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Cuando llegue un extraño a la puerta

de tu ciudad,
y lo invites a palacio, dándole trato
de afamado,
acaso no sepas que los dioses
en ese momento,
con dolor y vergüenza, ya abandonan
Tenochtitlan,
pirámides y casas comienzan a agrietarse,
los súbditos
sollozan a orillas de los lagos, y acaso
no imaginas
que tú, al que todos reverencian
y miran como a un dios,
quebrada toda voluntad, como objeto
inútil, varios
meses tarde, serás apedreado
por tu pueblo.

Presagio

Se puso el sol, brillaron las montañas.


El gran Tlatoani entró en sus aposentos.
Incapaz de dormir, fue hasta las Salas
Negras de su palacio, destinadas
a los estudios mágicos, recinto
de la sabiduría de los padres.
Miro el lago (jade bajo la noche), la ciudad,
isla rodeada de volcanes.

Y dijo el mensajero: -Piden verte,


señor, dos pescadores. Encontraron
un ave misteriosa. Es su deseo
que no la mire sino Moctezuma.

Entraron los dos hombres,


con el ave en la red. El Gran Tlatoani
observó que en lugar de la cabeza
tenía un espejo. En él vio que surgían
casas sobre la mar y unos venados
cubiertos de metal, grandes, sin cuernos.
-Vuelven los dioses -dijo Moctezuma-
Las profecías se cumplen. No habrá oro
capas de refrenarlos. Del azteca
quedarán sólo el llanto y la memoria.

Doña Marina

Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero, los náufragos,


hicieron vida con la tribu,
aprendieron la lengua maya. Gonzalo
tuvo mujer, engendró hijos. Aguilar
exorcizó todo contacto, rezó el rosario
para ahuyentar las tentaciones.

Llegó Cortés y supo de los náufragos. Gonzalo


renunció a España
y peleó como maya entre los mayas. Jerónimo
se incorporó a los invasores. Sabía la lengua,
pudo entenderse con la Maliche, que hablaba
también maya y mexicano.
A estos traductores
debemos en gran parte
la conquista y colonia, el mestizaje
el enredo llamado México, la pugna
de hispanismo e indigenismo.

Crónica de Indias

Después de mucho navegar por el oscuro océano amenazante


encontramos
tierras bullentes en metales, ciudades
que la imaginación nunca ha descrito, riquezas,
hombres sin arcabuces ni caballos.
Con objeto de propagar la fe
y quitarlos de su inhumana vida salvaje,
arrasamos los templos, dimos muerte
a cuanto natural se nos opuso.
Para evitarles tentaciones
confiscamos su oro;
para hacerlos humildes
los marcamos a fuego y aherrojamos.
Dios bendiga esta empresa
hecha en su nombre.

Fue cuando hicimos los de Tlatelolco


armazones de hileras de cráneos
En los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están espacidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.
Gusanos pululan por calles y plazas,
y en las paredes están salpicados los sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
y cuando las bebimos,
es como si bebiéramos agua de salitre.

Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe


y era nuestra herencia
una red de agujeros.
Con los escudos fue su resguardo,
pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad.
Hemos comido palos de colorín,
hemos masticado gama salitrosa,
piedras de adobe,
lagartijas,
ratones, piedra en polvo,
gusanos…

Se nos puso precio.


Precio del joven, del sacerdote, del niño
y la doncella. Basta:
de un pobre era el precio dos puñados de maíz,
solo diez tortas de mosco,
era nuestro precio veinte tortas de gama salitrosa.
Oro, jades, mantas ricas,
plumajes de quetzal,
todo eso que es precioso,
en nada fue estimado.
Ya todo acabó aquí
Y acaso es disposición de Huitzilopochtli
de que ya nada suceda

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