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La Cueca en Malargüe relato

Habíamos llegado a Ranquil Norte con la premisa de brindar nuestro espectáculo de danzas
tradicionales a este lejano distrito malargüino. La idea era demostrarles que la villa cabecera
no estaba tan lejana y que quienes teníamos un cargo como el que yo ostentaba, - director del
ballet municipal “Charú”, - también queríamos compartir el arte tradicional con estos
vecinos tan distantes. Eran las 5 de la tarde cuando la “chancha colorada”, - el viejo
Chevrolet que nos llevaba por esos caminos de tierra, de serruchos y de huellas desbordantes
que solía atrapar a algún “piche” descuidado que apuraba sus patitas tratando de esconderse
ante cualquier ruido. Por allí iba la mole colorada que bamboleante, dejaba estelas forjadas
por las ruedas dejando en nosotros un aspecto de hombres y mujeres ya mayores crecidos de
golpe por la nube polvorienta.
Nada que un buen baño en la escuela albergue no reparara y nos volviera a los años mozos,
niños y niñas para algunos y otros como yo, rozagante profe de 31 años.
Nos cambiamos y nos fuimos a observar el escenario, rutina de mis dirigidos en donde esa
noche debíamos bailar. ¡Sorpresa! los organizadores habían armado un bonito escenario
compuesto de fardos de alfalfa cubiertos con una lona de camión para darle firmeza y que
pudiera cumplir con el pedido hecho tiempo atrás por la radio. Sonriente el encargado me
recibió junto a mis ayudantes, a mi derecha Fabricio Pardo y a mi izquierda mi ahijado Raúl
Cerda, dos malargüinos de mi flor que además eran grandes bailarines.
-Profe-, me indicó Fabricio, - allí no podremos bailar, somos 8 parejas.
- ¡No hay problema Fabri! Le indiqué mientras le palmeé la espalda.
- ¡Raúl acete cargo, bailamos en pista!
Raúl asintió con la cabeza, hombre de pocas palabras como buen paisano de estos pagos que
solo hablan lo necesario; lo demás se hace.
Se dirigió a la escuela y armó los cuadros con los chicos, las entradas, las salidas, ubicación
del público, etc., lo común de un bailarín profesional.
Pero la tardecita ranquelina ya había hecho efecto entre los parroquianos, el saloncito ya se
estaba llenando con puesteros que venían de lejos luego de la noticia dada por la radio LV 19
desde hace varios días pues el Compadre Farías lo anunciaba. Había mesas redondas esas de
los años 30 o 40 del siglo pasado con sus sillas torneadas de color caoba, gastadas y algo
sucias en su respaldo. Así, se comenzaron a sentar los concurrentes con una cerveza en la
mano, otros con un “vinito” de la casa, me di cuenta por el pingüino de lustre marrón y
blanco, el platito de maní y la gaseosa de la dama.
Nosotros a un costado observábamos, yo tentado en escribir el panorama, el mozo
improvisado con un mantel blanco anudado a la cintura, presto limpiaba las mesas e invitaba
“asiento”, a algunos que llegaban sacudiéndose la tierra.
La música ya sonaba en algún grabador casero que no se veía, pero por allí estaba, cuecas,
gatos y también tonadas. Era el preparativo de la fiesta organizada. El disc-jockey preparaba
los viejos micrófonos metálicos con cables de tela y brillaban las válvulas del equipo que
comenzaban a elevar pequeñas luces por sus ventanas. Como a la media hora aparecieron los
primeros guitarreros, paisanos del lugar que, de vez en cuando dejando sus faenas, se
juntaban a ensayar bellas tonadas y cuecas para los santos y las serenateadas.
Había un hombre fornido, de bigote profuso, de mirada brillante y de espaldas anchas, esas
que se forjan trabajando fuerte en medio de los puestos, armando corrales, pialando
“caballares” y colgando alguna vaca. Vestía de rigurosas botas corrugadas, bombacha de
“alpacuna” verde con una camisa medio morada, pañuelo de seda al cuello, sombrero
“laguito” y una chaqueta de nilón con charreteras y “guata”.
Junto a él, - a la izquierda, - una mujer estaba. Pequeña, de cabello liso a dos bandas peinada,
vestía un enterito de jean azul que su panza pródiga disimulaba, bebían de a sorbos y la
música de los guitarreros ya sonaba. Se les acercó un muchacho de unos 28, 30 años,-
buenmozo, - de talla pequeña, vistoso en su vestimenta, con dos borlas de color en la cinta
del sombrero, bombacha y los bordes de la chaqueta gris y flores bordadas que resaltaban;
cuatro botones en los puños, las botas bien lustradas; la invitó a bailar, ella miró a su
acompañante y éste al chiquito lo miraba, lo caló en un saque, su mirada fija anunciaba
pelea, el recién llegado lo saludó con el sombrero, sonrió y le pidió que se la prestara para
bailar.
