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2024

MÓDULO I
FILOSOFÍA
IMEF
Una primera definición de la filosofía
Se dice que la filosofía trata del ente en tanto ente -no del ente en tanto ente
matemático, o histórico, o social, o lo que fuere. La filosofía se ocupa del ente, pero no en lo
que tiene de distintivo o de propio en cada caso -como esta hoja de papel, o el número 8, o la
batalla de San Lorenzo-, sino fijándose en lo que el ente tiene de ente, y en las propiedades
que como tal, es decir, en cuanto ente, le corresponden; atendiendo a sus características más
generales. Así se ha dicho alguna vez, paradójicamente, que el filósofo es un "especialista en
generalidades". La filosofía se ocupa con la totalidad de los entes -a diferencia de las ciencias,
cada una de las cuales trata de un determinado sector de entes tan sólo. En este sentido no
hay ningún saber que tenga radio mayor, un alcance más totalizador, que aquel que es propio
de la filosofía. Podría pues caracterizársela diciendo que la filosofía es el saber más amplio de
todos -ya que, según la definición aristotélica, no hay nada que no esté a su alcance, pues
todo, de una manera u otra, cae bajo su consideración, nada le escapa, ni siquiera la "nada"
misma. (Si esto es un privilegio de la filosofía, si es ventaja o inconveniente, queda sin
embargo por discutir; sobre ello es mucho lo que puede decirse). ¿Qué es entonces la
filosofía y para qué sirve? ¿Sirve para algo? ¿Qué utilidad nos brinda? En nuestros días, hay
personas que cuestionan la utilidad de la filosofía porque la consideran una disciplina que tuvo
razón de ser hasta que la ciencia nos permitió obtener un conocimiento objetivo de la realidad.

La filosofía como actitud: La actitud filosófica es un modo específicamente humano de


relacionarse con el mundo. El resto de seres vivos habitan en él sin plantearse ninguna
cuestión en relación con su entorno. Los seres humanos, en cambio, no nos conformamos
con lo dado; necesitamos una explicación de lo que nos rodea. Esa explicación no viene dada
de modo inmediato, sino que necesita ser buscada. La actitud filosófica consiste,
precisamente, en buscar permanentemente la explicación que se esconde detrás de lo que se
nos ofrece a primera vista y que, de hallarla, le daría sentido. A todos nos ocurre con cierta
frecuencia que, de pronto, algo que nos había pasado casi desapercibido por familiar reclama
nuestra atención y nos sorprende. Eso debió ser lo que le ocurrió a Newton el día en el que la
manzana, al caer del árbol, golpeó su frente. Seguramente, habría visto muchas veces caer
frutas de los árboles, pero aquel día se sorprendió por el hecho cotidiano y le surgió una
inquietud que no lo abandonó hasta que encontró la explicación de lo sucedido. Esta actitud
es consustancial al ser humano y ha existido siempre; por tanto, no le podemos buscar un

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origen en el tiempo. Sin embargo, la constatación de su existencia no debe interpretarse como
un indicio de la presencia de la filosofía como forma de conocimiento específica. Esta última sí
tiene un origen histórico. Además, la actitud filosófica no es causa única de la filosofía;
también puede afirmarse que se encuentra en el origen de la ciencia e, incluso, de la religión.

La filosofía como disciplina: La filosofía concebida como un saber específico nació en


las colonias griegas de Asia Menor, en el siglo VI a. C. Los primeros filósofos fueron
descendientes de aventureros que se atrevieron a abandonar su tierra natal para colonizar las
islas del mar Egeo y las costas de la península de Anatolia (actual Turquía). Precisamente en
Mileto, una de esas colonias, vivió Tales, a quien se considera iniciador de la filosofía. Pero
¿en qué consistió la originalidad de Tales para que le hayamos concedido ese honor?
Anteriormente, otros pensadores habían ofrecido explicaciones sobre el origen de todo lo que
nos rodea, pero no habían recurrido a la razón, sino a la imaginación y la fantasía. A Tales de
Mileto se le considera iniciador de la filosofía porque fue el primero que se atrevió a ofrecer
una explicación sobre el origen de la naturaleza empleando la observación y la fuerza de su
razonamiento. Ya en Tales podemos encontrar algunas de las características fundamentales
de esta disciplina de conocimiento: Se inicia con un reconocimiento de la ignorancia. El
filósofo se cuestiona y asume que no sabe lo que los demás dan por sabido. Así, se prepara
para emprender el verdadero camino de la filosofía, que lo conducirá a pensar a fondo por sí
mismo hasta encontrar sus propias respuestas. Es un saber teórico que aspira a transformar
la realidad. Quien se acerca a la filosofía no lo hace para aprender a fabricar algo, sino para
satisfacer su afán de saber, para comprender mejor la realidad y poder mejorarla en la medida
de lo posible. Posee afán de universalidad. La filosofía no rehúye ninguna cuestión que el ser
humano pueda plantearse, por muy general que esta sea. Otras disciplinas, en cambio,
seleccionan un aspecto concreto de esa realidad y rehúsan responder a todo lo que no esté
estrechamente relacionado con su objeto de estudio. Utiliza la razón como instrumento de
conocimiento. El filósofo elabora sus doctrinas a partir de una reflexión racional. Cuando
quiere defender una idea o mostrar un error, recurre a la argumentación racional. Es un saber
radical. Del mismo modo que no renuncia a responder a ninguna pregunta, tampoco se
detiene hasta llegar a la raíz desde la que surge una auténtica respuesta, por muy profunda
que esta se encuentre.

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La filosofía como análisis de lo obvio: La respuesta a esta pregunta puede ser muy
diversa; o, mejor dicho, hay tantas respuestas cuantos son los sistemas de los filósofos,
según parece. Pero ahora no interesan las respuestas mismas; ni siquiera la que fuese válida;
no interesa en este punto aducir el fundamento que explique por qué hay ente y no nada, sino
fijar la atención en el carácter de aquello sobre que se pregunta cuando se formula la
cuestión: " ¿por qué hay en general ente y no más bien nada?" Y si se observa con cuidado,
será fácil ver que se está preguntando precisamente por aquello en que menos se hubiese
pensado jamás en la "actitud natural", en la actitud de la vida diaria. Pues con aquella
pregunta de Leibniz se pregunta justamente por lo más obvio, por lo más familiar de todo, por
lo que parece lo más comprensible de suyo: que haya ente y no nada. Se pregunta por algo
tan obvio que es la condición más general de nuestra existencia misma, puesto que, si no
hubiera ente, ni existiríamos nosotros ni existiría todo lo demás en relación con lo cual nuestra
existencia es tal como es. En efecto, que haya ente parece algo tan natural, tan obvio, tan
comprensible de suyo, que "normalmente" no caemos en la cuenta de ello. Antes de entrar en
contacto con la filosofía, nos parecía tan natural que ni siquiera habíamos reparado en ello; o,
para hablar con más propiedad, no es que "nos pareciera tan natural que no habíamos
reparado en ello", sino que en rigor no nos "parecía" nada: simplemente contábamos con ese
hecho sin pensarlo en absoluto. Se puede vivir toda la vida sin que a uno se le ocurra siquiera
plantearse tal cuestión -y así transcurre, en efecto, la vida de la mayoría de los hombres. Y
todavía más, podría volver a afirmarse que se trata de una cuestión sobre la que no vale la
pena preguntar, sobre la que incluso no conviene que uno se detenga. ¿No es acaso
aberrante, enfermizo, o por lo menos manifiestamente impertinente o pedante, ocuparse tan
luego de esto, de lo más "sencillo" y "natural" de todo: ¿que haya ente, y no nada? ¿Debemos
permitirnos siquiera, en momentos en que la humanidad se debate con problemas tan graves
como aquellos con los que hoy día se enfrenta, tenemos siquiera derecho a formularnos una
pregunta tan inútil, tan alejada de las necesidades más urgentes de la vida? Por el momento
dejemos de lado decidir si esta pregunta es superflua o no, o aun aberrante o morbosa; más
adelante se verá que no es así, y que, por el contrario, es la más necesaria y la menos
prescindible de todas las preguntas que el hombre pueda formular. Por ahora
despreocupémonos de su importancia, y atendamos tan sólo a lo que la pregunta señala, y,
sobre todo, al carácter de la pregunta y de lo por ella preguntado. Porque loqueen este lugar

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interesa es tan sólo subrayar la circunstancia de que nos hacemos problema de lo más obvio
entre todo lo obvio; lo que interesa ahora es señalar que la filosofía consiste en el análisis de
lo obvio, como diremos modificando una frase de A. N. Whitehead (1861-1947). Hegel
expresa la misma idea cuando en varias ocasiones repite que lo " corrientemente sabido" (das
Bekannte) no es por ello solo "conocido" (erkannt). Lo cual ocurre en especial con los
conceptos ontológicos fundamentales, que Hegel llama determinaciones del pensamiento" -
ser, no-ser, devenir, esencia, desarrollo, etc.-, y que " a cada instante surgen en nuestro
vocabulario cotidiano. Tan "sabidos" parecen, que puede causar impaciencia el tener que
ocuparse de lo corrientemente sabido; y ¿qué más sabido que las determinaciones del
pensamiento, de las que hacemos uso en toda 7 ocasión, y que nos vienen a la boca con
cada frase que pronunciamos? Justo porque están siempre en la boca, "parecen ser algo
perfectamente sabido; y sin embargo "tal 'sabido' es corrientemente lo más desconocido." De
modo semejante, afirma Heidegger que "lo más comprensible-de-suyo es el tema verdadero y
único de la filosofía"

Contexto e hito fundamental

Antes de desarrollar este hito que da surgimiento a la filosofía, se va a resaltar la


importancia de comprender que todo suceso debe entenderse en su contexto. Es decir, todo
tiene un contexto, y ese todo se entiende a partir de ese contexto.
Ahora bien, el movimiento causal que da origen a esta disciplina tiene que ver con
varias cosas. Hay diversos factores que van a influir claramente. Aquí se señalarán tres
dimensiones que hacen al contexto: político, cultural y religioso; y, por otro lado,
propiamente a lo que se conoce como el hito fundamental a partir del cual reconocemos la
identidad de esta materia.

