Está en la página 1de 18

Las elites políticas

Por G. Bidart Campos

ELITISMO Y FENOMENOS AFINES


Los diccionarios que incorporan el vocablo suelen decir que “elite” es la parte
mejor y más seleccionada de un grupo o conjunto de personas; o sea, una clase de
personas que sobresalen y se colocan por encima del resto.

La elite es una categoría o índole de personas sobresalientes en determinado


sector o actividad social.

No hay ni puede haber gobierno del pueblo, porque el pueblo no gobierna ni se


puede gobernar a sí mismo, ni directamente, ni por medio de representantes. Cuando
hablamos, a caso, de gobierno popular, o gobierno mayoritario, sólo aludimos
metafóricamente a un gobierno que adopta o sigue una linea populista, o que cuenta con
adhesion mayoritaria de partidos o fuerzas socio-políticas. Y nada más, porque el
gobierno es una estructura o un aparato que, en su dimension fáctica o sociológica, se
reduce a un pequeño grupo de hombres que son los titulares o detonadores de poder.

La totalidad del pueblo o la mayoría nunca gobierno, sencillamente porque lo


imposible no es del dominio de la política -decía Alberdi-; o sea, porque no pueden
gobernar. El elitismo enseña, entonces, que “los menos deben gobernar porque de hecho
lo hacen, y, en términos más suaves, de que siendo pocos los que pueden gobernar, los
más no gobiernan ni lo harán nunca”.

Las voces “elite” y “elitismo” han adquiriendo en algunos sectores resonancia y


significado peyorativo. Los términos parecen aludir, dentro de esa estimativa, a
fenómenos sociales aristocráticos, minoritarios, de privilegio, de cristalización, etc.

En toda sociedad hay polielitismo, es decir, muchas elites según los ámbitos de
adscripción. Así, puede hacerse mención de una elite intelectual, una elite sindical,
económica, militar o política. Es factible asimismo que haya más de una elite por
perímetro. Las distintas areas como la ciencia, la literatura, la poesía, la religion, la banca,
etc. No son elites, pero engendran elites. El grupo de que se trata produce, como por
secreción interna, otro grupo -éste si minoritario- que se desprende del conjunto, que
descuella, que inviste conducción, que da el tono que se destaca por su activismo, o por
su vocación, o por sus méritos, o por su audacia, o por su espíritu aventurero, o por su
mayor poder, o por su influencia, ese. Esta descripción empírica engloba, a elites buenas
y malas. Hasta en el orbe de la delincuencia se erigen elites.

Hombre más grupo hacen elite. Podría también hablarse solamente de un grupo.
Numéricamente, es minoría. Cualitativamente, dispone de energía o poder social para
dominar y predominar sobre el resto. Está en condiciones de adoptar decisiones y de
marcar improntas, a veces en el merco estrecho de su público, otras veces en proyección
hacia otros públicos y hacia toda la sociedad. La distancia hasta donde se expanda la
influencia dependerá de factores variables pero, cualquiera sea ese eco peyorativo, será
pequeño el círculo desde donde la proyección se irradie.

A veces la palabra elite se emplea para diseñar al grupo donde se recluta el elenco
de los gobernantes. Otras veces se llama elite a la misma minoría gobernante,
involucrando en ella al titular del poder más los “ad-lateres” que comparten y apoyan su

1
plan, su ideología, su acción. En ocasiones se extiende la palabra al fenómeno de todas
las fuerzas políticas que prestan sustento y apoyo inmediato al poder.
En todo este abanico de sentidos se observa que el elitismo político se endereza al
hecho final de la toma de decisiones, en acto o en potencia: quién las toma, y de dónde
ha surgido ése que las toma.

“Dirigir” políticamente significa asumir el mando, planificar el sistema, programar


fines y medios, vertebral su ideología, conducir a la comunidad, obtener obediencia,
ejercer el poder con eficacia, retenerlo, procesar favorablemente el consenso de los
gobernados y de las fuerzas colectivas determinadas, etc. Si así es la cosa
esquemáticamente, podemos coincidir en que la locución dirigencia política expresa al
hombre o al grupo minoritario que más o menos hacen todo lo antes señalado.
Estrictamente, a los titulares del poder, a los gobernantes. Pero como la realidad política
no es tan fría como las descripciones formales la captan, dirigencia política es, a la vez y
además, el equipo seguramente más amplio donde otros personajes y grupos pequeños
tallan y gravitan con predominio efectivo sobre el círculo de poder. Hombres y grupos
inciden de algún modo con preponderancia en la conducción política a cargo del titular
de poder, y participan con cierto activismo en sus decisiones de conducción.

Clase política es un estrato o grupo de hombres. La “clase” política aludiría a la


“clase” o categoría de hombres que se preocupan y hacen política de un modo intenso,
estén o no en ejercicio del poder. Indudablemente, la primera “clase” de individuos que
hacen y protagonizan política es la de quienes gobiernan, porque hacen política es la de
quienes gobiernan, porque hacen política para llevar a cabo el plan o programa que de
acuerdo a su ideología han escogido. Y esa política la hacen tomando en cuenta a una
segunda “clase” de personajes que hacen política compartiendo activamente la del
sector oficial. Esta segunda “clase” o categoría es la de aquéllos que forman cinturón y
contorno alrededor del poder oficial con toda la gama de que esa composición es
susceptible en cada momento. Viene a continuación una tercera “clase” o especie de
hombres que hacen política activa: el cuadro directivo de los partidos de control y de
oposición, de las fuerzas que no militan al lado del poder oficial, de los sectores que
marcan antagonismos profundos con él.

