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Así comenzó la decadencia

José Roberto Duque

Corría el año 1980 y el nombre de Venezuela sonaba mucho, bastante, más de la cuenta, en
los corrillos deportivos del mundo. Mucha gente se preguntaba por qué, otra tal vez ni
siquiera lo notaba. Y uno, muchacho chiquito, ignorante y medio pendejo al fin, se sentía
hasta orgulloso de que la publicidad hiciera la magia de poner el nombre de nuestro país en
el mero centro de los acontecimientos deportivos más fastuosos y resonantes del mundo.
Era el inicio de la década de los años 80. A los venezolanos se nos avecinaba el fin de la era
de las Vacas Gordas y al boxeo se le avecinaba el comienzo de su triste decadencia
deportiva. Es decir, el comienzo de su apoteosis comercial.

El boxeo hervía en figuras interesantes, en héroes en ascenso o en franco apogeo y otras


que veían llegar su ocaso de forma lastimosa o abominable. Por ejemplo, aquel Muhammad
Alí que partió en dos el tiempo del boxeo profesional a punta de carisma, grandes
declaraciones y grandes bolsas; Alí fue el primer ser humano que se ganó un millón de
dólares por caerse a trompadas en una sola pelea. Aquel Alí, cuya leyenda ya estaba
consolidada y galvanizada, cometió el error de regresar al ring para disputarle el título a
Larry Holmes y lo que se desplazó por la lona del Caesar’s Palace fue el fantasma de “El
Más Grande”, un fantasma que por dar aquel feo y triste espectáculo cobró cerca de 30
millones de dólares (no, no deje que la mandíbula se le caiga al piso; recuerde que
Mayweather y Pacquiao se repartieron el año pasado 300 millones).

Pero lo que nos ocupa en este momento es un acontecimiento que tal vez parezca periférico,
y en cuanto a la puesta en escena en cierta forma lo era: en aquella pelea, realizada el 2 de
octubre de 1980, el centro del ring y las esquinas estaban decoradas con un par de
singulares motivos: la leyenda “Invest in Venezuela” (Invierta en Venezuela) y el logo del
Banco de los Trabajadores de Venezuela. Nada de lo que ocurría en los alrededores ni en la
ciudad de Las Vegas tenía nada que ver con nuestro país, pero ese espectáculo estaba
patrocinado por el BTV, una entidad cuya existencia se suponía era para resolverle
problemas a nuestra clase trabajadora.

El Jueves Negro del buen Cassius Clay fue una premonición de nuestro Viernes Negro.

“El presidente que habla con el pueblo”

No fue esa la única pelea famosa que patrocinamos los venezolanos al final de la
borrachera saudita. El 20 de junio de 1980 se había celebrado el primer combate entre
“Sugar” Ray Leonard y Roberto “Mano’e Piedra” Durán, que fue publicitada como el
acontecimiento más visto de la historia de la televisión hasta ese momento. No recuerdo la
cantidad de televidentes que certificaba el evento, pero los comentaristas se aseguraban de
decir cada pocos minutos que esa transmisión iba a ser (y fue) más vista que la llegada del
hombre a la luna. Miles de millones de personas vimos en vivo ese combate, y en el
decorado el nombre de Venezuela, el logo del banco y la invitación a invertir en esta tierra
de gracia.
Leonard y Durán volvieron a enfrentarse en noviembre de ese año y allí estaba otra vez la
publicidad pagada con dinero “de los Trabajadores de Venezuela”. No hay que ser muy
sagaz (“no hay que ser petejota”, decía un pana malandro de Sarría) para sospechar que
tantos llamados no convocaron a suficientes inversionistas, porque meses después se
decretó la bancarrota e intervención de esa entidad, y de ñapa la catástrofe cambiaria
venezolana.

Uno de los responsables de todo aquel armatoste publicitario fue un empresario del boxeo y
de los espectáculos, un maracucho llamado Rafael “Rafito” Cedeño, sujeto hábil y
definitivamente buen promotor y organizador de eventos internacionales, quien además de
esa hazaña (convencer al gobierno venezolano para que invirtiera dinero en eventos que
concitaban la atención del mundo) coronó otra muy peculiar: que el canal del Estado,
Venezolana de Televisión, transmitiera en vivo todas las semanas una cartelera boxística
organizada por él mismo, a través de su empresa “Promociones Internacionales Rafito
Cedeño”. En un momento de la euforia de sus programas boxísticos, las peleas se
transmitían todos los lunes a las 9 de la noche, justo después de la rueda de prensa del
presidente Luis Herrera Campíns, programa llamado “El Presidente que habla con el
Pueblo”.

