relacionan con las nuevas tecnologías?
¿En qué medida afectan las configuraciones corporales y los “modos de ser” de los sujetos
contemporáneos? ¿Cuáles son las diferencias entre estos cuerpos y estas subjetividades
que emergen y se fortalecen en el momento presente, y aquellos que caracterizaban al
sujeto moderno de los siglos XIX y XX?

Leer y escribir: ser en la intimidad


Para intentar explorar esas indagaciones, optaré por el camino genealógico. En primer
lugar, por tanto, cabe postular algunas definiciones. ¿Quién es “el sujeto moderno”? Esa
expresión alude a un tipo histórico: aquel individuo que se configuró en el siglo XVIII
europeo, cuyo protagonismo histórico tuvo su auge a lo largo de los siglos XIX y XX. Una de
las características más importantes de ese “modo de vida” es que la existencia de ese sujeto
moderno transcurría en dos espacios claramente definidos y delimitados: el ámbito público y
la esfera privada. Además, ese último ambiente fue altamente valorado en ese período
histórico: se lo consideraba moralmente superior a su polo opuesto, el espacio público, del
cual lo separaban los sólidos muros del hogar burgués: una barrera compuesta por ladrillos,
puertas, cerrojos y pudores. En ese cuadro, el ámbito público se consideraba un territorio
peligroso, reino de las frías formalidades, la mentira y la falsedad, todo lo cual terminó
motivando su gradual vaciamiento y su creciente estigmatización.
Al fin y al cabo, era en el silencio y la soledad del hogar burgués, en la amena compañía
de la lectura y la escritura, de los seres y los objetos íntimos -y, sobretodo, en la densa
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compañía de uno mismo- donde se desarrollaba algo sumamente apreciado por los
protagonistas de aquella época: el yo. No se trata de cualquier ser, sino precisamente de
aquel tipo de yo hipertrofiado, cultivado, adorado y también monstruoso del individuo
moderno.
A partir de esa breve síntesis que esboza ese carácter históricamente constituido,
quisiera apuntar que los medios de comunicación contemporáneos, desde internet hasta los
teléfonos celulares -es decir, los canales y dispositivos móviles e interactivos que estamos
enfocando aquí- evidencian una crisis de ese modelo de subjetividad y de sociabilidad
típicamente moderno. Estaría desvaneciéndose y metamorfoseándose, entre nosotros, ese
modo de vida que fue hegemónico en los siglos XIX y XX. Esa configuración está perdiendo
preeminencia, en la medida en que ese tipo de sujeto se torna cada vez más anticuado en
una era como la nuestra, que ve surgir y desarrollarse nuevos modos de ser y estar en el
mundo.
Por tales motivos, propongo que concentremos la atención en esas herramientas con las
cuales tenemos un fluido contacto cotidiano -computadoras, celulares, Internet- para pensar
de qué modo nos hemos vuelto compatibles con ellas. Adecuamos nuestros cuerpos y
nuestros modos de vida a esos artefactos, y ésa es una característica importante de nuestra
condición de sujetos históricos: es algo que nos hace seres típicamente contemporáneos,
hijos y hermanos de nuestra época. De una manera comparable al modo en que los cuerpos
y subjetividades de nuestros padres, abuelos y bisabuelos, eran compatibles con otras
herramientas y con otro universo, con otras formas de vivir, de ser y estar en el mundo.
En ese sentido, propongo tomar el ejemplo del libro impreso, con el fin último de
contraponer algunas de sus características a este instrumental más contemporáneo, e
intentar comprender los sentidos de esas diferencias. ¿Qué es un libro?. Entre otras cosas,
podría afirmarse que ese tipo de objeto también es una herramienta, y por tanto tiene su
propia fecha de nacimiento y toda una serie de factores y rituales asociados. A mediados del
siglo XV apareció en Europa una nueva tecnología, que hizo posible el surgimiento de ese
artefacto: la imprenta con tipos móviles. A pesar de ese linaje técnico que remonta a los
albores del Renacimiento, hizo falta al menos un requisito importante para que ese invento
tuviera la potencia que de hecho ha tenido: la alfabetización en masa de las poblaciones
nacionales, que recién se promovió tras las revoluciones burguesas y sus ímpetus tan
democráticos como industriales y capitalistas. A partir del siglo XVIII, pero con su auge en
los dos siglos siguientes, se desarrollaron las enseñanzas escolares y todo el oleaje que
acompañó ese inmenso movimiento. Inclusive surgieron, en aquel entonces, la industria
editorial y el mercado del libro, y se consolidó el gran género literario de la era burguesa e
industrial; es decir, de aquellos siglos XIX y XX que estamos tematizando aquí como el
período en el cual reinó el “sujeto moderno”, una época de la cual nos estamos distanciando
cada vez más. Ese género es la novela, junto con la cual también se desarrolló algo
primordial: la lectura en silencio. Ese detalle es fundamental para el argumento que pretendo
desarrollar aquí.
¿Por qué el nacimiento de la lectura en silencio fue tan importante? La respuesta no es
modesta: por todo lo que implicó para convertirnos en lo que somos. Y, tal vez, en lo que
estamos dejando de ser, con la ayuda de los aparatos móviles y los medios de

