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Ciertamente, son sólo los propios poetas los autorizados para poner límites a su

creación, y con límites aludo al grado de libertad o arbitrariedad con que compongan y
formalicen, con ayuda de tinta pensante, sus pasiones sobre papel. También es cierto
que el grado de significación cabal que alcancen sus ideas en las mentes de sus lectores
bien puede ser mínimo. A raíz de la incomprensión de tales ideas por lentes ajenas, uno
podría sentarse a escribir otro tipo de poesía, la prosa teórica y filosófica, para
argumentar tales modos de actuación; esa tarea tediosa, que rara vez recae mismamente
sobre el genio creador, queda aislada a personas con aspiraciones analíticas lo
suficientemente vehementes como para desentrañar sistemas de pensamiento y
traducirlos a relaciones especulativas, todo ello asimismo, la mayoría de veces, sacado
del contexto de la composición original. Anulemos en las siguientes líneas la reflexión
de estas cuestiones y concertemos el plan de actuación a lo fundamental, lo último, o
bien lo primigenio en relación con la creación poética: su fuente primitiva, la pulsión
que invita a escribir y su proceso de racionalización.
“La poesía asalta al poeta”, y no al revés, según Borges. De esta sentencia, a
modo de obertura, deduciremos tres cosas: una concepción de la poesía como impulso
no controlado y asociado a leyes naturales, bien favorables, bien destructivas para el
sujeto; tal sujeto, el poeta, que simboliza el mayor rango de demiurgo ordenador que
piensa para sí mismo y consigue canalizar en materia inteligible esa pulsión de la
voluntad, en conceptos de Schopenhauer; y una relación violenta, acechante, entre la
creación libre de ataduras y el sujeto, el cual pareciera activo y hacedor inteligente, mas
pasivo e inferior por su propia condición de ser pensante, y, por consiguiente,
encadenado a unas normas, a unas estructuras cognitivas, transgredidas en última
instancia por el grito animal (artístico) que aspira a devorar todo encorsetamiento. Me
serviré de estas inferencias para articular niveles de mayor profundidad en el acto
creador poético.
Comencemos este viaje a través de la forma más visible y empírica de la
composición poética: el sujeto. Este demiurgo ordenador necesita de un contenido y un
continente. Del continente podemos decir aquí poco, en tanto que palabras vacías,
juntura de caracteres que responden a un sistema lingüístico concreto que en sí
proporcionan nulo grado de significación, las cuales recibimos por medio de vibraciones
del tímpano y, simplemente, indican a nuestro cerebro que tenemos que girar la cabeza
para recibir el mensaje que vaga por medio de ellas. Alrededor del contenido sucede lo
contrario, siendo lo verdaderamente valioso en el acto de comunicación, en este caso,
artístico. Debemos definir al menos tres aspectos de este contenido: en primer lugar,
procede que presente, al menos para la mente del compositor, sentido unitario de base
sólida, si estamos hablando de poesía que tenga algún tipo de finalidad y un mínimo
sentido de la determinación al ser creada; seguidamente, que el código, aunque ya
establecido por medio de los caracteres lingüísticos usados (por medio del continente),
pueda ser aprehendido por el receptor, pues, en caso contrario, no se llegaría nunca al
acuerdo abstracto común conforme al que se construye la comunicación verbal;
finalmente, puede suceder que, en negación de lo anterior, el código no sea inteligible,
no para un código en concreto, sino para ningún tipo de lenguaje existente; en este
sentido, el contenido trasciende todo tipo de configuración concerniente al lenguaje y
sobrepasa toda significación lógica para dar paso a un nivel de abstracción superior.
Aclararé lo expuesto con un ejemplo.
