Está en la página 1de 4

Tiempo de tapiramas

Repaso urgente a las bondades y posibilidades de las leguminosas autóctonas, importantes recursos
para la resistencia y el afianzamiento de nuestra identidad

José Roberto Duque

_______________

Las cosechas, las remojas toda la noche, les cambias el agua una o dos veces para quitarle lo amargo y
también el tóxico que te avienta los intestinos cuando no preparas bien las leguminosas. Todas las
leguminosas tienen esas propiedades antinutricionales, algunas en mayor cantidad o potencia que otras.
En las más conocidas se elimina fácil: remojo, calor o bicarbonato; preferiblemente las tres cosas.

A la mañana siguiente las preparas como lo haces con cualquier caraota o grano, sin mezquinarle el ají
dulce, y ahí tienes el gran almuerzo: tapiramas (o tapiramos, o caraotas de año, o media tonelada de
nombres que las designan), patrimonio de enorme valor biológico, cultural, histórico y gastronómico.

Decía Walter Lanz, ante la burla o protesta más o menos general, que esas variedades estaban en
peligro de extinción. El criterio para sentenciar esto es respetable: cuando las mayorías desconocen la
existencia y hasta el nombre de un fruto o especie comestible, así existan en el mundo físico y real de la
gente, está en vías de extinguirse. O existen, pero la gente les pasa por un lado y las ignora. Las
discusiones alrededor de esa reflexión suelen ser hondas y retorcidas como las plantas mismas: ¿el
objeto y la misión de las especies comestibles es alimentar seres humanos o simplemente existir?
Discusión aparte.

Entonces te comiste tu plato de tapiramas. A los poquitos días vuelves a cosechar otros puños de estos
granos, porque mientras te comías las que recogiste antes se han estado madurando y secando otras.
Mientras más cosechas, ese bejuco como que se pone bravo y sigue pariendo y pariendo y pariendo, y
tú arrancas el fruto y la bicha carga y carga.

A veces sucede que no alcanzas a recoger algunas semillas que ya están listas, porque el follaje se vuelve
tan frondoso y laberíntico (es la madre protegiendo a sus hijos, escondiéndolos del hambre humana)
que la vaina se abre y los granos caen en el suelo, y ahí mismo nacen y crecen otras matas, convirtiendo
ese espacio en un eterno enredo de hojas, vainas y ramificaciones que no terminan nunca. Hasta que te
arrechas y arrancas todo ese bejuquero porque te cansaste de recoger y comer, o porque tu prima
caraqueña fue a visitarte y le pareció super marginal, o sea, ese moño loco de enredaderas tan feo, en
vez de poner ahí unas orquídeas y matas bonitas.

Y además ya tú sabes que es mejor ir al supermercado a comprar otros granos importados. Esas otras
leguminosas que son, efectivamente, más populares. Pero pasa algo, un cuento que sí no es muy
popular o muy conocido: a las caraotas y a la mayoría de los frijoles, lentejas y arvejas les recoges una
sola cosecha y hay que arrancar la mata, que murió. Pero no tú, sino unos señores que trabajan en
monocultivos que es preciso rociar con agrotóxicos, porque son muchas hectáreas y te han dicho que no
hay forma de aplicarle un control biológico a tal enormidad de terreno.

Va otro cuento poco conocido: las tamiramas no se encuentran en los abastos, mercados ni
supermercados porque no le llenan el bolsillo a nadie, y su cosecha necesariamente tiene que ser
manual: las caraotas tienen un tallito que se levanta a unos centímetros del suelo, y hace años fue
diseñada y puesta a trabajar una máquina cosechadora que golpea al girar en esos tallitos y cosecha a
razón de varios centenares de matas con sus vainas por minutos.

Pero no hay una máquina capaz de meterse en ese bejucal glorioso de tapiramas, así que para
recogerlas hacen falta seres humanos esclavizados. O gente necesitada de arrancarlas, no para vender
sino para comer.

Por qué nombrar a la guerra

De las muchas formas de ganar guerras y batallas quizá la menos popular es la que invita a producir las
municiones y esperar que estén listas. En el lenguaje cinematográfico, y en los tiempos encasillados en
películas o series, “guerra” y “batalla” son imaginarios que remiten a intercambios de plomo, en el que
un bando quiere tomar un territorio y otro bando lo defiende. Como todos sabemos, en ese formato
gana siempre el protagonista (sujeto-objeto de la adoración del que financia la película) y la cosa se
dirime siempre mediante un despliegue fabuloso de heroísmo, cojones y testosterona, cualidades del
señor de la capa (o de los anillos), la espada, los ojos verdes, la mirada precisa y la sonrisa perfecta.

Ojalá pase algo que borre de pronto esa idea estática y entretenida de lo que es una guerra. Porque si lo
ocurrido entre los años 2014 y 2018 en este país, esa pela macabra que nos echaron a punta de
bloqueo, hambre y robo de toda fuente de energía, no nos dio algunas claves al respecto, difícilmente
algo más lo va a lograr.

Volvemos a Walter. Siempre hay que volver a Walter. Decía el viejo que la forma de combatir y evitar
una hambruna era aplicarnos masivamente al cultivo de especies comestibles de ciclo muy corto. Lo vi
entusiasmarse y tratar de entusiasmar a la gente del Ministerio de Agricultura y Tierras con una variedad
de frijol llamado cuarentón. La mayoría de las leguminosas cargan y están listas para la cosecha en 90
días; el frijol cuarentón carga en la mitad de ese tiempo, 45 días. “Si estamos en guerra este frijol es una
ametralladora”, decía Walterio.

Walter sacaba cuentas y los resultados eran para animar a cualquiera: siembras un saco (40 kilos) en
abril, y en junio ya tienes 30 veces esa cantidad. ¿Cuántas toneladas habrás cosechado al final del año?
Esa variedad no se ha masificado, aunque en ese tiempo (año 2016) tenía sus devotos en Cojedes y en
Apure.

Pero también había devotos de la importación de todo, incluso de lo que producimos o podemos
producir acá. Sin más comentarios que agregar por los momentos. Este artículo es o pretende ser sobre
tapiramas.

La propagación

De las fiebres súbitas que uno agarra en la vida, y que a veces “se quitan” y otras veces llegan para
instalarse, está aquella que nos agarró hace unos diez años, mientras pergeñábamos en el piedemonte
barinés. En plena pesadilla del desabastecimiento inducido se nos atravesó una historia de esas que lo
reconcilian a uno con la vida: a una niña del caserío Vega del Puente, en la carretera que sube de
Barinitas hacia Mérida, le dio por sembrar unas semillas que le llevaron a su familia. Se llama
Chiquinquirá, y en 2015 tenía 5 años de edad. Unas caraoticas blancas con manchas negras, o tal vez
negras con manchas blancas; eran tapiramas, y ahí las llamaban “torito” o “vaquita”.
Algunas de esas semillas fueron a parar a un muro de contención (gavión) a la orilla de la carretera, y ahí
creció un moño espeluznante de tapiramas, que la gente se paraba a recoger para resolver almuerzos,
justo en ese tiempo en el que muchísima gente se acostaba sin almorzar ni desayunar nada.

Entrevisté a la mamá de esa niña y a la niña misma, y de ahí salió una crónica emocionada. Por esos días
Rúkleman Soto trabajaba en una oficina del IVIC desde cuyas posibilidades era factible inventar cosas, y
este fue su invento: imprimir una cantidad de ejemplares de un periódico que hacíamos en el
piedemonte (y Piedemonte se llamaba) y adjuntarle unas semillas a cada ejemplar para que llegaran
lejos, a manos de gente que se animara a sembrarlas y propagarlas.

