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El confinamiento «mortal» en las

olvidadas cárceles flotantes de Cádiz


durante la Guerra de Independencia
La historiadora Lourdes Márquez Carmona rescata la desconocida historia de los navíos
franceses que se establecieron en Cádiz, en los que se hacinaron a miles de prisioneros
galos en «sepulcros flotantes» llenos de «muertos vivientes»

Israel VianaSEGUIRMADRID Actualizado:03/11/2020 08:09hGUARDAR
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«Estos barcos, donde nos habían confinado a 1.200 o 1.500, no tenían
un solo rincón que no presentara grandes peligros para la salud. En
las baterías había una atmósfera espesa y sofocante. Se nadaba en
sudor y el juego de los pulmones estaba horriblemente comprimido.
Sobre el puente, los rayos del sol quemaban la piel y nos hacía hervir
la sangre [...]. Estaba prohibido que nos bañáramos en el mar y
cualquiera que osara hacerlo pagaba con su vida». Así comenzaba el
desolador relato de Ducor, uno de los prisioneros franceses que,
durante la Guerra de Independencia , estuvo encerrado, en condiciones
infrahumanas, en una de las cárceles flotantes establecidas en la Bahía
de Cádiz, hoy prácticamente olvidadas.
En total

 fueron más de 20.000 hombres los que pasaron por los cinco
pontones que había fondeados frente a las costas de la ciudad,
antiguos navíos de línea que fueron convertidos en auténticas
prisiones en medio del mar, donde las enfermedades y la malnutrición
campaban a sus anchas acabando con la vida de decenas de ellos cada
día. Tan crítica era la situación que, ante la impotencia de la
autoridades españolas de abastecer siquiera a su propia población de
alimentos de primera necesidad, y las británicas, que no quisieron
devolverlos a su país ante el miedo de que regresaran a luchar de
nuevo, los franceses acabaron comiéndose a los perros que había a
bordo y hasta a se plantearon el canibalismo con los compañeros
negros de la tripulación.
«Pronto se dejó de reír. La armada de Dupont, de la que esperábamos
nuestra pronta liberación, había capitulado. Los españoles los habían
hecho prisioneros [...]. Las enfermedades se cebaron en poco tiempo
con unos hombres presos y malnutridos así. Fui testigo de cómo
nacieron y cómo se propagaron todo tipo de fiebres: diarrea,
disentería, tifus, escorbuto. Yo esperaba mi turno», reconocía el
marino sobre las calamidades que vivieron aquellos hombres, cuya
historia fue rescatada en 2012 por la historiadora gaditana de origen
irlandés Lourdes Márquez Carmona, en «Recordando un olvido.
Pontones prisiones en la Bahía de Cádiz. 1808-1810»  (Círculo Rojo).
Un libro del que ahora publica su segunda y mejorada edición con
nuevos datos y mapas sobre la ubicación exacta de estas cárceles
flotantes en la bahía.
Michel Maffiotte
«La pista me la dio el tataranieto de Michel Maffiotte  —recuerda la
autora—, timonel del navío Indomptable que combatió en Trafalgar en
1805, al que conocí cuando publiqué un libro sobre aquella batalla. Su
tatarabuelo había luchado también junto al almirante Rosily, jefe de la
armada francesa, en la batalla de la Poza de Santa Isabel a comienzos
de la Guerra de la Independencia y me trajo sus memorias
manuscritas sobre aquel episodio de 1808. Ahí leí por primera vez la
palabra pontón. Pero, curiosamente, en ellas había escrito la derrota
al detalle y luego mencionaba de pasada que fue introducido en uno de
los pontones, sin describir nada de esa experiencia. Supongo que por
lo dura y traumática que fue, porque luego sí que seguía relatando
ampliamente su viaje hasta Canarias. “Ahora entiendo porque mi
tatarabuelo no contó nunca nada de lo que sufrió en los pontones”, me
dijo el tataranieto, quien me confesó que había llorado al leer mi
libro».

Michel Maffiotte - Adolfo Valderas


El desconocimiento sobre este episodio es tan grande, que la
investigadora encontró una gran dificultad para hallar información.
No había bibliografía anterior sobre el encarcelamiento de prisioneros
franceses en estos pontones, pero pudo localizar, finalmente,
testimonios de soldados como Maffiotte, Henry Ducor o Claude
Etienne Henry Bernard, quienes estuvieron presos allí. Entonces
descubrió que estos barcos acondicionados a modo de cárcel tenían 60
metros de eslora y 15 de manga. Llegaron a albergar a 1.000 hombres
cada uno sin apenas comida ni bebida, contagiándose entre ellos todo
tipo de enfermedades infecciosas por las pésimas condiciones
higiénicas y causando numerosos muertos entre los presos.
El mismo Ducor aseguraba que las prisiones flotantes se convirtieron
en «un mundo de espectros» en el que algunos marinos y soldados
luchaban para no ser visitados por la muerte, aunque casi siempre
llegaba. Este marino cita también a un doctor francés presente en uno
de los pontones y, sin dar su nombre, reproduce su análisis de la
situación: «Las causas de la mortalidad eran tan intensas y se
multiplicaban en nuestras prisiones flotantes, por lo que los
fallecimientos eran cada vez más numerosos. Al comienzo del
cautiverio tirábamos los cadáveres al agua, pero las corrientes los
depositaban sobre la orilla de Cádiz, por lo que los habitantes de la
ciudad consiguieron del gobernador que fueran a recoger los muertos
para enterrarlos. No pasaba un día que no murieran a bordo 15 o 20
prisioneros, y los españoles tardaban a menudo una semana en
recogerlos».