 Aspecto político: Surgimiento de la πόλις (PÓLIS) – ciudad-estado en el siglo


V a.C. en la Grecia continental; pueblos-ciudades organizados sistemáticamente; la pólis
como asociación de aldeas. Este no es un elemento menor ya que el hombre griego se
concibe ciudadano de la pólis. A partir de aquí es desde dónde Aristóteles expresa que
quien no habita la pólis es una bestia o un Dios. Para los griegos todos los que no
habitan la pólis son inferiores: les falta la pólis y el lógos-palabra. Por eso, los extranjeros
eran considerados por éstos como βάρβαρος (BÁRBAROS) que significa «el que

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balbucea», aquellos a los que les falta el lógos, la palabra, a los que no se les entiende
cuando hablan. Para el griego la pólis es su horizonte de vida, su mundo; por ellos, los
varones mayores participan del gobierno y la pólis en reuniones en el ἀγορά (ÁGORA), la
asamblea o plaza.

 Aspecto cultural: En relación al surgimiento de la pólis, cabe resaltar que la


antigua Grecia pasa de una organización agraria (con ideas más sedentarias, que tardan
más en cambiar) a una organización comercial en relación con Asia. Evidente esto trajo
como consecuencia la crisis en Grecia que tiene que ver con el cambio de ver al mundo al
descubrir otras culturas. La significación que tienen los puertos es crucial ya que
representa un punto de conexión con otros lugares o realidades culturales que terminan
enriqueciendo al griego. Por esta razón Friedrich Nietzsche (1844 - 1900) idealiza la
cultura griega porque fueron capaces de captar esta experiencia y ampliar su cosmovisión
del mundo.

 Aspecto religioso: Aquí podríamos hacernos la pregunta de si ¿existe la


religión griega? La respuesta seria no. No existe como tal, pero sí existe una religiosidad
griega con una permanente renovación de la divinidad; y esto implica el concepto de
religión para ellos. Para esta época, en Gracia –tanto en las pólis como en las colonias–
se enfrentan dos modos de religiosidad: la CTÓNICA –que enfatiza lo familiar e insiste en
la cuestión natural– y la URÁNICA –que enfatiza la política e insiste en la cuestión ética–.
La religión griega no es religión del «libro», es decir, no hay libro sagrado. Tal religión no
es dogmática, y esto en un pueblo permite el cuestionamiento para comprobar que lo que
se dice sea verdad.

Paso del Mythos al Lógos


Esta frase es la que se utiliza en el siglo XVIII para describir el comienzo de la
filosofía. ¿Qué significa este paso? Se deja de dar explicaciones de los fenómenos del
κόσμος (COSMOS) –el mundo, lo real– y del hombre fundadas en el mýthos y se pasa a dar
explicaciones de ellos a partir del lógos-palabra-razón.

Contemos la historia
La historia de la filosofía se divide en cuatro periodos o épocas principales: filosofía

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antigua, medieval, moderna y contemporánea. Los acontecimientos históricos que
determinaron el paso de uno a otro periodo –si bien a veces la frontera no es estricta, sino
que se construye a partir de la suma de dos o tres datos significativos– no son menos
importantes que los hechos sociales y políticos que condicionaron el surgimiento y cambio
en los movimientos intelectuales de cada momento. He aquí una sumaria cronología para
identificar a cada uno de ellos. Más adelante los retomaremos, a medida que veamos las
diferentes problemáticas abordadas en los bloques que siguen:

Período antiguo
Los filósofos que vivieron con posterioridad a los presocráticos son los primeros a los
que realmente se llamó “filósofos”, ya que se diferenciaron de los que investigaban el
cosmos en general. Se dice que el primer filósofo propiamente dicho fue Sócrates, ya que él
comenzó a poner al hombre en el centro de sus preguntas. Se pre-ocupó básicamente por
cuestionamientos éticos, y las preguntas que lo caracteriza-ron fueron, por ejemplo, ¿qué
es la virtud?, ¿a qué llamamos justicia?, ¿es mejor para el hombre recibir un castigo cuando
ha sido injusto, o tratar de escapar a los que quieren hacerlo pagar por lo que ha hecho?
Para Sócrates lo más importante era el conocimiento de uno mismo y la introspección, es
decir, la observación, el examen, de sí mismo. El método que aplicó se llamó “mayéutica” –
en griego, dar a luz– porque se dice que ayudaba a la gente a sacar a luz o hacer nacer las
ideas en ella. El método contaba con dos momentos: el primero servía para revisar las
opiniones de la persona con la que conversaba, y analizar si eran apropiadas o no; en el
segundo, positivo, la persona pensaba nuevamente el concepto que investigaba y construía
una respuesta más adecuada que la anterior. Por ejemplo, Sócrates le preguntaba a alguien
¿qué es la sabiduría? y éste le respondía: “saber muchas cosas”. El filósofo tomaba esa
respuesta y volvía a formular una pregunta con la cual le mostraba al interlocutor que su
respuesta había sido imprecisa. Por ejemplo, volvía a preguntarle: “Entonces, ¿la sabiduría
es saber muchas cosas de mis vecinos, de mis amigos y parientes?”. De este modo, el
interlocutor estaba obligado a reformular su respuesta anterior y a esforzarse por dar una
respuesta más exacta. El método no consistía en decir qué es la sabiduría sino en ayudar a
los demás a descubrirlo por sí mismos. La mayéutica hacía referencia, además, a la
profesión de la madre de Sócrates, que había sido partera. Se decía, entonces, que
mientras que su madre ayudaba a dar a luz personas, Sócrates ayudaba a dar a luz ideas.

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En la misma época que Sócrates vivieron los llamados “sofistas”, que eran un grupo
de hombres dedicados también al saber, pero que fueron duramente criticados por otros
filósofos. Los sofistas no eran de Grecia, venían de otras ciudades y tenían como profesión
la enseñanza paga: eran maestros que vendían sus lecciones por dinero. Parte de su mala
fama, de hecho, proviene de que vendían su saber y lo adecuaban a lo que el «cliente»
quisiera «comprar». Si alguien necesitaba hacer un discurso que le sirviera para demostrar
que la esclavitud es algo bueno, el sofista elaboraba el discurso y se lo vendía. Pero si
alguien le decía que necesitaba un discurso capaz de argumentar que la esclavitud es algo
malo, lo hacían también. Es por eso que se los considera “relativistas”, es decir,
consideraban que todo –y especial-mente el bien o el mal respecto de algo– depende
enteramente de las circunstancias, el momento, el lugar donde suceden las cosas o donde
se dice un discurso ya que no existe una verdad absoluta sobre nada. Se dice que
Protágoras de Abdera, por ejemplo, que fue uno de los más prestigiosos sofistas, afirmaba
que no es posible contradecir ningún discurso, porque todos son verdaderos. Hechos como
éste provocó que los filósofos –que consideraban que cada cosa es correcta de una sola
manera, y si no es así, es incorrecta– opinaran que los sofistas no eran serios y que no
debía escuchárselos. Y es en el campo de los discursos en el cual los sofistas hicieron sus
mayores desarrollos, ya que para ellos la palabra, los argumentos y, en general, los
discursos, eran capaces de modificar una realidad entera, como parece haber sostenido el
otro gran sofista, Gorgias de Leontini.

Por otro lado, sabemos que Sócrates tuvo algunos alumnos y seguidores que lo ad-
miraron profundamente. Entre ellos estaba Platón, que aprendió y se sintió fuerte-mente
influenciado por él y, consecuentemente, en una posición adversa respecto de los sofistas.
Platón hizo uno de los aportes fundamentales a la historia de la filosofía: fundó una escuela,
la Academia, en la cual se filosofaba siguiendo reglas y requisitos, de manera que la
actividad comenzó a realizarse de manera orgánica y sistemática. En los últimos años de
vida, Platón tuvo como alumno a un joven que iba a convertirse en un célebre filósofo –
inclusive, en cierto momento de la historia, se convertiría en El Filósofo, con mayúsculas–.
Nos referimos a Aristóteles, fundador del Liceo o Perípatos. Durante toda la Antigüedad
asistimos al nacimiento de la disciplina filosófica y es admirable comprobar cada día cómo
muchas de las cuestiones pensadas entonces siguen todavía vigentes como problemas. La

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historia puede haberles dado diferentes respuestas, pero el hombre no se contenta con
cerrar las preguntas, y en cada momento histórico se impone pensarlas y formularlas nueva-
mente, colocarlas en contexto e intentar ver qué puede responderse a ellas en la
perspectiva actual. Además de los mencionados, otros movimientos filosóficos como el
epicureísmo, el estoicismo, los cínicos, entre otros, renovaron los estilos de res-puesta de
aquéllos fundamentales y de sus discípulos, platónicos y peripatéticos.