Los buenos, los malos


y los mediocres

Aquello fue un paraíso artificial organizado por Rafito con el fin de intentar convertir a uno
o más boxeadores venezolanos en figuras de alcance mundial. Bastante patrióticas sonaban
sus intenciones: si el Estado invertía en figurar en grandes escenarios era justo y hasta
obligante que al menos un venezolano apareciera por allá arriba entre las figuras rutilantes
del show.

El promotor convenció al BTV y a la televisora estadal de que la única forma de construir


ídolos era metérselos por los ojos al público venezolano, ya un poco nostálgico de la época
de oro de nuestro boxeo (y a Rafito había que creerle: por sus manos acababa de pasar la
leyenda colombiana y universal Antonio Cervantes, Kid Pambelé). Una década atrás
habíamos tenido hasta cuatro campeones mundiales de manera simultánea (Lumumba,
Betulio, Gómez y Rondón) y los 80 nos agarró con apenas un monarca, Ernesto España,
quien perdió su título en julio. No había otra figura que despuntara como gloria posible.

De modo que Rafito tenía excelentes planes pero los ejecutó de manera irresponsable y un
poco cómica: como no había ídolos venezolanos a la vista se propuso fabricarlos a la
fuerza, de manera express, poniendo a un puñado de peleadores inexpertos a enfrentarse a
otros más inexpertos aun o a viejos guerreros que ya estaban retirados o listos para retirarse.
A un boxeador, llamémoslo “promedio” (ni bueno ni malo, sino que estaba por verse) lo
ponían a pelear contra cualquier joven o viejo con algo de musculatura y cierta cara de
malo, y por supuesto en esa locura salía ganando el normalito, el aspirante a ídolo. A esa
clase de boxeadores a quienes invitan sólo para inflarle el récord, currículum o historial al
muchacho de la película, los han llamado en todas las épocas “paquetes”: los mediocres de
la partida.
El resultado fue que al cabo de pocas semanas nuestro boxeo profesional contaba con una
generación de ídolos patrios cuyo historial numérico de victorias era impresionante. Si
alguien decía en tono de crítica: “Ah, pero ese récord está lleno de paquetes”, desde el canal
del Estado respondían: “Ajá, súbete tú a echarte coñazos con uno de esos paquetes a ver”.
Así que bueno, eran los ídolos que teníamos y a alguien había que aplaudir.

Rafael “Pantoño” Oronó fue una de las excepciones de aquella norma. Peleador olímpico
en sus años de aficionado y dueño de un estilo impecable, este humilde peleador tenía un
problemita: era muy grande para ser hacer el peso Mosca y muy pequeño para el peso
Gallo. Pero para eso estaba Rafito: tan hábil era este compatriota que logró algo nunca
visto: después de casi un siglo de historia de ese deporte, convenció al Consejo Mundial de
Boxeo de crear una división intermedia, la Supermosca, donde el Pantoño se sentía
cómodo. El 2 de febrero de 1980 Oronó se hizo campeón en una pelea conmovedora contra
el surcoreano Seung Hoon Lee: el muchacho se fracturó la mano derecha (su mano de
noquear) en el segundo round, y el resto de la pelea (15 en total) estuvo haciendo magia con
la mano zurda y unos elegantes desplazamientos por el ring para ganar la pelea. Rafito tenía
su campeón; pero no en las divisiones “serias” o cotizadas.

Por ejemplo en los pesos Welter, donde recién reinaba una gloria del boxeo mundial en
proceso de formación llamada Tommas Hearns. Este muchacho, un verdadero asesino del
cuadrilátero, nacido en Detroit, había horrorizado al mundo meses atrás al despedazar en
tres rounds al mexicano Pipino Cuevas. Pues bien, Rafito consiguió que la primera defens a
de Hearns fuera contra uno de sus muchachos de récord artificial (16 peleas, todas ganadas,
14 por nocaut), Luis Primera. No lo hizo mal el criollo: tres veces lo tiró a la lona el
norteamericano y tres veces se levantó el muchacho haciendo unos gestos así como de estar
muy bravo consigo mismo (“coño e la madre”, se leía clarito en sus labios). En el sexto
asalto el réferi decidió parar aquello para resguardarle la integridad física al buen Luis.

El 7 de julio de 1980, a otro gladiador del patio, Carlos Piñango, un peso pluma bueno pero
no tanto, le tocó enfrentarse a Eusebio Pedroza, uno de los inmortales de Panamá. Un día
después de la pelea (que perdió Piñango, por supuesto) trascendió en la prensa que Rafito
había ido a visitar a Pedroza para pedirle un pequeño favor: “No le vayáis a pegar muy duro
al muchacho”, y que le dijo al campeón.

El primero de diciembre de ese mismo año Reinaldo Becerra, un Minimosca bueno pero a
quien se le notaba el hambre hasta en la manera de caminar, cayó guerreando contra Hilario
Zapata, otro monarca panameño. Diez días más tarde tuvo lugar en el Olympic Auditorium
de Los Angeles, California, una de las peleas más horribles que recuerdo haber visto en mi
vida: nuestro pupilo Idelfonso Bethelmí, apodado “El Ciclón de Güiria” seguramente con el
fin de inspirar respeto o pánico en los rivales, se fajó en un larguísimo baile inorgánico,
ladilla, ridículo, pasteurizado y homogeneizado, contra un mexicano Rafael “Bazooka”
Limón que, eso sí, nos zampó a los venezolanos el chiste del año a costas del pobre
Bethelmí: “El avisito ese del banco venezolano deberían ponérselo en las suelas de los
zapatos, porque eso es lo que más le van a ver por televisión”. No era para tanto; una sola
vez cayó El Ciclón por allá en el round 15, cuando todos los espectadores estaban
dormidos, y al levantarse el réferi le preguntó si quería seguir peleando y el muchacho le
dijo que no. Para qué.
El año 81 y siguientes nos depararon la debacle total de aquella generación, y en general
del boxeo profesional. De los ídolos venezolanos, los que mayor estrépito causaron en su
caída fueron Elio Díaz y Fulgencio Obelmejías. El primero, un guayanés invicto que llegó a
Texas con la encomienda de destronar al monarca Doland Curry y que salió del ring entre
carcajadas, pues era obvio, evidente y notorio que estaba más asustado que el campeón. Y
el segundo, un peso Mediano realmente bueno, dueño de una pegada fulminante, que fue a
retar a Marvin Hagler y éste lo zarandeó a placer dos veces, en el 81 y en el 82.

A la sombra de todos ellos se cocinaba el verdadero ídolo popular, el potencial verdugo de


cuanto campeón le pusieran enfrente: Alfredo “Novillo Negro” Paiva. En esta misma
revista aparece un perfil de este “caso” formidable; recomiendo su lectura, para no abundar
y reiterar aquí en su figura.

A la larga esa cohorte venezolana sí produjo campeones, pero esto no siempre reveló la
calidad de nuestro boxeo profesional sino la decadencia del boxeo mundial. Antonio
Esparragoza, Bernardo Piñango, un muchacho voluntarioso pero absolutamente gris
llamado Ildemar Paisán; y el mismo Obelmejías, obtuvieron títulos a mediados y finales de
esta década, que terminó exhausta de glorias y desangrada de talentos.

En el show business fue la década de los últimos grandes peleadores, los de la era
romántica. Argüello, Leonard, Durán, Holmes, Tyson, Hagler, Hearns, Aaron Pryor y otras
luminarias vienen a conformar una generación de transición entre los grandes combates
pautados a 15 rounds y la “humanización” del boxeo, suerte de relajamiento de algunas
normas que nadie está seguro de que protejan realmente la integridad de los peleadores: 12
rounds para los campeonatos mundiales, conteos de protección a los boxeadores sin que
hubieran caído. La creación de varias organizaciones de boxeo trajo como resultado la
proliferación de campeones de todo pelaje, asunto que por cierto detonó o hizo detonar otro
venezolano. Bernardo Piñango le dio un paseo en febrero del 88 al campeón supergallo
Julio Gervasio, y a raíz de esto el promotor de Gervasio decidió crear un nuevo organismo:
la Federación Internacional de Boxeo.

A partir de entonces hubo tres, y luego cuatro, y luego cinco y seis campeones mundiales
por categoría, y el negocio fue sustituyendo al espectáculo, que ya más nunca fue noble ni
romántico ni sorprendente.

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