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comunicación interactivos que son objeto de nuestro análisis. Como se sabe, a lo largo de
ese extenso y conturbado período histórico, cierta “ética protestante” promovió el “espíritu
del capitalismo”*, sosteniendo e impulsando a la sociedad industrial con sus modos de vida
urbanos, en las ciudades occidentales que en aquellos tiempos crecían
descontroladamente. Junto con los valores y creencias individualistas que se engendraron
en ese magma, también se desarrolló un modo de ser “interiorizado”. ¿En qué consiste esa
“interiorización” de la subjetividad? Se trata de algo sumamente importante para entender
quiénes somos hoy en día y qué estamos dejando de ser.
En ese contexto de los siglos XIX y XX, leer y escribir eran actividades consideradas de
gran relevancia. Y, en la mayoría de los casos, esas tareas ocurrían en silencio y en
soledad, pues su principal objetivo era fomentar un fértil diálogo consigo mismo: un
monólogo interiorizado. De manera que esas herramientas de uso cotidiano -los libros, las
lapiceras y los papeles; en síntesis, todo el ceremonial de la escritura y la lectura- eran
importantísimas en la vida de los sujetos modernos. Reitero aquí algo crucial: cuando aludo
a “modernos” no pienso nosotros -sujetos del siglo XXI, informatizados, conectados,
y compatibles con el universo digital- sino que hago referencia a ese tipo de hombres y
mujeres que se constituyeron al final del siglo XVIII y protagonizaron los dramas del siglo
XIX y buena parte del XX.
Para esos sujetos modernos, leer y escribir era vital, y su labor se ejercía en diversos
géneros: novelas, cuentos, ensayos, cartas, diarios íntimos, inclusive periódicos y otros
medios masivos de comunicación en formato impreso. Esa lectura y esa escritura eran
realizadas con una cotidiana devoción, de algún modo comparable a nuestra dedicación
actual a las herramientas digitales. Pero hay un detalle primordial: la lectura y la escritura de
aquella época requerían el ambiente íntimo y privado del hogar para poder realizarse en
plenitud. Necesitaban la intimidad acogedora de las casas burguesas, un dispositivo* edilicio
o una tecnología arquitectónica que también se hizo habitual en esa época, erigiéndose en
el modelo del espacio más adecuado para desarrollar la propia vida, con sus salas de estar,
sus cuartos particulares, sus cocinas, sus baños y sus bibliotecas.
Ese tipo de espacio privado e íntimo fue generado en aquella época como una demanda
histórica perfectamente compatible con el proyecto de mundo que lo hizo surgir. Y una de
las actividades que tenían lugar en esos ambientes privilegiados eran, justamente, la lectura
y la escritura, que por definición exigían cierta soledad y cierto grado de silencio para
desarrollarse plenamente. Esas prácticas cotidianas eran vitales, no sólo para comunicarse
con los demás, sino sobre todo para edificar la propia subjetividad: para que cada uno
pudiera pensarse a sí mismo en ese ejercicio diario de la introspección, con un libro o un
lápiz en la mano. De ese modo se constituían como sujetos modernos; es decir, como
individuos compatibles con ese mundo tan novedoso que floreció en los siglos XIX y XX.
Es por ese motivo que hoy consideramos que la práctica de leer a solas y en silencio
inauguró un nuevo tipo de subjetividad “interiorizada”, un modo de ser y de estar en el
mundo que era inédito hasta entonces: una subjetividad volcada hacia “dentro” de sí mismo,
donde se hospedaba y se creaba diariamente la esencia de cada uno. El sociólogo
norteamericano David Riesman* acuñó el concepto de “carácter introdirigido” para aludir a
ese tipo de subjetividad, como un modo de ser histórico que se construía en torno de un eje

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situado “dentro” de sí mismo, y que por tanto debía dedicarse cotidianamente a la minuciosa
edificación introspectiva de un yo-interior. En su libro La multitud solitaria, ese autor analiza
los cambios impulsados por los avances de la alfabetización a lo largo de los siglos XIX y
XX. Es decir, un cuadro previo a la aparición de los medios audiovisuales electrónicos como
la televisión y, más todavía, de los canales interactivos de la actualidad como los celulares e
Internet. Según palabras del mismo Riesman, gracias a esos avances de la alfabetización
en un mundo moderno que tenía a la “cultura letrada” como un horizonte de realización, una
cantidad creciente de ciudadanos de los países occidentales obtuvo acceso al “refugio
impreso”.
¿Qué significa eso? Se refiere al gesto de cobijarse en un libro, leyendo romances y
cuentos, o bien en el universo privado del papel y la lapicera, escribiendo cartas y diarios
íntimos. La expresión no es exagerada, como muestra el novelista Marcel Proust*, por
ejemplo, al describir la ansiosa voracidad con que se entregaba a ese “placer divino” que era
la lectura de ficciones. O la intensa “felicidad clandestina” experimentada por la niña Clarice
Lispector*, cuando la escritora brasileña logró tener contacto con un libro por primera vez en
su vida. Los ejemplos son innumerables, y algunos son realmente muy bellos y elocuentes:
permiten tener una idea de qué implicaba, para esos sujetos, la aventura
de compatibilizarse con ese tipo de herramientas para autoconstruirse.
Además de propiciar una zambullida dentro de las propias profundidades, la lectura y la
escritura permitían embarcar en un viaje rumbo al mundo de la imaginación plasmado en los
libros. Y puede resultar curioso para nosotros, como sujetos del siglo XXI que somos, pero
en aquellos tiempos ya bastante remotos, la literatura podía convertirse en una especie de
“vicio” capaz de empujar a sus víctimas hacia la evasión del mundo real por los suaves
caminos de la ficción. En aquel entonces, no todos los libros gozaban del prestigio que hoy
poseen por el mero hecho de ser materiales de lectura, como ocurre en nuestro mundo tan
dominado por los medios audiovisuales -cada vez más interactivos y hasta tridimensionales-
en cuyo horizonte la “cultura letrada” parece estar amenazada de un franco declive. En
cambio, a lo largo del siglo XIX, en su apogeo, la voraz degustación de folletines y
“romances baratos”, por ejemplo, solía ser un hábito bastante criticado. Como una especie
de mala costumbre o un vicio que, de algún modo, puede compararse a cierto modo de
considerar actualmente al consumo excesivo de dispositivos como Internet, la televisión y
los videojuegos.
Esa actitud censora de los viejos tiempos modernos se justificaba porque se creía que
dichos artefactos propiciaban una fuga con respecto a las tareas importantes del mundo
real, como una especie de “opiáceo” o un narcótico capaz de invadir e infectar las mentes de
quienes deseaban vivir en aquellos maravillosos mundos “de novela”. Sin embargo, más allá
de la calidad de cada obra -y de la moralidad de la época que reglamentaba su producción y
su consumo-, lo cierto es que para las personalidades introdirigidas de aquellos sujetos de
antaño, que se refugiaban tanto en la lectura de ficción como en la escritura de cartas y
diarios íntimos, la lectoescritura constituía una vía para evadirse de sus vidas cotidianas,
que parecían anodinas o deslucidas al ser comparadas con los fulgurantes universos
ficcionales. Esas tecnologías servían como plataformas de acceso a otros mundos, que
permitían desdoblar al yo lector o escritor en múltiples dimensiones, para vivir grandes