La clase política se integra, pues, con nombres y grupos de diferentes ámbitos y


extracciones. De políticos habituales y de políticos de ocasión se forma en cada
momento la clase política que, por lo expuesto, comprendemos como variable y
renovable en algunos de sus ámbitos. Que la clase política varía y se renueva en su
composición quiere decir muchas cosas: que quienes forman parte de ella, aun siendo
los mismos durante mucho tiempo, no hacen siempre lo mismo ni están en la misma
posición. La variación y el cambio provienen de la incorporación al elenco político de
hombres y grupos hasta entonces despojados de roles políticos de participación, o del
hecho de rotar los partidos en el poder, o de la conveniencia que el activismo político
depara en tal o cual coyuntura, o del abstencionismo y la retracción que como signo de
condena suelen practicar algunos políticos y partidos, o del ostracismo que la
proscripción de otros suscita, o del “arribismo” de quienes buscan ventaja política o
prebenda económica. La cristalización o un endurecimiento de la clase política significa
que un grupo o partido empinado en el poder impide u obstaculiza el acceso de otros,
pero no que necesariamente sean siempre las mismas personas las que hacen política.

La renovación de los gobernantes, los vaivenes y las querellas intrapartidarios, el


cambio de las generaciones, etc., implican un movimiento en el seno de esa única elite
que sigue siendo la misma pero sufre sustituciones en la persona de sus integrantes. Lo
2
que sin duda queda fuera de la clase política es el conjunto multitudinario de los
gobernados o, si se prefiere, la masa.

El margen de la clase gobernante es más angosto. En la clase gobernante


estrictamente, el elenco se replegara solamente sobre los titulares del poder oficial.

Lo que sí parecería escapar de las fronteras de la clase gobernantes sería el grupo


político de adversarios y opositores. Oposición puede haberla, institucionalizada en un
cuerpo deliberativo, consultivo y aún ejecutivo, compartiendo la actividad de ese cuerpo
al lado de los “oficialistas”; oposición puede haber en coordinación, colaboración y
entendimiento con quienes ejercen el poder.

Clase dirigente es la categoría de hombres que disfruta de todo el espectro de


posibilidad: que manda, que obtiene seguimiento, que pliega a sí las adhesiones ajenas.
Pero clase dirigente no sería, posiblemente, tan sólo la que ahora y aquí dirge en “en
acto”, sino además la que potencialmente está en condiciones de dirigir. Y también
aquella clase de donde surgen o pueden surgir los dirigentes en acto, de hoy y del futuro.

Con un acepción o con otra, la dirigencia política, la clase política, la clase


gobernante, la clase dirigente, son siempre elites. Y lo son porque cuantitativamente se
reducen minoritariamente. Pero no solo por el número, sino también por lo que hace; y
porque solo pueden hacerlo unos pocos. Cantidad y función dibujan, pues, la fisonomía
de las elites.

Se debe aclarar que también hay gobernados en algunos rincones de los


cenáculos del elitismo. A los gobernados que están al margen de las elites políticas y que
son la mayoría (“la masa”) hacen política, sin duda, aunque no son elites, aunque de su
seno podrán surgir hombres y grupos que ingresen más tarde a las elites.

En el elitismo existe una ósmosis que, pese a la escasa o nula rotación de las
elites en algunos lugares y ocasiones, permite detectar nuevas incorporaciones y
migraciones. La elite puede ser la misma, pero alternar sus componentes.

———

Negar la existencia de la clase política o dirigente implica un juicio de valor y no


una comprobación empírico-descriptiva: quiere decir que la clase dirigente es mala, o,
para ser más claros: que la clase dirigente que hay no es la que debería haber.

Pero no puede dejar de haber elites por la sencilla razón de que lo que ellas hacen
no lo puede hacer la masa. Esa actividad, para ser satisfactoria, para ser buena, para ser
eficiente, ha de ser cumplida por los que tienen capacidad, por los mejores, por lo más
expertos. O saque la elite necesariamente presente debe formarse seleccionadamente.

Cuando en rigor no hay una debida selección estamos ante la perversion de la


elite, ante la elite mala.

Una vision equivocada repudia el elitismo. Por consiguiente, propicia y persigue su


desaparición, su abolición. Fundamentalmente por dos razones: la una, porque no
pudiendo ser las elites sino minoritarias, siente aversion al hecho de que sean unos
pocos quienes las constituyan y quienes cumplan la función propia del elitismo; la otra,
porque la superioridad y el predominio que las elites importan les huele a privilegio, a
3
hegemonía injusta. En general, el populismo pregona la dilusión de las elites y su
reemplazo liso y llano por la masa.

Los populismos proclaman que la superioridad de las elites erige una jerarquía
opresiva y artificial, lesiva de la igualdad y la dignidad de todos los hombres. Y no
comprenden que la superioridad de que aquí se trata no implica para quienes no son elite
una inferioridad en servidumbre ni en menor dignidad.

Afirmar la superioridad de las elites no equivale a decir que sus integrantes son o
valen más que los otros, que la masa. Significa afirmar que tienen una función y un rol
distintos.

El tejido social, la estructura sociopolítica es, por esencia, polivalente, y no todos


están llamados a hacer la misma cosa, porque la diversidad de situaciones y de roles
convoca a unos a un quehacer y a otros a otro. En esta convocatoria, las elites están
llamadas a conducir, a dirigir, a ser elites, y no masa.

Azuzar al pueblo para que arrase las elites y para que en su multitud las
reemplace, es atropellar una ley empírica de regularidad y permanencia constantes que
constata siempre y en todas partes la existencia de una minoría que conduce y dirige a la
mayoría.

Lo repudiable de ciertos elitismos no radica en la existencia de las elites, sino en el


hecho frecuente de que esas elites no son como deben ser. Y no son como deben ser
cuando se enquistan sin selección ni movilidad; cuando coartan el ingreso de elementos
capaces a los que marginan por razón de linaje, raza, ideología, etc.

Un imperativo de justicia para que las elites sean como deben ser pregona que
quienquiera tenga capacidad, vocación, pericia y mejor idoneidad que otros, ha de tener
acceso a las elites, venga del estrato social de donde viniere, sin discriminación de signo
odioso o arbitrario.