Período medieval
La época medieval se conoce injustamente como la época del ‘oscurantismo’, como
un periodo oscuro e improductivo en la historia de las ideas. Lo que es cierto es que, tras la
prohibición de enseñar filosofía impuesta a los paganos en el 529 por el emperador
Justiniano y, el retiro de los filósofos neoplatónicos a Persia, el cristianismo pasó a ser la
enseñanza más difundida. De ahí que tanto los temas a estudiar como los modos narrativos
de encararlos estuvieran teñidos desde el inicio de este periodo por preocupaciones
teológicas. La cuestión sobre el carácter filosófico de la enseñanza cristiana es más
compleja de lo que puede parecer a grandes rasgos. El hecho de que algunos cristianos –
como al comienzo lo hicieron Pablo de Tarso o Juan el Evangelista– presentaran su credo
como un fenómeno de continuidad de la filosofía griega no debe resultarnos extraño: de
hecho, ya había estrechos lazos entre el pensamiento helenístico y la exégesis bíblica de
judíos como Filón de Alejandría.

En el siglo II d.C., los escritores cristianos, llamados apologistas porque intentaban


presentar el cristianismo de una manera comprensible al mundo grecorromano, utilizaron la
noción griega de Logos (palabra, discurso, razón) identificándola con Dios, como al
comienzo del Evangelio de Juan. Así, buscaban definir al cristianismo como la filosofía,
puesto que –decían– los griegos sólo dispusieron de porciones de logos, mientras que los
cristianos poseen la llave del Logos verdadero y de la Razón perfecta, encarnada en
Jesucristo. A partir de aquí, es cierto que durante todo este periodo la filosofía se centró en
cuestionamientos de orden teológico, es decir, relativos a Dios, a su existencia, a su
influencia en la vida de los hombres. Claro que las preguntas de orden teológico no
impidieron significativos desarrollos de la filosofía en to-dos los ámbitos. En el de la teoría
del conocimiento –una de las preguntas funda-mentales de la filosofía medieval fue: ¿Cuál
debe ser mi guía: la fe en Dios o la razón? ¿Qué debo hacer: creer en las Sagradas

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Escrituras o reflexionar por mí mismo?

En la antropología filosófica –en la medida en que las Sagradas Escrituras los


obligaban a tomar posición en relación con la libertad humana y su libre arbitrio para pecar,
por ejemplo–, en la ética, en la lógica, en la filosofía del lenguaje y la semiótica (es decir, en
todo lo que relaciona a la realidad con sus manifestaciones como signos o en el discurso).

Durante el extenso periodo medieval, algunos autores retomaron el pensamiento de


Platón y leyeron sus obras a la luz del modo de vida cristianismo, como lo hizo San Anselmo
de Canterbury, quien seguía, a su vez, a San Agustín. Otros consideraron que el sistema
filosófico de Aristóteles era el que mejor se adecuaba a la visión que del hombre y la
naturaleza tenía entonces el catolicismo, como ha sido el caso de Santo Tomás de Aquino.

Período moderno
La Modernidad está marcada por un firme e incesante proceso de secularización en
todas las áreas de la vida humana, esto es, una separación, en cada una de las esferas de
la vida —política, cognoscitiva, ética—, de la tutela religiosa que había sido dominante en el
periodo anterior. La crisis del mundo feudal, sumada a la revolución científica y política del
Renacimiento que protagonizaron pensadores de la talla de N. Maquiavelo, J. Kepler,
Galileo Galilei y otros, culminó en un nuevo modo de pensar todas las relaciones del ser
humano con el cosmos, con la naturaleza y con sus congéneres. Simplificando en gran
medida este fascinante proceso de cambios, podríamos decir que durante esta época el ser
humano, tras separar las órbitas de Iglesia-Estado y de religión- ciencia, procura colocarse a
sí mismo en el centro de las reflexiones, en una posición de autonomía respecto de los
preceptos y autoridades que regían el universo medieval; el hombre pasa a ser autor de su
propia vida, en tanto ser racional dotado además de libertad y voluntad. Para utilizar la
expresión de Immanuel Kant en su célebre artículo «¿Qué es la Ilustración?» (1784), el
hombre se concibe ahora como ‘mayor de edad’, dejando de lado la necesidad de cuidado y
protección del padre-Dios, en la medida en que ya puede valerse de su razón, que es
suficiente. Esta mayoría de edad consiste, precisamente, dice Kant, en el «tener el valor de
servirse de la propia razón». Este pasaje a la mayoría de edad se llama Ilustración y sus
cultores, los ilustrados.

Desde esta nueva perspectiva, los filósofos modernos intentaron explicar el

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surgimiento de la sociedad política y se retomaron las preguntas que el mundo clásico había
llegado a formular, pero desde una perspectiva decididamente diversa, sobre la necesidad
de ser gobernado por un rey, o también por representantes del pueblo en el poder. La idea
de que existe un «contrato social» que funda toda sociedad huma-na, y con el cual todos
acordamos fue formulada y discutida por no pocos pensadores en esta época.
Argumentaban que ese contrato permitía cierta tranquilidad y estabilidad social, ya que en él
cada uno se compromete a no invadir ni violentar el derecho de los otros, para no ser
invadido ni violentado uno mismo; esta idea de un «contrato» fundante volvió necesaria la
existencia de un gobernante capaz de vigilar que todos respetemos el «contrato», y que
esté socialmente autorizado a castigar al infractor que así no lo hiciera con el objetivo de
mantener el orden. Los filósofos modernos se cuestionaron también el origen de los
problemas sociales, el significa-do de la educación, de las leyes, de las normas éticas, de la
belleza, de la religión.

El potencial casi inconmensurable que veían los modernos en la capacidad racional


humana llevó a pensadores como Denis Diderot a plantearse objetivos de producción
intelectual gigantescos. Este pensador, junto con D’Alembert, pensó en elaborar una
Enciclopedia, que contuviera todo el conocimiento humano, una empresa seguramente
imposible. La obra se concretó entre 1751 y 1772, con aportes de muchos intelectuales de
su época, como J. J. Rousseau, Montesquieu, Voltaire, etc., y llevó por nombre
Enciclopedia. O Diccionario Razonado de las Ciencias, las Artes y los Oficios, y la primera
edición tenía 28 volúmenes, a los que se agregaron otros 5 volúmenes aparecidos entre
1776 y 1777. Su objetivo no sólo era conservar el conocimiento adquirido por la humanidad
hasta el momento, sino también transmitirlo y ampliarlo todo lo posible.

Pero lo que nos interesa resaltar es esta necesidad de saber y de utilizar la razón por
sí mismos, que era considerada como un instrumento que ilumina y esclarece nuestra vida;
de ahí que esta época pueda identificarse con uno de sus periodos más característicos: el
llamado ‘Siglo de las Luces’. Diderot destaca en el tomo 1 de la Enciclopedia que pretende
“relacionar los descubrimientos, darles un orden entre sí a fin de que más hombres estén
esclarecidos”. Se dice que en la modernidad se produjo una revolución copernicana, que –
así como Nicolás Copérnico (1473-1543) de-mostró que en el centro del universo no estaba
la Tierra sino el Sol–puso al hombre en el centro del pensamiento: “los enciclopedistas son

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los militantes de la razón”. Los cuestionamientos acerca de la capacidad y límite del
conocimiento humanos también preocuparon a estos filósofos quienes, como en el caso de
Descartes, busca-ron un método para avanzar en el conocimiento infalible. Pero en el
módulo relativo al conocimiento tendremos oportunidad de desarrollar algo más esta idea.