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aventuras en la imaginación y, por tanto, dentro de sí mismos. De modo que esa lectura y
esa escritura tanto los evadía de sus vidas como los invadía, enriqueciendo el acervo de sus
interioridades y alimentando su autoconstrucción.
En síntesis: tanto los libros como los cuadernos y los papeles, escritos o para escribir,
constituyeron importantes herramientas al servicio de la edificación de la subjetividad
moderna. Así, en contacto cotidiano e intenso con esos artefactos, lectores y escritores de
todo tipo se convertían en seres compatibles con el universo de su época: se tornaban
sujetos afinados con los ritmos y exigencias de aquellos ya envejecidos tiempos modernos,
individuos compatibles con ese proyecto de mundo que rigió a lo largo de la era industrial.
Por eso, aunque todavía sigamos usando esa palabra para referirnos a algo reciente o
novedoso, conviene volver a aclarar que solamente aquellos individuos de los siglos XIX y
XX eran absolutamente “modernos”, y por el mismo motivo ya lucen un tanto anticuados
para nosotros.
Por eso mismo también sorprende que, aun habiendo sido un instrumento tan eficaz para
la producción de sujetos “útiles” en el contexto de ese tipo de sociedad, la lectura de
ficciones fuera vista como un acto a veces adictivo y hasta vergonzoso, cuyo abuso debía
ser evitado. Y no sólo la lectura, sino también la escritura de romances era considerada, en
ciertos casos, algo condenable: no sólo leer demasiado, sino también escribir mucho podía
ser algo digno de censura. Por tal motivo, en algunos casos había que esconder el
cuadernito de los diarios íntimos, por ejemplo, cuya práctica tenía connotaciones
“masturbatorias”, como decían algunos médicos y moralistas de la época. Algo
especialmente peligroso para las jóvenes damas: eran actividades adictivas y pecaminosas,
por ende, muy sospechosas y potencialmente prohibidas. Por eso era necesario disimular,
ocultar, esconder ese diálogo interno y cotidiano, evitando cuidadosamente la vergüenza
impensable que podría significar ser descubiertos. En ese lejano contexto, la intimidad debía
ser preservada a cualquier costo; en cierto sentido, constituía un tesoro más valioso que la
propia vida.
De todos modos, ya fuera cayendo en el vicio o no, fuese escribiendo o leyendo, parece
evidente que “estar sólo con un libro”, en la era moderna, era “estar sólo de un modo
novedoso”, como nunca antes había ocurrido en la historia. Algo sólo pensable y posible
gracias a la utilización de esas herramientas típicas de aquella época: libros, cuadernos,
papeles, lápices, plumas y lapiceras. Tal vez porque esa nueva soledad de la era moderna -
algo que habría sido tan raro y hasta indeseable en la Edad Media, por ejemplo- no consistía
exactamente en “estar solo”. Por un lado, durante el acto de la lectura se estaba en
compañía virtual -en un diálogo profundo, aunque silencioso- con el autor del libro; pero
además, sobre todo y quizás principalmente, también se estaba en íntimo contacto consigo
mismo.
En síntesis, saber leer en silencio fue una condición necesaria para que surgiesen las
nuevas prácticas que contribuyeron al desarrollo de una “vida interior”, esa fabulosa
invención moderna, reforzando así otro invento de esa época: la intimidad individual. Fui así
como nació y se fortaleció la creencia en un yo singular, enraizado en una esencia
interiorizada “dentro” de cada individuo. Todos esos factores fueron fundamentales para la
constitución de los sujetos modernos. Por tales motivos, ahora, ese aislamiento que

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demandaban la lectura y la escritura constituye una pieza clave para comprender algo
importante: ¿qué cambió en los últimos tiempos?

