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Cuentos de José Antonio Zambrano

El hombrecito de papel
Usted me ve en su escritorio, estoy entre los papeles; me ve juguetear y después apoyarme en el portaplumas o sentarme en el cenicero, y se
pregunta: “¿De dónde salió este hombrecito de papel?”
La historia es larga. Todo comenzó por la necesidad de verlo, pero, claro, como es usted un señor muy ocupado, no resulta fácil
encontrarlo. Vengo y me dicen: “El señor no está”; vuelvo a venir y ya se ha ido; regreso, y tengo que esperar varias horas, sin ningún
resultado.
Después de esto, ¿qué remedio queda sino convertirse en papel y en letras y palabra? ¿Qué otra cosa, digo, sino meterse en un sobre e
ir de mano en mano hasta llegar a su escritorio?
Soy de papel y de letras y de palabras.
¡Qué curioso! Precisamente la persona que antes evitaba nuestro encuentro, ahora me pone en sus manos. Y aquí estoy. ¿Ya me vio?
Soy un hombrecito de papel, mi cuerpo está cruzado por letras y signos, como tatuado minuciosamente.
¡Tantos problemas para llegar aquí! Y ahora que me sostiene delante de sus ojos le puedo decir cuánto quiero. Lo saludo, le pregunto
por la familia y le hablo de mis propósitos. También, si quiero, podría insultarlo, pero, despreocúpese, no he de portarme grosero. La familia de
anónimos tiene que ver poco conmigo. En mi pie izquierdo verá la firma responsable.
Ya me escuchó usted bastante. Voy de retorno a mi sobre protector y después a invernar en el archivo.

El mosquito escritor
Un mosquito, a pesar de tener un cerebro pequeñísimo y unas patas muy delgadas, decidió ser escritor. Su trompita y su cuerpo le servían de
pluma fuente. Todas las noches iba y venía chupando la sangre que ocupaba como tinta.
En hojas del tamaño de una cabeza de alfiler fue escribiendo un texto que sólo él conocía. ¿Cuentos? ¿Una novela? ¿Su diario? ¿Cómo
saberlo si lo redactaba en palabras microscópicas?
En fin, llegó el día en que el Mosquito Escritor terminó su libro y lo llevó al editor.
–¡Qué libro tan pequeño! ¡Seguro que es el libro más pequeño del mundo! —dijo el editor entusiasmado pues, como había escasez de
papel, le desagradaban los libros voluminosos.
Después de ver la cubierta el editor trató de leer el libro, pero tenía las letras casi invisibles.
–Veré si puedo leerlo con una lupa.
Fue inútil, con la lupa apenas se veían unos puntitos rojos.
–Tal vez con el microscopio...
Y el editor comenzó a leer valiéndose de un microscopio.
–¡Qué interesante, qué interesante! —aseguraba mientras leía—. Desde el título lo dice todo: Tratado sobre elefantes y otros animales
gigantescos. ¡Lástima que los elefantes no lo puedan leer!
Mosquito y editor platicaron largamente, hasta que se pusieron de acuerdo y firmaron un contrato.
Así, el Mosquito Escritor pasó a la historia como el creador del libro más pequeño que jamás se escribió sobre los elefantes.

