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Unidad 1, Presentación
DISCONTINUIDAD
Como sabe cualquier lector de poesía… o cualquiera que observe con detenimiento el
habla cotidiana misma, las cosas pueden ser entonces sucesivas, contiguas, estar en
contacto, verse dispuestas o ubicadas de un modo seriado, sin ser por eso continuas (ni
orgánicas, unificadas, comunicadas, íntegras ni totalizadas). En castellano, la definición
o casi el sinónimo más extendido de “discontinuidad” es INTERRUPCIÓN (VER); en
el pensamiento teórico y crítico moderno, la discontinuidad también está asociada desde
fines del siglo XVIII a la figura del FRAGMENTO (VER) como algo constitutivo de la
poesía y la literatura. Lo intermitente, lo inconstante, lo que cesa, eso que no prosigue,
que deja de discurrir aun si está junto a: como imaginó Gilles Deleuze, lo discontinuo
puede presentarse bajo estructuraciones en apariencia contrarias, como el “archipiélago”
–donde el agua separa islas- o el “patchwork” –en que las costuras juntan retazos-
(Deleuze 1996: 84, 110, 122). A la vez, lo discontinuo puede resultar ajeno al principio
de identidad y al principio de no contradicción: siempre ambiguo, es y no es al mismo
tiempo, es a la vez dos o más cosas divergentes que se (y nos) interrumpen porque,
incluso juntas, no se comunican o porque aquello que tengan en común –por mucho que
fuese- es interferido por un punto discontinuidad irreductible que nos impide pro-
seguir.
En el curso de una empresa teórica enfáticamente discontinuista en que no cesa de releer
a Foucault, Judith Butler ha razonado efectuaciones literarias de la discontinuidad,
como la que señala en Kafka, en cuyas ficciones la “escritura abre efectivamente la
separación entre la claridad –incluso, podríamos decir, una cierta lucidez y pureza en la
prosa- y el horror que es normalizado precisamente como consecuencia de esa lucidez”.
Así, en narraciones como El proceso, propone Butler, “sintaxis y tema están
efectivamente en guerra”; “impase”, “barrera”, “interrupción” discontinúan siempre el
curso de los relatos de Kafka. De modo semejante, el dilema narrativo irresoluble que
Primo Levi no puede sino enfrentar reside en las “lagunas o fisuras” que separan
memoria y evidencia de los hechos que deben ser narrados, y obligan por consiguiente a
lidiar con una escritura discontinuada por “suturas” narrativas que no es posible
suprimir (Butler 2014: 20, 24, 28, 29, 34, 36).
Parataxis
Sería posible convenir en que nuestro sentido común gramatical da por hecho que lo
conexo, y por tanto lo subordinado pero también lo coordinado –es decir, tanto lo
hipotáctico como lo paratáctico-, son modos de conectar y pertenecen, así, al orden de la
continuidad. Por supuesto que ese sentido común puede discutirse desde diversas teorías
gramaticales, pero lo que nos interesa aquí es interrogar en qué medida –y sin
desconocer las teorías sintácticas- la teoría literaria pudo haber explorado en cambio las
posibilidades de una reflexión discontinuista de la diferencia entre hipotaxis y parataxis
para pensar problemas específicamente literarios. Y lo cierto es que si atendemos a
determinados efectos de lectura atestiguados, en la literatura, sucede a menudo que la
hipotaxis o subordinación efectúa continuidad, mientras que la parataxis o coordinación
lleva hacia la discontinuidad (o los escritores la han utilizado mucho con ese efecto
discontinuista). En efecto, sabemos que mientras los conectores hipotácticos pueden
hacer de los segmentos del discurso, partes de un todo, secuencias interdependientes por
una ilación lógico-semántica, es decir una concatenación de relaciones (por ejemplo una
totalización temporo-causal, o consecutiva), los conectores de la parataxis parecen más
apropiados para la yuxtaposición, la acumulación, la contigüidad de segmentos cuyos
límites pierden congruencia semántica; o, peor, arbitrarios y hasta impensables en su
acople, como sucede con el orden meramente alfabético en la clasificación china de
animales de “El idioma analítico de John Wilkins”, aquel cuento de Borges citado por
Foucault en las primeras líneas de Las palabras y las cosas (1966); estaríamos, en fin,
dándonos como hipótesis retórica para la lectura de textos literarios, una distinción
posible entre secuencia (que supone continuidad) y serie (para la que basta un mínimo
de contigüidad meramente postulada, como la contigüidad artificial entre a y b y c y d,
etc.); podemos así adoptar para determinados casos u obras, una figura crítica de
parataxis como ocupación y marcación (mediante dis-junciones literalmente idénticas a
las conjunciones "y" u "o") del "entre" o del hiato entre segmentos, es decir "y" u "o"
como señalizaciones de la fisura que mantiene ajenizadas y discontinuadas las cosas, y
de ningún modo enlazadas; o, mejor: donde la gramática (in)articula un lazo no-
imaginable. Esto no significa ignorar que la parataxis stricto sensu también produce –en
el habla corriente o en un poema- enlaces y continuidades coordinativas, copulativas,
disyuntivas, etc., sino permitirnos conjeturar que lo literario podría consistir en el
trastorno severo de esas funciones.