Período contemporáneo

De la época contemporánea es más difícil trazar una historia, simplemente por el


hecho de que estamos tan próximos a ella. Sin embargo, es evidente que los problemas
filosóficos que se sitúan en el centro de la escena son desarrollos ulteriores de la herencia
moderna. El especialista en filosofía contemporánea Edgardo Castro escribió,
recientemente:

“Según una versión aceptada, la modernidad comienza con Descartes; con su


esfuerzo por convertir al sujeto que se conoce, a la conciencia, en el punto de partida de
toda certeza. Y, a partir de aquí, la historia del pensamiento moderno ha sido una historia
del sujeto. Pero hasta una rápida ojeada nos muestra que ésta no ha sido una historia fácil.
Los filósofos no han dejado de retomar y reelaborar la noción de sujeto. No sólo en el
ámbito de la teoría del conocimiento, también de la política. Y en ambos, la noción de sujeto
ha interiorizado una vieja problemática que domina la filosofía desde sus orígenes: la
relación entre multiplicidad y la unidad. Por ejemplo, en el plano del conocimiento, entre la
multiplicidad de nuestras sensaciones y la unidad del concepto que les corresponde. En la
filosofía política liberal (en el pensamiento de Thomas Hobbes, por ejemplo), la unidad y
multiplicidad del sujeto político se planteó en términos de pluralidad de individuos y unidad
del soberano, del Estado. La noción de contrato sirvió para pasar de uno a otro, del sujeto -
súbdito al sujeto-soberano. En cuanto a su alternativa, el marxismo, el sujeto de la acción
política no es ni el individuo ni el Estado, sino la clase. Pero también aquí reaparecerá la
tensión entre la pluralidad de clases (la burguesía y el proletariado) que caracteriza la
contradicción social, y la unidad de una sociedad sin clases. Aquí, la revolución, la
realización del sentido de la Historia, funciona como paso de una a otra. Lo que se ha
llamado el fin de la modernidad es, en gran medida, la crisis de esta noción moderna de
sujeto. Desde finales del siglo XIX asistimos a una crítica multiforme de la noción de
conciencia y de representación. Estas críticas, que comenzaron por destituir a la conciencia
de sus privilegios en el campo del conocimiento, se trasladaron al ámbito de la filosofía
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política.”

Así, la secularización como una emancipación de los seres humanos de toda tutela
religiosa, avanzó hacia la emancipación de toda autoridad política, intelectual, institucional e
ideológica, con una consecuente sensación de desorientación moral, pues-to que los
valores en los que se sostenían la ética y la moral, antes firmemente establecidos, aparecen
ahora negados o relativizados. Por otra parte, el desarrollo cien-tífico y tecnológico avanzó
también hasta colocar al hombre en un lugar privilegia-do dentro de la historia de la
humanidad, a la vez dejándolo preso del vértigo y de la incesante rapidez con la que todo
avanza en nuestras vidas, en fin, de la precariedad con la que se viven esos cambios
veloces.

El relativismo extremo y el individualismo; la permanente fragmentación de lo real y la


sensación de vivir en un mundo de simulacros y apariencias, son fenómenos que
caracterizan lo que ciertos filósofos en los años 70 llamaron «posmodernidad». La misma
palabra «posmodernidad» señala la contraposición con la modernidad. Si ésta era un
proceso de secularización, la posmodernidad se presenta como un proceso de
fragmentación del sentido en varias direcciones:

La caída de los ideales de conocimiento de la modernidad, por medio del


rechazo de la idea moderna de verdad. “No hay verdades universales, necesarias ni
definitivas, sino más bien verdades provisorias y contingentes”.

La crítica y rechazo de los ideales éticos y del progreso social inherente a la


modernidad. No sólo se descree de las grandilocuentes construcciones teóricas del
pensamiento moderno sino también de la posibilidad de acceder por medio de ellas a un
“progreso social”. Las tesis esenciales del credo tardomoderno rezan “no hay futuro”. Las
sociedades posmodernas son sociedades del desencanto.

Los cuestionamientos a la ciencia y el cientificismo: críticas tanto al desarrollo


absolutamente ilimitado de la ciencia cuanto a la desmesurada adoración a ésta, lo que da
lugar a una reducción de la razón a la mera racionalidad científica. La posmodernidad
inaugura un tiempo en el cual se cierra el supuesto incuestionado de la esencial bondad del
conocimiento científico. El desarrollo de dicha investigación, no debería ser considerado un
fin en sí mismo, sino un bien cuyo valor principal ha de ser medido sobre la base de criterios

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de impacto social.

Otros han reflexionado acerca del lugar en el que, dentro de este panorama, se sitúa
la libertad humana, y con ella, la responsabilidad tanto social como política por el presente y
el futuro. Y hay quienes centran su reflexión en los juegos de poder establecidos entre
partes de una sociedad o entre las sociedades interrelacionadas del mundo globalizado.

Configuración de las disciplinas filosóficas.


A lo largo de la historia, los filósofos se han planteado muchas preguntas sobre temas
muy diversos, pero no es posible contestarlas todas a la vez. ¿Por dónde empezar? Quien
quiera intentar responderlas necesita organizarlas. Eso es justamente lo que han hecho los
filósofos, al menos desde Aristóteles, en el siglo IV a. C., hasta nuestros días. Por
consiguiente, se impone la necesidad de subdividir la filosofía en una serie de disciplinas, de
modo que cada una de ellas se ocupe de encontrar respuestas a las cuestiones relacionadas
con la realidad, el conocimiento, nuestra esencia humana o con nuestra conducta individual y
social.

Metafísica: es la disciplina encargada de dar respuesta a las preguntas sobre la


realidad. La palabra metafísica significa «más allá de la física». Es decir, si la física es la
ciencia que estudia la realidad natural, la metafísica estudiará la realidad en su totalidad. Pero
la realidad es todo cuanto hay. Por tanto, su campo de estudio puede ser muy amplio. De ahí
que esta disciplina se subdivida, a su vez, en tres áreas de investigación:
a) Ontología. Estudia las propiedades más generales del ser.
b) Cosmología. Estudia el origen del universo y las propiedades generales de los
seres naturales.
La Gnoseología se ocupa de nuestro conocimiento. Analiza las posibilidades y los
límites del saber humano, los distintos métodos que empleamos para conocer, y cómo la
razón y los sentidos contribuyen a la construcción de nuestro conocimiento.

La Epistemología estudia la forma más elaborada y perfeccionada de nuestro


conocimiento: el conocimiento científico.

La Lógica estudia la estructura de nuestros razonamientos con el fin de distinguir los


argumentos válidos de los que no lo son.

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La Antropología es la disciplina encargada del estudio del ser humano (en griego,
ἄνθρωπος, anthropos, significa «hombre»). Es posible estudiar al ser humano desde distintas
perspectivas: como ser social, como animal, desde el punto de vista de su salud, etc. La
antropología intenta comprender qué posee el ser humano de específico, qué nos permite
diferenciarlo de otros animales; es decir, intenta averiguar qué nos hace verdaderamente
humanos. La antropología filosófica intenta ofrecer una visión global del ser humano y, para
ello, se nutre de los resultados que le proporcionan la antropología física y la social, y los
utiliza como datos a partir de los cuales construir una reflexión filosófica que dé respuesta a la
pregunta sobre qué es el ser humano. Esa reflexión habrá de tomar en consideración asuntos
tales como la conciencia que el ser humano tiene de la propia muerte, la experiencia de la
libertad y la consecuente responsabilidad sobre sus actos que se deriva de la posibilidad de
elegir qué hacer y qué no hacer.

La Ética busca un fundamento racional a nuestra conducta moral, es decir, intenta


averiguar en qué consiste el bien y qué principios racionales inspiran las normas morales en
las que debemos basarnos para guiar nuestra conducta. La ética no intenta proponer unas
normas de conducta; esta es una labor de la moral. La ética se ocupa, precisamente, de
estudiar la moral. Esta última es un saber de primer orden que intenta responder a la
pregunta ¿qué debo hacer aquí y ahora? La ética, por su parte, es un saber de segundo orden
que se ocupa de preguntas del tipo ¿cómo puedo llegar a saber de forma general qué debo
hacer en cada ocasión?

La Estética se centra en buscar un fundamento filosófico, un significado, a la existencia


misma del arte. Con este fin, intenta, en primer lugar, aclarar qué es la belleza para,
posteriormente, explicar en qué consiste la experiencia singular que los seres humanos
tenemos cuando nos encontramos ante ella. A veces, cuando oímos una melodía,
contemplamos un cuadro o vemos una película, experimentamos una sensación única que
podemos denominar «experiencia estética». ¿Qué es esa sensación? y ¿qué es la belleza
que la provoca? son las preguntas que trata de responder la estética concebida como
disciplina filosófica.

La filosofía política, por último, se dedica al estudio racional de las relaciones de poder
a través de la reflexión sobre las leyes y la justicia, la autoridad y las distintas formas de

14
gobierno, tratando de establecer cuáles de ellas son más justas y, por tanto, preferibles. Uno
de los temas centrales de esta disciplina filosófica es la investigación sobre el origen y la
legitimidad del poder político que ejercen quienes gobiernan: de dónde emana ese poder y
qué les da derecho a los gobernantes a ejercerlo.

Las llamadas “Filosofías de…” Desde el origen de la Modernidad hasta nuestros días,
han surgido y se han desarrollado nuevas áreas de conocimiento que, con el tiempo, han
ganado en profundidad y complejidad. La labor de la filosofía con respecto a esos nuevos
saberes ha consistido en proporcionar un sentido unitario a la investigación que llevaban a
cabo: hacer posible que podamos contemplarlas en su globalidad. Filosofía del lenguaje. La
lingüística estudia el lenguaje y sus elementos integrantes: las palabras y las oraciones. La
filosofía del lenguaje se ocupa de la relación que existe entre esos elementos y la realidad.
Filosofía de la historia. La historia se dedica a conocer o exponer los hechos acaecidos. La
filosofía de la historia se pregunta si existe un sentido, un objetivo hacia donde apuntan esos
hechos. También se interesa por cómo el historiador influye en el testimonio que ofrece de los
hechos acaecidos. Filosofía del derecho. Se interesa por el fundamento último del hecho
jurídico, ya sea la firma de un contrato o una sentencia dictada por un juez. También investiga
los valores sobre los que descansa un determinado ordenamiento jurídico; valores como
pueden ser el respeto a la vida o a la propiedad privada.