Fantasma sin suerte


Eran las doce de la noche y el fantasma dormía en su cama. Este fantasma vivía en un desván: descansaba en el día y asustaba de noche. ¿Qué
cómo lo supe? Muy sencillo: lo espiaba por el ojo de la cerradura, no por el ojo de la cerradura de la puerta del desván, sino por el ojo de la
cerradura de la puerta de la imaginación.
Esa noche, al igual que todas las noches, sonó el despertador y el fantasma se levantó a la carrera. Pero… ¡oh, desgracia! Por las prisas
se descuidó y pisó primero con el pie izquierdo. “¡Noche de mala suerte!”, dijo, pues como era fantasma de buena cepa su deber era ser
supersticioso a ultranza.
Después de que pisó con el pie izquierdo, el fantasma corrió a tocar madera para librarse del mal agüero. Tocando madera estaba
cuando, “miau”, un gato negro apareció en la ventana. “¡Noche de mala suerte!”, volvió a decir el fantasma y pensó que no debería salir a
trabajar, pero recordó que aún adeudaba la renta del desván. “Ni modo, tengo que salir.” Preparó su sábana, se encomendó a todos los santos
y salió a la calle.
Desde tiempo atrás era cada vez más difícil para los fantasmas encontrar en la ciudad calles solitarias y oscuras donde pasearse a
gusto. Por eso él prefería irse fuera de la ciudad a vagar por bosques y llanos.
Llegó, pues, el fantasma al campo y comenzó su recorrido. En eso estaba cuando, entre truenos y relámpagos, se soltó la tormenta. “Y
ahora, ¿dónde me protejo del agua?” Porque, claro, estos personajes tienen prohibido usar paraguas o gabardinas y, además, saben que es
peligroso cubrirse de la lluvia bajo los árboles. ¡Ni modo!, tuvo que emprender el camino de regreso a casa.
Entró de nuevo a la ciudad. Iba el fantasma a toda carrera cuando, ¡zas!, tropezó y cayó en un charco de agua. ¡Quedó convertido en
una sopa!
¡Aaachú!, llegó al poco rato el fantasma al desván, estaba bien resfriado. “Ojalá no me dé pulmonía”, pensó. Se quitó la sábana y la
puso a secar, se preparó un té y tomó una aspirina.
Ya cuando estaba en su cama, se le ocurrió mirar el calendario y cuando vio la fecha se llevó un buen disgusto: ¡era martes 13, día de
descanso obligatorio! “¡Qué tarea tan ingrata es asustar a la gente!”, reflexionó el fantasma.
Y yo pensé: ¡Qué mala costumbre es ser supersticioso!
Me dio tanta lástima el fantasma que hice clic, como si apagara un televisor y dejé de espiarlo por el ojo de la cerradura de la puerta de
la imaginación.
El violín del grillo
En un país lejano había cuatro animales músicos encargados de mantener despierta la noche con las notas de sus instrumentos. Estos animales
músicos eran el mosquito, el grillo, el sapo y el gallo.
Apenas se ocultaba el Sol y entraba la noche, el mosquito iba y venía en la oscuridad tocando su trompeta; después tocaba el turno al
grillo que vivía en el desván. El grillo, con su viejo violín, ofrecía a la noche su dulce serenata. Luego el sapo, desde el estanque, con su bajo, la
continuaba; y el gallo en el corral, con su gran corno, la despedía. Esto lo hacían cotidianamente para que la noche no se durmiera.
Cierto día, el grillo tuvo que ir al taller de reparaciones porque su instrumento estaba averiado y no sonaba bien.
–Vaya, vaya —dijo el maestro del taller—. El violín se ha descompuesto por pasar tanto tiempo en la oscuridad. Pero no te preocupes,
grillo, bastará con que le pidas al sol un rayo especial, y el violín se compondrá.
El grillo tomó su instrumento y salió pensando: “¿Cómo conseguiré del sol un rayo especial?”.
Esa noche el grillo tocó su serenata y le salieron varias notas desafinadas. El mosquito le llamó la atención:
–Se va a aburrir la noche si sigues tocando de esa manera.
Entonces el grillo le contó al mosquito su problema. El mosquito quedó pensativo y luego dijo:
–Mañana puedo subir al cielo para pedirle al Sol uno de sus rayos.
–Te lo agradeceré mucho —manifestó el grillo y siguió tocando su música.
Al otro día el mosquito subió al cielo y, para no quemarse, le habló desde lejos al sol:
–Señor Sol, el grillo necesita un rayo especial para que su violín se componga.
–Claro que tengo rayos especiales para reparar los violines de los grillos, —confirmó el señor Sol—, pero ahora no los puedo mandar
porque es un poco tarde. Mañana lo tendrá, dile al grillo que lo espere.
Y el mosquito bajó con el recado del Sol.
Esa noche el mosquito, el sapo y el gallo tocaron estupendamente sus melodías. El único que desafinó fue, otra vez, el grillo.
–No se preocupen, mañana mi violín estará listo y tocaré como ustedes —expresó el grillo disculpándose.
Al día siguiente el Sol tomó uno de sus rayos más pequeños y le dijo:
–Mira, tienes que bajar hasta el techo de esa casa y buscar un agujero por donde te puedas meter y llegar al desván. En el desván te
esperará el grillo con el violín averiado que tú vas a reparar.
–¡Correcto! —contestó el rayo de sol y, ¡zum!, en un santiamén llegó al techo de la casa. Ya ahí fue de un lado a otro buscando el
agujero para colocarse en el desván.
En el mismo techo estaba una lagartija dándose un baño de sol y cuando vio al rayo le preguntó, con curiosidad:
–¿Qué andas buscando por aquí, rayo de sol?
–Busco un agujerito para meterme al desván.
Y la lagartija se puso a buscar lo mismo que buscaba el rayo de sol.
–¿Y dónde está la lluvia? —preguntó el rayo de sol.
–Como apenas estamos en enero la lluvia todavía duerme en aquella nube —dijo la lagartija y señaló una nube en el cielo.
–¿Y quién irá a preguntarle a la lluvia, si está tan lejos y tan alta? —inquirió el rayo de sol.
–Irás tú mismo —respondió la lagartija y sacó de su casa el espejito del tocador.
–¡Ya me doy cuenta —dijo el rayo de sol—: me monto en el espejo y rápidamente llegaré a la nube donde duerme la lluvia!
El rayo de sol subió al espejo y ¡zum!, partió a la velocidad de la luz.
Tal como lo mencionó la lagartija, la lluvia estaba dormida porque apenas era enero y el rayo de sol la tuvo que despertar.
–Lluvia, ¿podrías decirme dónde hay un agujero en el techo de aquella casa?
La lluvia se despertó un poco molesta porque estaba soñando cosas muy lindas.
–Todavía no es tiempo de bajar. Apenas estamos en enero —dijo la lluvia, amodorrada.
El rayo de sol tuvo que explicarle todo el problema desde el principio. Entonces, ya completamente despierta, la lluvia le confío:
–Bien que conozco ese hoyo. Todos los años me meto por él, gota por gotita y caigo en el desván. Mira, el agujero está a tres pasos de
la chimenea.
–¡Gracias, lluvia! Ahora sigue durmiendo.
Y el rayo de sol bajó a donde la lagartija y el espejito del tocador y se puso a buscar en el lugar que le dijo la lluvia. Por fin lo encontró y
llegó al desván donde estaba el grillo con su violín averiado.
–Vamos a ver —dijo el rayo de sol y tomó entre sus cálidos y luminosos brazos el violín—. Bastará que lo tenga un momento así y el
instrumento quedará reparado.
Al cabo de un momento el rayo de sol devolvía su violín al grillo, y éste comenzó a tocar una melodía.
–¡Quedó perfecto! —exclamó el grillo—. ¡Gracias, rayo de sol!
Desde ese día el grillo tocó tan maravillosamente su violín que la noche se llenaba de felicidad al escucharlo.

