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Una guerra de alternativas fluctuantes y victorias pendulares; de devastadoras consecuencias

como todas, sustentada en argumentos encontrados pero ambos fundamentados por las
partes, había estallado en las medianías del siglo XIV. Algo quizás tuviera que ver la maldición
del maestre templario Jacques de Molay cuando ya en la hoguera, y antes de entregar su
último aliento, maldijera al expoliador rey de Francia y su dinastía Capeta. Muerto el monarca
y todos lo posibles herederos, fue apelada la Ley Sálica por los franceses, eso sí, metida
con calzador y muy forzada en el contexto; lo que daría lugar a la Guerra de los Cien años.
Corría el año 1373 y la primavera comenzaba a despuntar en todo su esplendor en la Bretaña
francesa. Pero en ese año precisamente, las brisas del Atlántico no pronosticaban un
panorama muy bucólico. La Guerra de los Cien años estaba en su apogeo y los franceses
andaban a la greña con los ingleses para variar. En medio de aquel maremágnum de
desolación, a un inglés se le escapó una pedrada -dicho esto metafóricamente-, que fue a parar
a la cabeza de un tranquilo castellano que pasaba por allí.
Nunca una nación pagaría a tan alto precio unas cabezas cortadasEl caso es que en el puerto
de Brest media docena de naos del reino de Castilla repletas de mercadería estaban
amarradas a la espera de que escampara aquel despropósito bélico, cuando al pirómano
inglés, Conde de Salisbury, muy aficionado a prender fuego a lo primero que se le pusiera a
tiro, no se le ocurrió otra idea que la de incendiar las naves castellanas en un arrebato
poco ponderado, episodio éste que más tarde le costaría un disgusto importante a él y a su
rey, pues nunca una nación pagaría a tan alto precio unas cabezas cortadas. El citado conde
inglés, en aquel lance, no dejaría un alma castellana con posibilidades de reencarnarse, pero
no por ello podría evitar que todo un poderoso reino del sur de Europa se fijase como único
objetivo vengar aquella afrenta.
El caso es que aquellos castellanos de entonces, muy entrenados en el secular batallar contra
las gentes de turbante, se dieron media vuelta y verificaron la procedencia de la piedra, instante
en que los mahometanos respiraron algo aliviados y aprovecharon la distracción momentánea
de los de Castilla para darse a la fuga sin más preámbulos. Los cabreados castellanos
decidieron suspender sus campañas en el tórrido sur de la península y volvieron su
mirada hacia el mar del norte. Grises nubes se cernían sobre el Canal de la Mancha y los
augurios pronosticaban preocupaciones sin cuento a los isleños, que pagarían cara su osadía
en los años siguientes. Habían llamado la atención de un pueblo entrenado en el arte de la
guerra, a la par que cansado de batallar.
El caso es que unas obligaciones contractuales entre los reyes de ambos lados de los Pirineos
obligaban a los castellanos a intervenir con su marina en socorro de los galos. La verdad es
que no se hicieron mucho de rogar y bastante encendidos por la agresión inglesa, se
dispusieron aplicarles un severo correctivo.
Una armada sobresaliente
Los marinos castellanos en aquella época controlaban el Golfo de Vizcaya con la ayuda de los
muy experimentados pilotos vascos ydetentaban el control del comercio al por mayor entre
latitudes tan distantes como el Mediterráneo o el Mar del Norte.Mantenían una excelente
relación con los bretones y con nuestros hermanos portugueses tenían una peculiar joint
venture de amor y hematomas por el control de los mercados tradicionales.
El caso es que el entonces almirante español, Fernando Sánchez de Tovar, que así se
llamaba este prodigio de osadía, invitó a su colega y amigo francés, Jean de Vienne a darles
un susto de muerte a los alborotadores ingleses. Dicho y hecho. Puestos manos a la obra, en
el lapso de los seis años siguientes, incendiaron y saquearon más de un centenar de
poblaciones costeras desde Plymouth hasta Londres. Naves castellanas de alto bordo con
superior potencia de fuego, se dedicaron al tiro al blanco con un nivel de acierto más allá de lo
razonable. Los ingleses no sabían dónde esconderse.