Visibles y on-line: ser conectados


A pesar de las evidentes continuidades, muchas cosas se han transformado, algunas de
forma radical, pero hay una que resulta especialmente inquietante: lo que cambió es ese tipo
de individuo. Ese sujeto moderno que leía y escribía solo, concentrado y ensimismado en un
ambiente libre de ruidos y otras intromisiones, buscando y construyendo en ese acto tanto
su yo como “el sentido de la vida”. Porque todas esas actividades -y ciertos rituales
concernientes al modo de efectuarlas, que hoy se consideran típicos de aquella época- eran
esenciales para la formación de esa peculiar subjetividad: aquel modo de ser y estar en el
mundo, esa manera histórica de tratar consigo mismo y con los otros, que hoy estamos
abandonando de la mano de las nuevas tecnologías y los modos de vida que ellas propician.
En suma: aquel espacio íntimo y denso que constituía la sólida base de la interioridad -de
la “vida interior”, de aquel núcleo oculto y verdadero, que residía “dentro” de cada sujeto
moderno y era el núcleo su yo- fue construido y reforzado gracias al tipo de lectura y de
escritura que floreció en el mundo burgués de los siglos XIX y XX. Y ese modo de ser
“interiorizado” necesitaba, para edificarse, no sólo artefactos como los libros, las lapiceras,
los papeles y las libretas, sino también algo sumamente valioso: la intimidad. Por eso era
vital contar con un espacio privado en el cual confinarse y recrearse junto a grandes dosis
de soledad y silencio. Ese tipo de subjetividad exigía intimidad y privacidad: para poder
crecer y ser, debía fortalecerse entre cuatro paredes y detrás de las cortinas, a la sombra de
las miradas ajenas.
Un ejemplo muy atinado para comprender ese cuadro -y, sobretodo, para indagar cómo
está cambiando hoy en día-, es la ardiente defensa del “cuarto propio” realizada por la
escritora británica Virginia Woolf* en la década de 1920. Se trata de una serie de
conferencias luego publicadas bajo la forma de ensayos, en los cuales la novelista
reivindicaba el derecho de las mujeres a esa privacidad individual como un requisito
necesario -y, sin embargo, todavía escamoteado, aun a principios del siglo pasado- para
que ellas también pudieran ser alguien en el mundo moderno. El tono bellamente anticuado
de esa clamor permite pensar, ahora, en las diferencias entre todo eso y lo que sucede en
pleno siglo XXI. Porque ahora son otras las herramientas que utilizamos para la
autoconstrucción, y por ende son otras las reivindicaciones políticas que luchan por el
derecho a ser alguien en el mundo contemporáneo, aunque muchos de esos instrumentos
más actuales todavía involucren el ejercicio de la lectura y la escritura.
La propuesta, entonces, consiste en analizar de ese modo a los aparatos digitales e
interactivos: a esos flamantes medios de comunicación e información móviles y portátiles
con los cuales nos estamos volviendo cada vez más compatibles. ¿Qué implica esa
metamorfosis? ¿Por qué somos cada vez más compatibles con esos aparatos -teléfonos
celulares, ipods y iphones, computadoras e Internet- y cada vez menos con aquellos otros
más anticuados, como los libros impresos, las lapiceras y las cartas, los cuadernos y los
diarios íntimos? ¿En qué medida esas prácticas más contemporáneas nos distancian del
cuadro anterior, es decir, de aquel mundo de los siglos XIX y XX y de los sujetos modernos
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que lo protagonizaron? ¿Cuáles son los impactos de esa transformación en el campo
sociocultural, político y económico? Mi intención, al formular este tipo de preguntas, es
intentar comprender por qué y cómo estamos cambiando, y cuál es el papel de los nuevos
artefactos técnicos en esa mutación.
Algunos estudiosos del tema afirman que, en estas nuevas prácticas, se trata de
acumular “capital social” para destacarse de los demás frecuentadores de una misma red; y,
de ese modo, ganar reputación. Ese capital suele medirse en términos de la cantidad de
amigos, de los contactos o de los seguidores que cada uno es capaz de conquistar en sus
participaciones, como criterios de valor para definir quién es cada cual y para evaluar las
flotantes cotizaciones de cada uno. Sin embargo, con el fin de desestabilizar la lógica
incuestionable y naturalizada de la acumulación de capital, que parece poder aplicarse a
todos los ámbitos de manera indistinta y con idéntica eficacia, quizás cabría preguntar:
¿para qué necesitamos tantos contactos, amigos o seguidores? ¿Qué hacemos con ellos,
en función de qué proyecto nos resultan “dóciles y útiles”? ¿Y, de modo semejante, a qué se
sirve cuando se adhiere a esos mandatos?
Es probable que aún sea demasiado difícil responder esas preguntas, pero vale la pena
dejarlas abiertas, sobre todo en su capacidad de iluminar nuestra condición histórica a la luz
del cuadro decimonónico que acabamos de visitar. En todo caso, gracias a la proliferación
de estos nuevos dispositivos y a la creciente importancia que desempeñan en la vida de
cada vez más gente, pareciera que la antigua intimidad se ha dejado infiltrar por una enorme
cantidad de miradas y diálogos: una multitud de presencias virtuales y reales que atraviesan
las paredes de nuestros blindados ambientes privados y se despliegan en las pantallas de
las computadoras u otros dispositivos de comunicación.
Sin embargo, si hoy estamos en contacto con tanta gente, si nos exhibimos públicamente
y conversamos todo el tiempo con centenares o miles de personas, cabría preguntarse qué
se ha hecho del silencio y de aquella soledad que han sido tan importantes hace no tanto
tiempo atrás. ¿Tal vez ya no son más necesarios? Pero si el silencio y la soledad han
perdido su vieja preeminencia, ¿eso significa que ya no precisamos practicar la
introspección para ser alguien? Y si es así, ¿cuál sería el tipo de sujeto, los modos de ser,
las subjetividades -así como las formas de relacionarse con los demás, es decir, las
sociabilidades- que florecen junto con las nuevas herramientas técnicas? ¿Quiénes y cómo
somos ahora, y por qué? Podríamos deducir, tal vez, que en estas nuevas prácticas no se
trata más de ocultarse y encerrarse en la soledad del cuarto privado para desarrollar la
interioridad en diálogo intimista con las propias profundidades; y, mucho menos, utilizando
como instrumental prioritario a la escritura y la lectura en papel.
Vivimos en una sociedad en la cual -no por casualidad, y cada vez más- es necesario
hacerse visible para ser alguien y, además, hay que estar (bien) conectado. Hay que
conquistar el campo de la visibilidad -de preferencia, mediática- para construir una
subjetividad atractiva: elaborar y saber vender un yo visible. Y también hay que estar
siempre on-line, disponible e incluso reportándose todo el tiempo, siempre todos
“enredados” y en contacto con los demás. De modo exponencial, pareciera que no se trata
tan sólo lo de una opción entre muchas otras, sino que se ha vuelto imprescindible saber
manejar esos recursos mediáticos e interactivos para sobrevivir y para ser alguien en el

