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El hombrecito de papel
Usted me ve en su escritorio, estoy entre los papeles; me ve juguetear y después apoyarme en el portaplumas o sentarme en el cenicero, y se
pregunta: “¿De dónde salió este hombrecito de papel?”
La historia es larga. Todo comenzó por la necesidad de verlo, pero, claro, como es usted un señor muy ocupado, no resulta fácil
encontrarlo. Vengo y me dicen: “El señor no está”; vuelvo a venir y ya se ha ido; regreso, y tengo que esperar varias horas, sin ningún
resultado.
Después de esto, ¿qué remedio queda sino convertirse en papel y en letras y palabra? ¿Qué otra cosa, digo, sino meterse en un sobre e
ir de mano en mano hasta llegar a su escritorio?
Soy de papel y de letras y de palabras.
¡Qué curioso! Precisamente la persona que antes evitaba nuestro encuentro, ahora me pone en sus manos. Y aquí estoy. ¿Ya me vio?
Soy un hombrecito de papel, mi cuerpo está cruzado por letras y signos, como tatuado minuciosamente.
¡Tantos problemas para llegar aquí! Y ahora que me sostiene delante de sus ojos le puedo decir cuánto quiero. Lo saludo, le pregunto
por la familia y le hablo de mis propósitos. También, si quiero, podría insultarlo, pero, despreocúpese, no he de portarme grosero. La familia de
anónimos tiene que ver poco conmigo. En mi pie izquierdo verá la firma responsable.
Ya me escuchó usted bastante. Voy de retorno a mi sobre protector y después a invernar en el archivo.
El mosquito escritor
Un mosquito, a pesar de tener un cerebro pequeñísimo y unas patas muy delgadas, decidió ser escritor. Su trompita y su cuerpo le servían de
pluma fuente. Todas las noches iba y venía chupando la sangre que ocupaba como tinta.
En hojas del tamaño de una cabeza de alfiler fue escribiendo un texto que sólo él conocía. ¿Cuentos? ¿Una novela? ¿Su diario? ¿Cómo
saberlo si lo redactaba en palabras microscópicas?
En fin, llegó el día en que el Mosquito Escritor terminó su libro y lo llevó al editor.
–¡Qué libro tan pequeño! ¡Seguro que es el libro más pequeño del mundo! —dijo el editor entusiasmado pues, como había escasez de
papel, le desagradaban los libros voluminosos.
Después de ver la cubierta el editor trató de leer el libro, pero tenía las letras casi invisibles.
–Veré si puedo leerlo con una lupa.
Fue inútil, con la lupa apenas se veían unos puntitos rojos.
–Tal vez con el microscopio...
Y el editor comenzó a leer valiéndose de un microscopio.
–¡Qué interesante, qué interesante! —aseguraba mientras leía—. Desde el título lo dice todo: Tratado sobre elefantes y otros animales
gigantescos. ¡Lástima que los elefantes no lo puedan leer!
Mosquito y editor platicaron largamente, hasta que se pusieron de acuerdo y firmaron un contrato.
Así, el Mosquito Escritor pasó a la historia como el creador del libro más pequeño que jamás se escribió sobre los elefantes.
Asamblea frutal
Cierto día las frutas decidieron hacer una asamblea para elegir a su reina o rey. Los primeros en llegar fueron el Melón, la Naranja, la Uva y la
Ciruela, quienes por su forma casi esférica pudieron desplazarse rodando. Luego apareció la señorita Mandarina, muy coqueta, con unas
hojitas adornándole la cabeza.
–¡Buenos días, chicos! —saludó el Zapote Prieto quitándose el sombrero.
El Plátano entró despeinado; por la prisas, al desprenderse de la penca tuvo que dar vueltas y más vueltas sobre sí mismo y se le
alborotó la melena.
Cuando tocó el turno de la Tuna todos se hicieron a un lado para que no los espinara.
La Manzana llegó incompleta, porque tropezó en el camino con un glotón que le dio una mordida al verla tan sabrosa.
Cuando se disponían a iniciar la asamblea tocaron a la puerta: eran la Papaya y la Sandía, que por estar tan gordas se vinieron paso a
pasito. Parecía que ahora sí ya estaban completos, pero en eso... toc, toc, toc, se escuchó: era doña Nuez, que por viejecita caminaba muy
despacio apoyada en su bastón.
En fin, que ahora sí ya estaban todos y los asistentes comenzaron a proponer candidatos al trono.
–¡Propongo para rey al Mango! —dijo la Fresa y se puso todavía más colorada por el rubor.