El descrédito de las elites se deben, en parte, a que la conciencia elitista


contamina a los hombres que forman elites haciéndoles creer que por el mero hecho de
constituir la elite valen más que los otros. Por otro lado, el reclutamiento se ha efectuado
a veces sobre la base de títulos indebidos, entre los que no poca relevancia ha tenido la
riqueza. En tercer lugar, la “ley férrea” de Michels ha hecho a las elites proclives a
desvincularse de los gobernados y a cercenar la participación política. En cuarto orden, el
mismo vocabulario es trasunto fiel de la representación que cada sociedad pueda tener o
tiene de las elites. En suma, de una tipología que ha confrontado en sus comparaciones
elites viciosas, se ha llegado al desprestigio general de todas las elites y al juicio
valorativo condenatorio de todo elitismo, indiscriminadamente.

POLIELITISMO
La elite política no es tan sólo el puñado de detentadores del poder oficial en un
estado. Trasciende el grupo de titulares del poder en un acompañamiento de contorno.
Por eso, elite política y clase gobernante no se identifican: la clase gobernante es elite, es
una elite, pero no la única. Otras elites políticas preparan su surgimiento. Son elites no
gubernamentales o no oficiales, a las que quizás algún sector de la doctrina llamaría
semientes o exoelites.

4
Polielitismo en sentido social significa que en toda sociedad hay numerosas elites
distribuidas en los variados sectores de actividad. Cuando hablamos de elitismo político,
“polielitismo” quiere decir que además de la elite oficial hay otras elites (exoelites)
también políticas.

La elite oficial se descompone en una elite gobernante -los detentadores del


poder- y una o más elites de adhesion y apoyo (endoelites).

A estas elites ha de acoparse cualquier elite no política que en un momento dado


se politiza. Y se politiza cuando, a favor o en contra del poder oficial, asume y despliega
una actitud política. Tales elites no políticas entran en la orbita de la política como elites
politizadas, y aparecen de alguna manera y con alguna presencia en la formulación de la
política oficial del poder.

Que el orbe político aloja varias elites políticas surge, sin duda, del pensamiento de
Mosca.

De los grupos carentes de representación en la clase gobernante podían surgir


ahora elites propias porque, como consecuencia de su aislamiento, se forma
necesariamente dentro de las clases inferiores otra clase gobernante o minoría dirigente.
Encontramos en Mosca la afirmacion de que le será difícil a la clase dominante con el
transcurso del tiempo impedir que se formen otros elementos dominantes fuera de la
clase gobernante existente. Mosca vislumbre lo que nosotros llamaríamos la índole o
naturaleza del proceso político. Sostiene que cuando la aptitud de dirigir y ejercer el
control político deja de ser patrimonio único de los gobernantes y pasa a ser bastante
habitual entre otras personas, y cuando fuera de la clase gobernante se forma otra clase
que se ve privada del poder pese a ser capaz de compartir las responsabilidades del
gobierno, las fuerzas sociales son capaces de crear sus propias elites (exo-elites).

Como siempre hay, al margen de los detentadores de poder, quienes estiman su


propia capacidad como superior. Estas elites no gobiernan, pero aspirar a gobernar, o a
participar activamente en el proceso político, o a influirlo, etc. El proceso político se
convierte, así, en una lucha en sentido muy amplio, con participación de las elites, dentro
y fuera de la minoría gobernante.

En los sistemas de poder cerrado, la clausura y cristalización de la elite oficial


parece fomentar el exoelitismo que pretende una rotación o un cambio; en los sistemas
de poder abierto, la flexibilidad que permite reflejar en la elite oficial a las demás elites
emergías de las fuerzas sociopolíticas de la comunidad, también propende a su
existencia y a su actuación, aunque las razones y los móviles puedan diferir de los que
impelen al exoelitismo de los sistemas cerrados. El exoelitismo existe en toda sociedad
en mayor o en menor grado. La elite oficial y las demás elites actúan como hilo conductor
del proceso político.

Se ha sostenido a veces que la elite es el grupo de individuos que dispone de


mayor poder en una sociedad. La dosis o el monto grande de poder sería, entonces,
definitorio del elitismo.Y esto ya nos parece falso, porque el poder político como
elemento integrador del estado o régimen político es una energía o capacidad de acción
que se sitúa y se pone en acto y ejercicio sólo por impulso y actividad de los
detentadores o titulares del poder, del poder “oficial”. Ese circulo será, acaso, el de la
elite gobernante

5
Tener poder y ser elite no es, pues, sinónimo. La elite es nada más y nada menos
que la minoría que toma las decisiones o que gravita fuertemente en ellas. Puede ocurrir
que el poder de la elite derive alguna vez del poder difuso en la masa a la cual dirige,
pero mientras falte la minoría que comande y que, real o potencialmente, asuma la
dirigencia, no habrá elite.

Se puede, entonces, tener poder social sin ser elite, y se puede ser elite política y
no tener poder político sino fuerza política.

Las elites políticas no son necesariamente las que poseen poder político dentro
del régimen. Sólo una lo tiene: la elite gobernante. Las demás tienen fuerza política, y
acaso influyen sobre el poder político, pero no lo detenta. Lo que las elites políticas no
gobernantes pueden tener y tienen es un poder social con fuerza política, un poder social
politizarle o politizado por su interacción e intersección respecto del poder oficial.

Que las elites sean dominantes tampoco significa que gocen de poder político.
Dominar o predominar tiene, en el caso de las elites, su clara connotación etimológica.
Las elites son minorías dominantes porque conducen, socializan sus criterios y sus
conductas, forman e impelen opiniones públicas, gravitan en las valoraciones de la
comunidad y, a veces también mandan o ejercen el poder político. En todo régimen hay y
debe haber una diferenciación y una jerarquía entre los individuos y los grupos que
componen el tejido social. Esa diferenciación y esa jerarquía dan origen a relaciones
políticas que se entablan entre los miembros de la comunidad organizada. Provoca
también la estratificación de elites y masas con el consiguiente resultado de que las
primeras se imponen a las segundas.

