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CUENTO EN FORMA DE CARTA

Santa Fe de Bogotá, de un día muy largo de un año muy corto.

Señor Ogro en su cuento.


Apreciado señor don Ogro:

No quise creer que en mi vida tuviera que servir de consejero sentimental y


menos que intercedería por alguien que no me cae bien. Anoche, cuando
terminaba de leerle a mi hija Eliana el cuento de Blancanieves, oí unos
golpecitos suaves, que salían del libro de Cuentos de Hadas. La verdad,
don Ogro, me asusté mucho; pero pensando que mi hija pudiera haber
tramado una de sus conocidas bromas y me viera la cara de pájaro
enjaulado que puse, tomé el libro y lo abrí con afán. Y… ¿sabe qué, señor
Ogro?, justo lo abrí en la página de donde salían los golpecitos. Y adivine
quién era… ¡Nada menos que Blancanieves, la niñita dormilona que tanto
le gusta a Eliana! -¡Señor –me dijo casi gritándome–, haga el favor de
escucharme un momento! Yo sé que usted no me quiere, porque piensa
que soy una inútil, perezosa y dormilona niña mimada. Pero usted es el
único que puede ayudarme a borrar esa mala imagen. La verdad, señor, mi
problema es de incompatibilidad de sentimientos. Yo le aseguro, señor
Ogro, que del susto no le dije nada y la seguí escuchando. -Señor –
continuó diciéndome–, si usted mira en la página 187, verá que ahí vive el
cuento del Ogro. ¿Ya lo vio? Bueno, pues como usted tiene cara de
comprensivo, le voy a contar la verdad: estoy locamente enamorada de él.
Es cierto, señor Ogro, Blancanieves está enamorada de usted. ¡Ni el espejo
de la bruja lo podría creer! Y ésta es la razón, don Ogro, por la que le estoy
escribiendo: me pidió que lo hiciera para interceder por ella, pues ha
intentado llegar hasta usted por todos los medios sin conseguirlo; resulta
que ella está en la página 8 y usted en la 187, y dentro de todas esas
páginas, entre otros inconvenientes, hay un bosque que no cruza porque le
tiene miedo a los lobos; además, tampoco sabe cómo atravesar un país
llamado de las Maravillas. El vecino de la página 27 le ofreció unas botas
mágicas ¿pero sabe qué me dijo?
Yo sé que usted pensará que... ¡claro!, una consentida como yo, qué se va
a poner unas botas de hombre; pero es que... señor, así esté con el
corazón a punto de estallar por él, una no debe perder su feminidad, ¡pase
lo que pase!
¿Sabe qué, señor Ogro? Esa niña lo adora. Me contó que lo ha amado toda
su vida, que cuando está despierta se trasnocha pensándolo; y cuando está
dormida, soñándolo. También me mandó decirle que, aunque usted quiere
parecer un insensible, debajo de esa apariencia de Ogro malo hay un niño
grandote que tiene miedo de decir “te quiero”.
Por último, Ogro (de ahora en adelante le voy a decir Ogro a secas, pues
creo que este secreto nos acerca muy especialmente), la dulce niña
enamorada me pidió que le demos una oportunidad para demostrarnos a
los dos que ella es un típico caso de manipulación, pues dice que en el
fondo es trabajadora, hacendosa y un poquito trasnochadora.
Ogro: si quiere contestarle a través mío no olvide dar tres golpecitos
mañana apenas
mi Eliana se duerma después de que le haya leído otro cuento de hadas.
1. ¿De qué trata la lectura?
2. ¿Por qué el papá de Eliana le escribe esta carta al señor Ogro?
3. ¿Por qué el papá de Eliana al final de la carta ya no trata al Ogro como lo
hizo en el
principio?
4. ¿Qué otros cuentos clásicos son mencionados en la carta por el papá de
Eliana?
5. ¿Qué final le darías tú a este cuento?
CONEJOS BLANCOS
Leonora Carrington, El séptimo caballo y otros cuentos, México, Siglo XX,
1992.

Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el


número 40 de la calle Pest. Parecía como si las casas, de color negro
rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El
edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de
enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la
peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había
imaginado Nueva York.
Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una
vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de
enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor.
La luz nunca era muy fuerte en la calle Pest. Había siempre una
reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin
embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con
precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.
Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de
movimiento pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de
desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y
hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de la calle Pest.
Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.
Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra
que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las
rodillas, y me puse a observar una moscarda que chupaba el cadáver de
una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y
vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un
aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al
balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la
ventana vacía. Luego meció la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos
al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse
las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato
de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento,
el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.

La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato.
Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a
mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás
con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.
–¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? –me gritó.
–¿Un poco de qué? –grité yo, preguntándome si me habría engañado el
oído.
–De carne en mal estado. Carne en descomposición.
–En este momento, no –contesté, preguntándome si no estaría bromeando.
–¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería
inmensamente que me la trajera.
A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El
cuervo alzó el vuelo.
Mi curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran
trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un
periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan
fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza
fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba
a la calle a respirar.
Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color;
así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa
de malla y me dirigí a la casa de enfrente.
Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.
Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto
bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni
entrado por él desde hacía años. La campanilla era de esas antiguas de las
que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención,
me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y
se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento,
que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.
La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.
–¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? –murmuró ceremoniosamente; y
me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda
verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que
brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.
–Es usted muy amable –prosiguió, tomándome del brazo con su mano
reluciente–. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.
Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.
El último tramo de escalones daba a una alcoba decorada con oscuros
muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos
roídos y cráneos de animales.
–Tenemos visita muy pocas veces –sonrió la mujer–. Así que han corrido
todos a esconderse en sus pequeños rincones.
Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de
conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas
fijamente clavados en ella.
–¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! –canturreó, metiendo la mano en mi
bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.
Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña
a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.
–Una acaba encariñándose con ellos –prosiguió la mujer–. ¡Cada uno tiene
sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los
conejos.
Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de
macho cabrío.
–Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi
marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.

Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención,


entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación.
Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante
que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba
vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No
parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho
cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de
carne.
La mujer siguió mi mirada y rio entre dientes.
–Ese es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…
Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras;
y vi que tenía una venda en los ojos.
–¿Ethel? –preguntó con voz bastante débil–. No quiero que entren visitas
aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.
–Vamos, Laz; no empecemos –su voz era quejumbrosa–, no me puedes
escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía
una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.
La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.
–Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? –de repente me entró miedo y
sentí ganas de salir, de huir de estas personas terribles y plateadas y de
sus conejos blancos carnívoros.
–Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.

El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo


que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.
La mujer acercó tanto su cara a la mía que creía que su aliento
nauseabundo iba a anestesiarme.
–¿No quiere quedarse y ser como nosotros? En siete años su piel se
volverá como las estrellas; siete años tan solo, y tendrá la enfermedad
sagrada de la Biblia: ¡la lepra!
Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana
me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi
que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al
agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas
fugaces.
El almohadón de plumas de Horacio Quiroga

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter


duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho,
sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de
noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de
Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba
profundamente, sin darlo a conocer.
Durante tres meses —se habían casado en abril— vivieron una dicha
especial. Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido
cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible
semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura
del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía
una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del
estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella
sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos
hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera
sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había
concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida
en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se
arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una
tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a
uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por
la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al
cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la
menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún
quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció
desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención,
ordenándole calma y descanso absolutos.
—No sé —le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja—.
Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada.. . Si
mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de
marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más
desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio
estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír
el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con
toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con
incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en
el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a
su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al
principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos
desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro
lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando
fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron
de sudor.
—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la
alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de
horror.
—¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de
largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las
suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la
alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que
se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber
absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras
ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron
largo rato en silencio y siguieron al comedor.
—Pst... —se encogió de hombros desalentado su médico—. Es un caso
serio... poco hay que hacer...
—¡Sólo eso me faltaba! —resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre
la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero
que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su
enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía
que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre.
Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama
con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la
abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la
cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares
avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y
trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media
voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la
sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio
monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos
de Jordán.
Murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya,
miró un rato extrañada el almohadón.
—¡Señor! —llamó a Jordán en voz baja—. En el almohadón hay manchas
que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la
funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se
veían manchitas oscuras.
—Parecen picaduras —murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil
observación.
—Levántelo a la luz —le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a
aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos
se le erizaban.
—¿Qué hay?—murmuró con la voz ronca.
—Pesa mucho —articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la
mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas
superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca
abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós: —sobre el fondo,
entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal
monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas
se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado
sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquélla,
chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción
diaria del almohadón habría impedido sin duda su desarrollo, pero desde
que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en
cinco noches, había vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a
adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana
parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los
almohadones de plumas.

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