Luego, más allá del periódico, se nos desató la manía de entregar semillas de esas y de otras variedades
de tapiramas en cada región del país. Desde el IVIC se abrió una convocatoria para que la gente fuera a
buscar las suyas y las sembrara en sus patios, terrenos, cercas, espacios cualesquiera. Han transcurrido 9
años desde ese experimento y todavía encuentro personas que se apropiaron de la misión de
propagarlas, o que simplemente recuerda la experiencia y comenta cómo les fue. Algo es algo.

En ese recorrer nos fuimos enterando de los muchos nombres con que se conocen esas y otras
leguminosas autóctonas, sobrevivientes de la invasión del grano comercial que uniforma el paladar. Las
hemos oído nombrar pira en Falcón, chivatas (dolichos lablab) y paspasas (variedades distintas) en Lara,
buturungas o burutungas en Trujillo; cara’e cabra y pata’e mono en el Guárico, guaracaras en todo
oriente.

Pero nuestra consentida es la vaquita. Aquellas de Vega del Puente crecían a 700 metros sobre el nivel
del mar (msnm), a 300 msnm en Barinas, y llegamos a registrar cosechas a 1.500 msnm (en La Mucuy
Baja, Mérida), a 80 msnm en Caracas, y ahora mismo en la costa central a 50 msnm: si seguimos
hablando en lenguaje de guerra y de la epopeya de las batallas contra el hambre, podemos decir que
estas heroínas son capaces de “prender” en toda Venezuela.

Tapiramas y caraotas milenarias

La propaganda nos ha convencido de que la caraota negra es la más venezolana de nuestras


leguminosas, y no paro de recordar que en lo más rudo del bloqueo las llegamos a importar de
Argentina y de Nigeria.

En la actualidad, y desde hace muchos años, siguen siendo variedades marginales y desconocidas por las
mayorías. En los encuentros de semilleristas pueden apreciarse colecciones de varias de variedades de
todas formas y colores. Pero como no son granos que se consigan en el mercado son ignoradas y
también un poco despreciadas.

En un libro importantísimo y esclarecedor, titulado “Somos de caraotas. Una historia sobre la cultura del
cultivo y consumo de leguminosas en Venezuela” (investigación de Eisamar Ochoa y Alfredo Miranda),
saltan al ruedo datos cruciales sobre las leguminosas. Por ejemplo, que eran cultivadas y consumidas
por pueblos y sociedades prehispánicas, y ha llegado hasta nuestros días la poderosa asociación de
cultivos que levantó a las más organizadas sociedades mesoamericanas: la milpa integrada por maíz,
frijoles y calabaza o auyama.

Otros datos que revela el libro: el costo de un almud (13 kilos, un poco más que la actual arroba) de
tapiramas costaba 5 reales en 1764. Luego, en 1841, Agustín Codazzi publicaba un estudio en el que
queda registrado ese nombre (tapirama) al lado de una legión de leguminosas de consumo común en el
país: alverjas, ajonjolí, chícharos, frijoles, quimbombó, quinchonchos, maní, judías, frijoles, garbanzos.
No registraba el célebre geógrafo el nombre “caraota”, aunque los investigadores sostienen que su
denominación primitiva es frijol común; Phaseolus vulgaris (caraotas) y Phaseolus lunatus (tapiramas,
guaracaras o como las nombren los pueblos) sus nombres científicos. Tal parece entonces que a
caraoteros nos vinimos a meter muy avanzado el siglo XIX.

Así que hubo un tiempo en el que todavía eran conocidas y comerciadas ampliamente las tapiramas, y
ese tiempo coincide con una época en la que no se había difundido la mecanización de las cosechas.
Fuimos un país que recogía sus alimentos con las manos. Y no está de más señalar aquí que deberíamos
volver a ejercitarnos en esas lides, ahora que nos vuelven a amenazar con bloqueos y con otros métodos
de vaciado de anaqueles y sometimiento por hambre.

También podría gustarte