El padre, - supongo, - asintió y se hundió en el vaso de la Quilmes bien helada.
Nunca había visto demostración más perfecta de cortejo en una cueca malargüina, los
guitarreros comienzan el canto y con él, la danza, ella en la vuelta pone el pañuelo sobre su
cabeza, tomado por las puntas cruzadas, pequeño, blanco, bordado de rosa que apenas lo
movía. Su gesto serio, como sin inmutarse, sus pies en un paso cortito, saltado sin derroche,
su mano izquierda sobre la cintura marcaba la imagen de esta mujer bellísima apenas
embarazada.
A todo esto, el mozo comienza su vuelta mostrando su estirpe, el cuerpo erguido, su mirada
desafiante, la miraba y sus pies iban con el mismo paso de la dama, pero golpeado, ruidoso,
marcando su estampa.
Al concluirla, la dama se enfila a la izquierda mostrando su costado, para que huela su
pañuelo mientras lo tremolaba; él por detrás la seguía y su hombro y el de ella por momentos
se juntaban. Un, dos, tres, cuatro, -yo contaba- allí pegó la vuelta ¡epa! ¡para el otro lado
compañero, no se junte, que estoy ocupada!
El paisano arremetía, ella y su movimiento de cadera lo incitaban, aquel parecía entender y
con más ganas bailaba, ya no era la imagen adusta, recta, se había transformado en un
perseguir intenso, ya encorvado, por momentos en el paso repiques de cuatro colocaba, le
daba un sonido perfecto y la gente aplaudía y ella se enervaba.
Comenzaron media vuelta y allí ella giró su cuerpo, hizo la figura de espalda, sonriente, fijo
lo miraba. allí comenzó otra vez, el arresto por ahora por derecha y el fascinado seguía esa
cadera bamboleante, le surgió un zapateo, cepillado en las puntas por delante mientras ella
volvía sin mirarlo, la vio pasar … parecía enamorado.
Otra media vuelta y esta vez ella alejada, su mirar quien sabe dónde, su pañuelo no agitaba,
parecía sin interés la moza, y los pasos lo mostraban.
Él se dio cuenta y comenzó un arresto nuevo; ella que se va a la izquierda y él en el centro se
quedaba; no la mira, no la siente, y ella pegó la vuelta y vino la coronación, y él apoyo el
pañuelo en el pecho de la amada.
¡Segunda!
La toma del brazo y por la pista la paseaba, ella muy sonriente y él orgulloso de mostrarla,
el público con las palmas y alguna mesa golpeada por los puños a las guitarras acompañaba.
¡Aro, aro, aro! Un paisano que le acerca a los guitarreros un vino y ante el “obligo” va un
“le pago” la fiesta ya estaba armada, otro guitarrero mientras sus compañeros pagaban el
convite largó un dicho: “una vieja con un viejo se fueron a lavar la medias, la vieja lavó las
blancas el viejo lavó las negras.”
las carcajadas y el aplauso se confundieron con las guitarras; todos con las palmas y
¡comenzó la cueca!
Se agacha frente a la segunda guitarra una niña de 15 años más o menos y le tamborilea en la
guitarra, se llama “tañar” con los dedos índice, medio y anular, y así acompaña la guitarra;
me hace acordar al cajón peruano o la chirlera huasa.
Con el paso corto y saltadito las caderas hamacaban, iban recorriendo la pista en una vuelta
endiablada, la mirada ha cambiado, ella lo mira fijo por momentos, luego le da vuelta la cara.
Él ha tomado el pañuelo con las dos manos, sus pasos se muestran con repiqueteados
permanentes y avanza semi agachado, ahora mira sus pies como controlando la postura y
esos repiques y por momentos, hamaca los brazos en contra del movimiento de la cadera y
ella lo mira para llamar la atención, se acerca, se aleja, su pañuelo revolea al recuperar su
consideración, sonríe y escapa por un lado y él ensimismado la persigue. Un, dos, tres,
cuatro, -cuento yo-, tratando de seguir una métrica, que no tiene nada que ver con lo que
ellos danzan, pero soy el profesor y el rescate lo demanda, pero hay un problema, no hay
descripción suficiente para indicar el gusto, el sabor de esta danza con palabras. Un dos tres,
cuatro se acercan de a poco, ya el paso que concluye, se relajan los cuerpos, la música se
apaga, apoyan en sus pechos los pañuelos tímidamente, - y en la mirada, va el alma.
¡No hay Cueca sin gato! - gritó el cantor-, y suena los tres acordes y el comienzo de gato
acompañante. Ahora los brazos en castañetas, por el costado se miran, sonriendo en los giros
inclinados, como juntando los rostros en un beso simulado.
¡Que viva la Cueca y con gato acompañado!

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