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Teología para la
posmodernidad
Fundamentación ecuménica
Versión española de
Gilberto Canal Marcos
Primera edición: 1989
Primera reimpresión: 1998
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artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística fijada
en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la
preceptiva autorización.
(ación patrística (H. de Lubac, J. Daniélou, H. U. von Balthasar), y terminando por las
aportaciones especulativo-transcendentales (K. Rahner), con su clásico descuido de
la exégesis moderna. Por otra parte, un movimiento cen trífu go: El «mundo moder
no» que durante el concilio se abría paso en la Iglesia reclamaba que se lo tomara en
serio, no sólo de un m odo general y abstracto, sino en toda su pluralidad y
ambivalencia. La lectura de los «signos de los tiempos» se reveló para la teología
como una tarea infinitamente más difícil y compleja de lo que podía suponer el
Concilio. Las conmociones sociales de finales de los años sesenta dieron lugar a la
♦teología política» y, en América Latina, a la «teología de la liberación».
En el actual decenio, resultaba cada vez más claro que sólo podría afrontar el
futuro aquella teología — aquí nos referimos únicamente a la teología sistemática y a
la dogmática— que se atreviera a realizar en la forma menos convencional y más
convincente posible el doble programa de «volver a las fuentes» y «lanzarse a mar
abierto», o dicho de un m odo menos poético y paradójico: ¡u n a teología centrada
en los orígenes cristianos y orientada a l m undo a ctu a l!
Puede parecer evidente, pero una teología así se distingue esencialmente de
aquella otra que tiene su principio y su fin en los dogmas eclesiásticos, tanto si se
limita a repetir positivísticamente incluso lo ya trasnochado, tratando de demostrarlo
con argumentos de Escritura y de tradición, com o si intenta ponerlo al alcance del
hombre de hoy mediante una especulación transcendental o de otro tipo. Para una
teología centrada en los orígenes cristianos y orientada al mundo actual, los dogmas
eclesiásticos, no obstante su necesaria crítica, en m odo alguno resultan imposibles o
innecesarios. Estos conservan, o mejor dicho, recuperan su función original. No se
los identifica, como en las diversas formas de teología del Denzinger, con el mensaje
cristiano, sino que se los considera como lo que son: instrumentos magisteriales,
indicadores, señalización de peligros, que acompañan a la Iglesia a través de los
siglos y nos previenen a todos, naturalmente también al teólogo, frente a las falsas
interpretaciones del mensaje cristiano.
Edward Schillebeeckx califica el eco, tanto católico com o evangélico, de sus dos
libros sobre Jesús com o «globalmente positivo» (p. 10). Acuerdo fundamental, pese a
algunas críticas de aspectos concretos, por parte de los exegetas, incluso de los
alemanes, sincera crítica de algunos dogmáticos com o M. Lóhrer y P. Schoonenberg,
pero también innumerables tergiversaciones por parte de cienos dogmáticos alema
nes. Algunos teólogos dan la impresión de no saber leer bien. Schillebeeckx ha
tenido que «restregarse los ojos» más de una vez (p. 94) al ver com o se le
interpretaba: rechaza determinadas interpretaciones e insinuaciones (etiquetas, co
mo «liberalism o») de W. Kasper, W. Lóser y L. Scheffczyk com o «infundadas»,
«falsas», «incomprensibles», en definitiva, com o «ciencia ficción». ¿Obedecerá toda
vía al trauma de la Reforma el que algunos teólogos católicos, del país de Lutero, se
sientan llamados, también en este tema, a salir en defensa de la ortodoxia sin la más
mínima disposición para comprender? Para «intranquilidad» de esos teólogos
sistemáticos que no saben qué hacer con «los resultados críticos de la exégesis
actual» (p. 10), Schillebeeckx afirma: «N o se puede identificar la propia perspectiva
con la única posibilidad teológica legítima, de m odo que ya no se sea capaz de
conceder la más mínima comprensión a otras posibilidades. Nadie sale beneficiado
de que también los teólogos aporten su granito de arena a la creciente polarización
de los frentes, com o si una teología se preocupara más y otra menos de salvaguardar
la integridad cristiana de la fe. ¡Parece que con lo que realmente contamos es con un
“pluralismo de miedos’’» (p. 114).
Hay que conceder a Schillebeeckx que, al lado de la justificada preocupación por
la «ortodoxia», existe otra no menos justificada, y «en determinados momentos aún
más urgente», la de «transmitir la Buena Nueva en toda su integridad y, al mismo
tiempo, de un m odo inteligible (p. 10). Por supuesto que, para Schillebeeckx, esto no
quiere decir que no queden serios problem as que someter a una sincera discusión.
Pienso que todavía son necesarias clarificaciones metodológicas y de contenidos en
orden a ese deseado consenso fundamental, a fin de que determinadas diferencias
secundarias no encubran o pongan en peligro el consenso primario.