–¿Por qué lo propone usted? —preguntó el Melón, que presidía la asamblea.
–Bueno, lo propongo porque el Mango tiene un gran corazón —mintió la Fresa, porque la verdad era que estaba enamorada de él.
–Se tomará en cuenta al Mango —repuso el Melón.
–Pues aunque parezca vanidad —interrumpió el Aguacate—, yo me propongo para ser el rey de la frutas.
–Exponga sus motivos –pidió el Melón.
–Es que si la Fresa propone al Mango porque éste tiene un gran corazón, yo me postulo como candidato por la dureza del mío.
Recordemos que los mejores reyes son quienes tienen duro el corazón. Creo que yo cumplo mejor que nadie con este requisito.
–¡Mentira, mentira! —gritaron al unísono la Ciruela y su primo el Chabacano—. Nuestro corazón es aún más duro que el del Aguacate.
–¡Ja, ja, ja! —se escuchó al fondo de la sala.
–Más seriedad, por favor —pidió el Melón—. ¿De quién fueron esas carcajadas?
–Perdón, yo fui quien soltó la risa —contestó la Piña—. Es que no pude aguantarme después de escuchar a la Fresa, al Aguacate, a la
Ciruela y al Chabacano. Porque, modestia aparte, nadie merece el título de reina de las frutas, sino yo.
–¿Y usted por qué? —interrogó el Melón desde el estrado.
–Porque la naturaleza así lo ha querido —respondió jactanciosa la Piña—, no en vano me otorgó la corona que llevo en la cabeza.
Las carcajadas que soltaron todos se escucharon hasta China; incluso el Melón, quien aparte de ser el presidente de la asamblea era el
más serio de la concurrencia, se desternillaba de risa sosteniendo con sus dos manos su redonda barriga.
–Bueno, pues si se ríen de mí no me importa a quién elijan como reina o rey. Pueden quedarse con su asamblea y que les aproveche —
dijo la Piña y se fue furiosa, dando un portazo
Una vez que volvió la calma a la sala pidió la palabra la Guayaba y dijo:
–Si la Fresa propone al Mango, por tener éste un gran corazón, y si el Aguacate se propone por la dureza del suyo, yo también puedo
ser reina de las frutas.
–¿Y usted por qué, señorita Guayaba?
–Tengo muchos corazones y un olor riquísimo.
–Bueno, si la Guayaba quiere ser la reina, yo también —replicó la Uva—. Gracias a la dulzura que guardo dentro de mí, siendo reina
nunca les daré sinsabores.
–Y yo, a pesar de mi tamaño, ¿no tengo derecho? —preguntó la Sandía.
–¡No se olviden de mí! —exclamó el rubio Durazno, quien por ser un ricachón venido desde California se creyó con derecho de meter
su cuchara.
–¡Los pobres y pequeños queremos una oportunidad! —gritó el Cacahuate.
Y después del Cacahuate todos reclamaron el trono. Comenzaron a discutir, luego a pelear, sin hacer mayor caso al Melón que gritaba:
–¡Orden, orden!
Al final no pudieron ponerse de acuerdo y abandonaron en tropel la sala. Todas las frutas iban magulladas por el pleito y dolidas
porque nadie fue reina o rey entre ellos.
Dos niños llevaban toda la mañana patinando sobre un lago helado cuando, de pronto, el hielo se rompió y uno de
ellos cayó al agua. La corriente interna lo desplazó unos metros por debajo de la parte helada, por lo que para
salvarlo la única opción que había era romper la capa que lo cubría.
Su amigo comenzó a gritar pidiendo ayuda, pero al ver que nadie acudía buscó rápidamente una piedra y comenzó a
golpear el hielo con todas sus fuerzas. Golpeó, golpeó y golpeó hasta que consiguió abrir una grieta por la que metió
el brazo para agarrar a su compañero y salvarlo.
A los pocos minutos, avisados por los vecinos que habían oído los gritos de socorro, llegaron los bomberos.
Cuando les contaron lo ocurrido, no paraban de preguntarse cómo aquel niño tan pequeño había sido capaz de
romper una capa de hielo tan gruesa.
-Es imposible que con esas manos lo haya logrado, es imposible, no tiene la fuerza suficiente ¿cómo ha podido
conseguirlo? -comentaban entre ellos.
Un anciano que estaba por los alrededores, al escuchar la conversación, se acercó a los bomberos.
-Yo sí sé cómo lo hizo -dijo.
-¿Cómo? -respondieron sorprendidos.
-No había nadie a su alrededor para decirle que no podía hacerlo.