En el estudio de la poesía tardía de Hölderlin que tituló, precisamente,
“Parataxis” (1963-64) Theodor Adorno señala que mientras el lenguaje en general está
“encadenado a la forma de juicio y frase, y por lo tanto a la función sintética del
concepto”, en la poesía de Hölderlin hay en cambio una “disociación constitutiva”, y
aquella lógica de la síntesis queda “suspendida”. Adorno recuerda que Walter Benjamin
usó la palabra “serie” para referirse a este “procedimiento lingüístico” del poeta: por
más que Hölderlin no pueda prescindir de “construcciones hipotácticas audazmente
formadas”, en sus textos estas “sorprenden como artificiosas perturbaciones paratácticas
que se desvían de la jerarquía lógica de la sintaxis subordinante”. Estas estructuras, que
“se afanan por zafarse de la atadura” (itálica nuestra), no se articulan, “como en el
juicio”, sino que parecen haber renunciado a una “afirmación predicativa” y
presentársenos, en cambio, de acuerdo a una seriación musical. En Hölderlin, además,
este procedimiento no se reduce a su escala básica o grado mínimo -la transición en
serie-, sino que, como en la música, abarca estructuras mayores: paratácticas
globalmente hablando. Y es Hölderlin mismo quien escribe que “por cierto, solo muy
raras veces el poeta puede utilizar la posición lógica de los períodos”, sintácticamente
gobernados por la subordinación. Propenso a “mezclar épocas, a unir cosas lejanas y sin
conexión”, “opuesto a lo discursivo” y afecto a “la disociación”, Hölderlin llevó a cabo
toda una “sublevación paratáctica” (Adorno: 452-454; 458).
También Giordio Agamben propone una serie de figuraciones discontinuistas
sobre la poesía, que vive en el hiato entre lo semiótico y lo semántico, la palabra y la
frase, el sonido y el sentido, la parataxis y la hipotaxis. La poesía se explicaría como
tensión entre la parataxis o “enlace áspero”, un impulso nominativo, que aísla el nombre
y lo lleva al dominio del ritmo y la música; y la hipotaxis o “enlace terso”, impulso
predicativo que concatena los nombres en lugar de aislarlos y los conduce al dominio de
la comunicación (Agamben: 208). Se trata de un cisma entre las figuras tradicionales del
himno y la elegía, equivalente al cisma entre sonido y sentido. La rima, la cesura, el
encabalgamiento y otros rasgos retórico-sonoros del verso efectúan esa dislocación
entre un acontecimiento semiótico (la repetición del sonido) y un acontecimiento
semántico. Agamben recuerda que –como sabemos los lectores de poesía- esta
dislocación “induce a la mente a exigir una analogía de sentido allí donde no puede
encontrar más que homofonía” y abre entonces un punto de discontinuidad entre un
elemento asemántico (las homofonías) y otro semántico (las frases) (250). Hay poesía
únicamente si se da esa discontinuidad, es decir si se oponen y discuerdan un límite
métrico y un límite sintáctico, un espesor paratáctico y otro hipotáctico.