¿Qué es el pensamiento crítico?


El dogmatismo es aceptar algo, aceptar un conjunto de preceptos o sea una doctrina
aceptándola sin más, ni se la discute y mucho menos se la pone en duda. Se las acepta como
verdades. El pensamiento crítico es todo lo contrario. Ya lo vimos cuando lo diferenciamos
con el pensamiento vulgar o cotidiano. El pensamiento crítico es un saber fundamentado y
sistemático. Para poder refutar una afirmación o proposición dicha por un interlocutor debo
presentar buenos argumentos que me permitan convencer al oponente. Buenos argumentos
son buenas razones, razones de peso que acompañen a la conclusión que quiero defender.
En un diálogo donde ambos interlocutores se enfrentan siempre deben hacerlo con palabras,
sería imposible pensar que pudieran irse de manos, ya que eso no es nada aceptable en las
reglas del discurso o diálogo. Este combate es por medio de palabras. El término diálogos,
proviene del griego, ya que dia quiere decir a través, y logos significa palabra. Yo atravieso

15
con palabras a mi contrincante y para ello utilizo argumentos que sustenten mi conclusión. Lo
atravieso por medio de las palabras.

El sentido del pensamiento crítico en la actualidad resulta de haber transcurrido más de


dos mil quinientos años desde que la filosofía inició su andadura. Durante ese tiempo, han
ocurrido muchas cosas en el ámbito del conocimiento. Entre todas ellas, cabe destacar una
por su especial importancia: la aparición y el posterior desarrollo de la ciencia. Es indiscutible
que la ciencia ha logrado unos éxitos en su empresa que la filosofía dista mucho de alcanzar.
Hay quien considera que es cuestión de tiempo que la ciencia ofrezca una explicación
completa de la realidad. Así, no es de extrañar que nos preguntemos por la utilidad que tiene
para nosotros la filosofía cuando la ciencia puede presentarnos la clave del éxito en relación
con el conocimiento del mundo que nos rodea. Una posición bien diferente, en cambio,
sostiene que el desarrollo de la ciencia no agotará el papel de la filosofía porque ciencia y
filosofía se desenvuelven en diferentes niveles de conocimiento, aunque estos estén
estrechamente relacionados. Las soluciones que aportan una y otra no rivalizan, sino que se
complementan. De acuerdo con esta última posición, nuestro conocimiento de la realidad se
estructura en tres niveles: los datos, los conocimientos y la sabiduría. Los datos son
informaciones concretas, objetivas y contrastables. Por ejemplo: una pareja se está dando un
beso en un banco del parque. Los conocimientos, con frecuencia, consisten en principios
generales obtenidos a partir de la reflexión sobre los datos acumulados y que, posteriormente,
nos permiten explicar esos mismos datos. Así, un médico nos podrá explicar que un beso
consiste básicamente en un intercambio de microbios entre las personas que se besan. La
sabiduría se construye a partir de la interpretación y la comprensión profunda de una
determinada realidad. Por ejemplo, la sabiduría nos permite comprender que el amor es una
forma sublime de relación humana que puede expresarse a través de un beso. La ciencia
transita del primer nivel al segundo. Es decir, su labor consiste en transformar los datos en
conocimiento. La filosofía, en cambio, pone su empeño en conducirnos del segundo al tercer
nivel, tratando de integrar conocimientos dispersos en sabiduría. La propia complejidad de la
tarea provoca que la filosofía, consciente de ello, se presente humildemente como un amor a
la sabiduría, como un empeño siempre incompleto e inacabado de alcanzar su objetivo. Eso
es justamente lo que significa etimológicamente filosofía: φιλο (philo), «amor»;
σοφία (sophía), «sabiduría».

16
La filosofía como crítica universal y saber sin supuestos
1. El saber vulgar
Conviene en este punto que nos detengamos para establecer algunos caracteres del
conocimiento filosófico y sus diferencias con el científico. Para ello se comenzará por
considerar las principales formas de "saber", término que ya ha sido empleado repetidas
veces. La palabra "saber" tiene sentido muy amplio; equivale a toda forma de conocimiento y
se opone, por tanto, a "ignorancia". Pero hay diversos tipos o especies de saber, que 1
fundamentalmente se reducen a dos: el ingenuo o vulgar, y el crítico. Si bien de hecho se dan
por lo general imbricados el uno con el otro, el análisis puede separarlos y considerarlos como
tipos puros, siempre que no se olvide que en la realidad de la vida humana concreta se
encuentran íntimamente ligados y sus límites son fluctuantes. El saber vulgar o ingenuo es
espontáneo: se va acumulando sin que nos propongamos deliberada o conscientemente
adquirirlo; se lo va logrando a lo largo de la experiencia diaria. Por ejemplo, el saber que
tenemos acerca del manejo del interruptor de la luz; o acerca de qué vehículo puede llevarnos
hasta la Plaza de Mayo; o acerca de las causas de la política de tal o cual gobierno. Se trata
entonces del saber que proviene de nuestro contacto cotidiano y corriente con las cosas y con
las personas, el que nos trasmite el medio natural -el saber del campesino se refiere en
general a cosas diferentes de aquellas a que se refiere el saber propio de quien vive en la
ciudad- y el medio social - lo que se nos dice oralmente, o mediante los periódicos, la radio o
la televisión. La primera característica del saber ingenuo, pues. es su espontaneidad, el hecho
de que se constituya en nosotros sin que tengamos el propósito deliberado de lograrlo. En
segundo lugar, se trata de un saber socialmente determinado; se lo comparte en tanto se
forma parte de una comunidad dada y por el solo hecho de pertenecer a ella. Por lo mismo
que es espontáneo, está dominado por la sociedad respectiva y por las pautas que en ella
rigen; nuestro saber vulgar es así diferente del que es propio de los naturales del Congo o del
que tuvieron los hombres de la Edad Media. En la medida en que en cada circunstancia social
ese saber tiene cierta estructura y contenidos comunes, suele hablarse de "sentido común": el
común denominador de los conocimientos, valoraciones y costumbres propios de una
sociedad determinada (así nos dice el "sentido común" que el negro es lo propio del duelo,
pero hay sociedades donde el luto se expresa con el blanco). El saber vulgar está todo él
traspasado o teñido por factores emocionales, es decir, extrateóricos, que por lo general

17
impiden representarse las cosas tales como son, sino que lo hacen de manera deformada.
Piénsese, por ejemplo, en los prejuicios raciales, según los cuales el solo color de la piel sería
índice de defectos o vicios determinados. De manera que se trata aquí de un saber de las
cosas en función de los prejuicios, temores, esperanzas, simpatías o antipatías del grupo
social a que se pertenece, o propios del individuo respectivo. El saber ingenuo, pues, es
subjetivo, porque no está determinado esencialmente por lo que las cosas u objetos son en sí
mismos, sino por la vida emocional del sujeto. Por ello este saber difiere de un individuo a
otro, de un grupo social a otro, de país a país, de época a época, sin posibilidad de acuerdo, a
no ser por azar. Si se observa, no tanto el contenido, cuanto la conformación de este saber,
se notará una cuarta característica: su asistematicidad. Porque el saber vulgar se va
constituyendo sin más orden que el resultante del azar de la vida de cada uno o de la
colectividad; se va acumulando, podría decirse, a la manera como se van acumulando los
estratos geológicos, uno sobre el otro, en sucesión más o menos casual y desordenada. Y es
tal desorden lo que hace que suela estar lleno de contradicciones, que sin embargo no lo
vulneran ni afectan como tal saber, justo porque lo que en él predomina no es la lógica, el
aspecto racional, sino los factores emocionales.