El surgimiento de las elites políticas, comprendiendo al fenómeno de aquella elite


que es gobernante, obedece a la naturaleza de las cosas. En toda sociedad hay unos
hombres que se destacan sobre los demás; aveces se perfilan por su aptitud, por su
condiciones personales, por ser expertos, etc.; otras veces, por su atrevida codicia
consiguen su propia promoción. Lo que unos y otros creen y se representan es la
superioridad anidada en el papel que esos hombres cumplen o pueden cumplir
colectivamente. Hay, pues, aquí, un ingrediente sicológico. La fórmula política significa
precisamente que en todas las sociedades la clase gobernante justifica su poder
apelando a sentimientos o creencias generalmente aceptados en ese período y en esa
sociedad. La vision que tiene la sociedad es la que rodea a esos hombres de la
investidura necesaria para formar elites. Quienes forman elite no la forman únicamente
por la fuerza, la violencia, la propia conciencia de una supremacía, etc., sino además y
también por la respuesta social favorable.

Sin embargo, no puede pasarse por alto el fenómeno de las elites políticas que,
por motivos diversos, subsisten en el ostracismo, en la clandestinidad o en la abstención,
sin que una representación colectiva las tenga por lo que son, o, a veces, hasta sin que
se las conozca. No cabe duda que éste es un caso anómalo de patología política.

Tales elites no disponen de una apertura política para la propaganda, ni para la


formación y difusión de opiniones públicas, ni para el proselitismo. En su pequeña
dimension retienen la posibilidad de seguimiento social, aunque más no sea futuro, y la
viabilidad de engendrar resistencias al régimen, o conservar incontaminadas las
ideologías que el régimen persigue, o preparar la dirigencia de recambio para el día en
que ese régimen sea abatido, etc.

6
LA COMPOSICIÓN MIXTA DEL RÉGIMEN POLÍTICO
Un régimen político apareja un quehacer político, una trama de comportamientos,
relaciones y procesos políticos en torno de una dualidad irreductible e inexorable: la de
quienes gobiernan y la de quienes son gobernados. Aquel quehacer político demanda
una coordinación, necesita y tiene un orden. Y el orden se ensambla con una estructura,
una organización, un principio que le da forma.

En el régimen político como quehacer o actividad reconocemos una empresa


política, o sea, una operación de conjunto y colectiva donde lo que se hace se hace en
común, con cooperación, participación y solidaridad de muchos. Presupone un proyecto
o plan, equivalente a un programa. A ese proyecto concurren numerosos factores y
fuerzas, a veces no previstos al comienzo; y concurren también las oposiciones, las
divergencias, las resistencias, y hasta la lucha hostil. Y este plan tiene quicio en una
ideología que valorizada es un factor de movilidad y dinamismo para impulsarlo.

El régimen político no puede evadir la jefatura o dirigencia. Para existir y subsistir,


todo régimen precisa gobierno, necesita que alguien mande a los demás. Quienes
detentan la jefatura o el gobierno son quienes en acto ponen en ejercicio el elemento
poder: el poder político del estado y en el estado.

La elite política gobernante, dirige y manda con un pensamiento rector extraído de


la ideología que insufla al plan o proyecto. El que manda y dirige necesita un mínimo de
saber, un mínimo de capacidad, un mínimo de arte y técnica adecuadas a lo que hace y
pretende hacer. Si no dispone de ese mínimo, a la larga o a la corta fracasa.

Nadie se adelante a la impresión falsa de que esta mayoría obediente es pasiva,


sumisa, etc. El adjetivo dominante tiene que despojarse de toda connotación que lo
acerque al sentido del “manipuleo”, para traducir tan sólo la noción de un hecho de
poder social, de conducción, de jefatura.

Entre esa elite gobernante y la masa de los gobernados ¿no se interpone nada, no
hay ningún puente o nexo? A veces, la impresionante y desbordada personalidad
carismática de un líder que electriza a la masa nos coloca ante el hecho del contacto
vital, emocional y espontáneo de un jefe con la multitud sin intermediario alguno. Y eso
es cierto. Lo que no es cierto es derivar de tal fenómeno la afirmación de que ese líder
ejerce su poder personal desde el ápice del gobierno sin que entre él y el pueblo haya un
grupo más o menos reducido que le proporcione apoyo en forma activa, intensa y
permanente.

Esta elite no es, propiamente, elite gobernante, pero sí una elite política dentro de
la elite oficial. Todo gobernante la tiene, aún el más autócrata, el más tirano, el más reacio
a compartir nada.

Ese circuito está compuesto por la dirigencia minoritaria y por los cuadros activos
de ciertos grupos, variables según sea la poliarquía social en el tiempo y en el espacio: el
estrato alto de un partido político al que pertenece el gobernante; la dirigencia sindical; el
elenco superior de la burocracia; la conducción del poder económico o empresario; la
jerarquía de la fuerza armada o de una iglesia; la cúspide de la clase intelectual, o de la
burguesía, o de los terratenientes, o de los proletarios. El número y el rol los convierten
en elite.

7
Dado que por la cantidad siempre son pocos, este elemento estructural e
integrador de todo régimen que actúa alrededor del gobernante expresa un ingrediente
aristocrático o un ingrediente oligárquico. La categoría intermedia es como el colchón o
almohadón donde reposa la fuerza más activa del poder personal que detentan quienes
gobiernan.

Todo régimen presenta la mixtura de la clase o elite gobernante, de la elite activa e


influyente que es intermediaria entre aquélla y la multitud, y del pueblo o comunidad
gobernada. Todo régimen es, entonces, mixto por esencia y naturaleza.

De esta elite intermedia, depende el éxito del líder.

Si la elite gobernante la denominamos “poder personal”, o poder político


titularizado, o gobierno; si la elite adherida a él en los basamentos del poder la llamaos
elite oficial, o elite política aristocrática u oligárquica, o endoelite -los ad-láteres-; y si a la
comunidad gobernada la rotulamos mayoría o masa, la trinidad de sectores se escalona
en una pirámide, dentro de cuyo marco las fuerzas de acción y de resistencia operan con
un dinamismo y una movilidad continuas, compensándose y equilibrándose.