Por supuesto, no podemos aquí explorar una corroboración de la tesis de Adorno ni de
las de Agamben mediante un análisis pormenorizado de poemas, fuesen los que se citan
en sus estudios u otros. Sí, en cambio, ensayar breves ejercicios, parciales pero tal vez
ilustrativos. El poeta mexicano Xavier Villaurrutia escribió en uno de sus textos:
[…]
Referencias bibliográficas
ADORNO, Theodor (2003). Notas sobre literatura. Madrid. Akal.
AGAMBEN, Giorgio (2016). El final del poema. Buenos Aires: Adriana Hidalgo ed.
BACHELARD, Gaston (2002). La intuición del instante (1932). México: FCE.
---. (1996). La formación del espíritu científico. México: FCE.
BARTHES, Roland (2003). "Literatura y discontinuidad". Ensayos críticos. Buenos
Aires: Seix Barral.
BECKETT, Samuel (2012). El innombrable. Madrid: Alianza ed.
BLANCHOT, Maurice (2008). La conversación infinita. Madrid: Arena Libros.
PIZARNIK, Alejandra (1962). Árbol de Diana. Buenos Aires: Sur.
RANCIÈRE, Jacques (2007). Politique de la littérature. Paris: Galilée.
VILLAURRUTIA, Xavier (1986). "Nocturno en que nada se oye". Villaurrutia, Xavier. 15
poemas. México: UNAM. Selección y nota introductoria de Octavio Paz. En:
http://www.materialdelectura.unam.mx/images/stories/pdf2/villaurrutia.pdf
SAER, Juan José (1980). nadie nada nunca. México: Siglo XXI ed.
STAVRAKAKIS, Yannis (2008). Lacan y lo político. Buenos Aires: Prometeo-UNLP.
FOUCAULT, Michel (1988). La arqueología del saber. México: Siglo XXI.
* * * *
RESTO y falta
1
Remito a esos dos escritos donde detallo las numerosas citas y expresiones de textos de Williams que he
ido encadenando en el párrafo.
totalizable, solo hay comunidades del resto. En todo enunciado, en cualquier acto de
habla, en el escrito que fuese, la pretensión comunitaria, es decir comunicativa, se
levanta sobre la exclusión incesante de ese “etcétera” que siempre vuelve.
Esta matriz de pensamiento, en la que –aunque haya sin duda otros- Freud y
Lacan producen intervenciones clave, puso en una crisis severa toda ilusión semiótica,
lingüística o hermenéutica en torno del sentido, de un sentido que demandase despejar
todo resto de indeterminación (ya que la postulación de un sentido es una apuesta por lo
decidible y por tanto por la totalización, el cierre sin resto, la completitud). Entre los
años de 1960 y 1970, esa crisis pudo verse y razonarse como el acta de defunción del
estructuralismo, pero sus alcances teóricos fueron, por supuesto, mucho mayores que el
reemplazo de una escuela por otra.