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medio ambiente del siglo XXI. Así como en aquellos tiempos cada vez más lejanos de los
dos siglos inmediatamente anteriores, otras habilidades eran necesarias y, por tanto, se
estimulaban y desarrollaban otras características tanto individuales como colectivas.
Herramientas como los celulares e Internet, los aparatos portátiles y los dispositivos de
comunicación móvil, así como los blogs y fotologs, las redes sociales
como Twitter* y Facebook*, los sitios para intercambiar videos como YouTube*, son algunos
de los canales que hoy tenemos a nuestra disposición para consumar esa ambición. Para
responder creativamente (o no) a esas demandas que forman parte de nuestra cultura, y
que por tanto constituyen el “sujeto contemporáneo”. Esos instrumentos nos “alfabetizan” en
esas tareas cada vez más imprescindibles para modelar lo que se es: enseñan a producir lo
que somos y lo que deberíamos ser, instruyen sobre los diversos modos de generarse
mediáticamente usando recursos audiovisuales e interactivos. Así, lo que muchas veces
hacemos al utilizar esos instrumentos es nada menos que elaborar y posicionar lo que
somos: una tarea que no sólo es placentera sino que también puede ser extenuante, pero
en todo caso es constante y vital para cada sujeto contemporáneo. Aprendemos
cotidianamente, con eses aparatos, a administrar esa insistente obligación de construirse
como un yo visible y de estar conectados para existir; es decir, para estar en condiciones
de ser alguien en la sociedad contemporánea.
No sorprende, por tanto, que toda esa actividad también se pueda convertir en un “vicio”,
retomando la retórica moralizante que censuraba el exceso de lectura y escritura en el siglo
XIX. O, usando un léxico y un prisma más políticos: se trata de algo que puede constituir,
también, una “tiranía” para los sujetos del siglo XXI. Así como el refugio en la lectura y la
escritura íntima lo han sido algún tiempo atrás, envueltos como estaban en aquello que el
sociólogo norteamericano Richard Sennett denominara “las tiranías de la intimidad”*. Ahora,
ese intimismo decimonónico fue recubierto por otras tendencias que también pueden asumir
un rostro despótico, y que apelan a la visibilidad y la conexión constantes.
Es evidente que mucho se ha ganado con los nuevos hábitos y costumbres ligados a las
herramientas digitales. Se han conquistado varias libertades con respecto a aquel sujeto
interiorizado del mundo decimonónico, por ejemplo. De algún modo, ese individuo también
estaba aprisionado en sus propios meandros interiores, y por eso solía hacer del silencio y
la soledad -dos bastiones tan cultivados en los ambientes privados de la era burguesa e
industrial- su propia cárcel íntima y solipsista. Porque así como la escuela, la fábrica y la
prisión, el hogar burgués también era una “institución de confinamiento” de ésas que
articulaban a la sociedad industrial o “disciplinaria”, como la denominara el filósofo francés
Michel Foucault*. Instituciones en las cuales los cuerpos y las almas de los sujetos
modernos eran minuciosamente trabajadas y cinceladas, todos los días y con insidiosa
persistencia, para que funcionasen con eficacia dentro de aquel tipo de proyecto
sociopolítico y económico: el capitalismo de los siglos XIX y XX.
Ahora, en cambio, son otros los cuerpos y las subjetividades que nuestro mundo necesita
para ser productivo y eficaz. La sociedad contemporánea precisa de cuerpos y
subjetividades más compatibles con sus propias premisas y objetivos; un proyecto que, a
pesar de las continuidades, cada vez se distancia más de su predecesor. Eso significa, en
primer lugar, que los sujetos más útiles de la actualidad no deberían volcarse

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hacia dentro de sí mismos, sino hacia afuera y, sobre todo, hacia la mirada ajena; por eso
no son más introdirigidos sino alterdirigidos. Por el mismo motivo, los muros de las escuelas,
las casas y las empresas ya no son tan importantes para definir a esas instituciones y para
tornarlas viables. El confinamiento se está volviendo obsoleto porque se ha convertido en
una estrategia cada vez más ineficaz: ya no es necesario encerrarnos para que trabajemos
o para que, de algún modo, hagamos funcionar la maquinaria del capitalismo globalizado.
Ahora hay otro mecanismo de poder mucho más valioso y eficiente que el confinamiento.
¿Cuál sería ese dispositivo*? Quizás se trate de la conexión. Y tal vez sea por ese motivo,
también, que hemos dejado de ser aquellos sujetos modernos y, hace ya algunas décadas,
estamos en plena metamorfosis rumbo a otras configuraciones corporales y subjetivas.
No somos más aquellos cuerpos enclaustrados en los espacios cerrados de la era
industrial, que recurrían a la escritura y la lectura para autoconstruirse porque necesitaban
esas herramientas para crearse y para ser quienes eran o quienes deseaban ser. Por eso
las usaban activamente, las amaban y también las detestaban, gozaban y sufrían con y por
ellas. Pero ahora somos otros: junto con la obsolescencia de aquellos utensilios también nos
liberamos, de algún modo, de las presiones que imperaban en aquellos tiempos. Aunque es
muy probable que no se trate, como siempre, de una mera liberación. No hubo tan solo una
evolución tecnológica ni tampoco un simple progreso en el nivel técnico, cultural, social,
político, económico o moral. Junto con todo lo que este nuevo universo* tiene de fascinante
y promisorio, también encarnamos nuevas vulnerabilidades y fragilidades, nuevos riesgos y
peligros que se derivan de las novedades, que son consecuencia de esta mutación tanto en
nuestro mundo como en nuestros modos de ser y vivir.
¿Cuáles serían esas vulnerabilidades y fragilidades, esos riesgos y peligros de nuevo
cuño? Uno de ellos tal vez sea la amenaza -quizás adictiva, a veces incluso tiránica-
involucrada no sólo en la necesidad de estar siempre a la vista, sino también en las
ambiguas ganas de estar todo el tiempo conectados y disponibles. Aprovecharé estas
intuiciones para lanzar aquí algunas cuestiones que pueden provocar el debate y disparar
otras líneas de pensamiento. Esas nuevas presiones que se descargan sobre nosotros y a
las cuales respondemos de forma tan interactiva como hiperactiva, ¿tal vez impliquen un
nuevo pánico a la soledad, encarnado en esa necesidad espasmódica de estar en contacto
permanente unos con otros? ¿O, inclusive, tal vez mascaren una creciente incapacidad de
época: la de estar a solas y en silencio?
No sería necio aventurar que, quizás, todo eso nos esté convirtiendo en una clase de
sujeto más útil, más eficaz y productivo, más funcional, más compatible con este tipo de
sociedad en que vivimos. Parafraseando, de nuevo, a Michel Foucault, podríamos indagar lo
siguiente: ¿cuando estamos fervientemente on-line, por acaso nos estamos volviendo un
tipo de cuerpo más dócil y útil en el contexto de la sociedad contemporánea? Si es así, ¿en
qué medida y por qué? O, como preguntaría otro filósofo francés, Gilles Deleuze* ¿para qué
se nos usa cuando embarcamos en esas actividades? Y, algo que es más importante
todavía: ¿cuáles son las herramientas y prácticas que inventaremos para reinventarnos, ya
sea a bordo de este mismo instrumental o de cualquier otro? Es decir, ¿cómo haremos para
cuestionar y reinventar lo que somos y este mundo en que vivimos?