Si un hablante de la lengua germana recitare unos versos del Fausto de Goethe a
un nativo heleno, el receptor, pensante y productor de una lengua abismalmente distinta
por cuestiones gramaticales, morfológicas y fundamentalmente alfabéticas, únicamente
podría intuir que al continente que él percibe, las palabras, que en última instancia son
estímulos sonoros faltos de significación expresa, se le relaciona un contenido. Es en la
lengua alemana donde al contenido, lo que verdaderamente le resulta ininteligible al
receptor griego, se le brinda un sentido y alcanza significación. Sin embargo, si un
nativo español recitare a un pensante y productor de armenio el canto VII del Altazor de
Vicente Huidobro, el continente le será de nuevo indiferente al receptor armenio, en
tanto que sonidos humanos balbuceantes. Mas el contenido tampoco deberá
comprenderlo, puesto que los versos citados no pretenden acoger significación expresa
en ninguna forma de lenguaje, sino que trascienden al pensamiento y su objetivo se
lleva a cabo en un nivel mayor de abstracción. Esto, que en las aspiraciones del autor
chileno se traduce en demostrar el fracaso de la poesía como ideal artístico en su
búsqueda de libertad, tiene mucha relación con la necesidad de crear placer estético sin
distorsionar la naturaleza por medio de la imitación. Es aquí donde hace representación
el eslabón primigenio de la creación artística: la pulsión animal y, en consecuencia,
subconsciente del intelecto humano.
Reencontrémonos en este punto con el concepto de la voluntad shopenhaueriana,
evolución del Ding an sich kantiano, referido a la sustancia. Un querer
inconmensurable, un deseo infinito del alma que requiere ser purificada y purgada de
esta nuestra realidad, el peor de los mundos posibles, al que fue arrojada; causa última
de la acción del ser humano, anhelo incurable que hace preguntarse a nuestra psique
sobre la razón de su existencia, no recibiendo respuesta. Esto último es la Sehnsucht,
palabra propia del primer romanticismo alemán que nos acompaña en todas las fases de
creación artística. Mientras que la voluntad es el impulso irracional y animal, el
subconsciente más profundo del que brotan necesidades básicas que tienen que ver con
nuestra más honda conexión con la vida, la Sehnsucht es la modelación, la moderación,
la asimilación de esos deseos y la reconciliación de los impulsos, supeditados a un
sistema configurador –y opresor, que es la mente–, regido por un contexto histórico-
cultural, y del que surge el sufrimiento infinito que es la existencia. La Sehnsucht hace
racional y complejo lo que la voluntad clama en desorden. De esta dicotomía nace el
verso y la pasión.
En este momento proponemos inevitablemente una pregunta: ¿Qué se antoja
primero cuando se compone poesía, se piensa o se siente? Bases consistentes creo haber
expuesto para poder contestar. Acorde a lo anterior es establecer que el verso es
racionalización y objetivación del aliento creador, que reside de manera fundamental en
la voluntad. Nuestra mente ordenadora es la culpable de que inyectemos tinta con
sentido en el papel, y esa tinta corre por nuestras venas en tanto que pasiones, fruto del
anhelo infinito, que se remonta nuevamente al concepto shopenhaueriano. Ahora bien,
tanto el verso como la pasión más íntima son dos vertientes del querer inconmensurable,
el primero más complicado, pues se ve filtrado por nuestro juicio, y la segunda más
natural y primitiva, estableciendo así una jerarquía. La pasión nace, y antes de que nos
rebelemos en afán introspectivo en el proceso psíquico consecuente nuestro
pensamiento ya nos ofrece un resultado: o bien emoción embrutecida que con el tiempo
se transfigura a sentimiento cognoscible y al que le podemos brindar significación
racional mediante la palabra, o bien relaciones de tales palabras ya enraizadas en
sustrato inconsciente, a las que posteriormente podemos conectar tal o cual sentimiento,
que puede en su misma instancia transformarse. Ambos planos responden a la misma
fuente genuina: la pasión.
En análisis sistemático, debemos inferir que subsiste otra forma más de creación
poética, mas ésta ya es fruto de un proceso más luengo y superficial –no debe
entenderse de forma negativa–: la gestación metódica, que dedica tiempo al acto de
producción estética o a la evolución emocional de lo que en principio se intuyó a través
de impulsos.

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