Asamblea frutal

Cierto día las frutas decidieron hacer una asamblea para elegir a su reina o rey. Los primeros en llegar fueron el Melón, la Naranja, la Uva y la
Ciruela, quienes por su forma casi esférica pudieron desplazarse rodando. Luego apareció la señorita Mandarina, muy coqueta, con unas
hojitas adornándole la cabeza.
–¡Buenos días, chicos! —saludó el Zapote Prieto quitándose el sombrero.
El Plátano entró despeinado; por la prisas, al desprenderse de la penca tuvo que dar vueltas y más vueltas sobre sí mismo y se le
alborotó la melena.
Cuando tocó el turno de la Tuna todos se hicieron a un lado para que no los espinara.
La Manzana llegó incompleta, porque tropezó en el camino con un glotón que le dio una mordida al verla tan sabrosa.
Cuando se disponían a iniciar la asamblea tocaron a la puerta: eran la Papaya y la Sandía, que por estar tan gordas se vinieron paso a
pasito. Parecía que ahora sí ya estaban completos, pero en eso... toc, toc, toc, se escuchó: era doña Nuez, que por viejecita caminaba muy
despacio apoyada en su bastón.
En fin, que ahora sí ya estaban todos y los asistentes comenzaron a proponer candidatos al trono.
–¡Propongo para rey al Mango! —dijo la Fresa y se puso todavía más colorada por el rubor.
–¿Por qué lo propone usted? —preguntó el Melón, que presidía la asamblea.
–Bueno, lo propongo porque el Mango tiene un gran corazón —mintió la Fresa, porque la verdad era que estaba enamorada de él.
–Se tomará en cuenta al Mango —repuso el Melón.
–Pues aunque parezca vanidad —interrumpió el Aguacate—, yo me propongo para ser el rey de la frutas.
–Exponga sus motivos –pidió el Melón.
–Es que si la Fresa propone al Mango porque éste tiene un gran corazón, yo me postulo como candidato por la dureza del mío.
Recordemos que los mejores reyes son quienes tienen duro el corazón. Creo que yo cumplo mejor que nadie con este requisito.
–¡Mentira, mentira! —gritaron al unísono la Ciruela y su primo el Chabacano—. Nuestro corazón es aún más duro que el del Aguacate.
–¡Ja, ja, ja! —se escuchó al fondo de la sala.
–Más seriedad, por favor —pidió el Melón—. ¿De quién fueron esas carcajadas?
–Perdón, yo fui quien soltó la risa —contestó la Piña—. Es que no pude aguantarme después de escuchar a la Fresa, al Aguacate, a la
Ciruela y al Chabacano. Porque, modestia aparte, nadie merece el título de reina de las frutas, sino yo.
–¿Y usted por qué? —interrogó el Melón desde el estrado.
–Porque la naturaleza así lo ha querido —respondió jactanciosa la Piña—, no en vano me otorgó la corona que llevo en la cabeza.
Las carcajadas que soltaron todos se escucharon hasta China; incluso el Melón, quien aparte de ser el presidente de la asamblea era el
más serio de la concurrencia, se desternillaba de risa sosteniendo con sus dos manos su redonda barriga.
–Bueno, pues si se ríen de mí no me importa a quién elijan como reina o rey. Pueden quedarse con su asamblea y que les aproveche —
dijo la Piña y se fue furiosa, dando un portazo
Una vez que volvió la calma a la sala pidió la palabra la Guayaba y dijo:
–Si la Fresa propone al Mango, por tener éste un gran corazón, y si el Aguacate se propone por la dureza del suyo, yo también puedo
ser reina de las frutas.
–¿Y usted por qué, señorita Guayaba?
–Tengo muchos corazones y un olor riquísimo.
–Bueno, si la Guayaba quiere ser la reina, yo también —replicó la Uva—. Gracias a la dulzura que guardo dentro de mí, siendo reina
nunca les daré sinsabores.
–Y yo, a pesar de mi tamaño, ¿no tengo derecho? —preguntó la Sandía.
–¡No se olviden de mí! —exclamó el rubio Durazno, quien por ser un ricachón venido desde California se creyó con derecho de meter
su cuchara.
–¡Los pobres y pequeños queremos una oportunidad! —gritó el Cacahuate.
Y después del Cacahuate todos reclamaron el trono. Comenzaron a discutir, luego a pelear, sin hacer mayor caso al Melón que gritaba:
–¡Orden, orden!
Al final no pudieron ponerse de acuerdo y abandonaron en tropel la sala. Todas las frutas iban magulladas por el pleito y dolidas
porque nadie fue reina o rey entre ellos.

El niño que pudo hacerlo


Eloy Moreno. Adaptación de un cuento popular.

Dos niños llevaban toda la mañana patinando sobre un lago helado cuando, de pronto, el hielo se rompió y uno de
ellos cayó al agua. La corriente interna lo desplazó unos metros por debajo de la parte helada, por lo que para
salvarlo la única opción que había era romper la capa que lo cubría.

Su amigo comenzó a gritar pidiendo ayuda, pero al ver que nadie acudía buscó rápidamente una piedra y comenzó a
golpear el hielo con todas sus fuerzas. Golpeó, golpeó y golpeó hasta que consiguió abrir una grieta por la que metió
el brazo para agarrar a su compañero y salvarlo.

A los pocos minutos, avisados por los vecinos que habían oído los gritos de socorro, llegaron los bomberos.

Cuando les contaron lo ocurrido, no paraban de preguntarse cómo aquel niño tan pequeño había sido capaz de
romper una capa de hielo tan gruesa.
-Es imposible que con esas manos lo haya logrado, es imposible, no tiene la fuerza suficiente ¿cómo ha podido
conseguirlo? -comentaban entre ellos.

Un anciano que estaba por los alrededores, al escuchar la conversación, se acercó a los bomberos.
-Yo sí sé cómo lo hizo -dijo.
-¿Cómo? -respondieron sorprendidos.
-No había nadie a su alrededor para decirle que no podía hacerlo.

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