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Para ir concluyendo este periplo, cabe citar un último ejemplo: los flamantes dispositivos
que brindan servicios de geolocalización. De algún modo, estos aparatos constituyen un
avance más rumbo a aquello que el mismo Deleuze denominara “sociedad de control”, ya
que ofrecen recursos seductores y útiles para equipar los modos de vida contemporáneos.
Sin embargo, en contrapartida, también contribuyen a ajustar, cada vez más, las redes de
poder que movilizan al mundo actual; y que de alguna manera también nos amarran a sus
engranajes. Por supuesto, no se trata de un tipo de poder centralizado y jerárquico que
estaría controlándonos a todos como una especie de Big Brother totalitario y represor, sino
de un tipo de control mucho más complejo y sutil. Todo el tiempo, todos, estamos siendo
controlados por todos, sin olvidarse del imprescindible autocontrol.
Y, además, nos gusta. Esa experiencia suele vivirse como una elección libre y personal,
según la cual nadie considera estar obligado a nada, inclusive pensamos que podemos
desistir en cualquier momento y ejercer la “desconexión” a gusto. Sin embargo, también
sabemos que una actitud de ese tipo resulta cada vez más difícil, y tanto la intensificación
del uso de los dispositivos de comunicación móviles como la expansión de los sistemas de
geolocalización confirman esa tendencia. Por un lado, las herramientas de ese tipo nos
atraen y las adoptamos rápidamente, se van incorporando a la vida cotidiana y terminamos
acostumbrándonos a contar con ellas. Por otro lado, el componente “tiránico” también se
hace presente en esa múltiple interdependencia, suscitando una incomodidad que puede
llegar a despertar cierta impresión de asfixia. O de excesivo control, justamente, suscitada
por el hecho de tener que reportarnos constantemente en redes como Twitters y Facebooks,
por ejemplo, o la necesidad de estar siempre disponibles a través del celular, dejando
vestigios de por dónde andamos al usar las tarjetas de crédito y los más diversos medios de
comunicación móviles, y actualizándonos sin pausa sobre todo lo que hacen o no hacen
nuestros múltiples contactos desperdigados por el planeta.
No sorprende que todo eso esté empezando a provocar cierto agotamiento, que también
corre el riesgo de naturalizarse para integrar la textura habitual de nuestras vidas. Ese
deseo de desconexión es cada vez más insistente, aunque mezclado con él y de un modo
aparentemente contradictorio, también crezcan las ganas de conectarse. Y aunque a veces
se la desee intensamente, esa desconexión se ha vuelto cada vez más utópica, imposible
de lograr en medio a un torbellino constante y creciente de estímulos y presiones. Basta con
pensar en el clásico imaginario de la isla desierta, por ejemplo, que prácticamente no existe
más, ni siquiera como un sueño o una fantasía. Porque ya no es posible huir hacia un lugar
que no tenga conexión alguna, e incluso porque probablemente no nos gustaría si
llegáramos a encontrarlo: no es tan descabellado pensar que quizás no toleraríamos por
mucho tiempo esa desconexión que, inundada de un silencio y una soledad cada vez más
inauditos, podría llegar a ser insoportable.
Es en este sentido, por tanto, que las nuevas herramientas técnicas se enquistan en la
vida cotidiana y ayudan a modelar un nuevo mecanismo de poder, mostrando así la faz
menos luminosa de estas maravillosas conquistas del siglo XXI. Además de inocularnos
diariamente sus enormes dosis de regocijos y placeres, además de ser muy útiles y hasta
imprescindibles en la vida de cada sujeto contemporáneo, también nos amarran y nos
presionan. De ese modo, nos constituyen como sujetos típicamente contemporáneos,

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estimulando la configuración de cuerpos y subjetividades compatibles con sus formatos, e
inhibiendo desarrollos alternativos al impedir el surgimiento de otros modos de ser y estar en
el mundo.