El 22 de junio de 1372 los castellanos capturaron una flota inglesa de invasión que se dirigía al
continenteEmpezaron por Plymouth en el sudoeste de Inglaterra y siguieron hacia
Southampton, pasando por la isla de Wight, Portsmouth, Hastings y Folkestone.Arrasaron
literalmente todas la poblaciones costeras del sur de Inglaterra en el periodo de un lustro
en el que, ante la acometida castellana y la de sus socios franceses, sólo cabía replegarse
hasta que escampara. Los productos de confección artesanal de las abadías locales,
condumio de larga o breve duración, ornamentación de valor, o cualquier cosa que tuviera
brillo, desaparecían por arte de birlibirloque. Cochinillos, barriles de cerveza, pollos, etc., eran
candidatos a convertirse en antimateria ante el ímpetu vengador de las tropas castellanas.
No contentos con esta campaña de aligeramiento de los bienes locales o recuperación vía
indemnización sui géneris, los castellanos decidieron que Londres seria una pieza de
interés superlativo como colofón a sus correrías. Por ello, se pusieron manos a la obra.
El desenlace del clímax conquistador
El veintidós de junio de 1372 los castellanos capturaron una flota inglesa de invasión que se
dirigía al continente. Después de hacerse con un botín histórico equivalente al 20% del
producto interior bruto de aquella isla que hacía aguas por todas partes, enviaron de vuelta a la
isla a los soldados capturados para mayor escarnio. Además, habían dejado a la oficialidad -
que no a la soldadesca- en paños menores. Tovar había dado órdenes muy estrictas de que
los soldados no fueran agraviados.
Con el ánimo alto y las alforjas a rebosar, aquel efervescente clímax conquistador de alguna
manera tenía que explayarse. Entonces tomaron rumbo hacia Londres, Támesis arriba. A pesar
de un potente viento contrario llegaron a los arrabales de la ciudad –concretamente a
Gravese – y pegaron fuego a todo lo que encontraron. Desde la torre de Londres y fortalezas
aledañas, se esperaba un asalto inminente que nunca llegó. La razón, fue muy sencilla. Las
naos y galeras a causa del enorme botín capturado durante la campaña embarcaban en
ocasiones agua, lo que hacía muy peligrosa la navegación en mar abierto y más en el del Norte
que era muy proclive a la mar arbolada. A raíz de esta experiencia, las naos castellanas
levantarían el bordo un metro más, evitando este molesto inconveniente de no poder llenar las
bodegas a tope cuando capturaban algún barco adversario con alguna escora susceptible de
ser corregida. Al mismo tiempo permitían desde un puente más elevado, mejores condiciones
de tiro para arcabuceros y ballesteros en caso de abordaje.
Finalmente, este Almirante de Castilla, terror de los mares, que con tantas victorias había
contribuido a engrandecer la leyenda del Reino del Sur, sería doblegado por un enemigo
invisible. Hacia 1384 y durante el sitio de Lisboa, la terrible Peste Negra que durante siglo y
medio asolaría Europa, le haría un desaguisado importante. Llevado Guadalquivir arriba en
la nave capitana con el único pendón izado de toda la flota, su cuerpo sería albergado por la
tierra madre que le vio nacer. Pocos Grandes de España son acreedores a este título.
Al Almirante Tovar, se le podría aplicar aquellos versos recitados por poeta cubano Pablo
Milanés y redactados por Berlolt Brechtque dicen así…
Hay hombres que luchan un día y son buenos
Hay hombres que luchan diez días y son mejores
Hay hombres que luchan toda una vida,
esos son los imprescindibles.
A aquel hombre de Castilla le habían puesto todos los matasellos en el pasaporte.

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