No hay gobernante alguno que pueda transformar en energía de poder la adhesion


masiva sin el cerco de apuntalamiento de su séquito adyacente. Los “partidarios” del
gobernante pueden estar en cualquier parte, pero necesariamente un número reducido
de ellos ha de concentrar la fuerza de apoyo con cierta densidad alrededor del poder.
Cuando esa fuerza de apoyo se desgasta o empobrece es sustituida por la que están en
condiciones de ofrecer otras elites u otros grupos de hombres que hasta ese momento
no formaban parte de ninguna.

Tal elite, siempre influyente y activa, puede a veces apuntalar la fuerza y el poder
personal de la jefatura gobernante. Pero puede a veces suplir la escasa fuerza personal
de quien gobierna. Asimismo, la elite adyacente puede acumular ambiciones de poder
ascendente en contra del gobernante al que sirve de soporte, lo que obliga a éste a
renovarla en su composición humana y buscar en otras elites y en la masa una dosis de
energía capaz de impedir su desplazamiento personal; si no la encuentra, el desequilibrio
significará, seguramente, la victoria de los aspirantes al poder.

Las elites políticas que no comparten el círculo arrimado al poder y que, por
consiguiente, tampoco
se sitúan como peana
del gobernante,
siguen siendo elites
(exoelites), pero en
otro estrato. Parece
que su sitio está en la
c o m u n i d a d
gobernada, aunque no
sean masa.

8
Las elites modifican su composición humana, aunque más no sea por el
transcurso del tiempo que envejece y mata a los hombres. Las elites también varian su
composición por decision voluntaria, cuando expulsan o desplazan a dirigentes por
razones diversas y los reemplazan por otros. Las elites pueden asimismo transitar por
metamorfosis ideológicas.

LA CLAUSURA DE LAS ELITES


Una misma elite sin recambio ideológico, o sin renovación de sus miembros
durante un largo tiempo, o con renovación intrascendente, que por lapsos prolongados
copa la cúpula del poder, es una elite cerrada. Quiere decir que no fomenta el acceso de
nuevo hombres, o que margina a determinados grupos, o que perpetúa la selección de
los gobernantes dentro de su elenco, o que se acopla a un partido único o dominante
que se siente la única capacitada, o que una conciencia elitista exagerada la lleva a
menospreciar a otras elites políticas no oficiales, o cambie, que esa sociedad es anémica
y no engendra la rotación normal de las elites.

En comunidades con organizaciones políticas precarias o de reciente dada -por


ej.: países recién descolonizados o emancipados, o de culturalmente escasamente
desarrollada- se suele tardar un buen tiempo en el surgimiento natural de un polielitismo.
Ello da origen a que la elite oficial detente durante muchos años la ubicación próxima al
poder.

La falta de universidades, de prensa pluralista, de partidos políticos bien


organizados e integrados, el alto indice de analfabetismo, los residuos tribales, la
concentración del poder económico, etc., pueden ser causas de impedimento o retardo
para la incubación de nuevas elites, y de permanencia cristalizada de una sola, a veces
sin que quepa adjudicarle a ésta toda o la única culpa de su monopolio.

Lo que debe hacerse es estimular las condiciones de recambio futuro, que


presupone el estímulo equivalente para la formación polielitista. No obstante, las
estrategias elitistas de cristalización y endurecimiento oligárquico tienen su tiempo
contado. Tal vez no llegue a ser sustituida pero al menos sufrirá un recambio en los
hombres que la integran.

Sociológicamente, se puede insinuar como una ley histórica que describe la


regularidad del fenómeno, la que señala el desgaste progresivo de las elites en su función
de acompañantes del poder oficial. Paralelamente, otra ley histórica nos enseña que la
falta de porosidad de esas elites para dar recepción a miembros nuevos, precipita su
declinación y, a veces, su desplazamiento. La decadencia se produce a partir del instante
en que esa representación se esfuma.

Elite abiertas son las que, en acto o potencialmente, se muestran receptivas al


acceso de hombres y grupos provenientes de otras elites o de las no elites, en tanto su
talento, su ideoneidad o cualquier otro título les sirvan de trampolín de ascenso.

Las elites que no saben asimilar y digerir los procesos de cambio, movilidad y
ascenso en la estratificación social son elites enquistadas. Su impermeabilidad les impide
reflejar las fuerzas sociales que cambian en el espectro político.

Toda barrera que pone tropiezo al ingreso de nuevos hombres es síntoma de una
falla en las valoraciones colectivas y en la misma estructura social.
9
La apertura de la dirigencia política está íntimamente ligada a dos tipos de poder:
poder abierto y poder cerrado. El primero presupone una sociedad pluralista, poliárquica,
con diálogo, sin uniformidad provocada, en la cual sociedad hay tolerancia, posibilidad
de cambio, movilidad, competencia y confrontación de opiniones y de fuerzas, controles
y revisiones. El poder cerrado, al contrario, se maneja con una representación de
unanimidad que inspira los unicatos y monopolios; pueden ser aristas de su perfil el
partido único o dominante, la intolerancia, la persecución, el fraude electoral, la ausencia
o disminución de competencia leal entre opiniones y fuerzas actuantes.

El poder cerrado juega con la predestinación política: hay elegidos y réprobos. Lo


que predestina es la pertenencia al estrato donde la elite dominante se recluta.

Siempre la elite política colaboradora del gobernante se forma por selección, tanto
cuando el sistema es de poder cerrado como en el caso de serlo de poder abierto; lo que
difiere es el título que sirve de base para seleccionar. En el poder cerrado, sólo tienen
título los predestinados. En el poder abierto, lo tienen o pueden tener, potencialmente,
todos y cualquiera. La apertura que teóricamente describimos de esta manera funciona
también en el marco de ciertos condicionamiento. Un ejemplo de esto es que la chance
de quienes son copartidarios resulta, sin duda, un handicap para el acceso en relación
con quienes no lo son.