Una pregunta final


Para concluir, quisiera esbozar una pregunta final. En esta “sociedad del espectáculo” en
que vivimos, altamente mediatizada e hiperconectada, se están modificando las maneras en
que construimos lo que somos -porque cambian las reglas y los sentidos de la edificación
del yo- así como los modos en que nos relacionamos con los demás, privilegiando la
conexión permanente con más y más personas al mismo tiempo, además de las
características visibles de la personalidad -como el aspecto físico y la performance-, en vez
de ciertas cualidades antes consideradas más valiosas, pero que se pensaban como siendo
ocultas, esenciales o “interiores”. La cuestión es la siguiente: en este contexto en fascinante
mutación, ¿cómo podemos aprovechar estas herramientas de un modo realmente creativo y
liberador? ¿Es posible apropiarse de ellas para usarlas de una manera disruptiva, capaz de
desafiar esta lógica que le es propia y en la cual nos mantiene amarrados? ¿Cómo utilizar
eses aparatos de una forma que sea capaz de cuestionar sus propios mecanismos, su
método despótico y sus sentidos utilitarios? Buscar posibles respuestas para esas preguntas
equivaldría a cuestionar nada menos que lo que somos, en nuestra condición de sujetos
históricos, ampliando así tanto el campo de lo pensable como el de lo posible.

Cierre
Modificación de las maneras en que construimos lo que somos y, también, de los modos
de relacionarnos con lo demás. Vaya cambio para pensar en los múltiples efectos que esto
conlleva como así también en las reglas de juego e intercambio que lo sostienen. Se trata de
una mutación profunda, de forma y de fondo, estructural. Imposible de ser negada. Su
carácter vertiginoso, multidireccional y poco medible opaca nuestra capacidad de análisis. Y
nuestro carácter de testigos en presente de estos cambios dificulta nuestra posibilidad de
distanciamiento para ello
Por eso, vale la pena dejar picando la pregunta de la autora sobre el modo creativo y
liberador de aprovechar estas transformaciones. Una alerta que también vale para leer
aquello que se mantiene, aquello que pervive, aquello que se actualiza. Porque, en
definitiva, los cambios tecnológicos no son más que invenciones humanas y, frente a lo
inevitable de su influencia en nuestros modos de ser y de relacionarnos, también juega
nuestra capacidad de reinvención.
Hagamos jugar esto en relación con la escuela, con nuestro papel allí e incluyendo en el
análisis las formas culturales que en ella conviven y nos toca ayudar a procesar. Ensayemos
la posibilidad de mirar la relación entre tecnología, cultura y sujetos como movimientos que
trazan distintas cartografías, no excluyentes, todas válidas y valiosas para pensarnos en
sociedad.
Para eso, como bibliografía obligatoria les proponemos una videoconferencia de la misma
autora de la clase en el que avanza en sus reflexiones argumentando sobre la escuela

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posible y la escuela deseable para acompañar este los cambios culturales en presente.
Desde allí, y retomando una mirada histórica sobre el papel de la escuela en la
conformación de subjetividades, analiza diversas instantáneas sociales, culturales y
escolares de nuestro tiempo y se pregunta por la función actual de la escuela en tiempos de
sociedades informatizadas, redes sociales y permanente conexión.
Como lectura optativa les proponemos un texto de Leonor Arfuch* en el cual la autora se
pregunta y nos pregunta acerca del impactante desarrollo que han tenido en nuestra época
las narrativas del "yo" (biografías, autobiografías, entrevistas, diarios íntimos, cuadernos de
viaje, reality show, talk show, entre muchas otras) y acerca de la relación entre esas
narrativas y la construcción de la subjetividad. Estas dos cuestiones se tejen desde la
necesidad de construir tanto la propia historia como la historia de los otros a través de la
escritura y desde la necesidad (o voracidad) por la lectura de textos que narren esas
historias de vida y nos permitan espejarnos en las vidas de los otros. En otras palabras, la
escritura y la lectura de estas narraciones dan lugar a la construcción de la subjetividad, a la
búsqueda de sentido de la propia historia, al proceso de identificación en diálogo con la
subjetividad de los otros.

Bibliografía obligatoria
Sibilia, Paula (2015). "Convivir y aprender entre redes o paredes". Conferencia. 24°
Jornadas Internacionales de Educación, Lectura y Educación. Buenos Aires, mayo, 2015.
[Fecha de consulta: abril, 2018]. Disponible haciendo clic aquí.

Bibliografía optativa
Arfuch Leonor (2005) “Historias de vida: subjetividad, memoria, narración”. En Diploma Superior en
FLACSO Virtual.

Itinerarios de lectura
1) Si desean conocer reflexiones y estudios sobre el impacto de los cambios
culturales en la construcción de subjetividades les recomendamos:
Turkle, Sherry (2017) En defensa de la conversación. El poder de la conversación en la
era digital. Barcelona, Ático de los libros.
En palabras de la autora: “¿Por qué un libro sobre la conversación? Al fin y al cabo, nos
pasamos todo el tiempo hablando. Nos enviamos mensajes de texto, escribimos
publicaciones y chateamos. Puede incluso que empecemos a preferir el mundo de nuestras
pantallas. Entre la familia y entre los amigos, entre nuestros colegas y nuestros amantes,
recurrimos a nuestros teléfonos en lugar de hacerlo los unos a los otros. Admitimos
libremente que nos gusta más enviar un mensaje o un correo electrónico que embarcarnos
en una reunión cara a cara o incluso hacer una mera llamada telefónica. Esta nueva vida
indirecta nos ha acarreado problemas. La conversación cara a cara es el acto más humano,
y más humanizado, que podemos realizar. Cuando estamos plenamente presentes ante
otro, aprendemos a escuchar. Es así como desarrollamos la capacidad de sentir empatía.
Este es el modo de experimentar el gozo de ser escuchados, de ser comprendidos”.
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Sibilia, Paula (2008) La intimidad como espectáculo. Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica.
“¿Cómo se llega a ser lo que se es? Esto se preguntaba Nietzsche en el subtítulo de su
autobiografía escrita en 1888, significativamente titulada Ecce Homo y redactada en los
meses previos al ´colapso de Turín´.
Después de ese episodio, el filósofo quedaría sumergido en una larga década de
sombras y vacío hasta morir “desprovisto de espíritu”, según algunos amigos que lo
visitaron. En los chispazos de ese libro, Nietzsche revisaba su trayectoria con la firme
intención de decir ´quién soy yo´. Para eso, solicitaba a sus lectores que lo escucharan
porque él era alguien, ´pues yo soy tal y tal, ¡sobre todo, no me confundáis con otros!´.”.
Recuperando tal pregunta filosófica, la autora inicia este libro a través del cual analiza las
claves con las que se presenta la exhibición de la intimidad en la escena contemporánea y
los diversos modos que asume el yo de quienes deciden abandonar el anonimato para
lanzarse al dominio del espacio público a través de blogs, fotologs, webcams y sitios como
YouTube y FaceBook. A partir de la hipótesis de que todos estos fenómenos representan un
momento cultural de transición que anuncia una verdadera mutación en las subjetividades,
Paula Sibilia analiza el veloz distanciamiento que se ha producido en los últimos años
respecto de las formas típicamente modernas de ser y estar en el mundo, y de aquellos
instrumentos que solían usarse para la construcción de sí mismo, hoy casi totalmente
eclipsados.