2. El saber crítico
Tal como ocurre con muchas otras palabras importantes de los idiomas europeos, y en
especial del lenguaje filosófico, "crítica" procede del griego,2 del verbo κρινειν [ krínein], que
significa "discernir", "separar", "distinguir". "Crítica", entonces, equivale a " examen" o
"análisis" de algo; y luego, como resultado de ese análisis, "valoración" de lo analizado -
valoración que tanto podrá ser positiva cuanto negativa (por más de que en el lenguaje diario
predomine este último matiz). Mientras el saber ingenuo es espontáneo, en el saber crítico
domina el esfuerzo: el esfuerzo para colocarse en la actitud crítica. Es obvio que nadie se
vuelve matemático ni médico espontáneamente. No se requiere ningún empeño para
colocarse en la actitud ingenua, porque en esa actitud vivimos y nos movemos
permanentemente. Más para alcanzar la actitud crítica es preciso aplicarse, esforzarse:
deliberadamente, conscientemente, hay que tomar la decisión de asumir tal postura y ser
capaz de mantenerla. El saber crítico, entonces, exige disciplina, y un cambio fundamental de
nuestra anterior actitud ante el mundo (la espontánea). En este sentido es característica
esencial del saber crítico estar presidido por un método, vale decir, por un procedimiento,

18
convenientemente elaborado, para llegar al conocimiento, un conjunto de reglas que
establecen la manera legítima de lograrlo (como, por ejemplo, los procedimientos de
observación y experimentación de que se vale el químico) (cf. Cap. VIII, § 9). Mientras que en
el saber vulgar la mayoría de las afirmaciones se establecen porque sí, o, al menos, sin que
se sepa el porqué, el saber crítico, en cambio, sólo puede admitir algo cuando está
fundamentado, esto es, exige que se aduzcan los fundamentos o razones de cada afirmación
(principio de razón). "La edad de la tierra -dirá un geólogo- es de tres mil millones de años,
aproximadamente"; pero no basta con que lo diga, sino que deberá mostrar en qué se apoya
para afirmarlo, tendrá que dar pruebas. Por lo que se refiere a su configuración, en el saber
crítico predomina siempre la organización, la ordenación, y su articulación resulta de
relaciones estrictamente lógicas, no provenientes del azar; en una palabra, es sistemático,
lógicamente organizado. Para comprenderlo no hay más que pensaren la manera cómo se
encadenan los conocimientos en un texto de geometría, v. gr. Un tratado de anatomía, para
referirnos a otro caso, no comienza hablando del corazón, de allí salta al estudio del pie, luego
al de los párpados, etc.; si ello ocurriera, se diría que el libro carece de sistema. Por el
contrario, el tratado de anatomía empieza por estudiar los distintos tejidos, sigue luego con el
tratamiento de los huesos según un orden determinado, a continuación, se ocupa de las
articulaciones, músculos y tendones, etc. La organización lógica hace que el saber crítico no
pueda soportar las contradicciones; y si éstas surgen, son indicio seguro de algún error y
obligan de inmediato a la revisión para tratar de eliminarlas; será preciso entonces rehacer el
tema en cuestión, porque la contradicción implica que el saber no ha logrado todavía, en ese
aspecto, constituirse como saber verdaderamente crítico. La crítica, es decir, el análisis,
examen y valoración, opera de manca de evitar la intromisión de todo factor subjetivo; en el
saber crítico domina la exigencia simplemente teorética, el puro saber y su fundamentación, y
aspira a ser universalmente válido: pretende lograr la más rigurosa objetividad, porque lo que
busca es saber cómo son realmente las cosas, que se revelen tal como son en sí mismas, y
no meramente como nos parece que son. Quizás esa objetividad del saber crítico en el fondo
no sea más que un desiderátum, una pretensión, un ideal, que el hombre sólo raramente y de
manera relativamente inadecuada pueda lograr, como parece mostrarlo la historia misma de
la ciencia y de la filosofía; pero como exigencia, está siempre presente en el saber crítico.
Resulta entonces evidente que, mientras el saber vulgar está presente en todas las

19
circunstancias de nuestra existencia, el saber crítico sólo se da en ciertos momentos de
nuestra vida: cuando deliberadamente se asume la posición teorética, tal como ocurre en la
ciencia y en la filosofía. Tampoco es un saber compartido por todos los miembros de una
sociedad o época determinadas, sino sólo por aquellos miembros del grupo que se dedican a
la actividad crítica, es decir, los hombres de ciencia y los filósofos; y ello sólo en tanto se
dediquen a tal actividad, sólo en los momentos en que se encuentren en la actitud crítica,
porque en la vida diaria se comportan tan espontáneamente como los demás (el bioquímico
que come un trozo de carne no saborea "proteínas"). El saber crítico suele contradecir al
sentido común; basta pensar en algunos conocimientos y teorías científicos y filosóficos para
advertirlo. Según el sentido común, el sol "sale" por el Este y "se pone" por el Oeste; pero la
astronomía enseña que el sol ni sale ni se oculta, sino que ello es una ilusión resultante del
movimiento giratorio de la tierra sobre su propio eje. También el sentido común (y no sólo el
sentido común) sostiene que cualquier todo es mayor que cualquiera de sus partes; pero una
rama de las matemáticas, la teoría de los conjuntos, enseña que hay ciertos "todos" cuyas
partes no 3 son menores. O para tomar un ejemplo extraído del campo de la filosofía: el
sentido común supone que el espacio es una realidad independiente del espíritu humano;
pero Kant sostiene -diciendo las cosas de manera rudimentaria, inexacta- que hay espacio
solamente porque hay sujetos humanos que conocen; que el espacio es una especie de
proyección del hombre sobre las cosas, de manera tal que si por arte de magia se suprimiese
a todos los sujetos humanos, automáticamente dejaría de haber espacio; éste no tiene
existencia sino solamente como modo subjetivo de intuición (cf. Cap. X, § 10). Esta teoría
parecerá extravagante, pero en este punto sólo nos interesa mostrar su oposición con el
sentido común. Se adelantó (cf. § 1) que ambos tipos de saber, el vulgar y el crítico, marchan
frecuentemente enlazados el uno con el otro. Y, en efecto, sufren diversos tipos de influencias
recíprocas, de modo tal que en muchos casos puede presentarse la duda acerca de si
determinado conocimiento pertenece a una u otra forma de saber. La afirmación de que la
tierra tiene unos tres mil millones de años se la puede saber por haberla leído en cualquier
revista o semanario populares; pero el haberla leído allí no es garantía científica, ni cosa que
se le parezca. Ese conocimiento puede parecer conocimiento científico, pero en tanto que uno
se limite a repetirlo sin más, y en tanto se lo haya extraído de fuente tan poco seria, será
saber vulgar y no crítico, porque no se dispone de los medios para fundamentar la afirmación;

20
pero formulada en un tratado de geología, en cambio, sí tendrá carácter crítico. De manera
que la característica que permite separar el saber vulgar del crítico no está tanto en el
contenido de los conocimientos -en lo que éstos afirman-, cuanto más bien en el modo cómo
lo afirman -en que estén convenientemente fundados-, en nuestra actitud frente a los mismos.
Dentro del saber crítico se distinguen la ciencia y la filosofía. Antes de volver a referirnos a las
diferencias entre ambas, señalemos que hay tres tipos de ciencias: las formales, como la
matemática y la lógica; y las reales, fácticas o ciencias de la realidad, que a su vez se
subdividen en ciencias naturales -que pueden ser descriptivas (anatomía descriptiva,
geografía) o explicativas (física, química)- y ciencias del espíritu (llamadas también ciencias
morales, o ciencias de la cultura, o ciencias sociales), como la historia, la economía, la
sociología, la psicología.

3. La ciencia, saber con supuestos


La expresión "saber crítico", entonces, abarca tanto la ciencia cuanto la filosofía; ambas
se mueven en la crítica como en su "medio" natural. Más si, según ya se dijo (cf. Cap. I, § 3, y
Cap. II, § 8), la amplitud y profundidad de la filosofía son máximas, habrá de decirse ahora
que la función crítica alcanza en la filosofía su grado también máximo.

En efecto, si bien la actitud científica es actitud crítica, su crítica tiene siempre alcance
limitado, y ello en dos sentidos. De un lado, porque la ciencia es siempre ciencia particular,
esto es, se ocupa tan sólo de un determinado sector de entes, de una zona del ente bien
delimitada -la matemática, sólo de los entes matemáticos, no de los paquidermos; la
geografía, de las montañas, ríos, etc., no de las clases sociales (cf. Cap. I, § 3). El físico, por
ejemplo, asume entonces una actitud crítica frente a sus objetos de estudio -las leyes del
movimiento, las propiedades de los gases, la refracción de la luz, etc.-, y en este terreno no
acepta nada porque sí, sino sólo sobre la base del más detenido examen, de las
comprobaciones e inferencias más seguras, e incluso siempre debe estar dispuesto a revisar
sus conclusiones y a desecharlas si fuera necesario. Pero por aquí aparece la segunda
limitación: dado que la ciencia se ocupa solamente de un determinado sector de entes, y no
de la totalidad, no puede preguntarlo todo, no puede cuestionarlo todo, y por lo tanto siempre
tendrá que partir de, y apoyarse en, supuestos: la ciencia es un saber con supuestos que
simplemente admite. El término "supuesto" es un compuesto del prefijo "sub", que significa

21
"debajo", y del participio "puesto", de manera que "supuesto" quiere decir literalmente "lo que
está puesto debajo" de algo, como constituyendo el soporte o la base sobre la cual ese algo
se asienta. Y bien, el hombre de ciencia procede siempre partiendo de ciertos supuestos -
creencias, afirmaciones o principios- que no discute ni investiga, que admite simplemente sin
ponerlos en duda ni preguntarse por ellos, y que no puede dejar de aceptar en tanto hombre
de ciencia, porque precisamente su investigación comienza a partir de ellos, sobre la base de
ellos. El físico no puede dedicarse a su ciencia si no comienza por suponer que hay un mundo
real independiente de los sujetos que lo conocen (realidad del mundo exterior), ni sin suponer
que hay algo que se llama movimiento, y algo que se llama tiempo. El físico no se pregunta
propiamente por nada de esto: si efectivamente hay o no un mundo real material, o qué sea
en sí mismo el movimiento, o el espacio, o el tiempo; sino que todo ello constituye para él un
conjunto de supuestos necesarios a partir de los cuales procede. El físico dirá que el espacio
recorrido por un móvil es igual al producto de la velocidad por el tiempo; pero para ello es
preciso que dé por sentado el movimiento, el espacio y el tiempo: todo esto el científico lo sub-
pone, lo "pone" como base o condición de su propia actividad sin preguntarse por ellos
mismos (de manera parecida a como supone los números, cuyo estudio no le compete al
físico, sino al matemático).