En el sentido etimológico de la palabra, es difícil que la elite sea “aristocrática” en


el poder cerrado y es frecuente y fácil que se torne “oligárquica”, a menos que el régimen
de poder cerrado se estructure inicialmente agrupando a los mejores desde el punto de
vista ético y técnico.

En suma, mientras la elite del poder cerrado es fundamentalmente estática, la del


poder abierto dispone de dinamismo y circulación. Estática no quiere decir que
políticamente sea inmóvil, porque nada es inerte en el orbe político. Decimos que es
estática porque no deja margen a la rotación o al recambio.

Las elites huérfanas de intelectuales y expertos nunca pueden ser buenas; por
eso, el poder cerrado que excluye a intelectuales y expertos de ideología diferente al
personal gobernante no siempre encuentra individuos de similar calidad en las filas
adictas, y echa mano de otros de calidad inferior, o los improvisa mediante una selección
que acude a títulos sin jerarquía.

ESQUEMA TIPOLOGICO

A) La formación de elites se cierra rígidamente a favor de determinados grupos o


estratos, con exclusion total y absoluta de las personas provenientes de otros
sectores. (El elitismo queda reservado en forma hermética. La renovación es
endógena. No se puede pasar del estrato excluido al estrato con capacidad política.
No hay movilidad, etc.). Un ejemplo son los casos de conquista o colonización que
excluyen al elemento autóctono: esclavos; plebeyos; apartheid; antifemismo.

Lo fundamental es la hermeticidad de dos áreas entre las cuales hay una


discriminación total y una barrera de incomunicación. Decimos, entonces, que el
elitismo está cristalizado porque aunque cambien los hombres que forman la elite, su
reclutamiento siempre se lleva a cabo dentro del separatismo hermético. La
10
renovación posterior y sucesiva de las elites así compuestas son endógenas porque
sus integrantes cambian con personas del mismo sector originariamente favorecido.

B) Las elites se forman con personas de cualquier estrato de la sociedad, pero a través
de determinados canales de acceso que piden ser:

1) De un solo tipo (por ej.: partidos políticos -uno o varios-)

2) De varios tipos (por ej.: partidos, fuerzas armadas, sindicatos,


grupos empresarios, etc.)

Dichos canales, a su vez, pueden funcionar:

a) Con apertura (por ej.: si hay varios partidos políticos)

b) Con hermeticidad (por ej.: si hay un solo partido)

c) Con preponderancia (por ej.: si hay un partido dominante)

Nadie está a priori marginado en el eventual ingreso a las elites. Pero para
ascender a las elites, hay que integrarse previamente a alguno de los canales de acceso
y transitar por él. Los canales que llevan a la elite pueden ser de un tipo único o pueden
ser de varios tipos.

Tales canales exhiben a su vez características plúrimas:

a) Puede haber apertura a través de varios canales, aunque quizás todos ellos
respondan a un tipo único; por ejemplo: sólo los partidos.

11
b) Puede haber apertura a través de varios canales de tipo distinto entre sí; por
ejemplo: varios partidos y, además, los sindicatos, los cuerpos profesionales,
etc.

c) Puede no haber apertura sino hermetismo; esto significa que el acceso elitista
extendiendo a todos y actualizado por los ya referidos canales, se cierre
duramente en uno solo o en varios, de tipo único o compartido, con exclusion
de otros. El hermetismo en el embudo de los canales no llega a seccionar a la
sociedad en dos áreas discriminadas absolutamente.

12
d) Puede no haber ni apertura ni hermetismo en los canales de acceso, sino
preponderancia de uno o de varios del mismo tipo o de tipo compartido.

C) La elite se forma con personas de cualquier estrato de la sociedad, que no requieren


llegar a través de canales determinados, pero una vez que la elite se forma, se
condesa en ella la capacidad política y se separa del resto; es decir, no queda abierta.
La ausencia de canales previos de ingreso parece aflojar bastante el esquema,
porque se accede a la elite directamente. En cambio, la dureza surge una vez que la
elite está integrada, porque al escindirse del conjunto social, sólo se renueva
endógenamente entre sus propios componentes.

La monopolización del estamento elitista así configurado lo convierte en detentado


de una capacidad específica tan concentrada que inhibe la rotación ulterior. Diríamos que
se produce algo así como un profesionalismo elitista.

D) El esquema es prácticamente idéntico al del caso anterior (C), difiriendo sólo en un


matiz: la elite formada sin canales de acceso se limita a adquirir preponderancia en
vez de hermetismo. Más que separarse del conjunto social, se distancia sobremanera
del él.

E) En el conjunto social hay integración de todos los sectores y posibilidad de que todos
accedan a las elites. Por ende, ninguna discriminación apriorística amuralla a un
estrato en relación con otro u otros, pero fácticamente esa apertura posibilitada a
cualquiera se circunscribe a favor de un sector o de pocos, en virtud de situaciones
de hecho. La viabilidad de capacidad y actividad deparada teórica legalmente a todos
los individuos no se actualiza en igual dimensión, a causa de:

1) La supremacía cultural de un grupo respecto de la inferioridad de otros.

2) La falta de conciencia o apetencia políticas de determinados estratos.

3) La capacidad reservada a quienes tienen dinero, riqueza, linaje, prestigio


social, status, etc.

13
EL ELITISMO EN LA RECIPROCIDAD DE “MANDO Y OBEDIENCIA”
Pareciera que la disección sociopolítica de quienes mandan y quienes obedecen,
de los que gobiernan y los que son gobernados, colocara a la mas no elitista en la no
participación, en la indiferencia, en la apatía.

El espacio político es muy amplio y contiene casilleros y reductos para una


multiplicidad de actividades políticas con roles diferentes. La masa o “no-elite” goza de
movimiento político en aquel espacio. Lo malo es que la masa pretenda hacer lo que le
toca hacer a las elites; que una estratificación rígida trabe o dificulte la posibilidad de que
hombres o grupos de la masa se incorporen a las elites existentes o pasen a formar
nuevas elites.