Illouz, Eva (2007) Intimidades congeladas. Buenos Aires, Katz Editores.


Habitualmente se ha afirmado que el capitalismo tiene un rostro frío, desprovisto de
emociones, guiado por la racionalidad burocrática, ajeno a los sentimientos; que el
comportamiento económico está en conflicto con las relaciones íntimas y que las esferas
pública y privada se oponen irremediablemente.
Sin embargo, en esta obra tan inteligente como provocadora, Eva Illouz muestra de qué
modo el capitalismo ha alimentado una intensa cultura emocional, favoreciendo el desarrollo
de una nueva cultura de la afectividad. Así, mientras el yo privado se manifiesta más que
nunca en la esfera pública, las relaciones económicas han adquirido un carácter
profundamente emocional y las relaciones íntimas se definen cada más por modelos
económicos y políticos de negociación e intercambio. Eva Illouz explora este "capitalismo
emocional", que se apropia de los afectos al punto de transformar las emociones en
mercancías, en una variedad de lugares sociales, desde la literatura de autoayuda, las
revistas femeninas y los grupos de apoyo, hasta las nuevas formas de sociabilidad nacidas
de Internet.

2) Si desean leer trabajos sobre la cultura digital y sus efectos en diferentes


dimensiones de la vida social les recomendamos:

Sadin, Éric (2018). La silicolonización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo
digital. Buenos Aires, Caja Negra Editora.
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"Cuna de las tecnologías digitales (Google, Apple, Facebook, Uber, Netflix), Silicon Valley
encarna el triunfo industrial más insolente de nuestra época. Esta tierra de buscadores de
oro se ha convertido en la posguerra en el centro de desarrollo del aparato militar y de la
informática, y hoy es sede de un frenesí innovador que declara obrar por el bien de la
humanidad, pero define nuestras existencias con finalidades privadas. Silicon Valley no
remite solamente a un territorio. Es también, y antes que nada, un espíritu en vías de
colonizar el mundo. Se trata de una colonización de un nuevo tipo llevada adelante por
numerosos misioneros (industriales, universidades, think tanks) y por una clase política que
incentiva la edificación de valleys en los cinco continentes bajo la forma de ecosistemas
digitales y de incubadoras de empresas start-up".(fragmento).

Lago Martínez, Silvia (2012). Ciberespacio y resistencias. Exploración en la cultura digital.


Buenos Aires: Hekcht Libros.
“Los cambios sociales relacionados con Internet van mucho más allá del uso y aún más,
de la apropiación social de la tecnología. Tienen que ver con nuevas formas de organización
social, con las redes ciudadanas sostenidas por redes electrónicas, con la capacidad casi
infinita de convocar personas desde el ciberespacio para ocupar espacios físicos. Algunos
de los autores de este libro se cuentan entre los pioneros en este tema, los que llegaron a la
frontera electrónica al mundo digital, y comprendieron que lo que pasaba en él era un
proceso complejo y largo, del cual estamos actualmente viendo los primeros impactos” (Del
“Prólogo”).

Igarza, Roberto (2009) Burbujas de ocio. Nuevas formas de consumo cultural. Buenos
Aires, La Crujía Ediciones.
Nadie mejor que su propio autor para presentar el eje y los contenidos de este libro
(En: https://robertoigarza.wordpress.com/ [fecha de consulta, febrero 2011): “El libro focaliza
en las nuevas formas de consumir cultura a partir de la transformación en la distribución de
los tiempos de ocio, sobre todo, de las personas que habitan en las grandes ciudades. El
ocio se distribuye y consume cada vez más en pequeñas dosis de fruición. La vida laboral y
extralaboral se ha colmado de pequeñas pausas. Las nuevas generaciones entremezclan
las actividades de producción y de entretenimiento de manera muy diferente de las
generaciones anteriores. Su mundo está repleto de micropausas que coinciden con el
tiempo de ver un video en Internet o consultar un blog. El ocio se ha vuelto intersticial, se
escurre entre bloques económicamente productivos, entre las tareas para el colegio, en los
tiempos de espera, durante los cortos desplazamientos. Con la aparición de estas burbujas
de tiempo, los nuevos medios y los dispositivos móviles tienden a jugar un rol protagónico
en la vida de las personas y en el consumo cultural. Son los que mejor se adaptan a estas
nuevas formas de distribución de los tiempos de ocio. Más que ninguna otra, la recepción
móvil favorece el empleo de estas burbujas para acceder e, incluso, producir y distribuir
contenidos que, generalmente, son brevedades”.

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