Entre Trafalgar y la Poza de Santa Isabel


De todos los testimonios encontrados por Márquez Carmona el que
más le impactó fue el de «un comerciante que le cuenta en una carta a
su padre, de Vejer de la Frontera, que la gente de Cádiz había dejado
de comer pescado porque los peces estaban muy gordos. Todos creían
que era porque, como todos los días se arrojaban cadáveres desde los
pontones, estos se los comían». Es cierto que luego esta situación
cambió levemente, porque las autoridades gaditanas —que siempre
estuvieron dispuestos a dejar regresar a los franceses a su país, pero
los ingleses se opusieron— convirtieron uno de los pontones, el
Argonauta, en un hospital. Y también pusieron a su disposición una
barca llamada «Caronte» que iba todos los días a sacar a los muertos
de los barcos y enterrarlos en tierra para que no fueran a parar al mar.

La historia de estos pobres desdichados comienza en la batalla de


Trafalgar, en 1805. Después de la derrota de la escuadra combinada
franco-española al mando de Villeneuve, a manos de los británicos de
Nelson, el vicealmirante galo es capturado y algunos de sus barcos
logran escapar hasta la costa de Cádiz. Entonces, el almirante Rosily
es enviado por Napoleón  para ponerse al mando de la escuadra
superviviente. «Al llegar a Cádiz, sin embargo, se encuentra que no
hay flota. Sólo cinco barcos en muy mal estado y con la tripulación
malherida. Así que tiene que reorganizarla y permanece allí, fondeado,
durante tres años como amigos de los españoles. Habían sido aliados
en Trafalgar y podían bajar tranquilamente al puerto y mezclarse con
los gaditanos, hasta que en mayo de 1808 comienza la Guerra de
Independencia y pasan a ser enemigos», apunta la historiadora.
En junio, llamados por el deber, salen a enfrentarse con sus cinco
barcos con los españoles en la batalla de la Poza de Santa Isabel y son
derrotados de nuevo. «Aquí suele producirse un error, pues siempre se
dice que la primera batalla en la que se rindió Napoleón fue Bailén,
pero es mentira, fue aquí, en junio de 1808, con Rosely al mando»,
subraya Márquez Carmona. Fue entonces cuando comienzan
realmente las desgracias para los franceses, con un largo periodo de
reclusión en las más extremas condiciones de salubridad y
habitabilidad, al ser hacinados en las mencionadas cárceles flotantes.
Es decir, viejos navíos de línea desprovistos de todo elemento de
navegación y artillería que fueron anclados en medio de la bahía y se
convirtieron, según calificaban ellos mismos, en «sepulcros flotantes»
llenos de «cadáveres vivientes».

Batalla de Bailén
A esos 3.500 prisioneros de la Poza de Santa Isabel se unieron un mes
después los 17.500 soldados de la «Armée du Midi» al mando del
general Dupont, tras rendirse ante el general Castaños  en la
famosa batalla de Bailén . Se dirigían hacia el sur para conquistar
Andalucía por orden de Bonaparte. Entre ellos iban 500 marinos de la
Guardia Imperial que debían sustituir a la guarnición de Rosily en la
bahía de Cádiz. Pero, al final, todos acabaron igualmente presos. Y si
sumamos a los civiles galos que fueron apresados en la ciudad,
sumamos más de 24.000 rehenes.

«Recordando un olvido», con portada de Adolfo


Valderas
La cantidad era tan importante que las autoridades gaditanas se
vieron obligados a distribuirlos por otros edificios de la Bahía de
Cádiz, incluido el durísimo campo de Cabrera y los mencionados
pontones: La Rufina (donde se hallaban los comerciantes de la
colonia francesa de Cádiz), Le Castille (con los generales y oficiales
que habían sido apresados en la batalla de
Bailén), L’Argonaute (reconvertido en una especie de hospital
flotante cuando los muertos y los enfermos eran inabarcables, aunque
este naufragaría en 1809 al intentar llegar a ala costa de Puerto Real,
que en ese momento estaba bajo dominio de las tropas francesas), Le
Vengueur y Le Souverain.
El balance total de este episodio desconocido de la Guerra de la
Independencia para Francia fue muy duro, ya que de los 24.776
prisioneros militares encarcelados entre los pontones y otros edificios
de la provincia, sobrevivieron solamente 7.082. Es decir, que tuvieron
una tasa de mortalidad de 70% en cinco años, desde 1809 a 1814. «Yo
no lo calificaría de un episodio vergonzoso. Hay que ponerse en la
situación de la época. España para nada quiso tener esos pontones en
esas condiciones, fue una situación dada, porque llegaron esos 17.500
franceses de la batalla de bailén tras las Capitulaciones de Andújar
entre Castaños y Dupont y no pudieron ser devueltos a Francia porque
los ingleses se negaron. Y luego tenemos cinco barcos amigos que, de
la noche a la mañana, pasan a ser enemigos, con 3.500 prisioneros
más y una capacidad de abastecimiento muy reducida, porque esos
problemas también existían para la población de Cádiz», justifica la
autora.

«Y el hecho de que haya sido un episodio silenciado y olvidado con los


años se debe a que muchos murieron en condiciones lamentables. Lo
abordaron de pasada el “Parte de Guía” y “La Gaceta de Madrid”. El
historiador Adolfo de Castro, en el siglo XIX, fue de los pocos que
relató este hecho. Pero quitando esto, no ha tenido ninguna
repercusión en la historiografía española, francesa ni inglesa»,
concluye.

Mapa de
1823, con la ubicación de los pontones

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