Si al elenco gobernante le atribuimos la jefatura y la conducción, y a la elite que


con él colabora (endoelite) le asignamos el seguimiento inmediato de la ideología y del
plan para hacer de su sustento al poder personal, a la masa le imputamos genéricamente
lo que llamamos obediencia. En todo régimen político hay una obediencia promedio en la
comunidad gobernada. De lo contrario no funcionaría.

La función de mando-obediencia es visceral en un sentido sociológico porque


articula esencialmente al régimen político. La relación es de dominación y un fenómeno
de poder social. Es una relación política porque político es el régimen y porque política es
la organización que llamamos estado.

En el régimen hay uno o pocos que mandan. Y mandan a alguien, a algunos, a


otros, a muchos, a la totalidad de los gobernados. Pero quien es mandado no es un
autómata sino un hombre, no actúa a resorte sino con su albedrío y su voluntad, por más
que a veces quien manda lo amenace o lo coacciones. Un margen de posibilidad para no
obedecer siempre existe.

Lo que hace quien manda es mandar; lo que hace quien es mandado es,
normalmente, obedecer. Pero con “obediencia” no apuntamos a un fenómeno de total y
absoluto cumplimiento de lo mandado, sino a lo que ahora llamaremos un mínimo de
respuesta habitual y generalmente favorable en la conducta promedio de los gobernados
tomados en su conjunto total. Lo que hace el gobernante lo hace porque dispone de un
cierto consenso, un cierto asentamiento, un cierto acatamiento: lo hace y lo puede hacer
porque es obedecido. Y es en esa interacción de gobernante y gobernados donde se
combina la actividad de ambos y donde se integra el quehacer político compartido.

La actitud favorable como respuesta promedio por parte de los gobernados es


imprescindible para que la relación de mando funcione. Un poder desobedecido
totalmente se fruta.

Entre “obediencia-desobediencia” se trama una vasta red de situaciones


intermedias. A veces, la respuesta favorable es totalmente favorable: quien obedece lo
hace por un íntimo convencimiento, por una adhesion interna, por una convicción que lo
torna solidario con la persona del gobernante o con la bondad y justicia de lo que el
gobernante manda. Lo mismo ocurre cuando quien obedece reconoce fielmente la
legitimidad en el título de quien gobierna. Otras veces y en otros ámbitos la obediencia se
presta por hábito o por conveniencia. En otros casos la obediencia general se obtiene por
temor o bajo amenaza, o directamente se arranca con la violencia y la fuerza.
El gobernante que consigue obediencia espontánea no precisa acudir a la
amenaza ni a la fuerza. Su dosis de poder es más amplia y más eficaz. Obliga porque, en
14
buena medida, convence. Quien logra que se le obedezca nada más que por el medio o
por la fuerza, dispone de un poder muy frágil.

Paralelamente, la obediencia por adhesión interna y convicción personal es la que


acusa mayor fusion entre gobernante y gobernados.

En el polo contrario a la obediencia, la desobediencia total, general y absoluta


equivale a una respuesta también total, general y absolutamente desfavorable, cuyo
resultado hace fallar a la relación de mando y la extingue. Para que esto último no ocurra,
es menester que el gobernante insista en el acto de mando y que consiga imponer su
mandamiento con eficacia.

En el régimen político, la descripción sociológica de la relación de mando y


obediencia arroja el siguiente esquema tipo: a) en el vértice de la pirámide el gobernante
detenta la jefatura y manda; su política es una política arquitectónica; b) inmediatamente
debajo se ubica un grupo minoritario o elite política (endoelite) que adhiere
voluntariamente al gobernante y que comparte activamente el plan, las valoraciones y la
política del poder; c) viene por debajo el resto de la comunidad gobernada que presta
obediencia habitual con una pluralidad de motivaciones.

La negación de obediencia solamente implica retraerla a tal o cual gobernante, y


no indeterminadamente a cualquier otro que acaso puede reemplazarlo.

Esta obediencia promedio inserta en la mixtura esencial del régimen político dosis
y modos de participación de gobernantes y gobernados. La actividad total y completa
que en este cuadro se desarrolla es la política plenaria, el quehacer solidario de todos
desde estratos y posiciones diferentes.

El “sí” puede estar y está condicionado por una pluralidad de variaciones y hasta
salpicado de “no”. Pero en ese “sí” en el que todos participan se integra una acción
compartida que converge hacia el poder para hacer, con el gobernante que lo ejerce,
algo en común.

En el devenir de la política que desarrollan los titulares de poder se infiltra


necesariamente una serie de factores concurrentes y divergentes, y en la totalidad de la
política plenaria ese quehacer de gobernantes y gobernados se conjuga y fusiona de tal
modo que hasta las oposiciones y las resistencias al plan gubernativo invisten calidad
integradora y de cooperación, porque aportan algo que incide, bien o mal, en el obrar
común.

Obedecer no equivale necesariamente acatamiento pasivo, a dejar hacer al


gobernante lo que el gobernante quiera. Esa puede ser una forma de obediencia que se
da en algunos sectores. Pero en otros flancos la obediencia se teje con activismo, a
veces intenso, o con adhesiones ostensibles o silenciosas, o con escaramuzas y
rebeldías, o con oposiciones encubiertas, o clandestinas, o públicas. De modo tal que en
la relación mando-obediencia, al imputar al gobernante el mando y a la comunidad la
obediencia, no estamos adjudicando la actividad política solamente al primero sino
también a la segunda, en interinflujo recíproco y en conjunción integradora. Hasta la
desobediencia -mientras no resulte general y absoluta- se incorpora a la obediencia
promedio y a la política plenaria, tanto cuando al insistir el gobernante en su
mandamiento desobedecido consigue acatamiento, cuanto en el supuesto de que la

15
desobediencia lo conduce a rectificar o modificar el mandamiento, o a declinar la orden,
o a atemperarla, etc.