Lo aclararemos brevemente con un ejemplo que aparece tanto en la seria crítica
exegética y sistemática a la gran obra de Schillebeeckx com o en la respuesta de éste
En to m o a l problem a de Jesús (pp. 46-57); el tratamiento sistemático de la problem á
tica exegética en torno a la fuente Q (lo mismo cabe decir de la hipótesis,
íntimamente relacionada, de una cristología profética palestinense, cf. pp. 77-87). No
es que Schillebeeckx muestre una tendenciosa «predilección», com o le achacan
algunos dogmáticos alemanes, por la fuente redaccional Q, común a Mateo y a Lucas,
pero ésta sí juega un importante papel en su reconstrucción histórica de los estratos
primitivos del kerigma cristiano. Puesto que esta colección de palabras del Señor no
dice nada sobre la muerte y resurrección de Jesús, concluye Schillebeeckx que esta
cristología, fuertemente impregnada de espíritu judío, no debe de haber sido una
cristología de la Pascua (d el Jesús crucificado y resucitado), sino una cristología de la
parusía (del Jesús arrebatado a lo alto y que volverá de nuevo).
Pero esta cuestión histórica no debe convertirse apresuradamente, com o hacen
los mencionados dogmáticos, en un problem a defe , prejuzgando su solución en base
a miedos dogmáticos, porque no puede ser lo que no debe ser. ¿Qué sucedió
realmente? Esta pregunta hay que contestarla sin prejuicios com o una cuestión
histórica. Podemos aceptar com o histórica la existencia de una fuente redaccional,
desaparecida muy pronto, y, ciertamente, la existencia, al menos en un determinado
ámbito, de diversas cristologías en los tiempos preneotestamentarios y neotestamen-
tarios. Pero postular a partir de esta hipotética fuente Q, no sólo un coleccionista Q,
sino también una comunidad Q, e incluso «posteriores» comunidades Q, ¿no es
construir a partir de una hipótesis otras hipótesis no verificadas, naturalmente cada
vez menos consistentes a medida que se avanza en el proceso deductivo? ¿No se
pierde así de vista el carácter literario de esta fuente, que sólo ofrece una colección
de palabras del Jesús histórico, y que goza de una especial credibilidad histórica,
precisamente por no contener nada sobre una soteriología de la cruz o una
cristología de la resurrección? }
Independientemente de la respuesta que sea preciso dar al problema Q, mencio
no este ejemplo para lanzar la pregunta metodológica fundamental sobre la relación
exégesis y teología sistemática: ¿Es teológicamente correcto y pastoralmente útil
— cosa que también para Schillebeeckx es de suma importancia— que el teólogo
construya sobre hipótesis apenas verificadas, o defendidas por exegetas aislados,
quizás hipótesis extremas, com o tantas que han ido apareciendo en la investigación
sobre el Jesús histórico y que, más pronto o más tarde, ha habido que corregir? A mi
juicio, el teólogo sistem ático debería eintar m ezclarse en e l co n flicto de las hipótesis
exegéticas, donde tendría que actuar com o árbitro entre los diversos exegetas. No es
esa su misión. A la larga, su elaboración sistemática quedaría fácilmente desautoriza
da como pura cuestión hipotética.
¿Qué hacer, pues, en este, realmente existente, conflicto de hipótesis exegéticas?
Schillebeeckx tiene razón al decir que el teólogo no puede limitarse a esperar el
consenso general de los exegetas, que muchas veces no se da. Con relativa
frecuencia, un solo exegeta se muestra com o el explorador que está en lo cierto
contra una multitud de colegas que se arropan entre sí. Sin embargo, en general me
parecería más correcto metodológicamente — siempre que no sea urgente decidir
teológicamente una cuestión— que el teólogo trabajara lo más posible sobre
resultados exegéticos ya afianzados y defendidos por el amplio consenso de la
investigación crítica; y, justamente en la investigación sobre Jesús, este consenso es
bastante amplio. El teólogo deberá, a ser posible, dejar abiertas las cuestiones
exegéticas oscuras (así lo he hecho en Ser cristiano, por ejemplo, con la cuestión del
título de Hijo del hombre). El mismo Schillebeeckx afirma con respecto a las
comunidades Q que esta cuestión es «en cierto sentido» de poca importancia para la
teología sistemática: «Esto significa realmente poco en cuanto al contenido» (p. 56).
Con todo, se mantiene lo dicho sobre nuestro fundamental consenso hermenéu-
tico. Merece una admiración sin reserva alguna la apertura, la información y la
intensidad con que el teólogo Schillebeeckx se ha preocupado en sus dos grandes
obras por los datos bíblicos ya esclarecidos por la investigación histórico-crítica, y
también la precisión y sintonía con los tiempos con que ha traducido lo antiguo a
nuestro tiempo. Nos encontramos ya ante el segundo pilar para un posible, consenso
hermenéutico en la teología católica o, m ejor dicho, cristiana.