La filosofía, en cambio, observará que respecto a la realidad del mundo exterior pueden
plantearse dificultades muy graves, y ya se vio cómo para Parménides el mundo sensible es
ilusorio (cf. Cap. II, § 5); dificultades no menores conciernen al espacio, al movimiento o al
tiempo. De manera semejante, toda ciencia parte del hecho de que el hombre tiene esa
facultad llamada "razón", es decir, de que el hombre, para pensar científicamente, tiene que
valerse de los principios ontológicos -identidad, contradicción, etc.-; y el científico emplea
constantemente estos principios, pero sin examinarlos, porque tal examen es asunto propio de
la filosofía. La ciencia, por último -para referirnos al supuesto más general de todos-, parte del
supuesto de que hay entes; en tanto que el filósofo comienza por preguntarse: "¿por qué hay
ente, y no más bien nada?" (Cf. Cap. I, § 4). Conviene señalar que cuando se dice que la
ciencia parte de supuestos o se constituye como saber con supuestos, no se debe ver en ello,
en manera alguna, un defecto" de la ciencia; es, por el contrario, condición esencial suya y, en
cierto modo, su " máxima virtud, porque gracias a ella solamente puede conocer todo lo que
conoce y fundamentar toda una serie de modos operativos con que actúa exitosamente sobre

22
la realidad, las llamadas "técnicas" -como, por ejemplo, la que nos permite, con sólo mover un
dedo, encender o apagar la luz.

Karl Jaspers “La filosofía”


II. LOS ORÍGENES DE LA FILOSOFÍA
La historia de la filosofía como pensar metódico tiene sus comienzos hace dos mil
quinientos años, pero como pensar mítico mucho antes. Sin embargo, comienzo no es lo
mismo que origen. El comienzo es histórico y acarrea para los que vienen después un
conjunto creciente de supuestos sentados por el trabajo mental ya efectuado. Origen es, en
cambio, la fuente de la que mana en todo tiempo el impulso que mueve a filosofar.
Únicamente gracias a él resulta esencial la filosofía actual en cada momento y comprendida la
filosofía anterior. Este origen es múltiple. Del asombro sale la pregunta y el conocimiento, de
la duda acerca de lo conocido el examen crítico y la clara certeza, de la conmoción del
hombre y de la conciencia de estar perdido la cuestión de sí mismo. Representémonos ante
todo estos tres motivos.
Primero. Platón decía que el asombro es el origen de la filosofía. Nuestros ojos nos
"hacen ser partícipes del espectáculo de las estrellas, del sol y de la bóveda celeste". Este
espectáculo nos ha "dado el impulso de investigar el universo. De aquí brotó para nosotros la
filosofía, el mayor de los bienes deparados por los dioses a la raza de los mortales". Y
Aristóteles: "Pues la admiración es lo que impulsa a los hombres a filosofar: empezando por
admirarse de lo que les sorprendía por extraño, avanzaron poco a poco y se preguntaron por
las vicisitudes de la luna y del sol, de los astros y por el origen del universo." El admirarse
impele a conocer. En la admiración cobro conciencia de no saber. Busco el saber,
pero el saber mismo, no "para satisfacer ninguna necesidad común". El filosofar es como un
despertar de la vinculación a las necesidades de la vida. Este despertar tiene lugar mirando
desinteresadamente a las cosas, al cielo y al mundo, preguntando qué sea todo ello y de
dónde todo ello venga, preguntas cuya respuesta no serviría para nada útil, sino que resulta
satisfactoria por sí sola.

Segundo. Una vez que he satisfecho mi asombro y admiración con el conocimiento de


lo que existe, pronto se anuncia la duda. A buen seguro que se acumulan los conocimientos,
pero ante el examen crítico no hay nada cierto. Las percepciones sensibles están

23
condicionadas por nuestros órganos sensoriales y son engañosas o en todo caso no
concordantes con lo que existe fuera de mí independientemente de que sea percibido o en sí.
Nuestras formas mentales son las de nuestro humano intelecto. Se enredan en
contradicciones insolubles. Por todas partes se alzan unas afirmaciones frente a otras.
Filosofando me apodero de la duda, intento hacerla radical, mas, o bien gozándome en la
negación mediante ella, que ya no respeta nada, pero que por su parte tampoco logra dar un
paso más, o bien preguntándome dónde estará la certeza que escape a toda duda y resista
ante toda crítica honrada. La famosa frase de Descartes "pienso, luego existo" era para él
indubitablemente cierta cuando dudaba de todo lo demás, pues ni siquiera el perfecto engaño
en materia de conocimiento, aquel que quizá ni percibo, puede engañarme acerca de mi
existencia mientras me engaño al pensar. La duda se vuelve como duda metódica la fuente
del examen crítico de todo conocimiento. De aquí que, sin una duda radical, ningún verdadero
filosofar. Pero lo decisivo es cómo y dónde se conquista a través de la duda misma el terreno
de la certeza.

Y tercero. Entregado al conocimiento de los objetos del mundo, practicando la duda


como la vía de la certeza, vivo entre y para las cosas, sin pensar en mí, en mis fines, mi dicha,
mi salvación. Más bien estoy olvidado de mí y satisfecho de alcanzar semejantes
conocimientos. La cosa su vuelve otra cuando me doy cuenta de mí mismo en mi situación. El
estoico Epiciclo decía: "El origen de la filosofía es el percatarse de la propia debilidad e
impotencia." ¿Cómo salir de la impotencia? La respuesta de Epicuro decía: considerando todo
lo que no está en mi poder como indiferente para mí en su necesidad, y, por el contrario,
poniendo en claro y en libertad por medio del pensamiento lo que reside en mí, a saber, la
forma y el contenido de mis representaciones. Cerciorémonos de nuestra humana situación.
Estamos siempre en situaciones. Las situaciones cambian, las ocasiones se suceden. Si
éstas no se aprovechan, no vuelven más. Puedo trabajar por hacer que cambie la situación.
Pero hay situaciones por su esencia permanentes, aun cuando se altere su apariencia
momentánea y se cubra de un velo su poder sobrecogedor: no puedo menos de morir, ni de
padecer, ni de luchar, estoy sometido al destino, me hundo inevitablemente en la culpa. Estas
situaciones fundamentales de nuestra existencia las llamamos situaciones límites. Quiere
decirse que son situaciones de las que no podemos salir y que no podemos alterar. La
conciencia de estas situaciones límites es después del asombro y de la duda el origen, más

24
profundo aún, de la filosofía. En la vida corriente huimos frecuentemente ante ellas cerrando
los ojos y haciendo como si no existieran. Olvidamos que tenemos que morir, olvidamos
nuestro ser culpable y nuestro estar entregados al destino. Entonces sólo tenemos que
habérnoslas con las situaciones concretas, que manejamos a nuestro gusto y a las que
reaccionamos actuando según planes en el mundo, impulsados por nuestros intereses vitales.
A las situaciones límites reaccionamos, en cambio, ya velándolas, ya, cuando nos damos
cuenta realmente de ellas, con la desesperación y con la reconstitución: Llegamos a ser
nosotros mismos en una transformación de la conciencia de nuestro ser. Pongámonos en
claro nuestra humana situación de otro modo, como la desconfianza que merece todo ser
mundanal. Nuestra ingenuidad toma el mundo por el ser pura y simplemente. Mientras somos
felices, estamos jubilosos de nuestra fuerza, tenemos una confianza irreflexiva, no sabemos
de otras cosas que las de nuestra inmediata circunstancia. En el dolor, en la flaqueza, en la
impotencia nos desesperamos. Y una vez que hemos salido del trance y seguimos viviendo,
nos dejamos deslizar de nuevo, olvidados de nosotros mismos, por la pendiente de la vida
feliz.

Pero el hombre se vuelve prudente con semejantes experiencias. Las amenazas le


empujan a asegurarse. La dominación de la naturaleza y la sociedad humana deben
garantizar la existencia. El hombre se apodera de la naturaleza para ponerla a su servicio, la
ciencia y la técnica se encargan de hacerla digna de confianza. Con todo, en plena
dominación de la naturaleza subsiste lo incalculable y con ello la perpetua amenaza, y a la
postre el fracaso en conjunto: no hay manera de acabar con el peso y la fatiga del trabajo, la
vejez, la enfermedad y la muerte. Cuanto hay digno de confianza en la naturaleza dominada
se limita a ser una parcela dentro del marco del todo indigno de ella. Y el hombre se congrega
en sociedad para poner límites y al cabo eliminar la lucha sin fin de todos contra todos; en la
ayuda mutua quiere lograr la seguridad. Pero también aquí subsiste el límite. Sólo allí donde
los Estados se hallarán en situación de que cada ciudadano fuese para el otro tal como lo
requiere la solidaridad absoluta, sólo allí podrían estar seguras en conjunto la justicia y la
libertad. Pues sólo entonces si se le hace injusticia a alguien se oponen los demás como un
solo hombre. Mas nunca ha sido así. Siempre es un círculo limitado de hombres, o bien son
sólo individuos sueltos, los que se asisten realmente unos a otros en los casos más
extremados, incluso en medio de la impotencia. No hay Estado, ni iglesia, ni sociedad que

25
proteja absolutamente. Semejante protección fue la bella ilusión de tiempos tranquilos en los
que permanecía velado el límite. Pero en contra de esta total desconfianza que merece el
mundo habla este otro hecho. En el mundo hay lo digno de fe, lo que despierta la confianza,
hay el fondo en que todo se apoya: el hogar y la patria, los padres y los antepasados, los
hermanos y los amigos, la esposa. Hay el fondo histórico de la tradición en la lengua materna,
en la fe, en la obra de los pensadores, de los poetas y artistas. Pero ni siquiera toda esta
tradición da un albergue seguro, ni siquiera ella da una confianza absoluta, pues tal como se
adelanta hacia nosotros es toda ella obra humana; en ninguna parte del mundo está Dios. La
tradición sigue siendo siempre, además, cuestionable. En todo momento tiene el hombre que
descubrir, mirándose a sí mismo o sacándolo de su propio fondo, lo que es para él certeza,
ser, confianza. Pero esa desconfianza que despierta todo ser mundanal es como un índice
levantado. Un índice que prohíbe hallar satisfacción en el mundo, un índice que señala a algo
distinto del mundo. Las situaciones límites —la muerte, el destino, la culpa y la Desconfianza
que despierta el mundo— me enseñan lo que es fracasar. ¿Qué haré en vista de este fracaso
absoluto, a la visión del cual no puedo sustraerme cuando me represento las cosas
honradamente? No nos basta el consejo del estoico, el retraerse al fondo de la propia libertad
en la independencia del pensamiento. El estoico erraba al no ver con bastante radicalidad la
impotencia del hombre. Desconoció la dependencia incluso del pensar, que en sí es vacío,
está reducido a lo que se le da, y la posibilidad de la locura. El estoico nos deja sin consuelo
en la mera independencia del pensamiento, porque a éste le falta todo contenido propio. Nos
deja sin esperanzas, porque falla todo intento de superación espontánea e íntima, toda
satisfacción lograda mediante una entrega amorosa y la esperanzada expectativa de lo
posible. Pero lo que quiere el estoico es auténtica filosofía. El origen de ésta que hay en las
situaciones límites da el impulso fundamental que mueve a encontrar en el fracaso el camino
que lleva al ser. Es decisiva para el hombre la forma en que experimenta el fracaso: el
permanecerle oculto, dominándole al cabo sólo fácticamente, o bien el poder verlo sin velos y
tenerlo presente como límite constante de la propia existencia, o bien el echar mano a
soluciones y una tranquilidad ilusoria, o bien el aceptarlo honradamente en silencio ante lo
indescifrable. La forma en que experimenta su fracaso es lo que determina en qué acabará el
hombre. En las situaciones límites, o bien hace su aparición la nada, o bien se hace sensible
lo que realmente existe a pesar y por encima de todo evanescente ser mundanal. Hasta la

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desesperación se convierte por obra de su efectividad, de su ser posible en el mundo, en
índice que señala, más allá de éste. Dicho de otra manera: el hombre busca la salvación. Ésta
es la brindan las grandes religiones universales de la salvación. La nota distintiva de éstas es
el dar una garantía objetiva de la verdad y realidad de la salvación. El camino de ella conduce
al acto de la conversión del individuo. Esto no puede darlo la filosofía. Y, sin embargo, es todo
filosofar un superar el mundo, algo análogo a la salvación.

Resumamos. El origen del filosofar reside en la admiración, en la duda, en la


conciencia de estar perdido. En todo caso comienza el filosofar con una conmoción total del
hombre y siempre trata de salir del estado de turbación hacia una meta. Platón y Aristóteles
partieron de la admiración en busca de la esencia del ser. Descartes buscaba en medio de la
serie sin fin de lo incierto la certeza imperiosa. Los estoicos buscaban en medio de los dolores
de la existencia la paz del alma. Cada uno de estos estados de turbación tiene su verdad,
vestida históricamente en cada caso de las respectivas ideas y lenguaje. Apropiándonos
históricamente éstos, avanzamos a través de ellos hasta los orígenes, aún presentes en
nosotros. El afán es de un suelo seguro, de la profundidad del ser, de eternizarse. Pero quizá
no es ninguno de estos orígenes el más original o el incondicional para nosotros. La patencia
del ser para la admiración nos hace retener el aliento, pero nos tienta a sustraernos a los
hombres y a caer presos de los hechizos de una pura metafísica. La certeza imperiosa tiene
sus únicos dominios allí donde nos orientamos en el mundo por el saber científico. La
imperturbabilidad del alma en el estoicismo sólo tiene valor para nosotros como actitud
transitoria en el aprieto, como actitud salvadora ante la inminencia de la caída completa, pero
en sí misma carece de contenido y de aliento. Estos tres influyentes motivos —la admiración y
el conocimiento, la duda y la certeza, el sentirse perdido y el encontrarse a sí mismo— no
agotan lo que nos mueve a filosofar en la actualidad. En estos tiempos, que representan el
corte más radical de la historia, tiempos de una disolución inaudita y de posibilidades sólo
oscuramente atisbadas, son sin duda válidos, pero no suficientes, los tres motivos expuestos
hasta aquí. Estos motivos resultan subordinados a una condición, la de la comunicación entre
los hombres. En la historia ha habido hasta hoy una natural vinculación de hombre a hombre
en comunidades dignas de confianza, en instituciones y en un espíritu general. Hasta el
solitario tenía, por decirlo así, un sostén en su soledad. La disolución actual es sensible sobre
todo en el hecho de que los hombres cada vez se comprenden menos, se encuentran y se

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alejan corriendo unos de otros, mutuamente indiferentes, en el hecho de que ya no hay lealtad
ni comunidad que sea incuestionable y digna de confianza. En la actualidad se torna
resueltamente decisiva una situación general que de hecho había existido siempre. Yo puedo
hacerme uno con el prójimo en la verdad y no lo puedo; mi fe, justo cuando estoy seguro de
mí, choca con otras fes; en algún punto límite sólo parece quedar la lucha sin esperanza por
la unidad, una lucha sin más salida que la sumisión o la aniquilación; la flaqueza y la falta de
energía hace a los faltos de fe o bien adherirse ciegamente o bien obstinarse tercamente.
Nada de todo esto es accesorio ni inesencial. Todo ello podría pasar si hubiese para mí en el
aislamiento una verdad con la que tener bastante. Ese dolor de la falta de comunicación y esa
satisfacción peculiar de la comunicación auténtica no nos afectarían filosóficamente como lo
hacen, si yo estuviera seguro de mí mismo en la absoluta soledad de la verdad. Pero yo sólo
existo en compañía del prójimo; solo, no soy nada. Una comunicación que no se limite a ser
de intelecto a intelecto, de espíritu a espíritu, sino que llegue a ser de existencia a existencia,
tiene sólo por un simple medio todas las cosas y valores impersonales. Justificaciones y
ataques son entonces medios, no para lograr poder, sino para acercarse. La lucha es una
lucha amorosa en la que cada cual entrega al otro todas las armas. La certeza de ser
propiamente sólo se da en esa comunicación en que la libertad está con la libertad en franco
enfrentamiento en plena solidaridad, todo trato con el prójimo es sólo preliminar, pero en el
momento decisivo se exige mutuamente todo, se hacen preguntas radicales. Únicamente en
la comunicación se realiza cualquier otra verdad; sólo en ella soy yo mismo, no limitándome a
vivir, sino llenando de plenitud la vida. Dios sólo se manifiesta indirectamente y nunca
independientemente del amor de hombre a hombre; la certeza imperiosa es particular y
relativa, está subordinada al todo; el estoicismo se convierte en una actitud vacía y pétrea. La
fundamental actitud filosófica cuya expresión intelectual he expuesto a ustedes tiene su raíz
en el estado de turbación producido por la ausencia de la comunicación, en el afán de una
comunicación auténtica y en la posibilidad de una lucha amorosa que vincule en sus
profundidades yo con yo. Y este filosofar tiene al par sus raíces en aquellos tres estados de
turbación filosóficos que pueden someterse todos a la condición de lo que signifiquen, sea
como auxiliares o sea como enemigos, para la comunicación de hombre a hombre. El origen
de la filosofía está, pues, realmente en la admiración, en la duda, en la experiencia de las
situaciones límites, pero, en último término y encerrando en sí todo esto, en la voluntad de la

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comunicación propiamente tal. Así se muestra desde un principio ya en el hecho de que toda
filosofía impulsa a la comunicación, se expresa, quisiera ser oída, en el hecho de que su
esencia es la coparticipación misma y ésta es indisoluble del ser verdad. Únicamente en la
comunicación se alcanza el fin de la filosofía, en el que está fundado en último término el
señuelo de todos los fines: el interiorizarse del ser, la claridad del amor, la plenitud del reposo.

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