La comunidad gobernada es, entonces, protagonista de la política plenaria en


solidaridad con quien manda. Sólo que la conducción, coordinación, dirección y jefatura
no se diluye multitudinariamente en la masa. La apelación “al pueblo” suele funcionar
como táctica gubernativa cuando el titular del poder necesita un voto de confianza
masivo, o cuando su elite de entorno intenta desplazarlo, o desviarlo de una línea política
a la que aquél se aferra.

Si todavía hiciéramos en el ámbito de la obediencia una distinción algo sutil,


podríamos subdividir el consenso en sentido lado en dos clases: el consenso activo y el
mero acatamiento. El consenso activo importa adhesion más o menos plena, implica
compartir el plan, la ideología, las valoraciones de la elite gobernante, etc. Acatar es algo
menos o mucho menos: es admitir, tolerar, condescender, soportar, cumplir, pero todo
ello con cierta dosis de desacuerdo o rechazo.

En el régimen político, la adición de voluntades y de fuerzas exige un concurso


duradero, una composición estructural en los cuales exista la facultad: a) de determinar
una corriente de voluntades; b) de canalizarla en actos; c) de regularizar y de
institucionalizar esta cooperación.

Para arrastrar y promover voluntades aditivas hace falta una conducción personal
(de uno o pocos). Es la autoridad que excita el consenso o, por lo menos más
débilmente, el acatamiento. La parte más activa de la adhesion presupuesta en la fuerza
aditiva de voluntades y comportamientos radica, entonces, en el sector elitista que
acompaña a la cúpula del poder. Tal elite es el vínculo primario entre el gobernante y los
gobernados, entre el poder o mando y la obediencia o asentimiento.

LA PARTICIPACION EN EL REGIMEN
Todo régimen político entraña participación política de los gobernados. En todo
régimen la comunidad gobernada hace algo en común dentro del quehacer político: en
común con el gobernante, con la elite que actúa en el perímetro del poder, y con las elites
políticas.

Lo que se hace “con” y “en común” es la política plenaria, actividad política en que
consiste el régimen.

Quien manda y quienes obedecen no hacen lo mismo, pero hacen política en


común; el gobernante, su elite, la masa, cumplen en la estratificación política un
repertorio de conductas disímiles y de roles distintos, pero en la integración y
mancomunidad de una empresa compartida. Esa empresa es el régimen. Quien discrepa,
quien combate, quien resta apoyo, quien discute, quien resiste, también aduna o acopla
su actitud a la de quien consiente, quien adhiere, quien acata. Y en esa convergencia de
comportamientos se plasma la política comunitaria, que, a su vez, así tramada, se refleja
en la política de los gobernantes para sumarse, al fin, con ésta, en la política plenaria o
total.

Obsérvese una doble influencia: a) la política de los gobernados o comunitaria, en


su toma de obediencia frente al mando, hace que la política de los gobernantes
(arquitectónica) se desarrolle, reajuste, rectifique, modifique y ejecute teniendo en cuenta
16
el influjo de la política de la comunidad; b) al incidir la política de los gobernados en la de
los gobernantes, ambas integradas componen la política plenaria como resultante
compleja del obrar común. Y, a su vez, no se suponga que la política de los gobernados
siempre aparece cronológicamente después de la arquitectónica, porque también a
veces la precede, la condiciona, la influye y la orienta preventivamente.

Muchas veces el gobernante que mando toma en cuenta para un acto de mando
una experiencia anterior o una suposición probable con las que imagina anticipadamente
la posible actitud de los súbditos ante un mandamiento que se va a emitir o que se emite.

En esta representación anticipada que de la toma de obediencia frente al mando


hace quien lo ejerce, ha jugado una suposición probable. Otras veces, esa representación
anticipada se funda en la experiencia de hechos anteriores semejantes.

La participación en sí misma no bonifica ni perjudica: existe y funciona en los


regímenes buenos y en los malos, en los justos y en los perversos.

Lo que ocurre es que las formas de participación son distintas. No es lo mismo la


participación por la violencia que la participación por la desobediencia pasiva. No es
igual la participación con discrepancia respetuosa y control constructivo que la
participación con hostilidad iracunda y oposición agresiva. La actitud, la forma, la
intensidad y el alcance de la participación en sus variadas categorías y en su pluralidad
de protagonistas se reflejan en los efectos que la participación produce.

Sólo se puede hablar de una participación que “en conjunto” es buena o es mala
para un régimen si se hace referencia al saldo o al equilibrio resultantes que aquellos
tipos diferentes de participación arrojan.

Las participaciones formalmente institucionalizadas son quizás las menos


trascendentes, porque se agotan en el acto formal donde se exteriorizan, no obstante los
efectos que ese acto prolonga. De mayor calor, permanencia y envergadura son las
participaciones cotidianas y espontáneas de las opiniones públicas, de la prensa, de los
sindicatos, de los grupos de interés y de presión. Estas participaciones hacen presencia
sobre cada problema o interés que se suscita en el régimen y sobre cada decision del
poder en sus fases de preparación, adopción y cumplimiento.

Configura una buena estrategia canalizar la participación del mayor número de


sectores a tenor de algunas pautas mínimas:

a) Estimular el funcionamiento de una sociedad abierta y pluralista, que presupone


diálogo, opiniones públicas libres y garantizadas, libertad de asociación, discusión y
control, acceso a las fuentes de información, posibilidad amplia de crítica y
discrepancia.

b) Reglas de juego electoral francas y leales, con disputa competitiva y viabilidad de


alternación de partidos en el poder.

c) Libertad de asociación política, existencia de partidos políticos con vida interna


democrática y pleno respeto de su funcionamiento y de sus roles.

d) Remoción de obstáculos que coartan, menoscaban o impiden la movilidad social, el


polielitismo, la rotación de las elites, etc.
17
e) Apertura de la dirigencia de modo que no se produzcan exclusiones arbitrarias,
enquistamiento, cristalización o copamiento de la cúpula del poder.

f) Concentración de las políticas fundamentales con intervención de los sectores


interesados.

g) Eliminación de privilegios provenientes del poder económico.

Cuadro ilustrativo de casi la totalidad de la política plenaria.

18

También podría gustarte