Entre los filósofos que han sido muy transitados en la enseñanza de la teoría literaria,
también Giorgio Agamben frecuentó la figura del resto. En Lo que queda de Auschwitz
(2000 [1999]), resto es el “no-hombre”, el “musulmán” de los campos de exterminio
del nazismo, aunque resto sería también, o más bien, el testigo sobreviviente (Primo
Levi sería su paradigma), que viene a darse la tarea imposible de testificar esa
destrucción incompleta pero extrema de lo humano en aquel que no sobrevivió o se
hundió, ya mudo, hasta casi el último fondo; a la vez, ese testigo –que resta entre el
viviente y el hablante- tiene un equivalente paradigmático en la figura del poeta, que
también resta entre identidad y alienación, entre el yo y el faltarse a sí mismo…
Aunque, a la vez, es “el hombre” nomás, y no solo ni tan específicamente el testigo o el
poeta, lo que tiene lugar en ese hiato, o sea el resto que encarna el proceso incesante de
la subjetivación-desubjetivación. Cuando, en cambio, Agamben acude a la figura bíblica
y paulina del “resto de Israel” y al tema mesiánico en El tiempo que resta (2006[2000]),
el resto es “el único sujeto político real”, es decir “el pueblo”, que “no puede jamás
coincidir consigo mismo, ni como todo ni como parte, es decir lo que queda
infinitamente o resiste toda división” (59-62). En “¿Qué queda?”, un ensayo de 2017, lo
que resta es ahora la lengua de la poesía. Esa lengua resiste a las destrucciones porque
ni discurre ni informa –asevera Agamben- sino que nombra y llama lo perdido (es decir
lo olvidado y lo exterminado). El resto parece, así, una hipótesis “histórico-
trascendental” multivalente, que en su nota filosófica principal retoma lo que ya
sabíamos por Lacan y Derrida, y con la que Agamben explica o caracteriza asuntos
diversos; el modo en que la literatura es incluida en esas teorizaciones del resto tiende
más bien a ilustrar tesis filosóficas y antropológicas que a producir ideas y argumentos
sobre la literatura que ya no conociésemos por la lingüística, los estudios literarios, la
filología, la poética o la retórica (vg. lo que Agamben propone sobre la condición del
poeta; o sus tesis sobre la subjetivación por el lenguaje; o sus figuraciones sobre la
naturaleza del poema).
La literatura sería, así, un nombre que damos a esa condición restante de toda escritura,
como la que vemos en “He olvidado mi paraguas”.
En ese sentido, la novela El proceso de Kafka, por caso, sería toda ella resto: el
texto narra en un discurso recto, digamos, que se ha abierto un proceso contra Joseph K.
Pero el proceso no tiene sentido… o podría tener muchos y en exceso: no hay
personaje, ni narrador ni lector ni crítico que –tras casi un siglo de conjeturas, hipótesis
y debates- haya podido establecer siquiera de qué clase de delito se acusa al
protagonista.
¿Quién podría asegurar por qué Fiona, tan imprevistamente y –al parecer- sin
consecuencias decisivas para la prosecución de la trama, besa a Adam en The Children
Act (La ley del menor, 2014), la novela de Ian McEwan? Pero…¿no sería pues evidente
que se ha enamorado del muchacho? ¿No la pone la narración en las condiciones
propicias para un arrebato no deliberado, imposible de premeditar..? Esa y otras
hipótesis, concurrentes con esa, parecen más o menos verosímiles, razonables,
plausibles –como todas las que se han esgrimido para explicar por qué Joseph K. ha
sido procesado-, pero ninguna permite cerrar una interpretación, prestar una adhesión
decidida a una respuesta (como se ve, no se trata de casos de lo que se conoce en teoría
como ambigüedad, tampoco de ambivalencia, porque no se trata de que haya dos
caminos para la atribución de un sentido). Ese beso es, en fin, resto, o mejor: de ese
beso resta algo con lo cual lxs lectores nuca sabremos del todo qué hacer.
Por supuesto, no es necesario acudir a obras como Esperando a Godot de
Beckett para mostrar la restancia de las escrituras. En las primeras páginas de su libro
Después de Babel, George Steiner inventó la figura del “lector integral” (1975: 13-32).
Mediante cuatro breves ejercicios de interpretación, Steiner intentaba desentrañar la
integridad semántica de un texto, leer para comprender –entender y abarcar-, para llegar
a saber de un modo fiable qué significados reúne una obra literaria (y, por tanto, para
establecer un cierto acuerdo entre el texto y todxs sus lectorxs posibles). Pero nomás en
la segunda página del intento, Steiner advierte las dificultades severas que nos plantea el
escurridizo sentido de una sola palabra en un parlamento de Shakespeare, y a la vez que
no sabremos nunca con certeza cuál sentido le atribuían los contemporáneos del teatro
isabelino cuando la escuchaban pronunciada en el escenario. Pero si seguimos un
enfoque como el de Derrida, también para los espectadores coetáneos de las puestas del
propio Shakespeare cada parlamento, cada escena, cada drama arrojaba, aun si hubiese
sido ínfimo y esporádico, un resto “inaccesible” que dejaba abierta, así, la resistencia de
esa escritura a todo intento de totalización.-
M. D.
Referencias bibliográficas: