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old diary leaves

the only authentic history of


the theosophical society

SECOND SERIES, 1878-83

by
henry steel olcott
PRESIDENT-FUNDADER OF THE SOCIETY

“…Nothing extenuate,
Nor set down aught in malice”

LONDON
THE THEOSOPHICAL PUBLISHING SOCIETY

MADRAS: THEOSOPHIST OFFICE

1900
los fundadores de la sociedad teosófica
hojas de un
viejo diario
la única historia auténtica de
la sociedad teosófica

SEGUNDA SERIE, 1878-83

henry steel olcott


PRESIDENTE-FUNDADOR DE LA SOCIEDAD

“…No atenúes nada,


pero no exageres por malicia”

ARGENTINA
EDITORIAL TEOSÓFICA EN ESPAÑOL

2022
Título original en inglés: Old Diary Leaves
Traducción y revisión realizada por Miembros de la Sociedad
Teosófica en Argentina.
Diseño de Tapa: Erica Kupersmit

Catalogación:
Hojas de un viejo diario / Henry Steel Olcott - 1a ed. - San
Lorenzo: Sociedad Teosófica en Argentina, 2022

ISBN 978-987-4955-09-8

Por información adicional, dirigirse a:

Editorial Teosófica en Español


editorial@sociedadteosofica.org.ar
www.sociedadteosofica.org.ar

Tirada de 100 ejemplares impresa en los talleres gráficos de


Ediciones Antigrafo - Ituzaingo 936 - Buenos Aires.

2022
Prefacio

E
L Diario que me ha servido para escribir la siguiente serie
de capítulos, fue comenzado en enero de 1878, tres años
después de la formación de la Sociedad Teosófica en Nueva
York —por Mme. Blavatsky, por mí y varios otros— y, desde
entonces, hemos llevado este diario con regularidad. He publicado
con el título: “Hojas de un viejo diario: la verdadera historia de
la Sociedad Teosófica”, un primer volumen con ilustraciones que
fue publicado en 1895 por los Sres. G. P. Putnam & Sons (Londres
y Nueva York) el cual tuvo una amplia difusión. Aquel primer
volumen describe el período que transcurrió entre mi encuentro
con mi gran colega, en 1874, y nuestra partida de Nueva York para
Bombay en diciembre de 1878. Reanudo el hilo de mi relato desde
ese momento, y llegaré hasta la primavera de 1883; incluiré así los
acontecimientos nuevos e interesantes que acompañaron el estable-
cimiento de nuestro movimiento en India y en Ceilán*, los cuales
fueron seguidos de tan importantes resultados. No he omitido nada
que tuviese algún valor, y no he cambiado nada en los documentos.
Me siento orgulloso al poder decir que, aunque esas memorias han
sido publicadas mensualmente en The Theosophist desde marzo de
1892, y leídas por centenares de lectores, testigos oculares de los
acontecimientos relatados, nadie ha objetado nada a mi sinceridad,
y no se me ha indicado más que una ligera inexactitud. El creci-
miento de la Sociedad ha sido tan constante en los últimos cuatro
años como lo había sido hasta el momento de la publicación del
primer volumen de estas memorias, la cifra de Cartas Constitutivas
otorgadas a nuevas Ramas fue de 148, y el total, desde el comienzo
hasta el cierre del último año (1898), 592, en comparación con las
394 hasta el cierre del año 1894. Estas Ramas están ahora agru-
padas en ocho secciones administrativas, cuyas oficinas centrales

* Ceilán adquirió su independencia en 1948. En 1972 cambió su nombre a Sri


Lanka y pasó a ser una república, cortando sus últimos lazos con Gran Bretaña.
ii H ojas de un viejo diario

están respectivamente en Benarés, Londres, París, Amsterdam,


Estocolmo, Nueva York, Sidney y Auckland (NZ). La Sede Central
de toda la Sociedad y la residencia oficial del Presidente-Fundador
se encuentran en Adyar, Madrás. El trabajo, por lo tanto, ya cubre
la mayor parte del mundo civilizado, mientras que su literatura se
abre paso en un área aún más amplia, siendo leída en campamentos
de mineros y exploradores, en las chozas de los pioneros y en los
camarotes de barcos que navegan por todo el mundo.
Por lo tanto, un movimiento que se extiende por el mundo y
una Sociedad tan fuertemente basada, tienen derecho a ser tomados
en serio por los hombres que piensan, y, dado que el Diario de uno
de sus dos Fundadores principales proporciona los datos para una
historia veraz de su ascenso y progreso, y él, el sobreviviente, solo
conoce todos los hechos, parece ser su claro deber escribirlo mien-
tras su memoria es aún fuerte y su fortaleza no se ve afectada.
Uno de mis principales motivos para emprender este trabajo,
era el deseo de dejar detrás de mí, para servir a los futuros histo-
riadores, un bosquejo lo más parecido posible, del gran puzle de
personalidades que fue Helena Petrovna Blavatsky, cofundadora de
la Sociedad Teosófica. Afirmo por mi honor que no he escrito ni una
palabra sobre ella o sobre sus actos, que no haya sido dictada por
una perfecta fidelidad hacia su memoria y hacia la verdad. Ni una
línea que deba su origen a un resentimiento. La conocí con carácter
de compañera, de amiga, de colega, y como mi igual —en el plano
de la personalidad; todos sus otros colegas han sido sus discípulos,
o amigos ocasionales, o simples corresponsales, pero ninguno la
conoció tan íntimamente como yo, porque nadie la ha visto, como
la vi, en todas sus fases de humor, de actitud y de carácter. La Helena
Petrovna humana, con su intacta naturaleza rusa; la Mme. Blavatsky,
recién llegada de los círculos Bohemios de París; y la “Sra. Laura”
—cuyas guirnaldas y ramos de flores de su gira de conciertos como
pianista en 1872-73, por Italia, Rusia y otros países, no estaban aún
marchitos cuando llegó a Nueva York pasando por París— han sido
todas bien conocidas por mí, así como más tarde la “HPB” de la
Teosofía. No podía ser para mí, que la conocía tan bien, lo que fue
para muchos otros —una especie de diosa, inmaculada, infalible, la
igual de los Maestros de Sabiduría, sino una mujer extraordinaria,
que llegó a ser el canal de grandes enseñanzas, la agente encargada
de una tarea grandiosa. Y precisamente a causa de que la conocía
mucho mejor que nadie, me parecía ser un mayor misterio que a
los demás. Era muy fácil para quienes no la veían más que diciendo
oráculos, escribiendo aforismos profundos, o revelando una tras
otra las claves de la sabiduría oculta en las antiguas escrituras,
Prefacio iii

considerarla como un angelos [ángel] que estaba de paso en la Tierra,


y besar sus huellas. Para esos, ella no era un misterio. Pero para
mí, su colega más íntimo, mezclado en los detalles prosaicos de su
diaria existencia, sigue siendo un problema insoluble. ¿Cuánto de
su vida de vigilia era la de una personalidad responsable, y en qué
medida su cuerpo estaba dirigido por una entidad extraña a él? No
lo sé. Si se considera la hipótesis de que ella solo fue una médium
de los Grandes Maestros y nada más, entonces el enigma es fácil
de resolver, porque esta hipótesis explica los cambios de ideas, de
carácter, de gustos y de afectos, de los cuales ya hablé en el volumen
precedente. La Helena Petrovna de París, de Nueva York, de Italia
y de todos los otros países y épocas, encaja entonces con la HPB de
los últimos tiempos. Y qué, sino esto, es lo que significa la siguiente
frase, (escrita por su mano en mi Diario, el 6 de diciembre de 1878):
“Hemos vuelto a tomar frío, según creo. ¡Oh, pobre cuerpo viejo,
vacío y descompuesto!”
¿Estaba este cuerpo “vacío”, vacío de su habitante legítimo? Si no
fuese así, ¿por qué habría escrito esto de su propia mano, pero con
una escritura algo diferente de la suya? Nunca sabremos la verdad.
Si vuelvo siempre a este problema, es porque a medida que estudio
los acontecimientos pasados más profundamente, me parecen cada
vez más insolubles. Dejemos esto y reunámonos con los peregrinos
en Nueva York, ya en los camarotes del barco de vapor Canadá de
la National Line, prestos a zapar rumbo a Londres en el crudo mes
de diciembre.

Adyar, 1899
c o n te n i d o

I. Prefacio.......................................................................i
II. El viaje.......................................................................1
III. Instalación en Bombay............................................11
IV. Colocación de los cimientos.....................................19
V. Muchos milagros......................................................29
VI. Viaje al norte de India..............................................41
VII. Paseos por el Norte .................................................51
VIII. Comienzan a llegar los futuros trabajadores...........63
IX. Visitas a Allahabad y Benarés................................73
X. Fenómenos y pandits...............................................85
XI. Primer gira por Ceilán..............................................97
XII. Entusiasmo popular...............................................109
XIII. Fin de la gira..........................................................123
XIV. Una pequeña explosión doméstica.........................135
XV. El swami Dyánand Sarasvati habla sobre yoga...141
XVI. Simla y los coerulianos..........................................149
XVII. Los incidentes de Simla.........................................157
XVIII. Hermosas escenas.................................................165
XIX. Benarés la santa...................................................173
XX. El amo de los djinns..............................................181
XXI. Explicación del budismo cingalés..........................189
XXII. Creación de un fondo budista en Ceilán................199
c o n te n i d o

XXIII. De Bombay al Norte y regreso...............................215


XXIV. Un viaje en barca con HPB....................................227
XXV. De Baroda a Ceilán y curaciones..........................239
XXVI. Incidentes de las curaciones..................................259
XXVII. De gira y curaciones en Bengala...........................267
XXVIII. Floridos elogios......................................................281
XXIX. Curación de un mudo en el templo de Nelliappa...289
XXX. Milagros en el sur de India....................................301

i lu s trac i o n e s

I. Alfred P. Sinnett...............................................................28
II. The Theosophist, revista mensual fundada en 1879.....50
III. Interior de la Biblioteca de Adyar....................................72
IV. Sala de conferencias en Adyar.......................................84
V. Árboles banianos, Adyar...............................................156
VI. Sección occidental de la Biblioteca de Adyar................214
VII. Jardín de rosas y bungaló oriental, Adyar...................238
VIII. Avenida de palmeras de cocos en Adyar......................250
IX. Jardín de flores en la Sede Central en Adyar...............273
CAPÍTULO I
El viaje
1878

A
UNQUE dejamos el suelo estadounidense el 17 de diciembre
(1878), quedamos en aguas de EE. UU. hasta las 12:30 p. m.
del día 19, esperando la marea ya que perdimos la del día 18
y tuvimos que anclar en Lower Bay. ¡Traten de imaginar el estado de
HPB! Tronaba contra el capitán, el piloto, el mecánico, los propie-
tarios, y hasta contra la marea. Mi Diario debe haber estado en su
maleta, porque veo que ella escribió en él:

Tiempo soberbio. Claro, azul, sin nubes [el cielo], pero endiabla-
damente frío. Ataques de frío hasta las 11. El cuerpo es difícil de
gobernar… Por fin el capitán nos hace atravesar el banco Sandy
Hook. ¡Afortunadamente no hemos encallado!… Todo el día
comiendo: a las 8, al mediodía; a las 4 y a las 7. HPB come como
tres cerdos.

No he sabido el sentido de la frase escrita por la mano de HPB


en mi Diario, el 17 de diciembre de 1878: “Todo está oscuro, pero
tranquilo”, hasta que en Londres su sobrina me tradujo un extracto
de una carta escrita por su tía a su madre (la Sra. Jelihovsky) desde
Londres, el 14 de enero de 1879 y la cual ella gentilmente ha copiado
para el presente uso. HPB escribe a su hermana:

Parto para India. Sólo la Providencia sabe qué porvenir nos espera.
Tal vez esos retratos sean los últimos. No olvides a tu hermana
huérfana, que ahora lo es en el absoluto sentido de la palabra.
2 H ojas de un viejo diario

Adiós. Saldremos de Liverpool el 18. ¡Que los poderes invisibles


los protejan a todos!
Escribiré desde Bombay, si es que llego.
Elena
Londres, enero 14 de 1879.

¿Si es que llego? Entonces ella no estaba segura de lograrlo y aquella


predicción de Nueva York, podría realizarse. Muy bien; pero, ¿Qué
hay entonces, de aquella historia que ha estado circulando, de que
ella tenía un conocimiento previo de cómo nos iría en India? Las
dos cosas no concuerdan.
Sólo éramos diez pasajeros a bordo. Nosotros tres: HPB, Wimbridge
y yo, un clérigo de la Iglesia Anglicana y su esposa, un alegre y rubi-
cundo joven hacendado de Yorkshire, un capitán angloíndio y su
esposa, y otro señor con otra señora. ¡Ya podrán imaginarse lo que
fue esa travesía para el infortunado clérigo, entre el mareo y sus
diarias batallas con HPB! Y, sin embargo, aunque ella no le ahorrase
su opinión sobre los miembros del clero, usase expresiones que lo
hacían saltar, él tuvo un espíritu bastante amplio para apreciar sus
nobles cualidades y casi llorar al decirle adiós. Llegó hasta enviarle
su retrato y pedirle el suyo en cambio.
El buen tiempo no duró más que tres días. El 22 todo cambió,
y — como HPB lo anotó en mi diario— “Viento y tempestad. La
 

lluvia y la neblina llegaron a las alondras del salón (sic). Todo el


mundo mareado, salvo la Sra. Wise y HPB; Moloney (yo) canta”.
Volvió el buen tiempo, seguido esa misma tarde por un terrible
huracán, durante el cual el Capitán nos “contaba horribles histo-
rias de náufragos y ahogados”. Después de esto, los demonios de
las tempestades nos persiguieron como si hubiesen sido pagados
por los enemigos de la S. T. Se hubiera dicho que todos los vientos
encerrados en odres por Eolo en provecho de Ulises, se habían esca-
pado y desmadrado. Veo una entrada mía que sigue a lo largo de
las páginas del 20, 21, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30, y 31 de
diciembre: “Continúan los días y las noches de tedio, confusión y
angustia. De noche uno es lanzado como una pelota de bádminton
entre dos raquetas. De día, las horas son tan largas que parecen días.
Un pequeño e incongruente grupo de pasajeros hartos los unos de
los otros”. HPB escribió un día: “Noche de sacudidas y vaivenes.
HSO enfermo en cama; esto es monótono, estúpido y cansador. ¡Oh
la Tierra! ¡Oh India y el Hogar!”
Despedimos al Año Viejo y le dimos la bienvenida al Nuevo.
A medianoche la campana de a bordo tocó dos veces las “Ocho
campanadas”, indicando el cambio de año y, según la costumbre,
El viaje 3

hubo un estrépito de campanillas, cacerolas, y en las máquinas,


barras de hierro y otros objetos sonoros. Entramos en el Canal de la
Mancha el Día de Año Nuevo, 1879, con una espesa niebla, símbolo
de nuestro porvenir desconocido. Obligados a avanzar muy lenta-
mente, tomamos un piloto, un hombre muy viejo, de apariencia
anticuada, a las 2:30 p. m., y a las 5:30 p. m. tuvimos que anclar
frente al Deal [Castillo Deal]. El Capitán se dio cuenta en seguida de
que el piloto tenía la vista estropeada y no distinguía una luz roja de
una verde; seguramente nos hubiera sucedido alguna desgracia sin
la vigilancia del capitán Sumner; un hombre notable, que honraba a
la marina mercante británica. Si el piloto hubiese visto bien, habría
podido enfilar al puerto Támesis Haven y ahorrarnos así un día
entero de penuria en el Canal de la Mancha.
En fin, como la niebla seguía siendo muy densa, nos fue preciso
navegar con precaución, tanto, que tuvimos que anclar otra vez la
segunda noche, y no llegamos hasta el siguiente día a Gravesend,
donde tomamos el tren para Londres; así terminó la primera etapa
de nuestro largo viaje. El Dr. y la Sra. Billing nos ofrecieron una
encantadora hospitalidad en su casa de Norwood Park, la que se
convirtió en el lugar de reunión de todos nuestros amigos y corres-
ponsales de Londres. Entre otros, citaré a Stainton Moses, Massey,
el Dr. Wyld, el Rev. y Sra. Aytoun, Henry Hood, Palmer Thomas,
los Ellise, A. R. Wallace, varios estudiantes indos de medicina o
derecho, la Sra. Knowles y otras damas y caballeros. Presidí, el 5
de enero, una reunión de la S. T. Británica, en la cual se realizaron
elecciones.
Todo nuestro tiempo en Londres fue ocupado por los asuntos
corrientes de la Sociedad, las visitas que recibimos y las excursiones
al Museo Británico y a otras partes: todo esto sazonado con fenó-
menos por HPB, y con sesiones en casa de la Sra. Hollis Billing,
cuyo espíritu guía “Ski”, es conocido de nombre en el mundo espi-
ritista entero.
Pero el incidente más notable de nuestra residencia en Londres
fue el encuentro de un Maestro por tres de nosotros, al bajar por la
Calle Cannon. Esa mañana la niebla era tan densa que no se veía la
otra acera, y Londres se mostraba bajo su más desfavorable aspecto.
Las dos personas que iban conmigo, lo vieron antes, porque estaba
del otro lado y ocupado en mirar algo. Pero cuando lanzaron una
exclamación, me volví con rapidez y mis ojos se encontraron con
los del Maestro, que me miraba por encima de su hombro. No lo
conocía, pero reconocí el rostro de un Ser Elevado, porque una vez
visto el tipo no puede ser confundido. Así como la gloria del sol es
bien diferente de la de la luna, igualmente el esplendor de la cara
4 H ojas de un viejo diario

de un hombre o de una mujer de bien, no es la luz trascendente de


un Adepto; a través de la lámpara de arcilla del cuerpo, como dijo
el sabio Maimónides, se percibe el fulgor de la interna llama del
espíritu transformado. Continuamos los tres nuestro camino por la
ciudad; en cuanto llegamos a la casa del Dr. Billing, la Sra. Billing
y HPB nos dijeron que el Hermano había venido y dijo que nos
acababa de encontrar en la ciudad, citando nuestros nombres. La
Sra. Billing nos contó algo interesante. Dijo que, aunque la puerta
de la calle estaba cerrada y con cerrojo, como de costumbre, de
manera que nadie podía entrar sin llamar, al ir de su salón a la habi-
tación de HPB, pasando por el vestíbulo, casi cayó en brazos de un
extranjero que se hallaba entre la puerta de entrada y la del cuarto
de HPB. Lo describió como un indo muy alto y hermoso, con una
mirada sumamente penetrante, que parecía mirar a través de ella.
Ella quedó tan sorprendida que no pudo pronunciar ni una palabra,
pero el extranjero dijo: “Desearía ver a Mme. Blavatsky”, y se dirigió
a la habitación que está ocupada por HPB. La Sra. Billing le abrió
la puerta y le rogó que entrase. Él fue directamente hacia HPB, y
después de haberle hecho un saludo oriental, comenzó a hablarle
en un idioma cuyas asonancias eran por completo desconocidas de
la Sra. Billing, a pesar de que su oficio de médium, que ejercía desde
largo tiempo, la relacionó con personas de muy diferentes naciona-
lidades. Como es natural, la Sra. Billing quiso salir del cuarto, pero
HPB le pidió que se quedase y que no se ofendiera al verles utilizar
una lengua extranjera, porque tenían que tratar asuntos ocultos.
No puedo decir si ese indo misterioso trajo en realidad a HPB un
fortalicimiento de poderes, pero durante la cena, esa misma noche,
hizo feliz a su huéspeda, sacando para ella, de debajo de la mesa,
una tetera japonesa de extrema ligereza. Creo que eso fue a petición
de la Sra. Billing, pero no estoy seguro. Hizo también que Massey
hallase en el bolsillo de su abrigo, que estaba en el vestíbulo, un
tarjetero indo con incrustaciones. Mas sólo me limito a citar estos
hechos, porque fácilmente podrían ser explicados por la hipótesis
de un engaño, si se quisiera dudar de su buena fe. Otra cosa que
también nos asombró a todos —poco dispuestos, como estábamos
entonces, a la crítica— como muy extraordinaria: el 6 de enero por
la noche, “Ski” me dijo que fuese a la exposición de las figuras de
cera de la Sra. Tussaud, y que debajo del pie izquierdo de la Figura
158, encontraría una carta, dirigida a mí por cierto Personaje. Al día
siguiente, por la mañana, fuimos a la exposición el Rev. Aytoun, el
Dr. Billing, el Sr. Wimbridge y yo, y hallamos dicha carta en el sitio
anunciado. Pero en mi Diario veo escrito que HPB y la Sra. Billing
fueron el 6 de enero, por la mañana, al Museo Británico, y ya que
El viaje 5

salieron de la casa, nada impide que hubieran ido a la exposición de


la Sra. Tussaud si así lo hubiesen acordado. De suerte que —desde
el punto de vista de la SPG*— el caso no tiene ningún valor, aunque
entonces creí, como ahora lo creo, en la autenticidad del fenómeno.
La noche siguiente tuvimos el placer de oír a Ski que nos decía ser
el mensajero de los Maestros y nombró a varios de ellos. También,
en la oscuridad, me arrojó un gran pañuelo de seda y sobre el que
estaban escritos varios de sus nombres. ¡El pañuelo medía unos 115
cm de lado!
La noche que siguió a esa, después de cenar, HPB nos explicó la
dualidad de su personalidad y la ley en virtud de la cual se producía
esta doble personalidad. Admitió sin restricción que no era la
misma persona en momentos diferentes; y nos dio una sorpren-
dente prueba de la verdad de esta afirmación. Mientras charlábamos
en una media luz, ella permaneció en silencio cerca de la ventana,
con las dos manos sobre las rodillas. De pronto nos habló para atraer
nuestra atención y una de sus manos era tan blanca y hermosa
como de costumbre, mas la otra era una mano larga, de hombre,
una mano oscura de indo; y como la miráramos con sorpresa,
vimos que también sus cabellos y cejas habían cambiado de color,
¡para volverse de un castaño claro a completamente negros! Llámase
a esto una maya hipnótica, ¡pero qué maya tan magnífica: produ-
cida sin pronunciar ni una sola palabra de sugestión! Es posible
que haya sido una maya, porque recuerdo que, al día siguiente, por
la mañana, sus cabellos estaban todavía bastante más oscuros que
de costumbre, y sus cejas eran negras. Ella misma lo percibió al
verse en el espejo del salón y me dijo que había olvidado de borrar
todo rastro del cambio; después, volviéndome la espalda, se pasó las
manos por la cara y los cabellos dos o tres veces, y cuando se volvió,
ya había recobrado su apariencia habitual.
El 15 de enero, nuestro equipaje más importante salió para
Liverpool. El 17, promulgué un Aviso Ejecutivo nombrando, ad
interim [interinamente], al mayor-general Doubleday, EE.  UU.,
MST, Presidente interino de la S. T. y en las mismas condiciones
al Sr. David A. Curtis como Secretario de Correspondencia, y al
Sr. G. V. Maynard como Tesorero. W. Q. Judge ya había sido elegido
como Secretario de Archivo. Estas disposiciones tenían por objeto
atender a la administración de la Sede Central de Nueva York hasta
que hubiésemos decidido el porvenir de la Sociedad, después de

* Siglas para, Society for the Propagation of the Gospel in Foreign Parts (Sociedad para
la Propagación del Evangelio en el Extranjero). Sociedad misionera de la Iglesia
Anglicana.(N. del E.)
6 H ojas de un viejo diario

nuestra llegada a Bombay. Esa misma noche a las 9:40 salimos de


Euston, Londres para Liverpool, después de una agradable estancia
de quince días entre nuestros queridos amigos y colegas. Varios de
ellos nos acompañaron a la estación, y me acuerdo como si fuese
ayer, que me estuve paseando por la sala de espera con el Dr. George
Wyld, hablando de temas religiosos. El día siguiente lo pasamos en
el Great Western Hotel en Liverpool, y a las 5 p. m. nos embarcamos
en el “Speke Hall” con una fuerte lluvia. El barco era sucio y de feo
aspecto; de modo que, con la lluvia, el olor de alfombras y tapice-
rías mojadas en los salones y camarotes, y las caras de disgusto —al
igual que las nuestras— de los cuarenta compañeros de viaje, todo
era de mal augurio para nuestra larga travesía hacia India. Ruido y
suciedad al partir de Nueva York; ruido, suciedad y malos olores al
salir de Liverpool; para conservar el valor, nos eran necesario todos
nuestros sueños de una India inundada de sol, y la imagen encan-
tada que nos forjáramos de nuestros futuros amigos indos.
La noche del 18 la pasamos en la Mersey, y la partida tuvo lugar
al alba. Mi diario refleja de este modo nuestras primeras impre-
siones: “A bordo, todo está en un estado lamentable. El barco está
cargado como para irse a pique —según me parece— de rieles de
hierro. La mar está agitada y sin cesar las olas entraban al barco.
Wimbridge y yo, ocupamos un camarote a proa sobre el puente, y
no tenemos comunicación interior con el salón popa. Un hombre
no acostumbrado al mar, arriesgaría su vida si tratase de atravesar el
puente. Hay que creer que los camareros de a bordo no se sienten
mejor que los pasajeros, puesto que hasta las 3 p. m. no nos sirven
la comida”. El día siguiente no fue mejor, y si no fuese por una
cesta de pan y manteca que nos habían dado en Londres, y que por
suerte fue puesta en nuestro camarote, hubiéramos sufrido hambre.
Durante este tiempo, HPB escandalizaba a sus compañeros de viaje
y a los criados, salvo una o dos excepciones, fueron impactados por
su fuerte lenguaje, escandalizados por su heterodoxia religiosa, y de
forma unánime la declararon insoportable. A causa de una ola más
fuerte que las otras, HPB fue arrojada contra la pata de una mesa
del comedor y se lastimó la rodilla. Al tercer día, nos envió una
orden imperativa para que compareciéramos ante ella; después de
habernos subido los pantalones hasta la rodilla, con los zapatos y
calcetines en la mano, nos lanzamos al puente, que estaba cubierto
de agua, debido a los rolidos del barco. El salón se encontraba en
un estado inverosímil: la alfombra quitada, agua y cosas mojadas
por todas partes, y olores como pueden imaginarse en un barco
que no ha podido ser ventilado en tres días. HPB estaba acostada
en su camarote, con la rodilla enferma, y a través de los pequeños
El viaje 7

camarotes se oía su fuerte voz, llamando a la camarera (la Sra. Yates)


de manera estentórea. ¡Oh, Golfo de Vizcaya! ¡Qué recibimiento nos
hiciste, a nosotros, pobres víctimas del mareo!
Durante la noche del 23 de enero, pasamos el Cabo Finisterre, que
nos libró de ese horrible Golfo. Pero ese día no pudimos observar el
sol, y al pasar de nuestro camarote al salón nos parecía atravesar un
foso lleno de agua o una presa de molino. Por fin al otro día el tiempo
mejoró y nos vimos entre un mar de zafiro y un cielo azul, en un
aire agradable y primaveral, de suerte que todos los míseros pasa-
jeros se arrastraron hasta el puente para reponerse al sol. Las costas
de África, de color rosa y opalino, aparecían a través de una bruma
perlada, como fantasmagóricos acantilados. Navegamos (a razón de
unos 500 kilómetros al día) a través de Gibraltar, el Mediterráneo,
Argelia y pasamos la noche del 28 de enero en Malta para embarcar
carbón y salimos al día siguiente, cubiertos de polvo de carbón en
todos los rincones posibles, y para colmo, el mal tiempo volvió a
apoderarse de nosotros casi en seguida de salir del puerto. El pobre
barco se balanceaba y cabeceaba como loco, y entraban olas al barco
que no se hubieran sentido en un buque menos cargado. Adiós al
ánimo de los pasajeros: todos mareados. Pero hubo una compensa-
ción: HPB, que hasta entonces pasó el tiempo burlándose despia-
dadamente de nosotros y riéndose de nuestra debilidad, ponién-
dose como ejemplo, de pronto vencida por su karma, se sintió tan
mareada como los otros. De más está decir que sus ironías le fueron
devueltas sin misericordia.
Llegamos a Port Said el 2 de febrero, e hicimos una visita a
la ciudad, seguida del bendito reposo de dos días y dos noches
en el Canal de Suez. Como se ve, era antes de que la instalación
de unos poderosos reflectores permitiera el paso nocturno por el
Canal. El Speke Hall entró a las 10:30 a. m. y amarró esa noche en
frente de la aldea árabe de Khandara, donde, en una cafetería árabe,
bebimos un café negro genuino y fumamos en narguilehs; a la noche
siguiente amarramos en un fondeadero a unos 10 kilómetros de
Suez, donde pasé una agradable noche con el jefe del puesto, en
compañía de dos pilotos Corsos, quienes hablaban francés fluida-
mente; finalmente en la aurora del tercer día, entramos en el Mar
Rojo, dando así comienzo a nuestra tercera etapa marítima hacia el
País de nuestros Deseos. En Suez encontramos cartas de nuestros
amigos indos, lo que aumentó aún más nuestra febril impaciencia
por alcanzar nuestro destino. La luna teñía las aguas del Golfo de
Suez y nos parecía navegar por un mar de ensueño. Nada sucedió
hasta el 12, que reventó un tubo en la caldera; hubo que detenerse
para repararlo; al día siguiente la reparación estalló de nuevo, nos
8 H ojas de un viejo diario

detuvimos otra vez, perdiendo un tiempo precioso y rabiando por


esa detención casi ante las luces de Bombay. El día 15 al mediodía
faltaban 300 kilómetros y a la mañana siguiente llegamos al Puerto
de Bombay. Me había quedado en el puente hasta la 1 a. m., admi-
rando la majestad del cielo indo, y esforzándome por distinguir el
primer resplandor de las luces de Bombay.
Por fin aparecieron, al emerger un faro del mar, y me fui a
descansar esperando la llegada del día. Pero antes de la salida del
sol, ya estaba de pie en el puente, y mientras navegaba hacia el
fondeadero, me saciaba contemplando el panorama del Puerto, que
se desplegaba ante mí. Pedimos que se nos mostrase, primero de
todo, la localidad de Elefanta, ya que era para nosotros el símbolo y
la representación de la India antigua, la Bharatavarsha sagrada, que
nuestros corazones aspiraban a ver revivir en la India actual. Pero,
¡ay! al volverse uno hacia el promontorio de Malabar Hill, el sueño se
desvanecía. La India que veíamos, era la de los bungalós suntuosos,
encuadrados en ricos jardines a la inglesa, y el lujo que anuncia la
gran fortuna hecha en el comercio colonial. La Aryavarta de los
tiempos de Elefanta, se borraba ante el crudo esplendor del nuevo
orden de cosas, en el cual ni la ciencia ni la filosofía toman parte,
y que reconoce por divinidad tutelar al ídolo de la Reina acuñado
en las rupias actuales. Uno se acostumbra a ello, pero la sensación
primera fue una desilusión.
Apenas el barco echó pesadamente el ancla, tres caballeros indos
llegaron a buscarnos. Todos nos parecían desconocidos, pero cuando
nos dijeron sus nombres, les tendí mis brazos y los estreché contra
mi corazón; eran Moolji Thackersey, el pandit Schyamji Krishnavarma
y el Sr. Ballajee, todos Miembros de la Sociedad. No era raro que
no hubiese reconocido a Moolji, con el pintoresco traje de su casta
Bhattia, el dhoti, túnica de muselina blanca, y el turbante rojo en
forma de casco, con la punta hacia adelante, encima de la frente. En
1870, cuando atravesé el Atlántico con él, iba vestido a la europea, y
no se parecía nada al indo de ahora. El nombre de Schyamji ha llegado
a ser célebre en Europa, conocido como famoso pandit que ayudó al
profesor Monier Williams en sus trabajos. Siempre sentimos con
HPB, un afecto paternal por él. Nuestros tres amigos habían pasado
la noche en un “bunder boat” * esperándonos, y estaban tan encan-
tados de vernos como nosotros de desembarcar. Fue una desilusión
la ausencia de Hurrychund Chintamon, nuestro principal corres-
ponsal y hasta entonces el más respetado. Como no apareció, fuimos

* Un tipo de barco pequeño, de navegación costera y portuaria, usado por aque-


llos años en India. (N. del E.)
El viaje 9

a tierra en el barco costero de los otros, y mi primer movimiento, al


atracar con el Apollo Bunder, fue prosternarme para besar el escalón
de granito; ¡mi acto instintivo de puja! Por fin pisábamos ya en suelo
sagrado; el pasado estaba olvidado, también nuestra penosa y peli-
grosa travesía, la angustia de las esperanzas postergadas era reem-
plazada por la emocionante alegría de hallarnos en el país de los
Rishis, cuna de todas las religiones, residencia de los Maestros, patria
de nuestros hermanos y hermanas de piel oscura, con los cuales
soñábamos vivir y morir. Todo lo que nuestros compañeros de viaje
habían podido decirnos a bordo acerca de su debilidad moral, de su
hipocresía, de su mala fe, y su incapacidad para inspirar el menor
respeto a los europeos, fue olvidado. Porque los amábamos a causa
de sus antepasados, y estábamos dispuestos a quererlos por ellos
mismos, a pesar de todas sus imperfecciones presentes. Y debo decir,
en lo que me concierne, que mis sentimientos no han cambiado
hasta hoy. Verdadera y realmente, es mi pueblo, su país es mi país;
¡que la bendición de los Sabios sea con ellos y permanezca con ellos
siempre!
CAPÍTULO II
Instalación en Bombay
1879

F
UE una mano ardiente la que el Sûria Deva indo depositó
sobre nuestras cabezas, mientras aguardábamos en la cubierta
del Apollo Bunder. La temperatura del medio día de Bombay
a mediados de febrero es una sorpresa para los occidentales, y
tuvimos el tiempo necesario para apreciar su fuerza, antes de que
el Sr. Hurrychund llegase a socorrernos. Precisamente había ido al
barco cuando acabábamos de desembarcar y nos obligó a esperarle
así, en el muelle ardiente donde el aire vibraba de calor alrededor
de nosotros.
Además de Hurrychund y de los tres caballeros arriba mencio-
nados, no recuerdo a ningún otro que haya venido a recibirnos
en nuestro desembarco; un hecho que causó un gran descontento
entre los miembros de la Arya Samaj, que acusaron a su entonces
Presidente, Hurrychund, de que intencionadamente no les previno
de nuestra llegada para poder guiarnos él mismo.
Las calles de Bombay nos encantaron por su carácter oriental tan
marcado. Las altas casas estucadas, los, para nosotros, trajes nuevos
de la diversa población asiática, los vehículos pintorescos, la intensa
impresión producida en nuestro sentido artístico y la realidad de
encontrarnos por fin, después de tantas tempestades, en el lugar
por tanto tiempo deseado, entre nuestros queridos “Paganos”, todas
estas vívidas impresiones nos llenaban de alegría.
Antes de salir de Nueva York, escribí a Hurrychund que nos
alquilase una casita conveniente en el barrio hindú, y que nos
tuviese los criados más indispensables, con la intención de no gastar
12 H ojas de un viejo diario

nada en lujo inútil. Cuando llegamos, nos condujo a una casa de su


propiedad, en la calle Girgaum Back, un lugar bastante desolado,
junto a su taller fotográfico. Por cierto, la casa era bastante pequeña,
pero estábamos tan decididos a encontrar todo perfecto, que nos
declaramos satisfechos. Las hojas de los cocoteros se balanceaban
sobre nuestro techo y flores indas regocijaban nuestro sentido del
olfato; después de los horrores de la travesía, nos parecía estar en
el Paraíso. Las esposas de nuestros amigos vinieron a ver a HPB, y
la Srta. Bates y cierto número de caballeros parsis e hindúes nos
visitaron en masa. Pero la gran afluencia de visitas no comenzó
hasta el día siguiente, y Wimbridge —un artista— y yo, pasamos
horas enteras observando el vaivén de la muchedumbre en la calle,
mareados con innumerables cuadros vivos que venían a tentar
lápices y pinceles; todo lo que pasaba, animales, carros o personas,
era un modelo para artistas.
En el Speke Hall establecimos una relación que se convirtió en
larga amistad, la del Sr. Ross Scott, BCS*, hombre de carácter noble,
un verdadero irlandés en el mejor sentido de la palabra. Sus largas
conversaciones con nosotros, respecto a la filosofía oriental, le deci-
dieron a ingresar en nuestra Sociedad. Vino a vernos la noche que
desembarcamos, y consiguió de HPB un fenómeno que yo todavía no
había visto. Estaba sentado con ella en el sofá y yo estaba de pie con
Hurrychund junto a una mesa en el centro de la sala, cuando Scott
reprochó a HPB su evidente intención de dejarlo partir al Norte,
a hacerse cargo de su puesto oficial, sin haberle dado la menor
prueba de la existencia de los poderes psíquicos en el ser humano,
de los que hablaba con tanta frecuencia. HPB lo quería mucho y
accedió a su deseo. “¿Qué desea usted que haga?”, le preguntó. Él
tomó el pañuelo que ella tenía en la mano, y mostrando su nombre
“Helena”, bordado en un ángulo, le contestó: “Pues bien, que desa-
parezca este nombre y que otro le reemplace”. ¿Qué nombre quiere
usted?” replicó ella. Scott, mirando hacia nosotros, señaló a nuestro
huésped y dijo: “Que sea Hurrychund”. Nos acercamos al oír esas
palabras, para ver lo que iba a pasar. HPB pidió a Scott que tuviese
firmemente en su mano la punta del pañuelo, mientras ella sujetaba
la punta opuesta. Al cabo de un minuto más o menos, le dijo que
mirase. El obedeció y vio que los nombres habían sido cambiados
el uno por el otro, y se veía el de Hurrychund, bordado del mismo
modo. En el primer impulso de entusiasmo, Scott exclamó: “¿Dónde
está tu ciencia física ahora?” “¡Esto derriba a todos los profesores del
mundo!” señora, si usted quiere darme ese pañuelo, yo daré a cambio

* Bachelor of Comercial Sciences (Licenciado en Ciencias Comerciales). (N. del E.)


Instalación en Bombay 13

de él £ 5 a la tesorería de la Arya Samaj”. “Tómelo y bienvenido”,


respondió HPB, y él depositó en seguida 5 soberanos en la mano
de Hurrychund. No recuerdo que este incidente fuese comunicado
a la prensa, pero pronto fue contado por una docena de testigos
oculares, y contribuyó a que se acrecentase el interés que la llegada
de nuestro grupo excitaba entre los indos cultos.
Hubo una recepción el 17 de febrero en el taller fotográfico, y
concurrieron más de 300 invitados. Se nos dio el discurso de bien-
venida, con los collares de flores, los limones y el agua de rosas de
rigor, y HPB, Scott, Wimbridge y yo, dimos las gracias lo mejor que
nos lo permitió la profunda emoción que nos dominaba. Veo en mi
diario: “Se me saltaron las lágrimas. Por fin llegó el momento tan
esperado, y me encuentro frente a mis parientes espirituales”. Era
una perfecta felicidad que venía del corazón bajo el control de la
razón, y no una emoción súbita y fugitiva destinada a desaparecer
pronto, para dar lugar a una sensación de desilusión y disgusto.
Al día siguiente se organizó una expedición para ver la fiesta del
Shivarâtri en las Cuevas de Elefanta. Íbamos como niños a un paseo
campestre. Por lo pronto, el barco de pesca “Sultán”, barco tan raro
en forma y aparejo, con su tripulación musulmana, su pintoresca
cabina, su lugar para el fuego, donde el curri y el arroz eran cocinados
hábilmente, después las antiguas grutas y sus gigantescas esculturas,
vistas en chiaroscuro [claroscuro]; enormes lingams, embadurnados,
siempre goteando, con ofrendas y cubiertos de flores; peregrinos
que se bañaban en un estanque próximo y pasaban en procesión
alrededor del Shivalingam; los pujaris tocaban las sienes de los fieles
con el agua que había refrescado el símbolo de piedra; la muche-
dumbre con sus — para nosotros— nuevas costumbres orientales;
 

los sannyasis llenos de ceniza, implorando la caridad, mientras se


mantenían en las posturas más incómodas; las bandas de chiqui-
llos indos; los vendedores de bombones; un grupo de malabaristas
haciendo juegos con palos y otras tours de force [proezas], tan mal que
cualquiera podía ver la trampa; después la merienda en la terraza
del guardián, sitio desde donde se podía ver de una ojeada, en el
primer plano la multitud ondulante y bulliciosa, y el gran puerto
bajo el azul sin mancha, con las torres y los techos de Bombay
en último plano. Finalmente tuvimos que regresar, a vela y con
buen viento, nuestra embarcación volaba sobre las olas y ganó en
su carrera a un yate particular europeo, que hacía el mismo viaje.
Después de veinte años, reveo ese cuadro en mi memoria, como si
fuese un panorama recientemente pintado.
Nuestros visitantes eran cada día más numerosos: un salón
lleno de caballeros parsis, acompañados con sus mujeres e hijos,
14 H ojas de un viejo diario

era reemplazado apenas habían partido por otro grupo con igual
número de familias hindúes. Un monje jainista, negro, con la cabeza
afeitada y el cuerpo desnudo hasta la cintura, vino con un intér-
prete a presentarme numerosas preguntas sobre la religión. Nos
enviaban frutas con votos de bienvenida. En el Teatro Elphinstone, se
dio en nuestro honor una representación especial del drama hindú
“Sitaram”. Nos vimos colocados en un palco muy a la vista y todo
decorado con guirnaldas de jazmines y de rosas, se nos dio grandes
ramos y refrescos, y cuando nos levantamos para retirarnos, hubo
que escuchar un saludo, ¡que se nos leyó desde el escenario! Faltaba
bastante para que la obra concluyese, pero nuestras fuerzas habían
llegado a su límite: llegamos al teatro a las 9 p. m. y salimos de él a
las 2:45 a. m.
Mas esa noche de fiesta fue seguida al otro día por nuestra
primera copa de amargura. Después de largos esfuerzos, logramos
que el Sr. Hurrychund nos presentase sus cuentas; ¡qué desastre!
Nuestro supuestamente benévolo huésped nos presentaba una
fantástica factura por el local, el servicio, las reparaciones en la
casa, y ni siquiera olvidaba el precio del alquiler de las trescientas
sillas para la recepción y ¡hasta el gasto del telegrama que nos
envió pidiéndonos que apresurásemos nuestra partida! El golpe me
anonadó, porque por ese camino, pronto nos encontraríamos con
los bolsllos vacíos. Sin embargo, ¡todo el mundo oyó y comprendió
que éramos los invitados de aquel hombre! Hubo reclamaciones y
explicaciones, y tirando del hilo, descubrimos que la considerable
suma de más de ₹ 600 (que en aquel tiempo valían más que ahora)
que habíamos mandado por medio de él a la Arya Samaj, no había
pasado de su bolsillo. Esto produjo un bonito alboroto entre sus
colegas Samajistas. No olvidaré nunca la escena que le hizo HPB
en una reunión de la Arya Samaj, fulminándolo con su cólera y
forzándole a que prometiese una restitución. En efecto, devolvió
el dinero, pero cortamos toda relación con él. Buscamos una casa
nosotros mismos y hallamos una por la mitad del precio que él nos
había estado cobrando por la suya, pues se había constituido a sí
mismo como nuestro locador. Después de comprar el mobiliario
preciso, nos instalamos por dos años, el 7 de marzo, en una casita en
el 108 de la calle Girgaum Back. Así se desvaneció nuestra primera
ilusión del hindú progresista y patriota ferviente; por cierto, que
la lección nos dolió. Era un verdadero golpe ser de tal suerte enga-
ñados y burlados apenas llegados al Indostán, pero el amor que
por India sentíamos prevaleció sobre todas las cosas, y cesando de
quejarnos, continuamos nuestros esfuerzos. Durante este tiempo,
nuestro amigo Moolji Thackersey nos encontró un criado, el joven
Instalación en Bombay 15

Guyaratí Babula, a quien su fidelidad a HPB hasta su salida de


India, hizo célebre, y al que todavía paso una pensión. Tenía una
gran facilidad para los idiomas; y en un ambiente Magliabecchiano
podría haberse convertido en un gran lingüista. Cuando entró a
nuestro servicio sólo tenía quince años, y ya hablaba inglés, francés,
konkani, guyaratí y hindi; además aprendió perfectamente el tamil
después de seguirnos a Madrás.
Todas las noches hacíamos una reunión impromptu [improvi-
sada] en la que eran discutidos los puntos más arduos de la filo-
sofía, de la metafísica y de la ciencia. Vivíamos en una atmósfera
intelectual, en medio del más elevado ideal espiritual. Encuentro
en mi Diario, la entrada en escena de varios de nuestros amigos,
que después han desempeñado un importante papel en la difusión
del movimiento Teosófico. Por ejemplo, el 8 de marzo comenzó
nuestro contacto y amistad con Janardhan Sakkharam Gadgil, Juez
de Baroda y uno de los más brillantes graduados de la Universidad
de Bombay; hasta su reciente retiro de las ocupaciones mundanas
para asumir la vida religiosa. Mis notas dan testimonio de la inme-
diata y profunda impresión que él me causó debido a su erudición,
dignidad de ideales y sed de conocimiento espiritual. Sin embargo,
parece que debo haber tenido algún vislumbre sobre la improbabi-
lidad de que se convirtiera, en la práctica, en nuestro compañero
de trabajo, ya que he escrito en el Diario: “Un hombre mucho más
sabio e inteligente que yo. Puede convertirse en un aliado extraor-
dinario, si tiene el coraje”. Nunca tuvo eso de verse obstaculizado por
su entorno oficial o por la impopularidad que desde el principio
tuvo nuestra causa con la clase dominante. Mentalmente no estaba
maduro para el martirio oficial, aunque su corazón lo empujó de
esa manera. Sin embargo, siempre fue un Miembro abiertamente
declarado de nuestra Sociedad; tomando generalmente con apacible
indiferencia las burlas que tenía que soportar de los amigos, entre
ellos su Oficial Superior, el Ministro de Baroda, el fallecido Sir T.
Madhava Row, KCSI*, un gran estadista, pero un escéptico confir-
mado y un prisionero moral del Sirkar†.
Vinieron a nosotros, en esa época, M. B. Namjoshi, de Poona, y
Sorabji J. Padshah; el primero desde entonces conocido como polí-
tico activo de Sarvajanik Sabha, de Poona, el segundo, un joven y
brillante parsi, cuya devoción a la Sociedad y a nosotros mismos
nunca se ha debilitado ni flaqueado ni un solo instante. El 18 de
marzo nuestro joven Shyamji Krishnavarma viajó a Inglaterra para

* Comandante Caballero de “La Orden de la Estrella de India”. (N. del E.)


† División administrativa en un estado indo. (N. del E.)
16 H ojas de un viejo diario

unirse al profesor Monier Williams en Oxford y ayudarlo a él y a sí


mismo a hacerse famosos. Shyamji asistió a uno de los Congresos
Orientales, y —aun sin ser brahmín de casta— asombró a los sabios
con sus recitaciones de mantras; vino a casa como pandit, y poste-
riormente fue ministro de un Estado Nativo. Entre otros conocidos
de importancia, merece citarse el de los dos hermanos M. M. y A. M.
Kunte, de los que uno era un famoso pandit de sánscrito y Profesor, y
el otro un doctor en Medicina y Profesor de Anatomía en el Colegio*
Médico de Grant en Bombay. De todos nuestros nuevos amigos,
estos eran los más demostrativos y elogiadores; sin embargo, de
todas las personas que hemos conocido en India, el doctor fue el
que resultó el más cobarde moralmente, y el que me inspiró mayor
desprecio. Miembro de nuestro Consejo, estaba con nosotros en
relaciones de la más estrecha intimidad, y era pródigo en ofreci-
mientos de servicios: que su casa era la nuestra, que su fortuna,
sus caballos y su coche estaban a nuestra disposición. Que nosotros
éramos sus propios hermanos. Una noche ocupó, a indicación mía,
el sillón presidencial en el Consejo, mientras yo presentaba graves
acusaciones formuladas por el swami Dyánand contra Hurrychund,
y terminada la sesión nos separamos siendo los mejores amigos.
Pero dos días después, el criado del doctor me trajo la dimisión de
éste de la Sociedad, sin una palabra de explicación. No podía creer
lo que veía, y al principio creí que era una broma estúpida, pero
corrí a su casa, y quedé estupefacto al saber que era bien en serio.
Mis repetidas instancias para que diese una explicación, le sacaron
por fin la verdad: el director de su Colegio Médico le había adver-
tido que tuviese cuidado con nosotros, ¡porque el gobierno descon-
fiaba de que nuestra Sociedad tuviese miras políticas! Entonces, este
doctor rico, que tenía una soberbia clientela, y que no dependía del
pequeño sueldo que cobraba en aquel colegio, en lugar de tomar
nuestra defensa y demostrar nuestro absoluto apartamiento de la
política, como lo hubiera podido hacer muy bien por ser uno de
nuestros amigos íntimos y consejeros, ¡se fue en seguida a su casa,
a dar por escrito el testimonio de su cobardía! Cualquier inglés o
norteamericano de algún valor, comprenderá con qué sentimiento
de desprecio le volví la espalda para siempre. Al día siguiente,
dolido por ese proceder, escribí al Profesor, que puesto que su
hermano temía consecuencias enojosas si seguía siendo Miembro de
nuestra Sociedad, yo esperaba que una equivocada delicadeza no le

* En inglés College, es el término utilizado para denominar a una institución


educativa, pero su significado varía en los países de habla inglesa. Pueden ser cole-
gios privados, institutos de educación secundaria o facultades de algunas universi-
dades. En adelante, “Colegio” asumirá estas posibles acepciones. (N. del E.)
Instalación en Bombay 17

impidiera seguir su ejemplo si compartía sus temores; ¡la respuesta


me trajo su dimisión! Dije a otro amigo hindú, de quien sabía que
era realmente dependiente de su miserable sueldo del gobierno de
₹ 40 al mes: “Martandrao Bhai, supongamos que, al ir mañana por
la mañana a su oficina, encuentra sobre su mesa una carta oficial
dándole a elegir entre la Sociedad Teosófica y su empleo, porque
se nos considera políticamente sospechosos, ¿qué haría usted?” Se
puso muy serio, pareció discutir interiormente el pro y el contra,
y con una especie de tartamudeo que le era habitual, sacudiendo la
cabeza y apretando los dientes, respondió: “¡Yo—yo, no—po—dría
renegar de mis principios!”. Le di un abrazo, y grité a HPB que se
hallaba en una habitación próxima: “¡Venga, a ver un indo fiel y un
hombre valiente!”. El nombre de ese hombre es Martandrao Babaji
Nagnath; él es un brahmín marathi.
Nuestro bungaló era asediado todos los días por visitantes que
se quedaban hasta altas horas de la noche para discutir cuestiones
religiosas. Así fue como, mediante nuestro trato con los indos,
llegamos a conocer la diferencia que existe entre el ideal occidental
y el de los orientales, y a apreciar la gran superioridad del último.
Jamás se hablaba en nuestra casa de razas, de negocios o de polí-
tica; las conversaciones versaban sin cesar sobre el Alma, y por vez
primera nos sumergimos, HPB y yo, en el problema de la progre-
sión cíclica y de sus reencarnaciones. Éramos perfectamente felices
en nuestra apacible casita bajo los cocoteros; las idas y venidas
de los barcos transportando valiosos cargamentos, el bullicio del
mercado de Bombay, la lucha terrible de la Bolsa y del mercado
de los algodones, las mezquinas rivalidades de los funcionarios, las
recepciones del Gobernador, nada de esto rozaba nuestros pensa-
mientos, nos complacía estar… “Olvidados del mundo y por el
mundo olvidados” *.
Llámennos fanáticos, entusiastas, tocados, utopistas, quiméricos,
engañados por nuestra imaginación, todo lo que quieran. Pero si
soñábamos, era en la perfectibilidad humana; nuestra quimera era
la sabiduría divina, nuestra esperanza de llevar a la humanidad
hacia más nobles pensamientos y hacia una vida más pura. Y bajo
la sombra de nuestras palmeras, los Mahatmas en persona nos visi-
taban, y su presencia nos daba el valor necesario para proseguir
nuestra labor, y nos recompensaba por cien todos los abandonos,
las burlas, el espionaje de la policía, las calumnias y las persecu-
ciones que nos era menester soportar. Mientras ellos estuvieran con
nosotros, ¿qué importaba lo que tuviésemos en contra? Lejos de ser

* Cita del poema Eloisa y Abelardo, de Alexander Pope. (N. del E.)
18 H ojas de un viejo diario

dominados por el mundo, nuestro karma nos destinaba a vencer su


indiferencia, y finalmente a obligar su respeto.
Estábamos destinados sin saberlo, pero esos Adeptos lo sabían
muy bien, a formar el núcleo necesario para la concentración y
la difusión de esa corriente akáshica de antiguas ideas arias, que la
revolución cíclica volvía a traer al foco de las necesidades humanas.
Es indispensable que un agente se encuentre en el centro de esos
recrudecimientos intelectuales y espirituales, y por imperfectos
que fuésemos, éramos, no obstante, aptos para desempeñar nuestra
tarea, puesto que por lo menos poseíamos el entusiasmo de la
afinidad y la cualidad de la obediencia. Nuestros defectos perso-
nales no pesaban para nada en la balanza, ante la necesidad pública.
Alejandro Dumas expresa de manera poética esta idea en “Los
Hombres de Hierro”:

Hay momentos en los cuales ideas vagas, buscando un cuerpo


para encarnar, flotan sobre las sociedades como una niebla sobre
la superficie de la tierra; mientras el viento las impulsa sobre el
espejo de los lagos o el tapiz de las praderas, no es más que
un vapor informe, sin color ni consistencia. Pero si llega a encon-
trarse con una altura, se adhiere a su cima, el vapor se convierte
en nube, la nube se convierte en chaparrón, y mientras el vértice
de la montaña se aureola con relámpagos, el agua que se infiltra
secretamente, se junta en profundas cavernas, y emergiendo en la
falda, viene a ser la fuente de un gran río, que, creciendo sin cesar,
atraviesa la comarca, o la sociedad, y se llama el Nilo, la Ilíada, el
Po, o la Divina Comedia.

Hace muy poco tiempo, un hombre de ciencia ha expuesto las


gruesas y hermosas perlas que había obtenido colocando bolas de
cera en ostras de criadero, que las recubrieron, según su tendencia
natural, con una capa de nácar irisado. En este ejemplo, la bola de
cera no tenía ningún valor intrínseco, pero fue el núcleo sin el cual
la perla no se habría formado; del mismo modo, en cierto sentido,
nosotros, avanzadas del movimiento Teosófico, formábamos el
núcleo alrededor del cual la brillante esfera de la sabiduría aria, que
ahora provoca la admiración de todos los intelectuales modernos por
su belleza y su valor, debía concentrarse. Personalmente, podemos
haber tenido tan poco valor como la bola de cera del hombre de
ciencia, y, no obstante, lo que alrededor de nuestro movimiento
se ha cristalizado, era de suma necesidad al mundo. Y cada uno
de nuestros colegas activos constituye un núcleo semejante para la
estratificación de este nácar espiritual.
CAPÍTULO III
Colocación de los cimientos
1879

T
ODO tiene un comienzo: incluso la íntima amistad del Sr.
Sinnet con los dos Fundadores de la Sociedad Teosófica, y la
estrecha relación que hubo entre su nombre y el nombre,
reputación y escritos de la S. T. Esto empezó por una carta fechada
el 25 de febrero de 1879 —nueve días después de nuestro desem-
barco en Bombay— en la que, como Director del Pioneer, me mani-
fiesta el deseo de conocer a HPB y a mí, en el caso de que fuésemos
al interior del país, y me dijo que estaba dispuesto a publicar lo
que pudiéramos tener de interesante que decir respecto a nuestra
misión en India. Como toda la prensa inda, el Pioneer anunció
nuestra llegada. El Sr. Sinnett decía, entre otras cosas, que habiendo
tenido la ocasión en Londres de estudiar cierto número de fenó-
menos mediúmnicos notables, él se interesaba más que otro perio-
dista cualquiera en semejantes cuestiones. Su curiosidad no había
podido ser enteramente satisfecha, ni su razón convencida, porque
las leyes de los fenómenos no eran aún bastante conocidas; también
a causa de las condiciones por lo general poco convenientes de las
experiencias, y del conjunto de afirmaciones gratuitas y de teorías
aplicadas a las inteligencias ocultas detrás de ellas. Le contesté el 27,
y aunque este número no me hubiese sido favorable más que esta
vez, señalaba el comienzo de un vínculo valioso, y de una preciada
amistad. Los serviciales ofrecimientos del Sr. Sinnett llegaban en
un momento en que eran bien necesarios; nunca he olvidado por
mi parte, y no olvidaré jamás, que la Sociedad, lo mismo que noso-
tros dos, le debemos los mayores servicios. Ni bien desembarcamos,
20 H ojas de un viejo diario

conocidos por nuestra simpatía por los asiáticos, ajenos a las ideas
de los angloíndios, nos establecimos en un bungaló retirado, en
el corazón del Local distrito de Bombay, y fuimos acogidos con
entusiasmo y reconocidos por los indos como defensores de sus
antiguas filosofías, y predicadores de su religión; no habiéndonos
presentado en la Casa de Gobierno, ni siquiera a la clase europea,
porque éstos no tenían más simpatía por el hinduismo y los indos
que por nosotros y nuestras intenciones —no podíamos en realidad
esperar un buen recibimiento de parte de aquellos de nuestro color,
ni asombrarnos si el gobierno nos miraba con ojos sospechosos.
Ningún otro director de periódicos angloíndios estaba dispuesto
a ayudarnos ni a demostrar justicia al discutir nuestros proyectos
y nuestras ideas. Sólo el Sr.  Sinnett fue nuestro fiel amigo y se
reveló crítico de conciencia; pero era un aliado poderoso, puesto
que disponía del periódico más influyente de India y en mayor
grado que cualquier otro periodista, gozaba de la confianza y la
consideración de los principales funcionarios del gobierno. Más
adelante trataremos de los progresos de nuestras relaciones; que
basta aquí decir que desde ese momento se estableció una activa
correspondencia entre el Sr. y la Sra. Sinnett y nosotros, y que, en
los primeros días de diciembre del mismo año, les hicimos una
visita en Allahabad, durante la cual se produjeron varios aconteci-
mientos interesantes que serán relatados en su lugar.
Ya dije anteriormente que los parsis de Bombay se mostraron
amigos nuestros desde los primeros días, nos visitaron con sus
familias, nos invitaron a sus casas, cenaron con nosotros, e insis-
tieron conmigo para hacerme presidir una distribución de premios
en una escuela de niñas parsis. Mientras aún estaba en EE. UU.,
había hecho propuestas amistosas al Sr. K. M. Shroff, quien acababa
de completar una gira de conferencias en mi país y regresaba a
casa. Él aceptó la membresía, y en todas las ocasiones, después de
nuestra llegada a Bombay, nos prestó ayuda leal. Era un hombre
joven en ese momento, y no había sido tan influyente en su comu-
nidad como lo fue desde entonces, tenía esa capacidad innata para
el trabajo duro que es el principal factor de éxito en la vida. Uno de
los caballeros parsis más influyentes vino a vernos, era el Sr. K. R.
Cama, el Orientalista, y su célebre suegro, el Sr. Manockjee Cursetji,
el pionero y reformador, cuyas encantadoras hijas fueron recibidas
con él en la Corte de varias potencias europeas y admiradas en todas
partes. Veo en mi Diario que después de mi primera entrevista con
él —el 6 de marzo de 1879— atraje la atención del Sr. Cama sobre la
necesidad de organizar una propaganda religiosa parsi, sobre bases
Teosóficas. Y eso mismo hice siempre que estuve en contacto con
Colocación de los cimientos 21

parsis influyentes. Porque es una gran vergüenza para su raza que


sus Shetts se encuentran tan hipnotizados por el amor al dinero
y al éxito, que dejan pasar los años unos tras otros, sin consagrar
por lo menos un poco de sus inmensas riquezas a buscar los frag-
mentos de sus libros sagrados, esparcidos en los cuatro extremos
de su patria, y a instituir investigaciones y exploraciones arqueo-
lógicas, que serían para su fe lo que las excavaciones de Egipto
y Palestina son para los cristianos. El mundo entero pierde con
que esa magnífica religión sea tan poco conocida. La caridad de
los parsis es verdaderamente principesca, pero es triste pensar que
entre ellos no ha habido ningún millonario piadoso que, a la par de
las obras de interés público, haya dado un pequeño lakh de rupias,
o dos, para fundar una Sociedad de Investigaciones parsis, como
dije anteriormente. Esto hubiera hecho más por el zoroastrismo
que todas sus bibliotecas públicas, sus hospitales, escuelas de arte,
gymkanas, abrevaderos, o estatuas del Príncipe de Gales.
Siempre me asombró al hablar con angloíndios, el ver cómo ellos
y nosotros, vivíamos en Oriente en dos mundos diferentes. Ellos
llevan consigo su vida europea y la llenan de distracciones pueriles
para pasar sus horas libres sin aburrirse demasiado. En cuanto a
nosotros, viviendo una vida oriental, pensando como los orientales,
no necesitábamos ocios para las diversiones, y no sentíamos la
necesidad de entregarnos a juegos o ejercicios violentos. No puede
imaginarse un mayor contraste, sin haberlo constatado uno mismo.
Al escribir esto, me vienen una cantidad de recuerdos de esas
primeras semanas en Bombay, y vuelvo a ver los menores detalles
de nuestra existencia bajo la sombra de las palmeras de Girgaum.
Veo el forzado despertar, al alba, a causa del grito estridente de
innumerables cuervos. Me veo en nuestra terraza, con el sentido
artístico excitado por el golpe de vista pintoresco de los trajes, de las
fisonomías y de los tipos de las diversas razas. Me veo escuchando
las largas conversaciones en inglés, único medio de comunicación
entre las diferentes razas del Imperio indo, y las conversaciones
aparte en guyaratí, marathi o hindi-urdu, entre gente del mismo
país y casta. Vuelvo a ver los faroles en los macizos, dando una
luz que hacía resaltar vivamente los troncos de las palmeras, como
columnas. Vuelvo a vernos, vestidos con ropas ligeras, abanicados
por sirvientes indos bajo punkahs* pintados, preguntándonos cómo
podía hacer aquí un tiempo tan caluroso y delicioso, mientras que

* Es un gran abanico de ventilación compuesto por una armazón ligera forrada con
tela o con plumas que, colgado del techo, se mueve manualmente gracias a una polea.
(N. del E.)
22 H ojas de un viejo diario

los vientos helados de marzo soplaban en nuestros países a través


de las calles, en las que el pavimento helado sonaba como acero
bajo los cascos de los caballos, en donde los pobres hambrientos
se apiñaban en su miseria común. Era un sueño encantado de casi
todos los días. No quedaba más lazo entre nosotros y el Occidente
que las cartas traídas por todos los correos, y la simpatía que nos
unía a nuestros escasos colegas de Nueva York, Londres y Corfú.
Una noche habíamos hablado de la difusión universal de la inte-
ligencia en todo el Universo, y un ave que no pasa por muy inte-
ligente, nos dio una prueba bien divertida. Detrás de la cocina, un
gallinero daba asilo a varias gallinas y a una familia de patos; un
torpe pato raza Muscovy y sus tres esposas. La Srta. Bates era quien
cuidaba de las aves, y siempre corrían hacia ella en cuanto la veían.
Pero una noche, después de cenar, conversábamos sentados aún a
la mesa, cuando nos sobresaltó un fuerte cuá-cuá que resonó bajo
la silla de la Srta. Bates. Era el gordo y ridículo pato, que en cuanto
atrajo la atención de la Srta. Bates, reanudó sus gritos, agitando la
cola, sacudiendo las alas, en una palabra, dando señales de deses-
peración. Siempre gritando, se dirigió balanceándose hacia la
puerta, volviendo la cabeza para asegurarse de que ella lo seguía.
Convencidos de que esa extraña actitud tenía un significado, todos
lo seguimos. Nos condujo al gallinero, donde parecía que algo
trágico pasaba: gallinas y patas gritaban a cuál más; al parecer, las
ratas les habían hecho una visita, y tal vez estaban aún allí. Pero a
la luz del farol, vimos que una de las patas había pasado la cabeza
entre dos bambúes del cerco y quedó apretada en un nudo que la
tenía colgada en el aire. Seguramente hubiera perecido estrangu-
lada si las otras dos patas no se hubiesen colocado debajo de ella
para sostenerla con su cuerpo, mientras su marido, escapándose por
una puerta mal cerrada, ¡iba a reclamar la ayuda de la Srta. Bates!
Llamamos la atención de los Sres. Herbert Spencer y Romanes
sobre esta prueba de inteligencia en los animales.
Poco tiempo después de nuestra instalación en Girgaum, se
produjo un incidente que HPB inmortalizó en su encantador “Por
las cuevas y selvas del Indostán”. Cuando presente el detalle puro y
simple de los hechos, el lector podrá ver cómo el esplendor de su
rica imaginación los ha transformado y convertido en algo diferente,
y de una cosa muy vulgar sacó una novela de un colorido impre-
sionante. Una noche, temprano aún, el continuado ruido de un
tamboril atrajo mi atención. No cesaba, y no tocaba un ritmo, sino
una serie monótona con un toque asordinado. Uno de los criados,
que enviamos para enterarse, volvió diciendo que era un tam tam
en una casa vecina, para anunciar que una “mujer sabia” iba a ser
Colocación de los cimientos 23

poseída por una “diosa” y respondería a las preguntas personales.


En seguida, tentados por la ocasión de “asistir” a una ceremonia
tan extraordinaria, fuimos a la casa, HPB de mi brazo. En un cuarto
con paredes de barro, de menos de 16 metros cuadrados, 30 o 40
hindúes de las castas humildes se mantenían de pie, apoyados contra
las paredes, mientras que, en el centro, en cuclillas, una mujer de
aspecto salvaje, con los cabellos sueltos, se balanceaba de un lado a
otro, imprimiendo a su cabeza un movimiento circular que proyec-
taba sus largas trenzas de ébano horizontalmente, como látigos de
serpientes. Después entró un joven por la puerta de atrás, trayendo
sobre una ancha bandeja redonda algunos trozos de alcanfor encen-
didos, algunos pellizcos de un polvo rojo y hojas de un color verde
reluciente. La sostuvo bajo la nariz de la sibila, que aspiraba el humo
del alcanfor con murmullos de satisfacción. De pronto, se puso en
pie de un salto, se apoderó de la bandeja de cobre, la balanceó de
derecha a izquierda, haciendo girar siempre la cabeza, y con un
paso ágil, siguiendo el ritmo del tam tam, recorrió la habitación,
mirando en los ojos a los hindúes aterrorizados. Después de haber
dado varias vueltas, repentinamente se precipitó hacia una mujer
de los asistentes, llevando la bandeja ante ella, y le dijo algo en
marathi, que, como es natural, no comprendimos, pero que, según
parece, se relacionaba con un asunto personal. En todo caso, el
efecto fue muy visible, porque la mujer retrocedió como aterro-
rizada, alargó sus manos juntas hacia la profetisa y pareció quedar
profundamente conmovida. La misma escena se repitió con otros
espectadores, después de lo cual, la sibila, girando sobre sí misma
en el centro del cuarto, salmodió algo como un mantra y después se
lanzó fuera de la habitación, por la puerta de atrás. Al cabo de unos
instantes, volvió con los cabellos chorreando agua, se echó al suelo,
dando vueltas a la cabeza como antes, recibió de nuevo la bandeja
de alcanfor ardiendo, y otra vez comenzó a precipitarse hacia las
personas, diciéndoles lo que deseaban saber. Pero su voz esta vez era
algo diferente, y sus movimientos menos convulsivos; se nos dijo
que eso era porque ahora estaba poseída por otra diosa, después de
haber sumergido la cabeza en la tina de agua, preparada al otro lado
de la puerta. Pronto nos cansamos y volvimos a casa. Y esto es todo,
esos son los hechos escuetos. Ahora, que se lea en “Por las cuevas
y selvas del Indostán” (p. 176, “La Guarida de una Bruja”) y se verá
lo que HPB sacó de aquello. En lugar de una choza miserable, en el
barrio más populoso de Bombay, y de un público de coolies, ella nos
pinta, montados en elefantes, a la luz de las antorchas, atravesando
una selva espesa…
24 H ojas de un viejo diario

“a 600 metros más arriba de la cresta del Vindhya”; el silencio de


muerte no es interrumpido más que por el pesado paso de los
elefantes; se dejan oír “voces y murmullos misteriosos”; bajamos
de nuestros elefantes y trepamos entre matorrales de cactus;
somos treinta, contando a los portadores de antorchas; el Coronel
(yo mismo) ordena que se carguen todos los fusiles y revólveres;
casi todas nuestras ropas quedan hechas jirones en las espinas de
los árboles; trepamos hasta una altura y volvemos a bajar a otro
torrente; por fin llegamos a la “guarida” de Kangarin, “la ‘Pitonisa
del Indostán’, que ‘lleva una vida santa’ y tiene el don de profecía”.
Su cueva de Trophonius está situada en las ruinas de un templo
hindú “de granito rojo”, habita en una galería subterránea, donde
se cree que vive desde hace trescientos años. Delante del templo
arde una enorme hoguera de regocijo, rodeada de “salvajes
desnudos que semejan gnomos negros” y que ejecutan danzas
diabólicas al son de los tamboriles. Un viejo de blanca barba se
precipita al medio del círculo y gira sobre sí mismo, con los brazos
extendidos como alas y mostrando sus dientes de lobo, hasta que
cae inanimado. Sobre el suelo cubierto de flores, se halla el cráneo
fósil de un “Sivatherium”. De pronto, aparece la hechicera; cómo
y de dónde, nadie podría decirlo. Que se juzgue de su belleza por
la siguiente descripción: “un esqueleto de 2,1 metros de altura,
cubierto de cuero pardo, con una cabecita de niño muerto entre
los hombros huesudos; ojos tan hundidos en sus órbitas y que al
mismo tiempo lanzaban tales llamas a través de los presentes,
que uno comenzaba a sentir que el cerebro se le turbaba y que la
sangre se le congelaba en las venas”. ¡He ahí un molesto ejem-
plar de la peor especie de vagabundo astral! Quedó inmóvil un
momento, teniendo en una mano, una fuente con alcanfor encen-
dido y en la otra, arroz. Parece un ídolo esculpido, con su cuello
arrugado, rodeado de “tres filas de medallones dorados”, su
cabeza “adornada con una serpiente de oro”, su “cuerpo grotesco,
apenas humano, cubierto de muselina color amarillo azafrán”.

Sigue la descripción de la posesión de la hechicera por la diosa, de


sus movimientos convulsivos, de su danza vertiginosa, en la que
gira con más rapidez que una hoja seca en medio de la tempestad;
del brillo enloquecedor de su mirada, de sus convulsiones, saltos y
otras contorsiones infernales; de los cambios de diosas, hasta siete,
de sus revelaciones y conjuros; de una danza fantástica con su propia
sombra; de su cabeza golpeada sobre los escalones de granito, y así
por el estilo, por espacio de veinte páginas del más vivo colorido. Es
preciso tener talento para crear esas maravillas. Y así sucede en todo
Colocación de los cimientos 25

el transcurso del libro: una pequeña porción de realidad provee a


mucha imaginación; pasa como con esa modesta lámpara que las
locomotoras llevan delante, y de la que los reflectores hacen un
verdadero sol rodante.
Nuestras esperanzas de vida apacible se disiparon pronto. No
sólo estábamos asediados por las visitas, sino que también fuimos
arrastrados a sostener una correspondencia inmensa, especialmente
con indos, sobre temas Teosóficos. La prensa hostil angloíndia
nos presentaba tan distorsionadamente, seguida por esa fracción
de la prensa vernácula que, bajo pretexto de “Progreso”, reniega
del antiguo ideal indo, que nos vimos obligados a amenazar con
demandar judicialmente al director del Dnyanodaya, el órgano de la
Misión presbiteriana Marathi, por medio de un proceso por difama-
ción. En seguida nos dieron amplias excusas. No obstante, todos los
misioneros no se declararon enemigos nuestros ab initio [desde el
principio], porque el Bombay Guardian, órgano de las misiones, dice
à propos del discurso del cual voy a hablar:

Los que esperaban que la conferencia fuese un ataque contra el


cristianismo, sufrieron una decepción. No se ha dado más que un
corto resumen, pero uno de los oyentes nos ha asegurado que fue
más bien un ataque contra el hinduismo que contra el cristianismo.

Para hacer nuestra declaración pública de principios di el 23 de


marzo mi primera conferencia pública en India, en el salón Framji
Cowasji, Dhobitallao (Distrito de Washermen). Era el colmo de la
novedad y de lo pintoresco, el contraste entre ese mar de turbantes
de todos colores, de vaporosas muselinas y de ojos negros y
brillantes en bellos rostros oscuros, con el auditorio habitual del
Occidente, formado por personas pálidas, vestidas de negro, con la
cabeza descubierta, y sin otros colores que los de los sombreros de
las señoras. La muchedumbre era tan densa, que llenaba la sala, las
galerías y las escaleras, de manera que no cabía un hombre más,
pero tan tranquila, atenta y bien ordenada, como si cada uno hubiese
tenido todo el sitio necesario a su comodidad. Nuestro cuarteto se
hallaba en el estrado, donde se agrupaban los principales personajes
de las diferentes sectas de Bombay, y mi discurso fue escuchado con
una profunda atención, interrumpida cada tanto por aplausos. En
verdad, era un acontecimiento histórico; por vez primera, pues no
había memoria de un hecho semejante, un occidental venía a realzar
la majestad y el valor de las Escrituras Orientales y hacía un llama-
miento al sentimiento de fidelidad a la memoria de los antepasados,
invitando a sostener su antigua religión y a que no abandonasen
26 H ojas de un viejo diario

nada de ella sin tener pruebas de su indignidad. Orador y oyentes


se hallaban igualmente transportados de entusiasmo —y recuerdo
que— en un momento dado tuve que detenerme para dominar mi
emoción, porque ahogados sollozos me impedían hacerme oír. Tenía
mucha vergüenza de mí mismo, al verme perder así mi sangre fría,
pero no podía hacer nada; la emoción me impedía hablar, aunque lo
quisiera. Mi tema era: “La Sociedad Teosófica y su objetivo*”, y daba
todas las explicaciones que podía. Hay que hacer la observación de
que el tema de entonces era que la resurrección de las naciones
debe venir de ellas mismas, y no de fuera, y que, si la decadencia
de India podía ser detenida, el inspirado reformador había de surgir
de entre sus hijos y no entre los extranjeros. Rehusábamos para
nosotros mismos toda pretensión a la dirección del movimiento,
para el cual no nos encontrábamos calificados. Y todavía creo,
después de veinte años de experiencia, en India, que ese es el punto
de vista exacto y el único práctico. Creo también, como lo dije
entonces, que el Instructor espiritual existe, y que se manifestará
a su debido tiempo. Porque, en realidad, los presagios de su venida
se multiplican todos los días, ¿y quién sabe si nuestra Sociedad,
la Sra. Besant, Vivekananda, Dharmapala y otros, no son los avant
coureurs [precursores] del día bendito en que las aspiraciones espi-
rituales henchirán de nuevo el corazón oriental, y en el cual los
erróneos procedimientos habituales del materialismo serán cosas
ya olvidadas de un oscuro pasado?
Naturalmente, este discurso causó sensación. El Indian Spectator
dijo: “Jamás ha sido asumida una misión más noble. Que los arios
hagan causa común, que los hindúes, los parsis, los musulmanes y
los cristianos, olviden sus querellas, y el día del renacimiento de
India no estará lejano”. Se hizo notar que el Discurso había sido
pronunciado el día en que comenzaba el primer año de una nueva
era, según el Sak Salivan, el Calendario usado en Bombay. El Amrita
Bazar Patrika (8 de mayo de 1879) dijo que nuestra empresa era “la
más grande que jamás se hubiese intentado”, y nos suplicó que
fuéramos a establecernos en Calcuta. La India de 1899, después de
los cambios que se han producido en la opinión pública, tachará al
Patrika de pesimista, que nos daba la bienvenida, pero agregaba que
llegábamos demasiado tarde:

¿Qué puede hacer el médico?, preguntaba, ¿cuando el enfermo


está ya rígido y frío? La India está muerta para todo sentimiento de
honor y de gloria. La India es una masa inerte que ningún poder

* Ver “Teosofía, Religión y Ciencia Oculta”, p. 49 y siguientes. (Olcott)


Colocación de los cimientos 27

ha sido capaz de mover, desde hace largo tiempo… India no tiene


corazón y aquellos de sus hijos a los cuales les queda aún un
poco, sienten que se les petrifica de desesperación. ¿Hablar a los
indos del renacimiento de India? Tanto valdría dirigirse a la arena
del mar.

Esto no era más que desfallecimiento nervioso, y no la previsión


de un estadista, Shishir Babu olvidaba lo que hasta la agricultura
primitiva de sus aldeas hubiera podido enseñarle: que es menester
sembrar la semilla antes de gozar de la sombra del árbol, o antes
de comer el pan hecho con la cosecha. Los acontecimientos fueron
contrarios a sus lúgubres pronósticos, y los pueblos indos han
sabido buscar de nuevo en su pasado las fuentes del ideal ario. Sin
duda, no han adelantado mucho todavía, pero el “cuerpo inerte” de
que hablaba en 1879 el Jeremías de Calcuta, se ha mostrado muy
vivo, e incita a sus hijos a que estudien las Antiguas Escrituras, para
provecho de toda la humanidad.
28 H ojas de un viejo diario

sr . alfred p . sinnett
CAPÍTULO IV
Muchos milagros
1879

E
L 29 de marzo (1879), comenzó una serie de acontecimientos
extraordinarios, de los cuales Moolji Thackersey fue el prin-
cipal, si no el único testigo, excluyendo a HPB. Ese día, ella
le dijo a Moolji que buscase un coche, al que subieron los dos. No
quiso decirle a dónde quería ir, pidiéndole sólo que hiciese que el
coche se dirigiera a la derecha o a la izquierda, según sus indica-
ciones. De noche, cuando volvió, Moolji nos contó lo sucedido. Ella
había dirigido su paseo haciendo mil rodeos, hasta que se encon-
traron en un suburbio de Bombay, distante unos 12 o 16 kilómetros,
y en un bosque de coníferas. No veo su nombre en mi Diario, pero
creo que era Parel, no obstante, puedo equivocarme. En todo caso,
Moolji conocía el lugar, porque había incinerado el cadáver de su
madre cerca de allí. Los caminos y los senderos se cruzaban en dicho
bosque, pero HPB no vaciló ni un momento, e hizo dar vueltas al
coche hasta hallarse al borde del mar. Finalmente, con asombro
de Moolji, llegaron a la puerta de una propiedad particular, con
un magnífico jardín de rosas a su entrada, y un hermoso bungaló
oriental de anchos corredores, en el fondo. HPB bajó del carruaje y
dijo a Moolji que la esperase y no la siguiera si deseaba conservar
su vida. El esperó, muy intrigado, porque a pesar de haber vivido
en Bombay toda su vida, jamás había oído hablar de esa propiedad.
Llamó a uno de los jardineros que removían la tierra alrededor
de las flores, pero no pudo sacarle ni el nombre de su amo, ni el
tiempo que hacía desde que la casa se construyó, ni desde cuánto
tiempo estaba habitada, cosa bien asombrosa de parte de un indo.
30 H ojas de un viejo diario

HPB se había encaminado directamente a la puerta de la casa, donde


un indo alto, de aspecto notable y distinguido, vestido enteramente
de blanco, la recibió cordialmente y ambos penetraron en la casa.
Al cabo de cierto tiempo, los dos reaparecieron; el misterioso desco-
nocido se despidió de ella y le entregó un gran ramo de rosas que
uno de los jardineros le dio, HPB subió de nuevo al coche, y le dio
orden al cochero de que regresara. Todo lo que Moolji pudo sacar de
HPB fue que el desconocido era un Ocultista con el cual ella estaba
en relación y a quien ese día tenía que hablar. Dijo que las rosas le
habían sido dadas para mí. Lo más raro de la historia, es que según
nos constaba, no era posible que HPB supiese dónde estaba ese
lugar y cómo ir a él; no podía saberlo, al menos después de nuestra
llegada a Bombay, porque nunca había salido sola. Sin embargo,
probó saber muy bien adónde se dirigía. Nosotros no podíamos
saber nada del mencionado bungaló sino era por intermedio del
testimonio de Moolji. Este, en extremo sorprendido, contó la
historia a sus amigos, y uno de éstos, que conocía perfectamente el
lugar en cuestión, apostó ₹ 100 a que no había tal bungaló a orillas
del mar y a que Moolji no podría conducir allí a nadie. Cuando
HPB se enteró de esto, ofreció apostar con Moolji a que perdería su
primera apuesta. Pero éste, manifestando que podría hacerlo, aceptó
el ofrecimiento y llamó en seguida un coche, al que subimos los
tres. Después de un largo y tortuoso recorrido, llegamos al bosque
bajo la sombra del cual se suponía hallarse el misterioso bungaló. El
suelo era de arena y cubierto de agujas de pino o de otra conífera,
tal vez de casuarina. Un gran número de caminos se cruzaban en
todas direcciones, y dije a Moolji que tuviese mucho cuidado de no
extraviarse. El no dudaba de su éxito a pesar de las chanzas de HPB,
que le predecía sin cesar que iba a perder sus ₹ 100. Por espacio de
una hora, anduvimos errantes de acá para allá, bajándose él a cada
momento del coche para examinar el terreno. Por fin —precisa-
mente cuando nos aseguró que nos encontrábamos muy cerca del
bungaló de la playa— se oyó que un tren pasaba junto a nosotros,
¡demostrando al pobre Moolji que nos había conducido precisa-
mente al lado opuesto de la dirección deseada!
Le ofrecimos todo el tiempo que quisiera para orientarse, pero
estaba desanimado y se declaró vencido, de suerte que nos volvimos
a casa. HPB nos dijo que Moolji hubiera dado con el bungaló miste-
rioso si no se le hubiese echado un encanto sobre los ojos, y que,
además, dicho bungaló, como todos los demás sitios habitados
por Adeptos, estaba siempre protegido contra las intrusiones, por
medio de un círculo de ilusiones y cuidada por servidores elemen-
tales poderosos. Esta casa estaba confiada a un agente de confianza
Muchos milagros 31

y servía cada tanto, de lugar de cita o de reposo a los gurús y a los


chelas en viaje. Dijo asimismo que las antiguas bibliotecas subterrá-
neas y los inmensos tesoros que aguardan a que su karma los haga
reaparecer para servir de nuevo, están colocados al abrigo de las
curiosidades profanas, por medio de imágenes ilusorias de rocas, de
terreno liso, de grandes abismos, o de otros obstáculos que alejan
a los que no deben aproximarse, pero cuya maya se disipa cuando
aparece el que está predestinado a descubrirlos. Esto concuerda
perfectamente con todas las tradiciones de todos los folklores, y
cuando se han visto numerosos casos de ilusión mayávica en los
hospitales y las clínicas modernas. Ya no se reconoce al Diablo
(además del Vaticano) como al único hipnotizador de la humanidad,
y Charcot, Liébault, de Rochas y otros, nos han demostrado que
los viejos cuentos de Hechicería y de Magia, no están desprovistos
de verosimilitud científica. En todo caso, doy esta anécdota por lo
que vale, como siempre lo hago cuando no he sido testigo ocular;
en estos casos, digo lo que tengo que decir, dejando al público en
libertad de creerme o no, eso me es igual. Si se desea saber mi
opinión personal, diré que, para mí, la historia del bungaló parece
probablemente verdadera, porque tal como lo he contado en un
capítulo precedente, recibimos en nuestra casita de Girgaum, la
visita de varios Adeptos, en su cuerpo físico y una noche de luna,
estábamos con Damodar y HPB en el camino que lleva hacia la casa
oculta, cuando uno vino y nos saludó a una distancia de un brazo.
Pero no hace falta mencionar los detalles aquí, ya que tengo otras
cosas que contar primero.
El orden cronológico me obliga ahora a relatar un viaje impor-
tante al interior del país, cuyas aventuras han crecido y se multipli-
caron en sesenta páginas de “Por las cuevas y selvas del Indostán”.
Hasta una época relativamente reciente, lo recordaba como uno de
los episodios de mis relaciones con HPB, de los más certeros, así
como de los más interesantes. Para ser fiel a la extrema sinceridad
que pretendo, lo contaré con los comentarios que mis actuales luces
me permitan ofrecerles.
HPB salió de Bombay en ferrocarril, el 4 de abril de 1879, con
Moolji y conmigo, para ir a visitar las Cuevas de Karli. Nos acompa-
ñaba nuestro criado Babula y nadie más. No había ni “brahmán de
Poona, ni moodelliar de Madrás, ni cingalés de Kegalla, ni zemindar
Bengalí, ni rajput gigantesco”, por lo menos visibles para mi. De la
estación de Narel, unos palanquines nos condujeron hasta Materan,
el principal sanatorio de Bombay. Tenía mis razones para pensar
que habíamos sido invitados a ir a Karli, por cierto Adepto con el
cual estuve en relación en EE. UU. durante la composición de “Isis”,
32 H ojas de un viejo diario

y que había ordenado algunos arreglos para nuestra comodidad en


route. Por lo tanto, no me sorprendí en lo más mínimo hallar en la
estación de Narel un criado indo de la mejor clase, que se presentó
a nosotros, y después de saludarnos, transmitió un mensaje oral en
marathi, que Moolji tradujo. Se trataba de una cortesía de su amo,
que nos invitaba a que eligiéramos para la subida, palanquines o
ponis que ponía a nuestra disposición. HPB y yo, escogimos palan-
quines, Moolji y Babula, ponis. Y así partimos, bajo un claro de luna
que iluminaba el camino como en pleno día, con doce portadores
para cada palkee; hombres de buena talla, fuertes, musculosos, de
piel muy oscura, del clan Thakoor que trotaban de un modo espe-
cial (para no sacudir al pasajero en el palkee), ritmando su marcha
según una melodía dulce y acompasada, que por su novedad nos
pareció deliciosa, pero que pronto se hizo monótona y molesta.
Jamás había viajado de un modo tan poético, en una noche tropical,
bajo el cielo constelado de brillantes estrellas antes de levantarse la
luna; millares de insectos se llamaban en la noche, mientras que los
pájaros nocturnos gritaban, y los grandes murciélagos silenciosos
describían tortuosas curvas, buscando su cena. Se oía el rumor de
las palmeras y de las hojas de la selva. Se percibía el olor de la
tierra, mezclado cada tanto al de plantas aromáticas, cuando atra-
vesábamos una corriente de aire más caliente. Esto acompañado
con el bajo continuo del canto y la respiración de nuestros ágiles
portadores. Pero en cuanto a la escolta de innumerables monos
burlones y a los “rugidos de tigres” y al “albergue Portugués, tejido
de bambúes como un nido de águila”, no hay lugar para hablar
de ello en un relato serio y fiel. Ciertamente llegamos al Hotel
Alexandra a su debido tiempo, nos acostamos inmediatamente
después de cenar, y nos levantamos temprano para gozar de la vista
soberbia que se presentaba ante la terraza. Cuando me desperté,
Moolji ya había salido; una hora después, volvió diciendo que el
hombre que nos esperó en Narel, vino a despertarle al alba para
enseñarle un bungaló enteramente amueblado, que estaba a nuestra
disposición, gratis mientras quisiéramos ocuparlo. Pero después de
almorzar, HPB estaba harta de lo que ella denominaba “el aura de la
civilización angloíndia”, y se negó a permanecer allí ni un solo día.
De suerte que, a pesar de las advertencias del hotelero, bajamos de
nuevo a Narel con un calor que recordaba la sala de calderas a bordo
de los barcos. Nuestra buena estrella quiso que ninguno de los dos
atrapásemos una insolación, y el tren nos llevó a Khandalla, un sitio
delicioso en la montaña. Allí encontramos de la misma manera un
gran carro tirado por bueyes, que nos llevó a una casa para viajeros
Muchos milagros 33

(dak bungalow*), donde pasamos un día y dos noches. La noche de


nuestra llegada, Moolji fue a dar una vuelta por la estación, para
conversar un poco con el jefe de la misma, al cual conocía, y allí le
esperaba una sorpresa. Se detuvo un tren que venía de Bombay, y
oyó que le llamaban en voz alta. Al mirar del lado de los coches, vio
a un indo que le hacía señas, y al aproximarse a él, ¡resultó ser el
personaje de la casa donde él había ido con HPB! Le dio a Moolji un
fresco ramo de rosas que parecían ser de la misma especie que las
del jardín misterioso, y que eran las más bellas que vio en su vida.
“Estas” dijo el caballero al partir el tren “son para el coronel Olcott,
le ruego que, por favor se las dé”. Moolji me las trajo y contó la
historia. Una hora más tarde, dije a HPB que tenía grandes deseos
de agradecer al Adepto todas sus atenciones, y que le escribiría si
ella quería hacer llegar la carta. Consintió, y una vez escrita la carta,
la tomó y la entregó a Moolji diciéndole que bajara a la carretera
y la entregara. “Pero” —preguntó él— “¿a quién y donde? no tiene
nombre ni señas en el sobre” “No importa; llévela y usted verá a
quién debe ser entregada”. Obedeció marchándose, y regresó diez
minutos después, todo sofocado y dando señales de una extrema
sorpresa. “¡Se ha ido!”, dijo con voz entrecortada. “¿Qué?” “La carta,
él la tomó” “¿Quién la ha tomado?” pregunté. “No lo sé, Coronel, a
menos que fuese un pisacha; salió de la tierra, o así lo he creído. Iba
yo lentamente, mirando a derecha e izquierda, para descubrir lo que
debía hacer para obedecer a HPB. No había ni árboles ni arbustos
donde alguien pudiera esconderse, y, sin embargo, de pronto, como
salido de la tierra, un hombre se hallaba a unos cuantos metros de
distancia, y venía hacia mí. Era el hombre del bungaló de las rosas,
el que me dio las flores para usted, en la Estación Khandalla, ¡y que
vi partir en el tren hacia Poona!” “Qué absurdo” repliqué “habrá
usted soñado” “No, estaba más despierto que nunca. El caballero me
dijo: ‘Usted tiene una carta para mí; la que tiene en la mano, ¿no
es así?’ Apenas podía hablar, pero dije: ‘No lo sé, Marajá, no tiene
señas’. ‘Es para mí, entrégala’. Me tomó la carta de la mano y dijo,
‘Ahora, vuélvete’. Me volví, pero inmediatamente quise ver si aún
estaba ahí, y, ¡había desaparecido!, ¡no había nadie en el camino!
Asustado, eché a correr, pero no había recorrido 50 metros cuando
una voz me dijo al oído: ‘No seas tonto, hombre, quédate tranquilo,
todo está bien’. Esto me dio todavía más miedo porque no había

* Los dak bungalow eran edificios del gobierno en la India Británica que propor-
cionaban alojamiento gratuito para los funcionarios del gobierno y alojamiento
“incomparablemente barato” para otros viajeros. Las estructuras a veces también
se conocen como casas de descanso o bungalós de viajeros. (N. del E.)
34 H ojas de un viejo diario

nadie a la vista; he corrido, y aquí estoy”. Tal fue la historia de


Moolji, que no hago más que repetir. Según todas las apariencias,
decía la verdad, porque el susto y la emoción eran demasiado vivos
para ser simulados por un actor tan mediocre. En todo caso, una
pregunta que la mencionada carta contenía, obtuvo su respuesta en
una carta del mismo Adepto, que recibí más tarde en la casa para
viajeros en Bhurtpore, Rajputana, a más de 1600 kilómetros del sitio
en que Moolji tuvo su aventura. Y me parece que esto tiene algún
valor.
Era una noche de luna, más maravillosa que todo lo que cono-
cemos en los países, más fríos, de Occidente; el aire era dulce y puro
como para hacer de la vida un encanto. Nos quedamos sentados los
tres en el césped hasta bastante tarde, dejando para el día siguiente
nuestra excursión a las Cuevas de Karli.
Hacia el final de la noche, HPB, saliendo del estado de abstrac-
ción mental en el cual estuvo sumergida durante varios minutos,
me dijo que, al siguiente día, a las 5 p. m., un Sannyasi iría a vernos
a las Cuevas. Antes de acostarme, anoté esto en mi diario, y se verá
ahora lo que siguió.
A las 4 a. m., Baburao, el supuesto agente del Adepto, entró
silenciosamente en la habitación donde yo dormía con Moolji, me
despertó tocándome en el hombro, y me puso en la mano una cajita
redonda de laca, que contenía pan sopâri, o sea hojas de betel con
especias, como es costumbre dar a los huéspedes, y murmuró a mi
oído el nombre del Adepto bajo cuya protección supuestamente
estábamos en ese viaje. Para comprender el valor del mencionado
regalo, hay que saber que en la escuela a la que pertenecíamos, es
el signo de la adopción de un nuevo discípulo. Después del baño y
el café, partimos a las 5 en un carro de bueyes (shigram) para Karli,
a donde llegamos a las 10. El sol ya estaba ardiente, y todavía nos
faltaba por hacer una buena subida desde el pie de la colina, hasta
las cuevas. HPB jadeaba de tal modo, que dos coolies terminaron
por traer una silla para subirla sentada. No tengo como propósito
describir la imponente solemnidad del templo cavado en la roca y
de las cámaras que lo rodean; eso se halla en las guías con detalles
y medidas. No me ocuparé más que de las aventuras personales de
nuestro pequeño grupo.
El pueblo vecino celebraba un festival de Rama, y la muche-
dumbre era grande; me distraía observar ese espectáculo nuevo.
Fatigados por la ascensión y el calor, entramos en una gran Cueva y
acampamos sobre nuestras mantas extendidas. La comida apareció a
su vez, aunque se hacía sentir la vergüenza de satisfacer las vulgares
necesidades del estómago, en un santuario en el cual muchos siglos
Muchos milagros 35

antes de nuestra era, millares de ascetas y ermitaños habían orado y


salmodiado los slokas y los gathas sagrados, unidos en sus esfuerzos
para dominar su naturaleza animal y desarrollar sus poderes espi-
rituales. La conversación giraba, naturalmente, alrededor del noble
tema del nacimiento, de los progresos y de la decadencia de la Brahma
Vidya en India, y de nuestra esperanza de verla renacer. Hablando
de esas cosas, el tiempo pasaba, y mirando mi reloj, vi que marcaba
las cinco menos seis minutos, de suerte que con Moolji dejamos
a HPB para instalarnos a la entrada de la Cueva y aguardar. No se
veía ningún asceta, pero al cabo de diez minutos, llegó uno condu-
ciendo una vaca de cinco patas; la quinta le colgaba de la giba. Iba
acompañado de un criado; su rostro era dulce y agradable. Llevaba
largos sus negros cabellos, y la barba partida en dos, a la moda
Rajput, con los extremos pasados por encima de las orejas, y unidos
a los cabellos. Llevaba el traje color de azafrán (bhágwa), que usa su
hermandad, y sobre su frente que denotaba inteligencia, llevaba
pintada la barra de ceniza (Vibhuti) que caracteriza a los sectarios de
Shiva. Esperábamos que demostrase reconocernos, pero como no
era así, nosotros entablamos la conversación. Explicó su presencia
en ese sitio (cuando hubiera debido encontrarse en el camino de
Hardwar) pero una orden recibida el día anterior de su Gurú, que
le decía expresamente que, a las cinco de ese día se hallase en las
cuevas de Karli, donde vería a unas personas con quienes debía
encontrarse. No se le había dicho nada más; puesto que nosotros
lo esperábamos, debíamos ser las personas que su gurú tenía en
vista, pero nada se le había encargado para nosotros, por lo menos
hasta el momento presente. Su Gurú no le habló personalmente,
pero — según acabó por decirlo, después de muchas preguntas y de
 

un intervalo de silencio durante el cual parecía escuchar a alguien


invisible— una voz había hablado a su oído. Era así como recibía
siempre sus órdenes en viaje. No pudiendo sacar nada más de él, le
dejamos un momento para volver junto a HPB, y habiendo dicho a
Baburao que teníamos la intención de pasar la noche en la colina,
él se fue con Moolji, en busca de un abrigo conveniente. La insta-
lación se hizo en una de las cuevas excavadas para dormitorio, a
cierta distancia del gran templo tallado en la roca. Los antiguos
escultores habían diseñado un pequeño pórtico con dos columnas
a la entrada, y cavaron en la roca seis pequeñas celdas sin puertas,
que daban a una sala central, que debía servir para reunirse. A la
izquierda del pórtico, una piscina cavada en la piedra, recibía el agua
de una fuente deliciosamente fresca y pura. HPB nos dijo que, desde
una de las celdas, una puerta secreta conducía a otras cavernas en
el corazón de la montaña, donde todavía subsistía una escuela de
36 H ojas de un viejo diario

Adeptos, cuya existencia no era ni sospechada por el público, y que


si yo podía descubrir el sitio requerido, y actuar en él de un modo
determinado, no se me impediría ir más adelante: ¡un ofrecimiento
generoso, dadas las circunstancias!
No obstante, lo intenté, y en una pequeña cueva un poco alejada
puse la mano en un lugar que comenzó a moverse, cuando de pronto
HPB me llamó. El Adepto que me escribió la carta de Bhurtpore, me
dijo que había encontrado el sitio exacto, y que, si no se me hubiese
llamado bruscamente, iba a invadir prematuramente su retiro. Pero
como esto no es posible probarlo por el momento, pasémoslo. Moolji
y Babula habían ido al pueblo para comprar provisiones al bazar de
la aldea con Baburao, y con HPB nos quedamos solos, hablando y
fumando delante del pórtico. En eso, ella me dijo que permaneciese
por unos minutos donde me encontraba, y no me volviese hasta
que ella me lo advirtiera. En seguida entró en la cueva, según creía
yo, con la intención de reposar un rato en una de las celdas, sobre el
lecho de piedra del monje de otros tiempos. Por lo tanto, continué,
mientras fumaba, observando el paisaje, que como una gran carta
geográfica se extendía a mis pies; de pronto, oí en el interior de la
cueva como una pesada puerta que se cerraba con violencia, y una
carcajada burlona. Naturalmente, me volví; pero HPB había desapa-
recido. No estaba en ninguna de las celdas, que examiné con todo
cuidado, y todas mis investigaciones no pudieron hacerme descu-
brir ni la sombra de una hendidura, o bien otro indicio de la exis-
tencia de una puerta; no había nada notable a la vista ni sensible
al tacto, sólo la roca viva. Yo estaba desde hacía ya bastante tiempo
familiarizado con las excentricidades psicológicas de HPB, para
preocuparme por mucho tiempo con ese misterio, y volví al pórtico
y a mi pipa para esperar plácidamente los acontecimientos. Al cabo
de una media hora, oí pasos a mi espalda, y HPB, en persona, me
habló con su voz más natural. Cuando le pregunté de dónde venía,
respondió que, teniendo que “tratar un asunto” con… (y nombró al
Adepto), había ido a buscarle a su retiro secreto. Mientras que decía
esto, tenía en la mano un viejo puñal oxidado, de forma rara, que
dijo haber recogido en una de las galerías ocultas, y que conservó
en la mano sin saber porqué. No quiso dármelo, pero lo tiró al
aire con todas sus fuerzas, y lo vi caer en un matorral situado muy
abajo de la pendiente. No propongo ninguna explicación de este
incidente, y dejo que cada lector elija la suya. Pero para prevenir
lo que no dejaría de presentarse a todas las mentes de cierta clase,
convengo en que, salvo lo del puñal oxidado, todo puede explicarse
por sugestión hipnótica. El ruido de la puerta de piedra al cerrarse,
y la carcajada, la desaparición y la vuelta de HPB, pueden ponerse
Muchos milagros 37

en la cuenta de una maya hipnótica que ella me hubiese lanzado.


Puede haber atravesado el pórtico a mi lado, salir y volver a entrar
ante mis ojos, sin que yo la percibiese. Esto no es más que una
explicación, que por cierto parecerá bastante frágil a cualquiera que
como alumno haya tenido relación con un verdadero Adepto de la
magia oriental.
Cuando regresaron nuestros compañeros, cenamos en el pórtico,
y después de un último cigarrillo, nos envolvimos en las mantas y
nos dormimos tranquilamente hasta la mañana siguiente. Baburao,
sentado a la entrada, cuidaba un fuego de leña que encendimos
para alejar a los animales salvajes. Pero —salvo un miserable y
pequeño chacal que se escabulló en la noche— ninguno acudió a
turbar nuestro reposo. El relato hecho en “Por las cuevas y selvas
del Indostán”, de mi caída en un precipicio, del cual fui sacado por
el Sannyasi y su vaca de cinco patas, es todo ficción. Lo mismo digo
respecto de los “rugidos lejanos de los tigres, que se oían eleván-
dose del valle”, el ataque nocturno de un enorme tigre, arrojado
al abismo por el poder-voluntad del Adepto, y las lágrimas de la
“Srta. X.”. Esos eran los condimentos que HPB agregaba a su encan-
tador cuento fantástico indo, para adaptarlo al gusto del público
ruso, al cual fue presentado originalmente. Tampoco hay que dar
mayor crédito en su historia del encantador de serpientes al hecho
de que sucedía en las Cuevas de Karli; la verdad es que eso tuvo
lugar en nuestra casa de Girgaum, como lo relataré más adelante,
cuando le llegue su fecha.
Moolji y yo nos levantamos al otro día, antes que HPB, y después
de bañarnos en la fuente, él bajó al pueblo, mientras disfrutaba de
la vista matutina del paisaje. Al cabo de un momento, vi con gran
satisfacción que reaparecía el Sannyasi con su vaca, y que parecía
tener la intención de hablarme. ¿Qué hacer? Ni HPB ni yo sabíamos
una palabra de los dialectos locales. Pero él, aproximándose a mí,
me tranquilizó pronto, tocándome la mano, haciendo los signos de
reconocimiento de la S. T., ¡y pronunciando a mi oído el nombre del
Adepto! Después, saludándome graciosamente, se fue; no lo hemos
vuelto a ver más.
Pasamos el día visitando las cuevas, y a las 4:30 p. m. bajamos
a la casa para viajeros de Khandalla. Pero mientras nos hallá-
bamos todavía en la Gran Cueva, HPB me transmitió una orden
que dijo haber recibido telepáticamente del Adepto; se nos decía
que fuésemos a Rajputana en el Punyab. Después de cenar, perma-
necimos, como de costumbre, contemplando el claro de luna
esta vez en compañía de otros dos viajeros angloíndios, que se
retiraron temprano, dejándonos solos. Mis dos compañeros se
38 H ojas de un viejo diario

paseaban hablando, pero pronto volvió Moolji, aparentemente muy


impresionado, diciendo que ella había desaparecido, literalmente
ante sus ojos, mientras le hablaba a la luz de la luna. Temblaba
tanto, que parecía sufrir un ataque nervioso. Le dije que se sentara y
estuviera tranquilo, en lugar de hacer el ridículo, que sencillamente
había sido víctima de una ilusión fácil de producir como lo sabe muy
bien todo buen magnetizador, cuando el sujeto es sensible*. HPB no
tardó en regresar y ocupó su asiento, continuando la conversación.
Después, dos indos vestidos de blanco atravesaron oblicuamente el
prado a unos cincuenta metros de nosotros; al enfrentarnos se detu-
vieron, y HPB envió a Moolji para hablarles. Mientras hablaban los
tres, ella me repitió lo que decía ser su conversación, y que Moolji
confirmó un momento después, cuando volvió. Era un mensaje
para mí, diciendo que mi carta para el Adepto había sido recibida y
leída, y que recibiría la respuesta en Rajputana. Antes de que Moolji
hubiera tenido tiempo de terminar su corto relato, vi a los dos discí-
pulos mensajeros que se alejaban un poco, pasaban por detrás de un
pequeño matorral que no era lo suficientemente ancho ni espeso
para ocultar a un hombre de blanco, y desaparecían. La pradera se
extendía alrededor del pequeño matorral, pero habían desaparecido
por completo. Claro está, seguí mi primer impulso, que fue correr
a través del prado para mirar detrás del matorral si había algún
escondrijo subterráneo; pero no hallé nada; el suelo estaba liso, y
ni una sola rama del matorral se veía torcida. Sencillamente, había
sido hipnotizado.
Al siguiente día salimos para Bombay, pero nuestras aven-
turas no habían terminado. Baburao se separó de nosotros en la
Estación de Khandalla, rehusando aceptar el douceur [propina] que
le ofrecí: raro desinterés en un criado indo, como lo saben quienes
les conocen. Íbamos los tres solos en un salón de segunda clase y
Babula en tercera. Transcurrido algún tiempo, Moolji se acostó en
uno de los asientos y se durmió, mientras HPB y yo, sentados en
el asiento cruzado —ella cerca de la portezuela de la izquierda—

* Ella misma declara sin rodeos en p. 588 del Vol. II de “Isis”, [edición inglesa
(N. del T.)] que dicho poder de ilusionar es una de las facultades adquiridas por
todos los taumaturgos:
“El taumaturgo bien al tanto de la ciencia oculta, puede hacer parecer que él
(esto es, su cuerpo físico) desaparece, o aparentar que toma una forma cual-
quiera. Puede hacer visible su astral, y darle una apariencia proteica. En esos
dos casos, los resultados son obtenidos por una alucinación magnética de todos
los asistentes, simultáneamente impresionados. Esta alucinación es tan perfecta,
que el sujeto juraría por su vida la realidad de lo que ha visto, mientras que en
verdad no ha sido más que una imagen de su propio espíritu, producida en su
conciencia por la voluntad irresistible del magnetizador”. (Olcott)
Muchos milagros 39

hablábamos de nuestros asuntos ocultos en general. Finalmente


ella dijo: “¡Lamento que… (el Adepto) me haya hecho transmitir
verbalmente a usted su mensaje sobre Rajputana!” “¿Por qué?”
“Porque Wimbridge y la Srta. Bates creerán que es una invención,
un pretexto para hacer con usted un bonito viaje, mientras ellos
se aburren en la casa”. “¡Bah!” dije, “Su palabra me basta”. “Pero le
digo a usted”, replicó ella, “que ellos pensarán mal de mí a causa de
eso”. “Entonces”, dije, “más hubiera valido que le diera a usted una
carta, lo que no era más difícil. Pero ahora ya es demasiado tarde
para preocuparse; Khandalla ya quedó a unos 25 o 30 kilómetros
atrás, no pensemos más en ello”. Quedó pensativa un momento,
y después dijo: “De todos modos, puedo todavía ensayarlo; no es
demasiado tarde”. En seguida escribió algunas líneas en una página
de su libreta de notas, en letras en dos clases, arriba en senzar —
lengua de la cual se servía para todas sus comunicaciones perso-
nales con los Mahatmas— y abajo en inglés, que me permitió leer.
Decía así:

Pido a Gulab Singh que telegrafíe a Olcott las órdenes dadas ayer
por mi conducto en la cueva; que sea una demostración para los
otros, tanto como para él.

Cortó la hoja, la dobló en triángulo, escribió sobre ella ciertos carac-


teres simbólicos (para dominar a los Elementales, dijo), y sostenién-
dolo entre el pulgar y el índice de la mano izquierda, se dispuso a
tirarlo por la ventanilla. Pero le detuve la mano diciendo: “¿Usted
desea que esto resulte una prueba para mi? En ese caso, déjeme
abrir de nuevo el billete y ver lo que hace”. Ella consintió, miré
el interior del papel, volví a doblarlo, y por expresa petición de
HPB, lo seguí con la mirada cuando ella lo arrojó desde el tren; fue
atrapado por el borde de la columna de aire desplegada por la velo-
cidad del tren, y voló, hacia un árbol solitario próximo a la vía. En
ese momento nos hallábamos a mil metros de altura en los Ghats
del Oeste; no había una vivienda humana a la vista, y muy pocos
árboles cerca de la vía. Precisamente antes de permitir que tirase la
carta, desperté a Moolji, le dije lo que pasaba, vimos los dos la hora
de mi reloj, y firmamos ambos un certificado en mi libro de notas,
que en este momento tengo ante los ojos para refrescar mi memoria
en los detalles. El certificado está fechado en la estación: “Estación
de Kurjeet, GIPR*, 8 de abril de 1879, a las 12:45 p. m.”, y firmado,
Moolji Thackersey, como testigo.

* Great Indian Peninsula Railway (Gran Ferrocarril de la Península India) (N. del E.)
40 H ojas de un viejo diario

En Kurjeet, con Moolji quisimos bajar para estirar las piernas,


pero HPB dijo que ninguno de los dos debía salir del tren antes de
Bombay, que ella había recibido órdenes que a su debido tiempo
comprenderíamos. De manera que permanecimos con ella en el
coche. Cuando llegamos a casa, salí por un asunto que me ocupó alre-
dedor de una hora, por la calle Kalbadevi, al regresar, la Srta. Bates
me entregó un telegrama cerrado, diciéndome que lo había recibido
de manos del cartero, y firmó en mi nombre. He aquí el telegrama:

Hora 2 p. m. Fecha 8 / 4 / 1879.

De Kurjeet a Byculla.

De Gulab Singh a H. S. Olcott.

Carta recibida. Respuesta Rajputana. Salida inmediata.

Como lo he dicho más arriba, hasta algunos meses consideré esto


como una de las pruebas más seguras que me fueron dadas de las
relaciones ocultas de HPB. Esa fue también la opinión de todos
mis amigos, entre otros uno de Londres y uno de Nueva York, a
quienes se lo envié para que lo examinaran. El amigo de Nueva
York, además, me dio cuenta de un hecho curioso que me alegra
encontrar registrado en mi Diario del 1° de julio siguiente, día de la
llegada de la respuesta. El Sr. John Judge, hermano de W. Q. Judge
—el amigo mencionado— me escribe que el nombre del remitente
del telegrama (Gulab Singh) se había borrado por completo, de
modo que no había podido adivinar de quién venía. El telegrama
original venía en la carta, y el nombre de Gulab Singh era perfec-
tamente visible, como lo es hoy todavía. El punto débil de toda esta
historia es que —como lo supe bastante recientemente— ¡Baburao
había sido apalabrado por el mismo Moolji para velar por la como-
didad de nuestra excursión por Materan, Khandalla, y las Cuevas
de Karli! He ahí por qué he dado los más minuciosos detalles sobre
nuestras aventuras, dejando al lector que juzgue por sí mismo.
CAPÍTULO V
Viaje al norte de India
1879

L
A extensión de nuestro movimiento a nuevos países, me
obligó a planificar su expansión, sobre bases internacionales,
y tuve que hacer algunos cambios en sus reglamentos. Esto se
efectuó en Bombay, y el nuevo texto, una vez que recibió la aproba-
ción de algunos de los más preparados entre nuestros colegas indos,
fue publicado con el texto de mi discurso en el Instituto Framji
Cowasji. La experiencia obligó a introducir después algunas otras
modificaciones cada tanto, y recientes acontecimientos muestran la
necesidad de corregirlos todavía. El ideal que no habría que perder
de vista es el de constituir una Federación en la cual cada Sección
disfrute de la más completa autonomía, conservando siempre muy
fuerte el sentimiento de la dependencia del movimiento entero,
de un núcleo central, y también del interés común en mantenerlo
intacto y efectivo.
El Viernes Santo —11 de abril de 1879— salimos de Bombay HPB,
Moolji Thackersey y yo, con nuestro criado Babula, para emprender
el viaje a Rajputana, ordenado en las Cuevas de Karli. La tempera-
tura, que era sofocante, y el polvo, nos hicieron sufrir mucho en
el tren. No sé si fue a causa del malestar físico que sentía, pero esa
noche fui en mi cuerpo astral a visitar al habitante de los subte-
rráneos de Karli, sin penetrar hasta su profundo retiro. Todo lo
que puedo recordar está anotado en mi Diario: entré en una larga
galería que salía a la cueva donde estuvimos acampados, mientras
Baburao quedaba de guardia en la puerta.
42 H ojas de un viejo diario

Llegamos el 13 a Allahabad, y nos recibió en la estación el prin-


cipal discípulo local del swami Dyánand, el pandit Sunderlal, predi-
ciéndonos poco éxito para nuestra campaña en las Provincias del
Noroeste de India, pronóstico que felizmente se halló desmentido
por los resultados de los cambios experimentados por la opinión
pública en India en veinticinco años. Nos instalamos en la casa
para viajeros de la Compañía del Ferrocarril ubicado dentro del
complejo de la estación, y el calor era tan terrible, que el mismo
indo Moolji se ahogaba cuando nos arriesgamos a salir. Un alegre
francés, el antiguo amo de Babula, que había sido encargado del
restaurante en el club Byculla en Bombay —y no, como se ha dicho
con frecuencia, prestidigitador de profesión— tenía contratado
el comedor de la estación, ¡y condimentó nuestras comidas con
historias de las frecuentes muertes de europeos acaecidas en los
trenes, a causa del calor! Para personas corpulentas como HPB y
yo, eso era muy tranquilizador. Cuando refrescó un poco, fuimos
hasta la orilla del Jumma para visitar a un viejo asceta notable,
llamado Babu Surdass, un discípulo del Gurú Sij Nanak; dicho
asceta demostraba personalmente hasta un grado preeminente lo
que puede una invencible obstinación. Desde el año 1827, es decir,
desde hacía cuarenta y dos años, permanecía sobre una pequeña
plataforma de ladrillo, junto al Fuerte, sin abrigo alguno sobre su
cabeza, en todas las estaciones, cálida, lluviosa, o fría, desafiando a
la intemperie, y absorto en meditación religiosa. Allí permaneció
todo el tiempo que duró la Rebelión de los cipayos, sin cuidarse del
cañón, ni de las furiosas batallas que tenían lugar a su alrededor.
Esos ruidos vanos no podían penetrar en su eterna meditación. El
día de nuestra visita, el sol quemaba como un horno, pero él estaba
con la cabeza desnuda sin que pareciese sufrir. Está encogido en
el mismo sitio todo el día y también toda la noche, salvo que a
medianoche baja hasta la confluencia del Ganges y el Jumma, para
bañarse y orar. Esas terribles penitencias lo han dejado ciego, y hay
que llevarlo hasta la orilla del agua, pero su fisonomía tiene un
aspecto de felicidad y su sonrisa es franca y dulce. Si los neoyor-
quinos recuerdan las características físicas del difunto Sr. George
Jones, Fundador del N. Y. Times, tendrán una excelente idea de la
apariencia de este Sannyasi Sij. Moolji nos sirvió de intérprete para
que HPB y yo habláramos con él. Dijo que tenía cien años, lo que
puede ser cierto o no, poco importa eso, pero en cuanto a su perma-
nencia sobre su gadi de ladrillos, es una cosa cierta y de pública
notoriedad. Qué curioso era comparar su ideal con el de la sociedad
mundana; qué extraño era ese hombre siempre sentado, silencioso
y absorto en sus consideraciones religiosas durante medio siglo,
Viaje al norte de India 43

mientras las pasiones humanas se desencadenaban a su alrededor


sin poderlo conmover, así como las olas se rompen al pie de una roca
que avanza sobre el mar, sin poderla sacudir. Su conversación estaba
salpicada de imágenes poéticas, como cuando dijo que los Sabios
se apoderan de las semillas de la verdad y se las apropian, como
la ostra se apodera de una gota de lluvia para convertirla en perla.
Lo que le dije respecto a la verdadera manera como se forman las
perlas, le hizo poco efecto: la Ciencia se engañaba y él mantenía su
comparación. Con la dialéctica habitual de los Shastras, nos recordó
que, tan sólo llevando el espíritu y el alma a la calma absoluta,
puede percibirse la verdad, del mismo modo que el sol no se refleja
sino en el agua tranquila. En cuanto a la adversidad y a la pena, dijo
que la experiencia de esas cosas es lo que hace salir lo mejor que
hay en nosotros, así como la esencia de rosas se obtiene aplastando
los pétalos de sus flores. Le preguntamos si accedería a mostrarnos
algún fenómeno; volvió sus ojos sin mirada al que le interrogaba
y respondió tristemente que el Hombre Sabio no permite que su
atención se distraiga de la busca del Espíritu para ocuparse de esos
juguetes de los ignorantes. Cuando le place, tiene la facultad de ver
en el pasado y el porvenir, pero rehusó darnos ninguna prueba de
su clarividencia. Cada vez que he vuelto a Allahabad, no he dejado
de ir a presentar mis respetos al viejo Sannyasi, pero la última vez
supe que había muerto. Sería muy interesante saber en qué grado
esa larga vida de penitencia ha modificado sus condiciones de exis-
tencia en la esfera siguiente.
De Allahabad fuimos a Cawnpore, donde se encontraban nuestro
nuevo amigo Ross Scott y su hermano, ingeniero al servicio del
gobierno. Al otro día, muy temprano, nos encontrábamos ante otro
Sannyasi que desde hacía un año vivía desnudo sobre la lengua de
arena que atraviesa el Ganges. Tenía un rostro afinado, espiritual,
y un aire de perfecta indiferencia por las cosas de este mundo. El
hundimiento de su estómago me impactó; se diría que en él las
funciones digestivas sólo se efectuaban raramente. También rehusó
con aparente desdén, mostrarnos sus fenómenos: evidentemente,
estos buscadores hindúes de la verdad diferían considerablemente
de los occidentales y harían poco caso de los mejores milagros de
nuestros más excelentes médiums. Por lo menos fue lo que me
pareció. Sin embargo, nos habló de un asceta llamado Jungli Shah,
al cual le atribuyen el milagro de la multiplicación de los “Panes y
los Peces”, varias veces repetida, es decir, que habría multiplicado
el alimento de una sola persona, de suerte que pudo alimentar a
centenares dándole a cada uno una comida completa. Después, se
me ha dicho la misma cosa de diversos Sannyasis. Los verdaderos
44 H ojas de un viejo diario

grandes magos consideran eso como relativamente fácil de hacer;


lo principal es poseer un núcleo a su disposición, grano de arroz,
fruta, un poco de agua, alrededor del cual el Adepto pueda agrupar
la materia extraída del espacio. Pero yo quisiera saber si esas miste-
riosas multiplicaciones de alimento son algo más que una ilusión,
y en el caso de que no lo fueran, si los que prueban los alimentos
milagrosos quedan nutridos por ellos. Recuerdo que el profesor
Bernheim me mostró que por sugestión podía hacer creer a una
enferma hipnotizada que tenía el estómago, ya lleno, ya, vacío, y
que la enferma se moría de hambre. Nuestro joven Sannyasi atri-
buyó a Lukhi Bawa y otro asceta el poder de cambiar el agua en
ghee (manteca clarificada). Nos dijo también que veinte años antes
vio a otro Sannyasi resucitar un árbol caído, y el menos maravi-
lloso acto —suponiendo que fuera un mero caso de parálisis del
nervio óptico— de serle devuelta la visión por un Gurú en Muttra,
la ciudad santa de Srî Krishna.
A las 3 p. m., un elefante nos llevó a Jajmow, una ciudad en
ruinas, a 6 kilómetros de Cawnpore, y de la cual se dice que fue la
capital de la Raza Lunar, 5000 años aC. En “Por las cuevas y selvas
del Indostán” se la encuentra muy disfrazada. Nuestro objetivo en
esta excursión era visitar el ashram de un viejo Sannyasi llamado
Lukhi Bawa, anteriormente mencionado. Nos encontramos con un
hombre verdaderamente venerable, filósofo y astrólogo erudito.
Era idéntico al difunto Sr. John W. Mitchell, el abogado de Nueva
York, como si fuera su hermano gemelo. Y puedo decir aquí, entre
paréntesis, que en toda Asia he estado encontrando por todas partes
estas sorprendentes semejanzas con amigos occidentales, conocidos
y personajes públicos. El color de sus pieles hace que las semejanzas
sean aún más impresionantes, y sugiere la pregunta de si una paridad
de fuerzas psíquicas evolutivas, bajo la guía del karma, produce el
mismo tipo de características sin tener en cuenta peculiaridades
raciales. Las semejanzas han afectado igualmente mi atención, así el
tipo local fuese Caucásico, Mongol, Semítico, o Negroide.
Otra vez fue denegado nuestro deseo de ver fenómenos, este
tercer asceta también se negó a producir el menor fenómeno; ya
habíamos visto tres ascetas que declinaban la petición de hacernos
ver o de ayudarnos a encontrar un hacedor de milagros. Esto en
cuanto a la parte seria de nuestra excursión, pero no le faltó el lado
cómico. No había houdah (cabina) en el lomo del elefante (que tenía
el hermoso nombre de Chenchal Peri, el “Hada Activa”), sino un
“almohadón” sujeto con gruesas correas que pasaban por debajo
del vientre del animal. Hay que poseer cierta destreza y equilibrio
natural para poderse sostener ahí arriba cuando el elefante camina,
Viaje al norte de India 45

y dejo a los que han conocido a HPB que adivinen lo que pasó
cuando ella hizo sus primeras armas con otros cuatro neófitos con
los que tuvo que compartir el almohadón. Por cortesía, hicimos
que ella subiera primero que los demás por la pequeña esca-
lera, suponiendo que nos trataría con justicia y equidad. Pero no
sucedió nada parecido. Se plantó bien en medio del almohadón y
no consintió en moverse ni una línea para dar sitio a los otros. Aún
más, sus expresiones se hicieron muy poco parlamentarias cuando
nos permitimos hacerle notar que el almohadón no era para ella
sola. De suerte que como Chenchal Peri comenzaba a agitar sus
orejas y a demostrar que se cansaba de nuestras discusiones, noso-
tros cuatro —W. Scott, Moolji, Babula y yo— trepamos de cual-
quier modo y tratamos de colocarnos en una esquina. Scott quedó
detrás, con una pierna colgando, y la elefanta tuvo la bondad de
ayudarle pasándole la cola sobre su rodilla para que se mantuviese
firme. Partimos, y HPB iba radiante y fumando un cigarrillo, como
si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa. Pero los primeros
400 metros que recorrimos, la hicieron cambiar de tono. Rodaba
como un paquete, su gordura era sacudida, se le cortaba la respi-
ración, y, ya furiosa, nos mandó a todos al diablo, a nosotros que
nos reíamos, al elefante y su mahut. Ross Scott ocupaba, uno de esos
sorprendentes y pequeños vehículos nativos que se llaman ekkas, y
cuyo asiento es un poco mayor que una estampilla de correos, pero
bastante menor que la puerta de una pajarera; en este vehículo se
puede elegir entre recoger las piernas como un sastre, o dejarlas
colgar sobre las ruedas. Ross Scott tenía una pierna enferma, lo
que le impedía, con gran disgusto de su parte, subir al elefante
como nosotros. Durante todo el tiempo empleado en recorrer los
6 kilómetros del camino —que HPB juraba que eran 30— ella se
mostró encolerizada y nosotros sufrimos en silencio. Pero cuando
se trató de regresar, ningún argumento del mundo pudo persuadir
a HPB a que ocupara su quinta parte de almohadón sobre el lomo
del elefante, de suerte que redujo a Ross Scott a la mitad de aquel
aparente asiento del ekka, y así fuimos hasta la casa.
Desde allí a Bhurtpore, Rajputana, a través de Agra. Ahora está-
bamos en lo que para mi “camarada” y para mí era un terreno
clásico, porque estaba asociado con la historia de la espléndida Raza
Solar de Rajputs, a la que pertenece nuestro propio Maestro y que
aúna todas nuestras simpatías. El Marajá no estaba en casa, pero
el ministro nos ofreció la hospitalidad del Estado; nos alojó en la
casa para viajeros; nos envió carruajes; mantuvo conversaciones con
nosotros sobre temas filosóficos y nos dio facilidades para visitar
el antiguo palacio de Sooraj Mull en Deegh, a 37 kilómetros de
46 H ojas de un viejo diario

distancia. Aquí nos encontramos casi por primera vez en el Oriente


ideal, el Oriente de las poesías. Nueve palacios, cada uno con un
nombre de un dios diferente, se encuentran en un cuadrilátero
alrededor de un jardín sombreado: al conjunto se lo llama Bhawan.
Comenzando por la esquina N. E. se les llama palacios, Kissun,
Hardev, Suraj, Samun, Gopal, Bhaduri, Nunda, Keshub y Ram. El
centro del jardín está marcado con una fuente de agua, construida
en mármol con cúpula, rodeado por un tanque poco profundo desde
el cual se elevan 175 chorros de agua, reunidos por corrientes que
caen desde un número igual de boquillas que se proyectan desde la
parte inferior de la cornisa de la estructura, y cuando están activos
crean una pared translúcida de agua; que mantiene el aire delicio-
samente fresco en el día más caluroso al mismo tiempo que brilla
bajo la luz del sol como un velo plateado bordado con gemas. Desde
este centro, senderos elevados se irradian en todas las direcciones y
uno se pasea bajo la sombra fresca de neems, tamarindos, mangos,
acacias, banianos, higueras de agua. No menos de cien grandes
pavos reales se pavoneaban el día de nuestra visita, los loros veloces
se lanzaban en destellos esmeraldas por el aire, las ardillas rayadas
revoloteaban de árbol en árbol y las bandadas de palomas se llamaban
suavemente entre sí en el denso follaje, completando una imagen
idealmente hermosa. La arquitectura del palacio es toda inda, las
tallas en piedra de diseño exquisito y los ángulos tan afilados como
si hubiesen sido acabados ayer. En el palacio Zenana, Sooraj Mull,
cada habitación tiene un piso de mármol teselado de un diseño
diferente al resto; los dinteles y marcos son de puro mármol esta-
tuario, decorados con dibujos de enredaderas en alto relieve. Sin
embargo, ¡ay! en medio de toda esta belleza, la hedionda deformidad
moral floreció, y escuchamos historias del libertinaje vulgar que
prevalece en Bhurtpore y otras ciudades Rajput, de modo que nos
alegramos de poder escapar lo antes posible. Regresamos a la ciudad
la misma noche y dormimos en la casa para viajeros en la cual
tuve la aventura contada en el capítulo anterior. Con HPB estábamos
sentados en la galería de atrás, cuando un indo viejo vestido de
blanco, vino desde la esquina de la casa hacia nosotros, me saludó,
entregándome una carta, y desapareció. Era la respuesta a mi carta
escrita a Gulab Singh en Khandalla, y que había sido prometida
para Rajputana en el telegrama de Kurjeet. Era una carta admirable-
mente escrita, y muy importante para mí, puesto que en ella se me
recomendaba trabajar fielmente por la Sociedad Teosófica, indicán-
dome que ese era el camino más seguro para buscar a los Maestros.
Es el sendero que constantemente he seguido, y aunque la carta
Viaje al norte de India 47

hubiera sido falsa, para mí ha sido una bendición y un aliento en


los momentos difíciles.
La etapa siguiente era Jeypur. Llegamos a las 9 p. m. del 20 de
abril, y nos instalamos en la casa para viajeros. Fue una desgracia
no permanecer en él; nos dejamos convencer, aceptando la invita-
ción de un tío del Marajá para que nos trasladáramos a su palacio
y fuésemos sus huéspedes. Esto nos costó caro. Se nos alojó en un
cobertizo abierto, situado en la azotea del palacio; era una terraza
de ladrillo y yeso, llena de polvo, sin camas, sillas, mesa, colchones,
ni baño. En fin, sin ninguna comodidad. El rajá nos dejó, prome-
tiendo enviarnos todo lo necesario, y esperamos durante muchas
horas con una paciencia admirable, sentados sobre nuestros equi-
pajes, fumando para matar el tiempo y observando por encima del
parapeto la pintoresca muchedumbre que llenaba la calle. Pasó la
hora del almuerzo y después la de la cena, sin ver aparecer alimento
alguno. Por fin, mandamos a Babula que nos trajera víveres y leña
para cocinar, y los estómagos irritados se calmaron. No teniendo las
prometidas camas, ni colchones, abrimos para HPB una silla-cama
plegadiza, de hierro, y los demás extendimos las mantas en el suelo;
todos pasamos una noche espantosa entre el polvo, el calor y los
mosquitos. A la mañana siguiente, a primera hora, el grosero rajá
hizo llamar a Moolji y nos puso materialmente en la puerta, sin una
sola palabra de explicación.
Teníamos razones para creer que era porque se nos tomaba por
espías rusos (!) y teníamos un policía siguiéndonos la pista por todas
partes por donde íbamos. ¡Era increíble! Fui directamente a ver al
coronel Beynon, el residente británico, y protesté como lo hubiera
hecho en mi lugar todo norteamericano, contra esa vigilancia,
absolutamente inútil, puesto que no teníamos nada que ocultar,
y que el gobierno podía muy bien examinar, si lo deseaba, todos
nuestros papeles, todos nuestros conocimientos, y hasta si quería,
saber lo que cenábamos todas las noches. El Residente se mostró
muy cortés, me expresó su sentimiento por habérsenos molestado,
y me ofreció un coche y elefantes para visitar Ambêr, la antigua
capital del Estado de Jeypur. Con alegría volvimos al bungaló de los
viajeros, donde hallamos buena comida y pasamos bien la noche.
Ambêr fue abandonada por un capricho de un precedente
Marajá, que construyó la actual capital, Jeypur, a su gusto, ¡y cuando
estuvo terminada, ordenó a toda la población de Ambêr que se
trasladase a la otra ciudad con todas las pertenencias! No hay en
toda India ninguna ciudad que se parezca a ésta. HPB, dijo de esta
ciudad que era “como París, hecha en crema de frambuesa”. Toda
48 H ojas de un viejo diario

ella entera está estucada en color rosa, con todos los estilos posibles
de fachadas. Las calles son anchas y se cruzan en ángulo recto; hay
avenidas con bulevares y fuentes en las plazas, aceras pavimentadas
—cosa de las más raras en India— gas, una excelente Universidad,
una Biblioteca Pública, un soberbio parque con un museo muy
hermoso, y muchos palacios que pertenecen a Su Alteza o a los
príncipes Rajputs, tributarios suyos.
Nuestro guía en Ambêr era un individuo muy torpe, que no
sabía nada de lo que nos hubiera interesado conocer, hablador y
bruto como la mayor parte de los valets de place [guías]. Pero obtu-
vimos de él una cosa que fue interesante. Al parecer, hay (o hubo) un
Mahatma que vive no lejos de la capital, y ocasionalmente aparece
ante el Príncipe gobernante y uno o dos más. Hay subterráneos de
los cuales el Marajá conoce el secreto, pero no tiene permiso para
visitarlos, sino en los casos de extrema necesidad, como una rebe-
lión de sus súbditos o alguna catástrofe dinástica. No tengo, natu-
ralmente, ningún medio de verificar lo que puede haber de cierto
en eso. Se cuenta que ese Mahatma dijo un día al Príncipe que le
acompañaría en cierto viaje, pero no se presentó en el momento de
partir, sin embargo, se apareció de pronto cuando ya se encontraban
a una distancia bastante grande. Hicimos un gran número de cono-
cidos muy agradables entre los funcionarios del Durbar* en Jeypur,
entre ellos un pariente cercano de nuestro experimentado colega, el
Sr. Norendronath Sen, de Calcuta. Pasamos horas encantadoras en
su compañía, y nuestro tema fueron siempre las ideas, los ideales
y los aspectos sociales hindúes y occidentales. Los Rajputs son de
un tipo étnico magnífico, y una multitud del Punyab sobresale en
belleza a cualquier concurrencia pública que haya visto. Un número
considerable de caudillos feudatarios estaban en la ciudad en el
momento de nuestra visita, y el paso frecuente de sus cohortes de
seguidores armados en caballos y elefantes con vistosos caparazones
hacia y desde el palacio del Marajá fue, a mis ojos estadounidenses,
como una reminiscencia de escenas de las Cruzadas tomadas del
libro de registro astral del mundo. El Presidente del Tribunal
Supremo de Justicia de Bhurtpore me había dado cartas para varios
de estos Jefes, y visité a dos de ellos en sus campamentos, pero al
enterarme por el residente británico que el más elegante, y aparen-
temente el más independiente, sincero y hospitalario de ellos, le
había preguntado en privado a él, si éramos gente confiable, me
disgusté tanto que dejé a los demás a la seguridad de su servilismo

* Corte noble de los reyes o gobernantes donde el Rey celebra todas las discu-
siones sobre el Estado. Puede ser una reunión puramente ceremonial. (N. del E.)
Viaje al norte de India 49

politico. La raza de los Príncipes Rajput se degenera bajo el dominio


extranjero y perdiendo el tiempo con burdas complacencias. El Sr.
Mohindranath Sen, uno de los más altos Durbaris* de Jeypur, nos
habló de un Yogui (que entonces estaba en Hardwar de peregrina-
ción), que era un experto en samadhi. Fue enterrado y permaneció
así veintisiete días, en presencia y bajo la vigilancia del mismo que
me contaba la historia, y le desenterraron en presencia de cente-
nares de testigos. Le habían tapado con ghee los oídos, la nariz y los
otros orificios del cuerpo, y la lengua había sido dada vuelta en la
garganta. Al resucitar, el aire que entró en los pulmones, silbaba
como el vapor que se escapa de una válvula; todavía hay muchos
testigos oculares de este acontecimiento. Mohindranath nos habló
de otro Yogui —que estaba también en Hardwar— cuya frente
brilla con el resplandor espiritual (téjasa), cuando se sumerge en la
contemplación.

* Miembro de la Corte. (N. del E.)


50 H ojas de un viejo diario

the theosophist , revista mensual fundada en 1879


CAPÍTULO VI
Paseos por el Norte
Dyánand Sarasvati
Encantamiento de serpientes
Inicio de The Theosophist
1879

E
N seguida, a esto sucedieron tres días en Agra. ¿Qué diré del
Taj que no haya sido dicho por tantos viajeros más calificados
que yo? Bernardo Taylor resume todo en dos palabras: “un
poema de mármol”. El guía local nos contó una leyenda que se
inspira más o menos en la misma idea. El diseño, dijo, había sido
visto en una visión por un viejo faquir, que se lo dio a Shah Jahan,
y éste lo llevó a cabo completamente. ¡Es una copia materializada
de un templo del paraíso de Mahoma! Esperemos que el original
celeste no haya costado tantos sufrimientos humanos, y que las
piedras no hayan sido cimentadas con tal hecatombe de vidas como
ese sepulcro incomparable de la bella Noormahal. No hay palabras
para expresar la emoción de un alma artística al entrar en el jardín
del Taj por la admirable puerta roja: un palacio en sí misma. Es un
sueño de blancura que se destaca sobre un cielo de lapislázuli indo
de abril, y anuncia la pureza de un mundo espiritual que el lodo de
este mundo material no ha manchado jamás. Pero basta, dejemos a
los futuros turistas esa maravilla del mundo, indescriptible, única;
un pensamiento en mármol.
52 H ojas de un viejo diario

El mismo guía nos habló de otro faquir* que para convencer la


incredulidad de un Marajá de Bhurtpore, hizo desaparecer ante él
un montón de monedas de oro, ¡para hacerlas caer en lluvia sobre
las mujeres de su harén, en otra parte del palacio!
En Agra recibimos la visita del agente local del swami Dyánand
Sarasvati, quien nos dio su opinión sobre este gran jefe religioso.
Según mi diario, dichas explicaciones fueron “tan satisfactorias, que
resolvimos ir a Saharanpur para encontrar al swamiji a su regreso de
Hardwar”. Parece que nos engañamos a cada paso en cuanto a sus
enseñanzas.
En Saharanpur, los Arya Samajistas nos recibieron cordialmente
y nos trajeron frutas y bombones. La única sombra del cuadro era
nuestro espía de la Policía y su criado, que interceptaban nuestras
cartas, nos leían los telegramas, vigilaban nuestros movimientos,
y nos daban la sensación de que habíamos caído por error en la
Tercera Sección Rusa. La ciudad estaba llena de peregrinos que
regresaban de Hardwar, espectáculo muy interesante para extran-
jeros como nosotros. Sobre todo, estábamos impresionados por
la multitud de ascetas, (o que se decían tales, porque es probable
que la inmensa mayoría no tenía de ascético más que la ropa de
color naranja) de ambos sexos. Anoté: “un joven de la más notable
apariencia, un caballero en lechada de cal, vestido con un rosario.
Ojos extremadamente brillantes y hermosos, la barba cuidada, los
dientes blancos, de gran estatura, parece un Rey”.
La Samaj nos hizo una recepción solemne y nos obsequió con un
banquete a la moda inda, es decir, hubo que comer usando nuestra
(lavada) mano derecha, en platos de hojas, puestos en el suelo. El
swamiji llegó al día siguiente al alba, y fui con Moolji a presen-
tarle mis respetos. Quedé muy impresionado por su fisonomía, sus
modales, su voz armoniosa, sus gestos fáciles y su dignidad personal.
Acababa de bañarse en el estanque de un bosquecillo sombrío, y se
estaba poniendo un traje seco cuando llegamos. Como él estaba tan
preparado para apreciarme como yo para admirarle, el encuentro
fue cordial. Me tomó de la mano, me condujo a una terraza abierta,
hizo traer un lecho indo (charpai) y se sentó en él conmigo. Después
de algunos cumplidos, nos despedimos, y como una hora después,
fue a la casa para viajeros para conocer a HPB. En la larga conversa-
ción que sostuvimos, nos expuso sus ideas sobre el Nirvana, Moksha
y Dios, en términos que no podíamos hallar nada que objetar. Al

* Para el interesado repito que faquir y sannyasi son respectivamente los nombres
musulmán e hindú para el mismo personaje: un religioso errante asceta y
célibe. (Olcott)
Paseos por el Norte 53

otro día, discutimos los reglamentos de la S. T., aceptó un puesto en


el Consejo, me dio por escrito plenos poderes, aconsejó la expulsión
de Hurrychund Chintamon y aprobó formalmente nuestro plan
de tener secciones de parsis, budistas, musulmanes, hindúes, etc.
Como mi Diario fue escrito en el momento, no puede haber sobre
eso la más ligera duda, y se podrá apreciar nuestro sentimiento
cuando, como se verá más adelante, su eclecticismo se transformó
en exclusivismo sectario y su amabilidad en insultos.
Tomamos juntos el tren para Meerut, y en el camino, convinimos
en que él nos enviaría reglamentos para los tres grados masónicos
que deseábamos organizar para clasificar a nuestros Miembros
adelantados, según sus capacidades mentales y espirituales. Al otro
día por la noche a las 6:30 p. m., hubo una reunión muy numerosa
de miembros de la Arya Samaj, sumamente interesante a nuestros
ojos novicios. Era una muchedumbre mucho más pintoresca de lo
que pueden imaginarse los occidentales. Esto tenía lugar en un patio
largo de 15 por 30 metros, sin techo, pero rodeado de edificios. En
un extremo, había una plataforma de ladrillo, cubierta por alfom-
bras orientales; un pequeño dosel para el swami, con un pupitre y
algunos libros encima. El maestro estaba sentado en un tapiz y se
apoyaba, a la moda del país, en un gran almohadón redondo como
un rollo. Dominaba a la asamblea con su dignidad tranquila, y los
asistentes esperaban en medio de un profundo silencio lo que él iba
a decirles. No se oía más que el ruido que hacían los pájaros que
se retiraban a dormir. En cuanto se nos condujo a nuestros sitios
reservados, el swami inclinó la cabeza, se abstrajo un momento, y
después, mirando al cielo, entonó con voz dulce y sonora la invo-
cación: “¡Om; Om; Shanti; Shanti; Shanti!”, y cuando se extinguió el
sonido comenzó un discurso sobre la Plegaria. La interpretó como
un trabajo, no como un inútil murmullo, un movimiento de los
labios, una adulación o una amenaza que pudiera tener eficacia ante
Dios. Él había oído una vez a un Brahmo Samajista que se pasó dos
horas repitiendo: “¡Tú Dios, eres toda verdad y toda justicia!”. ¿Para
qué servía esto? Hay personas que hablan a Dios como a su cipayo,
¡como si tuviesen el derecho de ordenarle algo! Locura inútil. Todo
lo que está por encima de nosotros, no puede ser buscado sino en
la contemplación y el desarrollo de los poderes espirituales. Y así
sucesivamente, con elocuencia y emoción, con un lenguaje fácil
como un arroyo que corre. Antes del fin, la plateada luz de la luna
alcanzó la cornisa blanca de la casa que estaba frente a nosotros,
mientras que nuestro lado permanecía en una sombra espesa; el
cielo se extendía como un velo azul por encima de los árboles, y un
54 H ojas de un viejo diario

rayo de luna caía por detrás del swami, como una pantalla luminosa
sobre la cual su hermosa silueta resaltaba en pronunciado relieve.
Al otro día, me tocaba a mí dar la conferencia, y hablé bajo
un shamiana, (una gran tela rayada de azul y blanco, sostenida por
pértigas y sujeta al suelo con estacas) en el complejo de la casa
de Sheonarian. El piso estaba cubierto por durries, (alfombras de
algodón indas), y en algunos sitios se veían tapices indos o Persas,
había una mesa para mí y varias sillas para los europeos, el resto
del auditorio, incluso el swami, estaba sentado en el suelo. Algunos
funcionarios ingleses y nuestro Policía espía que se había afeitado
el bigote —al parecer, para disfrazarse— remataban la escena. Hablé
de las mutuas ventajas que se desprenderían de la fusión de los inte-
reses, y de las cualidades diversas de Oriente y Occidente. Moolji
me sirvió de intérprete.
El swami nos contó al día siguiente varios hechos interesantes de
su vida en la selva, y de la de otros Yoguis. El permaneció desnudo
durante siete años (salvo el langot: pequeña tela alrededor de la
cintura), durmiendo en el suelo o sobre una piedra, comiendo lo
que podía encontrar en la selva, hasta que su cuerpo se hizo insen-
sible al frío y al calor, a las heridas y a las insolaciones. Nunca
tuvo que sufrir nada de las fieras ni de las serpientes. Una vez se
encontró con un oso hambriento qué se arrojó sobre él, pero le
hizo una seña con la mano y el animal se apartó de su camino. Un
día vio en el Monte Abu a un Adepto que se llamaba Bhavani Gihr,
que podía beber una botella entera de un veneno del cual una gota
bastaba para matar a un hombre común, y que con facilidad ayunaba
cuarenta días y hacía además otras cosas extraordinarias. Esa noche
hubo también una gran reunión para vernos, y tuvo lugar una larga
discusión entre el swami y el director de la Escuela del gobierno,
acerca de las pruebas de la existencia de un Dios. El miércoles 7 de
mayo, emprendimos el regreso a nuestra casa y fuimos escoltados
hasta la estación por el swami y un gran número de sus seguidores,
quienes arrojaron rosas y gritaron sus amistosos namastes cuando
partió nuestro tren.
Varios días y noches de molestias y de un calor tórrido, nos
llevaron por fin a Bombay, pero antes de ocuparse de su maleta y
su equipaje, HPB se precipitó sobre nuestro pegajoso espía, y ahí
mismo, en el andén de la estación, le dijo todo lo que ella pensaba.
Le felicitó por los grandes resultados que habría obtenido en esa
costosa expedición en primera clase, y le rogó que presentara sus
felicitaciones a sus jefes, ¡pidiéndoles al mismo tiempo un ascenso!
El pobre hombre se puso colorado y tartamudeó; lo dejamos allí
plantado. Inmediatamente, en lugar de ir a buscar la ducha y la
Paseos por el Norte 55

comida, de los que teníamos gran necesidad, nos hicimos conducir


al Consulado de EE. UU., para pedir al Cónsul que enviase una
protesta enérgica al jefe de policía por el trato que se había hecho
sufrir a dos ciudadanos estadounidenses inofensivos.
Nuestra apacible existencia reanudó su curso, lo pintoresco del
ambiente se grababa más y más profundamente en nuestros espí-
ritus, a medida que los días se convertían en semanas y las semanas
en meses. El círculo de nuestros conocidos indos, se ampliaba cada
día, pero no teníamos trato más que con unos pocos europeos. ¿Qué
importa que nos quisieran o no? No podían enseñarnos nada de lo
que nos interesaba saber, y su género de vida y de ocupaciones, no
tenía ningún interés para nosotros. Mientras tuve tiempo libre para
ello, escribí cartas semanales a un diario de Nueva York, descri-
biendo nuestras observaciones y aventuras. La protesta que dirigí al
Gobierno de Bombay por medio del Cónsul de los Estados Unidos,
Sr. Farnham, hizo que obtuviera de ellos una negación de cual-
quier descortesía intencional de su parte al poner a sus espías de
la Policía para vigilar nuestras idas y venidas. Más tarde, en Simla,
supe por medio de las autoridades del Virrey, que se habían disgus-
tado mucho de que la vigilancia hubiese sido tan torpe y hubiera
atraído nuestra atención. Pero que la vigilancia en sí, no tenía nada
de anormal, pues era costumbre en India hacer vigilar a todos los
extranjeros que parecían buscar la relación con los indos y evitar el
trato con la raza gobernante.
En el momento mismo del hecho, tomé numerosas notas sobre
la visita de un encantador de serpientes, que tuvo lugar en nuestro
bungaló; y como la versión de “Por las cuevas y selvas del Indostán”
es de lo más fantástico, voy a contar la simple verdad, que es también
muy interesante. El hombre se llamaba Bishunath, había nacido en
Indore. El hecho tuvo lugar el 15 de junio de 1879. El hombre era
muy pintoresco; tenía una mata de cabellos negros, su barba reco-
gida hacia las orejas a la moda Rajput, y su cuerpo delgado estaba
desnudo hasta la cintura; llevaba un dhoti, o tela, que lo cubría
desde las caderas hasta los pies; sobre el hombro otra tela, doblada,
colgada hasta la cintura; un turbante blanco le cubría la cabeza, y
sus rasgos simétricos y ojos brillantes eran del tipo puro ario. En un
cesto redondo y aplastado, llevaba algunas cobras, y soltó una en la
habitación de Wimbridge. La serpiente se enroscó tranquilamente,
sin dar la menor señal de hostilidad, pero HPB y la Srta. Bates,
¡se apresuraron a trepar en sendas sillas, subiéndose las faldas! El
encantador comenzó a tocar en una flauta en forma de cantim-
plora, una melodía no del todo desagradable. La cobra se irguió en
seguida, abrió su capucha en forma de abanico, sacó la lengua y se
56 H ojas de un viejo diario

balanceó acompañando al ritmo del instrumento. Yo acababa de leer


algunos autores que decían que esas serpientes eran convertidas en
inofensivas por la ablación de sus bolsas de veneno. Rogué a uno
de los caballeros parsi presente que preguntara al encantador si era
así en este caso. Respondió que no, y tomando a la serpiente por
el cuello, le abrió la boca con un palo y nos mostró los pequeños
dientes curvos con sus bolsas de veneno a los lados de la boca. Por
otra parte, ofreció dar la mejor prueba de ello si se le procuraba
un pollo. Cuando se lo trajeron, el encantador, sosteniéndole por
detrás de las alas, le empujó hacia la cobra, a la que tuvo cuidado de
irritar amenazándola. La serpiente comenzó a agitarse, sacando la
lengua con rapidez, inflando su capucha, y silbando como alguien
que se ahoga respirando con dificultad. Por fin, estando el pollo a
su alcance, retrocedió bruscamente y se le echó encima mordién-
dole, con un movimiento rápido; después le hirió por segunda vez,
pero fue demasiado lejos, y en vez de morder al pollo, mordió la
mano del encantador que lo sostenía. Una pequeña gota de sangre
marcó el sitio de la herida, y no pudimos reprimir exclamaciones
de inquietud. Pero Bishunath, echando el pollo al suelo, abrió una
caja de metal oxidado, sacó de ella un disco óseo, lo aplicó sobre la
gota de sangre, y después de haber tenido su mano inmóvil algunos
minutos, comenzó a servirse de ella lo mismo que de la otra. El
disco de hueso estaba adherido a la mordedura como con pega-
mento adhesivo o cola. El pobre pollo ni trató siquiera de levan-
tarse; tuvo algunas convulsiones y murió donde había caído.
¡Evidentemente, los colmillos de la serpiente no habían sido
extirpados! Pero nosotros observábamos al encantador con una
secreta emoción, pensando que iba a ser víctima de su temeridad;
no obstante, él decía que eso no era nada, que la “piedra para
serpientes” chuparía infaliblemente todo el veneno. Tenía mucha
curiosidad por ver cómo se sostenía sobre la mano del hombre
y le pedí que me la dejase tocar. Consintió y vi que la adherencia
era tan perfecta que toda la piel de la mano se levantaba cuando
yo trataba de sacar la “piedra”. Después de algunos minutos, cayó
por sí sola y el encantador declaró que estaba salvado. Entonces
nos contó, en respuesta a nuestras preguntas, que ese maravilloso
disco era un pequeño hueso —de aproximadamente el tamaño de
un botón de chaleco— que se encuentra en la boca de una cobra
entre cada cincuenta o cien de ellas, metido entre la piel y el hueso
de la mandíbula superior. Las demás no tienen ese apéndice, y su
posesión hace que una serpiente sea Rey entre sus semejantes, y la
llaman Cobra rajá. Los encantadores de serpientes abren la boca de
todas sus cobras para buscar ese preciado hueso, que se encuentra
Paseos por el Norte 57

asimismo en la anaconda, en una especie de sapo enorme, amarillo


y venenoso, y también en el elefante. ¡Es bien curioso si es cierto!
Y nos dio una prueba de su virtud: excitó a la cobra hasta que
abrió el capuchón y comenzó a silbar; el hombre tomó el disco
entre el pulgar y el índice y lo presentó a la serpiente, que con
gran sorpresa nuestra retrocedió como si le hubiesen presentado
un hierro al rojo. Balanceándose de derecha a izquierda, parecía
aterrorizada o sometida a una especie de hipnotismo. El encantador
la seguía sin cesar, no dejándola descansar; la serpiente terminó por
quedar callada, por agitarse cada vez menos, y finalmente se arrolló
en el suelo formando anillos. Para terminar, el encantador le tocó la
cabeza con la “piedra”. Reflexionando, yo no veía más que dos alter-
nativas: o la “piedra” tenía en realidad influencia sobre la serpiente,
y en tal caso poseía un valor científico, o bien el mortífero reptil
había aprendido a representar toda esa escena con su amo. Para
quitarme la duda, tomé el disco de manos del encantador y repetí la
experiencia, pensando: mi piel es blanca; si la cobra está habituada
a una mano oscura, tratará probablemente de morderme en lugar
de calmarse y quedar dormida. De suerte que comencé por exaspe-
rarla como le vi hacer al encantador; pero, como puede suponerse,
no quitaba ojo a sus menores movimientos y retiraba con prontitud
la mano cuando el animal se preparaba a retroceder para herir. Las
señoras, desde lo alto de su refugio, protestaban por mi temeridad
—como ellas lo llamaban— y HPB no ahorraba sus expresiones.
Sin embargo, en interés de la Ciencia, me obstiné en continuar
el experimento. Cuando la cobra estuvo en el grado requerido de
excitación, le presenté la “piedra de serpientes” y quedé encantado
al ver que, como la vez primera, su agitación decayó, sus movi-
mientos se hicieron de más en más lentos, se enroscó y le toqué
la cabeza con el disco todopoderoso. Después del regateo usual en
Oriente, compré la piedra de serpientes por algunas rupias y la
guardé durante largo tiempo en mi escritorio con la esperanza de
salvar la vida de alguien. Pero nunca tuve la ocasión de ensayar su
eficacia, y terminé por regalarla al Dr. Mennell, de Londres, que
se ocupaba de venenos. Bishunath no acudió a la cita que le di
para el domingo siguiente, con gran decepción de una distinguida
reunión de indos y europeos que convoqué para verlo experimentar
con una pareja de perros parias. A pesar de eso, no perdimos el
tiempo, porque alguien trajo a Ghulam Goss, un prestidigitador
musulmán, que era muy hábil. Vi dos juegos que valen la pena
de ser citados. Él hizo que una bola de madera perforada subiera
lentamente y volviese a caer sobre una cuerda vertical, la cual era
sostenida en un extremo por la mano del malabarista y el otro con
58 H ojas de un viejo diario

el dedo gordo del pie. Cuando ordenó que subiera, subió, cuando
ordenó lo contrario bajó lentamente. Él sostenía un arco de bambú
de aproximadamente el tamaño de un contrabajo, pero que solo
tenía dos cuerdas, las cuerdas hacia arriba, con un extremo presio-
nado contra su lado derecho. En las cuerdas yacían tres bolas libres
del mismo tamaño, una antes que la otra. A la orden de mando, las
bolas se movieron cuando él lo ordenó, ya sea todas ascendiendo a
la parte superior del arco, o descendiendo una a la vez, o dos o tres;
también ascendiendo una mientras que las otras descienden para
encontrarse a media distancia. Ninguno de nosotros pudo entender
cómo lo hacía. El malabarista seguía girando lentamente sobre sus
pies y, por supuesto, la idea del efecto observado atribuible a la
fuerza centrífuga surgió con bastante facilidad; pero tendría que ser
la fuerza centrípeta, o la gravedad, mostrada en el caso de las bolas
cuando caen; el malabarista giratorio desconcertó al grupo porque
podía hacer que una bola se montara bajo un impulso centrífugo
mientras que las otras caían por la cuna de cuerdas en virtud de la
fuerza opuesta.
En otra ocasión, un amigo indo me enseñó un remedio raro
contra la ictericia, diciéndome que su madre lo había curado diez
veces de ese modo. Se enhebra una aguja y se frota suavemente con
ella, la frente del enfermo, pasando la punta de arriba hacia abajo,
repitiendo simultáneamente un mantra. Hecho esto, se deposita la
aguja en una copa llena de agua, se somete al enfermo a dieta por
un día o dos, la aguja y el hilo se ponen de un color amarillo oscuro,
¡y el enfermo se cura! Si alguien desea ensayarlo y obtiene éxito, le
suplico que me lo diga. No puedo indicar el mantra, pero opino que
cualquiera servirá para el caso, a condición de que sea recitado con
“una intención magnética”, es decir, concentrando su pensamiento
y con fe en el remedio. Pero puedo tal vez equivocarme, pues hay en
India una gran cantidad de mantras para todas las necesidades. Se
invoca a una diosa especial (elemental) para cada caso, con fórmulas
diferentes, de acuerdo con el objeto de la petición. Según entiendo,
se cambia de elemental con arreglo a los casos; esto podría ser objeto
de un estudio interesante, y espero que alguien alguna vez lo haga.
Aquí veo un registro del 23 de junio del que no recuerdo de qué
se trata: “A las 10:30 p. m. fui a la habitación de HPB y trabajé con
ella hasta las 2:30 a. m. sobre la idea de un Antetypion, o máquina
para rescatar del Espacio las imágenes y voces del Pasado”. Esto
es todo lo que dice, ahora, qué tipo de máquina tuvimos en vista,
eso se me ha ido de la memoria. Veo en mi diario varias alusiones
a la ayuda que presté a HPB para escribir “su nuevo libro sobre
Teosofía”. Parece que el 23 de mayo ella “dio el primer paso”, y que
Paseos por el Norte 59

el 24 “me pidió que le diese las primeras líneas para un libro, con la
vaguedad de las ideas de uno que no tiene intención de escribirlo”.
El 25, le “ayudé a preparar el Prefacio” y el 4 de junio lo termi-
namos. Ese fue el germen de “La Doctrina Secreta”, que hubo de
dormir cinco o seis años; todo lo que entonces hice, fue inventar el
título y escribir el Prospecto original.
Con la mejor intención del mundo, se le ocurrió por entonces a
nuestro cuarteto, aprender el hindi para mayor bien de la Sociedad,
pero como no se puede aprender una nueva lengua recibiendo la
mar de visitas y escribiendo un sinnúmero de cartas; con gran senti-
miento, el proyecto tuvo que ser abandonado. Pero el inglés está tan
difundido entre las clases instruidas, con las cuales teníamos que
tratarnos en India, que no creo que nuestra causa haya sufrido por
nuestra ignorancia.
El 18 de mayo, hablé por primera vez ante la Arya Samaj de
Bombay, en una reunión al aire libre y con numeroso público. El
reverendo Director del órgano marathi de las Misiones presbite-
rianas, se hallaba presente, y le pedí que saliera al público y justi-
ficase ciertas calumnias que había publicado contra nosotros —y
que nuestro abogado el Sr. Turner, le hizo más tarde rectificar en su
publicación. Al ser interpelado por mí, se contentó con murmurar
algo con aire confuso, por lo cual el Presidente de la reunión,
el venerable Sr. Atmaram Dalvi, perdió los nervios y lo insultó.
Entonces —dice mi diario— “¡HPB arremetió contra él sin parar!
Agitación. Risas. ¡Los misioneros totalmente aplastados!”.
Algunos días más tarde, HPB, la Srta. Bates y yo, aceptando una
invitación, fuimos a visitar a un sirdar* del Deccan, para encon-
trarnos con el Jefe de Justicia de Baroda (parsi), y después que
este se fue, nuestro huésped nos rogó que le excusáramos por un
instante. Regresó trayendo de la mano a una linda niña de diez años,
que nos pareció su nieta. Estaba lujosamente vestida a la moda inda,
con un costoso sari de seda, y sus cabellos de ébano, lustrosos como
azabache, desaparecían bajo los adornos de oro. Llevaba pesadas
alhajas, en las orejas, alrededor del cuello, de las muñecas y de
los tobillos, y —con gran sorpresa nuestra— llevaba en la nariz
el anillo que en Bombay indica a las mujeres casadas. HPB sonrió
graciosamente cuando la niña se acercó, pero cuando el viejo noble
de barba gris y cabellos blancos le presentó la mano de la criatura
diciendo: “señora, permítame que le presente a mi pequeña mujer”,
la sonrisa se transformó en un fruncimiento de cejas, y con un
todo de inexpresable desprecio, exclamó: “¿Su Mujer? ¡Viejo bruto!

*  Sirdar, es un general o líder militar en India. (N. del E.)


60 H ojas de un viejo diario

¡Debería usted morirse de vergüenza!”. Nos separamos de nuestro


huésped tratando de sonreír.
Nuestra relación con el Director del famoso diario de oposi-
ción de Calcuta, el Amrita Bazar Patrika, comenzó por una carta
que recibí de él el 12 de mayo. Había leído una crónica de mi
discurso en el salón Framji Cowasji, y solicitaba nuestra amistad;
a partir de entonces, ha disfrutado siempre de ella, porque es un
ferviente patriota y un hombre religioso: dos grandes cualidades
para quienquiera que sea. La correspondencia terminó en su visita
desde Calcuta para conocernos, pernoctando en un bungaló vecino
al nuestro, que habíamos alquilado para la biblioteca. Ashe estaba
muy sinceramente interesado por nuestra interpretación de sus
libros sagrados y HPB hizo para él algunos fenómenos. Por ejemplo,
arrancó algunos cabellos negros de su propia cabeza, hizo sonar las
campanillas astrales —(8 de septiembre) según registra mi Diario—
“duplicó a petición suya un espejo mágico con su marco negro y
su mango, que ella había recibido ese mismo día de un Maestro”.
Me encontraba presente, y el hecho pasó como lo cuento. Él debía
marcharse dos días después y le rogaba que le mostrase el fenó-
meno de duplicación, para hacerle comprender bien lo que le había
enseñado acerca de la naturaleza de la fuerza y sus relaciones poten-
ciales con el poder de una voluntad adiestrada. Ella se rehusó por
largo rato, pero terminó por acceder a lo que pedía, con la condi-
ción de que prometiese no molestarla más; él tomó el espejo citado
y le pidió que lo duplicase, prometiendo lo pedido. HPB, tomando
en la mano el espejo, se levantó, nos volvió la espalda, y al cabo de
un momento, echó sobre un asiento dos espejos idénticos. Agotada,
se dejó caer en su sillón, permaneciendo algunos minutos silen-
ciosa para reponerse. Felizmente Shishir Babu vive todavía y podrá
rectificarme si he contado mal la historia.
Algo que a los estadounidenses les puede parecer una coincidencia
interesante, fue que la conversación que nos decidió a fundar The
Theosophist ocurrió el 4 de julio de ese año, Día de la Independencia.
Nos vimos obligados a ello por la necesidad de responder mejor que
por medio de cartas, al creciente interés que despertaba la Teosofía.
Nos era sencillamente imposible continuar con esa enorme corres-
pondencia. Veo en mi diario que trabajábamos a veces desde las
6 a. m. hasta las 9 p. m., y después, seguíamos hasta los 2 a. m. o
las 3 a. m., y todo esto en vano. Sin cesar habíamos de responder
a las mismas preguntas formuladas por diferentes corresponsales,
y era abrumador repetir siempre lo mismo. Después de discutir
los pros y contras del asunto, decidimos intentar la aventura. Y en
realidad lo era, porque la Sociedad no poseía ni un céntimo de
Paseos por el Norte 61

capital, ni un ápice de crédito. Planteé la condición absoluta de que


la Revista saldría en las condiciones de todos los buenos periódicos
ingleses y norteamericanos: suscripciones pagadas por adelantado.
Me comprometía de buen grado a publicarla un año íntegro con
regularidad, aunque no tuviéramos ni un abonado, pero en cuanto
a perder mi tiempo corriendo detrás de los pagos atrasados y a
dejarme fatigar por cuestiones de cobranzas, hasta el punto de no
poder ya escribir seriamente, no lo haría. Nuestros amigos indos se
oponían con todas sus fuerzas a lo que consideraban como una inno-
vación, el Sr. S. K. Ghose, del A. B. Patrika, particularmente, predecía
un fracaso, pero no cedí. De suerte que nos procuramos los fondos
necesarios para la publicación de los doce primeros números, y el
6 de julio escribí el prospecto, y lo envié a la imprenta. Pedimos a
Sumangala, Megittuwatte y a otros sacerdotes de Ceilán; al swami
Dyánand; el Sr. Pramada Dasa Mittra, de Benarés; pandit Shankar
Pandurang; Kashinath T. Telang y a varios otros a que nos enviasen
artículos, y repartimos ampliamente el anuncio de nuestras inten-
ciones. Esto nos ocupó todo el verano. Nuestros asociados hicieron
gestiones para conseguir suscripciones, uno de ellos —el Sr. Seervai,
entonces nuestro devoto Secretario— adquirió casi 200 ejemplares
él solo. No antes del 20 de septiembre enviamos la primera correc-
ción a la imprenta, el 22 enviamos la segunda corrección, el 27 la
última y en la noche del último día del mes nos fueron enviados
los primeros 400 ejemplares de la nueva Revista, lo cual causó
mucho júbilo entre nosotros. Mi registro en el Diario concluye con
el saludo: “¡Bienvenido, forastero!” Que el 1o de octubre, día de la
publicación sea “¡Sit Lux: Fiat Lux*!” Esto, lector, sucedía hace 192
meses, y a partir de entonces The Theosophist no ha dejado nunca de
aparecer, no ha sufrido ningún contratiempo, ni nos hizo contraer
jamás la menor deuda. Después del cuarto número, dio beneficios,
no muy grandes, pero que han terminado por dar a la Sociedad
unos buenos miles de rupias, puesto que nuestros servicios fueron
siempre gratuitos. Es un hermoso elogio para un periódico de esa
clase.

* ¡Hágase la Luz: Y hubo Luz! (N. del E.)


CAPÍTULO VII
Comienzan a llegar
los futuros trabajadores
1879

C
UANDO hojeo mi viejo Diario de 1879 y veo llegar en él
uno tras otro a todos los fieles colegas que más tarde se
hicieron célebres, me parece que estoy viendo a los artistas
que entran a escena en una comedia. Es muy sugestivo observar las
causas que les hicieron ingresar en la Sociedad, y las que en muchos
casos los hicieron salir. Estoy convencido de que estas últimas eran,
sobre todo, de naturaleza personal, como ser la decepción de no
llegar a conocer a los Mahatmas, o de ver que HPB no cumplía sus
promesas; algunos se disgustaban por los ataques a su persona, o
por el descrédito que se hacía de sus fenómenos; otros se cansaban
al no poder adquirir los poderes psíquicos en poco tiempo o cosas
por el estilo. Ya he contado el ingreso del Sr. Sinnett, y veo en mi
diario que recibí a Damodar K. Mavalankar en la Sociedad el 3 de
agosto. Era la estación de las lluvias, y el excelente muchacho llegó
con un impermeable blanco, unas polainas que hacían juego con
el impermeable, un gorro con orejeras, una linterna en la mano, y
corriéndole el agua por la nariz, que era muy larga. Era flaco como
Sarah Bernhardt, con mejillas hundidas, y unas piernas —según
decía HPB— que parecían dos lápices. No juzgando más que por las
apariencias, no tenía aspecto de ser más capaz en la Sociedad que
otro, en relación a llegar a ser un Mahatma o de acercarse a mil kiló-
metros de un verdadero ashram. Pero las apariencias son engañosas,
como lo ha probado la experiencia en su caso y en el de muchos
64 H ojas de un viejo diario

otros que parecían sus superiores espiritualmente, pero que resul-


taron otra cosa muy diferente.
Tres días después de la admisión de Damodar, recibí la solicitud
de admisión del Tte. Cnel. (ahora mayor general) W. Gordon, B. Sc.*
y de la Sra. Gordon, que fue una de las mejores amigas y uno de los
más fieles sostenes que HPB haya tenido. Y un poco más temprano
vino K. P. Cama, un joven parsi que nos impresionó vivamente
debido a su familiaridad y entusiasmo admirable por la Filosofía
inda. Algunos de sus ensayos fueron publicados por nosotros en los
primeros números de The Theosophist. Si alguna vez hubo un alma
hindú nacida en cuerpo parsi fue la suya: y él sentía que era así.
El primer paso en nuestra escena de la Sra. Coulomb, esa persona
malvada, fue bajo la forma de una carta que HPB recibió el 11 de
agosto de 1879. Los diarios de Ceilán habían reproducido las noti-
cias referentes a nuestra llegada a Bombay, y la mencionada señora
escribió desde Galle a su antigua conocida de Egipto, diciéndole que
se había producido en la Isla un gran movimiento a nuestro favor,
que se estaban reuniendo grandes sumas de dinero para recibirnos
y que “los budistas estaban locos por vernos”. En su carta, enviaba
un ejemplar de uno de los diarios angloíndios de Colombo, en el
cual ella había escrito para defender su reputación contra un ataque
maligno, diciendo que habiéndola conocido muy bien en El Cairo,
¡podía certificar que era una dama sin reproche! Me parece que se
olvidó de agregar ese documento histórico al folleto de 1884, en el
cual atacaba a HPB con los más escogidos términos de sus aliados
misioneros. De suerte que voy a reparar su olvido citándolo. Dice
así:

No conozco a ninguno de los Miembros de esa Sociedad, excepto


a Mme. Blavatsky. Conozco a esta señora desde hace más de
ocho años, y debo decir la verdad: su reputación está intacta. Las
dos vivíamos en la misma ciudad, y, por el contrario, ella estaba
considerada allí como una de las mujeres más inteligentes de la
época. La Sra. B. sabe música, es pintora, lingüista, autora y puedo
decir que pocas señoras y hasta pocos hombres poseen los cono-
cimientos generales de Mme. Blavatsky. (Del Ceylon Times del 5
de junio de 1879).

Ella pintaba en la carta a HPB un cuadro aflictivo de la situación


a que se hallaban reducidos ella y su marido, y solicitaba ayuda.
Deseaba trasladarse a Bombay, en el caso de poder llegar a pagar su

* Bachelor of Science (Licenciado en Ciencias) (N. del E.)


Comienzan a llegar los futuros trabajadores 65

viaje, para buscarse allí algún empleo. HPB me contó su versión de


la historia de sus relaciones con los Coulomb en El Cairo. Me dijo
cómo la Sra. C. le había prestado algunos servicios en aquella ciudad
a su llegada, después de la catástrofe de su barco, que había sufrido
una explosión en el Pireo, matando a casi todo el mundo que iba
a bordo. A esto le respondí que mi opinión era que, en reconoci-
miento, ella debía ayudar a ese matrimonio que parecía hallarse
reducido a una condición extrema. Ella fue del mismo parecer y
escribió algunas cartas en las cuales, si no me equivoco, ¡llegó hasta
sugerir que la Sra. Coulomb podría sucederle a ella al frente de la
S. T.! No podría jurarlo, pero así lo creo. Y sería por cierto muy
natural, porque tenía la costumbre de usar ese tipo de frases, y si
sus cartas de sucesión pudieran reunirse, formarían una divertida
colección.
El 4 de octubre, nuestro grupo asistió a un Durbar realizado para
nosotros en Bombay por Santi Saga Acharya, el más sabio y Jefe
jutti (yogui) de los sacerdotes jainistas. Nos hallábamos en una gran
sala cuadrada, de un segundo piso, con suelo de cemento; algunos
pilares cuadrados de madera sostenían el piso superior. Contra
la pared, a la izquierda según se entraba, había un tapiz de satén
cubierto de figuras sobre fondo amarillo (el color de los jainistas
y de los monjes budistas bhikkhus) festoneado de rojo. Encima, un
pequeño dosel de seda rameada inda; debajo, una estrecha plata-
forma cubierta de un tapiz rayado (durrie) colocado sobre un delgado
colchón de algodón indo. Había también un almohadón junto a la
pared, para recostar la espalda, y otros dos más pequeños, para las
rodillas de un hombre sentado con las piernas cruzadas. Un tabu-
rete permitía subir al estrado; tales eran los preparativos hechos
para la comodidad y la dignidad del Acharya durante la ceremonia.
A un lado de la plataforma pusieron para nosotros cuatro sillas.
Como unos 300 jainistas nos dieron la bienvenida. Después toda
la asamblea se puso de pie, abrió un paso, y entró un sacerdote de
venerable aspecto, saludando a derecha e izquierda. Él me saludó
—supongo que como jefe de nuestro grupo— pero no prestó la
menor atención a las dos señoras, cosa de esperar de parte de un
monje de costumbres austeras y que observaba la castidad. Pero en
mi ignorancia de las ideas monásticas orientales, me pareció muy
mal educado. Se sentó en su sitio, con las piernas cruzadas, y toda
la concurrencia hizo lo mismo en el suelo, cada uno en el sitio que
ocupaba. Mientras todo el mundo tomaba asiento, tuve tiempo de
examinar bien al monje. Tenía la cabeza grande, capaz de alojar
cómodamente al buen cerebro que debía poseer, según se echaba
de ver enseguida. Sus cabellos estaban cortados muy cortos, o en
66 H ojas de un viejo diario

camino de volver a crecer entre dos rasuradas mensuales, como se


ve en los monjes budistas. Su barba estaba recién afeitada. Vestía el
dhoti indo, con un fino chal de muselina de Dacca —de los que a
causa de su maravillosa finura ha sido llamado “tejido de rocío”—
echado sobre el hombro. No llevaba ninguna marca de casta, ni
alhaja alguna. El monje comenzó la conversación con un minu-
cioso interrogatorio sobre lo que yo sabía de las doctrinas de los
jainistas, pasando el diálogo a través de dos intérpretes indos, los
Sres. Pandurang y Krishna Row. Le expliqué el estado de la reli-
gión en el Occidente y cuáles eran las causas de la desespiritualiza-
ción de las naciones occidentales. Afirmé la necesidad de difundir
las ideas religiosas orientales en esos países, y le demostré que los
hombres sabios como él tenían un papel que desempeñar en esa
gran empresa. Los poseedores de la sabiduría de la cual los occiden-
tales se hallaban tan necesitados, no tenían excusa sí permanecían
en una indiferencia indolente; era para ellos un positivo pecado
no comunicar su sabiduría. Siguió con atención mi argumento,
y lo discutió punto por punto, alegando una cantidad de excusas
por no ocuparse él mismo de esa gran obra. Por fin pareció que
se dejaba conmover por el siguiente razonamiento: “Ustedes, los
jainistas” dije, “tienen la más tierna compasión por los animales,
los alimentan, los entierran, y los protegen contra toda crueldad;
hasta han abierto el Pinjrapole: un Hospital en el que son cuidados
todos los animales enfermos. Si algún jainista aquí presente viese
un perro hambriento ante su puerta, compartiría con él su propia
comida, antes que verlo morir de hambre”. Un murmullo de asen-
timiento me respondió, y todas las cabezas se movieron afirmativa-
mente. “Pues bien”, dije “entonces, el pan de la verdad religiosa es
más necesario a la salvación del hombre que un plato de comida al
cuerpo de un perro; ustedes, pueblos orientales, poseen esa verdad,
dicen que todas las naciones de mundo son sus hermanas, y ¿cómo
osan decir que no quieren tomarse el trabajo de enviar ese pan de
la verdad espiritual a esas naciones hambrientas de Occidente, cuyo
ideal espiritual y cuyas esperanzas son destruidos por el materia-
lismo científico antirreligioso?” El viejo Acharya se irguió, y me
hizo decir por los intérpretes que con mucho gusto nos ayudaría
y que escribiría para la revista que acabábamos de fundar, a fin
de difundir esa clase de enseñanzas. Pero no hizo nada de eso.
Sin embargo, debo decir que los jainistas se vieron perfectamente
representados en el Parlamento de las Religiones en Chicago, el
año 1893, por el Sr. Virchand Ghandi, quien expuso sus ideas con
una claridad y elocuencia tales, que conquistó la simpatía y el
respeto general. Terminé la conversación describiendo algunas de
Comienzan a llegar los futuros trabajadores 67

las maneras como las naciones de Occidente que a sí mismas se


llaman cultas, “prueban su amor por los animales”. Era curioso ver
la expresión de las caras de mis oyentes, a medida que describía
los horrores de los combates de toros y osos, las cacerías de zorros,
ciervos y liebres, las batallas de perros y ratas y las riñas de gallos.
Aquellos 300 jainistas se miraban con una especie de terror y de
consternación, contenían la respiración y me devoraban con los
ojos como para sondear mi corazón y ver si decía la verdad; vi que
no podían soportar más, y me callé en medio de un silencio de
muerte. Entonces pedí permiso para retirarnos; todos se pusieron
de pie para saludarnos, nos pusieron alrededor del cuello las guir-
naldas tradicionales, y salimos. Muchos de ellos nos siguieron
hasta la calle, y algunos corrían detrás del coche, gritándonos sus
bendiciones. Tal fue el estreno de nuestras buenas relaciones con la
comunidad de los jainistas.
Unos días después, invitado por el “Daya Vashistha Mandlik”, me
dirigí a un público abarrotado para escuchar mi discurso sobre la
matanza de animales. Veo por mis notas que describí la verdadera
Fraternidad Universal como un parentesco común entre todos los
seres sensibles que tenían la chispa divina manifestada en ellos en
cualquier grado, la hormiga y el elefante la tenían tan bien como
el hombre y todos los hombres de todas las razas y parentesco
lo tenían en común, solo en varios grados de manifestación; nos
correspondía ser amables con nuestros semejantes y, por la misma
razón, ser tiernos con los animales en la proporción de su indefen-
sión; el vivisector que torturó a un animal, que estaba atado inde-
fenso a una mesa de disección o encerrado en una cámara de hierro
caliente de la que no podía escapar, sin importar su agonía física
durante los experimentos de la ciencia, no fue menos cruel, salvaje,
y endiabladamente insensible al sufrimiento, que el Inquisidor que
ató a su víctima humana al instrumento de tortura, y en nombre
de la religión cristiana, le rompió las extremidades, le arrancó los
músculos de sus ataduras y mató al “escéptico” usando los más
ingeniosos métodos de tortura lenta. Por supuesto, se mostró
mucha simpatía cuando el discurso se tradujo al idioma Guyaratí.
Pero nunca hablé con tanta aprensión de una posible calamidad
como entonces. La sala de conferencias estaba en el tercer piso,
con una escalera casi vertical, cuyos escalones apenas eran lo sufi-
cientemente anchos como para que uno pudiera descansar sobre
sus talones al descender, y una cuerda suelta era el único susti-
tuto de un balaustre. El piso del vestíbulo de la habitación estaba
completamente lleno de unos cientos de zapatos, que se dejaban
afuera según la costumbre oriental; y la sala estaba iluminada por
68 H ojas de un viejo diario

una serie de lámparas de pared alimentadas a querosene colocadas


apenas lo suficientemente altas como para permitir el paso de un
hombre de estatura ordinaria con turbante. Si le hubiera ocurrido
un accidente a una de esas lámparas y se hubiera incendiado el
traje endeble de un hombre, habría habido un pánico instantáneo,
la audiencia al huir habría tropezado con los zapatos, caído en masa
sobre la escalera perpendicular, y allí habría sido un holocausto de
víctimas. No es exagerado decir que me sentí infinitamente aliviado
al encontrarme en la calle una vez más.
El Sr. Keshava Narasinha Mavalankar, el padre de Damodar, fue
admitido como Miembro de la Sociedad el 19 de octubre de 1879,
en presencia de su hijo y de su hermano, el Sr. Krishna Row, que
más tarde fue causa de todos los disgustos que Damodar tuvo con
su familia.
Nuestro amigo Gadjil vino a vernos en noviembre; no hablo de
su visita sino porque veo en mi Diario que nos enseñó dos raíces
que, según se dice, poseen propiedades maravillosas. Una, cura las
mordeduras de serpientes, y la otra, las picaduras de escorpión. La
primera se hace macerar en agua que se bebe en seguida, lo que es
muy sencillo; pero con la segunda hay que operar de muy distinto
modo. Hay que acariciar con la raíz el miembro picado, haciendo
pases descendentes, como en el tratamiento magnético, y después
se actúa en el sitio extremo al que el dolor se ha extendido. Son
las propiedades magnéticas, (o quizás mágicas), de la raíz, las que
hacen retroceder el dolor hasta el sitio de su origen, la picadura del
escorpión. Después se la mantiene encima de la herida por unos
minutos, sin contacto, todo el dolor desaparece, y el enfermo está
curado. He ahí una cosa muy interesante y que puede ser cierta,
porque no conocemos ni la milésima parte de los agentes cura-
tivos de la Naturaleza, pero existe un remedio, todavía más sencillo,
para el veneno del escorpión. Los lectores de los antiguos números
de The Theosophist recordarán unos artículos publicados y que se
referían a las propiedades curativas de la estrella de cinco puntas.
(Ver los Vol. II y III). Los autores de dichos artículos afirman que
ellos curaron numerosos casos de esa clase, dibujando con tinta
una estrella de cinco puntas, sobre la piel del paciente en el punto
extremo alcanzado por el dolor, y a medida que éste retrocedía, repi-
tiendo el símbolo hasta que el dolor hubiese vuelto a entrar en la
herida, de donde una última imagen lo expulsaba definitivamente.
Las afirmaciones del primer escritor fueron pronto seguidas por
corroboraciones de otros corresponsales que declaraban haber repe-
tido la experiencia con pleno éxito. Entre otros, citaré al Príncipe
Harisinhji Rupsinhji, de la Familia Real de Bhavnagar, que curó en
Comienzan a llegar los futuros trabajadores 69

esa forma a centenares de casos, y que, según creo, alivió numerosas


neuralgias de todas clases. Nos hallamos frente a un dilema: o la
curación es debida a la sugestión, o bien a cierta propiedad mágica
inherente al símbolo estelar. El Materialista preferirá la primera
hipótesis, y el Mago la segunda. Pero lo importante es curar. Me
parece que el único medio de salir de dudas sería ensayar el signo
sobre animales, niños, o idiotas, que no serían impresionados por
la vista del dibujo, ni por lo que se dijera a su alrededor sobre su
supuesto poder.
La fiesta de Divali (para Dipâvali) es un día de ilumina-
ciones y regocijos, en recuerdo de Bhima, que mató al demonio
Narakarâsuram. En ese día se hacen visitas, se adorna la casa con
flores y luces, se hacen regalos a los parientes y amigos, se viste con
ropa nueva a los criados, y todo el mundo renueva su guardarropa.
Fuimos con algunos amigos hindúes a ver las iluminaciones en los
barrios nativos y a hacer varias visitas. Al salir de una casa escu-
chamos una historia divertida. El protagonista era un rico banquero
que vivía en el interior y socio de un capitalista millonario que era
el agente local. A intervalos de dos o tres años y sin previo aviso,
aparecía en Bombay y llamaba a su agente para que le mostrase los
libros contables. En aquella ocasión revisaron ítem por ítem las
columnas agregadas, verificaron los totales y los saldos, y vieron
que todo estaba correcto. Luego, el viejo capitalista de aspecto soso
e infantil llevó del brazo a una habitación blindada a su impecable
y preciso agente contable y lo encerró, después de decirle que supo
que robó miles y miles de lakhs, pero que, mediante la devolución
del dinero robado, sería liberado del inmundo encierro y de los
libros firmados como “auditados y encontrados correctos”. ¡Hasta
eso, solo estaría a pan y agua! Inútil cualquier protesta o súplica.
El viejo jefe tuvo su propia manera de saber lo que había estado
sucediendo, y se mantuvo firme hasta que su socio se rindió y pagó
el rescate. Luego se abrazaron y se separaron como grandes amigos.
¡Qué cómico!
Mi amigo Panachand Anandji me llevó cierto día a ver un viejo
faquir musulmán, muy conocido entonces en Bombay, llamado
Jungli Bawa (literalmente, el Asceta de la Selva). Era un anciano
de expresión viva y curiosa, con la cara muy arrugada, y con un
sombrero en forma de mortier [mortero], la barba corta y afeitada
alrededor de los labios y en la barbilla. Su dhoti estaba tejido con
oro en el borde, y en su extremidad tenía una franja de oro de
una pulgada de ancho. Era vedantino y tenía dos gosains (discípulos
mendicantes) para servirle. Nos recibió en el suelo bajo de una gran
casa cuadrada, abierta en el centro. Estaba en cuclillas sobre una
70 H ojas de un viejo diario

estera, teniendo ante sí un morterito de cobre para moler el pân


(pasta de nuez de betel) y otras pequeñas vasijas de cobre. Había
para los visitantes un tapiz rayado, pero por compasión a la poca
flexibilidad de las rodillas europeas, me hizo traer una silla. Cada
uno que entraba, se prosternaba, tocando los pies del santo varón
con su frente; esto es en Oriente la forma más respetuosa de saludo.
Se entabló una larga discusión que abarcó los dos Yogas, el Hatha y
el Râja. Las 84 posturas del yoga fueron descritas con superabun-
dancia de detalles. El anciano me hizo muchas preguntas acerca de
los fenómenos que yo había visto, pero rehusé satisfacer su curio-
sidad, sabiendo que en India esa clase de experimentos es tenida
por sagrada y que no debía de tratarse de ella a la ligera ante una
reunión heterogénea como la presente. El Bawa sonrió y dijo que
yo tenía perfecta razón, porque hallándose esas cosas fuera de la
experiencia corriente, no debían ser expuestas a burlas triviales ni a
negaciones escépticas. ¡Ay!, si hubiésemos observado esa regla desde
el comienzo, cuántas molestias y qué sin fin de disgustos nos hubié-
semos ahorrado. El faquir me dijo que, si quería volver yo solo,
intercambiaríamos confidencias, y me haría ver fenómenos. Esta
entrevista me interesó vivamente, porque ese hombre era un verda-
dero asceta y parecía perfectamente sano de cuerpo y de espíritu, a
pesar de sus ayunos y demás penitencias.
Volví a visitar al faquir, con el mismo amigo, la noche siguiente.
Esta vez nos recibió en la galería exterior, sentado en mi silla de la
víspera, mientras que con Panachand nos sentamos en un asiento
bajo. Una hermosa lámpara de pie, de manufactura europea, alum-
braba sus rasgos fuertes y hacía brillar los hilos de oro de su turbante.
Uno tras otro, entraban los visitantes indos, se prosternaban ante
el faquir y se retiraban a la sombra, al fondo de la galería, donde se
ponían en cuclillas, quedando en un chiaroscuro, silenciosos e inmó-
viles, asemejándose con sus puggaris y dhotis blancos a un grupo de
aparecidos.
Un claro de luna indo plateaba en el exterior las pulidas super-
ficies de las frondas de los cocoteros, y revestía de plata el barni-
zado techo de nuestro coche. El Bawa continuó hablando de los dos
Yogas y dijo que él había cultivado la facultad de la laghima (ligereza
extrema), de suerte que podía mantenerse suspendido en el aire, y
caminar sobre el agua como si fuese un terreno sólido. Enseñaba a
sus discípulos a que hiciesen otro tanto, pero consideraba esas cosas
como juegos de niños y no se interesaba más que por la filosofía,
guía sagrada e infalible del camino de la Sabiduría y de la Dicha.
Dijo que había aprendido los dos yogas. Hablando de las relaciones
de gurú a chela, dijo que los servicios que este último podía prestar
Comienzan a llegar los futuros trabajadores 71

eran de tres clases: podía dar dinero, enseñar a su Maestro algo


nuevo, o servirle como criado. Me contó una larga fábula sobre un
Deva y un Daitya*. El Deva deseaba convertirse en el alumno del
Daitya con el interés de aprender un secreto de la ciencia oculta. El
Daitya tiene el poder de restaurar la vida a los muertos. El discípulo
Deva fue cortado en pedazos (con su consentimiento) y hervido, el
Maestro come algo del horrible revoltijo. Así el discípulo se incor-
pora al cuerpo y a la esencia del Gurú. Mientras tanto, su hija pierde
la vida, pero habiendo el padre —el Deva— pasado el test proba-
torio, le devuelve la vida cuando se separa una vez más del cuerpo
del Maestro, su cuerpo mutilado es recompuesto y su vida fluye
de nuevo por completo por sus venas y nervios. ¿Cuál de los tres
modos de servicio elegiría yo? Se lo dije. Acto seguido pospuso la
exhibición de sus supuestos poderes espirituales, y nunca más lo
volví a ver.

* En el hinduismo, un Deva es un ser superior benévolo, un Daitya forma parte


de una raza de asuras o demonios. (N. del E.)
72 H ojas de un viejo diario

interior de la sección oriental de la biblioteca de adyar


CAPÍTULO VIII
Visitas a Allahabad y Benarés
1879

P
OR esa época comenzó a levantarse sobre nuestro horizonte
indo una nube —la primera, si no contamos como tal al inci-
dente de Hurrychund— hacia el fin de noviembre se mani-
festaron las causas que iban a traer como consecuencia la ruptura
de nuestro cuarteto de exiliados. De todos modos, era una alianza
rara y poco natural, una fantasía de HPB que tarde o temprano
habría de engendrar tempestades. Ella y yo —como ya lo he
dicho— estábamos enteramente de acuerdo cuando se trataba de
los Maestros, de nuestras relaciones con ellos y de servirles. A pesar
de algunos roces causados por la diferencia de nuestras persona-
lidades y de nuestras maneras de encarar las cosas, estábamos en
perfecta armonía en cuanto a la excelencia de nuestra causa y a la
necesidad de cumplir estrictamente nuestros deberes. No sucedía
lo mismo con nuestros colegas, el Sr. Wimbridge y la Srta. Bates,
que eran ingleses hasta la médula de los huesos, y no tenían más
que un delgado barniz asiático depositado en la superficie por el
entusiasmo comunicativo de HPB. El era arquitecto y dibujante, ella
institutriz o maestra de escuela y tenía unos treinta y cinco años.
Ambos habían pasado algunos años en EE. UU. y fueron presen-
tados a HPB por personas amigas. En aquel tiempo no les sonreía
la fortuna, y aceptaron gustosos la invitación que HPB les hizo para
que nos acompañasen al Indostán a fin de ejercer allí sus respec-
tivas profesiones con la ayuda de nuestros amigos indos. No tuve
nada que objetar en cuanto a Wimbridge, pero la dama me inspi-
raba molestos presentimientos. Supliqué a HPB que no la llevase
74 H ojas de un viejo diario

con nosotros. Pero me respondía invariablemente que siendo


ingleses los dos y patriotas, nos servirían de garantía para con las
autoridades angloíndias, y que ella tomaba sobre sí todas las conse-
cuencias, sabiendo que no resultaría de esta asociación nada que
no fuese bueno. Como en muchos otros casos, cedí a la presunta
superioridad de sus intuiciones ocultas; partimos los cuatro, y en
Bombay nos instalamos juntos. ¡Mal negocio! La Srta. Bates comenzó
por fomentar un desacuerdo entre HPB y una encantadora joven
Teósofa de Nueva York; después apartó de nosotros a Wimbridge,
lo que rompió la armonía de la casa. No tenía nada que ver en el
asunto, pero al fin me tocó el desagradable deber de obligar a la
Srta. Bates a que se retirase de la Sociedad. Esa era siempre mi
suerte: HPB reñía con alguien y yo tenía que recibir los golpes y
poner en la puerta a los importunos; todos nuestros amigos conocen
esto muy bien. Mi colega hablaba siempre de su “olfato oculto”,
pero raramente se servía de él para descubrir a un traidor o a un
enemigo disfrazado de adulador. Sin ir más lejos, ahí están los casos
de la Sra. Coulomb y el de Solovioff que por sí mismo descubrió sus
traiciones y espionajes, que bastarían para probar mi afirmación.
El 23 de noviembre, tuvo lugar en nuestra casa una reunión
para organizar una Sociedad de Templanza Aria. Veía que era una
vergüenza que los principales hindúes y parsis se mantuviesen
indiferentes a los rápidos progresos de la falta de sobriedad en toda
India y dejasen a los misioneros el cuidado de resistir a esa marea.
El fallecido Rao Bahadur Gopal Rao Hari Deshmak, un muy influ-
yente caballero brahmín marathi, aceptó la presidencia de nuestra
reunión, se decidió fundar dicha Sociedad, y se recogieron 77 firmas
en el programa de organización, después se acordó reunirse nueva-
mente cuando convocara el Presidente. Hubo una segunda reunión
y 40 firmas más, pero eso fue todo, porque parecía que nadie más
que yo se interesaba en el movimiento, y tenía mucho que hacer
en otras cosas para dedicar a esa obra el tiempo que esta hubiese
requerido.
El 29 de noviembre hubo un gran acontecimiento: celebramos
con gran éclat [esplendor] el cuarto aniversario de la fundación de la
Sociedad Teosófica. Era la primera ceremonia pública de esta clase,
el único aniversario que se hubiese celebrado públicamente; el
primero lo fue con una reunión privada de los Miembros de Nueva
York, en el salón Mott Memorial, en la cual pronuncié un discurso.
El traslado de nuestra Sede Central a India, y la considerable
publicidad que se dio a nuestra labor, pareció exigir un cambio de
procedimientos y un nuevo método de acción.
Visitas a Allahabad y Benarés 75

El Sr. Wimbridge dibujó y litografió una artística tarjeta de invi-


tación, por la cual todos nuestros amigos eran invitados a que “asis-
tiesen a la Sede Central, en la calle Girgaum Back, número 108,
Bombay, el 29 de noviembre de 1879 a las 8:30 p. m., para celebrar
el cuarto aniversario de la Sociedad, la fundación de The Theosophist
y la apertura de la Biblioteca. Habrá discursos y una exposición
de artistas nativos”. Iba firmada por mí como Presidente y por H.
P. Blavatsky como Secretaria de Correspondencia. Los jardines y
la alameda que comunicaban con la calle, estaban brillantemente
iluminados; arcos de luces y pirámides de lámparas de color a la
moda inda, habían sido colocados a la entrada de la casa y en la
alameda. Entre las palmeras colgaban faroles chinos; la palabra
“Bienvenidos” formada con luces de gas, alumbraba la fachada de la
Biblioteca. El jardín entero estaba cubierto de tapices rayados indos;
había 400 sillas para los invitados, una orquesta de 20 músicos tocaba
música inda y extranjera —entre esta última, el himno Nacional
norteamericano— y el aspecto general era soberbio. Por encima
de las palmeras, el cielo tropical azul y estrellado, nos miraba. En
la Biblioteca, las paredes y las mesas estaban cubiertas de muestras
del arte indo: cobres, marfiles, tallas en sándalo, aceros, mosaicos
de mármol de Agra, chales y suaves lanas de Cachemira, muselinas
tejidas a mano de Dacca y otros sitios, cuchillos de Pandharpur, y
trabajos de la Escuela de Arte de Baroda. El ministro de Cutch, el
iluminado Sr. Manibhai Jasbhai nos envió una colección de armas,
y algunos famosos trabajos en plata de aquel Estado.
Se hallaban presentes alrededor de unas 500 personas: de las
más conocidas y más respetables de Bombay. Hubo discursos que
pronunciaron los Sres. Gopal Rao Hari Deshmak (como Presidente);
Naoroji Furdonji, un querido hombre de estado parsi; Kashinath
Trimbak Telang, posteriormente Juez de la Suprema Corte de
Justicia de Bombay; Shantaram Narayan, un muy respetado abogado
marathi; Nurshunkar Lalshunkar, el “Poeta Guyaratí”, además del
mío. Juzgándolo bien, era algo excelente para el desarrollo de
nuestra obra en India. Los europeos presentes quedaron encantados
con la exposición industrial y le hicieron elogios bien ganados a la
exhibición mecánica de Vishram Jehta.
Dos días más tarde, HPB, un caballero amigo europeo y yo,
fuimos invitados a una comida inda, en la casa de Golparao Vinayak
Joshi, MST, el marido de la pobre Anandabhai, quien fue a EE. UU.
para su graduación en medicina, la recibió con honores y murió
poco tiempo después de su regreso a India, dejando a su sacrificado
marido con una vida destrozada y un corazón roto. Los incidentes
de la cena —en la cual varios brahmines comían frente a nosotros—
76 H ojas de un viejo diario

han sido cómicamente descritos por HPB con sus acostumbradas


exageraciones; no necesito insistir sobre ello. Una circunstancia
que provocó mucha risa fue cuando pedí prestada a HPB su larga
cadena de oro, para ponérmela a modo de cordón Brahmánico, lo
que completaba mi parecido, pues estaba vestido como ellos con
un dhoti a partir de la cintura, quedando el torso desnudo. Nuestro
amigo europeo estaba ataviado del mismo modo, ¡pero HPB declinó
respetuosamente nuestra irónica invitación a que ella hiciera lo
mismo!
Damodar, ella y yo, salimos de Bombay con Babula el 2 de
diciembre en tren para Allahabad con el fin de hacer una visita a
los Sinnett a quienes todavía no conocíamos personalmente.
Dos días después, muy temprano, llegábamos a Allahabad, donde
el Sr. Sinnett nos esperaba en la Estación con su carruaje de dos
caballos, cochero y sus dos criados (syces*) vestidos con hermosas
libreas. La Sra. Sinnett nos recibió en su casa de un modo tan encan-
tador, que vimos en seguida que habíamos adquirido una valiosa
Amistad. Entre las visitas de ese primer día, se contaron un Juez
de la Suprema Corte y el director del departamento de Instrucción
Pública. Al otro día vinieron el Sr. y la Sra. Hume, y nuestra querida
Sra. Gordon llegó el día 7, después de haber hecho un largo viaje
para ver a HPB. Poco a poco conocimos a todos los angloíndios de la
ciudad que valían algo por su inteligencia y su amplitud de espíritu.
Los había encantadores, pero por nadie nos sentimos tan atraídos
como por los Sinnett y la Sra. Gordon, que estaba en toda la fres-
cura de su belleza y de su brillante inteligencia. Pensé entonces que
hubiera valido la pena venir hasta India sólo por conocer a esas tres
personas, y lo sigo pensando.
Es una costumbre estricta en angloíndia que los recién llegados
hagan la primera visita, pero como HPB no iba a casa de nadie, los
que tenían deseo de conocerla, tuvieron que alterar la etiqueta y
venir con tanta frecuencia como lo desearon.
Casi todo el tiempo estuvo ocupado por las recepciones y las
comidas, y, hablando de comidas, recuerdo algo interesante. Una
noche íbamos a cenar fuera, los Sinnett, HPB y yo, atravesando una
parte de la ciudad que todavía no habíamos visto. Al pasar por el cruce
de dos calles, HPB se sobresaltó de pronto y dijo: “¡Pobre de mi, qué
sensación tan horrible tengo!, parece que algún crimen espantoso se
ha cometido aquí, y que se ha derramado sangre humana”. Sinnett
respondió: “¿No sabe usted dónde nos encontramos?” “¡En absoluto!

* En India: cuidador de caballos. (N. del E.)


Visitas a Allahabad y Benarés 77

¿Cómo podría saberlo? Es la primera vez que salgo de su casa”.


Sinnett señaló entonces un gran edificio situado a la derecha y dijo
que era el Comedor de los oficiales de cierto regimiento, que a la
hora de la comida fueron matados por los cipayos durante el Motín.
Esto sirvió de tema para un pequeño discurso de los más instruc-
tivos, con el cual HPB explicó la permanencia del registro de las
acciones humanas en la Luz Astral. Los señores Sinnett, el Juez de
la Suprema Corte y su familia, así como otros invitados a los cuales
los Sinnett contaron la historia cuando llegamos para la cena, viven
en Londres y pueden atestiguar la verdad de mi relato. Además, me
parece oportuno llamar la atención sobre el hecho de que, salvo
algunos casos que he contado a su debido tiempo, los fenómenos de
HPB se producían en presencia de numerosos testigos, que según
presumo, viven casi todos, y podrían corregir los errores o exage-
raciones en las que podría haber caído involuntariamente después
de tantos años. Al mismo tiempo, es bueno saber que, aunque mi
“Hojas de un viejo diario” ha estado apareciendo en The Theosophist
desde marzo de 1892, ha tenido lectores en el mundo entero, y ha
sido tema de muchas cartas y comentarios editoriales, no se ha
generado ni una sola negación de los hechos contados por mí, y
no se ha indicado más que una sola modificación: fue con respecto
a la historia de las mariposas-elementales, en los primeros capí-
tulos de la primera serie, y ha sido propuesta por el Sr. Massey. Sin
duda, en muchos se ha establecido la convicción de mi credulidad
excesiva, pero como esos criticastros no conocen las circunstancias
de la causa, ni probablemente gran cosa de las ciencias psíquicas,
su opinión no tiene valor ninguno. Siempre “La verdad es más
extraña que la ficción”, y cuando se haya dicho todo contra HPB,
ella quedará todavía muy por encima de las críticas.
Cuarenta y seis años de fenómenos mediumnímicos modernos,
no han enseñado todavía a los científicos occidentales las leyes de la
relación con los espíritus, ni aquellas de anormalidad psicofisioló-
gicas. La suficiencia con la cual discuten los poderes de HPB desde
el punto de vista de su naturaleza moral, es una triste prueba de que
no han comprendido las enseñanzas de Charcot y de Liébault. No
perderían el tiempo estudiando durante algunos meses la literatura
oriental. Citaré un ejemplo de los prejuicios y del escepticismo de
los sabios occidentales. Un día comía con nosotros un Profesor de
Ciencias Físicas de la Universidad local, hombre de gran reputación
y muy simpático. Discutía con HPB su teoría sobre los “golpes” y
terminó por pedirle que produjera alguno. Ella lo hizo en todos los
sitios de la habitación, en el suelo de madera, en las paredes, en los
78 H ojas de un viejo diario

vidrios de los cuadros, en un periódico sostenido por el Sr. Sinnett o


por el Profesor —ya no me acuerdo cuál de los dos— y en la mano
del Profesor; ella a veces ni tocaba la superficie donde se produ-
cían los golpes, pero parecía lanzar a distancia una corriente de
fuerza psíquica. Sinnett colocó entonces un enorme cristal circular
sobre la alfombra ante el fuego y HPB hizo oír los golpes encima
del cristal. Finalmente, para ensayar la mejor prueba posible de su
teoría (o, mejor dicho, de la de Faraday, de Tyndall y de Carpenter)
que sostenía que los golpes son producidos por una vibración mecá-
nica que resultaba del desplazamiento voluntario o inconsciente de
los dedos sobre una superficie, propuse una prueba que fue acep-
tada. A petición mía, HPB colocó sus dedos sobre el vidrio de una
puerta que daba a la galería, y saliendo con el Profesor, sostuve una
lámpara de modo que alumbrase muy bien las yemas de los dedos.
HPB en esa forma, hizo sonar todos los golpes que él pidió. Los
dedos no se movieron ni el espesor de un cabello, y los músculos
no se contrajeron; pero veíamos que los nervios se estremecían
antes de cada golpe, como si fuesen atravesados por una corriente
de fuerza nerviosa. El Profesor no supo qué decir, sólo afirmó que
eso era muy extraño. A todos los amigos de HPB nos pareció que no
se podía pedir una prueba más concluyente de su buena fe, pero el
Profesor declaró más tarde que era una farsante. ¡Pobre mujer! Eso
fue todo lo que sacó tratando de dar a un sabio datos para fundar
un estudio serio de la psicología. Creo que esa amarga experiencia la
apartó más que nada de tomarse la menor molestia para convencer
a esa clase de observadores.
Al siguiente día, di una conferencia ante un numeroso auditorio,
sobre “La Teosofía y sus relaciones con India”. La presidencia fue
ocupada por el Sr. A. O. Hume, luego conocido como el “Padre del
Congreso”, quien pronunció un excelente discurso, bastante mejor
que el mío, porque HPB, que ese día estaba de mal humor, no cesó
de atormentarme hasta el momento de subir al estrado, y yo tenía
la cabeza hecha pedazos. Sinnett cuenta en su “Incidentes en la Vida
de Madame Blavatsky”, su furia cuando volvíamos en el coche. Él
escribe (p. 229):

Todavía no habíamos salido del jardín del Hall, cuando comenzó


a atacarlo con una excesiva violencia. De hacer caso a lo que dijo
toda la noche, se hubiera podido creer que las aspiraciones de
toda su vida estaban comprometidas… El coronel Olcott soportaba
todas esas locuras con una paciencia increíble.
Visitas a Allahabad y Benarés 79

Naturalmente: yo la quería por sus grandes cualidades y le estaba


agradecido por haberme enseñado el Camino; soportaba su terrible
carácter porque el bien que ella hacía era mayor que lo que me
hacía sufrir.
Pero observé perfectamente durante todo el tiempo que la
conocí, que usaba cierto “método en sus locuras”: no insultaba sino
a sus amigos más probados, a los que ella sabía que eran tan unidos
a ella y leales a la Sociedad, que tolerarían todo. Cuando se trataba
de otros, como Wimbridge y algunos que podría nombrar, y que
ella sabía bien que no soportarían un trato semejante, no les levan-
taba jamás la voz ni les decía nada inconveniente. Parecía tener
miedo de perderlos.
El 15 de diciembre fuimos a Benarés con los Sinnett y la
Sra. Gordon, llegamos allí a las 4 de la tarde. Damodar y Babula nos
esperaban en la estación con el Munshi del Marajá de Vizianagram,
que nos invitó de parte de su Maestro a ocupar una de sus residencias
en calidad de huéspedes suyos. Aceptamos y el coche nos condujo
a Ananda Bagh, un palacete en medio de un jardín con elevados
muros, plantado formando dibujos geométricos, y donde nos
encontramos agradablemente alojados. El swami Dyánand Sarasvati
nos dio una calurosa recepción, y vi que se había cuidado de hacer
preparar todo lo necesario para nuestra comodidad. Había adelga-
zado mucho y quedó bastante consumido por un ataque de cólera,
pero su aspecto se había afinado y espiritualizado sensiblemente.
Estaba alojado en un pequeño apartamento cerca de la entrada. El
edificio principal comprendía varias habitaciones pequeñas alre-
dedor de un gran salón central, que tenía un techo alto y ventanas
en el ático las cuales daban al suelo escalonado. Pesadas cortinas
colgaban entre ligeras columnas de mampostería, entre los arcos
en la parte delantera, y al pasar estas se salía a una plataforma y a
un amplio tramo de escalera, todo en mampostería. Algunos sofás,
un escritorio y una docena de sillas comprendían los muebles del
salón. Cuando cayó la noche, el aire se llenó del perfume de rosas
que subía del jardín, y la luna se reflejó sobre un pequeño estanque,
al que descendían dos escaleras, una enfrente de la otra. El agente de
Su Alteza, el ilustrado Dr. Lazarus, había amueblado la casa, buscado
criados y puesto dos coches a nuestra disposición.
Esa noche hubo una fuerte discusión entre el Sr. Sinnett y HPB
con motivo de sus fenómenos. El sostenía, aparentemente con
razón, que, puesto que ella no disponía más que de una cantidad
limitada de fuerza psíquica, debería reservarla exclusivamente para
80 H ojas de un viejo diario

convencer a los hombres de ciencia en condiciones satisfactorias.


Ella se negaba encolerizada, y aunque me uní a la opinión de
Sinnett, no quiso ceder y mandó al diablo a toda la Real Sociedad,
declarando que ya tenía bastante con su experiencia de Allahabad.
Nos separamos algo molestos, y Sinnett dijo que él regresaría a
su casa al día siguiente. Pero la noche trajo buenos consejos, y al
otro día fuimos a ver el palacio principal del Marajá y el célebre
Durga Mandi o Templo de los Monos, en el cual un sinnúmero
de monos son alimentados y mimados. Esa noche, en el vestí-
bulo de techo elevado, se produjo el fenómeno de caer dos rosas
sobre la reunión aumentada por dos visitantes, y la paz volvió a
los corazones. A la mañana siguiente, después de un Chota hazri (té
y tostadas) fuimos a ver a Majji, una mujer asceta muy conocida,
ilustrada en Vedanta, que habitaba una guhâ, (cueva excavada) con
construcciones encima, a orillas del Ganges, un kilómetro y medio,
o tres, más abajo de Benarés. Su padre le había dejado ese ashram
y una casa en la ciudad con una biblioteca sánscrita considerable
y de gran valor. Era un sitio delicioso en las primeras horas de la
mañana, ideal para meditar y estudiar apaciblemente. Fue encan-
tador sentarnos en la terraza, a unos 12 o 15 metros sobre el río,
y conversar con esa mujer notable, una de las numerosas expe-
riencias indas para las cuales no nos prepara la vida occidental.
Majji parecía tener entonces alrededor de cuarenta años; tenía la
piel clara, y una dignidad y gracia en los movimientos, que inspi-
raba respeto. Su voz era dulce, su cara y cuerpo eran regordetes, y
sus ojos mostraban fuego e inteligencia. Se rehusó a mostrarnos
algún fenómeno (siempre era, ya se habrá visto, nuestra primera
pregunta en semejantes casos), aunque HPB y yo hubiésemos estado
contentos de verlos a causa de la discusión de la víspera, pero sus
razones para declinar fueron admitidas por todos como suficientes,
y la visita fue útil, en efecto, para nuestros buenos amigos. No sé
si los hubiera podido producir o no, pero como verdadera vedan-
tina, se expresó duramente sobre la tontería de la gente que corría
detrás de esos entretenimientos en lugar de entregarse a la calma
y la dicha de reposar su espíritu en la realización del ideal que
describe la incomparable filosofía de Shankaracharya. Puede uno ir
por cualquier parte de India que desee, y encontrará siempre que
los más famosos ascetas rehusarán mostrar los poderes que pueden
poseer, salvo en circunstancias muy excepcionales. Los hacedores
de milagros son considerados como muy inferiores, y sobre todo
como magos negros; no tienen éxito más que en las clases inferiores
de la sociedad.
Visitas a Allahabad y Benarés 81

Los Sinnett salieron de regreso a las 2 de la tarde. Esa noche


recibí a la Sra. Gordon en la Sociedad con nuestro sencillo ritual,
en presencia del swami Dyánand, quien le dio instrucciones para
desarrollar los poderes de los Yoguis.
Al otro día por la mañana fui a ver con la Sra. Gordon y el swami,
la Escuela de Niñas del Marajá de Vizianagram, que nos enseñó el
Dr. Lazarus. Había allí un gran número de niñas indas vivarachas
e inteligentes, y el examen que les hizo el swami fue muy intere-
sante. Admiramos especialmente su escritura devanagari en piza-
rras; escribían en ellas con un punzón de madera mojado en una
solución cremosa de cal.
Por la noche, el swami, Damodar y yo, revisamos el ritual de
ingreso e hicimos en él algunos cambios, pero no creo que en la
práctica yo haya empleado nunca dos veces la misma fórmula en
los centenares de admisiones de Miembros de la Sociedad que he
llevado a cabo. El ritual no es, en resumen, más que una explicación
seria que se da al candidato acerca de la naturaleza de la Sociedad,
de sus principios, de su fin, de los deberes de sus Miembros para
con ella, y entre los propios Miembros. Siempre me ha parecido
que introducir a una persona en el sendero sagrado de la búsqueda
de su yo superior y de un ideal más noble, es un acto de los más
importantes, y siempre he sentido la solemnidad de ese momento.
He recibido Miembros en casi todas las partes del mundo, y jamás
dejé de darles una clara y franca explicación de la naturaleza del
sendero en el cual entraban.
Nos trajeron a dos prestidigitadores musulmanes, infinitamente
inferiores al hacedor de milagros (que nunca existió) que Jacolliot
ha descrito con el nombre de Govindaswamy. Hicieron algunos
ejercicios que nos parecieron nuevos e interesantes, además de los
que se ven hacer a todos. Entre otros, la detención o el movimiento
sin causa aparente de bolas en una cuerda bien tirante; echaron
arena en un vaso de agua, y después, volcando el agua, apareció la
arena absolutamente seca; finalmente, resucitaron a una cobra que
había sido horriblemente estropeada y aparentemente matada por
una mangosta, tocándola con una raíz seca.
Esa misma tarde, di una conferencia en la Municipalidad ante una
audiencia colmada, el Sr. Pramada Dasa Mittra, uno de los caballeros
vedantinos más respetados y más ilustrado de Benarés, presidió la
asamblea y la benefició con un discurso luminoso al final de mis
comentarios. Mi tema era las necesidades materiales y espirituales
de India, e ilustré el primero exhibiendo una colección de artículos
de latón grabados por los cuales la Ciudad Santa es reconocida, y
82 H ojas de un viejo diario

señalando la descuidada mano de obra como evidencia de la deca-


dencia industrial que ha comenzado y que requiere ser detenida,
por los intereses más queridos del país. De hecho, apenas uno de
los bonitos jarrones o tarros cubiertos se mantenía derecho sobre
la mesa pulida delante de mí, las tapas de los tarros estaban mal
ajustadas, los pies estaban mal soldados y las dos asas de un jarrón
estaban remachadas a alturas desiguales. Desde entonces, el esta-
blecimiento por parte del gobierno de Escuelas de Arte ha hecho
algo para mejorar la condición de las cosas, pero hay tanta ira por
las cosas baratas y tan poca disposición a pagar por el acabado que
en Occidente consideramos indispensable, que existe un inmenso
margen de mejora. Mi amable intérprete en esta ocasión fue Munshi
Bakhtawar Singh, de Shajahanpur. Ante la sorpresa general, Majji
vino al otro día por la mañana a devolver su visita a HPB; se nos
dijo que no iba a casa de nadie, como no fuese a la de su Gurú, y
jamás a casa de europeos. Me había impresionado mucho esa mujer,
a la que yo iba a visitar siempre que pasaba por Benarés; la última
vez fui con la Sra. Besant y la condesa Wachtmeister. Creo que le
he procurado grandes admiradores que han hecho mucho por ella.
Durante muchos años la he creído adepta. Hay que recordar que
en aquel tiempo no la conocíamos bien y no creíamos que nadie
hubiese podido decirle de nosotros más que lo que le comunicamos
cuando fuimos a su ashram. Sin embargo, en ausencia de HPB contó
a Damodar, a la Sra. Gordon y a mí, cosas maravillosas de ella; dijo
que el cuerpo de HPB estaba ocupado por un Yogui que se servía
de él todo lo que podía, para difundir la filosofía oriental. Era el
tercer cuerpo que poseía en esa forma, y entre esas tres existencias,
tenía entonces unos 150 años. Pero cometió el error de decir que
dicho yogui ocupaba el cuerpo de HPB desde hacía sesenta y dos
años, cuando en realidad no tenía más que cuarenta y ocho; era
equivocarse en mucho. Como buena vedantina, hablaba de sí misma
diciendo: “este cuerpo”, y poniendo la mano sobre su rodilla o sobre
el otro brazo; hablaba de la familia, de los estudios, y de las peregri-
naciones de “este cuerpo”. Terminé por preguntarle lo que quería
decir eso y quién era ella. Me respondió que el cuerpo que veíamos
estaba ocupado desde su séptimo año por un Sannyasi que no había
terminado sus estudios de Yoga y tuvo que renacer. De suerte que
“ella” era en realidad “él” en un cuerpo femenino, caso bien seme-
jante al de HPB. Lo que hay de cierto es que el ocupante del cuerpo
de esta última tenía que manejar un instrumento bastante más
recalcitrante.
Visitas a Allahabad y Benarés 83

La misma noche di una conferencia en la Casa de la Escuela


Bengalí a otra audiencia rebosante, y las experiencias de los días
siguientes fueron tan interesantes que merecen un capítulo sólo
para ellas.
84
H ojas

sala de conferencias en adyar


de un viejo diario
CAPÍTULO IX
Fenómenos y pandits
1880

D
URANTE este primer año de nuestra residencia en India,
todo tenía el encanto de la novedad, y nosotros disfrutá-
bamos todo como niños. Por cierto, que tenía que influir en
nosotros el rápido traslado del prosaico EE. UU. y de su ambiente
de loca prisa y competencia comercial intensa, a la calma y la paz
mental del viejo Indostán, donde el sabio ocupa el primer lugar en
la estimación pública y donde el santo es exaltado por encima de
los reyes. ¿Qué cabeza no se habría mareado con el afecto popular,
el respeto demostrado, las deliciosas discusiones filosóficas y espi-
rituales, el contacto con elevados pensadores y sabios notables, y lo
pintoresco de cada día de nuestra existencia? Yo, que había atrave-
sado el huracán social llamado Guerra de Secesión, y la agitación
de un prolongado servicio público, me sentí conmovido hasta un
grado que me sorprende, al conocer hoy a los pandits y sus costum-
bres, por una reunión de la Sociedad Literaria de los pandits de
Benarés, convocada en mi honor, el 21 de diciembre.
El pandit Ram Misra Shastri, Profesor de Sankhya en el Colegio
de Benarés, presidía rodeado de sus colegas. Era una asamblea típi-
camente oriental; todo el mundo, excepto yo, estaba vestido a la
moda inda, y todos los rostros mostraban el más puro tipo étnico
ario. Fui recibido con la mayor cortesía posible, y conducido al sitio
de honor por el erudito Presidente. Al salir de la brillante luz del
exterior, necesité algunos minutos para habituarme a la semios-
curidad de la fresca sala con piso de ladrillos, en la cual flotaba
en el aire un ligero perfume de madera de sándalo y nardos. En
86 H ojas de un viejo diario

un profundo silencio, tan sólo interrumpido por el ruido ahogado


de los coches y de los discos de bronce de los ekkas en una calle
remota, me leyeron en inglés, sánscrito e hindi, discursos de bien-
venida expresando el placer que los pandits de Benarés sentían
al saber el interés que nuestra Sociedad tenían por la Literatura
Sánscrita y por la Filosofía inda. Me daban de todo corazón su bien-
venida, prometiéndome su simpatía y buena voluntad. Al contes-
tarles, aproveché la ocasión para indicarles el eminente servicio que
los pandits de Benarés, ayudados por estudiantes que conocieran el
inglés, podrían prestar a la causa de los estudios arios, inventando
equivalentes sánscritos a las numerosas expresiones científicas
tomadas del Griego y del Latín. Por ejemplo, podrían crear sinó-
nimos en sánscrito para Oxígeno, Hidrógeno, Nitrógeno, Carbono,
Electricidad, Magnetismo, Atracción de Cohesión, Gravedad; los
nombres de elementos químicos y compuestos; los de Biología,
Botánica, Geología, etc., etc., etc. Prácticamente, ya había descu-
bierto cuando me interpretaban en una lengua vernácula inda, que,
en mis comentarios sobre la Ciencia Moderna y sus relaciones con la
Ciencia Antigua, mis intérpretes tenían que simplemente pronun-
ciar las palabras técnicas sin traducción a, por ejemplo, un pandit
ortodoxo que nunca había leído un libro científico occidental, y que
no tenía la menor idea de lo que significaban. El sánscrito era abun-
dantemente rico en términos que denotaban cada objeto, sustancia,
condición física o mental, ley, principio, ideal, etc., relacionado con
filosofía, psicología y metafísica, y Occidente se vería obligado a
acuñar nuevos equivalentes para ellos o tomar ellos en sus diversas
lenguas de origen a medida que, con el tiempo, la Sociedad Teosófica
y otros agentes de divulgación difundieran puntos de vista orien-
tales en todo el mundo. Pero la necesidad del momento en India
era hacer posible que cada estudiante universitario y graduado viera
por sí mismo que el pensamiento ario estaba en armonía con los
descubrimientos científicos modernos, y cómo sus antepasados
habían atravesado todo el campo del conocimiento, y cuán orgu-
lloso y alegre dicho estudiante debería estar de que fueran de su
misma sangre, y él, el heredero de su sabiduría. Siguió a esto una
discusión entre los pandits y yo, en la cual les di numerosos ejem-
plos de la necesidad de esa nueva nomenclatura, y la Sociedad votó
por unanimidad la formación de un Comité Filológico. Me hicieron
el honor de nombrarme Miembro Honorario de la Sociedad, y
después de haber recibido las inevitables guirnaldas y el agua de
rosas, seguidas de una distribución de betel y de pân, nos sepa-
ramos. Hojeando el primer volumen de The Theosophist, doy con un
Fenómenos y pandits 87

ensayo del pandit Ram Misra Shastri sobre el “Vedanta Darsana”, y


para dar una idea de las hipérboles orientales, citaré un trozo:

Aquí, a esta tierra de Benarés, en cierta forma perfumada por la


acumulada ciencia, el coronel Olcott llegó con un sincero anhelo
por adquirir el conocimiento de los usos, costumbres, artes, cien-
cias y oficios de los antiguos arios, y habiendo estrechado amistad
con la Sociedad Brahmamritavarshini, demostró en una reunión de
esta asociación un gran amor por las Filosofías indas (de Darsanas
y Shastras).
Me parece que, aunque nacido en un país extranjero, es sin duda
ciudadano de India, por cuanto en él el efecto de la relación antece-
dente original ha cobrado vida una vez más, y ha hecho frecuentes
esfuerzos por el bien de la India. Sin embargo, basta de seme-
jantes conjeturas, porque, el hecho es que, deseoso de conocer
la filosofía (las Darsanas) de este país y de difundir en el resto del
mundo el Vedanta Darsana, ha invitado seria y frecuentemente a
los vedantinos para que colaboren en su famoso periódico, que
diríase desempeña el papel de la luna, haciendo que se abra el
loto de la Sabiduría inda.

Después de la mencionada reunión, fui a presentar mis respetos


al Prof. G. Thibaut, D. Ph., Rector de la Universidad de Benarés,
antiguo discípulo y protegido del Prof. Max Müller. Era una
persona muy agradable, gran sanscritista, pero sin pretensiones
ni aires pomposos; en resumen, una excelente muestra del littéra-
teur alemán. Una noche, con un soberbio claro de luna, el doctor
Thibaut, los pandits del Colegio Sánscrito, babu Pramada Dasa Mitra,
swami Dyánand, el Sr. Ram Rao, un discípulo del swami, Damodar, la
Sra. Gordon, HPB, yo mismo y otros, cuyos nombres no recuerdo,
estábamos sentados en la terraza, en lo alto de los escalones, mien-
tras la luna transformaba nuestro blanco bungaló en un palacio
de marfil, y al estanque con lotos, en plata fundida, y hablábamos
de temas arios. El swamiji era heterodoxo porque sostenía que el
culto de los ídolos no estaba permitido por los Vedas, fuente primi-
tiva de toda religión inspirada y fundamento del brahmanismo
en particular. El Sr. Pramada Dasa y los pandits del Colegio eran
intensamente ortodoxos, es decir, idólatras, de suerte que el lector
puede imaginarse el calor y locuacidad desplegados en el debate,
al cual el Dr. Thibaut y los demás europeos prestábamos una aten-
ción imparcial. Cada tanto, HPB se hacía traducir lo que acababan
de decir y “daba una mano” para nuestra gran alegría, porque ella
88 H ojas de un viejo diario

era sumamente ingeniosa, sin reservas, franca e irresistible. Lo que


más nos hacía reír, era que sus explosiones más cómicas eran reci-
bidas con una imperturbable seriedad por los profesores indos, que
padecían de total impotencia para bromear, y no podían hacerse
la menor idea de lo que esa mujer prodigiosa podía querer decir.
Cuando ella lo notaba, ¡se volvía hacia nosotros con una energía
salvaje, maldiciendo a ese montón de tontos prejuiciosos!
Después algunos pandits se despidieron, y entramos en la casa
para continuar la conversación. Estábamos: HPB, la Sra. Gordon,
el Dr. Thibaut, el swami, Pramada Bab, Ram Rao, Damodar y yo;
nos pusimos a hablar de Yoga. “Señora Blavatsky”, dijo el doctor
Thibaut con su acento alemán, “estos pandits me dicen que, sin
lugar a dudas, en tiempos remotos había Yoguis que adquirieron los
siddhis descritos en los Shastras; que podían efectuar cosas mara-
villosas, por ejemplo, podían hacer llover rosas en una sala como
esta, pero ahora nadie sabe ya hacer eso”. Me parece verlo, sentado
en un canapé, a la derecha de HPB, con su levita abrochada hasta la
barba, su cara pálida de intelectual, tan solemne como si pronun-
ciase una oración fúnebre, y con sus cabellos cortos y erizados.
No había terminado de pronunciar su última palabra, cuando HPB
saltó en su asiento, le miró desdeñosamente, y exclamó: “¡Oh!, ¿eso
es lo que dicen?, ¿qué nadie sabe hacer eso ahora? Pues bien, les
demostraré, y puede usted decírselo de mi parte, que, ¡si los indos
modernos fueran menos aduladores de sus amos occidentales, si no
estuviesen tan apegados a sus vicios y se parecieran más a sus ante-
pasados, no tendrían necesidad de un viejo hipopótamo de mujer
occidental para probar la verdad de sus Shastras!”. Apretando los
labios y murmurando algo, hizo un gesto imperioso con la mano
derecha en alto, y ¡pum!, una docena de rosas cayeron sobre nues-
tras cabezas. Pasada la primera sorpresa, nos arrojamos sobre las
rosas, pero Thibaut, tieso en su asiento, parecía pesar en su mente,
el pro y el contra del fenómeno. Después se reanudó la discusión
con nuevo entusiasmo. Se hablaba del Sankhya, y Thibaut hizo a
HPB difíciles preguntas, a las que respondió de una manera tan
satisfactoria que el doctor declaró que ni Max Müller ni los otros
Orientalistas le habían esclarecido de tal modo el real significado de
la filosofía Sankhya, y se lo agradeció mucho. Hacia el fin de la velada,
en un intervalo de la conversación, se volvió hacia HPB —mirando
siempre al suelo, según su costumbre— dijo que no habiendo tenido
la suerte de recoger una de las rosas, sería dichoso si consiguiera
una “en recuerdo de esta noche encantadora”. Probablemente su
pensamiento secreto era que, si la primera caída de rosas era una
Fenómenos y pandits 89

trampa preparada, HPB no tenía pronta una segunda caída, ¡y de ese


modo la tomaría desprevenida! “Oh si, claro”, respondió ella, “tantas
como usted quiera”. Y un nuevo gesto produjo otra lluvia de rosas,
de las cuales una cayó sobre el cráneo del doctor para rebotar hasta
sus rodillas. Estaba mirando en ese momento y vi producirse el
fenómeno; fue algo tan gracioso que me eché a reír. El profesor tuvo
un pequeño, muy leve sobresalto, parpadeó dos veces, y recogiendo
la rosa, dijo con imperturbable solemnidad: “El peso multiplicado por
la velocidad, prueba que esto debe venir de gran distancia”. Así habló el
duro sabio, el intelectual sin imaginación, ¡que reduce la vida a una
ecuación y quiere expresar las emociones por signos algebraicos!
Cuéntase la historia de la decepción sufrida por unos alegres
estudiantes de París, que vistieron a uno de ellos con una piel de
toro, le frotaron los ojos y labios con fósforo, y prepararon una
emboscada para asustar al erudito Cuvier en el Campus de la
Universidad una noche oscura. El gran naturalista, al ver aquello,
se detuvo un momento, miró la extraña aparición y dijo: “¡Hum!,
¿cuernos, pezuñas?, herbívoro”, y siguió su camino, tranquilo,
dejando muy desconcertados a los estudiantes. Esta historia puede
ser apócrifa, pero el incidente de Benarés es la pura verdad, como
pueden afirmarlo todos los testigos.
No habíamos terminado con las sorpresas de la noche. Cuando
el Dr. Thibaut se despidió, le acompañé hasta la puerta y levanté
el purdah (cortina) para dejarlo salir. Damodar me seguía con una
luz: una lámpara de escritorio, que podía subir y bajar sobre una
barra, con un anillo en la parte superior para llevarla. HPB también
se levantó y llegaba a la puerta detrás de nosotros. Cambié con el
doctor una reflexión sobre la belleza de la noche, y un apretón de
manos, y salió. Iba a dejar caer la cortina, cuando vi en HPB esa
extraña mirada de poder que precedía a casi todos sus fenómenos.
Llamé a nuestro invitado, mostrándole a HPB, la que no pronunció
ni una palabra, pero tomó la lámpara de manos de Damodar, la
sostuvo colgada del índice de la mano izquierda, y apuntándola
con el índice de su derecha, ordenó con tono imperioso: “¡Suba!”
La llama se elevó hasta lo alto del tubo. “¡Baje!”, dijo, y la llama
descendió hasta arder la mecha con una pequeña llama azul. “¡Suba
de nuevo, se lo mando!” Y la llama obediente subió hasta arriba del
tubo. “¡Abajo!”, exclamó, y la lámpara casi se apagó. Devolviendo la
lámpara a Damodar y saludando al doctor con una inclinación de
cabeza, entró en su dormitorio. Esto, de nuevo, es un simple relato
sin exageración, de lo que realmente sucedió ante nuestros ojos. Si
los escépticos se aferran a explicar la lluvia de rosas por medio de la
90 H ojas de un viejo diario

asistencia de un ayudante*, al menos el último fenómeno no puede


ser tachado de fraude. Ella dijo que era muy sencillo: un Mahatma,
invisible para todos menos para ella, estaba ahí y daba vuelta a la
llave de la lámpara, según lo que ella ordenaba. Esta es una de las
dos explicaciones que dio ella en diferentes oportunidades; la otra
era que ella tenía dominio sobre los elementales del Fuego, quienes
le obedecían. Creo que es la más probable de las dos. En cuanto a
los hechos, son incontestables y cada uno es libre de comentarlos
a su modo. Para mí, no es más que un caso particular en una larga
serie de experiencias tendientes a probar que ella poseía reales y
muy extraordinarios poderes psíquicos; experiencias a las cuales yo
podía confiarme cuando su buena fe era atacada por sus críticos o
comprometida por sus propias variantes de lenguaje o de actos. Sus
amigos creían en ella a pesar de sus febriles accesos de mal humor,
en los cuales se declaraba dispuesta a gritar a los cuatro vientos que
no existían Mahatmas ni poderes psíquicos, y que ella había enga-
ñado a todo el mundo desde el primer día. ¡Eso era un verdadero
calvario y prueba de fe! Dudo que nunca los neófitos, discípulos o
postulantes, hayan tenido que pasar por nada peor que nosotros. Ella
parecía divertirse enloqueciéndonos con sus divagaciones y confe-
siones, sabiendo muy bien, sin embargo, que la duda era imposible
después de lo que con ella habíamos vivido. He ahí por qué vacilo
en atribuir el menor valor a lo que se llama su “Confesión” al Sr. M.
Aksakof, de una vida censurable y agitada que habría llevado en
el pasado. En efecto, he tenido en mi poder durante muchos años
un paquete de cartas antiguas que probaban que ella era inocente
de una grave falta que se le ha reprochado, y que había sacrificado
voluntariamente su reputación, para salvar el honor de una persona
joven que había tenido una desgracia. Pero no nos apartemos del
tema. El tiempo vengará la memoria de esta infortunada víctima de
la injusticia social, y mientras tanto, sus libros y sus enseñanzas le
erigen un monumento imperecedero. Estos recuerdos de los largos
años de común esfuerzo, de nuestras luchas, de nuestros disgustos
y de nuestros éxitos, ayudarán a verla bajo su verdadero aspecto, y
aunque fueron escritos con la sinceridad del historiador, reflejarán
también, así lo espero, la tierna amistad de su autor. Volvamos al
relato.

* Debería haber mencionado que cuando aquellas otras dos rosas cayeron en
presencia del Sr. Sinnett, (ver Cap. VIII), los dos nos precipitamos por la escalera
que conducía a la terraza, en busca de un posible cómplice. No hallamos a nadie.
(Olcott)
Fenómenos y pandits 91

Después de marcharse todos los invitados, el swami se quedó


para explicar a la Sra. Gordon la filosofía de los fenómenos que
habíamos visto. Una nota de mi Diario me recuerda el interés con
que él observó a HPB mientras se producían los fenómenos, y a
pesar de todo lo que haya podido decir más tarde, cuando rompió
con nosotros, es indudable que en aquel momento no dudaba de la
autenticidad de ellos.
La Sra. Gordon se volvió a su casa al otro día. El Dr. Thibaut vino y
se quedó con nosotros hasta la hora de nuestro tren, que nos condujo
hasta Allahabad, adonde llegamos para la hora de la cena, y pasamos
una apacible velada con nuestros buenos amigos, los Sinnett. Al día
siguiente, algunos caballeros indos notables nos obsequiaron con
una recepción a HPB y a mí en el Instituto Allahabad. Pronuncié
un discurso sobre “La Antigua Aryavarta e India Moderna”, que
suscitó entusiastas respuestas y un voto de gracias, seguido de las
guirnaldas y el agua de rosas de rigor. Convencieron a HPB para que
dijese algunas palabras, cosa que hizo muy bien.
Los visitantes, las comidas y las reuniones de las noches,
llenaron nuestros últimos días en “Prayâg”, la ciudad santa, como se
llamaba a Allahabad. El 26 de diciembre recibí al Sr. y la Sra. Sinnett
como Miembros de la Sociedad, y la ceremonia se hizo especial-
mente interesante porque una voz respondió “Sí, lo hacemos” a mi
pregunta de si los Maestros oyen las promesas de los candidatos y
aprueban su admisión en la Sociedad. Y por cierto que el tiempo
demostró la importancia del acceso de ellos en nuestra pequeña
lista de Miembros. El 30 a las 8 p. m. por la noche salimos para
Bombay, y después de pasar dos noches en tren, llegamos a nuestra
casa el Día de Año Nuevo de 1880. Un año antes, en igual día,
nos veíamos sacudidos en el Atlántico y soñábamos con Bombay.
Nuestra vida en India había comenzado con nubes, traiciones y
decepciones, ¡pero terminaba el primer año con brillantes promesas
para el futuro! Nos habíamos hecho de amigos, vencimos obstá-
culos, desenmascaramos enemigos, fundamos una Revista, y estre-
chamos los lazos que nos unirían de por vida a India y a Ceilán.
El 31 de diciembre escribí: “Tenemos 621 abonados al Theosophist”,
y por muy pobre que eso pueda parecer a los occidentales, habi-
tuados a las grandes estadísticas de sus diarios, era una cifra muy
respetable para India, en donde los principales diarios de Calcuta,
Bombay y Madrás, ¡no tienen más que 1000 o 2000 nombres en sus
registros de suscriptores!
El primer encuentro formal de la Sociedad Teosófica, como orga-
nismo, en India, tuvo lugar el 4 de enero de 1880, en la biblioteca.
92 H ojas de un viejo diario

El éxito creciente de The Theosophist nos daba mucho trabajo;


demasiado pobres para pagarnos ayudantes, teníamos que ponerle
las fajas para el envío, escribir las direcciones y pegar los sellos de
correo, así como los deberes editoriales. Además, había que despa-
char una correspondencia que crecía sin cesar. De suerte que jamás
me acostaba antes de una hora muy avanzada de la noche. A partir
de ese mes, la revista comenzó a pagar sus costos.
Para mantener el interés de nuestros asociados, daba conferen-
cias semanales en la Biblioteca, sobre Magnetismo, Psicometría,
Clarividencia en el Cristal y otros temas análogos, acompañándolas
con experiencias, y tomando todo esto desde el punto de vista de
su valor demostrativo, en el problema de la conciencia superior
del hombre. Varios de nuestros Miembros resultaron ser excelentes
sensitivos, y las reuniones eran siempre numerosas.
El 15 de enero recibimos de Rusia la noticia de que el primer
envío desde India de HPB de su serie titulada “Por las cuevas y
selvas del Indostán”, había levantado un gran revuelo; todo el
mundo hablaba de ello. El 19 de febrero asistimos a una represen-
tación especial, en el Colegio Elphinstone, de un drama titulado
Harischandra, que nos interesó profundamente. Esto no solo se
debió a su novedad y carácter pintoresco para nosotros los occi-
dentales, sino también porque vimos desplegado en este drama el
indudable prototipo de la historia bíblica de Job. Al ser tan pocos,
más allá del Mar Rojo, los que conocen la historia Puránica de
Harischandra, me siento tentado a reproducir de la Historia de los
hindúes de Ward, el siguiente breve resumen: con una importante
introducción. La historia, como se cuenta en Harischandropâkhyâna,
recita que los dos grandes Rishis, Vashistha y Visvamitrâ hicieron
una especie de apuesta sobre el tema de la virtud inflexible del rey
Harischandra: uno lo declaraba el más perfecto entre los mortales,
el otro respondía que él nunca había sido adecuadamente probado.
Si hubiera tenido que sufrir las miserias de los hombres comunes,
su virtud habría colapsado. La disputa terminó en un acuerdo de
que Visvamitrâ podría atormentar al Rey para comprobar si tenía
realmente una cualidad superior. La historia tomada por el Rev.
Ward, misionero, es del Markândeya Purana. Su omisión al notar el
parecido con la historia casi idéntica de las tentaciones y la victoria
de Job es bastante divertida. Aquí está su versión:

El Reino de Harischandra se extendió por toda la tierra; era tan


famoso por su generosidad que Visvamitrâ, el sabio, deseoso de
ver el alcance de la misma, fue hasta él y le pidió un regalo. El
Rey prometió concederle lo que pidiese. El sabio exigió su reino y
Fenómenos y pandits 93

el Rey se lo concedió. Luego pidió, a la usanza de aquella época,


el dinero que acompañaba a un regalo, que el Rey prometió
pagárselo al mes siguiente. Pero, ¿dónde debería residir ahora el
Rey, ya que había entregado la tierra a Visvamitrâ? Este último le
ordenó ir a Benarés, que no se consideraba una parte de la tierra.
Visvamitrâ, rompiendo un trozo de tela en tres pedazos, lo repartió
entre el Rey, la reina y su hijo, y la familia se fue: el Rey intentó
llevarse una copa de oro, pero Visvamitrâ se lo impidió. Llevaban
casi un mes caminando a Benarés, donde apenas habían llegado
cuando Visvamitrâ llegó y exigió el dinero adeudado. El Rey le
preguntó dónde conseguiría eso, al ver que se había cedido todo,
el sabio le ordenó que vendiera a su esposa. Un codicioso brahmín
la compró, y solo le permitía comer una vez al día. Visvamitrâ
ahora se quejaba de que la suma obtenida por la venta de la reina
era demasiado pequeña y se rehusó a aceptarla. Luego, llevaron
al Rey por el mercado, con una brizna de hierba en el pelo, para
indicar que estaba a la venta, cuando un hombre de la casta más
baja lo compró y lo convirtió en cuidador de cerdos y encargado
del lugar donde se queman los muertos. Con el dinero así recau-
dado, se pagó la deuda y Visvamitrâ regresó a casa.
El hijo de Harischandra permaneció en la casa del brahmín con
su madre; pero el brahmín resolvió que el expríncipe no debía
vivir ocioso, y lo envió diariamente a recoger flores a un bosque,
cerca de una choza de hojas de un ermitaño, allí junto con otros
niños derribaron árboles e hicieron muchas travesuras; por lo
cual el ermitaño les prohibió una, dos, tres veces que continuaran
con sus diabluras, pero ellos continuaron, obstinadamente. Final-
mente, el ermitaño formuló una maldición sobre el próximo niño
que se atreviese a continuar con las travesuras, y el hijo de Haris-
chandra pronto fue mordido por una serpiente y murió. La angus-
tiada madre suplicó al brahmín, su amo, que, como eran de la
casta Kshatriya, el cadáver no podía ser arrojado al río. El brahmín
prometió enviar leña para quemar el cuerpo, cuando la madre llevó
a su hijo al lugar donde se queman los muertos, depositó allí el
cuerpo y comenzó a llorar amargamente en voz alta. Harischandra
se despertó con sus gritos y, yendo al lugar, vio a una mujer que
había traído un cadáver para ser quemado. Exigió la tarifa habitual
para quemar un cadáver. En vano suplicó que era una viuda pobre
y que no podía dar nada; él le exigió que rasgara el paño en dos
que llevaba y que le diera la mitad, y procedió a golpearla con una
barra, ella comenzó a llorar y a contarle su miserable historia; su
caída en la desgracia desde que ella era la esposa del rey Haris-
chandra, y que este niño muerto era el hijo de ella. Instantánea-
94 H ojas de un viejo diario

mente lo invadieron los más profundos sentimientos de horror, tris-


teza y amor; con el corazón roto le confesó a la pobre madre que él
era su esposo, el padre del niño muerto, que él era Harischandra.
La mujer no podía creerle, pero él le contó algunos secretos que
habían pasado entre ellos cuando eran Rey y reina, por los cuales
ella supo que él era Harischandra. Luego tomó a su hijo muerto en
sus brazos, y ambos se sentaron y lloraron amargamente. Final-
mente, resolvieron quemarse ellos mismos junto al niño muerto,
prepararon el fuego, y estaban a punto de lanzarse a él, cuando
llegaron Yama e Indra, y le aseguraron a Harischandra que habían
asumido estas formas y le habían hecho pasar por todo esto para
probar su devoción, con la que ahora estaban completamente
satisfechos. Volvieron a la vida al niño muerto y enviaron al Rey y
a la reina a tomar posesión de su reino.

La trama de la obra que vimos representada siguió las líneas del


Harischandro-pâkhyâna, el telón se levantó en el Prólogo en una
escena en el Cielo de Indra, con los dos Rishis juntos en debate, y
cayó cuando sale Visvamitrâ para poner a prueba a Harischandra.
Cada uno con su gusto, pero a mí me parece un comienzo de la
historia mucho mejor que el de Job I, 6-12; porque aquí hay dos
Adeptos avanzados, humanos e iguales, apostando juntos, mientras
que en el otro caso el Diablo con impunidad se entromete en la
presencia de Dios, se burla en Su cara por la falsa virtud de Su
devoto servidor, y en lugar de ser criticado por esto, ¡provoca al
“señor” para que entregue al hombre más digno, piadoso e inocente
al poder del “Adversario” para viviseccionarlo moralmente!
El aniversario del desembarque de nuestro quartette en Bombay
el 15 de febrero lo celebramos trabajando durante todo el día, salvo
cuando recibíamos visitas; invitando al Sr. William Scott, DPW*, a
cenar con nosotros; y quedándome en mi escritorio hasta las 2 a. m.
Hacia esta fecha, propuse la fundación de una Medalla de Honor.
Un extracto de The Theosophist de marzo de 1880 indica cuál era el
fin buscado:

Esta medalla deberá ser de plata pura y hecha de antiguas


monedas indas fundidas expresamente, y será grabada, acuñada,
cincelada o repujada con un símbolo que exprese su elevado
carácter de Medalla de Honor. Se concederá anualmente, por una
comisión de sabios Locales nombrada por el Presidente, al autor
nativo del mejor ensayo sobre un tema relacionado con las reli-

* Department of Public Works (Departamento de Obras Públicas). (N. del E.)


Fenómenos y pandits 95

giones antiguas, la filosofía o la ciencia; se dará la preferencia,


en igualdad de mérito, a los ensayos sobre las ciencias místicas u
ocultas, conocidas y practicadas por los antiguos.

Se eligió una comisión admirable, y el concurso se declaraba abierto


periódicamente, pero ninguno de los ensayos presentados fue
juzgado digno de tal recompensa. El Sr. S. K. Ghose y otros amigos
me enviaron monedas indas muy antiguas para fundir la medalla, y
están aún en mi poder. Pero el fin buscado quedó cumplido con la
creación de la medalla T. Subba Row en la Convención de 1883, que
ha sido adjudicada al juez P. Sreenevasa Row, a Mme. H. P. Blavatsky,
al Sr. G. R. S. Mead, y a la Sra. Annie Besant, por publicaciones
Teosóficas de excepcional valor.
El 4 de marzo, una dama europea del norte de India, esposa de
un alto oficial militar, fue admitida en la Sociedad, y menciono el
hecho simplemente para recordar una circunstancia que muestra la
absoluta falta de relaciones sociales entre las dos razas. Después de
concluir la ceremonia de admisión de la candidata, llamé a varios
de nuestros más inteligentes Miembros parsis e hindúes para que
expresen algún sentimiento de buena voluntad y compañerismo que
deseen para que la nueva dama lo comunique a nuestros colegas en
Londres. Los Sres. Seervai, Deshmukh, Mooljee, Patwardhan y otros
pronunciaron breves discursos, y sus opiniones fueron con buen
gusto y un inglés perfecto. La Sra. M. estaba “asombrada y encan-
tada” —dijo ella— al encontrar tanta inteligencia entre los nativos.
En su décimo octavo año de residencia en India, ¡ella nunca había
hablado con ningún hindú que no fuese su sirviente! Siendo ella, la
esposa de un alto oficial. Una adquisición mucho más importante
para nuestra membresía fue la de Khan Bahadur N. D. Khandalvala,
uno de los hombres más capaces en nuestras filas, que fue admi-
tido en una reunión especial de la Sociedad el 9 de marzo. El 19 del
mismo mes recibí la petición de admisión del barón J. Spedalieri, de
Marsella, uno de los más eruditos Kabalistas de Europa y el principal
discípulo de Éliphas Lévi. El mismo mes nos trajo como candidato,
un coleccionista y magistrado del Punyab, un CS*. La noche del
25, HPB, Damodar y yo, tuvimos una experiencia muy agradable,
que en otro lugar he contado de memoria, pero que debe figurar
aquí en su sitio, de acuerdo con las notas tomadas aquella misma
noche en mi Diario. Habíamos ido en el faetón descapotado que
Damodar regalara a HPB, hasta el final de la calzada que se llama,
Puente de Warli, para disfrutar de la brisa marina. En ese momento

* Civil Service (funcionario público). (N. del E.)


96 H ojas de un viejo diario

se producía una soberbia tempestad de calor, sin lluvia; los relám-


pagos eran tan fuertes que se veía casi como en pleno día. HPB y
yo, fumábamos, y los tres hablábamos de diferentes cosas, cuando
escuchamos el ruido de varias voces que venían de la orilla del mar,
a la derecha de un bungaló situado junto a un camino transversal,
muy próximo al sitio en que nos encontrábamos. En eso llegó
un grupo de indos bien vestidos, riendo y hablando; se cruzaron
con nosotros y subieron a sus coches, que estaban alineados en
filas en el Camino de Warli, y después se alejaron hacia la ciudad.
Damodar, que estaba sentado dando la espalda al cochero, se levantó
y miró por encima de su asiento. Al pasar a la altura de nuestro
coche el último grupo de amigos, Damodar me tocó el hombro sin
decir nada, haciéndome señas con la cabeza para que mirase algo
en aquella dirección. Me levanté y vi detrás del último grupo una
figura aislada que se aproximaba. Estaba vestida de blanco, como las
otras, pero la deslumbradora blancura de su traje hacía que los otros
parecieran casi grises, así como la luz eléctrica hace que la del gas
parezca pálida y amarilla. Aquel hombre llevaba una cabeza al grupo
que le precedía, y su actitud era el verdadero ideal de la agraciada
dignidad. Cuando llegó más o menos enfrente de las cabezas de
nuestros caballos, se apartó de su camino para dirigirse a nosotros,
y vimos que era un Mahatma. Su turbante blanco, sus blancas vesti-
duras, sus cabellos negros cayendo sobre los hombros, y su gran
barba, nos hicieron creer de pronto que era “el sahib”, pero cuando
estuvo junto al coche, a un metro de nuestros ojos, colocó su mano
sobre el brazo izquierdo de HPB, nos miró en los ojos y respondió
a nuestro respetuoso saludo; vimos bien que no era él, sino otro
del cual más tarde HPB llevó el retrato en un gran medallón que
muchas personas han visto. No pronunció ni una palabra, pero
siguió por el camino sin hacer caso de los indos, que se alejaban en
los coches, y sin ser notado por éstos. Los relámpagos incesantes le
alumbraban mientras estaba cerca de nosotros, y vi que cuando se
hallaba en el camino como a unos 15 metros de nosotros, el farol
del último coche le hizo destacar en fuerte relieve sobre el fondo
sombrío de la calzada. No había allí ni árbol ni matorral que pudiese
ocultarlo, y pueden creer que nosotros lo observábamos con intensa
concentración. Sin embargo, le vimos un instante y un instante
después desapareció como uno de los relámpagos del cielo. Muy
excitado, salté del carruaje y corrí al sitio en que le había visto por
última vez, pero no había nadie. No vi más que el camino desierto
y la parte trasera del último carruaje que se alejaba.
CAPÍTULO X
Primer gira por Ceilán
1880

R
UEGO al lector que se fije en que el incidente narrado al
final del capítulo precedente acaeció el 25 de junio de 1880
por la noche. El 28, o sea tres días más tarde, los Coulomb
llegaron a Bombay procedentes de Ceilán, e invitados por noso-
tros se instalaron provisionalmente en nuestra casa. El Cónsul de
Francia en Galle y otras personas caritativas les habían pagado el
viaje y desembarcaron casi sin un céntimo; él traía una caja de
herramientas, y ambos, algunos trapos. Se decidió que permane-
cieran con nosotros hasta que él hubiera encontrado trabajo, y que
en seguida se establecerían aparte. De modo que puse en campaña
a mis amigos para buscarle un empleo, y al cabo de algún tiempo
conseguí ubicarlo como maquinista en una hilandería de algodón.
Pero no duró allí mucho tiempo, riñó con el propietario y dejó el
empleo. Me encontré con que era un hombre con mal genio y difícil
de contentar en relación a empleadores, y como no pudimos hallar
nada más para él, se quedaron en nuestra casa sin proyectos defi-
nidos para el futuro. Él era un obrero hábil y ella una mujer prác-
tica y muy trabajadora; ambos trataron de volverse indispensables.
Como me entendía bien con ellos tratándoles con bondad, fueron
admitidos en la familia. Nunca les oí decir una palabra de censura
sobre la conducta de HPB en el Cairo; al contrario, parecían sentir
un gran cariño y mucho respeto por ella. En cuanto a lo de haber
estado involucrados en trucos deshonestos con relación a la produc-
ción de los fenómenos, jamás dijeron nada, ni nunca hicieron la
menor alusión delante de ninguno de nosotros. No poseo la menor
98 H ojas de un viejo diario

evidencia que acredite lo que ella declaró en el folleto que le redac-


taron los misioneros de Madrás (ella no podía escribir ni una frase
correcta en inglés): que ella y su marido ayudaban a HPB para que
hiciera sus trampas, y especialmente que fabricaban Mahatmas con
vejigas* y muselina. Puedo engañarme, pero creo que todas esas
historias son puras mentiras, dichas por ellas por algún lamentable
rencor de esta mujer.
Si los Mahatmas que vimos en Bombay después de la llegada de
los Coulomb no eran más que Coulomb disfrazados con una peluca
y una cabeza falsa, ¿quién era el hombre que vimos en el Puente de
Warli tres días antes de su llegada, como está descrito en el capí-
tulo anterior? Por cierto, que no podía ser el Sr. Coulomb. En ese
caso, si esa figura era la de un verdadero Mahatma que podía desa-
parecer ante nuestros ojos, y del cual habíamos visto las facciones
alumbradas por las descargas eléctricas mientras se hallaba sólo a
un metro de nosotros, ¿por qué razón las otras figuras que más
adelante vimos en la casa o en sus alrededores, no podrían haber sido
también Mahatmas? En todo caso, aunque HPB no hubiera sido una
mujer extraordinaria, dotada de poderes psíquicos, siempre hubiera
tenido derecho al beneficio de la duda. Le concederé siempre ese
beneficio, y todos sus íntimos lo hacen; quedémonos con eso.
Desde el primero hasta el último, todos nuestros Miembros céle-
bres aparecen en la escena de mi drama histórico. Veo en mi diario
del 9 de abril (1880): “Hoy ha venido un hombre interesante, con
una carta de recomendación del Sr. Martin Wood, editor del Bombay
Review. Se llama Tookaram Tatya, es corredor de algodón, habla
bien inglés, parece muy inteligente, dice que está profundamente
interesado en Yoga”. Así fue como principiaron nuestras relaciones
con una persona cuyo nombre es conocido entre nosotros en el
mundo entero, por ser uno de los más infatigables trabajadores de
la Sociedad. Se había mantenido apartado y nos observaba, muy
escéptico respecto a la pureza de nuestras intenciones al radicarnos
en India. Lo que ya sabía de los europeos no le dejaba creer que
personas como nosotros hubieran abandonado su país natal y sus
intereses, únicamente para aprender la filosofía oriental; debía
haber ahí “gato encerrado”. Pero ya había transcurrido un año y
cuarto y nadie descubría nada contra nosotros; de modo que como
se interesaba mucho por los temas que estudiábamos, se resolvió
a ver por sí mismo qué clase de gente éramos. Nunca olvidaré esa
primera conversación, en la que él y yo nos comprendimos como

* En aquella época, las vejigas de animales, (de cerdos por ejemplo), reempla-
zaban en algunos casos a los globos actuales. (N. del E.)
Primer gira por Ceilán 99

si nos hubiésemos conocido desde largos años antes, y que terminó


por un profundo saludo al uso oriental.
Podrá deducirse el ánimo de la masa de nuestros Miembros por
el siguiente extracto de mi diario de abril:

Hubo reunión de la S. T. y pedí a cada uno que diese su opinión


sobre los mejores medios de hacer conocer la Sociedad. Se
resolvió convocar una reunión plenaria. Pero eso no servirá para
nada, porque de todos los Miembros de la Sociedad, tanto aquí
como en Europa y en EE. UU., hay solo un pequeño grupo de
verdaderos Teósofos, el resto no son sino cazadores de milagros.

Ya no se diría eso ahora que tantos esfuerzos desinteresados se llevan


a cabo en Gran Bretaña, Suecia, España, Estados Unidos y Ceilán,
sin hablar de lo que se hace en India, en Australia y en otras partes.
No obstante, no puede negarse que la esperanza de conocer a los
Mahatmas y tal vez llegar a poseer poderes semejantes a los de HPB,
no hayan sido un incentivo para hacer grandes esfuerzos durante
esos primeros años. Creo que esos deseos han dado lugar a ridículas
farsas como la “H. B. of L.” [High Brotherhood of Luxor] de fáciles
víctimas, y han hecho nacer cientos de pretendientes, conscientes e
inconscientes, a la espiritualidad. Su celo cuesta caro a la Sociedad,
porque se apaga tan pronto como uno descubre las ilusiones en las
cuales una fe ciega y exagerada en las apariencias y promesas hizo
caer a esas víctimas. De entusiastas amigos, se convierten por lo
general en encarnizados enemigos.
Fue por aquel entonces cuando entramos en la fase desagradable
de nuestras relaciones con el swami Dyánand. Se nos mostró hostil
sin la menor causa; nos escribió cartas exasperantes, las modi-
ficó, volvió a usar el tono hostil y nos mantuvo perpetuamente en
tensión. Esto sucedía porque nuestra revista no era en absoluto un
órgano exclusivo del Arya Samaj y porque no queríamos consentir
en alejarnos de los budistas o de los parsis como pretendía él a toda
costa. Evidentemente, quería forzarnos a elegir entre su patronato y
nuestro eclecticismo habitual. Y no vacilamos en nuestra elección,
porque no podíamos sacrificar nuestros principios por ninguna
consideración, fuese ésta cual fuere.
Teníamos decidido un viaje a Ceilán, adonde éramos convo-
cados con insistencia por los sacerdotes y laicos más destacados de
la comunidad budista, y los preparativos nos absorbieron durante
todo el mes. Nos era menester preparar de antemano dos o tres
números de The Theosophist, y mi Diario registra las noches que
pasamos trabajando. Como medida económica, se decidió que
100 H ojas de un viejo diario

iríamos HPB, Wimbridge y yo, y que la Srta. Bates y los Coulomb


quedarían al cuidado de la Sede Central. Como la Srta. Bates era una
solterona y la Sra. Coulomb, en cambio, era una experimentada ama
de casa, tuve la infeliz idea de transferir el gobierno de la casa de la
primera a la segunda. Quince años de vida en familia no me habían
enseñado la locura que era proporcionar a una recién llegada, ¡la
ocasión de que pudiera “mandar” a la otra mujer! Ahora lo sé.
Entre otras cosas, era necesario preparar insignias para nuestra
delegación, pues HPB daba mucha importancia a estos detalles. Fue
para este viaje que se hizo para ser usada por HPB, la insignia de
plata con el centro dorado, que la Sra. Besant lleva actualmente. La
mía era soberbia y las de los otros mucho más sencillas. Fue asunto
más serio que ese, la organización de la S. T. de Bombay, la noche del
25 de abril; es la primera de India y de todas las Ramas orientales, y
la tercera en la lista de la Sociedad, sin contar a Nueva York, que era
siempre la Sociedad. Las dos Ramas más viejas que esa de Bombay
son la británica, ahora Rama de Londres y el Ionian de Corfú. Los
primeros directivos de la Rama de Bombay fueron el Sr. Keshow
N. Mavalankar, Presidente; Sres. Gopalrao Hari Deshmukh y K. N.
Seervai, Vicepresidentes; Framroz R. Joshi, Secretario; Krishnarao
N. Mavalankar, Tesorero; Edward Wimbridge, Moolji Thackersey, y
los Sres. Patwardhan, Warden y Jaboulli, Concejeros. El Sr. Tookaram
Tatya, habiendo superado su desconfianza, ingresó el 2 de mayo.
Terminados los preparativos, nos embarcamos el 7 de mayo para
Ceilán en un barco de vapor costero de la British India. Nuestro
grupo estaba integrado por los dos Fundadores, el Sr. Wimbridge,
Damodar K. Mavalankar, Purshotam y Panachand Anandji (hindúes),
Sorabji J. Padash y Ferozshah D. Shroff (parsis): todos ellos, menos
los tres primeros, delegados por la Rama ante los budistas cinga-
leses, y portadores de saludos fraternales, simbólicos de la amplia
tolerancia de nuestra Sociedad en materia religiosa. El Sr. Purshotam
iba acompañado por su esposa, delicada y frágil, y Babula nos servía
de criado.
Según mis recuerdos, éramos los únicos pasajeros a bordo; el
vapor era limpio, los oficiales amables, el tiempo soberbio y los
puertos de escala en la Costa occidental pintorescos, de suerte que
era como si efectuáramos un viaje encantador en un yate particular.
HPB estaba de muy buen humor y comunicaba su alegría a todo el
mundo. Jugadora apasionada, se pasaba horas enteras jugando al
Nap* con los oficiales de a bordo, salvo el capitán Wickes, al que el
código de etiqueta naval no le permitía jugar con sus subordinados.

*  Juego de naipes, también conocido en Inglaterra como Napoleón. (N. del E.)
Primer gira por Ceilán 101

El jefe de máquinas, el Sr. Elliott, se hizo pronto el gran favorito de


HPB, y el último día de la travesía ella hizo para él un fenómeno de
sustitución de su nombre por el suyo en un pañuelo bordado. Me
hallaba presente y vi el fenómeno. Acababan de jugar una partida
de Nap y se pusieron a conversar de los famosos poderes psíquicos,
y Elliott se mostraba particularmente incrédulo y dudaba de la
posibilidad de cambiar el nombre bordado en un pañuelo. Esto à
propos de lo que HPB había hecho para Ross Scott el día de nuestra
llegada a Bombay, acerca de lo cual se le había contado. Comenzó
a suplicarle que hiciese otro tanto para él, y terminó por acceder.
El hecho tuvo lugar sobre el puente, bajo un toldo. Pero cuando
Elliott abrió la mano en la que tuvo el pañuelo durante el expe-
rimento, vio que HPB había escrito mal su nombre: puso Eliot en
lugar de Elliott. Es sabido que la Sra. Coulomb pretende en su verí-
dico folleto que ella había bordado nombres para HPB en pañuelos
a los que primeramente quitó la marca. Por lo tanto, habría que
creer que había preparado un pañuelo con el nombre de ‘Eliot’
bordado y que HPB sólo tuvo que cambiarlo por el suyo. Pero, hasta
el momento en que nos embarcamos en el “Ellora” nosotros no
sabíamos que tal persona existiese. ¿Cómo hubiera podido preparar
la Sra. Coulomb ese pañuelo para un futuro truco? Aquí, su expli-
cación sería absurda.
El viejo Capitán era un excelente hombre que no daba ni sombra
de fe a las cosas espirituales o psíquicas; le hacía bromas a HPB
sobre sus ideas, con una ignorancia tan cándida del asunto, que no
hacíamos más que reírnos de ello. Un día que ella hacía su juego
de Solitario, el Capitán le pidió de pronto que le adivinase el futuro
con las cartas. Al principio, ella rehusó, pero acabó por acceder, y
haciéndole cortar, comenzó a poner las cartas sobre la mesa. “¡Esto
es muy extraño! ¡No puede ser! “¿Qué?”, preguntó el Capitán. “Lo
que dicen las cartas. Corte de nuevo”. Pero, por lo visto, el resul-
tado era el mismo, pues HPB dijo que las cartas predecían una cosa
absurda, y que no la diría. El insistió y ella declaró al fin que las
cartas anunciaban que no permanecería mucho tiempo en el mar,
que recibiría una oferta para ocupar un puesto en tierra, y que
dejaría su profesión. El corpulento Capitán se desternillaba de risa
con esa idea, y dijo que ya se esperaba él alguna tontería. Por cierto,
que dejaría el mar de muy buena gana, pero no veía la probabilidad
de hacerlo. No se habló más del asunto, excepto que el Capitán lo
contó al primer oficial y toda la tripulación se rió del caso. Pero eso
tuvo una segunda parte. Un mes o dos después de nuestro regreso
a Bombay, HPB recibió una carta del capitán Wickes, diciéndole que
le excusase por el modo de cómo había acogido su predicción, y que
102 H ojas de un viejo diario

ésta, tenía que confesarlo honradamente, se había realizado al pie


de la letra. Después de habernos dejado en Ceilán, continuó con su
barco hasta Calcuta. Al llegar allí, le ofrecieron la Capitanía de Puerto
en Karwar (creo, y si no, fue en Mangalore), él la aceptó, ¡y volvía
como pasajero en su propio buque! Esto no es más que un ejemplo
de las numerosas profecías que HPB hizo con sus cartas. No creo
que las cartas influían en algo, a menos que hubiesen servido de
intermediarios entre su espíritu clarividente y el aura del Capitán,
permitiendo así a su facultad de presciencia que entrase en juego.
A pesar de eso, y de todas sus facultades psíquicas, no recuerdo que
alguna vez haya previsto ninguno de los enojosos acontecimientos
que tuvo que soportar de parte de amigos traidores o de enemigos
malvados. Si ella los previno, no dijo jamás una palabra al respecto,
ni a mí ni a nadie. En Bombay, un ladrón se apoderó de un objeto
que ella apreciaba mucho, pero no pudo descubrir al culpable, ni
ayudar a la policía cuando ésta intervino.
En Karwar y Mangalore nuestros colegas residentes fueron al
barco con presentes como frutas y leche fresca, se quedaron todo
el tiempo que pudieron para hablar de Teosofía. Bajamos a tierra
en Calicut, para visitar la población y una manufactura de jengibre,
donde vimos limpiar, blanquear, secar y moler en un mortero las
raíces de la planta, por mujeres décolletées [escotadas] en un grado
que se esfuerzan por alcanzar en algunas actividades sociales en
Occidente. En esta región, la moda para las mujeres honradas es
ir desnudas hasta la cintura, viejas o jóvenes, bonitas u horribles,
lo mismo da; una mujer hindú de este lugar que se cubra el pecho
es señalada en seguida como culpable de llevar mala vida. Así, en
Bombay las mujeres decentes marathis van descalzas, y las cortesanas
calzadas, mientras que a las parsis virtuosas no se les ocurriría salir
sin zapatos, así como a las parsis de cierta clase, salir sin sombrero.
Tot homines, quot sententiæ [Tantos hombres, como opiniones].
A propósito de profecías, debo haber tenido un momento de
videncia cuando escribí en mi Diario, en la víspera de la llegada a
Colombo: “Prepararse para nuevas y grandes responsabilidades; de
este viaje dependen inmensos resultados”. Nada más cierto que eso.
Echamos el ancla en el puerto de Colombo el 16 de mayo por la
mañana, y al cabo de un momento se nos acercó una gran barca,
que traía a Mohattiwatte Gunananda, el sacerdote budista, a John
Robert de Silva y a varios jóvenes monjes del pansala (monasterio)
de Megittuwatte. De Silva fue nuestro primer MST laico en Ceilán,
siendo admitido por correspondencia antes de nuestra salida de
Nueva York. Yo había caído en el error, bastante comprensible, de
suponer por deducción de su nombre Portugués que era un católico
Primer gira por Ceilán 103

romano y que su petición no era más que una trampa de los misio-
neros. De manera que al mismo tiempo que respondí en términos
amistosos y envié el Diploma solicitado, le pedí secretamente a
Megittuwatte, que no lo entregase si el candidato no era budista,
como decía que era. Lo era, y de Silva ha sido siempre uno de los
mejores, de los más capaces, inteligentes y sinceros budistas que
haya conocido. Pero hay que confesar que es asombroso y poco
honorable para la nación que los cingaleses conserven los apellidos
cristianos portugueses u holandeses que por política habían adop-
tado durante la dominación portuguesa y holandesa, cuando sus
nombres sánscritos son infinitamente más bonitos y más apro-
piados. El famoso Megittuwatte (Mohattiwatte) era entonces un
monje de mediana edad, afeitado, más bien alto, cabeza de intelec-
tual, ojos brillantes, boca grande, aire de seguridad en sí mismo y
muy despierto. Algunos monjes contemplativos bajaban los ojos al
hablarnos, pero él nos miraba fijamente en los ojos, como convenía
al más brillante polemista de la isla, terror de los misioneros. A
primera vista, se veía que era un luchador más que un asceta, más
Hilario que Hilarión. Ahora ya ha muerto, pero durante muchos
años fue el defensor más osado, más brillante y más fuerte del
budismo cingalés, el líder (creador) del actual renacimiento. HPB le
había enviado desde Nueva York un ejemplar de “Isis sin velo”, del
cual él tradujo varios pasajes relativos a ciertos fenómenos de los
que ella había sido testigo en el transcurso de sus viajes. Nos acogió
con una gran cordialidad, y nos aconsejó que continuásemos en el
vapor hasta Galle, donde se nos había preparado una recepción; él
iría en el tren de la noche. Como recuerdo, HPB hizo oír golpes
en la cabeza del Capitán, e hizo sonar sus campanas invisibles para
algunos oficiales.
El 17, antes del alba, estábamos a la vista de Galle y anclamos a
unos 500 metros de la orilla. Soplaba el monzón* y llovía furiosa-
mente, pero la vista era tan encantadora, que permanecíamos sobre
el puente para disfrutar de ella. Una bahía deliciosa; al norte un
promontorio cubierto de vegetación, en el que rompían las olas,
deshaciéndose en espuma sobre una costa rocosa; una larga playa
curva, orillada por bungalós con techos de tejas, casi ocultos por
un océano de palmeras verdes; al sur, el fuerte viejo, la aduana,
el faro, la escollera y los depósitos de carbón; al oriente, el mar
agitado más allá de una barrera de rocas y arrecifes que lo separan

* Vientos periódicos, que corren especialmente en los mares de India. Durante


varios meses del año soplan de un cuadrante, y durante los demás, del lado
opuesto. (N. del T.)
104 H ojas de un viejo diario

del puerto. Bastante lejos, tierra adentro, el Pico de Adán y sus


montañas hermanas.
Después de almorzar, aprovechando que amainaba la tempestad,
trasbordamos a una gran barca adornada con bananeros y flores de
vivos colores, a bordo de la cual se hallaban los principales budistas
de la ciudad. Nos hicieron pasar entre dos filas de barcos de pesca,
pintados con fuertes colores, y aproados a nosotros. En la escollera
había una gran muchedumbre esperándonos y el grito de: “¡Sadhu*!”
“¡Sadhu!”, llenaba el aire. Habían puesto sobre la escollera y la playa,
un tapiz blanco que llegaba hasta el camino donde los carruajes
estaban preparados, y millares de banderitas se agitaban en señal
de bienvenida. La multitud rodeaba nuestro coche y por fin nos
pusimos en camino hacia la casa de la Sra. Wijeratne, que debíamos
ocupar. El camino estaba cubierto de público y no podíamos avanzar
sino muy lentamente. Tres Sumos Sacerdotes nos esperaban a la
entrada de la casa, y nos bendijeron, recitando versos Palis apro-
piados al acto. Siguió a esto una recepción e innumerables presen-
taciones; el pueblo se agolpaba en el jardín, llenaba todas las puertas
y miraba por todas las ventanas. Esto continuó todo el día con gran
contrariedad de nuestra parte, porque no podíamos ni respirar,
pero era una prueba tan grande de interés, que lo soportamos como
pudimos. Nuestra huéspeda y su hijo, el forense suplente de Galle,
nos colmaron de atenciones; nuestra mesa estaba cubierta de frutas
deliciosas que nunca habíamos visto, y preciosamente adornada a
la moda cingalesa, con flores y hojas. En las paredes también las
había, dispuestas con arte. Cada tanto aparecía un grupo de monjes
vestidos de amarillo, que, por orden de antigüedad de oficio, y
llevando cada uno su abanico de hoja de palma, venían a visitarnos
y bendecirnos. Era en verdad un espectáculo que entusiasmaba y de
excelente augurio para nuestras futuras relaciones con esa nación.
Los monjes que habían leído los extractos del libro de HPB
traducidos por Megittuwatte, la instaban para que les mostrase sus
poderes, y el joven Wijeratne, al oír contar el episodio del pañuelo
en el vapor, le pidió que repitiera el fenómeno para él. Ella lo hizo
y también para un Sr. Dias, borrando cada vez su propio nombre
bordado, para reemplazarlo con el de ellos. Reprodujo el nombre de
Wijeratne sin ninguna falta, porque le pidió que lo escribiese antes,
pero el de Dias lo escribió “Dies”, lo que no hubiera podido suceder
si la Sra. Coulomb hubiese bordado los pañuelos de antemano en
Bombay, pues habría tenido tiempo de advertir lo absurdo de tal

* Monje o asceta hindú que sigue el camino de la penitencia y la austeridad para


obtener la iluminación. (N. del E.)
Primer gira por Ceilán 105

ortografía para un nombre Portugués. Con estos fenómenos, la exci-


tación se hizo febril y llegó al colmo cuando HPB hizo oír distinta-
mente las campanas astrales en el aire, cerca del techo, y fuera en
la galería. Tuve que satisfacer ese día a la muchedumbre, con dos
discursos improvisados, y a las 11 p. m. nos acostamos molidos.
Al día siguiente, muy temprano, Wimbridge y yo, quisimos
tomar un baño en el puerto, pero un gran gentío nos siguió obser-
vándonos del modo más molesto. Nuestras habitaciones estuvieron
llenas de visitantes todo el día. Las discusiones metafísicas con el
venerable Sumo Sacerdote Bulatgama Sumanatissa y otros lógicos,
no tenían fin. El citado anciano sacerdote me colocó en una situa-
ción molesta; me pidió que fuese a ver a un cierto número de euro-
peos, y que escribiese a unos veinte Burghers (mestizos descen-
dientes de los holandeses) para invitarles a unirse a los budistas
para formar una Rama de la S. T. En mi inocencia, le hice caso, y al
otro día, me mordía los dedos de vergüenza, porque me escribieron
respuestas injuriosas para decirme que eran cristianos y no tenían
nada que ver con la Teosofía ni con el budismo. Hice una escena
al viejo monje por haber hecho, con su ligereza, comprometer
la dignidad de la Sociedad; se contentó con sonreír y murmurar
vagas excusas. Esto me sirvió de lección, y después de transcurridos
tantos años, no volví a caer jamás en la misma falta. La gente de los
alrededores acudía presurosa a la ciudad para vernos, e hizo grandes
festejos. Una docena de ciudades y pueblos nos invitaron a visi-
tarlos. Nuestras habitaciones no se veían nunca libres de monjes.
Una de sus costumbres nos hizo reír: si la dueña de casa no había
puesto una tela en los asientos que iban a ocupar, ponían sobre ellos
sus pañuelos, se daban vuelta y se sentaban encima con mucha
calma como si se tratase de una ceremonia en un templo. Era una
muestra de las precauciones del Yoga, o sea, extender una capa de
hierba durba, o la piel de un tigre, o si no una estera en el suelo,
antes de comenzar las asanas o posturas de Yoga. Eso nos pareció
raro, era una novedad para nosotros.
El viejo Bulatgama discutía persistentemente, tenía facilidad de
palabra y era muy bondadoso. Entre otras cosas, se habló de los
poderes psíquicos, y HPB, que le había cobrado gran afecto, hizo
sonar sus campanas (una de las veces el sonido fue tan fuerte como
si hubiesen golpeado en una barra de acero), produjo golpes “espi-
ritistas”, hizo temblar y mover a la gran mesa del comedor, etc., con
estupefacción de los asistentes.
A la noche siguiente, nos hicieron ver una danza diabólica
efectuada por hechiceros profesionales, que forman parte en las
procesiones religiosas y son llamados en los casos desesperados de
106 H ojas de un viejo diario

enfermedad, para arrojar a los malos espíritus que suponen poseer


al enfermo. Invocan a ciertos elementales, recitando mantras y se
preparan para sus funciones, por medio de la abstinencia en ciertas
fases de la luna. Su danza es un verdadero festival de brujas; deja
en quien la presencia un confuso recuerdo de figuras que saltan y
giran, cubiertas por repugnantes máscaras, cintas flotantes y hojas
tiernas de cocoteros, tizones agitados, negras masas de humo de
aceite, posturas adoptadas bruscamente, en fin, lo necesario para
volver histérica a una persona nerviosa. Una parte de la ceremonia
consiste en quemar hierbas y resinas sobre carbones encendidos
y respirar los vapores sofocándose, hasta que, agitados por estre-
mecimientos, terminan por caer inanimados. En el coma, tienen
la visión de los diablos que ocasionan la obsesión, y prescriben lo
que hay que hacer para echarlos. Después les salpican con agua,
murmurando al mismo tiempo un encanto para hacerlos volver
en sí. Un caballero nativo educado me dijo que esas danzas son
consideradas eficaces en varias enfermedades, especialmente en las
que atacan a las mujeres embarazadas. Entonces se dice que están
bajo la influencia del “Príncipe Negro”. Si los hechiceros consi-
guen dominar al mal espíritu, éste obedece a sus conjuros, sale del
cuerpo y da una señal de su partida quebrando una rama convenida
en un árbol cercano a la casa. El que esto me contaba, dijo que así
sucedió con su madrastra.
Como se había acordado que debía dar una conferencia pública
sobre Teosofía el día 22, hice esfuerzos desesperados para pensar
sobre el tema y preparar algunas notas. Ya que no tenía mucha
experiencia en este asunto y tenía miedo de confiar en mí mismo
para improvisar el discurso. ¡Era como si hubiese intentado
componer un aria en una tienda de máquinas donde cincuenta
herreros martillaban sus yunques, cincuenta tornos giraban y
cincuenta personas se reunían para criticar mi apariencia personal,
mi pluma y mi letra! Nuestra casa era una Babel, nuestras habi-
taciones ocupadas por una amistosa multitud desde la mañana
hasta la noche. Hubiera sido mucho mejor haber ido directa-
mente al atril, sin preparación, y haber confiado en la inspiración
del momento, como pronto aprendí a hacer. Creo que mi primer
discurso en Ceilán bien vale un párrafo aparte. Lo pronuncié en un
gran salón, en las Barracas Militares, insuficientemente alumbrado
y tan lleno de público que nos sofocábamos. Habían construido
un escenario provisorio en un extremo, con un dosel suspendido
sobre el mismo. Además de nuestra delegación, estaban sobre el
escenario Sumangala, Maha Thera, el Sumo Sacerdote Bulatgama,
el Sumo Sacerdote Dhammalankara, de la Secta Amarapura, que
Primer gira por Ceilán 107

había hecho 45 km para venir, y algunos otros. Toda la colonia


europea (unas 45 personas) estaba allí, y como unos 2000 cingaleses
en la sala o fuera. No quedé del todo contento con mi discurso,
porque las visitas me habían impedido redactar convenientemente
mis notas y la falta de luz me impedía leerlas. Sin embargo, salí del
paso, muy sorprendido al ver que no eran aplaudidos ni siquiera
los pasajes de gran efecto. Esto se comprendía por la parte de los
europeos que sentían poca simpatía por el asunto, ¡pero era incom-
prensible en los budistas! En cuanto pudieron abrirnos paso, HPB y
yo salimos del brazo, fuertemente asidos para no ser separados por
la multitud. “¿He hablado bastante mal?” le pregunté a ella. “No, me
pareció bastante bien”, dijo ella. “Entonces, ¿por qué no han aplau-
dido?, ¿por qué ese silencio mortal? Tengo que haber estado muy
mal” “¿Cómo? ¿Cómo? ¿Qué dice usted?”, interrumpió el caballero
cingalés, que tenía el otro brazo de HPB, “¿Quién dijo que fue un
mal discurso? ¡Jamás hemos oído nada mejor en Ceilán!”. “Pero
es imposible” respondí, “no hubo ni un aplauso, ni una exclama-
ción de satisfacción”. “¡Habríamos estrangulado al que se hubiese
permitido interrumpirle!”. Entonces me explicó que la costumbre
era de no interrumpir al predicador religioso, sino que se lo debía
escuchar en silencio, para meditar después lo que ha dicho. Y me
hizo ver que era un gran honor haber sido escuchado en perfecto
silencio por semejante muchedumbre.
No veía las cosas en ese aspecto, y continué creyendo que mi
discurso era malo y que no valía un aplauso: a menos que, quizás,
el público de Galle había acordado de común acuerdo obedecer el
mandato de Thomson:

Ven pues, silencio expresivo, meditad sobre su elogio.*

* Del poema “Un Himno” de James Thomson. (N. del E.)


CAPÍTULO XI
Entusiasmo popular
1880

E
STE fue el Prólogo de aquel drama emocionante por el que
nunca soñamos que iríamos a pasar. En el país de las flores
y de la vegetación tropical ideal, bajo cielos sonrientes, por
caminos sombreados con grandes palmeras y adornados a lo largo
de kilómetros enteros por pequeños arcos de guirnaldas formadas
con hojas frescas y cintas; rodeados por un pueblo que se sentía
encantado y cuya alegría se hubiera manifestado de buena gana
por un verdadero culto, íbamos de triunfo en triunfo, estimulados
cada día por el magnetismo del entusiasmo popular. Aquella buena
gente no podía encontrar que nada fuese bastante para nosotros,
nada les parecía lo bastante bueno para obsequiarnos; éramos los
primeros defensores blancos de su religión, hablábamos en público
sobre su excelencia y su bendita tranquilidad, y ante las barbas de
los misioneros, sus detractores y enemigos. He ahí lo que los entu-
siasmaba llenando sus corazones de afecto hasta no caberles en el
pecho. Pudiera creerse que exagero, pero en realidad al contarlo
quedo por debajo de la verdad. Si se piden pruebas, no hay más que
recorrer aquella Isla agradable, y ahora, después de transcurridos
quince años, preguntar si recuerdan el viaje de los dos Fundadores
y de su grupo.
A las 3 p. m. se nos condujo a un wallâwa, casa de campo de un
noble cingalés, donde hablé* a 3000 personas desde un balcón que

* Ruego que me disculpen por hablar tan frecuentemente de mí mismo a lo largo


de esta narración, pero el hecho fue que, como Presidente de la S. T. y vocero
oficial de la Delegación, tuve que estar siempre en la primera línea. (Olcott)
110 H ojas de un viejo diario

daba a una especie de anfiteatro natural. La multitud se extendía por


la llanura y en la pendiente de las colinas. Los numerosos monjes
presentes dieron el Pansil, es decir, que entonaron en lengua pali los
Cinco Preceptos y los Tres Refugios, que el pueblo repetía a una
voz, después de ellos. Esta gran oleada de sonido causó en nosotros
una gran impresión, porque no hay nada que sea tan impresionante
en el dominio de los sonidos como la vibración de miles de voces
humanas combinándose en un ritmo único.
Como esta visita nuestra fue el comienzo de la segunda y perma-
nente fase del resurgimiento budista emprendida por Megittuwatte,
un movimiento destinado a llevar la totalidad de los niños de la
población cingalesa a las escuelas budistas, bajo nuestra supervisión
general, todos estos detalles adquieren cierta importancia. Las invi-
taciones a los socios, enviadas oficialmente por Damodar, señalan
el primer paso dado para formar Ramas de la Sociedad Teosófica en
la Isla:

A quien corresponda:
Se anuncia por este medio que el lunes próximo tendrá lugar una
reunión en la residencia, en Minuvangoda, a las 8  p. m.; en tal
ocasión, el Cnel. Olcott dará un resumen de las bases y los objetos
de la Sociedad Teosófica. Después de lo cual, los señores que
deseen ingresar en la Sociedad pueden inscribir sus nombres en
el libro provisto para tal propósito.
(Por orden) Damodar K. Mavalankar,
Secretario de Actas Adjunto,
Galle, mayo 22 de 1880

El venerable Bulatgama presidió la reunión, y Megittuwatte


pronunció un espiritual y entusiasta discurso.
Durante el día siguiente se nos hizo visitar una plantación de
café y de canela, perteneciente al Sr. Simón Perera Abeyawardene,
un rico budista de Galle, y tuvimos mucho interés en ver pelar,
secar y empaquetar la corteza del canelero. No fue culpa de
nuestro anfitrión si regresamos vivos a nuestra casa: nos sirvió un
“almuerzo” enorme donde figuraban cincuenta y siete tipos de curri
que fueron servidos con arroz y otros tantos platos dulces. Y nos
insistían para hacernos “probar solamente” algo de cada cosa. Nos
dio mucho trabajo hacerle comprender que nuestro estómago no
era lo bastante elástico para permitirnos obedecer a sus insistencias.
El 25 de mayo, HPB y yo tomamos el Pansil del venerable Bulatgama
en un templo de Ramanya Nikaya cuyo nombre no recuerdo, y
Entusiasmo popular 111

fuimos oficialmente reconocidos como budistas. Habían levantado


un gran arco de follaje en el complejo del Vihara, con la inscripción:
“Bienvenidos Miembros de la Sociedad Teosófica”. Mucho antes, en
EE. UU., nos habíamos declarado budistas, de manera que esto fue
sólo una confirmación oficial de nuestra profesión de fe. HPB se
arrodilló ante la enorme estatua del Buda y yo hice lo mismo. Nos
costó trabajo comprender las palabras en pali que debíamos repetir
después del anciano monje, y no sé cómo hubiéramos salido del
paso si un amigo no se hubiese colocado detrás de nosotros para
susurrarnos las palabras seriatim [en serie]. Un numeroso público,
cerca de nosotros, repetía las fórmulas después de que las habíamos
dicho, pero guardaba un profundo silencio mientras nos deba-
tíamos entre las sílabas desconocidas. Después del último de los
Silas y de la tradicional ofrenda de flores, se elevó una aclamación
como para rompemos los nervios, y el pueblo no podía quedar en
silencio para oír las palabras que pronuncié a petición del Sumo
Sacerdote. Creo que algunos de nuestros principales colegas de
Europa y de EE. UU. han hecho todo lo posible para ocultar este
acontecimiento y disimular el verdadero hecho de que HPB era tan
budista como cualquier cingalés en la Isla. Disimular esto es tan
inútil como poco honrado, porque millares de personas, entre ellas
numerosos bhikkhus, la oyeron y la vieron tomar el Pansil, y además
ella proclamó su conversión en el mundo entero. Pero es muy dife-
rente ser un verdadero budista, que ser un sectario moderno del
budismo. Declaro en nombre de HPB, así como en el mío, que,
si el budismo tuviese un solo dogma obligatorio, no hubiéramos
tomado el Pansil, ni hubiésemos seguido siendo budistas más de diez
minutos. Nuestro budismo era el del Maestro-Adepto Gautama,
idéntico a la Religión Sabiduría de los Upanishads arios, y alma de
todas las antiguas religiones. En una palabra, nuestro budismo era
una filosofía y no un credo.
Almorzamos con un caballero budista en la ciudad, y por la
noche tomamos como Miembros a los once primeros candidatos,
y con ellos formamos la Sociedad Teosófica de Galle. Presidente, S.
P. DB. De Silva; Secretario, P. C. Wijeratne. Me fueron entregadas
ese día las primeras ₹ 100 [rupias] para un Fondo de Publicación
Budista e inmediatamente pasadas al Tesorero de la Rama. A las
9 p. m. nos sentamos a cenar, y a la 1 a. m. estábamos felices de ir
dormir después de un duro día de trabajo.
Al día siguiente, partimos hacia el Norte en coches facilitados por
los pescadores de Galle, una casta numerosa, pobre y trabajadora.
Fue entre ellos donde San Francisco Xavier, el “Apóstol de las Indias”,
reclutó el mayor número de convertidos. Su oficio, que exige la
112 H ojas de un viejo diario

matanza (de los pescados), es aborrecido por los budistas, y su status


social es de los más humildes. Sin embargo, parece que estaban tan
entusiasmados con nosotros como sus más respetables de sus co-re-
ligionarios, y no osando acercarse por entre la muchedumbre de
elevada casta que nos rodeaba, me enviaron una “humilde petición”
para pedirme que tuviese la condescendencia de permitir a los
“humildes solicitantes”, etc., que nos facilitasen coches para condu-
cirnos hasta Colombo. Su vocero era un joven educado a la inglesa
y que, según creo, pertenecía a otra casta. La sinceridad de aquella
pobre gente me conmovió y les hice decir que deseaba verlos, o por
lo menos a un Comité de sus ancianos para agradecerles personal-
mente su generosa oferta. Recibí a una delegación de ellos, y como
me negaba a permitir que hiciesen semejante gasto, hicieron tantas
protestas y súplicas que me decidieron a aceptar agradecido.
Casi toda la población budista de Galle nos vio partir y llenó el aire
de amistosas aclamaciones. La primera parada fue en Dodanduwa, a
8 kilómetros, el asiento del gran vihara y pansala de nuestro amigo
Piyaratana Tissa Terunnanse, un monje de erudición, energía y alto
carácter. En cada punto apropiado, a lo largo del camino, las multi-
tudes se habían reunido para vernos, nos invitaron a detenernos
y refrescarnos con cocos, leche, té y pasteles, y en varios puntos,
tan grande era la concurrencia, que tuve que salir del carruaje para
pronunciar discursos. En Dodanduwa nos saludó un chaparrón
de lluvia monzónica como no había sido visto por años. En un
intervalo nos condujeron bajo un amplio techado, que Piyaratana
había erigido donde hablé ante 2000 personas, después de lo cual
visitamos el templo, que estaba escrupulosamente limpio y bien
cuidado, cosa rara en la Isla. En dicho templo había un enorme
Buda de pie, que tenía más de un siglo. Pasamos la noche en un
bungaló provisto para nosotros por el Sr. Weerisooriya y amigos.
El siguiente día nos vio partir en los dos coches de nuestros
amigos los pescadores de Galle. Ese día tuve que pronunciar cuatro
discursos: el primero en el estribo del coche, cuando nos íbamos; el
segundo desde la escalinata del bungaló en Ambalangoda; el tercero
en Piyâgale, ¡donde desayunamos a las 3 p. m.(!) en medio de una
compacta muchedumbre que casi no nos dejaba respirar; el cuarto
fue en el templo de Piyâgale, donde se habían reunido unos 3000
a 4000 oyentes. Se nos condujo en procesión, bajo la lluvia, con
banderas y tam tams, en medio de un ruido horrible; cada músico
trataba de hacer más estruendo que los demás, y la multitud se
hallaba poseída por una especie de delirio producido por la alegría.
El templo está situado en lo alto de una colina escarpada y rocosa,
por la cual nos obligaron a subir, sufriendo HPB el martirio de su
Entusiasmo popular 113

pierna, que no se había repuesto nunca del golpe que recibió a


bordo del Speke Hall durante la tempestad. La lluvia empañaba de
tal modo mis anteojos, que ya no podía ver dónde ponía los pies, y
para colmo de mi desdicha, mis quevedos* se me cayeron de la nariz
y se hicieron añicos contra una piedra. Con la miopía que padezco,
me encontraba en situación bien molesta. Los monjes reunidos nos
recibieron con un discurso dirigido por su Maha Terunnanse, al
cual contesté bastante extensamente. Continuando nuestra ruta,
llegamos a Kalutara a las 9 p. m., pero no habíamos alcanzado
el fin de nuestras fatigas, porque allí encontramos también otra
cantidad de monjes para recibirnos. Hubo que escuchar un discurso
y pronunciar otro. Después vino la cena, bien ganada, por cierto,
y finalmente la cama, bien ganada también. Esa noche, en route,
nos divirtió un pequeño incidente. Un hombre salió corriendo de
una casa situada al borde del camino, llevando en la mano una luz
brillante, detuvo nuestros coches y nos llamó uno por uno viva-
mente. Creíamos que tenía algo grave que decirnos, o que era un
recolector de impuesto a la entrada de productos en un distrito, o
bien que tal vez sería una advertencia para que desconfiáramos de
algún complot del grupo cristiano†. Pero no dijo nada, sólo repitió
nuestros nombres con un suspiro de satisfacción, se volvió tranqui-
lamente. El intérprete le preguntó qué deseaba, y él respondió: “Oh,
nada”, dijo él, “solamente verlos”.
No había tiempo como para quedarse en la cama en ese viaje,
de modo que, al otro día, a la hora del alba, ya estábamos en pie,
y los hombres fuimos a bañarnos al mar. Lo cual, verdaderamente,
no era cómodo a causa del fondo de corales puntiagudos que seme-
jaban a una alfombra puesta del revés a la que hubiesen dejado los
clavos, a causa de la segura vecindad de los tiburones, y además por
la presencia de una muchedumbre observadora, ¡que creían estar
presenciando un curso de calistenia o gimnasia de Delsarte! Pero,
en fin, era un baño, lo cual significa mucho en los trópicos. Ese día
conocimos a una persona encantadora: un graduado del Colegio
Christ, de Cambridge; uno de los hombres más intelectuales y
refinados que hemos visto en Asia. El Sr. Arunâchalam es sobrino
del difunto Sir M. Coomaraswami, el muy conocido Orientalista,
y en el momento de nuestra visita era Magistrado de la Policía de
Kalutara. Su hermano mayor es el Excelentísimo. P. Râmanâthan,

* Los quevedos se diferencian de otros tipos de anteojos porque los cristales se


incluyen en una montura simple, normalmente metálica, que se sostiene ajus-
tándose al tabique nasal, por carecer de patillas. (N. del E.)
† Eso sucedió más adelante: en una ocasión trataron de asesinarme. (Olcott)
114 H ojas de un viejo diario

que es un cálido amigo mío, y el representante oficial en el Consejo


Legislativo de la comunidad tamil. Desayunamos en la casa del
Sr. Arunâchalam, y su cortesía resaltó los rasgos más encantadores
de HPB, de modo que la visita fue en todos los sentidos un episodio
agradable. Como postre, o más bien como pousse-café [última copa,
digestivo], mi colega maltrató a los misioneros en su mejor estilo.
Esa misma tarde, probamos el otro estilo de funcionario, el
Agente del Gobierno —el grado más sátrapa de servidor público—
nos prohibió el uso de cualquier edificio público, y hasta de la
galería exterior y de la escalinata de la escuela. La pobre criatura
parecía creer que los budistas, intimidados por tal actitud, abando-
narían su religión, o hallarían al cristianismo más amable al verse
excluir de los edificios construidos con su propio dinero, pagado
en impuestos, y que eran cedidos a cualquier orador anti budismo.
Por salón de conferencia y por techo nos quedaban los campos y el
cielo, y la reunión se efectuó en un bosque de cocoteros. Algunas
telas de colores vivos, sujetas a los árboles, formaban un dosel y
servían para la acústica, encauzando la voz; una silla encima de una
gran mesa, me sirvió de tribuna. La concurrencia sería fácilmente
de 2000 a 3000 personas. Es de suponer que no perdí la ocasión de
poner de relieve la malicia del grupo cristiano y su temor de ver a
los cingaleses descubrir los méritos del budismo.
A la mañana siguiente nuestra seriedad fue puesta a prueba.
Wimbridge, Panachand, Ferozshah y yo fuimos obligados a montar
una especie de carro-cama triunfal, bajo la escolta de una compañía
con un uniforme cómico, con pistolas y palos de madera, sus
caras de color marrón oscuro estaban blanqueadas con harina o
tiza (para darles un aspecto cuasi-europeo), y con mucha música
y muchos estandartes, fuimos llevados a la aldea de Wehra, a 5
kilómetros de distancia, para una ceremonia de recepción. Hablé
ante una gran audiencia, en una muy buena sala para conferen-
cias (Dharmasala), con dos filas de columnas blancas, vitrales, arañas
colgantes y un gran púlpito para la prédica. Hablé sentado al estilo
oriental. Después de eso, fuimos a presentar nuestros respetos a
Waskaduwe Subhuti, Terunnanse, el monje más conocido, entre los
Orientalistas occidentales, excepto Sumangala, quien, por supuesto,
es el representante y la encarnación de la erudición pali. Después
de almorzar con el Sr. Arunâchalam, visitamos a otro famoso sacer-
dote, Potuwila Indajôti, Terunnanse, que goza de un gran renombre
como Vederâle, o Médico Nativo. Él es enviado hacia todas las partes
budistas de la isla y ha realizado innumerables curas. Encontramos
su conversación muy interesante, sus puntos de vista sobre la
supervivencia del ego en el Nirvana son los de su difunto Gurú,
Entusiasmo popular 115

el sacerdote Polhwatti, y opuestos a los de la escuela Sumangala.


Solicitó la admisión a nuestra membresía y fue aceptado.
Entonces la estación terminal del ferrocarril era Kalatura, y
el tren nos condujo hasta el siguiente pueblo de etapa, que era
Panadura (pronunciado vulgarmente Pantura), la localidad donde
Megittuwatte debatió contra los misioneros los respectivos méritos
del budismo y el cristianismo: y se dice que él los venció. Nos
alojaron en un pansala inmediato a un Vihara que acababa de ser
construido a sus expensas por un pintoresco anciano llamado
Andris Perera. Era alto, flaco y de piel oscura, con una frente ancha,
los cabellos tirantes hacia atrás, retorcidos en un rodete como el de
las mujeres, sostenidos por una enorme y costosa peineta de carey.
Además, una peineta redonda —a la moda cingalesa— coronaba
su hermosa cabeza. Usaba el dhoti nacional y un frac azul del siglo
pasado, con una solapa sola, largos faldones y puños. El frac tenía
de un lado como veinte grandes botones de oro, y del otro una
cantidad igual de dibujos de trencilla y de galones de oro; la misma
ornamentación se repetía en el cuello y en las mangas. Llevaba
encima también una gran bandolera escarlata galoneada de oro, de
la cual colgaba una espada corta de vaina dorada, lucía una placa
grande como un plato de postre, suspendida diagonalmente de una
cadena de oro. Esto era completado por un pesado cinturón, rica-
mente repujado. En cuanto a sus pies, ¡iban desnudos en sandalia
de cuero! Todo esto hacía un conjunto tan extraordinario, tan dife-
rente a todo lo que en mi vida había visto, que anoté esos detalles
en mi Diario. Cuando llegamos a su casa, él se había adelantado
algo para recibirnos, y detrás de su persona se hallaban sus seis
grandes y notables hijos y sus tres lindas hijas. El grupo nos pareció
muy pintoresco. Me acordé de Torquil of the Oak* y sus leales hijos,
aunque no creo que la familia cingalesa hubiese resistido al Gow
Chrom así como a los defensores del Clan Quhele. Sin esperar más,
el viejo “Mudaliyar” (título que indica a un jefe) nos condujo a un
gran cobertizo, donde me dirigí a unas 4000 personas. Los misio-
neros habían hecho lo posible desde nuestra llegada para debilitar
la influencia que teníamos sobre los budistas, y al instante les di mi
opinión sobre el asunto. Verdaderamente, esos misioneros protes-
tantes son una verdadera peste; nunca tuvimos historias con los
católicos†.

* Se refiere a personajes de la novela The Fair Maid of Perth de Walter Scott, publi-
cada en 1828. (N. del E.)
† Tal vez porque eran muy pocos y no se sentían fuertes como los protestantes,
que estaban apoyados por las autoridades y población inglesa. (N. del T.)
116 H ojas de un viejo diario

No se conoce el lugar de origen de los mosquitos, pero si no


es el pansala Perera, en Panadura, podría serlo; había allí nubes de
ellos. El edificio, a todo lo largo, constaba de pequeñas alcobas que
daban a galerías que rodeaban la casa; ésta tenía al centro un vestí-
bulo. No había cuartos de baño, porque la casa estaba construida
para los bhikkhus, que se bañan fuera. Las ventanas no tenían cris-
tales, eran completamente de madera, y cuando las cerrábamos, las
habitaciones quedaban en una completa oscuridad. HPB ocupaba
uno de los cuartos que daban al sur; quiso bañarse, y como no
había otra solución, le hice arreglar una tina en su cuarto. Pero
como se hubiera encontrado a oscuras con las ventanas cerradas,
hice fijar una estera en el hueco de la ventana y ella comenzó su
aseo. Estábamos todos sentados al otro lado de la galería conver-
sando, cuando oí que me llamaba y corrí a ver lo que sucedía. Vi a
tres cingalesas que salían por debajo de la estera, mientras que la
vieja dama* insultaba con energía salvaje. Al oír mi voz, ella dijo
que estas criaturas desvergonzadas, para satisfacer su curiosidad,
se habían deslizado por debajo de la estera, y que al volver ella la
cabeza, las vio asomadas a la ventana observando tranquilamente
sus abluciones. Su indignación era tan trágica, que no podía menos
que reírme a carcajadas mientras hacía alejar a las curiosas. ¡Pobres!
no tenían ninguna malicia; era costumbre del país ocuparse de
las cosas de todo el mundo, ignorando la valla de la vida privada.
Esto es una muestra de lo que tuvimos que soportar durante todo
nuestro viaje por Ceilán.
A las 2 p. m. me dirigí a otra gran audiencia en el mismo lugar
donde se había celebrado el famoso “Debate de Pantura†”. Después
de mí, habló HPB, y Ferozshah (parsi) y Panachand (hindú) hicieron
algunos comentarios como representantes en nuestra Sociedad
de sus respectivas razas; testificando el espíritu ecléctico que nos
animó y suplicando una amplia tolerancia religiosa. Megittuwatte
presidió e hizo dos discursos elocuentes. Al día siguiente inicié
como Miembros a Megittuwatte, Srî Weligama, el erudito pali, sáns-
crito y Elu, y a Waskaduwe Subhuti. El Sr. J. R. De Silva ofició de
intérprete: el Mudaliyar Andrés Perera, su yerno y otros laicos se
unieron al otro día, y a las 4 p. m., salimos en tren para Colombo,
que nos recibió con un terrible aguacero. Nos condujeron a un espa-
cioso bungaló llamado Radcliffe House, en la Isla Slave, del otro lado

* Vieja dama, era el nombre que con frecuencia le daban los íntimos de HPB.
(N. del T.)
† Debate celebrado en Pantura, (actual Panadura, Srî Lanka), en 1873. Un sacer-
dote budista, y dos reverendos cristianos protestantes debatieron sobre budismo
y cristianismo. (N. del T.)
Entusiasmo popular 117

del bonito lago artificial. Nos aguardaba una numerosa asamblea,


en la cual estaban Sumangala y unos cincuenta monjes. Después
de cenar recibimos un discurso en pali del Sumo Sacerdote, hubo
discusiones, charlas ocasionales y luego a la cama.
El público nos asediaba más aún que en otras poblaciones, no
disponíamos ni de un momento para nosotros, y no había ni que
pensar en la privacidad. Los diarios estaban llenos de historias sobre
nosotros y los cristianos rabiaban. Me vi obligado a retirarme al
Colegio de Sumangala para preparar mi discurso del día siguiente, y
escribir en la biblioteca cerrando las puertas con llave. A la mañana
siguiente en el Colegio se llevó a cabo una importante conferencia
dada por Sumangala, Subhuti, Megittuwatte, y yo. Terminé mi
discurso sobre “Teosofía y Budismo*” y a las 8 p. m. lo pronuncié en
nuestra residencia, en donde el salón había sido convertido en una
sala de conferencias con lugar para 500 personas. Junto a cinga-
leses notables, estuvieron presentes el Inspector general europeo de
policía, el Secretario Colonial, editores de periódicos, etc.
El 5 de junio pronuncié otro en el templo de Megittuwatte, en
Kotahena, el más visitado por los pasajeros de los barcos a vapor que
tocan el puerto. Él y yo hablamos de pie, subidos arriba de una mesa
grande, colocada en el centro de la sala de predicación, para que la
multitud nos escuche mejor. La sala y el recinto estaban llenos de
personas apretadas como arenques en un barril, y el calor era de lo
más opresivo. El lugar estaba alegremente decorado con banderas y
telas de colores; un hermoso arco hecho con hojas de palma cortadas
en tiras y trabajadas en todo tipo de diseños bonitos sobre un marco
de madera de palma areca, se elevaba hacia afuera; y en la pared
sobre el púlpito regular se suspendía una réplica gigante en papel
dorado del logo de nuestra Sociedad. Diez candidatos se hicieron
Miembros esa misma noche. Al otro día, dos discursos, el primero
en Kotta, una aldea a unos 9 kilómetros de la ciudad, la antigua sede
de un poderoso Rey, donde hubo arcos triunfales e innumerables
banderas y abundante vegetación bordeando los caminos; y donde
el Sr. Tepannis Perera nos brindó un gran ágape en una amplia y
fresca galería. El otro discurso fue en el Colegio Widyodaya (el de
Sumangala), sobre el tema “El Nirvana; los Méritos y la Educación
de los Niños budistas”. Habían comenzado mis peticiones en esta
dirección en Galle, y durante todo el viaje hice todos los esfuerzos
posibles para hacer comprender al pueblo los riesgos que corrían
dejando que a sus hijos les inculcasen ideas contra su religión
ancestral los enemigos declarados de ésta, que no venían al país con

* Ver “Teosofía, Religión y Ciencia Oculta”. (Olcott)


118 H ojas de un viejo diario

otra intención más que esa. Es para mí una gran satisfacción saber
que mis esfuerzos no han sido vanos, y que el movimiento consi-
derable y coronado de éxito para fundar escuelas budistas, data de
ese importante viaje.
El siguiente día fue consagrado a la visita del templo de Kelanie,
uno de los más venerados de toda la isla, y donde la gran stûpa
(cono de ladrillos) descansa sobre auténticas reliquias del propio
Buda, y el inevitable discurso y la numerosa audiencia, ocuparon el
siguiente día; y en el que le siguió después —8 de junio— se orga-
nizó la S. T. de Colombo, con 27 Miembros al comenzar. Presenté a
la Rama mi plan para la creación de una Sección Budista, compuesta
de dos subdivisiones, una laica y otra religiosa, porque el Vinaya
prohíbe a los monjes que se mezclen con los laicos bajo un pie de
igualdad en los asuntos seculares. Todos aprobaron este proyecto,
que se realizó a su debido tiempo; Sumangala fue el Presidente de
la asociación de los monjes y al mismo tiempo fue nombrado como
uno de los Vicepresidentes Honorarios de la Sociedad.
El 9 salimos para Kandy en tren, llegamos como a las 7 p. m.,
después de cuatro horas y media de trayecto en tren, en uno de los
paisajes más pintorescos del mundo. La muchedumbre nos espe-
raba, conducida por una delegación de los jefes de Kandy —cuyo
rango feudal se asemejaba mucho en otros tiempos al de los Jefes
de las Tierras Altas— nos recibieron en la estación y nos acompa-
ñaron a nuestro alojamiento en una gran procesión con antorchas,
tam tams y trompetas nativas que nos reventaban los tímpanos. Nos
dieron dos discursos, el Comité de Jefes y una sociedad de budistas
conectados de alguna manera con el Templo del Sagrado Diente
de Buda, el Dalada Maligawa. Sumangala, vino, y se arregló que
yo debía hablar en este templo al día siguiente. Al otro día, por la
mañana, recibimos la visita de ceremonia de los Sumos Sacerdotes
de los templos de Asgiriya y de Malwatte; son los grandes bhikkhus
de la isla, algo así como Arzobispos de Canterbury. En tiempos
de los reyes Kandyotas, esos personajes eran funcionarios reales,
protectores del Templo del Diente, y tenían sitio preeminente en
todas las procesiones reales. Sumangala era inferior a ellos en rango,
pero inmensamente superior en la estima de la opinión pública
y capacidad. Fuimos al Templo a las 2 p. m., por mi conferencia,
pero la multitud que había acudido era tan compacta, que me costó
muchísimo llegar hasta mi mesa. Y el incesante movimiento de
los pies desnudos sobre el suelo, producía en las bóvedas un eco
tan fuerte, que no podía hacerme oír ni una palabra. Después de
algunos minutos de vanos esfuerzos, nos trasladamos fuera, a la
pradera. Nuestro grupo subió con Sumangala a un ancho muro y
Entusiasmo popular 119

pusieron allí sillas para él y para HPB; hablé bajo las ramas colgantes
de un árbol del pan*, que sirvieron para dar condiciones acústicas
al sitio. La enorme concurrencia se sentó o quedó de pie en la
pradera, en forma de hemiciclo, y pude hacerme oír bastante bien.
Mientras se aguardaba nuestra llegada a la población, los misioneros
habían difundido contra nosotros toda suerte de calumnias, y en la
víspera predicaron violentamente contra el budismo en las calles de
Kandy. Los tímidos cingaleses no habían osado responderles porque
eran hombres blancos, pero vinieron a quejarse a nosotros. Así que
apenas comencé mi discurso, mencioné esos hechos, y sacando mi
reloj, dije que concedía cinco minutos para que cualquier Obispo,
Archidiácono, Sacerdote o Diácono, de la iglesia que fuese, se
presentara y probase que el budismo era una religión falsa; y que,
si no se presentaban, los cingaleses tendrían entero derecho para
tratarlos como lo merecían. Me habían indicado a cinco misioneros
entre la concurrencia, pero permanecí los cinco minutos con el
reloj en la mano sin que nadie chistase. La secuencia de Panadura,
arriba mencionada, también está conectada con este episodio.
Tenía que pronunciar al otro día un discurso en el salón del
Municipio sobre “La vida de Buda y sus enseñanzas”, y trabajé como
un desdichado para terminar de escribirlo, en medio de circuns-
tancias desesperantes. HPB me volvió medio loco haciéndome bajar
una docena de veces, bien para ver personas que no me interesaban
nada, bien para integrar grupos ante obstinados fotógrafos. En fin,
por último, todo se terminó, y di mi conferencia ante una nume-
rosa concurrencia que llenaba el salón y sus entradas. La mayor
parte de los influyentes Funcionarios del gobierno estaban allí, y
los aplausos constantes nos hicieron pensar que había sido un éxito.
Esa noche fueron admitidos dieciocho Miembros nuevos.
El día 12, me reuní con un consejo de Jefes y Sacerdotes Jefes de
Kandyan, para discutir el estado de la Iglesia, los planes que presenté
fueron adoptados después de mucho debate. A las 3 p. m. hablé
nuevamente fuera del Dalada Maligawa a unas 5000 personas. Al día
siguiente fuimos a Gompola por invitación de un entusiasta budista,
el Mohandiram ( Jefe) del lugar, un hombre mayor. La multitud en la
estación del ferrocarril sacó los caballos del vagón en el que íbamos
con HPB, y, atando cuerdas, lo arrastraron hasta la casa preparada
para nosotros; a lo largo de la procesión hubo música y pancartas
que nos acompañaban, haciendo que el camino sea animado con sus
incesantes gritos de alegría. Al regresar a Kandy, organizamos esa
noche la S. T. de Kandy con diecisiete Miembros, y el día terminó

*  Árbol del pan (bread-fruit tree), árbol típico de las regiones tropicales. (N. del T)
120 H ojas de un viejo diario

con un refrigerio frío proporcionado por los delegados de Galle


que nos acompañaban y uno de los admiradores más entusiastas de
HPB, el Sr. S. Perera Dharmagunavardene, Aratchi ( Jefe) de Colombo.
A las nueve de la mañana del siguiente día, se nos hizo el inusual
honor de mostrarnos la Reliquia del Diente del Buda. Está conser-
vado en una torre separada del templo, detrás de una pesada puerta
forrada de hierro, y cerrada por cuatro grandes cerraduras, cuyas
llaves se hallan bajo la custodia de los Sumos Sacerdotes de Asgiriya
y Malwatte, del Agente del Gobierno y del Devalinami, un funcio-
nario especial que ha sobrevivido al gobierno Kandyota que lo creó.
La reliquia, del tamaño de un diente de caimán, está sostenida por
una varilla de oro, que sale de un loto del mismo metal, y el tiempo
lo ha decolorado considerablemente. Si fuese auténtica, tendría
veinticinco siglos. Cuando no está siendo exhibida, se encuentra
envuelta en una hoja de oro puro y encerrada en una caja dorada,
del tamaño justo para ella, y exteriormente cubierta de esmeraldas,
diamantes y rubíes. Esta caja está colocada en un pequeño karandua
o fanal dorado, incrustado de piedras preciosas, que a su vez está
encerrado en otro mayor, pero de la misma clase, después en un
tercero, en un cuarto, y finalmente, este último reposa en uno más
grande, formado de gruesas planchas de plata, de 1,63 metros de
altura, y 3 metros de circunferencia. Cuando se expone la reliquia,
la colocan sobre un estrado con sus siete ricas envolturas y esta-
tuillas del Buda hechas de cristal de roca y de oro, así como otros
objetos preciosos. Del techo cuelgan piedras preciosas y joyas, entre
otras, un pájaro suspendido de una cadena dorada, compuesto ente-
ramente de diamantes, rubíes, zafiros, esmeraldas y ojos de gato
montadas en oro, pero tan juntos entre sí, que no se ve el armazón
de metal. El santuario es una pequeña salita en el segundo piso
de la torre, sin ventana ni abertura alguna al exterior; el aire está
cargado del perfume de flores y especies, y las luces se reflejan
sobre las gemas. El marco de la puerta es de ébano incrustado de
marfil, y las hojas de la misma son de cobre. Delante del estrado,
una mesa cuadrada corriente, sirve para depositar las ofrendas de
valor y las flores*. Inútil es decir que estábamos medio aplastados
por la multitud de notables que se habían deslizado detrás de noso-
tros, y que no sentíamos más que un deseo: hallar de nuevo un
poco de aire lo más pronto posible. Creo que la reliquia no había
sido expuesta después de la visita del Príncipe de Gales, de suerte

* Para un informe completo de la reliquia y su maravillosa historia, así como del


Templo y sus contenidos, ver Memoir of the Tooth Relic of Ceylon del Dr. Gerson Da
Cunha. Londres, Thacker & Co., 1870. (Olcott)
Entusiasmo popular 121

que era el mayor honor que se nos hubiera podido hacer. En cuanto
llegamos a casa, los cingaleses cultos se apresuraron a solicitar la
opinión de HPB acerca de la autenticidad de la reliquia, si era o no
un diente del Buda. Bonita pregunta de género espinoso. Ahora, si
vamos a creer lo que dicen los historiadores portugueses, Ribeiro y
Rodrigues de Sá e Menezes, el verdadero diente, después de román-
ticas vicisitudes, cayó en manos de los Inquisidores de Goa, quienes
prohibieron al Virrey Constantino de Braganza que aceptara una
suma fabulosa, no menos que 400 000 cruzados —un cruzado valía
2 chelines y 9 peniques— que el Rey de Pegu ofrecía por su rescate.
Ordenaron que fuese destruida. Y el Arzobispo, en su presencia y
ante los grandes oficiales del Estado, la pulverizó en un mortero,
arrojó el polvo en un brasero que para ello encendieron, y cenizas y
carbones fueron dispersados sobre el río a la vista de una multitud
“que se agolpaba en las galerías y ventanas que daban sobre el agua”.
El Dr. Da Cunha —católico portugués— se muestra sarcástico en
sus comentarios sobre este acto de vandalismo. Él dice:

Fácilmente se puede imaginar el efecto producido sobre el pueblo


que llenaba las calles, por esta asamblea del Virrey, prelados y
notables de la antigua ciudad de Goa, reunidos para ver pulve-
rizar un trozo de hueso en un mortero, y la desesperación de la
pobre Embajada del Pegu, viendo destruir la reliquia de su santo;
y la feroz alegría de los severos inquisidores contemplando la
dispersión de las cenizas del dalava sobre las sagradas aguas del
Gomati, y finalmente, la gloria que aquel acto daba a Dios, al honor
y prestigio del cristianismo y a la salvación de las almas. He ahí el
punto en que los extremos se tocan: la incineración de un diente
para la mayor gloria del Altísimo, es el punto de contacto entre lo
sublime y lo ridículo.

He dicho que la reliquia de Kandy es aproximadamente del tamaño


de un diente de caimán, pero no se asemeja a ninguna clase de
diente, animal o humano. Tiene unos 5 cm de largo y 2 cm de
ancho en la base; es ligeramente curva y redondeada en la extre-
midad. Algunos budistas dicen que es porque en tiempos del Buda
los “hombres eran gigantes, y, por lo tanto, los dientes tenían
que ser proporcionados a la estatura”. Lo cual, naturalmente, es
absurdo; la historia de los arios no apoya esta idea. Por otra parte,
se cuenta que el diente actual fue fabricado de un trozo de cuerno
de ciervo, por orden del rey Vikrama Bahu, en 1566, para reem-
plazar al original, quemado por los portugueses en 1560. Otros
creen que ese diente es verdaderamente una copia, que el verda-
122 H ojas de un viejo diario

dero diente está escondido en lugar seguro, y que los sacrílegos


portugueses no quemaron sino una reproducción. Por cierto,
que las leyendas sobre el Dalada son innumerables, y remito a
mis lectores al curioso folleto del Dr. Da Cunha y al del Sir M.
Coomaraswami, en gran parte basado sobre el anterior, también en
las Actas de la Real Sociedad Asiática, y la obra de Tennent sobre
Ceilán, y otras fuentes. Una de las leyendas más poéticas que han
nacido a propósito de la Reliquia del Diente, cuenta que, habiendo
sido arrojado en un horno ardiente por un Emperador indo incré-
dulo, “una flor de loto, ancha como una rueda de carro, se elevó
por encima de las llamas, y el diente sagrado, lanzando rayos que
subieron hasta el cielo e iluminaron el universo, se posó sobre la
flor”. Algunos suponen que esto explica el significado esotérico de
la fórmula tibetana, “Om Mani padme Hum”. Para más historias, ver
el Dhâtuvansa, antigua obra cingalesa sobre la historia del Diente. El
Padre Francisco de Souza en su Oriente Conquistado, de la creencia
popular: “en el momento en que el Arzobispo colocó el diente en
el mortero para pulverizarlo, atravesó el fondo y fue derecho a
Kandy para posarse sobre una flor de loto”. Tal vez nosotros no
podamos seguirlos hasta ahí, pero no podemos negar que los cinga-
leses hallan un gran consuelo, considerando al Diente de Kandy
como una reliquia auténtica del más sublime de los hombres, y no
perderemos nada recordando que

“En la Fe y la Esperanza el mundo discrepará,


Pero toda la preocupación de la humanidad es la caridad” *

Seguramente fue esta reflexión la que hizo que HPB respondiese


alegremente a sus interrogadores: “Por supuesto, es su diente: ¡uno
que tenía cuando nació tigre!”
Después de nuestra visita al Dalada Maligawa, tuvimos un
encuentro final en la Rama local de la S. T. y a las 2 p. m. tomamos
el tren para Colombo.

* Cita a Alexander Pope. (N. del E.)


CAPÍTULO XII
Fin de la gira
1880

P
ASÉ la mañana escribiendo una conferencia sobre “Las
Ciencias Ocultas” que se programó para la tarde siguiente a
las 5:30 de la tarde. Se dio bajo una gran carpa de circo a un
público numeroso. Era una vista impresionante: esa multitud de
orientales que llenaban cada centímetro de espacio disponible en el
óvalo bajo la carpa. Nuestro grupo se sentó adelante, de modo que
nos dio a nosotros y a la gente una buena oportunidad de vernos.
Como el arduo trabajo incesante de la gira me había agotado,
se celebró una conferencia en mi habitación con Sumangala,
Megittuwatte, Bulatgama y otros Sacerdotes Jefes, sobre asuntos
budistas; por la tarde, se realizó la organización permanente de la
S. T. de Colombo, y los Miembros suscribieron la suma de ₹ 1050
hacia los gastos de la Rama.
El día siguiente fue muy ocupado: a las 8:30 a. m., el fotógrafo
insaciable; a las 9:30 a. m., desayuno; a la 1:30 p. m., una reunión en
el Colegio Widyodaya para la admisión de sacerdotes, Sumangala
Bulatgama y otros que ingresaron a la Sociedad en ese momento;
a las 4 p. m., una conferencia en un templo, que consiguió diez
nuevos Miembros para la S. T.; luego otra sesión de los fotógrafos,
Sumangala, Bulatgama, Megittuwatte, Hyeyentadûwe —Subdirector
de la Universidad— Amaramoli, un monje bien educado, amable y
excelente, y yo mismo siendo llevado en un grupo. Del grupo, tres
ya han fallecido — Megittuwatte, Bulatgama y Amaramoli— por lo

que la imagen es histórica e interesante para el pueblo cingalés. A las


7:30 p. m. (sin haber tenido un momento para las comidas) mantuve
124 H ojas de un viejo diario

una reunión en nuestros cuartos y admití a doce nuevos Miembros.


Finalmente, a las 9 p. m., todavía sin cenar, organizamos la S. T. de
Lanka, una Rama no budista, compuesta por Librepensadores y
aficionados a la investigación oculta. El acto de clausura del día fue
escuchar y responder a un discurso de la comunidad budista de
Colombo. Y al final de todo: ¡cena y a la cama!
La siguiente mañana, salimos en tren desde Colombo, rumbo a
Morotuwa acompañados hasta la estación por numerosos amigos.
Una dama budista, la Sra. Andrew Perera dio a HPB un medallón
esmaltado en oro, y el Sumo Sacerdote nos dio, a Damodar y a
mí, algo más preciado todavía, una bendición. Con algunos monjes,
recitó el Pirit —versos para bendecir— y todos pusieron sus manos
sobre nuestros pechos. Como HPB era (aparentemente) mujer, aque-
llos monjes célibes no podían tocarla. Ella bromeó mucho sobre
esto durante todo el viaje; y en Galle, después de su conversión al
budismo, se burlaba sin piedad del venerable Bulatgama —a quien
llamaba su Padre en Dios*— invitándole a fumar, y alcanzándole
sobre un abanico un cigarrillo hecho por ella misma, para que él no
se contaminase tocándola; ¡se reía y hacía compartir su alegría al
viejo monje!
En las últimas veinticuatro horas que pasamos en Colombo,
recibimos no menos de once invitaciones para visitar diferentes
lugares; en una palabra: toda la isla hubiera deseado tenernos si el
tiempo lo permitiese. En Morotuwa, el Comité de Recepción nos
llevó en carruajes desde la estación hasta Horitadûwe, donde desa-
yunamos, y a las 3 p. m. la multitud se había reunido para la confe-
rencia. Pero estaba enfermo debido al regreso de una vieja disentería
del ejército, y no pude hacer más que decir unas pocas palabras, y
Wimbridge se vio obligado a ser mi sustituto. Para dar una idea
de la angustia mental que un principiante tiene que atravesar, en
estos países orientales, al ser interpretado en una lengua vernácula
y del saber que la gente no está teniendo una idea adecuada de
lo que uno está diciendo, recuerdo un incidente de esta ocasión.
Wimbridge, para ilustrar algún tema, dijo: “Ahora tomemos un
caso”. Descubrimos, más tarde, que su intérprete lo había traducido
como “¡Ahora tomemos una caja!” Me ocurrió una vez, en Japón,
que después de dar una conferencia en la Universidad Imperial
de Tokio, me dolió profundamente enterarme por medio de dos
amigos ingleses presentes que sabían japonés que mi intérprete
¡había convertido mi inocente discurso sobre Educación en uno

*  En inglés, Father in God, quizás un juego de palabras con father-in-law, suegro.


(N. del T.)
Fin de la gira 125

cuasipolítico, incorporando puntos de vista que podrían ofender al


gobierno! Afortunadamente, estos dos caballeros tenían la suficiente
influencia personal para arreglar las cosas, al informar al ministro
de Educación mis verdaderas palabras. Muchas de esas experien-
cias me han vuelto, al final, notablemente insensible al punto que
ahora no me afecta en absoluto cuando mis discursos públicos son
tergiversados. Pienso que, aún cuando me dirijo a un público que
no sabe inglés, algunos de mi audiencia habrán entendido lo que
realmente dije.
Después de la conferencia, fuimos a Panadura y volvimos a
instalarnos en nuestros cuartos poseídos por los mosquitos en el
hospitalario y viejo Pansala del Mudaliyar. Un baño delicioso en la
madrugada nos refrescó para la conferencia a las 2 p. m., en la dhar-
masala circular del Mudaliyar. Unas pocas horas después, recibí un
desafío del director de la Escuela de la Misión SPG, en nombre del
grupo cristiano, ¡para discutir la religión cristiana! La carta aludía a
mi desafío de los Cinco Minutos en Kandy y estaba redactada con un
tono bastante ofensivo. Nuestro programa estaba, como era natural,
fijado de antemano, y todas las horas se hallaban ocupadas; además,
estábamos obligados a encontrarnos en Galle en una fecha fija para
embarcarnos. Todo el mundo sabía esto y el reto no era más que una
trampa, porque el grupo cristiano creía que el debate sería decli-
nado, y en ese caso, después de nuestra partida, podrían atribuirnos
los motivos que quisieran, por habernos rehusado. Quise despreciar
el desafío, pero HPB se opuso y dijo que era menester aceptarlo por
la razón antes dicha. Wimbridge fue de la misma opinión, y acepté
con ciertas condiciones. Primero, el debate tendría lugar dentro de
los tres días siguientes; segundo, mi adversario debería ser un sacer-
dote ordenado de una secta ortodoxa, alguien de categoría entre los
cristianos locales, y que ellos reconocieran como un representante
respetable de su fe. En seguida telegrafié para desprendernos de
compromisos, a fin de podernos quedar en Panadura hasta terminar
este asunto. Tenía razones para imponer la segunda condición, fue
que en Colombo habíamos encontrado uno de esos irritantes papa-
gayos religiosos, de ingenio retorcido, y cuya locuacidad hace impo-
sible cualquier relación con ellos; son alimentadores de obsesiones,
verdaderos tormentos sociales; y pensaba que ese sería mi adver-
sario. No había provecho ni honor para el budismo ganando un
debate con tal hombre; si le reducía al silencio, el grupo cristiano
le repudiaría, y si él ganaba, los budistas quedarían cubiertos de
vergüenza al ver a su defensor vencido por un individuo que no
era respetado por ninguna facción, y que no estaba ordenado sacer-
dote, y cuyas opiniones religiosas no tenían nada de ortodoxas. En
126 H ojas de un viejo diario

Colombo este hombre nos había agobiado con la ruidosa exposición


de sus ideas; había fundado —en el papel— una sociedad llamada
Christo-Brahmo Samaj, y me había enviado un impreso donde se
exponían los principios de la nueva sociedad, que eran fantásticos y
heterodoxos; sólo daré de ellos un ejemplo: declaraba que el Espíritu
Santo debía ser femenino, porque de no ser así, el Cielo sería como
un hogar solo de hombres, un Padre, un Hijo, ¡y ninguna Mujer!
Hubo que intercambiar numerosas notas después de la acepta-
ción del desafío; nosotros, tratando siempre de poner las cosas en
un pie justo y razonable, nuestros adversarios recurriendo a tretas
y subterfugios para colocarnos en una falsa posición, de la cual
esperaban sacar provecho. Nuestros amigos nos tenían informados
de todo lo que se tramaba, incluso de las discusiones secretas (oídas
por quien lo deseare de ambos grupos, dada la construcción de las
casas de Ceilán) que tenían lugar entre el maestro de escuela y los
líderes cristianos locales. Pidieron a todos los protestantes honora-
bles ordenados, desde el señor Obispo hasta el último, para que me
confrontaran, pero todos rehusaron, y los abogados cristianos de la
Suprema Corte siguieron su ejemplo. El maestro de escuela —me
dijeron— tuvo que oír algunas cosas fuertes por haber metido en
camisa de once varas a todo el grupo cristiano. Finalmente, como lo
había ya previsto, se pusieron secretamente de acuerdo con el indi-
viduo que ya mencioné antes, para que se presentara como anta-
gonista mío. Confirmada la noticia por fuente segura, consulté a
Sumangala y a los seis Supremos Sacerdotes que se hallaban con él
en representación de toda la corporación de los bhikkhus de Ceilán,
y que debían apoyarme con su presencia, para saber lo que tenía
que hacer. La víspera del día señalado para la discusión, HPB y
Wimbridge fueron como Comisión llevando mi ultimátum —nues-
tros adversarios trataban siempre de esquivar pruebas, evitando
siempre escribir sobre las condiciones del debate. Dije que pura
y simplemente rehusaba seguir adelante sin fijar previamente las
condiciones.
La reunión en sí, fue un episodio emocionante. Se efectuó a
las 2 p. m., en la escuela de la SPG, un edificio bien aireado, de
techo alto, bien ventilado, rectangular, con dos puertas enfrente
una de otra, al centro del edificio. La mitad de la derecha era para
los cristianos, y la de la izquierda para los budistas. Dos sencillas
mesas nos esperaban a mi adversario y a mí. El Fundador de la
Christo-Brahmo Samaj se hallaba a un lado con una gran Biblia
delante. La sala estaba llena, y los alrededores también. Se hizo
un profundo silencio cuando HPB entró conmigo y con nuestro
grupo. Saludé a los dos grupos y me senté sin mirar siquiera a mi
Fin de la gira 127

antagonista. Viendo que me dejaban toda iniciativa, me levanté y


dije que, en semejantes casos, era costumbre en los pueblos occi-
dentales, elegir un Presidente investido de plenos poderes sobre los
oradores, que observa el tiempo empleado por ellos y las expre-
siones usadas, y pronuncia una recapitulación de la sesión al clau-
surarla. El grupo budista, no deseando más que la justicia, quería
dejar al grupo cristiano que nombrase al Presidente: siempre que
este fuese un hombre reconocido por su inteligencia, su reputación
y su justicia. Por lo tanto, les rogué que propusieran una persona
conveniente. Los dirigentes consultaron entre ellos largo tiempo, y
al final nominaron al hombre de criterio más estrecho y más lleno
de prejuicios de toda la isla, el más inaceptable para los budistas.
Le recusamos y les pedimos que votasen de nuevo. Lo hicieron con
igual resultado y aún una tercera vez. Entonces declaré: que, puesto
que evidentemente no tenían intención de mantener sus promesas
nombrando a un Presidente apropiado, nombraría por los budistas a
un hombre que no era budista, sino cristiano y, sin embargo, sobre
la equidad del cual podíamos contar. Propuse a un Inspector de
Escuelas muy conocido. Pero no era la clase de Presidente que ellos
querían, lo rechazaron y volvieron a insistir en su primera desig-
nación. Esta farsa continuó durante una hora y media. Apoyado
por Sumangala, les advertí a los cristianos que, si dentro de diez
minutos no se habían puesto de acuerdo sobre un Presidente conve-
niente, abandonaríamos el salón. Igual resultado; expirado el plazo,
me levanté y leí algunas notas que de antemano había preparado,
previendo algo parecido. Después de recapitular los hechos, inclu-
yendo las condiciones de aceptación del desafío, señalé los obstá-
culos que nos oponían, y la injuria deliberada de ponerme enfrente
como adversario a un hombre que no había recibido las órdenes,
que ellos mismos no reconocían como ortodoxo, cuya derrota no
tendría consecuencia, y del que habían echado mano como pis-aller
[último recurso], después de haber tratado en vano de hallar un
mejor oponente. Entonces, como era evidente que no conocían los
verdaderos sentimientos religiosos de su defensor, porque según
entendía, el ya mencionado prospecto era reciente, mostré el valioso
documento y leí los pasajes relativos a la Trinidad. Su consternación
pareció grande, y se manifestó por un profundo silencio, durante
el cual nuestro grupo se levantó y dejó la escuela, precedido por
los siete sacerdotes y seguido por una multitud entusiasta. Nunca
había visto a los cingaleses tan demostrativos; no quisieron dejarnos
subir al coche, y tuvimos que regresar a pie, apretados por una masa
humana tan densa, que ahora ya sé en qué consiste formar el centro
de un fardo de algodón. Gritaban, disparaban tiros de fusil, hacían
128 H ojas de un viejo diario

chasquear látigos enormes; costumbre cingalesa importada de India


desde hace siglos; agitaban banderas, cantaban, y —lo que es encan-
tador— arrojaban al aire vasijas de cobre bruñido —ollas de agua—
cada una contenía piedras, el sol se reflejaba en el metal pulido
y las piedras producían un sonido muy agradable. Fue así como
nos condujeron a nuestra casa, o, mejor dicho, a un gran cober-
tizo contiguo a ella, donde tuvimos que hacernos ver, así como los
Sacerdotes Jefes, y pronunciar algunas palabras apropiadas. Todo el
mundo estaba contento, cambiando las más calurosas felicitaciones,
y era idea general que los cristianos protestantes se habían infligido
a sí mismos el golpe más sensible que recibieran desde su llegada a
la isla. Ya lo dije anteriormente: los católicos no nos molestaban. En
efecto, tengo aquí un recorte de nuestro Libro de Recortes, sacado
del Ceylon Catholic Messenger del 20 de mayo del 1881, del cual se
toma el siguiente extracto:

Los Teósofos no pueden ser peores en todo caso que los misio-
neros Sectarios, y si el coronel  Olcott puede persuadir a los
budistas, como se esfuerza, para que establezcan escuelas
propias, nos hará un servicio. Porque si los budistas tuviesen sus
escuelas confesionales como nosotros tenemos las nuestras, eso
pondría fin a la falta de honradez de los misioneros Sectarios que
obtienen dinero del gobierno para hacer proselitismo bajo pretexto
de subvenciones para educación. Si bien nosotros nos intere-
samos particularmente en la educación de nuestros correligiona-
rios, sin embargo, no es interés ni deseo nuestro como católicos
que la educación no sea universal.

No pondremos ningún punto de interrogación a la última frase, en


vista de la amable neutralidad indicada en ese párrafo.
En cuanto al desdichado defensor “cristiano”, se apresuraron a
encerrarlo en un cuarto reservado de la estación, hasta la llegada del
primer tren para Colombo, porque se temían las represalias de sus
supuestos correligionarios.
En la mañana siguiente llegamos a Bentota vía Kalutara. El viaje
fue delicioso, tanto en tren a lo largo de la playa, donde la vía bordea
casi la rompiente de las olas, como por carretera a través de los
continuos bosques de palmeras, que me recordaban el callejón de
palmeras a través de la casa en Chatsworth; salvo que allí era poca
la cantidad, mientras que aquí eran unas decenas de kilómetros.
Nuestra recepción en Bentota fue principesca. Hubo una procesión
de unos 1600 metros de largo; al menos 16 kilómetros de decora-
ciones a lo largo de las carreteras y callejuelas, más catorce arcos
Fin de la gira 129

triunfales en puntos importantes, hechos con palmas de la variedad


olla (hojas verdes de la palma de coco partidas y colgadas en líneas,
sostenidas por postes). Di una conferencia desde un gran pabellón
o plataforma decorada, desde la cual teníamos una buena vista del
conjunto y de las decoraciones. Pasamos la noche en la casa de
descanso, o bungaló de los viajeros, un asunto del gobierno, cuyo
contratista gerente era un cálido budista y se esforzó por hacernos
sentir cómodos. Todos estuvimos de acuerdo en que nunca habíamos
visto una casa tan encantadora en los trópicos. Los altos techos, los
pisos de baldozas rojas, las paredes de laterita, gruesas y frescas, una
amplia terraza en la parte trasera justo sobre la costa rocosa del mar,
las habitaciones de al menos 25 metros cuadrados, la brisa marina
que las atraviesa durante la noche y el día, un lugar de baño en la
playa, abundancia de flores, una buena mesa y un casero simpático;
no teníamos nada que reclamar. HPB declaró que le gustaría pasar
un año entero allí.
Veintitrés nombres de aspirantes a la membresía nos fueron
entregados ese día, y en la noche formamos la S. T. de Bentota:
que, por cierto, apenas ha hecho algo desde entonces hasta hoy.
Ciertamente, nada por la vía de la Teosofía, aunque se ha brindado
alguna ayuda a la causa de la Educación. Esto no ha sido por falta
de buenos sentimientos, sino solo por su semianalfabetismo. Siete
sacerdotes, que me envió Potuwila para ese propósito, fueron acep-
tados como Miembros.
Después de un baño temprano en el mar, nos fuimos para Galle
en un coche especial enviado por el comité para nosotros, llegamos
allí a las 5 p. m. después de un viaje de lo más agradable. Ferozshah
y yo estuvimos acostados los siguientes dos días, y no pude hacer
aparición pública. En la tarde del 25 de junio, en una reunión de la
S. T. de Galle, el Sr. Simon Perera fue elegido Presidente.
El 26 fuimos a Matara, nuestro punto más sureño, llegamos allí a
las 2 de la tarde. A unos 6 kilómetros de la ciudad, fuimos acogidos
por una procesión que me dijeron tener 1600 metros de largo, y a la
cabeza iba el Jefe local, quien se hizo cargo de nosotros. Las caracte-
rísticas más curiosas y llamativas de una antigua perahéra (procesión)
cingalesa fueron incluidas en la función, y tenía para nosotros el
atractivo de la novedad pintoresca. Se veían bailarines del sable con
sus típicos trajes, hechiceros, nautchnis con la cara pintada de ocre,
un templo giratorio montado sobre una espiga —una carreta de
títeres— porque es preciso recordar que todos los fantoccini [mario-
netas] son de origen oriental y forman parte de casi todas las fiestas
en India, Birmania y Ceilán. En las manos de los hombres y de
los muchachos se agitaban banderas y pendones en forma de cola
130 H ojas de un viejo diario

de golondrina. Música, tam tams, cantos compuestos en nuestro


honor y como en Bentota, decoraciones hechas con hojas de palma
olla a lo largo de los caminos por una extensión de 16 kilómetros.
Se puede imaginar qué muchedumbre era atraída a mi conferencia
por semejantes demostraciones. Hablé en un palmeral a orillas
del mar, de pie en la escalinata de una galería, y la concurrencia
se sentó en el suelo. Mi intérprete de ese día me puso a prueba.
Comenzó por pedirme que hablase muy lentamente “porque no
entendía muy bien el inglés”. En seguida se me colocó enfrente
y me miraba a la boca como si hubiese leído a Homero y hubiera
querido ver qué palabras “se escaparían a través de las barreras de
mis dientes”. Estaba en cuclillas, sosteniendo sus rodillas entre las
manos cruzadas. Hablé improvisadamente, sin notas, controlando
dificultosamente mi compostura al estar obligado a ver la intensa
ansiedad reflejada en su semblante. Cuando no había comprendido
alguna frase me pedía: “¿Puede repetir eso, por favor?” Había que
ser elocuente contra viento y marea. No obstante, salimos del paso
y mis buenos oyentes estaban llenos de paciencia y de buen humor.
Nuestros cuartos estaban en una espaciosa casa de dos pisos, que
había sido profusamente decorada con banderas, cocos verdes, hojas
de palmeras y flores, dando una apariencia alegre. Desayunamos a
la mañana siguiente con la Sra. Cecilia Dias Illangakoon, una rica
dama budista de santa religiosidad, cuya amabilidad hacia mí solo
cesó cuando falleció, algunos años después. Fue ella quien sumi-
nistró el dinero para la publicación de las primeras ediciones, de
mi libro “Catecismo Budista”, en cingalés e inglés, y quien preparó,
a un costo de casi ₹ 3000, el espléndido conjunto de Tripitakas que
adorna la Biblioteca Adyar. Después del desayuno, ella y su yerno,
el Sr. E. R. Gooneratne, de Galle, el funcionario nativo más influ-
yente del sur de Ceilán y el representante local de la Sociedad de
Texto Pali del profesor Rhys Davids, fueron admitidos en la S. T., en
presencia de Potuwila, Wimbridge, Padshah y Damodar.
A las 4 p. m. di una conferencia ante 2500 personas en el
complejo de esta casa, una plataforma decorada se había construido
en la puerta para que me ubicase allí, y la habitación a mi espalda
contenía setenta sacerdotes de las sectas Siam y Amarapura, las
únicas en la isla; no son sectas exactamente en el sentido estricto
de la palabra, ya que no hay diferencia de dogma entre ellos: la
palabra solo significa que un grupo de ellos recibió su ordenación
(upasampada) de Siam, y el otro de Birmania. Más adelante, daré
alguna explicación sobre este punto; muy necesaria ya que HPB
misma parecía no comprender de manera justa que tal era el caso,
Fin de la gira 131

y a menudo escribía sobre ellos como si fueran cuerpos teológicos


bastante diferentes.
El 28 de junio fue un día muy ocupado. Todo comenzaba a inter-
valos, tuvimos como visita una sala llena de sacerdotes, encabezada
por el Sumo Sacerdote de la “secta” de Siam para el sur de Ceilán.
Me leyeron dos discursos en pali, él y un joven sacerdote de gran
influencia personal en esta provincia. A las 7 p. m., los dos arriba
mencionados más cinco monjes y nueve laicos entraron en la S. T.;
se celebró una reunión y la S. T. de Matara debidamente organizada,
con treinta y dos de los treinta y cinco Miembros locales presentes.
La medianoche nos encontró trabajando, al final nos acostamos
completamente cansados.
Fuimos a Weligama a la mañana siguiente y pasamos por expe-
riencias similares como anteriormente: procesiones, música, deco-
raciones de la aldea, feux de joie [fogatas], látigos, banderas, bande-
rines, himnos de bienvenida y hurras. Nos instalaron en la casa de
descanso junto a la orilla del mar, un lugar tan encantador que el
Prof. Hæckel, un visitante posterior, dejó un recuerdo entusiasta
de su visita en el Registro de Visitantes, que copié y guardé en
algún lugar. Ceilán es realmente un Paraíso de bellezas naturales
para alguien que puede apreciarlas, y no me sorprende la renuencia
que los cingaleses han demostrado en aventurarse a tierras extran-
jeras, incluso con fines de lucro. Después del refrigerio, di una
conferencia desde una mesa colocada en un palmeral de cocos,
después de lo cual la multitud rodeó nuestra casa tan densamente
que casi todos nos enfermamos. HPB y yo ciertamente fuimos enve-
nenados por estas emanaciones. Salimos del lugar a las 4 p. m., y
a las 6 p. m. llegamos a Galle solo en condiciones de ir a nuestras
habitaciones, que habíamos pedido y reservado, a pesar de todos
los inconvenientes. Mi enfermedad continuó todo el día siguiente;
sin embargo, en la segunda mañana fui con el Sr. S. Perera y sus
hermanos a visitar su templo particular, es decir, un templo que
han construido con su dinero, para un sacerdote más estricto y más
ascético que la mayor parte de los de su Orden. Después, dos o tres
días de reposo relativo me permitieron preparar un discurso que
deseaba pronunciar ante una Convención, que convoqué, de las dos
sectas, para tratar de reconciliarlas un poco e interesarlas por igual
en nuestro movimiento a favor del budismo. Dicha Convención se
reunió a la 1 p. m., en un salón bien aireado, ubicado en el piso
superior de un edificio situado en la playa del puerto y que perte-
necía al Sr. S. Perera. Algo preliminar y necesario fue un almuerzo
servido a los treinta delegados, quince de cada secta. Para evitar toda
132 H ojas de un viejo diario

complicación, coloqué a los dos grupos en dos salas contiguas que


se comunicaban por medio de amplias puertas abiertas. Los monjes
se lavaron los pies, después las manos y la cara, se enjuagaron la
boca, y en seguida tomaron asiento en pequeñas esteras, colocán-
dose los antiguos a la cabeza de la fila, y todos con su marmita de
cobre delante. Los huéspedes, laicos, trajeron enormes fuentes de
arroz bien cocido, curri, frutas, leche y otras cosas de la cocina
que estaba fuera, y pusieron en cada marmita una amplia porción
de alimento sólido. Al ir de la cocina al salón, dejaban que una
multitud de pobres tocasen las fuentes murmurando una fórmula
de bendición, porque es creencia corriente que quienes tocan así las
limosnas, adquieren una parte del mérito que existe en alimentar
a los monjes. En cuanto a nosotros, nos sirvieron en otra parte de
la casa. Cuando se terminó la comida, me coloqué en la puerta de
comunicación de ambas salas, declaré abierta la sesión y pronuncié
mi Discurso, que se iba traduciendo. En seguida leí mi Decreto
Ejecutivo de fundación de la Sección Budista. Varios sacerdotes
hicieron algunas observaciones, y una comisión mixta de las dos
sectas, cinco de cada una, con Sumangala como Presidente, fue
elegida para ejecutar mi proyecto; después se levantó la sesión sine
die [sin fecha establecida]. Era una verdadera novedad, porque las
dos sectas jamás habían participado en común de ningún asunto;
y eso no hubiera sucedido de no ser nosotros extranjeros, sin rela-
ción con ninguno de los dos grupos, y sin hallarnos en mayor
intimidad con uno de ellos que con el otro. Nosotros represen-
tábamos al budismo integral y los intereses budistas en general, y
ninguno de los dos grupos osaba quedar apartado, aun cuando lo
hubiese deseado, por temor a la opinión pública. Debo decir que
han transcurrido diecinueve años y que nunca he podido quejarme
de ninguna disminución de buena voluntad por parte de alguna de
las dos sectas. Todo lo contrario, han dado mil pruebas de su deseo
de ayudar, en la medida en que la natural inercia de su tempera-
mento se lo permite, a ese gran movimiento de renacimiento del
budismo cingalés, que está llamado a obtener la base más sólida,
puesto que se funda en la voluntad de un pueblo inteligente. He
lamentado siempre profundamente no haberme podido consagrar
por entero a la causa del budismo desde mis primeros tiempos,
porque estoy convencido de que, desde la época de nuestro primer
viaje a Ceilán, en 1880 yo hubiera podido provocar la unión perfecta
de las “Iglesias” del norte y del sur —sirviéndome de esta absurda
denominación— y que hubiese podido implantar una escuela en
cada encrucijada de ese delicioso país de las palmeras y las especias.
Fin de la gira 133

En fin, dejemos ese “podría haber sido”, porque mi tiempo no se ha


desperdiciado.
El 5 de junio celebré una convención de nuestras Ramas laicas
recién formadas. Kandy estuvo representada por el Sr., ahora el
Honorable, T. B. Pannabokke; Colombo, por el Sr. Andrew Perera;
Panadura, por el Sr. J. J. Cooray; Bentota, por el Sr. Abeyasekara;
Galle, por el Sr. S. Perera; y Matara, por el Sr. Appuhami.
Nuestros temas de discusión fueron la deseada secularización de
las escuelas; evitar el despojo de las tierras del Templo; la manera
correcta de restaurar la disciplina de los sacerdotes mayores sobre
los sacerdotes jóvenes, destruidos desde que la Dinastía Nativa
había sido reemplazada por un gobierno cristiano; la preparación
de literatura propagandista y su circulación, etc., etc.
Dos días de descanso y luego un viaje a Welitara, donde formamos
nuestra séptima nueva Rama de la S. T. bajo los auspicios de dos
de los siete monjes más influyentes mencionados anteriormente,
a saber, Wimelasara Maha Terunnanse y Dhammalankara Maha
Terunnanse, dos hombres espléndidos de alta capacidad y liderando
dos grandes cuerpos de la secta Amarapura. Dieciocho jóvenes
de este último y doce de los primeros aceptaron la membresía, y
con ellos, casi todos los sacerdotes de alguna influencia en Ceilán
habían entrado en nuestra liga y prometieron su ayuda leal al movi-
miento. Supongo que el hecho es que se originaron en una ola de
entusiasmo popular y no podrían haberse reprimido de ninguna
manera. Mi mayor error fue no aprovechar aquel entusiasmo para
reunir —como habría podido hacerlo con facilidad— un fondo de
dos o tres lakhs de rupias para fundar escuelas budistas, imprimir
libros budistas y hacer propaganda. Hice infinitamente más ardua
mi labor, dejando ese urgente asunto para el año siguiente, y las
suscripciones disminuyeron considerablemente. Vino un año de
mala cosecha; Colombo reemplazaba a Galle como escala de los
vapores, y todo había cambiado.
La última reunión en la S. T. de Galle fue el 11 de julio, hubo
elecciones de autoridades y la Rama eligió como Presidente a uno
de sus mejores ejecutivos posibles, el Sr. Proctor G. C. A. Jasekara.
El 12 de julio fue nuestro último día en la Isla; el barco que debía
conducirnos llegó el 13 y nos embarcamos, dejando llorosos a nues-
tros amigos, y llevando con nosotros el recuerdo de muchas aten-
ciones, de agradables amistades, viajes encantadores, muchedum-
bres entusiastas y extrañas experiencias, que amueblaban nuestra
memoria con atrayentes imágenes que más tarde recordaríamos
con placer, tal como hoy lo hago al hojear algunas páginas de mi
viejo Diario.
CAPITULO XIII
Una pequeña explosión doméstica
1880

C
OMO una especie de compensación a todas las satisfacciones
de nuestra residencia en Ceilán, el mar estuvo terrible entre
Galle y Colombo, y todos los de la partida nos mareamos.
Todo el siguiente día lo pasamos en el puerto de Colombo; las olas
eran tan fuertes, que muy pocos amigos se arriesgaron a venir a
bordo a visitarnos, pero entre esos pocos vino Megittuwatte. La
influencia del número siete se dejó sentir como siempre; siete
visitantes, el último bote (que nos trajo el último número de
The Theosophist) tenía el número siete, y las máquinas fueron puestas
en movimiento a las 7:07 de la tarde. Esa noche también tuvimos
tormenta, y por fin llegamos a Tuticorin, nuestra primera escala en
un puerto indo, con varias horas de retraso.
Es divertido hallar ahora en mi Diario una nota sobre nuestros
pesos respectivos, comparados con los que teníamos al comenzar
el viaje: HPB había ganado 3,6 kilos, y pesaba 107 kilos; yo había
perdido 6,8 kilos, y me quedé con 77 kilos; Wimbridge no había
ganado ni perdido nada; Ferozshah había ganado 5,4 kilos; Damodar,
la antítesis de HPB, ¡no pesaba más que 41 kilos, y había perdido 2,7
kilos, que hubiese hecho mejor en conservar!
El último día de nuestro viaje de regreso, llovía torrencialmente
—durante el viaje de regreso llovió casi todos los días—. El puente
estaba empapado, los toldos destilaban el agua que se juntaba en
todos lados. HPB hacía vanos esfuerzos para escribir en una mesa
que el Capitán hizo poner en un sitio relativamente seco, pero usaba
más palabras de grueso calibre que tinta, porque se le volaban los
136 H ojas de un viejo diario

papeles por todos lados. Por fin Bombay nos hizo hallar de nuevo la
paz, porque estábamos en tierra firme, pero no por otra cosa, pues
al llegar a la Sede Central nos vimos envueltos en plena tempestad
doméstica. La Srta. Bates y la Sra. Coulomb estaban en guerra decla-
rada, y las dos mujeres irritadas vertían en nuestros entristecidos
oídos las más agrias quejas. La Srta. Bates acusaba a la Sra. Coulomb
de haberla querido envenenar, y la otra le contestaba en términos
tales que me daban ganas de echarlas a las dos a escobazos, lo que
hubiera sido muy conveniente, como el futuro lo demostró. Pero
en vez de eso, fui nombrado árbitro y tuve que pasar dos noches
seguidas oyendo sus ridículos argumentos, para terminar por fin
pronunciando un veredicto favorable a la Sra. Coulomb respecto a lo
del envenenamiento, que no tenía ni sombra de sentido común. La
real, la teterrima causa belli, [la causa más terrible de la guerra], era que
al marcharnos habíamos dejado a cargo de la casa a la Sra. Coulomb,
y que la Srta. Bates no se había contentado con el papel de subedi-
tora que le había designado. HPB, sentada junto a mí todo el tiempo
que duró el proceso, fumaba aún más cigarrillos que de costumbre,
y de cuando en cuando intervenía con reflexiones apropiadas para
envenenar aún más las cosas antes que para arreglarlas. Wimbridge,
que apoyaba a la Srta. Bates, concluyó por unirse a mí para forzar a
las beligerantes a que consintiesen en una “neutralidad armada”, y
la tormenta pasó por algún tiempo. Los siguientes días estuvieron
enteramente dedicados a trabajos literarios para la Revista, muy
necesarios por nuestra larga ausencia.
Nuestro fiel amigo Moolji Thackersey había muerto algunos días
antes de nuestro regreso, y la Sociedad perdió en él a uno de sus
más voluntariosos trabajadores.
Un Mahatma vino a ver a HPB el 4 de agosto a la noche, y se
me llamó antes de que se fuese. Dictó una larga e importante carta
a uno de nuestros amigos influyentes de París y me sugirió varias
cosas de importancia a propósito de los asuntos en curso de la
Sociedad. Antes del final de la visita se despidió de mi y como le
dejé sentado en el salón de HPB, no podría decir si desapareció
de modo anormal. Su visita me vino muy oportuna, porque al día
siguiente se produjo una nueva explosión de furia de la Srta. Bates
contra nosotros dos: contra HPB a causa de cierta señora de Nueva
York, y contra mí, porque me había pronunciado a favor de la
Sra. Coulomb. Durante un momento en que ella me daba la espalda
para insultar a HPB, cayó sobre mis rodillas una carta del Maestro
que nos había visitado la víspera. Encontré en ella consejos para
salir lo mejor posible de las dificultades presentes. Puede interesar a
nuestros excolegas norteamericanos saber que el Maestro se refería
Una pequeña explosión doméstica 137

al asunto como si nosotros fuésemos la S. T. de jure [de derecho] y no


meramente de facto. ¡La ingeniosa teoría de estos últimos días no se
había presentado a la mente de la Gran Logia Blanca*!
El siguiente día comenzó la división en nuestro cuarteto,
el Sr. Wimbridge hacía causa común con la Srta. Bates. La vida
comenzaba a hacerse penosa. De común acuerdo, compramos para
la Srta. Bates un billete de regreso a Nueva York, pero después que
el Sr. Seervai arregló todos los detalles, ella se negó a partir. Al
tercer día cenamos separados; HPB, Damodar y yo, en el pequeño
bungaló de HPB; Wimbridge y la Srta. Bates en el comedor, que
se lo dejamos. De día en día la situación se agravaba, terminando
por no hablarnos más; HPB sentía una verdadera fiebre de irri-
tación nerviosa: hubo un impasse [callejón sin salida] el día 9 y
el 10 se produjo la separación total entre los dos grupos. Los
Coulomb dejaron el bungaló vecino para ocupar el departamento
de la Srta. Bates, quien se instaló en casa de ellos. Wimbridge se
quedó donde estaba, en un pequeño bungaló situado en el mismo
jardín del de la Srta. Bates; se tapió la puerta que habíamos abierto
entre las dos propiedades, y las dos familias se apartaron así. Qué
lástima da pensar que todo aquello surgió de miserables rivalidades
y envidias femeninas, que es lo más inútil y más fácil de evitar
del mundo, y que se hubiese impedido con un poco de imperio
sobre sí mismo. Por más indiferente que aquel asunto fuese para
nosotros personalmente, el efecto fue malo para la Sociedad, que se
resintió de sus consecuencias durante bastante tiempo. Uno de los
molestos resultados fue que los dos descontentos hallaron el medio
de ponerse a bien con uno de los principales diarios nativos de
Bombay, que nunca estuvo bien dispuesto hacia nosotros, y usaron
sus columnas para maltratar a la Sociedad y la Teosofía en general,
con una acritud que, por lo que sé, dura todavía hoy.
Antes de la separación usé con éxito mi influencia sobre un
parsi amigo nuestro, para conseguir que Wimbridge hallase el
capital necesario para establecer una empresa de muebles artísticos
y decoración de interiores, para lo que estaba bien preparado por
su educación artística y su talento de dibujante. Al cabo de algún
tiempo, se instaló convenientemente en otro barrio de Bombay y se
hizo una soberbia clientela, y según creo, concluyó por ganar una
fortuna junto con sus socios. En cuanto a nosotros, pobres “cama-
radas” literarios, continuamos nuestro sendero, sin volver los ojos

* Esto se refiere al absurdo pretexto que sostenían por los Miembros que se
retiraron de la Sociedad, siguiendo al difunto Sr. Judge hace siete años, para
justificar la ilegalidad de su acción. (Olcott)
138 H ojas de un viejo diario

hacia el lujo hedonista que crecía a ambos lados de nuestro espinoso


camino; y lo suficientemente obstinados, desde el punto de vista
mundano, al preferir nuestra pobreza y el sufrimiento permanente
de crueles calumnias, a la más tentadora perspectiva de recompensa
mundana. Y verdaderamente ese era el único y suficiente escudo
que HPB pudo usar, y que usaba constantemente, para rechazar los
ataques hostiles de los críticos. Jamás pudo ninguno de ellos decir
que haya ganado dinero por sus fenómenos ni por su pesado trabajo
Teosófico. En aquel tiempo me pareció que iba demasiado lejos en
ese género de defensa, porque oyéndole hablar uno podía imagi-
narse que ella deseaba convencer diciendo que, puesto que con sus
milagros no conseguía nada, ¡ninguna de las acusaciones contra ella
—de plagio, por ejemplo, o de que dejaba truncos los textos, o
bien de falsa interpretación de algún autor— podrían ser verdad!
Recuerdo muy bien que varias personas en Simla y en Allahabad
veían las cosas de este modo y se lo señalé a ella muy a menudo.
Para colmo de desdichas, al llegar de Ceilán encontramos a
los Miembros de Bombay inertes y a la Rama adormecida. Parecía
que dos meses de ausencia hubiesen ahogado casi por completo el
interés local por nuestra obra, y cuando el diario local, del que ya he
hablado, comenzó sus ataques, nuestro cielo se oscureció bastante.
Pero no perdimos el valor; The Theosophist apareció puntualmente
todos los meses, y nosotros atendíamos una correspondencia
siempre creciente. Era una de esas crisis en las cuales HPB y yo
volvíamos a encontrarnos más unidos que nunca, ayudándonos y
alentándonos mutuamente. Aunque nuestros mejores amigos se
convertían en enemigos o los más fieles adherentes se alejaban,
nosotros aparecíamos el uno ante el otro siempre entusiasmados,
tratando cada uno de persuadir al otro de que eso no tenía ninguna
importancia, y que pasaría como una ligera nube de estío. Y además
sabíamos, porque teníamos de ello pruebas constantes, que los
Grandes por quienes trabajábamos nos envolvían con su potente
pensamiento, que nos ponía al abrigo de toda desgracia y aseguraba
el éxito de nuestra causa.
Algunos colegas hindúes o parsis venían regularmente a vernos,
y poco a poco el terreno perdido en India era recuperado. En EE. UU.
todo estaba en suspenso, no había nadie capaz ni con energía sufi-
ciente para impulsar nuestro movimiento. Judge era entonces un
neófito y soñador de veinticinco años, vivía trabajosamente de su
profesión de abogado, y el Gral. Doubleday, el otro Miembro casi
activo, se había retirado al campo, donde vegetaba con su pensión
de retiro, y por diversas causas no podía dedicarse a una propaganda
activa. Nunca más que entonces, el centro de nuestra evolución se
Una pequeña explosión doméstica 139

redujo a nosotros dos, y la única probabilidad de que el movimiento


sobreviviera, reposaba en nuestra existencia y nuestra perseverante
energía. No nos hallábamos tan solos cómo antes, porque además
del serio apoyo que encontramos en India, estaba el pobre Damodar
Mavalankar, tan delicado, tan frágil, y que se había ofrendado
en cuerpo y alma a nuestra obra con una devoción imposible de
superar. Aunque era delicado como una jovencita, si yo no lo hacía
acostar, permanecía toda la noche escribiendo. Jamás se vio un hijo
más obediente a su padre, o hijo adoptivo más despreocupado de
sí mismo en su amor por una madre adoptiva, que él para HPB.
La menor palabra era una ley inviolable, el más fugitivo deseo una
orden imperativa, y para obedecer estaba pronto a sacrificar hasta
su vida. Durante una grave enfermedad de su infancia, en medio del
delirio, había tenido la visión de un sabio benefactor que, tomán-
dole de la mano, le dijo que no moriría, que viviría para hacer una
obra útil. Su visión interior se desarrolló gradualmente después de
conocer a HPB, y Damodar reconoció en aquel que conocíamos con
el nombre de Maestro KH, a la aparición de su infancia. Esto puso el
sello a su devoción por nuestra causa y a la sumisión que observaba
por HPB. Personalmente, siempre me demostró una confianza sin
reservas, cariño y respeto. En mi ausencia me ha defendido contra
calumnias públicas y privadas, y se ha conducido conmigo como un
hijo. Su memoria es para mí, querida y respetable.
El mismo día de la ruptura de nuestro grupo familiar llegó una
invitación del Sr. Sinnett para que fuésemos a su casa de Simla.
Esto fue como agua dulce para la caravana, y HPB telegrafió acep-
tando, porque el correo hubiera sido demasiado lento para su deseo.
Anduvo echando humo hasta la tarde; después me llevó de compras,
donde se compró un nuevo conjunto para su début en “Cœrulia”,
como es a veces llamada la capital de montaña del Gobierno de
India, y se puso a contar las horas que faltaban para la próxima
partida. Todo el mundo sabe lo que resultó de aquella visita por
varios libros y muchos periódicos. Marion Crawford, en su Mr.
Isaacs, habla de nosotros y del Sr. Sinnett cuando nos paseábamos
en medio de los rododendros. Pero como nunca se ha dicho toda la
verdad, voy a dar detalles inéditos en el siguiente capítulo.
CAPÍTULO XIV
El swami Dyánand Sarasvati
habla sobre yoga
1880

C
Uatro días antes de nuestra partida hacia el norte de India,
ocurrió un incidente en mi despacho, que transcribo de las
notas de mi Diario por lo que pueda interesar, ya que ha sido
tachado de fraude por la Sra. Coulomb. Al mismo tiempo, debo
agregar que jamás he tenido la más leve confirmación de lo que ha
afirmado, mientras que su reputación de buena fe es tal que exige
aún más pruebas de lo habitual, antes que dudar del testimonio
de mis propios sentidos. Estábamos conversando en el despacho
HPB, Damodar y yo, cuando el extraño retrato del Yogui “Tiruvalla”,
que había sido hecho en Nueva York por medio de un fenómeno
producido para el Sr. Judge y para mí —y que había desaparecido
de su marco en mi habitación justo antes de que partiésemos de
EE. UU.— voló por el aire y cayó sobre el escritorio en el que estaba
sentado. Inmediatamente cayó de forma similar una fotografía
del swami Dyánand, que él me había dado. Anoté en mi diario esa
misma noche que, “vi al primero en el momento en que tocaba una
caja de hojalata situada sobre mi escritorio, y a la segunda cuando
venía bajando, volando oblicuamente por el aire”. Lo cual implica,
por supuesto, que no fue arrojado por una rendija en el cielorraso
del techo, como la amante de la verdad, la Sra. Coulomb dice que
fue. Tres noches después en presencia de tres testigos, además de
un servidor, HPB le dio su tarjeta a un visitante que deseaba tenerla,
142 H ojas de un viejo diario

y un momento después cayó del techo otra tarjeta duplicada a los


pies del caballero, que la recogió.
Partimos de Bombay hacia el Norte el 27 de agosto, en el tren
nocturno —HPB y yo, con nuestro criado Babula. Después de una
parada en Allahabad, llegamos a Meerut el día 30. Toda la Rama
local de la Arya Samaj nos esperaba en la estación, nos acompa-
ñaron hasta la residencia del Sr. Sheonarian y poco después, el swami
Dyánand vino a vernos. En presencia de sus seguidores, iniciamos
un debate tendiente a extraer sus puntos de vista reales sobre el
Yoga y los supuestos siddhis, o poderes psicoespirituales humanos.
Se había calculado que las enseñanzas del swami a sus Samajistas
podrían disuadir la práctica del ascetismo, e incluso poner en duda
la realidad de los poderes; mientras que sus conversaciones con
nosotros fueron en otro tono. Nuestro debate se encuentra publi-
cado en un resumen completo en The Theosophist de diciembre de
1880, y debería limitarme a referir a mis lectores a dicha publi-
cación, pero reproduciré su sustancia aquí, debido al hecho de
que solo una pequeña proporción de ellos pueden acceder a dicha
publicación, y debido a que es interesante para el lector de temas de
Yoga, e importante en su conexión histórica con nuestra Sociedad,
como para que este debate sea pasado por alto o ignorado:

El primer tema propuesto al swami fue si el Yoga era una verda-


dera ciencia o una especulación metafísica; si Patanjali describió
poderes psíquicos posibles de alcanzar por el hombre, y si estos
habían sido alcanzados o no. La respuesta del swami fue que
el Yoga es verdadero y se basa en el conocimiento de las leyes
de la Naturaleza. Fue entonces cuando se le preguntó si estos
poderes todavía podían ser adquiridos, o ya había pasado ese
tiempo. La respuesta fue que las leyes de la Naturaleza son inal-
terables e ilimitadas: lo que fue logrado una vez podría lograrse
ahora. El hombre de hoy no sólo puede aprender a hacer todas
las cosas descritas por los escritores antiguos, sino que él mismo,
el swami, podía enseñar los métodos a cualquiera que deseara
sinceramente emprender dicha forma de vida. Muchos se habían
acercado a él profesando su deseo y afirmando su habilidad de
lograr el éxito; él había probado a tres, pero fallaron. Uno era un
residente de Agra. Empezaron bien pero pronto se impacientaron
por tener que limitarse a realizar lo que consideraban esfuerzos
triviales, y, para su sorpresa, se desmoronaron repentinamente.
El Yoga es la ciencia más difícil de todas para aprender, y pocos
hombres son capaces de adquirirla en estos días. Se le preguntó
si ahora hay Yoguis reales que puedan producir a voluntad los
El swami Dyánand Sarasvati habla sobre yoga 143

maravillosos fenómenos descritos en libros arios. Su respuesta


fue que existen dichos hombres. Su número es pequeño. Viven en
lugares retirados, y rara vez o nunca aparecen en público. Nunca
comunican sus secretos a los profanos, ni enseñan su ciencia
secreta (Vidya) excepto a aquellos que, tras pruebas, demuestran
ser merecedores.
El coronel Olcott preguntó si esos grandes Maestros (Mahatmas)
visten constantemente las túnicas color azafrán del sannyasi o
faquir ordinario que vemos todos los días, o en ropas ordinarias. El
swami respondió, que en cualquiera de ellas, según lo prefieran,
o las circunstancias lo requieran. En respuesta a la solicitud, sin
sugerencia, de que declarara qué poderes específicos logra el
Adepto en Yoga, dijo que el verdadero Yogui puede hacer lo que
el vulgo llama milagros. Es innecesario hacer una lista de sus
poderes, porque prácticamente su poder está limitado sólo por su
deseo y la fuerza de su voluntad. Entre otras cosas, puede comu-
nicar pensamientos a sus hermanos Yoguis a cualquier distancia,
incluso aunque estén tan separados como lo están los polos, y no
tener medios de comunicación externos visibles, como el telégrafo
o el correo. Puede leer los pensamientos de los demás. Puede
pasar (en su ser interior) de un lugar a otro, y así ser indepen-
diente de los medios de transporte ordinarios, y a una velocidad
incalculablemente mayor que la del tren. Puede caminar sobre el
agua o en el aire sin tocar el suelo. Puede hacer pasar su propia
alma (Atma) desde su propio cuerpo al de otra persona, ya sea
por un corto tiempo o por años, como él elija. Puede prolongar el
término natural de la vida de su propio cuerpo retirando su Atma
del mismo durante las horas de sueño, y así reducir la actividad de
los procesos vitales a un mínimo, evitando así la mayor parte del
desgaste natural. El tiempo así empleado es equivalente al que se
le agregará a la cifra natural de la existencia física de la máquina
corporal.
P. ¿Hasta que día, hora, o minuto de su propia existencia física
puede el Yogui ejercer el poder de transferir su Atma, o ser interior,
al cuerpo de otra persona?
R. Hasta el último minuto o, incluso, segundo de su natural término
de vida. Sabe de antemano, hasta por segundos, cuando ha de
morir su cuerpo, y hasta que no suene la hora, puede proyectar
su alma en el cuerpo de otra persona si uno está listo para su
ocupación. Pero, si permite que pase ese instante, entonces ya
no puede hacer nada más. El cordón se ha roto para siempre, y el
Yogui, si no está suficientemente purificado y perfeccionado para
obtener el Moksha, debe seguir la ley común del renacimiento. La
144 H ojas de un viejo diario

única diferencia entre su caso y el de otros seres humanos es que


él, habiéndose convertido en un ser mucho más intelectual, bueno
y sabio, renace bajo mejores condiciones.
P. ¿Puede un Yogui prolongar su vida de la siguiente manera:
digamos que la vida natural de su propio cuerpo es de setenta
años, puede él, justo antes de la muerte de ese cuerpo, entrar en
el cuerpo de un niño de seis años, vivir en ese otro cuerpo un plazo
de setenta años, abandonar este último y vivir en un tercero otros
setenta años?
R. Puede, y por lo tanto puede prolongar su estancia en la Tierra por
el término de cuatrocientos años.
P. ¿Puede un Yogui pasar de su propio cuerpo al de una mujer?
R. Con la misma facilidad que un hombre puede, si lo desea, ponerse
el vestido de una mujer, de la misma manera puede ponerse sobre
su Atma la forma física femenina. Externamente, él entonces será,
desde todo punto de vista, una mujer; internamente él mismo.
P. He conocido a dos de esos casos, es decir, a dos personas que
parecían mujeres, pero que eran completamente masculinas en
todo menos el cuerpo. A una de ellos, como recordará, la visitamos
juntos en Benarés, en un templo a orillas del Ganges.
R. Sí, “Majji”.
P. ¿Cuántos tipos de práctica de Yoga existen?
R. Dos, el Hatha Yoga y el Râja Yoga. En el primero, el estudiante
se somete a pruebas físicas y a dificultades con el propósito de
someter el cuerpo físico a su voluntad. Por ejemplo, balancear del
cuerpo de un árbol, con la cabeza hacia abajo, a una pequeña
distancia de cinco fuegos ardientes, etc. En el Râja Yoga no se
requiere nada de eso. Es un sistema de entrenamiento mental por
el cual se torna a la mente una servidora de la voluntad. El primero
—el Hatha Yoga— da resultados físicos; el otro —el Râja Yoga—
poderes espirituales. El que quisiera lograr la perfección en el Râja
debe haber pasado por el entrenamiento en el Hatha.
P. ¿Pero no hay personas que posean los siddhis, o poderes, del
Râja Yoga, sin haber pasado nunca a través de la terrible ordalía
del Hatha? Ciertamente me he encontrado con tres de ellos en
India, y ellos mismos me dijeron que nunca habían sometido sus
cuerpos a la tortura.
R. Entonces practicaron Hatha en su anterior nacimiento.
P. Explique, si le parece bien, cómo podemos distinguir entre los
fenómenos reales y los falsos cuando son producidos por alguien
que se supone es un Yogui.
El swami Dyánand Sarasvati habla sobre yoga 145

R. Los fenómenos y las apariciones fenomenales son de tres tipos: los


inferiores son producidos por la prestidigitación o destreza manual;
los segundos, por ayudas químicas o mecánicas o por medio de
aparatos; los terceros, y superiores, por los poderes ocultos del
ser humano. Siempre que se exhiba algo de naturaleza sorpren-
dente por cualquiera de los dos primeros medios y que falsamente
se lo represente como de un carácter no natural, o sobrenatural,
o milagroso, es propiamente llamado Tamasha, o engaño desho-
nesto. Pero si se presenta la verdadera y correcta explicación de
tan sorprendente efecto, entonces debería ser clasificado como
una simple exhibición de habilidad científica o técnica, y se llamará
Vyavahâra-Vidya. Los efectos producidos solamente por ejercicio
de la voluntad humana entrenada, sin aparatos o ayudas mecá-
nicas, es verdadero Yoga.
P. Defina la naturaleza del Atma humano.
R. En el Atma hay veinticuatro poderes. Entre ellos están la voluntad,
la pasividad, la acción, la percepción determinada o conoci-
miento, buena memoria, etc. Cuando todos estos poderes son
orientados hacia el mundo exterior, el practicante produce efectos
que están clasificados adecuadamente bajo el título de Ciencias
Físicas. Cuando los aplica al mundo interno, eso es Filosofía Espi-
ritual —Yoga Antaryoga o Yoga interno. Cuando dos hombres
hablan por medio del telégrafo entre ellos desde lugares lejanos,
esto es Vyavahâra-Vidya; cuando lo hacen sin ningún aparato y
empleando su conocimiento de las fuerzas y corrientes naturales,
esto es Yoga Vidya. También es Yoga Vidya cuando un Adepto en
la ciencia hace que le traigan artículos de cualquier tipo a distancia,
o los envía él mismo a cualquier lugar distante, en ambos casos sin
medios de transporte visibles, como ferrocarriles, mensajeros, o lo
que fuere. El primero es llamado Âkarshan (atracción), el último
Preshana. Los antiguos comprendían a fondo las leyes de la atrac-
ción y la repulsión de todas las cosas de la Naturaleza, entre ellas,
y los fenómenos del Yoga se basan en ese conocimiento. El Yogui
cambia o intensifica estas atracciones y repulsiones a voluntad.
P. ¿Cuáles son los requisitos previos para quien desee adquirir estos
poderes?
R. Estos son: (1) Deseo de aprender. Tal deseo ha de ser como
aquel que el hombre hambriento tiene por comida, o el sediento
por agua, un intenso y ansioso anhelo. (2) Perfecto control sobre
las pasiones y los deseos. (3) Castidad; compañía pura; alimento
puro —el que no trae al cuerpo nada más que influencias puras;
la frecuentación de una localidad pura, libre de cualquier tipo de
146 H ojas de un viejo diario

contaminación; aire puro; y aislamiento. Debe estar dotado de inte-


ligencia, para poder comprender los principios de la naturaleza;
concentración, para impedir que sus pensamientos divaguen; y
autocontrol, debe ser siempre amo de sus pasiones y debilidades.
Debe abandonar cinco cosas: Ignorancia, Egotismo (engrei-
miento), Pasión (sensual), Egoísmo y Miedo a la Muerte.
P. ¿No cree, entonces, que el Yogui actúa contradiciendo a las leyes
naturales?
R. Nunca; nada sucede contrario a las leyes de la Naturaleza. Con
el Hatha Yoga se puede lograr un cierto rango de fenómenos
menores, como, por ejemplo, atraer a toda la propia vitalidad a un
solo dedo, o, cuando se encuentra en Dhyana (un estado de quies-
cencia mental), conocer los pensamientos de los demás. Gracias
al Râja Yoga se convierte en un Siddha; puede hacer cualquier
cosa que él quiera, y saber lo que quiera saber, incluso idiomas
que nunca ha estudiado. Pero todo esto está en estricta armonía
con las Leyes Naturales.
P. Ocasionalmente he visto artículos inanimados duplicados ante mis
ojos, como cartas, monedas, lápices, joyas; ¿cómo puede explicar
esto?
R. En la atmósfera encontramos partículas de cada una de estas
cosas en un estado altamente difuso. El Yogui sabiendo cómo
concentrarlas, lo hace mediante el ejercicio de su voluntad, y les
da forma siguiendo cualquier diseño que pueda imaginar él mismo.
El coronel Olcott le preguntó al swami cómo llamaría a ciertos fenó-
menos hasta ahora producidos por Mme. Blavatsky en presencia
de testigos —como cuando provocó una lluvia de rosas en una
habitación de Benarés el año pasado, la producción de sonidos
de campanas en el aire, la disminución gradual de la llama de una
lámpara hasta que casi se apagase, y luego, a su orden, de que
se encienda de nuevo hasta la parte superior del tubo, sin tocar
el regulador en ningún caso, etc. La respuesta fue que estos eran
fenómenos del Yoga. Algunos de ellos podrían ser imitados por
embaucadores, y serían por tanto mero tamasha; pero estos no
eran de esa clase.

Creo que este es uno de los más simples, claros, juiciosos y suge-
rentes compendios de la opinión inda acerca de la alta ciencia del
Yoga en la literatura. Mi interlocutor ario fue uno de los personajes
más claros de su tiempo, un hombre de gran erudición, un asceta
experimentado, un poderoso orador, y un patriota intenso. Se debe
prestar atención a la afirmación del swami de que no se puede pasar
El swami Dyánand Sarasvati habla sobre yoga 147

a la práctica de Râja Yoga sin haber subyugado primero el cuerpo


físico por medio de un curso de Hatha Yoga, o entrenamiento fisio-
lógico, y que si uno se encuentra una persona dedicada con éxito al
Râja Yoga, esto es prima facie prueba de que practicó Hatha Yoga en el
nacimiento anterior. Esta idea es compartida por todos los hindúes
educados ortodoxos que he encontrado, pero mis lectores deci-
dirán por sí mismos si es razonable o no. Podemos decir, en cual-
quier caso, que nada es más claro que el hecho de que la evolución
personal de una persona hacia la vida espiritual es progresiva, y que
se debe pasar cada etapa de autodominio físico antes de alcanzar
la “liberación”. Para la mayoría de los creyentes en la teoría de la
reencarnación, la hipótesis anterior no parecerá carente de una base
razonable: y sin embargo, no está tan claro para mí que alguna vez
haya tenido que dormir en una cama de clavos, o colgado de mis
talones, o sentado entre fuegos feroces, o limpiado mi estómago a
diario por medio de la hazaña de dhauti —proceso que consiste en la
deglución de metros y metros de una tela de algodón húmeda para
luego regurgitarla nuevamente—, o llenado mi cavidad abdominal
con litros y litros de agua, para alcanzar aunque sea mi bajo nivel
de capacidad espiritual. Creo que la voluntad puede fortalecerse aún
mejor sin recurrir a la tortura física.
Tuvimos la suerte de encontrarnos en casa del Sr. Sheonarian
a la ahora célebre Pandita Ramabai, por entonces casada con un
abogado bengalí, pero de visita con su difunto hermano en medio
de una gira. El nombre de Ramabai y su historia ahora es tan cono-
cida en todas las partes del mundo que sólo necesito decir que
en ese momento ella podía recitar de memoria, impecablemente,
el Bhagavadgita y el Ramayana, podía conversar y escribir con gran
fluidez en sánscrito y componer versos improvisadamente sobre
cualquier tema dado, dentro del alcance de su lectura. Después de
una conferencia que di en la noche del 6 de septiembre, ella dio
primero su propia versión en hindi y entonces, por pedido, en sáns-
crito, mostrando la misma fluidez en ambos. Ella no sabía inglés
entonces, pero podía dar conferencias en sánscrito, hindi, urdu,
marathi, guyaratí, y canarés; la última, su lengua madre. Tenía 22
años de edad, y era una joven mujer de aspecto ascético, pálida,
delgada, nada que ver con la mujer corpulenta y experimentada
matrona a la cual vi recientemente en Poona, en una conferencia
de la Sra. Besant. La Ramabai de 1880 fue un verdadero tipo de
Brahmini altamente meditativa; la de Poona se asemejaba al tipo de
mujer de negocios occidental, que está más en casa con los inqui-
linos y los libros de contabilidad que con la literatura.
148 H ojas de un viejo diario

Mi debate con el swami se prolongaba día tras día y noche


tras noche, a pesar del calor intolerable. Una mañana, HPB vino
a llamarme bastante antes de la salida el sol, temiendo sufrir un
ataque de apoplejía, y decidida a partir para Simla a toda costa,
aunque ya se había anunciado oficialmente mi conferencia pública.
Pero descubrió que adoptando la costumbre inda de dormir al aire
libre se hallaría mejor, cambió de parecer y envió un telegrama
para anular el anuncio de nuestra llegada, que se había mandado
telegráficamente, e hizo colocar su cama fuera, cerca de la mía y la
de nuestro huésped, y allí, protegida por un gran mosquitero contra
todas las visitas de insectos. Durmió tranquilamente hasta que los
cuervos comenzaron su melodía en los árboles de mango vecinos.
Ese día el swami y yo decidimos, como Presidentes de nuestras
respectivas Sociedades, en una larga y seria conversación que tuve
aparte, que “Acordábamos que ninguno de los dos sería responsable
de las doctrinas del otro: las dos Sociedades seguirían aliadas pero
independientes”.
A las 4:14 p. m. partimos de Meerut para Simla. Desde Umballa
— después de un alto en el camino hasta las 11 p. m., con amigos
indos— subimos en coche durante toda la noche por el camino de la
montaña que conduce a la residencia veraniega del Virrey. Nuestro
dak-gharry (carruajes tipo diligencias) era un vehículo alargado que
parecía un gran palanquín montado sobre ruedas. No dormíamos
porque estábamos llegando a los contrafuertes del Himalaya, y HPB
tenía que tratar asuntos con los Mahatmas. Debo indicar que fue
esa noche cuando ella me contó que el cuerpo del swami Dyánand
estaba ocupado por un Maestro, lo que ejerció una influencia consi-
derable sobre mis subsiguientes relaciones con él. Después de un
alto de cinco horas en Kalka, continuamos la ascensión en tonga
— pequeña carreta colgada de dos ruedas, muy baja, en la que caben
cuatro contando al conductor— hacia Simla. El camino militar es
bueno, aunque peligroso por los bruscos recodos que tiene (y por
los ponis tercos). A esta altura, el panorama es imponente con los
perfiles y los pasos de las montañas, pero carece de vegetación para
alegrar el paisaje con verdor y frescura. Simla se apareció a nuestra
vista en el momento de ponerse el sol, y sus chalets dorados por la
luz parecían muy bonitos. Un criado del Sr. Sinnett nos esperaba a
la entrada de la ciudad con jampans —sillas llevadas por portadores,
usando largas varas—, y pronto nos hallamos bajo el acogedor techo
de nuestros buenos amigos, los Sinnetts, cuyo recibimiento fue de
los más cariñosos.
CAPÍTULO XV
Simla y los coerulianos

1880

A
L despertarnos la mañana siguiente, reposados y contentos,
Simla se ofreció a nosotros bajo un aspecto encantador. La
casa del Sr. Sinnett estaba construida en la pendiente de una
colina, de modo que tenía una vista soberbia, y desde su galería
podían verse las residencias de la mayor parte de los altos funciona-
rios angloíndios que gobiernan aquel inmenso imperio.
El Sr. Sinnett comenzó por tener una conversación seria con
HPB para decidir la línea de conducta que ella debería seguir. Tengo
anotado que le pidió muy seriamente que considerase esa tempo-
rada que pasaría allí, como un período de vacaciones completas, y
que durante tres semanas no hiciese ni una alusión siquiera a la S. T.
ni a la ridícula vigilancia del gobierno, que nos tomaba por espías
rusos. En síntesis, a “cerrar el kiosco” completamente, para obtener
mejores resultados, disponiendo favorablemente a la gente hacia
nosotros, lo que no sucedería si se veían obligados a oír nuestros
discursos heterodoxos y nuestras quejas. Naturalmente que HPB
prometió todo lo que él quiso, y naturalmente también que lo olvidó
en cuanto se presentó la primera visita. Algunas noticias del asunto
de la Srta. Bates en Bombay, la pusieron en un estado violento, y
como siempre, hizo de mí su chivo expiatorio*; caminaba el cuarto
en todas direcciones a grandes pasos, declarando que yo era la causa
inmediata de todas sus molestias y tribulaciones. Leo en mis notas

* Se refiere al chivo expiatorio que en fecha determinada de cada año, los israe-
litas soltaban al desierto después de especiales ceremonias, y suponían que se
iba cargado con todas las culpas y pecados del pueblo israelita entero. (N. del T.)
150 H ojas de un viejo diario

que Sinnett me confió particularmente su desesperación de que


ella no supiera dominarse, y estropeara así todas sus probabilidades
de hacerse de amigos en la clase social en que hubieran sido más
valiosos. Dijo que los ingleses creen que el verdadero mérito va
siempre acompañado de la calma y el autocontrol.
Nuestra fiel amiga, la Sra. Gordon, fue la primera en visitarnos
en Simla, y después acudieron una sucesión de los funcionarios
más importantes del gobierno, que Sinnett traía para presentarlos
a HPB. Veo en mi Diario que en seguida comenzó a producir fenó-
menos. Hacía sonar golpes en las mesas o cualquier otro sitio de
la habitación, y de un pañuelo bordado con su nombre, sacó, a
petición del Sr. Sinnett, otro bordado con el nombre de él en el
mismo estilo. Dos días más tarde, hizo para un señor un fenómeno
singular: frotando la tela de algodón estampada que tapizaba una
silla sobre la cual ella estaba sentada, desprendió un duplicado de
una de las flores del dibujo. La flor no era un fantasma como la
sonrisa del gato de Cheshire, sino un objeto material, como si el
contorno de la flor se hubiese desprendido de la tela bajo sus dedos.
Sin embargo, el tapizado de la silla estaba intacto. Probablemente
esto era una maya.
A partir de entonces, ninguna cena a la que fuésemos invitados
era considerada completa sin una exhibición de los poderes de
HPB, manifestados por ruidos de golpes o sonidos de campanas.
Ella hacía oír también los golpes sobre o en la cabeza de los más
serios personajes oficiales. Un día, después de almorzar, hizo poner
las manos de las señoras y caballeros presentes las unas sobre las
otras, y colocando la suya en lo alto de la pila, hizo oír golpes de
secos sonidos metálicos bajo la mano inferior del montón de manos
que reposaban sobre la mesa. No era posible hacer trampa en esas
condiciones, y todos los asistentes se interesaron mucho en esta
prueba en la que una corriente de fuerza psíquica podía atravesar
una docena de manos y producir sonidos sobre una mesa. Este expe-
rimento se repitió varias veces, y un día se produjo algo curioso.
Cuando cierto Juez de la Suprema Corte de Justicia muy conocido,
ponía sus manos en la pila de manos, la corriente no pasaba, y en
cuanto las retiraba, los golpes se hacían oír de nuevo. Tal vez él se
imaginaba que su olfato superior impedía las trampas, pero esto era
sencillamente porque su sistema nervioso no era buen conductor
del aura de HPB.
Entre las relaciones notables que hicimos, se cuenta la del
Sr. Kipling, el director de la Escuela de Artes de Lahore; el genio
de su hijo Rudyard todavía no se había revelado asombrando al
mundo.
Simla y los coerulianos 151

Seguíamos siendo mal vistos por el gobierno, que nos suponía


espías rusos, y uno de mis deseos era aclarar esa estúpida equi-
vocación para que nuestra labor en India no fuese obstaculizada.
Pero me parecía político esperar a que los principales funcionarios
hubiesen tenido tiempo de formarse una idea de nuestras personas
y de nuestros probables motivos, al tratar con nosotros.
Cuando la ocasión me pareció estar madura, una noche después
de cenar, en familiar conversación con el Secretario de asuntos
exteriores del gobierno me puse de acuerdo con él para un inter-
cambio de cartas y la presentación de mis cartas de recomendación
del Presidente de los Estados Unidos y del Secretario de Estado
norteamericano. Voy a reproducir aquí el texto de mi carta a causa
de su interés histórico y la importancia de sus resultados:

Simla, septiembre 27 de 1880


Señor: Como consecuencia de nuestra conversación del sábado
respecto a la Sociedad Teosófica y de su trabajo en India, tengo el
honor de informarle por escrito, según su deseo, que:
1. La Sociedad fue organizada en Nueva York, en 1875, por cierto
número de Orientalistas y estudiantes de Psicología, con el fin bien
definido de estudiar las religiones, las filosofías y las ciencias del
Asia antigua con ayuda de sabios, expertos y adeptos nativos.
2. No tiene otro objeto, y en particular, no tiene ni disposiciones ni
interés en mezclarse en política, ni en India ni en otra parte.
3. En 1878, dos de sus Fundadores —Mme.  H. P. Blavatsky,
naturalizada ciudadana de los Estados Unidos por naturalización
y versada toda su vida en psicología asiática— y yo, con otros
dos Miembros (sujetos británicos), vinimos a India en busca de
nuestro objetivo. Siendo ingleses dos de nosotros, norteamericana
por naturalización la tercera y yo nacido en los Estados Unidos
no tenemos la menor idea de mezclarnos en la política inda. Soy
portador personalmente, de un pasaporte (de formato Diplomá-
tico) del Sr. Secretario Evarts, y de una carta de recomendación
general del Departamento de Estado a los ministros y cónsules
norteamericanos, así como de otra de la misma naturaleza —favor
sin precedente según se me ha dicho— del Presidente mismo.
Ya he depositado copias de estos documentos en el Gobierno
de Bombay, y haré un triple envío a su Departamento en cuanto
pueda hacerlos venir de Bombay.
4. El Gobierno de India ha recibido datos falsos respecto a noso-
tros, basados en la ignorancia o la malicia, sobre los objetivos de
152 H ojas de un viejo diario

nuestra Misión en India y hemos sido objeto de una vigilancia por


parte del Gobierno de India que se ha efectuado tan desacertada-
mente, que se ha llamado sobre ella la atención del país entero,
y se ha hecho creer a los nativos que el hecho de ser amigos
nuestros les atraería la enemistad de los funcionarios superiores y
podría perjudicar a sus intereses personales. Las loables y bene-
factoras intenciones de la Sociedad, se han visto así seriamente
obstaculizadas, y nosotros hemos sido víctimas de indignidades
absolutamente inmerecidas, como consecuencia de la decisión del
gobierno, engañado por falsos rumores.
5. Todos aquellos que han deseado informarse, han observado que
desde hace dieciocho meses, que es nuestro tiempo de residencia
en India, hemos ejercido sobre los nativos una influencia benefac-
tora y conservadora, y que nos han aceptado como verdaderos
amigos de su raza y de su país. Podemos probarlo por cartas reci-
bidas de todas las partes de la Península. Si el gobierno tuviera
a bien remediar el daño que nos ha hecho inconscientemente, y
devolvernos la reputación que teníamos antes de ser cruel e injusta-
mente acusados de complots políticos, podríamos prestar grandes
servicios no solo a los hindúes si no a la literatura occidental y a la
ciencia. No bastaría dar contraorden respecto a nuestra vigilancia,
porque las sospechas de su Departamento se han infiltrado en
todas las clases de la población, y su sombra pesa siempre sobre
nosotros. El verdadero remedio sería que el Departamento orde-
nase a sus subordinados que hicieran conocer en las diferentes
localidades, que ya no somos sospechosos y que en la medida
en que nuestra obra tiende al bien de India, tiene su aprobación.
He ahí lo que solicito de usted como representante de la equidad
británica ante un caballero norteamericano.
Respetuosamente, etc…

La respuesta del gobierno no fue tal como la deseábamos, porque,


aunque nos aseguraba que no se nos molestaría más, siempre que
no nos mezclásemos en política, no hablaba de dar contraorden
sobre la vigilancia, a los residentes británicos en estados nativos. En
una segunda carta se lo hice notar a Asuntos Exteriores, y terminé
por obtener todo lo que deseaba. A partir de entonces fuimos libres.
El 29 de septiembre subimos HPB, la Sra. Sinnett y yo, a lo alto
de Prospect Hill, y allí en el techo de pizarra de un pequeño templo
hindú, en medio de muchos nombres, distinguí el criptograma del
Mahatma M. y mi nombre debajo; no sabría decir cómo estaban allí.
Mientras charlábamos sentados, HPB preguntó cuál era nuestro
mayor deseo. La Sra. Sinnett respondió: “Ver caer sobre mis rodillas
Simla y los coerulianos 153

una carta de los Hermanos”. HPB sacó de su libreta un trozo de papel


color rosa, trazó en él con el dedo algunos signos invisibles, lo dobló
en forma de triángulo, se acercó al borde de la colina, a unos 20
metros, se colocó mirando hacia el Oeste, hizo algunos signos en
el aire, abrió las manos y el papel desapareció. La respuesta no cayó
sobre las rodillas de la Sra. Sinnett, tuvo que ir a buscarla en medio
de un árbol cerca de allí, subiéndose a él. Estaba escrita sobre el
mismo papel rosa, doblado en triángulo y clavado en una ramita.
Dentro se leía en una rara escritura— “Creo que se me pide que deje
aquí una carta. ¿Qué desea usted que yo haga?” La firma estaba en
caracteres tibetanos. El punto débil de este experimento, es que la
carta no llegó en las condiciones pedidas.
Finalmente, llego al tan discutido incidente del descubrimiento
de una taza extra con su plato en una excursión campestre. Me
atendré exactamente a mi Diario, fecha 3 de octubre de 1880.
Un grupo de seis de nosotros —tres damas y tres caballeros—
salimos con dirección a un valle a cierta distancia de la ciudad,
para buscar un sitio favorable para nuestro almuerzo campestre. El
mayordomo de los Sinnett había acondicionado las cestas de provi-
siones y con ellas puso seis tazas con sus platos de un cierto modelo,
una para cada persona. En el mismo momento de partir llegó a
caballo un señor y fue invitado a venir con nosotros. Los criados
marchaban delante con las cestas y nosotros los seguíamos en fila
india descendiendo por los senderos serpenteantes y pedregosos que
conducían al valle. Después de un paseo bastante largo, llegamos a
un espacio llano, situado en la cresta de una altura, cubierto de
hierba verde y sombreado por grandes árboles. Decidimos acampar
allí y bajamos de los caballos para tendernos en la hierba mientras
los criados ponían el mantel sobre el césped y sacaban las provi-
siones. Hicieron fuego para preparar el té y el mayordomo vino a
comunicar a la Sra. Sinnett, con aire muy inquieto, que no tenía
taza ni plato para el sahib que a última hora se había unido a nuestra
excursión. Oí que ella decía en tono irritado: “Es una torpeza suya
no haber puesto una taza más, ya sabía bien que el sahib tomaría
té”. Después, volviéndose a nosotros, dijo riendo: “Parece que será
menester que dos voluntarios beban en la misma taza”. Dije que,
en otra ocasión semejante, habíamos arreglado la cuestión dando a
uno la taza y a otro el plato. A esto alguien dijo en chanza a HPB:
“Ahí está la ocasión, Madame, para hacer un poco de magia útil”.
Todo el mundo se rió de lo absurdo de la idea, pero HPB pareció
dispuesta a tomarla en serio, hubo exclamaciones de placer, y se le
pidió que produjese el fenómeno de inmediato. Los que se hallaban
acostados en la hierba, se levantaron rodeándola. Ella dijo que, si
154 H ojas de un viejo diario

hacía en efecto eso, tenía necesidad de la ayuda de su amigo el


Mayor… Como él estaba encantado con prestar su ayuda, HPB le
pidió que se proveyese de algo a propósito para hacer un agujero,
y cogiendo un cuchillo de mesa, la fue siguiendo de un lado para
otro. Ella examinaba con atención el terreno y presentaba la cara de
su gran anillo de sello tan pronto, hacia un sitio como hacia otro.
Por fin dijo: “Tenga la bondad de cavar aquí”. El mayor esgrimió
vigorosamente su cuchillo y vio que bajo la hierba el suelo estaba
cubierto de una red de pequeñas raíces de los árboles vecinos. Las
cortó y las arrancó, y de pronto, despejando la tierra removida,
apareció al descubierto un objeto blanco. Era una taza incrustada en
la tierra, y una vez sacada, vimos que era igual a las otras seis. ¡Ya
pueden imaginarse las exclamaciones de sorpresas y la agitación de
nuestro pequeño grupo! HPB dijo al mayor que continuase cavando
en el mismo sitio, y después de cortar una raíz del grueso de mi
dedo meñique, sacó un plato del modelo correspondiente a la taza.
Esto elevó la agitación al máximo, y el que había trabajado con el
cuchillo se mostró de lo más encantado y con más asombro que
nadie. Para completar esta parte de mi relato, debo decir que apenas
regresamos, la Sra. Sinnett y yo, que llegamos primero a la casa,
fuimos directamente a ver la vajilla, y las tres tazas que completaban
las nueve sobrevivientes de una difunta docena, estaban puestas de
lado en un estante alto por tener las asas rotas. Por lo tanto, la
séptima taza sacada de la tierra, no había salido de esa reserva.
Después del almuerzo, HPB hizo otro milagro que me sorprendió
más que todas las otras cosas. Uno de los caballeros dijo que estaba
dispuesto a ingresar en la Sociedad si HPB podía darle al instante,
¡su diploma debidamente llenado! Esto parecía ser demasiado, pero
HPB sin pestañear, hizo un gran gesto con la mano y le dijo que
tratase de encontrarlo, porque muchas veces los árboles y mato-
rrales habían servido de buzón. Riendo, y en apariencia seguro de
que su prueba era imposible, se dirigió a los matorrales y halló
en ellos un diploma de Miembro perfectamente llenado con su
nombre y fecha, y una carta oficial mía, que estoy bien seguro de
no haber escrito, pero que, no obstante, ¡era de mi propia letra! Esto
nos puso de buen humor, y como HPB estaba entusiasmada, quién
sabe qué fenómenos hubiese producido, si no fuera por un muy
inesperado y desagradable contretemps [imprevisto]. Al regresar, nos
detuvimos para descansar y charlar un poco. Mientras tanto, dos de
los caballeros —el Mayor y el que se agregó en último momento
a la excursión— se alejaron un poco, y al cabo de una media hora
volvieron con aire muy serio, diciendo que en el momento en que
la taza y el plato fueron exhumados, ellos estaban perfectamente
Simla y los coerulianos 155

convencidos y dispuestos a sostener su opinión contra todo el


mundo, pero que habían vuelto a ver el lugar y se habían conven-
cido de que, haciendo un agujero por el otro lado de la cresta de
la colina, se podía introducir los objetos hasta el sitio en que se les
había encontrado. Lamentaban no poder considerar ese fenómeno
como enteramente satisfactorio, y presentaron a HPB un ultimátum
para que efectuase otro fenómeno en las condiciones fijadas por
ellos. Dejo que quien haya conocido a HPB, a su orgullo de familia
y su volcánico temperamento, se imagine la explosión de furia que
respondió a aquella propuesta. Se hubiera dicho que se volvía loca,
y vertió sobre los dos desgraciados escépticos los torrentes de su
indignación; de suerte que nuestro alegre paseo terminó con una
tempestad. Personalmente, recordando todos los detalles del descu-
brimiento de la taza y su plato, y animado por el mayor deseo de
llegar a la verdad, no puedo considerar de valor la teoría propuesta
por los dos escépticos. Todos los asistentes habían podido ver que la
taza y su plato estaban cubiertos de numerosas raíces que tuvieron
que ser cortadas o arrancadas violentamente, y ambos objetos
parecían incrustados en el suelo como si fuesen piedras; la hierba
encima de ellos estaba fresca y no había sido movida, y si se les
hubiese introducido por un túnel, las huellas dejadas no habrían
podido escapar a los ojos de todo nuestro grupo que seguía atento
la operación de excavación. En fin, dejemos eso; el valor de la ense-
ñanza pública de HPB, no depende de los fenómenos que aquella
maravillosa mujer producía de tiempo en tiempo, para instrucción
de los que pudiesen sacar provecho de ello. Y con toda seguridad, es
mayor el mérito de haber promulgado la Doctrina Oriental, que el
de crear en la tierra un juego de té de porcelana completo.
árboles banianos , adyar
CAPÍTULO XVI
Los incidentes de Simla
1880

D
ESPUÉS de la publicación del último capítulo de estas
memorias, he hallado una circular impresa, redactada por
Damodar para nuestros Miembros según extractos de mi
carta privada que recibió de Simla, fechada el 4 de octubre de 1880,
al día siguiente del almuerzo campestre del que he hablado. Al
volverla a leer, veo que mi Diario me ha servido bien en cuanto a los
detalles, salvo en uno solo; la carta oficial hallada por el Mayor… en
un matorral con su diploma, estaba firmada “Atentamente… (firma
en caracteres tibetanos) por H. S. Olcott, Presidente de la Sociedad
Teosófica”. Sin embargo, el texto de la carta era de mi escritura, y si
no hubiera estado seguro de lo contrario, hubiese podido jurar que
la había escrito yo mismo.
El hallazgo del broche de la Sra. Hume, tan conocido y comen-
tado por todo el mundo, sucedió esa misma noche, en la casa
del Sr. A. O. Hume. Voy a contarlo exactamente, porque no sólo
recuerdo perfectamente los detalles, sino que los encuentro también
en mi carta a Damodar, mencionada anteriormente. Uno de los más
importantes ha sido siempre omitido en todas las versiones publi-
cada por los testigos oculares, y es precisamente a favor de HPB y
contrario a toda hipótesis de fraude. He aquí los hechos: Un grupo
de once —entre los cuales se hallaban el Sr. y la Sra. Hume, el Sr. y
la Sra. Sinnett, la Sra. Gordon, el capitán M., el Sr. H., el Sr. D., el
teniente B., HPB y yo— estábamos cenando en casa del Sr. Hume.
Naturalmente, la conversación se desenvolvía sobre el ocultismo
y la filosofía. También se habló de psicometría, y la Sra. Gordon,
158 H ojas de un viejo diario

previo consentimiento de HPB para hacer un experimento, fue a


su habitación a buscar una carta que trajo dentro de un sobre en
blanco y que entregó a HPB para que le haga una psicometría. Esta
la puso un instante en su frente y se echó a reír: “Es raro”, dijo ella.
“Veo precisamente lo alto de la cabeza de alguien con los cabellos
erizados. No puedo ver la cara. ¡Ah! Ya la veo que sube lentamente.
¡Pero si es el Dr. Thibaut!” En efecto, era una carta suya dirigida a la
Sra. Gordon. Todos quedaron satisfechos y —como sucede siempre
cuando se anda a la caza de fenómenos— pidieron más milagros.
Alguien dijo: “¿No querría Mme. Blavatsky traer algo que esté lejos
de aquí?” Ella miró tranquilamente alrededor de la mesa y dijo:
“Pues bien, ¿quién desea alguna cosa?” “Yo”, dijo en seguida la
Sra. Hume. “¿Qué es?”, preguntó HPB. “Si fuera posible, desearía
hallar una vieja alhaja de familia que no he visto desde hace mucho
tiempo: un broche rodeado de perlas”. “¿La ve usted claramente en
su mente?” “Sí, con mucha claridad; se me ha ocurrido de pronto”.
HPB miró fijamente a la Sra. Hume durante un momento, pareció
hablar consigo misma, y dijo: “No será traída aquí, a la casa sino al
jardín; un Hermano acaba de decírmelo”. Después de un silencio,
preguntó al Sr. Hume si él tuvo en su jardín un macizo en forma
de estrella. El Sr. Hume dijo que sí, hubo varios. HPB se levantó
y señaló con el dedo una dirección: “Quiero decir, hacia allí”. “Sí,
hubo uno en ese lado”. “Entonces, venga conmigo y encuéntrela
usted mismo; la he visto caer como un punto de fuego en un macizo
de esa forma”. Todo el mundo se levantó, se puso los abrigos y se
reunió en el salón para salir juntos, salvo la Sra. Hume, que no se
atrevió a exponerse a la brisa nocturna. Antes de salir, pregunté a
todos los presentes si recordaban bien los detalles del incidente
y les rogué que dijesen si se inclinaban a la hipótesis de compli-
cidad, o de conversación dirigida voluntariamente sobre el asunto,
o de sugestión mental por parte de HPB. “Porque”, dije yo, “si tan
siquiera la sombra de una duda planea sobre el asunto, es perfec-
tamente inútil llevarlo más adelante”. Todos se miraron con aire
interrogador, y por unanimidad declararon que todo había sucedido
en debida forma y de buena fe. Esto es lo que se había omitido en
todos los otros relatos de este hecho, y sostengo que, puestos todos
los presentes en guardia, es un absurdo querer hacer una acusación
de trampa cuando los hechos son tan sencillos y la buena fe tan
perfecta del principio al fin.
Salimos al jardín para buscar la sortija, con linternas, porque
la noche estaba oscura y no se veía nada. Íbamos en grupos de dos
o tres; HPB con el Sr. Hume; la Sra. Sinnett con el capitán M., etc.
El macizo en forma de estrella fue hallado por la Sra. Sinnett y el
Los incidentes de Simla 159

capitán M. quienes descubrieron un paquetito de papel blanco con


algo duro dentro. Tuvieron necesidad de apartar todo un enredo de
capuchinas y otras lianas, que formaban un tapiz de vegetación. HPB
y el Sr. Hume se hallaban a cierta distancia y yo también, hasta que
los felices buscadores nos llamaron para ver lo que habían encon-
trado. La Sra. Sinnett se lo entregó al Sr. Hume, quien lo abrió en la
casa, y en el interior del paquetito estaba el broche perdido que se
había solicitado. Alguien propuso —ni HPB ni yo— que se hiciese
un acta, lo que se hizo, redactada por el Sr. Hume y el Sr. Sinnett, y
todos los presentes la firmaron. Esa es la verdad pura y simple, sin
adornos, reticencias ni exageraciones. Hago un llamamiento a todo
lector de buena fe para que decida si era un verdadero fenómeno. Se
ha insinuado que aquel broche estaba entre las alhajas recuperadas
de un aventurero que tuvo relaciones con la familia del Sr. Hume
y de las cuales se apoderó indebidamente. Concediendo que sea
así —si lo fuese— en nada disminuye el misterio de la reclamación
del broche por la Sra. Hume y su descubrimiento en el macizo del
jardín. Lo mismo que en el caso que anteriormente conté, del anillo
de oro que HPB hizo saltar de una rosa que yo estaba sosteniendo en
mi mano*, no debilita el notable valor del fenómeno en sí. Cuando
Mme. Blavatsky, en respuesta a la petición de un fenómeno de
materialización, miró alrededor de la mesa, no eligió a nadie, sino
que la Sra. Hume fue la primera en hablar, y casi al mismo tiempo
que una o dos personas más. En su carácter de dueña de casa, se le
cedió el lugar por cortesía, y entonces fue cuando HPB le preguntó
qué era lo que deseaba. Si algún otro hubiese expresado un deseo
que hubiese sido más del agrado de los presentes, HPB habría
tenido que satisfacer a esa persona, ¿y en qué quedaría la teoría de
la sugestión mental sobre la Sra. Hume? Ligeramente, se aparta esa
dificultad de orden práctico agregando que HPB había hipnotizado a
todos los presentes de manera que la Sra. Hume pidiera justamente
el objeto que HPB podía procurar con más facilidad. Pasando por
esto, nos hallamos frente a estos hechos importantes (a) que HPB
no había puesto jamás los pies en el jardín del Sr. Hume; (b) no
había sido llevada hasta su puerta salvo esa noche; (c) que el jardín
no estaba alumbrado; (d) que el macizo en forma de estrella no era
visible desde el camino de entrada a la casa, y por lo tanto, HPB no
podía haberlo visto; (e) que nadie se movió del comedor después
que la Sra. Hume pidió el broche, hasta que todos nos levantamos
de la mesa, y quienes hallaron el broche fueron la Sra. Sinnett y el
capitán M., y no fue HPB que conducía al Sr. Hume, como muy bien

* Descrito en el Cap. VI del primer volumen de esta obra. (Olcott)


160 H ojas de un viejo diario

hubiera podido hacerlo si conocía el sitio exacto del escondrijo.


Entonces —siempre suponiendo que el broche estaba en poder de
HPB— habría que explicar cómo se desplazó al macizo entre el
momento de la petición y el del descubrimiento, sólo unos pocos
minutos. Los que no tengan un odio inveterado contra nuestra ya
fallecida y querida Instructora, en favor de los hechos anterior-
mente citados, le darán por lo menos el beneficio de la duda, y
contarán ese fenómeno entre las pruebas ciertas de sus facultades
psicoespirituales.
El brutal ultimátum del Mayor H., que apagó la alegría de
nuestro almuerzo campestre, mantuvo durante varios días a HPB
en un estado de agitación, pero lo sucedido en la cena de los Hume,
nos trajo la adhesión a nuestra Sociedad de varios europeos influ-
yentes y dio ocasión a numerosas pruebas de simpatía hacia mi
pobre colega.
El 7 de octubre pronuncié una conferencia en el local de la
Institución de Servicios Unidos sobre “Espiritismo y Teosofía*”. Me
presentó el capitán Anderson, Secretario honorario de la Institución,
y el discurso de agradecimiento fue pronunciado muy amablemente
por el veterano teniente general Olpherts, CB, VC, RA†. Se me dijo
que la concurrencia era la más numerosa que se hubiese visto en
Simla. Esa misma noche, asistí al baile del Virrey lord Ripon, de
India, en la Casa de Gobierno, y recibí numerosas felicitaciones de
los amigos por mi conferencia y la mejora de nuestras relaciones
con el Gobierno de India.
Día tras día continuábamos recibiendo visitas, invitaciones a cenar,
siendo el acontecimiento del momento. HPB continuaba haciendo
milagros, de los cuales algunos me parecieron bien poca cosa y poco
elevados, pero eran lo bastante para hacer creer a la mitad de Simla
que ella “era ayudada por el Diablo”. Esto es lo que dice mi Diario;
y veo que el autor de esa teoría fue un tal Mayor S., que se lo dijo a
HPB en la cara y con toda seriedad. El 16 de octubre, la Sra. Gordon
nos invitó a un pícnic con los Sinnett y el Mayor S. Allí se distin-
guió HPB, sacando de un pañuelo mojado en un plato con agua,
otro bordado con el nombre de Pila del Sr. Sinnett. Fue esa noche
cuando el Sr. Hume le entregó su primera carta para ser transmitida
al Maestro KH, comenzando así la tan interesante correspondencia
de la que tanto se ha hablado después, cada tanto. Cenas y excur-
siones al campo llenaron los últimos días de nuestra encantadora

* Ver “Teosofía, Religión y Ciencia Oculta”, p. 216. (Olcott)


† Siglas en inglés para, respectivamente: Caballero de la Orden del Baño, Cruz
Victoria y Académico Real. (N. del E.)
Los incidentes de Simla 161

permanencia en Simla, y uno o dos excelentes fenómenos, mantu-


vieron el interés en HPB en el más alto grado. De ellos, hubo uno
muy bonito: esa noche cenábamos en casa, y la Sra. Sinnett, HPB
y yo, esperábamos en el salón al Mayor S. Las señoras se hallaban
sentadas juntas en un sofá; la Sra. Sinnett tenía en la suya la mano
de HPB y admiraba por vigésima vez el hermoso diamante amarillo
que le había regalado en Galle la Sra. Wijeratne durante nuestro
viaje de ese año. Era una piedra rara y de valor, de hermosos deste-
llos y gran brillo. La Sra. Sinnett deseaba mucho que la desdo-
blara para ella alguna vez, pero HPB no se la había prometido. Sin
embargo, lo hizo esa noche. Después de haber frotado suavemente
la piedra con dos dedos de la otra mano, se detuvo un instante, y
después retirándolos mostró la sortija. Junto a ella, entre ese dedo y
el inmediato, había otro diamante amarillo, no tan brillante como el
original, pero era también una piedra muy hermosa. Creo que está
todavía en poder de nuestra querida y buena amiga. Durante la cena
de esa noche, HPB no comió nada, pero mientras la comida trans-
curría ella se calentaba las manos en el plato de agua caliente que
tenía delante. De pronto, frotándose las manos, una o dos gemas
pequeñas cayeron sobre el plato. Los lectores de la biografía de M.
A. Oxon recordarán que esas materializaciones de piedras preciosas
eran un fenómeno frecuente en él; ya fuese que caían sobre él y en
la habitación como una lluvia, o bien que grandes piedras caían por
separado. Los orientales dicen que son traídas por los elementales
del reino mineral, que los occidentales llaman gnomos —los espí-
ritus de las minas— y en lenguaje tamil los llaman Kalladimandan.
El Sr. Sinnett ha descrito y publicado lo sucedido el 20 de
octubre, y lo denominó “incidente del almohadón”. Presenta los
caracteres de un fenómeno muy real. Estábamos de excursión
en lo alto de Prospect Hill y Sinnett esperaba la respuesta de una
carta que había escrito a un Maestro, pero no la esperaba en aquel
momento, porque nos hallábamos en una partida de placer. Pero
alguien —ya no recuerdo quién, porque escribo por las escasas
notas de mi Diario y sin ver el relato del Sr. Sinnett— pidió un
fenómeno (continuamente había petición de ellos, esa es un agua
salada que no deja nunca satisfecho), se decidió hacer traer algo por
medio de la magia. “¿Qué lugar designan para el objeto? En un árbol
no. Es preciso no quitar interés a los fenómenos repitiéndolos”,
dijo HPB a los demás. Después de consultarse entre sí, nuestros
amigos convinieron en que fuese dentro del almohadón sobre el
cual se apoyaba la Sra. Sinnett en su jampan. “Muy bien, dijo HPB,
ábranlo y vean si hay alguna cosa dentro”. El Sr. S. fue abriendo el
almohadón con su navaja. La cubierta exterior era bordada en la
162 H ojas de un viejo diario

cara superior, el reverso era de cuero a de algo duro, cosido con


hilo muy fuerte que estaba cubierto por un cordón, cosido a su
vez con pequeñas puntadas. Era un almohadón viejo y la costura
se había endurecido tanto, que costó trabajo para deshacerla. Por
fin fue abierto y se encontró en el interior otra segunda envoltura
que encerraba las plumas, y también fuertemente cosida. Cuando
se abrió, el Sr. Sinnett metió la mano entre las plumas y encontró
una carta y un broche. La carta era de KH y se refería a una conver-
sación que habían tenido el Sr. S. y HPB; el broche pertenecía a la
Sra. S., que precisamente al salir, lo había visto sobre su tocador.
Dejo a las personas inteligentes que saquen las conclusiones de este
hecho.
Nada mejor para completar el registro de nuestras primeras rela-
ciones con el Gobierno de India y mostrar a qué extremos absurdos
se llegó para protegerse de los posibles planes políticos (!) de nuestra
Sociedad, que, pensándolo bien, decidí publicar la primera respuesta
de las autoridades de Simla a mis protestas, tal como hice con mi
carta del 27 de septiembre, cuyo texto se incluyó en el capítulo
anterior de esta historia. Fue lo suficientemente cordial, pero no lo
suficientemente amplia como para cubrir nuestro caso. Aquí está:

No. 1025 E. G.
De H. M. Durand, Esquire,
SubSecretario del Gobierno de India,
Al Coronel H. S. Olcott,
Presidente de la Sociedad Teosófica.
Departamento de Asuntos Exteriores

Simla, 2 de octubre de 1880


Señor: Debido a que el Sr. A. C. Lyall no se encuentra en Simla,
se me indica que responda su carta fechada el 27 de septiembre.
2. Usted declara que la Sociedad Teosófica no tiene interés o
disposición para entrometerse en política, ya sea en India o en
otros lugares; pero que, sin embargo, ha sido objeto de una desa-
gradable vigilancia durante sus viajes por India en nombre de
la Sociedad; y que en consecuencia, los planes benéficos de la
Sociedad se han visto seriamente obstaculizados. Solicita que el
Gobierno de India deshaga el error que se le hizo involuntaria-
mente en este asunto debido a la vigilancia puesta en sus movi-
mientos.
Los incidentes de Simla 163

3. Debo agradecerle por la información que nos ha proporcionado


con respecto a los objetivos y las operaciones de la Sociedad
Teosófica, y debo asegurarle que el Gobierno de India no desea
someterlo a ningún inconveniente durante su estancia en el país.
Mientras el único objetivo de los Miembros de la Sociedad se limite
a la prosecución de estudios filosóficos y científicos, totalmente
ajenos a la política, que usted ha explicado, no necesitan descon-
fiar de las autoridades Policiales.
4. Debo agregar que el Gobierno de India estará muy agradecido si
usted tiene la gentileza de enviar a este Departamento de Asuntos
Exteriores, las copias de los documentos mencionados en el tercer
párrafo de su carta.
Tengo el honor de ser, señor,
Su muy seguro servidor
H. M. Durand,
SubSecretario del Gobierno de India

El 20 de octubre recibí del Gobierno de India la carta final que


esperaba y que nos legalizaba ante los funcionarios angloíndios, la
que sin duda es lo suficientemente importante y merece ser publi-
cada en esta retrospectiva histórica. El texto de dicha carta es el
siguiente:

No. 1060 E. G.

De H. M. Durand, Esquire,
SubSecretario del Gobierno de India,

Al Coronel H. S. Olcott,
Presidente de la Sociedad Teosófica.

Departamento de Asuntos Exteriores

Simla, 20 de octubre de 1880


Señor: Se me indica que acuse recibo de su carta del 14 de
octubre, enviando ciertos documentos para información del
Gobierno de India, y solicitando que todos los funcionarios guber-
namentales previamente advertidos contra ustedes puedan ser
164 H ojas de un viejo diario

informados de que los propósitos de su llegada a India ya han sido


aclarados.
2. Debo agradecerle por las copias de los documentos enviados,
que se archivarán en el Departamento de Asuntos Exteriores.
3. Respondiendo a su petición, debo decirle que las autoridades
locales que habían sido avisadas de su presencia en el país, van
a ser informadas de que las medidas prescritas quedan sin efecto.
4. Sin embargo, debo agregar que esta decisión se ha tomado
como consecuencia del interés en usted expresado por el Presi-
dente de los Estados Unidos y el Secretario de Estado de su
gobierno, y que no debe tomarse como una expresión de opinión
por parte del Gobierno de India respecto a la “Sociedad Teosófica”,
de la cual usted es Presidente.
Tengo el honor de ser, señor,
Su muy seguro servidor
H. M. Durand,
SubSecretario del Gobierno de India

La referencia en el párrafo final de la carta del Sr. Durand es a los


documentos que le envié, entre ellos una carta firmada de puño
y letra por el Presidente Rutherford B. Hayes en la que me reco-
mendó a todos los ministros y Cónsules estadounidenses, y una de
contenido similar del Excmo. W. M. Evans, entonces Secretario de
Estado, junto con mi pasaporte Diplomático.
Nada más nos quedó por hacer en Simla, dejamos esa estación
de montaña encantadora en un carro tonga para hacer una gira
previamente programada por las llanuras. Al resumir los resul-
tados de la visita, se puede decir que ganamos algunos amigos,
libramos a nuestra Sociedad de sus obstáculos políticos e hicimos
muchos enemigos entre el público angloíndio que se aferró a la
teoría de las interferencias Satánicas en los asuntos humanos. En
un mundo social tan primitivo y conservador, era de esperarse que
los modales Bohemios de HPB conmocionaran el sentido general de
buenos modales, mientras que su inmensa superioridad intelectual
y espiritual ha suscitado envidias y resentimientos, y sus extraños
poderes psíquicos han hecho que se la considere con una especie de
temor. Aún así, viéndolo desde un punto de vista amplio, siempre
vale la pena visitarla porque se gana más de lo que se pierde.
CAPÍTULO XVII
Hermosas escenas
1880

N
ECESITAMOS setenta días para regresar a Bombay, después
de haber partido de Simla, pues empleamos mucho tiempo
en detenciones, visitas, conversazioni [conversaciones] de
HPB y conferencias de su servidor. A veces los incidentes de esta
gira fueron importantes, como por ejemplo, una enfermedad que
puso en peligro los días de HPB, y siempre dichos incidentes fueron
pintorescos. Voy a narrarlos en el orden en que ocurrieron.
El primer lugar donde nos detuvimos fue Amritsar, ciudad que
está adornada por la maravilla arquitectónica del Templo de Oro de
los guerreros Sikhs. Es asimismo el entrepôt [depósito] y principal
centro de fabricación de los chales de Cachemira y de los chud-
dars [chadores] de Rampur, tan apreciados por las mujeres de buen
gusto. Como en aquel tiempo nosotros éramos todavía personas
gratas para el swami Dyánand Sarasvati, sosteníamos las más amis-
tosas relaciones con sus partidarios, y las Ramas locales de su Arya
Samaj nos hacían en todas partes cordiales recepciones, brindán-
donos generosa hospitalidad. Treinta Samajistas nos recibieron en
la estación de tren de Amritsar y nos llevaron a un bungaló vacío,
nos pusieron un cocinero para que nos atendiera y algunos muebles
necesarios, incluidos grandes durries rayados o alfombras de algodón
indo, colocados en una parte del piso de tierra apisonado, para que
nuestros visitantes se sienten con las piernas cruzadas cuando nos
visiten. Las paredes eran de adobe según la moda casi universal
de India, y adornadas con una serie barata de fotos litográficas
alemanas de damas con virtudes aparentemente sencillas, más o
166 H ojas de un viejo diario

menos adornadas con joyas y flores, y poco vestidas. Casi exploto


cuando —nuestro Comité de Recepción se marchó y HPB y yo
quedamos solos en la gran sala— ella volvió los ojos de una a otra
imagen, y de repente estalló en un comentario muy poco halagador
y contundente sobre la respetabilidad de las damiselas que figuraban
en ellas como alegorías. Durante horas nos divertimos e instruimos
con el estudio de un enorme hormiguero de hormigas blancas que
sobresalía de la pared a un lado. Levantando nuestras sillas, vimos
a los pequeños constructores entrar y salir por miles y construir
las paredes de su cámara bajo la evidente supervisión de sus inge-
nieros. Hicimos pequeños agujeros en el nido y los vimos reparar
las brechas; HPB puso una cerilla o un cigarrillo sin fumar en los
agujeros y cronometró a las hormigas para ver qué tan pronto las
cubrían con barro. Después de una tediosa espera, nuestro criado
Babula y el otro cocinero nos prepararon la comida, y luego salimos
a ver el Templo Dorado.
El templo es extremadamente poético; se compone de una
cúpula central que se levanta sobre cuatro arcos que coronan
los muros de la construcción principal, y está flanqueado en las
cuatro esquinas por kioscos moriscos como los del Taj Mahal. Los
muros del templo en su parte superior, están cubiertos de pequeñas
cúpulas muy próximas entre sí; de cada lado del edificio sobresalen
ventanas ornamentales, cerradas por piedras caladas trabajadas del
modo más artístico. En el piso superior, las paredes están divididas
en grandes y pequeños recuadros esculpidos. El templo descansa
sobre una plataforma de mármol, rodeada por una verja de bronce,
en una pequeña isla en el centro de un lago transparente; diríase
el ilusorio palacio de un mago emergiendo del mar. El acceso al
templo tiene lugar por un camino pavimentado con mármoles
italianos, y el lago entero está rodeado por una ancha acera del
mismo material. La parte superior del templo está recubierta de
oro, y cuando el sol indo da sobre ella desde el cielo azul, su aspecto
radiante sólo puede ser imaginado más que descrito. En su estado
actual, el templo no tiene más de un siglo, porque el santuario
original, comenzado en 1580 por Ram Das, y terminado por su
hijo, fue minado e hizo explosión bajo Ahmad Shah en 1761, el lago
sagrado —Amrita Saras, la fuente de Inmortalidad— fue llenado de
cieno, y el lugar manchado con una masacre de bueyes, como una
especie de muestra de superioridad de una religión sobre otra, a la
cual los soldados fanáticos y los teólogos políticos han recurrido
de buena gana. Pero no pretendo desempeñar el papel de guía, ni
el de moralista arqueólogo, debo llevar a HPB de regreso a nuestro
bungaló de paredes de adobe, ya que esperamos visitas, en nuestro
Hermosas escenas 167

ticca gharry (carruaje de alquiler) tambaleante y salpicado de barro y


polvo, tirado por dos caballos esqueléticos. Después de haber dejado
nuestra ofrenda de moneditas en el suelo, en el centro del templo, y
oído a los akalis que salmodiaban los versículos del Granth, el libro
sagrado de los Sikhs que está escrito en pieles curtidas de búfalos,
nos sentimos felices de podernos retirar a reposar, pues el día había
sido muy cansador.
Al otro día, vino de Lahore una delegación de Samajistas, presi-
dida por Rattan Chand Bary y Siris Chandra Basu, dos hombres
muy inteligentes y honorables, de los que he tenido la felicidad de
conservar la amistad hasta el presente. Tuvo lugar una conversación
y discusión de las más interesantes, con treinta o cuarenta de los
partidarios del swami, y esa noche, cuando nos quedamos solos con
los dos amigos antes nombrados, HPB hizo sonar sus “campanas
astrales” con más fuerza y claridad de lo que se lo había oído hacer
en India. Les hizo una proposición que produjo entre ella y los dos
amigos una desdichada incomprensión, que es mejor que la cuente
aquí para impedir que el hecho sea citado contra HPB por sus
enemigos. Hasta entonces, el Sr. Sinnett no había tenido ocasión de
discutir la filosofía mística inda con un indo culto, cosa que lamen-
taba mucho, y nosotros también. Mantenía su correspondencia con
el Mahatma KH, pero hubiera deseado conocerle personalmente, o
por lo menos a uno de sus discípulos. Viendo que el Sr. Rattan
Chand estaba bien preparado para servir de intérprete, HPB con la
aprobación del Maestro —según ella, se lo dijo a él y a mí— trató
de convencerle de que fuese a ver al Sr. Sinnett, llevando una carta
de KH y desempeñase el papel de mensajero. No debía dar al Sr. S.
ningún dato sobre sí mismo, sobre su nombre, situación, ni resi-
dencia, pero debía responder completamente a sus preguntas sobre
temas religiosos y filosóficos; HPB le aseguraba que todas las ideas y
argumentos necesarios le serían inspirados en el mismo momento.
El Sr. Rattan Chand y su amigo S. C. B., no sabiendo hasta qué
punto puede llegar esa transmisión de pensamiento, y no viendo ni
Mahatma ni carta sobre HPB, mostraron la mayor repugnancia para
llevar adelante ese asunto. Sin embargo, terminaron por aceptar,
y regresaron a Lahore para obtener el permiso necesario y volver
al día siguiente. Cuando se marcharon, HPB me expresó su satis-
facción, diciendo que la misión sería muy real, haría muy buen
efecto sobre el Sr. Sinnett, y sería muy favorable al karma de los dos
jóvenes. Pero al otro día, en lugar de volver, mandaron un telegrama
diciendo que rehusaban en absoluto seguir la propuesta, y por carta
explicaron claramente que no querían prestarse al desengaño que
según creían habían de sufrir. La contrariedad e indignación de
168 H ojas de un viejo diario

HPB se manifestaron sin rodeos. No vaciló en decir que eran un par


de imbéciles por haber estropeado una ocasión que pocas personas
consiguen, de trabajar con los Maestros cumpliendo grandes planes.
Me dijo también que si hubiesen venido, la carta hubiera caído del
cielo ante ellos y que todo habría salido bien. Ese es uno de los casos
en que una cosa perfectamente posible para un ocultista, cuyos
sentidos interiores están desarrollados y cuyas facultades psicodi-
námicas están en plena actividad, parece absolutamente imposible
al hombre corriente, que no puede concebir cómo podría alcan-
zarse el objeto deseado no empleando el fraude y cómplices. No
estando aún bastante desarrollados, nuestros jóvenes amigos fueron
dejados libres de preparar su karma y eligieron el camino que les
pareció más conveniente. HPB dijo que con eso se habían perjudi-
cado. ¿Cuántas veces la pobre HPB no ha sido así mal comprendida,
y censurada por la ignorancia espiritual de los demás, cuando su
mayor deseo era ayudarles?
Ese mismo día tuvimos otra experiencia desagradable. Nuestra
exposición sincera de nuestros puntos de vista eclécticos con
respecto a las diferentes religiones, en la conferencia del día ante-
rior, parecía haber enfriado tanto el ardor de nuestros anfitriones
Samajistas, que nos dejaron a nosotros mismos en nuestros cuartos
tristes; y cuando preguntamos por nuestras comidas, Babula nos
dijo que no se había enviado comida, combustible, manteca u otras
cosas necesarias para cocinar. Así que no tuvimos otra opción que
mandarlos al bazar y comprar nuestros propios suministros. Al
anochecer, como nadie había aparecido, HPB y yo tomamos un
carruaje de alquiler y condujimos en busca de los funcionarios de
la Samaj. Finalmente encontramos uno y llegamos a un acuerdo
con él, y a través de él con los demás; con lo cual se disculparon
profusamente, y a la mañana siguiente tuvimos mucho para comer
y combustible para cocinarlo.
Después del mediodía volvimos al templo para disfrutar una
vez más de sus bellezas. Allí se veían centenares de faquires y de
gosains más o menos horribles, akalis en oración, una multitud de
peregrinos prosternados, lámparas que brillaban en el interior del
templo, grandes Punyabis llenos de majestad que circulaban por la
acera de mármol, y por todas partes animación y vida. La muche-
dumbre nos seguía cortésmente; nos dieron guirnaldas y dulces
en el templo, y en un santuario donde se conservan los sables, las
cotas de malla y los discos de acero templado de los sacerdotes
guerreros Sikhs, recibí con gran alegría una cariñosa sonrisa de uno
de los Maestros que por el momento parecía ser uno de los akalis
guardianes del tesoro. Nos dio a los dos una rosa, y en su mirada
Hermosas escenas 169

había una bendición. Como puede suponerse, me corrió por todo el


cuerpo un escalofrío, cuando sus dedos me tocaron al entregarme
la flor.
El 27 de ese mes (octubre) di una conferencia ante un numeroso
auditorio sobre el tema “La Arya Samaj y la Sociedad Teosófica”,
y el 28 otra sobre “El Pasado, el Presente y el Futuro de India”. El
texto se encuentra en mi libro “Teosofía, Religión y Ciencia Oculta”.
Las personas que creen que los indos no tienen patriotismo, debe-
rían haber visto el efecto de aquella conferencia sobre la nume-
rosa asamblea. Cuando yo describía la antigua grandeza de India
y su actual estado de humillación, se oían murmullos de placer o
suspiros; alternaban aplausos vehementes con silencio y ojos llenos
de lágrimas. Me sentía a la vez sorprendido y encantado a la vista
de su dolor silencioso, esto me impresionó tanto que casi no pude
continuar. Fue una de las frecuentes ocasiones en que los vínculos
de fraternal afecto que nos unían a los indos se estrechaban, y nos
sentíamos felices por haber podido establecernos en aquel país para
servir a nuestros hermanos espirituales. Recuerdo un sentimiento
del mismo género cuando acompañé a la Sra. Besant en su primera
gira por India. Era en algún sitio del Sur y ella hablaba, si no
recuerdo mal, de “El Lugar de India entre las Naciones”. Cediendo a
la inspiración divina y empleando casi idénticas expresiones, entu-
siasmó a su auditorio, y se hubiera dicho que éste era una gran arpa
sobre la cual sus hábiles dedos podían despertar cualquier acorde.
En el coche, cuando regresábamos, ninguno de los dos podía hablar,
estábamos sumergidos en un éxtasis silencioso como el que acaba
de salir de un concierto donde un Maestro de la Música ha evocado
a las sinfonías del Devaloka. El que no ha sentido ese estremeci-
miento de la inspiración que lo atraviesa por entero, no sabe lo que
quiere decir la palabra oratoria.
Es necesario que hable aquí de la visita de un pandit de Jummo,
Cachemir, a causa de lo que dijo acerca del estudio del sánscrito.
Su voz era clara y firme, su lenguaje fácil, y su figura imponente.
Tuvo con nosotros una larga e interesante discusión, y nos pareció
que era un sectario más que un ecléctico. Al irse, se volvió hacia mí
y dijo que me era absolutamente necesario aprender el sánscrito,
porque sería la única lengua útil para mí en la próxima encarna-
ción. ¡Tal vez pensaba que renaceríamos en algún Panditloka desco-
nocido hasta la fecha!
Nuestra permanencia en Amritsar se prolongó por algunos días
para tener el placer de ver el Templo de Oro y su lago iluminados
para la celebración del Divali, que es su Día de Año Nuevo. El
espectáculo bien valía la pena. Un coche vino a buscarnos de noche
170 H ojas de un viejo diario

y nos condujo a la Torre del Reloj, construcción moderna que


domina el lago y desde donde tuvimos una vista muy hermosa. El
soberbio templo estaba cubierto de lámparas alternativamente rojas
y doradas, que le daban el aspecto de una gloria deslumbradora. Su
base desaparecía bajo una capa de chirags, que son unas pequeñas
lámparas de arcilla en forma de yoni, que se sujetan a un enrejado
de bambú hecho según dibujos geométricos, como se ve en toda
India del Norte en los balcones, ventanas, puertas, etc. De lejos, el
templo parecía envuelto en un encaje de fuego. Los contornos de
la calzada, los caminos alrededor del lago y las fachadas de las casas
que lo rodeaban, estaban iluminadas con innumerables lámparas
similares. Unos magníficos fuegos artificiales como sabe hacerlos
los indos, nos transportaron al país de las hadas. Había grandes
vasos de fuegos de colores, otros que arrojaban llamas, ruedas de
Catalina, candelas Romanas, cohetes y bombas, eran lanzados de
los cuatro ángulos del monumento; cada color luminoso teñía el
cielo, se reflejaba sobre la lisa superficie del lago, e iluminaba un
modelo de antiguo navío indo, que se hallaba amarrado a la orilla.
Cada tanto se soltaban globos luminosos, que subían suavemente
en el cielo sin nubes, y veíamos alejarse a las lucecitas como si
fuesen estrellas flotantes. Las grandes piezas de artificio represen-
taban emblemas religiosos, el lingam, el yoni, el doble triángulo —
símbolo de Vishnu— y otros. Cada nuevo fuego era acogido con
grandes gritos, tañidos de campanas y la música de un regimiento.
En medio de la excitación general, se desplegaba alrededor del lago
una procesión de unos miles de Sikhs, llevando a su cabeza un alto
akali que era portador del estandarte de los Grandes Gurús, y todos
cantaban himnos en honor del Fundador, el Gurú Nanak.
Al día siguiente, tomamos el tren para Lahore, donde fuimos
cordialmente recibidos. Una gran delegación de Arya Samajistas nos
recibió en la estación de ferrocarril y nos llevó a nuestro alojamiento,
un bungaló separado conectado con una gran pensión angloíndia
cerca del Jardín Público. Nos dejaron solos mientras fueron a cenar
a sus casas y luego volvieron a las 9 p. m., se sentaron en el piso
junto con nosotros y hablamos sobre metafísica hasta altas horas,
después de lo cual ambos nos alegramos de ir a descansar. El quid
fue la naturaleza de Iswara y la personalidad de Dios, sobre la cual
con HPB consideramos creencias muy antagónicas a las de ellos.
Los diarios anglo–indos estaban entonces llenos de mala voluntad
hacia nosotros, y eso nos hacía apreciar aún más la amistad de los
indos. Pronuncié una conferencia ante la numerosa concurrencia
habitual, el domingo 7 de noviembre, y entre los europeos presentes
se encontraba el Dr. Leitner, el célebre Orientalista, en aquel tiempo
Hermosas escenas 171

Presidente de la Universidad del Punyab. Al cierre, el supuesto Yoga


Sabhapathy swami leyó una alocada alocución complementaria en
la que sus alabanzas a nosotros se mezclaron con mucha auto-glo-
rificación. Vino a visitarnos al día siguiente y nos favoreció con
su compañía desde las 9:30 a. m. hasta las 4 p. m., cuando ya había
agotado nuestra paciencia. Cualquier buena opinión que hayamos
podido formarnos de él antes, fue arruinada por una historia que nos
contó sobre sus hazañas como Yogui. ¡Dijo que lo habían recogido
en el Lago Mânsarovara, Tíbet, en el aire y lo habían transportado
unos 320 km hasta el monte Kailâs, donde vio a Mahadeva! HPB y
yo podríamos ser extranjeros ingenuos, pero no pudimos digerir
una mentira tan ridícula como esa. Se lo dije muy claramente. Si,
como le dije, nos hubiera dicho que había ido a cualquier lugar que
le gustase en cuerpo astral o visión clarividente, podríamos haberlo
creído posible, pero en cuerpo físico, desde el lago Mânsarovara, en
compañía de dos Rishis mencionados en el Mahabharata, y al monte
no físico Kailâs, no gracias: que se lo cuente a otro.
Siete de los Arya Samajistas, incluidos nuestros dos visitantes
escépticos de Amritsar, se unieron a la S. T. y ayudaron a formar
una Rama local. Todo nuestro tiempo estaba ocupado por las recep-
ciones y por discusiones sobre temas religiosos, y sin embargo, no
dejamos de tener algunas distracciones de otra clase. Por ejemplo
la llegada del Virrey lord Ripon, el día 10, que fue brillantísima.
Iba sobre un gran elefante cubierto con una capa de paño dorado,
y cuya cabeza estaba cubierta por enormes adornos dorados. Con
todo ello hacía juego el howdah [silla de montar], y una sombrilla
de oro era sostenida sobre la cabeza de Su Excelencia por un criado
asiático pintorescamente vestido. Seguían los Marajás y los Rajás
del Punyab, sobre elefantes, según su rango, y todos iban escol-
tados —HPB decía vigilados— por civiles europeos, también sobre
elefantes. Había caballería europea y bengalí, soldados nativos
vestidos de rojo, lanceros y alabarderos indos, exploradores, bandas
de músicos, tambores de guerra y platillos. En fin, algo parecido
al desfile de un circo Barnum, ¡donde sólo faltaba la caravana de
las fieras salvajes, el carro con la banda de música, y una jirafa o
dos, para que la ilusión fuese completa! Estoy seguro de que todos
los ingleses que formaron en aquella parada se sentían ridículos,
y los jefes indígenas, en otro tiempo independientes, se sentian
humillados por esa pública exhibición de los conquistadores y
los vencidos, de la que todo el mundo comprendía bien el signi-
ficado. Con HPB vimos la ceremonia desde una de las torrecillas
de la estación de tren, que está almenada y parece una fortaleza,
como si estuviese construida para ser usada como tal, si llegase el
172 H ojas de un viejo diario

caso. Sus comentarios sobre el desfile y sus brillantes actores, me


mantuvieron en una carcajada contínua, y más tarde, en una de sus
incomparables cartas al Russky Vyestnik, hizo reír a toda Rusia con
el incidente de la ausencia en el desfile del Marajá de Cachemira,
a quien se creyó en tren de conspiraciones, ¡y que no había concu-
rrido sencillamente porque estaba con diarrea!
En honor a la visita del Virrey, se iluminaron los célebres Jardines
de Shalimar, plantados por Alí Mardân Khan en el siglo XVII. De
todos los espectáculos que he visto en India este fue uno de los más
agradables. El jardín representaba, en su forma original las siete
divisiones del Paraíso del islam, pero sólo quedan tres. El centro
está adornado por un estanque bordeado de una especie de almena
artísticamente recortada, y atravesada por tubos para los surtidores
de agua. Una cascada cae sobre una pendiente de mármol, hay
pequeños pabellones, torres y otras construcciones, y largos estan-
ques estrechos encuadrados por césped verde. Imaginensé lo que
habrá sido aquel parque en una estrellada noche del cielo indo,
brillando infinidad de chirags que marcan el borde de los estanques
y de todos los senderos y avenidas, con los árboles iluminados por
linternas de color, el lago central transformado por las luces de los
fuegos de bengala, y con todos los paseos y avenidas atestados de un
pintoresco gentío, con trajes brillantes y varoniles. He visto muchos
países y pueblos, pero nada que pueda compararse a esa reunión de
Sikhs, Punyabis, Cachemires y Afganos, con sus vestidos de oro y
plata, sus colores claros y sus turbantes de todos los matices más
delicados que el arte del tintorero pueda producir.
CAPÍTULO XVIII
Benarés la santa
1880

A
L día siguiente de la fête [evento al aire libre] en el Jardín
Shalimar tuvimos nuestra primera ocasión de conocer
directamente las doctrinas de la Brahmo Samaj. El Sr.
Protap Chandra Mozumdar dio una conferencia a la cual asistimos.
Nuestra primera impresión fue la de los millares de oyentes de
sus discursos, a la vez elocuentes y sabios. Como para todos los
viajeros que llegan a India, fue para nosotros una sorpresa oír el
inglés admirable de un indo culto, y hasta el final nos mantuvo bajo
su encanto. Pero cuando nos pusimos a recapitular, encontramos
mayor cantidad de música que de alimentos sólidos en su alocu-
ción. Esta nos pareció más cerca de la retórica que de la erudición,
y volvimos poco satisfechos, como de una cena compuesta sólo de
Meringues à la crème. Su definición de la naturaleza y principios de
su Sociedad era muy clara, por cierto; el tema era: “La Brahmo
Samaj y sus relaciones con el hinduismo y el cristianismo”. Hablaba
improvisando, o por lo menos sin notas, y no sólo nunca dudó
sobre una palabra, sino que en ningún momento dejó de elegir el
mejor de los sinónimos para expresar su idea. Se parecía en esto a
la Sra. Besant. Nos dijo que la Brahmo Samaj toma todo lo que es
bueno de los Vedas, los Upanishads, los Puranas y el Bhagavadgita,
así como del cristianismo, y rechaza las escorias. Durante mucho
tiempo, “El Libro Brahmo Dharma” no contuvo más que extractos
de los Upanishads, y me pareció una pena que no se hayan quedado
en eso. Están de acuerdo con los cristianos sobre la impotencia del
hombre y su entera dependencia de un Dios personal, y habiendo en
174 H ojas de un viejo diario

cierta ocasión oído desde la puerta una de sus reuniones de oración,


no podía dejar de estar impresionado con el ambiente No-conformista
que tenía. Practican una especie de Yoga y siguen el Bhakti Marga,
sendero por el cual el Ejército de Salvación marcha al son de sus
trombones y platillos. Teísta convencido, Protap Babu habló de Jesús
como de un personaje más glorioso que ningún otro en la historia,
pero, sin embargo, humano.
El Durbar Virreinal dado por lord Ripon bajo una tienda el 15 de
noviembre, fue un verdadero contraste con la reunión ya mencio-
nada. Se había construido una inmensa sala con un toldo rayado
de blanco y azul, las paredes eran de tela, había tapices rojos y
todo estaba iluminado por arañas estilo rococó. El Virrey estaba
sentado en un trono plateado; vestía su traje de corte completo,
adornado con profusión de bordados de oro, pantalón corto blanco,
medias blancas de seda; la cinta azul de la orden del Baño atravesaba
su pecho en medio de una cascada de condecoraciones, como un
azulado riachuelo corriendo entre márgenes de pedrería. Detrás de
él, fornidos criados Punyabis vestidos con trajes orientales agitaban
abanicos indos de color escarlata, bordados con las armas reales;
otros dos tenían espantamoscas (châmars) de cola de yak blanco del
Tíbet, y otros dos sostenían sendos cuernos de la abundancia; todos,
emblemas del poder soberano: el conjunto aparecía ante los ojos
norteamericanos, como un gran esfuerzo decorativo.
La asamblea estaba sentada en filas paralelas de sillas enfrentadas;
los europeos a la derecha de Su Excelencia, los indos a su izquierda,
y un ancho paso dejado entre ellas, iba desde la puerta hasta el
trono. Los Rajás indos, Marajás, y otros Príncipes ocupaban un sitio
según su rango, colocándose los de mayor jerarquía cerca del Virrey.
A su llegada, cada príncipe era saludado con una descarga de arti-
llería, las tropas presentaban armas, la banda tocaba; el Maestro de
Ceremonias, el Sr. (ahora Sir Alfred) Lyall, con traje de diplomático,
los conducía hasta el pie del trono; el Príncipe ofrecía un nuzzur
(regalo de cierto número de monedas de oro), que el Virrey “tocaba
y devolvía” (es decir, que no lo guardaba); en seguida, después de un
saludo, cada Príncipe era conducido a su sitio y le tocaba el turno
a otro. Qué aburrimiento tener que estar ahí en el trono durante la
repetición de todas esas pantomimas. Me preguntaba cómo el Virrey
podría no bostezar abiertamente hacia el final de la ceremonia. Pero
era un hermoso espectáculo, que valía la pena de verse una vez.
Después de la recepción de los Príncipes, el Virrey tenía que ofre-
cerles soberbios presentes de joyas, armas montadas en plata, sillas
de montar, etc., que los Príncipes “tocaban” y que eran inmediata-
mente retirados por los criados. No puede verse un mayor contraste
Benarés la santa 175

que el de los trajes magníficos y turbantes adornados con pedrería


de los Príncipes, con los trajes sombríos, triviales y sin elegancia de
los civiles europeos.
Dos días después, dejando a HPB en Lahore, fui a dar una confe-
rencia en Multan; cinco años antes, en la misma fecha, pronuncié
mi Discurso Inaugural ante la entonces recién nacida S. T. de Nueva
York.
La calle principal de Multan es amplia, pavimentada con ladri-
llos y llena de tiendas que no tienen nada que envidiar a las de otras
ciudades de India. Hay fabricantes de platería esmaltada, artículos
de seda, alfombras de algodón y lana, etc. Había una gran local de
la Arya Samaj y también una Rama de nuestra Sociedad, encabe-
zada por uno de los mejores hombres de India, el Dr. Jaswant Roy
Bhojapatra. Dicté conferencias en dos noches sucesivas, y durante
el día me llevaron por la ciudad para ver los lugares de interés,
¡entre ellos uno que coincide con la tumba de Adán, para paté-
tica provocación! Es el templo del Narasinha Avatar de Vishnu, su
apariencia, bajo la forma de un hombre-león tiene el propósito de
proteger la virtud y castigar a las personas malvadas. La historia
(y qué “historia”, sin duda) es que Vishnu abrió uno de los pilares
de hierro del salón Durbar del Rey malo, salió de él y destrozó al
tirano. Bueno, en realidad muestran el pilar idéntico en este templo
de Multan. Qué podría uno tener mejor que eso: a menos que sea
la tumba de Adán, sobre la cual Mark Twain —para su elogio, sea
dicho— llore sinceramente por la pérdida de ese respetable antepa-
sado, ¡y sirva de ejemplo a toda la raza regenerada de la humanidad!
Cuando regresé a Lahore encontré a la pobre HPB sufriendo
una fiebre del Punyab, cuidada por el fiel Babula. Estaba agitada,
ardiendo, y se quejaba de sofocación. La cuidé toda la noche, pero
no quiso permitirme que hiciese buscar un médico, asegurando
que por la mañana estaría mejor. Pero no fue así, al contrario; y
llamamos al mejor médico de la localidad, quien halló que el caso
era grave, prescribiendo quinina y digitalis. Tenía que pronun-
ciar esa noche una conferencia, y la di; después reanudé mi
papel de enfermero, y los remedios procuraron a la enferma una
noche de buen reposo. Al otro día, la crisis ya había pasado y el
médico la declaró fuera de peligro. Después de otra buena noche,
dio evidentes pruebas de convalecencia comprando unas ₹ 100 de
chales, bordados y otras fantasías, a uno de esos vendedores ambu-
lantes indos llamados box-wallahs, quienes asedian a los viajeros en
los bungalós. Se distrajo con un experimento magnético que hice
esa noche con nuestros visitantes indos, que deseaban saber cuál de
entre ellos era el más sensible a la influencia magnética. Hice que se
176 H ojas de un viejo diario

colocasen de pie, cara a la pared, con los ojos cerrados y tocando la


pared con la punta de sus pies, mientras yo me colocaba silenciosa-
mente detrás de cada uno poniendo las palmas de las manos vueltas
hacia su espalda, sin tocarlo; concentrando mi voluntad, los hacía
caer hacia atrás en mis brazos extendidos. HPB vigilaba sus caras
para que no mirasen, y yo los “atraía”. Desearía saber cómo explican
este sencillo pero notable fenómeno los hipnotizadores que niegan
la existencia de un aura magnética. Ninguno de los sujetos había
estudiado ni una palabra de la ciencia magnética, y yo no les había
dicho nada de mis intenciones.
Sea cual fuese la causa —que las compras tuviesen la culpa o
no— el hecho es que HPB tuvo una recaída y pasó mala noche,
agitada, quejándose y con momentos de delirio. Al otro día por
la mañana estaba mejor, ¡y se consoló con nuevas compras! Por la
tarde celebramos una reunión y organizamos una Rama local bajo
el nombre de la Sociedad Teosófica de Punyab. Recuerdo un inci-
dente divertido relacionado con eso. Un caballero y su hijo, ambos
hindúes ortodoxos, y los dos muy interesados ​​en nuestros puntos
de vista, aunque lo mantenían en secreto, me llamaron por sepa-
rado para hablar conmigo. Ambos querían unirse a la Sociedad sin
que el otro lo supiera; así que decidí que el hijo se reuniera con los
otros solicitantes en la habitación de HPB y que el padre viniera
a la mía, un cuarto de hora antes de la hora fijada. Hice que HPB
mantuviera a los demás conversando mientras recibía y admitía
debidamente como Miembro al padre. Luego, disculpándome ante
él durante media hora y dejándole un libro para leer, fui a la habi-
tación de HPB e inicié a los otros candidatos, y me disculpé ante
ellos durante cinco minutos. Luego volví con el padre, le dije que
estábamos formando una Rama y conseguí que viniera conmigo y
participara en la elección de los directivos. ¡Imaginen su sorpresa al
ver a su hijo en cuclillas en el piso con los demás, un MST de pies
a cabeza! Hubo un primer momento de vergüenza, seguido de una
carcajada cuando expliqué los hechos, y HPB fue la más divertida de
todos durante el dénouement [desenlace]. Esa noche tomamos el tren
para Amballa, y desde allí para Cawnpore, donde sostuvimos largas
discusiones metafísicas, y donde di dos conferencias; luego regre-
samos a Allahabad, a casa de nuestros buenos amigos, los Sinnett.
Dejé a mi colega a sus buenos cuidados, y fui a Benarés a casa del
venerable Marajá, hoy difunto, cuyo título es con tanta frecuencia
mencionado en los libros hindúes y budistas, y se remonta a la
más remota antigüedad. Mandó a la estación su coche y a varias
personas de su séquito para recibirme en su nombre. Me alojaron
Benarés la santa 177

en un pabellón próximo a su palacio, junto a un gran estanque en


el que se reflejaba un espléndido templo que había hecho levantar.
Fui recibido por Su Alteza el siguiente día por la mañana, el
Sr. Pramada Dasa Mittra, el talentoso y respetado sanscritista, y
el no respetado rajá Sivaprasad, vinieron para llevarme hasta allí.
Como era el cumpleaños del joven Príncipe, había un gran nautch
en palacio. El Marajá, que tenía el aire de un patriarca con su bigote
y cabellos blancos, me demostró mucha benevolencia y me hizo
sentar sobre unos almohadones de color rojo y plata, bajo un dosel
de Cachemira bordado, sostenido por pértigas de plata, junto a él y
a su hijo. Él iba vestido con un traje de Cachemira verde con panta-
lones y chaleco de seda y un gorro de brocado. Su hijo llevaba un
traje de brocado verde entretejido con oro y un gorro adornado con
un penacho y diamantes.
El nautch indo es la más lamentable de las diversiones, e ideal
para hacer bostezar a los occidentales. Tres muchachas, bonitas y
ricamente vestidas, y una mujer vieja, se balanceaban al son de
instrumentos musicales indos; se sucedían interminables posturas,
zapateos, vueltas y revueltas; después, gestos con las manos retor-
ciendo los dedos como serpientes, canciones provocativas en hindi
acompañadas de gestos obscenos y guiños de ojos; el total repugnaba
y daban ganas de irse al jardín a fumar una pipa. Mas el viejo Marajá
parecía divertirse y nos sonreía benévolamente con sus anteojos
de oro, de suerte que tuve que permanecer allí y tener paciencia.
Tenía ante sí un enorme chillum (pipa de agua) de plata, cuyo tubo
flexible estaba forrado de seda blanca y terminaba en una boquilla
adornada con pedrería y que chupaba constantemente. Cuando por
fin pude retirarme, me puso alrededor del cuello una cinta tejida
de rojo y oro, me echó perfumes en las manos, y me dijo que había
tenido mucho placer en verme. Decidió que se me instalase en la
ciudad, en su gran palacio llamado Casa de la Moneda, y que diese
una conferencia el martes siguiente.
La Casa de la Moneda tiene ese nombre a causa de que sus antepa-
sados acuñaban allí su propia moneda. Es un gran monumento que
casi me hacía pensar en el palacio de Versalles, in petto [en su inte-
rior], constituye un teatro ideal para las apariciones de fantasmas.
Por lo menos, tal me pareció cuando esa noche me quedé solo en una
enorme habitación, bastante mayor que el salón de conferencias, y
esperaba ser despertado por un batallón de fantasmas traviesos. Pero
no hubo tal cosa y dormí en paz. El erudito Dr. G. Thibaut, director
del Colegio de Benarés, vino a cenar conmigo y pasamos la velada
en provechosas conversaciones. Al otro día le devolví la visita, y
178 H ojas de un viejo diario

también visité a rajá Sivaprasad y al Sr. Pramada Dasa Mittra. El día


siguiente lo empleé en ir a ver a Majji, la mujer asceta o Yoguini,
y la encontré muy amable y comunicativa sobre temas religiosos.
Después, más tarde, visité a un viejo swami Yodi Bhaskarananda
del que quedé encantado. A las 6 p. m., di mi conferencia “India”
en la Municipalidad ante un numeroso auditorio con —según se
me dijo— “toda la aristocracia y los sabios de Benarés”. El anciano
Marajá y su hijo se hallaban presentes, y el rajá Sivaprasad me sirvió
de intérprete con gran habilidad; su conocimiento del inglés era
perfecto, independientemente de sus deméritos. Ahora está muerto,
y nada de lo dicho, ya sea bueno o malo, puede afectarlo, pero
durante toda su vida fue un cortesano adaptable, que se ganó el favor
de todos los funcionarios europeos, fue adulador y obtuvo títulos,
propiedades y honores de toda clase, se ganó el desprecio de sus
compatriotas y, al mismo tiempo, el de los blancos ante quienes él
“flexionaba la rodilla”; bueno, para poder obtener lo que codiciaba.
Nunca olvidaré cómo me miró el Dr. Thibaut cuando el difunto
rajá se fue después de contarnos cómo él, durante la campaña del
Punyab de Lawrence, se había metido en el campamento de Runjit
Singh e hizo un recuento de las armas de este para luego informár-
selo a lord Lawrence. Alzando las cejas, el tranquilo Orientalista
alemán dijo: “¡sahib Der Radja tiene nociones muy peculiares de
patriotismo!”, parecer en el que estuve de acuerdo. Los tres fuimos
una mañana a dar una vuelta por el Ganges en una embarcación,
para ver el espectáculo único de las abluciones rituales de millares
de hindúes piadosos. Cubrían las escalinatas de los ghats desmoro-
nados y de los palacios semiarruinados que bordean el río. Oraban
en cuclillas, sobre pontones de madera, al abrigo de sombrillas o de
esteras de hojas de palmera. Se metían en el agua hasta las rodillas,
lavaban sus ropas y las golpeaban sobre los escalones de piedra; se
veían ascetas que empolvaban su cuerpo con ceniza; las mujeres
bruñían con arena sus vasijas de cobre hasta que parecían de oro;
después las llenaban con agua del Ganges y las llevaban apoyadas en
su cadera izquierda. El público invadía el ghat en llamas, donde se
consumían los cadáveres en las piras, mientras otros esperaban su
turno. Conforme subía el sol, iluminaba aquellos brillantes colores,
los blancos turbantes y la multitud que se apretujaba subiendo y
bajando las anchas escaleras que conducían a las calles igualmente
llenas de gente, mientras que originales embarcaciones con la proa
en forma de pavo real, se hallaban amarradas a la orilla o navegaban
por el río. En ninguna parte del mundo puede verse nada parecido
a la Santa Benarés al comenzar el día.
Benarés la santa 179

Y lo más impresionante es que ese mismo espectáculo se repite


todos los días desde las más remotas edades; tal como hoy se le
contempla, lo fue cuando el Avatar Krishna vivía entre los hombres.
Pero, no podría predecirse cuánto tiempo durará todavía. La mano
del Tiempo pesa sobre los palacios que adornan la margen del río,
algunos de los más majestuosos se caen en ruinas. Pesadas masas
de mampostería se han deslizado unas sobre otras y sus cimientos
han desaparecido bajo el agua, el estuco se desprende de los muros
y deja al descubierto los ladrillos. La gran mezquita del islam, que
domina el conjunto fue edificada con las piedras de los antiguos
templos que los conquistadores demolieron. El ghat de los muertos
es horrible y desolado, las hogueras se levantan sobre capas de
despojos; hasta los hombres de castas elevadas que se ven haciendo
sus oraciones, parecen que en su mayoría cumplen sus deberes reli-
giosos mecánicamente, más bien para ser vistos por los demás que
impulsados por un profundo sentimiento religioso. “Ikabod*” parece
escrito sobre este, el más sagrado de los antiguos santuarios arios,
por la tierra de ese Progreso occidental el cual empobrece espiri-
tualmente a las naciones mientras las enriquece: vacía su corazón
mientras le llena el bolsillo.
Mis buenos amigos, los Sres. Pramasa Dasa Mittra y Ram Rao me
llevaron a ver un célebre Yogui del cual no he anotado el nombre
en mi Diario. Estaba sentado en el patio triangular de una casa a
orillas del Ganges y rodeado de unas cincuenta o sesenta personas.
Era un hombre alto y hermoso, de aspecto venerable, que parecía
sumergido en la meditación y parcialmente en trance. Su aseo
contrastaba agradablemente con la suciedad y abandono habituales
de los sannyasis. Se me dijo que era profundamente versado en el
sistema de Patanjali y que desde hacía muchos años estaba conside-
rado como uno de los principales Yoguis de India. Siendo nuevo en
India, creí lo que se me decía y le demostré mi respeto a la antigua
moda del país. Hablé un poco con sus discípulos y me marché. Pero
mis ilusiones se disiparon pronto; supe que sostenía un pleito por
la suma de ₹ 70 000 y lo defendía con energía. Verdaderamente, un
Yogui que pleitea por rupias era una anomalía, y no necesito decir
que no renové mi visita.
Al otro día vi por primera vez al pandit Bâlâ Shastri. El Dr. Thibaut
lo consideraba como el mayor erudito sanscritista en toda India. Era
el Gurú de varios de los principales Príncipes indos y disfrutaba
del respeto universal. Ya ha muerto, y es una pérdida que parece
irreparable para el país. Quisiera que nuestros literati occidentales le

* Ikabod es mencionado en 1 Samuel Cap 4, Vers. 21. (N. del E.)


180 H ojas de un viejo diario

hubiesen visto como lo vi aquel día. Un hombre pálido, delgado, de


mediana estatura, de modales calmos y dignos, una expresión dulce
y atrayente, sin trazas de animalismo ni de pasión sórdida —la fiso-
nomía de un poeta o de un sabio, que viviendo en el mundo del
pensamiento no tenía ningún contacto con el mundo exterior. Unos
ojos negros, brillantes, dulces y sinceros, iluminaban ese hermoso
conjunto, y el recuerdo de su mirada se me presenta todavía claro,
al cabo de dieciséis años. Otro pandit, el Bibliotecario del Colegio
de Benarés, le acompañaba y tomó parte en la discusión. Hice todo
lo posible por convencerles de la urgente necesidad de un renaci-
miento de la Literatura Sánscrita para entregar al mundo lo que de
valioso encierra, en un momento como el actual, en el que todas
las esperanzas espirituales parecen ahogadas bajo las aguas de la
inundación materialista. Hasta llegué a decir a Bâlâ Shastri que si la
religión y la filosofía hindú sufrían un eclipse, él tendría una gran
parte de responsabilidad en el desastre, puesto que era más capaz
que nadie de poner un dique a la corriente. Le propuse que nos
asociásemos, él como representante de la clase de los pandits y yo
como el de una agencia universal de propaganda; le pedí que convo-
case una asamblea de los principales pandits de Benarés y me permi-
tiera hablarles; aceptó y confió las primeras gestiones a Pramada
Dasa Mittra.
HPB llegó de Allahabad a las 4 p. m., y sentimos tanta alegría al
vernos de nuevo, como si hiciese mucho tiempo que nos hubié-
ramos separado.
CAPÍTULO XIX
El amo de los djinns *
1880

P
ASAMOS juntos ocho días en Benarés, y durante ese tiempo
vimos con frecuencia al anciano Marajá, a las personas de su
séquito, y a los otros notables de la ciudad. Su Alteza envió
temprano a su Secretario a preguntar por HPB el día siguiente de su
llegada, y más tarde vino él mismo con el Sr. Pramada Dasa y el rajá
Sivaprasad como intérpretes y pasó con nosotros dos horas discu-
tiendo asuntos religiosos y filosóficos. En otra ocasión, trajo a su
Tesorero y nos ofreció una importante suma (varios miles de rupias)
para nuestra Sociedad, si HPB “le mostrase algún milagro”. Ella
rehusó, naturalmente, hacer nada para él, como lo había rehusado
antes a otros indos ricos —entre ellos, al fallecido Sir Mungaldas,
de Bombay— pero sin embargo, inmediatamente después de
marcharse el Marajá, produjo varios fenómenos para algunos visi-
tantes pobres que no hubieran podido darle ni diez rupias. No
obstante, dijo al anciano Príncipe un importante secreto para que
hallase ciertos papeles de familia que, si no me equivoco, fueron
ocultados apresuradamente por la Revolución. Tengo razones para
creer que el Marajá, aunque decepcionado, la respetó más que si
hubiese aceptado su regalo. El desinterés se considera siempre en
India como una buena prueba de la piedad de los instructores. El
Yogui de Lahore que mostró su samadhi al marajá Runjeet Singh,
se arruinó para siempre ante los ojos de este último, al aceptar sus
costosos regalos. “Sin eso”, me dijo uno de sus antiguos criados en

* Elemental; Espíritu de la Naturaleza; Genio, en el folklore islámico. (N. del E.)


182 H ojas de un viejo diario

Lahore, “el Marajá le hubiera guardado junto a él toda su vida, vene-


rándolo como a un santo”.
Repetimos con los mismos compañeros y con HPB, el paseo
matinal por los ghats en una embarcación por el Ganges. Esta
vez hicimos detener nuestra embarcación cerca del ghat de los
muertos para observar toda la ceremonia de la incineración, desde
la llegada del cuerpo y su último baño en el río, hasta la dispersión
de sus cenizas en la corriente. Era un espectáculo muy realista,
sin poesía ni delicadeza, y si la cremación hubiese sido introdu-
cida en Occidente bajo esa forma grosera, estoy seguro de que no
se hubiera encontrado un segundo cuerpo para ser quemado. El
empleo del horno crematorio quita a la operación lo que tiene de
repugnante, y no es de extrañar que esta manera de disponer de los
muertos se haya hecho tan popular.
Ese mismo día nos llevaron, a ver una feria musulmana,
donde vimos el primer ejemplo de la extraordinaria destreza que
adquieren en India con el manejo del sable. Un hombre se acuesta
boca abajo, con la barba apoyada sobre una guayaba —del tamaño
de una pera mediana. Otro hombre vuelto de espaldas al primero,
marca el compás con los pies y todo su cuerpo al ritmo de un tam
tam; empuña un sable cortante como una navaja de afeitar, y lo
agita rítmicamente; de pronto se vuelve, levanta su sable y corta
en dos la guayaba bajo la barba del otro hombre. Todavía ahora me
estremezco al pensar lo que hubiera sucedido si el sable se hubiese
desviado sólo una línea. La misma prueba de destreza se repitió con
limones puestos bajo el talón desnudo de un hombre. Es preciso
observar que el que ejecuta la prueba está vuelto de espaldas y no
puede mirar al sitio del golpe más que mientras el sable está en el
aire.
El 14 de diciembre, la esperada reunión y conferencia entre mí,
como Presidente de la S. T., y los principales pandits de India, se
realizó en la residencia del Sr. P. D. Mittra. La dignidad del conjunto
será evidente para todos los Orientalistas bien informados, cuando
lean la siguiente lista de nombres, algunos de ellos los más recono-
cidos en la literatura sánscrita contemporánea:
• Dr. G. Thibaut, Director del Colegio Anglo-Sánscrito de Benarés.
• Pandit Bâlâ Shastri, fallecido profesor de derecho hindú, Colegio
Anglo-Sánscrito de Benarés.
• Pandit Bapu Deva Shastri, profesor de astronomía, Colegio
Anglo-Sánscrito de Benarés.
• Pandit Yagenswâra Ojha, Colegio Anglo-Sánscrito de Benarés.
El amo de los djinns 183

• Pandit Kesavli Shastri, Colegio Anglo-Sánscrito de Benarés.


• Pandit Dâmodara Shastri, profesor de gramática, Colegio
Anglo-Sánscrito de Benarés.
• Pandit Dhondirâga Shastri, bibliotecario, Colegio Anglo-Sánscrito
de Benarés.
• Pandit Ramkrishna Shastri, profesor de sankhya, Colegio
Anglo-Sánscrito de Benarés.
• Pandit Ganghadeva Shastri, profesor de poesía y retórica, Colegio
Anglo-Sánscrito de Benarés.
• Bapu Shastri.
• Babu Shastri.
• Govinda Shastri.
• Babu Pramada Dasa Mittra, fallecido profesor de literatura
anglo-sánscrita, Colegio Anglo-Sánscrito de Benarés.

El último caballero nombrado interpretó en sánscrito tan rápido


y fluido mi discurso a los pandits, como me tradujo sus respuestas y
observaciones en inglés, que escribe y habla como un nativo inglés.
Dudo que haya un Orientalista en cualquier país occidental, desde
el profesor Max Müller para abajo, que pueda hacer eso: cierta-
mente, los intentos de quienes han visitado India y Ceilán para
conversar en sánscrito con nuestros pandits no han impresionado a
estos últimos con su dominio del “lenguaje de los dioses”, a juzgar
por lo que me han dicho.
Nuestra conferencia duró varias horas, y punto tras punto fue
considerado cuidadosamente, cada parte puso especial cuidado para
evitar la apariencia de haberse subordinado a la otra. El resultado
final fue la adopción y firma de los siguientes artículos de acuerdo:

Considerando que, el interés de la literatura sánscrita y la filo-


sofía y ciencia védicas será eminentemente promovido por una
unión fraternal de todos los amigos del aprendizaje ario en todo
el mundo; y
Considerando que, es evidente que la Sociedad Teosófica está
sinceramente dedicada a la realización de este objetivo tan valioso,
y posee facilidades que son deseables de consolidar; por lo tanto
Resolvió que este Samaj acepta la oferta hecha en nombre de
la Sociedad Teosófica, y se declara en unión amistosa con dicha
Sociedad para los fines especificados, y ofrece prestar cualquier
ayuda que pueda para llevar a cabo los planes que se acuerden
entre los directivos gobernantes de los dos Samajas.
184 H ojas de un viejo diario

Disponiéndose, sin embargo, que este acto de unión no debe


entenderse como una de las dos Sociedades subordinada a la
regla o jurisdicción de la otra.
(Firmado) Bapu Deva Shastri,
Presidente
(Firmado) Bal Shastri,
Vicepresidente
Aceptado por la Sociedad Teosófica, H. S. Olcott, Presidente.
Da fe, Pramada Dasa Mittra,
Secretario de la Reunión
Benarés: Margasirsha Suddha 13º, Samvat 1937

Sin la ayuda del Sr. Pramada Dasa, tal resultado habría sido bastante
imposible, y tenemos que agradecerle por permitirnos reivindicar
el eclecticismo de nuestra Sociedad tan temprano en su estancia en
India. Al llegar tan pronto después de nuestro triunfante progreso
budista en Ceilán y además de la profesión pública de budismo de
HPB y mía en el templo de Galle, mostró una gran magnanimidad
de parte de los sabios de Benarés, cuya ortodoxia hindú estaba fuera
de toda duda. Sin embargo, el sentimiento del erudito Presidente
de Sabha se mostró muy fuertemente en su declaración de que, en
realidad prefería el cristianismo al budismo, pero al mismo tiempo
reconoció que el bien podría llegar al hinduismo desde una alianza
como la propuesta sobre la base de neutralidad sectaria. Debido a su
sexo, los pandits no quisieron que HPB participara en la conferencia.
Empleábamos nuestro tiempo en conversaciones, conferencias
públicas, visitas del Marajá y de otros príncipes o burgueses, y en
excursiones para visitar templos y monumentos antiguos. Un tal
Mohammed Arif, que vino a vernos, nos pareció muy interesante;
era un funcionario de uno de los Tribunales, y hombre muy sabio.
Conocía a fondo la literatura del islam y nos enseñó un cuadro que
había preparado, y en el cual se hallaban inscritos los nombres de
unos 1500 Adeptos célebres o místicos, desde el Profeta hasta nues-
tros días. También tenía conocimiento práctico de alquimia oculta
y a petición mía consintió en ensayar un experimento ayudado
por mí. Trajo del mercado algunos espesos y grandes brattis [panes
de bosta de vaca, seca y prensada], un poco de carbón vegetal y
dos rupias de Jeypur (que son de plata pura), y también algunos
productos vegetales secos. Hizo un pequeño agujero en el lado
plano de cada bratti y lo llenó de clavos de olor machacados, corteza
El amo de los djinns 185

de ahindra y de ebchum (mirobalanos* según creo); metió una rupia


en uno de los agujeros, lo cubrió con el otro bratti y prendió fuego al
de abajo. Hizo lo mismo con la otra rupia, encerrándola entre otros
dos brattis. Las boñigas ardían lentamente y no quedaron reducidas
a cenizas sino al cabo de dos horas. Las rupias fueron transportadas
a otros pares de brattis, y después a unos terceros y abandonadas así
mismas toda la noche. Al otro día por la mañana debíamos encon-
trarlas completamente oxidadas, es decir, que el metal puro debía
convertirse en óxido de similar consistencia a la de la cal, desme-
nuzable en polvo entre los dedos. Pero el experimento sólo resultó
a medias, porque la parte externa de las rupias estaba, en efecto,
oxidada, pero el interior se hallaba aún intacto. Mohammed Arif,
poco satisfecho de ese resultado, quería recomenzar el experimento,
haciéndolo en mejores condiciones, pero nos faltó el tiempo y no
pudo hacerse antes de nuestra salida de Benarés. En fin, lo cierto es
que se había producido una oxidación parcial, que no puedo expli-
carme, por medios tan sencillos como el fuego lento de seis brattis
y algunas pulgaradas de clavos de olor y otros vegetales similares†.
Mohammed Arif sentía el mayor respeto por los modernos descu-
brimientos de la ciencia, pero afirmaba que todavía quedaba mucho
por aprender de los antiguos sobre la naturaleza de los elementos
y sus posibles combinaciones. “Es teoría aceptada desde hace largo
tiempo entre los alquimistas de India —dijo— que si se reduce
un diamante a polvo por un procedimiento que ellos conocen,
esas cenizas mezcladas con estaño fundido, pueden cambiar a este
estaño en plata. Está claro que el experimento carece de interés
desde el punto de vista comercial, puesto que el agente transfor-
mador es más costoso que el producto obtenido. Mas no deja de
ser una idea sugestiva, porque si las cenizas de una substancia que
contiene carbono, obtenidas por determinado procedimiento, son
capaces de transformar el estaño en plata, se puede pensar que tal
vez las cenizas de otra sustancia de composición muy aproximada
a aquella darían también el mismo resultado, con las operaciones
apropiadas. Si cuando al hierro se le agrega carbono, se convierte

* Género de plantas combretáceas, compuesto por lo menos de unas 50 especies


originarias de la zona intertropical. Ahora ha decaído su uso en medicina, en
otro tiempo era muy empleada. (N. del T.)
† La plata no se oxida al aire, ni en frío, ni en caliente. Puede oxidarse en
presencia del oxígeno ozonizado. Se obtiene el protóxido de plata cuando se
precipita, una sal de plata por medio del hidrato de sodio o de potasio. Pero este
óxido se descompone con facilidad en oxígeno (que queda libre) y la plata metá-
lica, en cuanto se la calienta. (N. del T.)
186 H ojas de un viejo diario

en acero por una ley secreta que no se conoce bien todavía, ¿por
qué sería inverosímil que el carbono combinado con el estaño por
algún procedimiento aún no descubierto por los químicos euro-
peos, lo endureciera dándole propiedades tan diferentes como
las del acero lo son de las del hierro? Es verdad” — prosiguió el
 

alquimista, mirándome con sus ojos inteligentes— “que la química


moderna no conoce afinidad entre el carbono y el estaño, pero no la
niega tampoco. Nos consta que en los tiempos antiguos se sabía dar
a los instrumentos de cobre la dureza y el temple del acero, pero
el secreto se ha perdido. Los químicos harán bien en reflexionar
antes de sentar juicio inapelable sobre lo que era posible o impo-
sible a los alquimistas. Todavía tienen mucho que aprender antes de
hallar de nuevo las Artes Perdidas de la antigüedad. Los alquimistas
indos han probado que saben endurecer el estaño combinándolo
con el carbono, y por lo tanto, se hallan más adelantados en meta-
lurgia que los químicos modernos”. “Pero”, le pregunté, “¿por qué
entonces la Alquimia ha pasado tanto de moda?”.
“La Ciencia Alquímica está deshonrada”, respondió él, “porque
los eruditos la descuidan, mientras que los charlatanes la utilizan
para engañar, pero es una hermosa Ciencia. Creo —lo sé, mejor
dicho— que la transmutación de los metales es posible”.
El viejo entusiasta hablaba en urdu, que Rai Baldeo Buksh y otro
alto funcionario local me traducían admirablemente, y mis conver-
saciones con él fueron de las más interesantes que haya sostenido
con alguien. Parecía conocer muy familiarmente las literaturas
persa y árabe, y la dignidad de su actitud era la de un noble erudito
dedicado al estudio y a la investigación. Le hice escribir sus ideas, y
aparecieron traducidas en The Theosophist (ver ejemplar de mayo de
1881, p. 177). La última vez que fui a Benarés, supe que se había reti-
rado a una oscura aldea, donde vivía de una pensión muy pequeña,
y donde probablemente no había ni un solo vecino capaz de apre-
ciar su erudición y su gran inteligencia.
Varias personas de Benarés, nos hablaron de los milagrosos
poderes de Hassan Khan Djini, el hechicero musulmán previa-
mente mencionado, a quien habían conocido personalmente. Un tal
Sr. Shavier nos contó lo siguiente: él en cierta ocasión puso su reloj
y cadena en una cajita, la cual encerró en un cofre, en presencia de
Hassan Khan, quien inmediatamente enseñó dichos objetos en su
mano; los había hecho pasar a través de las dos cajas, por el poder de
sus espíritus elementales. Era natural de Haiderabad, en el Deccan,
y heredó el mencionado arte de su padre, que era un Ocultista más
avanzado que él, y que lo había debidamente iniciado con ceremo-
nias. Recibió poder sobre siete djinns, con la condición de llevar
El amo de los djinns 187

una vida moral y templada. Pero sus pasiones le arrastraron, y los


elementales, unos tras otros escaparon de su dominio; ya no le
quedaban más que uno solo a su disposición, y él le tenía mucho
miedo. Le era menester que el espíritu estuviese bien dispuesto,
de modo que no podía producir fenómenos a voluntad. El Sr. C. F.
Hogan, que le conoció íntimamente, cuenta (Theosophist, enero de
1881, p. 81) que Hassan Khan conocía la cercanía de su genio porque
dejaba de respirar por un lado de la nariz. Era un hombre de esta-
tura mediana, muy moreno, más bien gordo y bastante agradable.
Pero sus excesos terminaron por degastarlo moralmente, si no físi-
camente, y se dice que murió en una prisión.
El Sr. Shavier me contó una rara historia que se diría extraída
de “Las Mil y Una Noches”. Un sabio, pero pobre Moulvi, vivía
en Ghazipur, hace varios años, y a falta de otra cosa mejor, había
abierto una escuela para varones. Entre sus alumnos se contaba un
muchacho muy inteligente, respetuoso con su maestro, y que con
frecuencia le traía regalos. Un día, le trajo de parte de su madre
un postre precioso. El maestro dijo que tendría mucho gusto
en presentar sus respetos a los padres del muchacho, y el chico
respondió que él les expresaría el deseo de su profesor, y traería a
éste la respuesta. Al otro día, recibiendo una respuesta favorable, el
maestro se vistió con su mejor traje y acompañó al discípulo a su
casa. Este, guiándole, salió de la población y anduvo algún tiempo
por el campo, mas como no había casa alguna a la vista, el maestro
se inquietó y pidió explicaciones. Su alumno le dijo que se hallaban
muy próximos a la casa, pero que antes de llevarlo a ella, debía
confiarle un secreto. Él era de la raza de los Jinnaths (djinns) y era
un gran honor para el maestro, ser admitido a ver su ciudad oculta.
Ante todo, tenía que jurar que nada le haría revelar jamás el camino
que conducía a ella, pero que si faltaba a su promesa, quedaría fatal-
mente ciego. El Moulvi hizo el juramento pedido, y su alumno,
levantando una trampa que hasta ese momento no había percibido
el maestro, le hizo bajar por una escalera que se hundía en la tierra y
los condujo a la ciudad de los Jinnaths. Para los ojos del Moulvi todo
era igual que en el Mundo Superior: calles, casas, tiendas, carros,
danzas, músicas, etc. El padre del muchacho, recibió cordialmente
a su invitado, y la intimidad así comenzada continuó durante varios
años, con gran provecho y satisfacción para el profesor. Sus amigos
se asombraban de su prosperidad, y concluyeron por persuadir al
pobre imbécil que les enseñara el camino que conducía a la trampa
y a la misteriosa escalera. Mas en el preciso instante en que iba a
revelar su secreto a pesar del juramento hecho, se quedó repentina-
mente ciego y no recobró jamás la vista. Este Moulvi, vivía todavía
188 H ojas de un viejo diario

en la ciudad de G… cuando el Sr. Shavier me contó esta historia, y


dicen que todas sus amistades estaban al corriente de la causa de su
ceguera. La citada ciudad subterránea de los Jinnaths, con sus casas
y sus habitantes elementales, hace pensar en el relato de Bulwer
Lytton en “La Raza Venidera” y sugiere un común origen folclórico.
Como el tiempo de nuestra permanencia en Benarés había
terminado, enviamos nuestro equipaje a la estación, mientras noso-
tros íbamos desde La Casa de la Moneda al Fuerte Raâmanâgar para
despedirnos de nuestro venerable huésped y darle las gracias por
su hospitalidad. El anciano Príncipe se mostró muy amable y afec-
tuoso, nos pidió que volviéramos y que aceptásemos su hospitalidad
todas las veces que fuésemos a Benarés. Al irnos, echó sobre los
hombros de HPB un espléndido chal de Cachemira, que ella quiso
entonces “tocar y devolver”, pero el Marajá pareció tan lastimado
por su rechazo, que ella volvió sobre su decisión y le dio las gracias
por medio del intérprete. Esa tarde a las 6 estábamos en Allahabad
en casa de los Sinnett. HPB sufría terriblemente por un ataque
de dengue en la muñeca izquierda, esa terrible fiebre del “hueso
partido”, que produce más sufrimientos que los instrumentos de
persuasión con los que la paternal inquisición promovió la ortodoxia.
CAPÍTULO XX
Explicación del budismo cingalés
1881

L
A fiebre reumática de HPB, duró varios días con horribles
sufrimientos; su brazo se inflamó hasta el hombro y pasaba
las noches muy agitada, a pesar de los solícitos cuidados
de su médico, el Dr. Avinas Chandra Banerji, de Allahabad, cuya
dulzura y paciencia conmovieron nuestros corazones. ¡El primer
signo de convalecencia que dio, fue ir conmigo a una gran casa de
comercio para comprar un montón de cosas! El 24 de diciembre, en
la ceremonia de iniciación de nuevos candidatos, oímos con placer
sus melodiosas campanillas astrales.
Durante nuestra corta permanencia en casa de los Sinnett,
tuvimos muchas visitas notables, y disfrutamos ampliamente de
la conversación con el Prof. Adityram Bhattacharya, el sanscri-
tista erudito y otros, sobre Filosofía inda. Di dos o tres conferen-
cias, y como HPB ya estaba bien del todo, partimos en tren para
Bombay, el día 28 y llegamos sin otra aventura el día 30. Los
últimos días de 1880 transcurrieron en nuestro nuevo bungaló, “El
Nido de Cuervos”, sobre las rocosas pendientes de Breach Candy.
Lo eligieron y alquilaron para nosotros en nuestra ausencia, y
quedamos encantados de sus grandes habitaciones de techo elevado,
de sus hermosas galerías y de la amplia vista sobre el mar. Desde
comienzos de 1879 vivíamos en el densamente poblado barrio indo
de la calle Girgaum Back, bajo las palmeras, y donde la brisa del
mar no penetraba; el cambio de localidad nos pareció delicioso.
Otra ventaja fue que el número de las visitas triviales disminuyó
sensiblemente a causa de la distancia del centro de la población, y
190 H ojas de un viejo diario

eso nos dejó tiempo para leer. Mi Diario demuestra con frecuencia
esa satisfacción. Nos quedamos en esa casa hasta nuestra instalación
en Adyar, en diciembre de 1882. El alquiler corriente del nuevo
bungaló era de ₹ 200 mensuales, pero nos lo dejaron en 65 a causa
de que se decía estaba embrujado. Sin embargo, las apariciones no
nos molestaron nunca, salvo tal vez en una ocasión, y fueron rápi-
damente despachadas. Una noche, estaba acostado y comenzaba a
dormirme, cuando en eso sentí que una pata de mi charpai [cama]
era levantada como por alguien que estuviese metido en la pared
contra la cual estaba apoyada. En cuanto me desperté, pronuncié
cierta palabra de poder árabe, que HPB me había enseñado en
Nueva York; la cama volvió a reposar normalmente sobre sus cuatro
patas, y la sombra mal intencionada se marchó para no volver más.
El día de Año Nuevo me encontró escribiendo editoriales para
The Theosophist hasta las 2 a. m. Las primeras semanas del año no
tuvieron nada de extraordinario, si bien nos pusieron en contacto
con diversas personalidades bien o mal dispuestas hacia nosotros.
El autor de El elixir de vida, que más tarde se hizo célebre, el Sr. Mirza
Murad Alí Beg, vino a visitarnos por primera vez el 20 de enero. Era
de raza europea y pertenecía a la antigua familia de los Mitford del
Hampshire, que cuenta con varios escritores de talento, entre ellos
Mary Russell Mitford, que ha escrito Nuestro Pueblo y otros libros. El
abuelo de este joven había venido a India con algunos franceses y
sirvió al Sultán Tipu. A la muerte de este príncipe sensual y sangui-
nario, el Sr. Mitford entró en la Compañía de las Indias. Su hijo
nació en Madrás, y una de sus excentricidades fue la de convertirse
en musulmán; cuando lo conocimos, estaba al servicio del Marajá
de Bhaunagar como “Gran Oficial de Caballería”, cargo práctica-
mente sin preocupaciones. Había llevado una vida aventurera que
le proporcionó más disgustos que satisfacciones; entre otras cosas,
había realizado Magia Negra, y me dijo que todos sus sufrimientos
de los últimos años, eran debidos a las persecuciones de ciertos espí-
ritus malignos que en una ocasión evocó para que pusieran en su
poder a una mujer virtuosa que él deseaba. Según las instrucciones
de un gurú, mago negro musulmán, había permanecido durante
cuarenta días en una habitación cerrada, con los ojos fijos sobre
un punto negro marcado en la pared, tratando de ver la cara de su
víctima y repitiendo centenares de miles de veces un mantra medio
árabe y medio sánscrito. Le habían indicado que continuase de ese
modo hasta que viese la cara como viviente; cuando sus labios se
moviesen como para hablar, sería que ya estaba completamente
fascinada y que ella por sí misma vendría a buscarlo. Todo sucedió
Explicación del budismo cingalés 191

como el brujo lo había predicho; la mujer virtuosa cayó, pero él


quedó bajo el poder de los malos espíritus, por no ser lo bastante
fuerte moralmente para dominarlos, después de haber aceptado
sus servicios forzados. Aquel hombre era una compañía molesta.
Nervioso, excitable, voluble, esclavo de sus caprichos, percibía todas
las más elevadas posibilidades de la naturaleza humana, y era incapaz
de alcanzarlas; acudía a nosotros como a un refugio, y terminó por
instalarse en nuestra casa durante algunas semanas. Para ser inglés,
tenía un aspecto pintoresco: su traje era completamente musulmán,
salvo que llevaba sus cabellos de color castaño claro, recogidos en
un rodete a la griega como una mujer, tenía la tez clara y los ojos
azul pálido. Veo en mi Diario que tenía el aspecto de un actor carac-
terizado para desempeñar un papel. Escribió “El elixir de vida” un
poco más tarde, pero después contaré esa historia.
Desde que llegó a nuestra casa, parecía presa de una gran lucha
moral y mental consigo mismo. Se quejaba de ser arrastrado a
derecha e izquierda por influencias buenas y malas. Era inteligente
y había leído mucho; deseaba ingresar en la Sociedad, pero como
yo no tenía ninguna confianza en su valor moral, lo rechacé. Pero
HPB se ofreció para responder por él, cedí y dejé que aceptase su
admisión. Él se lo pagó algunos meses más tarde, ¡quitando un
sable de manos de un cipayo en la Estación de Wadhwan y tratando
de matarla, gritando que ella y sus Mahatmas eran todos diablos!
En una palabra, se volvió loco. Pero volvamos al hilo del relato.
Durante el tiempo que estuvo con nosotros, escribió algunos artí-
culos que aparecieron en The Theosophist, y cierta noche, después
de una conversación con nosotros, se puso a escribir sobre el poder
que tiene la voluntad, para prolongar la vida. HPB y yo nos encon-
trábamos en la misma habitación, y en cuanto se puso a escribir,
ella fue a colocarse detrás de él, como lo había hecho en Nueva York
cuando Harrisse dibujaba el croquis de un Maestro bajo su inspira-
ción. El artículo de sahib Mirza llamó la atención en cuanto apareció
(véase The Theosophist, III, 140, 168), y en adelante ha pasado por uno
de los más sugestivos y valiosos de nuestra literatura Teosófica. Se
conducía con rectitud, y parecía en camino de recobrar mucho de
su espiritualidad perdida, si se decidía a permanecer con nosotros,
pero después de prometer quedarse, cedió a un impulso irresistible
y corrió a Wadhwan y a su pérdida. No pudo recobrar el equilibrio
de su espíritu, se hizo católico romano, después volvió al islam, y
finalmente murió. Vi su tumba humilde en Junagad. Esto me ha
parecido siempre un terrible ejemplo del peligro que se corre al
meterse en las cosas de la ciencia oculta, cuando no se han domi-
nado aún las pasiones.
192 H ojas de un viejo diario

Pasaré rápidamente sobre los acontecimientos de 1881 y sola-


mente contaré dos o tres de los más importantes. La historia de
Damodar es uno de ellos. Cuando este excelente joven ingresó en la
Sociedad, se dedicó a ella de todo corazón y obtuvo de su padre el
permiso de vivir con nosotros sin tener en cuenta las prohibiciones
de casta, y como si hubiese pronunciado los votos del Sannyasi. Su
padre y su tío eran entonces igualmente Miembros activos. Según la
costumbre de los brahmines Guyaratís, Damodar se había compro-
metido desde su infancia, naturalmente que sin su consentimiento,
y llegó el momento de efectuar el matrimonio. Mas su único deseo
y sola ambición era ahora vivir como un asceta espiritual, y sentía
la mayor repugnancia por el matrimonio. Se consideraba como una
víctima de las costumbres y deseaba ardientemente librarse de ese
contrato antinatural a fin de llegar a ser un verdadero chela, del
Mahatma KH, a quien había visto en su infancia y que volvió a ver
después de estar con nosotros. El padre, que tenía un espíritu tole-
rante y sensato, terminó por consentir, y Damodar le entregó su
parte de la herencia ancestral, algo así como unas ₹ 50 000, según
me parece, con la condición de que su pequeña esposa fuese reci-
bida en la casa de su padre y bien tratada. Esto fue bien al principio,
pero cuando Damodar se identificó por completo con nosotros hasta
hacerse budista en Ceilán, la familia se enojó y comenzó a perseguir
al pobre muchacho para hacerlo reingresar a su casta. El no quiso
hacerlo, y como resultado de esto sus parientes se retiraron de la
Sociedad y nos hicieron una guerra poco honrada, atacándonos con
hojas calumniosas que hicieron imprimir y distribuir por Bombay.
Me acuerdo de una peor que las otras, que fue distribuida a mi audi-
torio durante una de mis conferencias en el salón Framji Cowasji.
Al entrar me dieron una; la leí en el estrado, y mostrándola al
público, la arrojé al suelo y le puse el pie encima, diciendo que tal
era mi respuesta al miserable calumniador, fuese quieren fuese. El
trueno de aplausos que acogió a esta pronta justicia me mostró que
no era preciso decir ni una sola palabra más sobre el asunto y di
comienzo a mi discurso.
Damodar siguió siendo nuestro íntimo y fiel amigo, trabajando
con nosotros, demostrando una solicitud continua y un completo
olvido de sí mismo, hasta 1885; entonces se marchó de Madrás al
Tíbet vía Darjeeling, y allí se encuentra aun, preparándose para
su futura misión en bien de la humanidad. Cada tanto se han
hecho correr falsos rumores acerca de su muerte en las nieves del
Himalaya, pero tengo excelentes razones para creer que vive y se
encuentra bien, y que volverá cuando suene la hora. Más adelante
volveré a hablar de este asunto. Su padre murió poco después de
Explicación del budismo cingalés 193

su molesto rompimiento con nosotros, llevando nuestro respeto y


nuestros mejores votos para el otro mundo.
Se había acordado que yo volvería, solo, a Ceilán para comenzar
la recolección de un Fondo Nacional de Educación, para promover
la educación de los niños y niñas budistas. Ese proyecto —así me
lo aseguró HPB— tenía la completa aprobación de los Mahatmas y
no ahorraba las manifestaciones de su satisfacción. Por lo tanto,
yo había escrito a Ceilán y hecho todos los preparativos necesarios
con nuestros amigos; pero el 11 de febrero HPB se enojó conmigo
porque no quise romper mis compromisos a fin de quedarme con
ella y ayudarle a redactar The Theosophist. Claro está que me negué
a obedecer, y también que ella se puso rabiosa en sumo grado. Se
encerró en su habitación durante toda una semana, negándose a
verme pero enviándome notas formales de todo tipo, y entre ellas,
una en la cual me comunicaba que la Rama dejaría de ocuparse de
mí y de la Sociedad, y que yo era libre de ir a Tombuctú si me daba
la gana de hacerlo. Respondí sencillamente que como esa gira había
sido enteramente aprobada por la Rama, la llevaría a cabo aunque
por ello no debiese volver a ver más un Maestro; que no los creía de
una naturaleza tan indecisa y variable, y que si eran así, yo prefería
trabajar sin ellos. Su mal humor terminó por agotarse, ¡y el 18 fuimos
a pasear juntos en el coche que acababa de regalarle Damodar! El día
19 vino a verla un Maestro y le explicó toda nuestra situación, en los
detalles de la cual no entraré puesto que todo sucedió como él lo
previo. Al irse, dejó un gorro bordado en oro, muy usado, del cual
me apoderé y todavía lo conservo. Uno de los resultados de su visita
fue una larga y seria discusión entre nosotros dos el 25 del mismo
mes, sobre el estado de nuestras cosas, y que concluyó en —como
dice mi Diario— “un acuerdo entre nosotros dos para reconstruir la
S. T. sobre una base diferente, colocando en primer término la idea
de Fraternidad y dejando a un lado el ocultismo, a reserva de tener
para él una sección secreta”. Ese fue el primer germen de la S. E. T.*
y el comienzo de adopción de la idea de Fraternidad Universal bajo
una forma más precisa que antes. Redacté enteramente los párrafos,
y perfectamente se pueden modificar sus expresiones.
He conservado en mi diario de este tiempo, una admirable
descripción de la reaparición potencial de las imágenes latentes de
las cosas pasadas, que encontré en el asombroso libro El Dabistan.
Dice “Abu Alí, príncipe de los médicos (que Dios tenga a bien santi-
ficar su espíritu),

*  Sección Esotérica Teosófica. (N. del E.)


194 H ojas de un viejo diario

Cada forma e imagen que parece, en el presente, borrada,


está almacenada de forma segura en el tesoro del tiempo.
Cuando la misma posición de los cielos vuelve a ocurrir,
el Todopoderoso reproduce cada una de ellas,
oculto detrás del misterioso velo.

Esas imágenes son las que los psicómetros de Buchanan pueden


ver y describir cuando se los pone en comunicación con el foco del
akasha, donde se conservan latentes.
Me embarqué para Ceilán el 23 de abril, en compañía del Sr. Æneas
Bruce, un escocés, viajero experimentado y hombre encantador, que
era Miembro de la Sociedad. Llegamos a Punta de Galle el cuarto
día y se nos recibió con mucho entusiasmo. Nuestros principales
colegas vinieron a bordo para saludarnos y ofrecernos guirnaldas;
nos condujeron a tierra, donde más de 300 muchachos budistas de
nuestra primera escuela estaban alineados para recibirnos. Habían
extendido telas blancas sobre la playa para formarnos un camino, y
no faltaban adornos de follaje y banderas, así como aclamaciones.
Una gran muchedumbre siguió a nuestro coche hasta la casa de la
escuela, edificio de varios pisos, situado sobre la playa del Puerto,
y en el que se nos habían preparado nuestro alojamiento. Como
siempre, cierto número de mantos amarillos llevando a su frente al
venerable Bulatgama Srî Sumanatissa, Sumo Sacerdote del templo
principal de Galle, nos esperaban para desearnos la bienvenida,
cantando gathas pali o versos.
Esa visita tenía como principal objetivo reunir Fondos para
Educación y despertar el interés popular respecto a la educación
en general. Para conseguirlo, tenía necesidad de la cooperación
de todos los principales sacerdotes de la Isla; si conseguía atraer
a ocho o nueve hombres, el resto no sería más que una cuestión
de detalle. Estos hombres eran H. Sumangala, Dhammalankara,
Wimalesara, Piyaratana, Subhuti, Potuwila y Weligama. Luego
estaba Megittuwatte, el “orador de la lengua de plata”, incompa-
rablemente el mejor orador de la Isla, muy diferente a los demás.
Había sido durante muchos años un Thera, o monje ordenado, pero
por ciertas irregularidades de conducta lo habían degradado al rango
inferior de samanera. Este grupo de hombres intelectuales balan-
cearon todo el poder en las dos “sectas” reconocidas entre ellos,
los Siam y los Amarapura. Como ya lo expliqué, no hay diferencia
de dogma entre esas dos “sectas” budistas cingalesas; sino tan sólo
del origen de sus ordenaciones. Los monjes de Siam han recibido
su ordenación de este país en un momento en que la guerra civil
Explicación del budismo cingalés 195

había casi desarraigado la religión del Buda de la isla de las espe-


cias. Los invasores indo tamiles habían destronado a los soberanos
budistas nativos, destruido sus mejores templos y quemado sus
libros religiosos, por pilas “altas como los penachos de los coco-
teros”. Cuando la dinastía extranjera fue expulsada, y repuesto en
su trono el legítimo soberano, se envió una delegación a Siam para
pedir a la Corte que santos monjes fuesen enviados a Ceilán para
ordenar de nuevo a monjes cingaleses. La petición fue acordada, y
por lo tanto hubo una nueva secta Siamesa bajo el patronato Real.
Mucho más tarde, cuando esta Hermandad aristocrática, compuesta
en su mayoría por la casta Willalla, rehusó las órdenes a los postu-
lantes de las castas inferiores, estos enviaron delegados al Rey de
Birmania, cuya capital estaba entonces en Amarapura, para soli-
citar la ordenación. Regresaron a Ceilán ordenados bhikkhus, y así
fue fundada la nueva secta “Amarapura”. Como es costumbre entre
todos los teólogos, las dos sectas no tuvieron ninguna relación entre
sí, no hicieron nada conjuntamente, no celebraron Consejo juntas,
no predicaron en los templos la una de la otra y no se dirigieron
juntas al pueblo. Esto me pareció absurdo e intolerante, y como
estaba en buenas relaciones con los jefes de las dos sectas, quería si
era posible, llevarlas a cooperar cordialmente para el bien de la reli-
gión como un todo. Entonces apareció una tercera secta, un cisma,
en el cuerpo de la secta Amarapura, encabezada por un monje con
gran fuerza de carácter, buena educación y energía inagotable. Su
nombre era Ambagahawatte, y llamó a su secta Ramanya Nikaya (lo
deletreo como se pronuncia). Su grito de guerra fue, por supuesto,
la Reforma: el sacerdocio se había vuelto perezoso, no observaba sus
deberes, se estaba descuidando la educación religiosa del pueblo;
debe haber un cambio. Dio el ejemplo de austeridad de vida, obser-
vando estrictamente las reglas de Vinaya y exigiendo lo mismo de
aquellos que optaron por seguirlo. Desde el principio causó impre-
sión, su secta se fortaleció gradualmente y, aunque ha estado muerta
varios años, ha prosperado y ahora tiene un gran cuerpo de monjes
entusiastas y capaces, así como laicos devotos. Tuve que unir estos
diversos hilos de poder en un fuerte lazo de unión y me puse a
cumplir el propósito. Comencé por ver individualmente a los jefes
y obtener su promesa de apoyo, en seguida emprendí giras de confe-
rencias de pueblo en pueblo, en la Provincia occidental de la cual
Colombo es la capital. Ante todo, el Sr. Bruce y yo, escribimos folletos
de propaganda popular que, después de haber sido sometidos a los
sacerdotes en una traducción cingalesa, fueron impresos y puestos
en circulación. Como era de suponer, los misioneros se pusieron
en campaña por su parte. Calumnias encubiertas, ataques públicos,
196 H ojas de un viejo diario

difamación absurda del budismo, reproducciones de artículos inju-


riosos contra la Sociedad y sus Fundadores, todo esto estaba en el
orden del día. Aquellos pobres de espíritu no tenían el suficiente
entendimiento para comprender que puesto que los budistas nos
habían aceptado como abanderados suyos y correligionarios, cuanto
más nos insultasen y nos acusaran, tanto más crecería la adhesión
popular; nos convertiríamos en sus hermanos, perseguidos por ellos
por la misma causa.
Asustado por la asombrosa ignorancia de los cingaleses en
materia de budismo, traté primeramente de convencer a un monje
para que redactara un catecismo, pero en vista de que no hallaba
quien quisiera hacerlo, me decidí a escribir un catecismo budista
de acuerdo con el modelo de los libritos elementales que las sectas
cristianas de Occidente emplean con éxito. Trabajé en él en mis
momentos libres, y para adquirir los indispensables conocimientos,
tuve que leer 10 000 páginas de libros budistas en sus traducciones
inglesas o francesas. Mi primer ensayo quedó terminado el 5 de
mayo, y lo llevé conmigo el 7 de mayo a Colombo. Esa noche, el
Sumo Sacerdote, Sumangala, y Megittuwatte, vinieron para discutir
mi proyecto del Fondo de Educación. Al cabo de varias horas, estu-
vimos de acuerdo respecto a los puntos siguientes: se instituiría un
fondo para la propagación del budismo; ese fondo sería confiado
a unos Administradores; se venderían billetes de suscripción de
varias clases; el dinero se depositaría en la Caja Postal de Ahorros; y
Megittuwatte me acompañaría en mi gira. Sumangala consintió en
hacer un llamamiento al público budista para que contribuyera a este
Fondo y me reconociese como recaudador. Hallamos en las estadís-
ticas del gobierno que de once escuelas de la Isla, ocho estaban en
manos de los misioneros y las restantes pertenecían al gobierno. En
las primeras, se enseñaba a los niños que el budismo no es más que
una oscura superstición; en las otras no se daba ninguna enseñanza
religiosa. Entre ambas, nuestros niños budistas no tenían ninguna
ocasión de aprender jamás los verdaderos méritos de su religión
ancestral. Nuestra labor se imponía, y nos pusimos al trabajo con
amore. Mi primera conferencia para pedir limosna fue en Kelanie,
en el Aniversario del Nacimiento del Buda, y tuvo como resultado
la insignificante recaudación de ₹ 60 en concepto de entradas, y una
suscripción para el Fondo de ₹ 100.
Mi “Catecismo” había sido traducido al cingalés, y el 15 de mayo
lo llevé al Colegio Vidyodaya para repasar el texto palabra por palabra
con el Sumo Sacerdote y su asistente principal, Hiyayentaduwe, uno
de sus mejores discípulos y hombre muy sabio. Ese primer día, ocho
horas de trabajo no nos hicieron avanzar más que 6½ páginas del
Explicación del budismo cingalés 197

manuscrito. El 16 comenzamos por la mañana temprano y conti-


nuamos hasta las 5 p. m., adelantamos 8 páginas, y nos atascamos. El
impasse [estancamiento] era causado por la definición del Nirvana, o
mejor dicho, la cuestión de supervivencia de una especie de “entidad
subjetiva” en ese estado. Conociendo perfectamente lo absoluto de
las opiniones de los budistas del sur, de los que Sumangala es el
prototipo, yo había redactado la respuesta a la pregunta: “¿Qué es el
Nirvana?”, de modo que constataba el desacuerdo de los metafísicos
budistas sobre la supervivencia de una entidad abstracta humana,
y en una forma que no se inclinaba ni hacia la escuela del norte,
ni hacia la del sur. Pero mis dos críticos eruditos protestaron en
cuanto vieron ese párrafo, y el Sumo Sacerdote negó que existiese
alguna divergencia en las opiniones de los metafísicos budistas sobre
ese punto. Le cité las opiniones de los tibetanos, de los chinos, los
japoneses, los mongoles, y aún de una escuela cingalesa, de la cual
el fallecido Polgâhawatte era el líder, pero él puso fin a la discusión
diciendo que si no cambiaba mi texto, retiraba su promesa de darme
un certificado afirmando que el “Catecismo” era apto para ser puesto
en manos de los niños de las escuelas budistas, y que publicaría sus
razones. Como tal cosa hubiera sido quitar virtualmente a mi libro
toda utilidad práctica, y causar entre él y yo una ruptura que hubiese
hecho diez veces más difícil la ejecución del plan escolar, cedí a la
force majeure [fuerza mayor], y modifiqué el párrafo dándole la forma
que en lo sucesivo el “Catecismo” conservó siempre en todas las
ediciones subsiguientes. Terminado por fin aquel monótono trabajo
de revisión, se copió, corrigió, amplió, pulió y retocó el manuscrito,
hasta que se lo pudo entregar para la impresión, después de semanas
enteras de esfuerzos y molestias. Para los cingaleses era una novedad
de tal magnitud esa empresa de condensar todo el Dharma budista
en un pequeño manual que puede ser leído en un par de horas, y
era tan fuerte en ellos su hereditaria tendencia a la resistencia pasiva
contra toda innovación, que puedo decir que luché palmo a palmo
para conseguir un resultado. Esto no era debido a que los sacer-
dotes no tuviesen hacia mí una gran benevolencia, ni que dejaran
de apreciar el bien que debía resultar para su pueblo de mi proyecto
escolar, sino que sus instintos conservadores eran demasiado fuertes
para que se rindiesen a la primera intimación, y sin cesar había que
volver a insistir sobre puntos ya discutidos, y soportar largos comen-
tarios sobre el espíritu de los libros sagrados budistas, antes de hacer
la impresión. Estoy perfectamente convencido de que si hubiese sido
un asiático de la raza o casta que fuese, el libro no habría aparecido
nunca; el autor se hubiera cansado, abandonando su obra. Pero cono-
ciendo la tenacidad de bulldog del carácter anglo-sajón y sintiendo
198 H ojas de un viejo diario

por mí un verdadero afecto, terminaron por ceder a mi insistencia.


El libro “Catecismo Budista” apareció simultáneamente en inglés y
en cingalés, el 24 de julio de 1881, y durante algunas semanas, las
prensas de mano de Colombo no bastaban para proporcionar sufi-
ciente cantidad de ejemplares para cubrir los pedidos. Sumangala
pidió 100 ejemplares para los seminaristas de su Colegio, las escuelas
lo adoptaron, todas las familias cingalesas querían tenerlo, y antes
de cumplirse un mes de su publicación, fue citado en los Tribunales
para sentar autoridad, en un litigio que tuvo lugar en las Provincias
Meridionales. Esto era debido, naturalmente, al Certificado de
Ortodoxia de Sumangala que iba unido al texto. Puede decirse que
esto fue el verdadero comienzo de nuestra campaña a favor del
budismo contra sus enemigos, misioneros y otros, y esta primera
ventaja no se volvió a perder nunca. Porque, mientras que en aquel
tiempo la nación entera estaba en absoluta ignorancia de los princi-
pios de su religión y no conocía de ella ni las partes más excelentes,
hoy en cambio, todos los niños se encuentran tan bien instruidos y
capaces de refutar una falsa interpretación de la fe nacional, como
la generalidad de los niños cristianos que han seguido los Cursos
Dominicales en Occidente lo están para con el cristianismo. Para
mí es tanto un placer como un deber, volver a manifestar aquí que
el precio de la impresión de las dos versiones del libro “Catecismo
Budista” fue costeado por la Sra. Ilangakoon de Matara, una santa
mujer y excelente amiga, desgraciadamente ya fallecida. Gracias a
la severa revisión de los dos monjes del Colegio de Vidyodaya, el
libro encontró tal recepción en el mundo entero que ya ha sido
traducido a veinte idiomas diferentes. Lo he hallado en Birmania,
Japón, Alemania, Suecia, Francia, Italia, Australia, EE. UU., las Islas
Sandwich, en toda India, y en otras partes más; el grano de mostaza
se ha transformado en un gran árbol. Algo que me molestó, fue que
alguien, tomando el nombre de “Subhadra Bhikshu”, se apoderó de
su título y de casi todo el texto, y publicó el “Catecismo” en alemán,
siendo esta publicación traducida más tarde al inglés.
CAPÍTULO XXI
Creación de un fondo
budista en Ceilán
1881

S
I alguien cree que la influencia que tiene nuestra Sociedad
en Oriente se ha ganado sin esfuerzo, debe darle un vistazo
a las páginas de este Diario. Día tras día, semana tras semana
y mes tras mes se ven los registros de los viajes realizados en todo
tipo de medios de transporte, desde el vagón de ferrocarril hasta las
pequeñas y destartaladas carretas, jutka y ekka, tiradas por un solo
poni o buey; al carro común nativo, con sus enormes ruedas, la parte
inferior hecha con varas de bambú, a veces, finamente cubiertos con
paja, y su par de bueyes indos de joroba alta cargando su yugo, un
grueso poste tendido sobre sus cuellos cansados y atado a ellos con
cuerdas de fibra de coco; a botes de construcción tosca, cubiertos
con arcos de hojas secas de palma, pero sin banco ni almohadón; a
elefantes transportándonos en sus howdahs, o, más frecuentemente,
sobre grandes almohadones, que son simples colchones ceñidos con
cinchas alrededor del animal. Aquí se registran los viajes en días
claros y días de lluvias tropicales; noches de luz de luna, de luz de
estrellas y fuertes chubascos; a veces noches, con el sueño inte-
rrumpido por los sonidos estridentes del mundo de los insectos
de la jungla, el horrible aullido de la manada de chacales, el ruido
distante de los elefantes salvajes empujando a través de los cañave-
rales, los incesantes gritos del conductor a sus bueyes rezagados,
así como la entonación de sus canciones nativas, para mante-
nerse despierto, mayormente en falsetto [falsete] y generalmente
200 H ojas de un viejo diario

disonantes. Luego, el enjambre de mosquitos que nos acechaban


en el carro, con su zumbido exasperante, y con la amenaza de una
tortura lenta: protuberancias blancas e hinchazón en la piel. Luego
las llegadas a los pueblos al amanecer; la gente apiñada a lo largo del
camino para conocernos; la curiosidad que debe ser gratificada; el
dificultoso baño; el desayuno temprano de café y appas —una espesa
especie de panqueque de arroz y frutas—; la visita al monasterio;
las discusiones de planes y perspectivas con los monjes budistas; la
conferencia al aire libre, o, si lo hubiese, en el pabellón de prédica,
con una gran multitud de personas de piel morena interesadas,
observándote y pendientes de los labios de tu intérprete. Luego el
despliegue de las hojas de suscripción impresas sobre una mesa, el
registro de nombres, la venta de tratados budistas y catecismos; la
comida de la tarde, cocinada por tu sirviente entre algunas piedras,
debajo de una palmera; quizás una segunda conferencia en beneficio
de los visitantes recién llegados de las aldeas vecinas; los adioses, las
despedidas con los tam tams y el agudo sonido de las flautas hechas
de calabaza, el ondear de banderas y hojas de palma, los gritos de
¡Sadhu! ¡Sadhu! y la reanudación del viaje en el carro chirriante. Y
así sucesivamente, día tras día, recorrí toda la Provincia occidental,
despertando el interés popular por la educación de sus hijos bajo
los auspicios de su propia religión, divulgando literatura y recau-
dando fondos para la continuidad de la obra. Mi incomodidad física
fue tan grande que, al final, puse a trabajar mi ingenio yanqui, y
me construí un carro de viaje de dos ruedas sobre amortiguadores,
que podía proporcionar un amplio espacio para dormir a cuatro
personas; tenía armarios que se proyectaban desde los costados,
para guardar muebles de mesa, provisiones enlatadas, una pequeña
biblioteca y mis utensilios de baño; dos grandes compartimentos
debajo del piso para equipaje, sacos de verduras y curri; un techo
de lona ceñida sobre costillas de aro de hierro, un cajón en el frente
para herramientas y cuerdas de repuesto, ganchos debajo para el
balde de agua, abrevadero, etc., un estante asegurado sobre el eje
para las ollas del conductor y argollas detrás para atar al buey.
Después que logramos eso, nuestros problemas habían terminado,
y viví en ese medio de transporte durante semanas seguidas. Pesaba
menos que un carro nativo y era tan cómodo como tenía que serlo.
Mediante un simple cambio de tablas de asientos longitudinales
en el interior, podría, a mi antojo, tener una sala de escritura, un
comedor, un dormitorio o una disposición tipo ómnibus, con dos
asientos acolchados que se movían hacia adelante y hacia atrás, para
acomodar a ocho personas. Era tan novedoso para la gente sencilla
del campo como el libro “Catecismo Budista”, y los sacerdotes y
Creación de un fondo budista en Ceilán 201

los laicos solían acudir en masa para ver sus maravillas mecánicas.
Después de quince años, el carro todavía está en condiciones de
servicio, y ha sido utilizado por Dharmapala, Leadbeater, Powell,
Banbery y otros trabajadores en Ceilán. He viajado muchas millas
en los mejores coches de bueyes indos, pero ninguno se compara
en comodidad y conveniencia con este. Sería un acto amable de
alguien construirlo para el uso público, ya que es igualmente útil
para cualquier parte del mundo donde haya caminos en los que se
necesite un transporte de dos ruedas y bueyes robustos para arras-
trarlo. Si me he permitido extenderme al respecto, es solo que mis
lectores puedan imaginarse como fue mi misión educativa pionera,
entre los buenos cingaleses, y darse cuenta de cómo hemos pasado
parte de nuestro tiempo en Asia.
Estas actividades me ocuparon hasta el 13 de diciembre con
intervalos de permanencias en Colombo y Galle y una a Tuticorin,
en el sur de India, con el Comité Budista sobre el cual ahora tendré
más que decir. La suma suscrita por aquellos pobres aldeanos al
Fondo Nacional, no pasó de ₹ 17 000, y de estas los Fideicomisarios
no cobraron más que ₹ 5000, de suerte que desde el punto de vista
pecuniario, mi tiempo no fue bien empleado para el Fondo de
Educación. En cuanto a mi, naturalmente, no pedí ni recibí un
solo céntimo. Si hubiéramos emprendido esta labor el año anterior,
cuando toda la Isla estaba entusiasmada de admiración por HPB
y mi primera visita, se habría podido recoger diez o veinte veces
más, pero no se piensa en todo, y este movimiento educativo surgió
espontáneamente del resto de nuestras experiencias.
Tuve grandes problemas y molestias para formar con los mejores
hombres, dos juntas directivas, una de “Fideicomisarios” y la otra
de “Gerentes”, con muchos controles, regulaciones burocráticas.
Había celos tan mezquinos, intrigas tan despreciables para obtener
el control del dinero, y tanta ingratitud mostrada hacia mí, que
en un momento estuve tan asqueado y a punto de tirar todo y
dejar que juntaran los fondos y encontraran sus escuelas ellos solos.
Pero entonces, de nuevo, había asumido un deber que nadie entre
ellos, con su inexperiencia y sus problemas de antipatía entre castas
y celos locales, podría cumplir, y solo por su mezquindad hacia
mí, sentí que había una mayor necesidad de que me abocase a mi
trabajo. Me alegro de haberlo hecho, porque ahora vemos la cosecha
espléndida que ha resultado de aquella siembra: escuelas surgiendo
en todas partes; 20 000 niños budistas rescatados de maestros reli-
giosos hostiles; revitalización de la religión, y con la perspectiva de
mejorar cada año. Según los términos del Fideicomiso, lo recolec-
tado fue depositado por mí en el Banco de Ahorros del gobierno,
202 H ojas de un viejo diario

luego entregadas a los fideicomisarios, y éstas fueron prestadas a


buen interés en hipotecas inmobiliarias, el incremento anual se
distribuyó para fomentar proyectos educativos budistas. No era una
buena política dejar un pueblo con suscripciones sin pagar, ya que
cuando la emoción del momento había desaparecido, los creadores
de buenas promesas consideraron que las rupias eran rupias, y que
las escuelas solo existían en la mente, y se aferraron al efectivo
como algo tangible y real: si los sueños alguna vez tomaran forma,
por qué entonces… Pero cedieron, y las rupias negadas a mí, desde
entonces han sido generosamente entregadas a la causa que se
encuentra en el corazón nacional, el de su religión.
Por esta época, un grupo de hindúes comprensivos en Tinnevelly
había acordado formar una Rama de nuestra Sociedad y querían
que fuera a inaugurarla. Me pareció algo bueno y noble lograr
que una delegación de Teósofos budistas cruzara India conmigo y
fraternizara con sus colegas hindúes, si fuesen bien recibidos por
estos últimos, claro. Vi que la visita era factible, y esta se llevó a
cabo después de los preliminares necesarios. Nuestra visita y sus
concomitantes fue de lo más pintoresca, además que estableció un
precedente nunca antes conocido en Indostán desde la época del
gran Emperador Asoka, que gobernó toda la Península e hizo que
los sacerdotes brahmines y los bhikkhus budistas vivieran juntos en
amable tolerancia y mutuo respeto. Al mismo tiempo, demostró
triunfalmente el poder de nuestro talismán de la Hermandad
Universal que —como dije en el capítulo anterior— poco tiempo
antes HPB y yo habíamos acordado en presentarla como nuestra
política principal.
El 21 de octubre nuestro grupo embarcó en Colombo. Éramos
cuatro, a saber, los Sres. Samel Perera, William D’Abrew Rajapakse,
William F. Wijeyesekara y yo. Luego estaba “Bob”, mi sirviente
cingalés, un auxiliar muy útil y necesario, con su cesta de mesa y
utensilios de cocina. Llegamos a la mañana siguiente a Tuticorin, el
puerto que está más al sur de India, y encontramos esperándonos
en el embarcadero a una gran multitud, incluidos muchos caba-
lleros indos de posición que nos llevaron al hotel, se encargaron
de nuestro alojamiento y me llevaron esa noche a dar una confe-
rencia en un salón colmado en el edificio de la Escuela anglo-ver-
nácula. Había tanta gente, y hacían tanto ruido con los pies arras-
trándolos sobre el piso de piedra, que para hacerme oír sobrecargué
mi garganta, un mal comienzo para los asuntos del día siguiente. El
Presidente y otro representante de la Rama de Tinnevelly llegaron
en tren a las 7 hs y se quedaron toda la noche para escoltarnos.
Tinnevelly está a solo 48 km de Tuticorin, por lo que no nos llevó
Creación de un fondo budista en Ceilán 203

mucho tiempo llegar a la mañana siguiente. Pero en una estación,


al costado, fuimos interceptados por una multitud que nos esperaba
en la plataforma y nos dieron cocos, plátanos y hojas de betel en
señal de bienvenida, y nos envolvieron el cuello con guirnaldas de
jazmines para honrarnos según su estilo poético. En la estación de
Tinnevelly había una multitud; por lo menos 2000 personas, se
reunieron en el edificio y alrededores para echarnos un vistazo.
Estaban todos los notables de la ciudad en traje de gala, y enormes
elefantes del templo, con sus grandes cejas pintadas con marcas de
casta, a los cuales les hicieron levantar sus trompas y saludarnos
con un rugido. También sacerdotes con frentes anchas y altas
sosteniendo delante de nosotros en bendición bandejas pulidas de
latón, sosteniendo hojas de betel, polvo rojo y trozos de alcanfor
ardientes. Se realizó la presentación de notables, de los cuales cada
uno nos dio dos limas, con saludos corteses. Luego, el estruendo
de enormes cuernos y trompetas largas y finas, o shawms, sopladas
vigorosamente en medio del estruendo de una docena de tam tams.
Más adelante vino una gran procesión, encabezada por los elefantes
trompeteando, la nobleza y los oficiales, a pie, escoltando nuestros
palanquines, y mi “Bob” delante de nosotros llevando en la cabeza
una jarra de latón con agua, y un manojo de hojas de betel asomando
por la boca estrecha de la misma. Pancartas y banderas, grandes y
pequeñas, cada una con algún artilugio singular, ondeaban arriba
y abajo, los 2000 siguiendo y gritando alegremente. Los presagios
también, dijeron, fueron propicios: una gallina asustada voló sobre
mi cabeza en la dirección correcta; se vio un nilakanta, un pájaro
vívidamente azul*, en un campo adyacente a nuestra derecha; un
lagarto gorjeó sobre el porche de nuestra casa la cantidad adecuada
de veces. Así que todos estaban felices bajo el sol radiante, y la
ciudad tuvo su aspecto festivo.
Nos llevaron a nuestras habitaciones, una casa en el piso supe-
rior con una terraza superior y otra inferior, cuyo pórtico y toda
la fachada estaban decoradas con banderas y vegetación. La calle
estuvo llena de gente durante horas. Llevamos a cabo una especie
de durbar, o recepción, en el que hubo disertaciones, respuestas,
discursos escritos, betel, más guirnaldas, limas, etc. Por la tarde,
inicié catorce nuevos candidatos y organicé la Rama en la forma
debida. Luego algo de comer, y a la cama, a dormir sin sueños direc-
tamente hasta la mañana siguiente.
Mi garganta estaba tan dolorida que esperaba con cierta apren-
sión el trabajo que debería tener para ese día y el siguiente. Sin

* Carraca india o Coracias benghalensis. (N. del E.)


204 H ojas de un viejo diario

embargo, pronto tuve algo para desviar mis pensamientos de mi


problema físico, ya que por la mañana el correo me trajo una carta
del director del colegio hindú local que me advertía de las artimañas
de los gentiles misioneros. Mi corresponsal dijo que, aunque se hacía
llamar cristiano, no aprobaba algunas de las medidas adoptadas en
interés de la propaganda misionera, y adjuntó para mi información
una copia de un folleto que había circulado por la ciudad el día
anterior para predisponer a la comunidad en contra de nosotros; las
copias fueron distribuidas a mano por los sirvientes de los misio-
neros, con el mensaje verbal de que fueron enviados “con los saludos
del Secretario de la Sociedad Teosófica de Tinnevelly”. Este folleto
no reveló ningún nombre, ni de la imprenta ni del editor, violando
la ley que exige que estos aparezcan en cada impreso publicado. Su
contenido eran reimpresiones de dos artículos calumniosos contra
nosotros, uno de un periódico de Londres y el otro de Nueva York.
La ocasión para exponer las tácticas deshonrosas del enemigo fue
tan atractiva que antes de comenzar mi conferencia esa tarde en el
Colegio Hindú, llamé la atención sobre el folleto y denuncié a sus
autores en términos apropiados. El golpe rebotó e impactó sobre las
cabezas de nuestros aspirantes a asesinos y nuestra popularidad se
duplicó. Este es el tipo de guerra que hemos tenido que enfrentar
durante todo el período de nuestro trabajo indo; y casi invariable-
mente los delincuentes han sido misioneros protestantes.
Al día siguiente ocurrió el incidente siempre recordado de la
plantación de un coco, por nuestra delegación budista, en el recinto
del Templo como un acto de amistad y tolerancia religiosa. La
Pagoda Nelliappa, como se la llama, es una estructura de piedra muy
antigua con las habituales gopurams* talladas con figuras en relieve
en la cumbre, y los ambulatorios de piedra cubiertos que rodean los
cuatro lados. Cuando nuestra procesión llegó allí, estaba lleno hasta
la sofocación por una multitud curiosa. Nuestro orden de forma-
ción era el siguiente: al frente apareció el dinámico y vivaz “Bob”,
llevando su peine cingalés y su cabello en un gran nudo, sobre la
cabeza una jarra de agua de latón con un coco maduro apoyado
sobre un lecho de hojas de betel, en la parte superior del recipiente;
después la banda de músicos del Templo tocando fuerte en nuestros
tímpanos; luego yo, seguido por los tres budistas cingaleses; luego
un gran grupo de notables, y unas 1500 personas en la retaguardia.
Entramos al Templo con banderas ondeando y música sonando en
medio de un tumultuoso aplauso. Bob siguió adelante, y pronto

* Consistente en una torre ornamental situada sobre la entrada al recinto del


templo. Cumple, en el aspecto ritual, las funciones de una puerta. (N. del E.)
Creación de un fondo budista en Ceilán 205

su brillante jarra parecía flotar en un mar oscuro de humanidad,


mientras la multitud se metía entre él y nosotros. Al final luchamos
hasta llegar a la plataforma preparada para nosotros y nos subimos
a ella. Cinco mil personas comenzaron a gritar al unísono. A pocos
metros de nosotros, al aire libre, se había excavado un agujero
para el coco, y estaba cubierto con un dosel ornamental. Levanté
la mano como señal de silencio, pero al menos cincuenta o cien
personas fuertemente apretadas comenzaron a gritar al resto que
guardara silencio, se pueden imaginar la suerte que correría un
orador. Cuando estos gritos se acallaron, otros comenzaron a gritar,
y así siguió y siguió, hasta llegué a pensar que debía dar mi discurso
en pantomima; después de lo cual, vino a mi mente cómicamente,
¡el recuerdo de las pantomimas de cuentos de hadas de la Familia
Ravel que vi en mi infancia! Traté de hablar con la esperanza de
que cuando vieran que mis labios se movían y mi cuerpo también,
la multitud me daría una oportunidad, pero el mal estado de mi
garganta me obligó a parar de hablar muy pronto. Luego, cuando
el asunto parecía ya sin esperanzas, un brahmín de aspecto intelec-
tual, de piel clara, y con el torso desnudo, se puso de pie en su lugar,
elevándose por sobre la multitud que estaba en cuclillas y, levan-
tando ambos brazos por encima de su cabeza, pronunció la saluta-
ción sagrada “¡Hari, Hari Mahadeva-a-a!”. Los claros y resonantes
sonidos recorrieron el lugar, y el silencio cayó sobre la charla de la
multitud: incluso hasta se podía escuchar afuera el gorjear de los
gorriones y el graznido de los cuervos. Inmediatamente comencé
mi discurso y lo superé más o menos exitosamente. Hice un llama-
miento a la tolerancia religiosa y al amor fraternal, por la fraterna
reciprocidad de buenos sentimientos que había traído a estos cinga-
leses, cuyos antepasados fueron indos como ellos, y cuyo Instructor
religioso fue reconocido por ellos como uno de los Avatares de
Vishnu. Me pareció que toqué sus corazones, porque se veían gestos
demostrativos de fraternidad. Después que terminé el discurso, el
cingalés cantó el Pirit, versos de bendición en pali; los cuatro nos
desplazamos hasta el lugar de la plantación, tomamos el coco de
Ceilán de su lecho de hojas de betel en la boca de la jarra de agua
de Bob, lo colocamos correctamente en el suelo, recitamos la bendi-
ción de Mangalam y luego, rociándolo con el agua de rosas más
costosa dada por un amigo bengalí para tal efecto, bauticé al auspi-
cioso árbol con el nombre de, “Kalpavriksha”, como aquel mara-
villoso árbol del Paraíso de cuyas ramas llenas de abundancia los
felices pueden tomar cualquier objeto que deseen. Una tormenta
de vítores y aplausos siguió a la finalización de la ceremonia, y
volvimos a nuestros cuartos, encantados con los éxitos del día. Al
206 H ojas de un viejo diario

día siguiente regresamos a Ceilán en el barco de vapor Chanda y


reanudé mi trabajo para el Fondo de Educación.
El turista en general que desembarca de su vapor, no ve casi
nada de la belleza de Ceilán, aunque lo poco que ve sea de tal natu-
raleza que le produzca deseos de ver más. Los paseos en coche alre-
dedor de Colombo, la deliciosa excursión por la orilla del mar hasta
Mount Lavinia, la subida a Kandy y a Nuwera Eliya, son recuerdos
inolvidables. Pero he visto la Isla de un extremo al otro, he visitado
casi todas las Provincias Marítimas en todas las estaciones del año, y
puedo confirmar que todas las alabanzas del profesor Ernst Hæckel,
son bien merecidas. He visto al pueblo tal como es, en su mejor
aspecto, amable, sonriente, hospitalario y se nos ha dado la bien-
venida con arcos de triunfo, ondear de banderas, exótica música
oriental, procesiones y gritos de alegría. ¡Ah!, exquisita Lanka,
Gema de los Mares Tropicales, tu dulce imagen se levanta ante mí
a medida que escribo mis experiencias adquiridas entre tus hijos y
mis esfuerzos fructuosos para reavivar en sus corazones el amor a
su incomparable religión y a su santo Fundador. ¡Feliz karma el que
me llevó a tus orillas!
Una de mis más deliciosas giras de 1881, fue la que hice al distrito
montañoso de Ratnapura (la ciudad de las Gemas), la región donde,
en excavaciones, se encuentran las famosas piedras preciosas de
Ceilán y donde en sus selvas reinan los señoriales elefantes. La vista
es encantadora, el verdor que viste el paisaje es de ese tinte brillante
tan peculiar de los trópicos en la temporada de lluvias. Las colinas
que la rodean son azules y vaporosas, con nubes flotando sobre sus
crestas. Paseándome por el camino que atraviesa la ciudad, encontré
una fila de elefantes domesticados, guiados por sus mahuts, y los
detuve para hacerles algunos obsequios. Les compré cocos y acaricie
sus trompas hablándoles dulcemente como lo hacen los que saben.
Era entretenido ver cómo se procuraban el refrescante jugo prote-
gido por una cáscara tan dura. Tomaban los cocos con la trompa
y los partían contra una piedra, o bien colocándolos en el suelo y
apoyando encima su enorme pie, apretaban sólo lo suficiente para
abrir el coco. Uno de ellos, después de romper su fruta contra una
piedra, se las ingeniaba para hacer caer el agua a su trompa, y de ésta
a su boca. Una bestia grande vale ₹ 1000 —digamos, bastante más
de £ 55 en nuestras ahora degradadas rupias—. El feudalismo aún se
mantiene en las zonas de la Colina de Ceilán, y apenas se ha extir-
pado con el cambio de gobierno del dominio nativo al británico.
Primero di una conferencia en el Dewali, un templo dedicado
a una de las “deidades patronas” indas de Ceilán. Iddamalgodde
Basnayaki Nilami, un noble del antiguo régimen, es el titular de
Creación de un fondo budista en Ceilán 207

este templo y deriva de él un ingreso considerable. Estos Dewalis,


o santuarios hindúes, se ven en muchos lugares contiguos a los
viharas budistas y dentro del mismo complejo (recinto). Es algo que
sobresale en el budismo puro, dejado por los soberanos tamiles
de antaño, y, en su mayor parte, están generosamente dotados de
campos y bosques.
Una perahera [procesión de elefantes], fue un buen espectáculo.
Imagínense quince o veinte de estas enormes bestias marchando,
todas decoradas con ricos adornos; carros cubiertos de oropel;
sacerdotes budistas con túnicas amarillas, llevados en santuarios
portátiles, tratando de parecer mansos pero realmente hinchados
de orgullo; bailarines diabólicos (kappakaduwe) con disfraces fantás-
ticos, enormes y horribles máscaras, a continuación arlequines; los
tres Nilamis, o nobles jefes, en carruajes, y detrás, una larga proce-
sión de hombres que llevaban comida en cestas colgadas a pingas,
postes flexibles de madera elástica, como los que comúnmente se
emplean para llevar cargas: toda la escena salvaje iluminada por
innumerables antorchas de hojas de palma de coco seco, ardiendo
con un resplandor brillante que convierte a cada figura oscura en
un artista encantador.
A la mañana siguiente, después del desayuno, “fuimos a gemar”,
es decir, a cavar en busca de gemas en un pedazo de tierra que
el Sr. Solomon Fernando me había dado para que pudiese obtener
algo de valor para el Fondo. Por primera y única vez en mi vida,
me di cuenta de la apuesta emocionante que es la minería. Las
posibilidades eran desde no obtener nada, a extraer un zafiro por
valor de £ 1 000. Yo mismo agarré el pico primero, pero el clima
pronto me advirtió que le pasase la búsqueda a los resistentes coolies
que esperaban. Cavamos una media hora y luego de lavar la tierra
conseguimos un puñado de zafiros, rubíes, topacios y ojos de gato
imperfectos. Me los llevé con gran júbilo, imaginándome en mi
ignorancia que la suma total que necesitábamos para el Fondo
podría ser tomada de este pozo. ¡Pobre de mí! Cuando llevé a tasar
las gemas en Colombo, descubrí que no había ni una sola piedra
de valor comercial en el lote. Nunca obtuve nada de la cantera, lo
cual no fue culpa del generoso Sr. Fernando. Pero me equivoco:
más tarde recibí algo de él, una buena loupe o lupa, que él me había
cortado de un cristal de roca puro tomado de mi cantera.
A las 4 p. m. de ese día hablé en un cobertizo de prédicas en el
pueblo y obtuve ₹ 500 en suscripciones. Pero la mayor parte no
fue pagada; suscribirse para mostrarse, es una cosa y pagar por el
bien de la propia conciencia, son dos asuntos bastante diferentes,
lo sabemos por nuestra triste experiencia al respecto, en India y en
208 H ojas de un viejo diario

Ceilán. ¡Gente estúpida, creer en la ley del karma, y ​​luego romper


contratos voluntarios como estos! ¡Me recuerdan la historia del
folklore cingalés del tipo tonto que contrató a un herrero para que
le hiciera un cuchillo y lo engañó dándole hierro blando en lugar
de uno de buena calidad!
Mi visita a esta ciudad tuvo como resultado la apertura de una
Rama local de la Sociedad. Al día siguiente hubo otra conferencia, y
los cinco Nilamis y Ratemahatmeyas más importantes —los principales
funcionarios— fueron admitidos como Miembros de la Sociedad.
Un misionero Bautista, al que asistía un sonriente catequista negro,
vino a mi alojamiento para una lucha intelectual conmigo sobre
los méritos respectivos del budismo y el cristianismo. Se retiraron
tristes, aunque más sabios, y esa vez, no hicieron conversos. A las
11 p. m. nuestro grupo se embarcó en una nave de las que se usan en
los arrozales, una plataforma sobre dos canoas, para descender el río
hasta Kalutara, donde íbamos a tomar el tren. El Capitán demostró
ser un tramposo y un traidor, porque a pesar de que nuestro pago
fue con la condición de que solo nosotros ocuparíamos el barco, él
dejó subir a bordo a unos veinticinco hombres, a pesar de nuestras
protestas. Al encontrar inútil la argumentación, les pedí a nues-
tros amigos que quitaran nuestro equipaje de la embarcación y
llevé al Capitán ante un magistrado de la policía que estaba por allí
cerca. Habiéndolo dejado detenido, embarcamos en otro bote y nos
alejamos de inmediato. Después nos enteramos por un conocido
que estaba en un tercer bote, que, cuando amarraron en la orilla de
un pueblo río abajo, escuchó a los hombres de nuestro primer bote
hablando cerca de él sobre el fracaso de su complot para robarme
el dinero que había recaudado en Ratnapura y, ¡que si hubiera sido
necesario, me habrían eliminado! Parece que estos villanos eran
personajes de muy mala reputación del Pettah de Colombo.
Pasamos el día siguiente agradablemente en el río, admirando las
orillas verdes, el exuberante follaje, las aves de plumaje brillante y
las montañas con sus tintes siempre cambiantes. Nuestras comidas,
cocinadas a bordo en el estilo más primitivo, consistían en curri
y arroz, y la comíamos con los dedos, al estilo oriental en hojas
que hacían de platos. La noche era encantadora como el Paraíso,
primero con un resplandor de estrellas y luego la luz de la luna
como de cuento de hadas, creando a nuestro alrededor un paisaje de
ensueño y un arroyo pavimentado de plata. Los ruidos de la jungla
eran los más novedosos para mí, vimos un extraño y enorme animal
gateando en la orilla del agua, que supuse era un cocodrilo, resultó
ser un gran lagarto, de casi 2 metros de largo. Pasamos por rápidos
en una parte del río, y disfrutamos de la emoción de comprobar
Creación de un fondo budista en Ceilán 209

si nuestra frágil embarcación se haría pedazos y nos dejaría en el


agua. Pero nuestro Capitán demostró ser un espléndido timonel, y
su hijo, un chico de 13 años, se aferró a su remo de proa con frío
coraje, y pronto pasamos a las aguas tranquilas, río abajo. Este chico
me sorprendió. No comió nada más que curri y arroz, y no había
logrado crecer, sin embargo, manejó el remo durante el viaje de
92 km, durante veintidós horas seguidas, salvo cortos descansos
ocasionales, y al final estaba tan fresco como al principio. Creo que
sería difícil encontrar un joven occidental que pudiera igualar esa
hazaña de resistencia.
No teníamos catres ni cuchetas para nuestra comodidad, estu-
vimos sentados todo el día y dormimos toda la noche sobre esteras
colocadas sobre la cubierta de bambú, lo que provocó un aplasta-
miento de huesos de una manera que prefiero dejar a la imagi-
nación del lector, en lugar de dedicarle demasiado tiempo a los
detalles. Solo diré que pasar una noche sobre un techo de tejas
y sin colchón, es un lujo en comparación con aquello. Llegamos
a Kalutara el día siguiente antes del amanecer, tomamos el tren
y regresamos bastante cansados a Colombo, para el desayuno.
Como todos saben, en el budismo no hay castas; ya que va en
contra de sus principios pero sin embargo, son reconocidas y tenaz-
mente sostenidas entre los budistas cingaleses. No hay brahmines o
Kshatriyas entre ellos, siendo la clase social más alta la de los agri-
cultores llamados Willallas. Esto no es más que un grado superior de
Sudras, sin embargo, son los aristócratas de la Isla. Debajo de ellos,
socialmente, hay varias subdivisiones evidenciadas por sus oficios
como, peladores de canela, pescadores, extractores de la savia de los
cocoteros y otros. Es increíble el grado en el que se apegan a sus
viejas nociones, pero las divisiones sociales se han acentuado bajo
las dinastías hindúes que se extendieron a lo largo de los siglos,
y estos hábitos fijos son difíciles de erradicar. Mi política fue, en
todo momento, ignorar estas divisiones; para crear un vínculo de
simpatía entre mis colegas en aras de nuestro trabajo, organicé con
los líderes inteligentes de la S. T. Budista de Colombo una cena de
aniversario para celebrar la finalización de su primer año de exis-
tencia. El acto se realizó en nuestra Sede de Colombo en la noche
del 3 de julio y fue un éxito encantador. Cincuenta y siete de noso-
tros nos sentamos a la mesa independientemente de las castas, y
prevaleció el clima de fraternidad. Hubo discursos en abundancia
y el agradable episodio de obsequiar un anillo de diamantes al
Sr. Wijeyesekara, el infatigable Secretario honorario. “La reina de
las piedras para el príncipe de los Secretarios”, como lo expresé en
mi discurso de presentación en nombre de los suscriptores. Los
210 H ojas de un viejo diario

Miembros hicieron generosas donaciones de dinero para los gastos


de la Rama, y todo salió tan bien que todos sintieron que el verda-
dero espíritu del budismo había descendido sobre nosotros.
El 7 de julio realicé una segunda Convención de sacerdotes de
ambas sectas, para consultar la mejor manera de impulsar nuestro
trabajo. Sesenta y siete de ellos asistieron como delegados, y se vio
el agradable espectáculo de miembros de las dos sectas comiendo
juntos. Esto fue un avance en relación a la Convención del año
pasado, cuando, como podrán recordar, les di de comer en habita-
ciones separadas. La traducción de mi discurso de Convocatoria fue
escuchado muy atentamente. Había preparado un gran mapa de la
provincia del oeste, que mostraba los límites de los diferentes Korales
(¿municipios?), con sus respectivas poblaciones, y las recomenda-
ciones de qué hacer. Waskaduwe Subhuti y H. Sumangala, pronun-
ciaron discursos de aprobación, y Megittuwatte, al final, como
siempre, estuvo espléndido, en un discurso que enfervorizó todos
los corazones. Se aprobaron resoluciones a favor de mis planes y se
prometió ayuda, y se levantó la sesión con el mejor ánimo. La agita-
ción religiosa llegó a todas las clases, penetrando incluso hasta en
las cárceles. El 20 de agosto recibí una petición de los convictos de
la cárcel de Wellikodde, Colombo, para que vaya con Megittuwatte
y les diera una conferencia sobre su religión, el budismo. El monje,
siendo un maestro religioso reconocido, no necesitaba un permiso
especial, pero mi caso tuvo que ser remitido al Secretario Colonial,
quien lo otorgó después de algunas dudas. Nuestra audiencia estaba
compuesta por doscientos cuarenta delincuentes, incluidos asesinos
y personas que estaban allí por asalto seguido de homicidio. Un
muchacho de 14 años, de aspecto brillante e inocente, había sido
implicado en nueve asesinatos; ¡en su último caso había sujetado a
la víctima mientras su tío lo apuñalaba hasta la muerte! El tío y dos
cómplices se ganaban la vida robando en carreteras y asesinando.
Al muchacho lo habían preparado para vigilar a los transeúntes a
lo largo de un determinado camino y avisar cuando no hubiese
moros en la costa, así los asesinos ocultos saldrían y matarían a
sus víctimas, les robarían y enterrarían sus cuerpos en la selva.
El tío fue colgado, el niño fue liberado a causa de su juventud.
Tomé como texto de mis comentarios —que fueron traducidos por
el Sr. C. P. Goonewardene— la legendaria historia de Angulimala,
el ladrón y el bandido, a quien el señor Buda convirtió e hizo de él
un hombre ejemplar.
El informe de esta reunión, se extendió entre los criminales
y me invitaron a dar una conferencia, el 25 de septiembre, a un
grupo de cien convictos ocupados en construir el nuevo Hospital
Creación de un fondo budista en Ceilán 211

psiquiátrico. Aquí, nuevamente, me habían señalado a un niño


asesino, musulmán, que mató a un hombre cuando solo tenía 10
años de edad.
Un plan eficiente adoptado para recaudar dinero fue el de visitas
casa por casa en el concurrido barrio de Colombo, el “Pettah”. El
Sr. W. D’Abrew, el Sr. J. R. De Silva y otros Miembros destacados
de la S. T. de Colombo lo abordaron con gran espíritu y tuvieron
éxito. Su camino era ir cada vez a lo largo de toda una calle, con
un carrito lleno de alcancías hechas de barro cocido, para reunir
a los habitantes de una docena de casas, explicar los objetivos del
fondo, hacer que cada uno de ellos tomase una alcancía y prome-
tiese poner en la ranura de la misma cualquier suma disponible
que pudiese donar. Al final del mes, el Comité volvería a aparecer,
rompería las alcancías, contaría las monedas, en presencia de los
donantes, apuntaría los nombres y las cantidades en un registro, y
entregaría nuevas alcancías. De esta manera simple, se recolectaron
varios cientos de rupias durante el año. Los grandes empleadores
de mano de obra Coolie, como los estibadores, los Sres. Matthew y
H. A. Fernando, recibirían donaciones de sus hombres en los días
de pago. De diversas maneras, el público budista mostró buena
voluntad. Una tarde, justo antes de una reunión de Rama, me infor-
maron de un conmovedor caso de generosidad. Mientras el Comité
arengaba a algunos jefes de familias en cierta calle, vi que una mujer
pobre, de aspecto cansado, miserablemente vestida, escuchaba con
gran atención. Luego se dio vuelta y entró en la casa, de la que
pronto volvió a aparecer, y, acercándose al Comité, les entregó una
sola rupia para el fondo. Tímidamente, y con ojos llorosos, dijo
que se ganaba la vida moliendo arroz para otra pobre mujer que
vendía appas —esa especie de panqueques que he mencionado ante-
riormente. Su esposo —un carrero— estaba acostado y no podía
trabajar; ella había estado ahorrando moneditas de cobre, durante
los últimos seis meses, para comprarse una ropa decente; pero
sentía que era mucho mejor para ella ayudar a este noble obje-
tivo del fondo que quedarse con el dinero para sí misma: usaría su
vieja prenda desgarrada otro medio año. La historia me hizo llorar
cuando la escuché. En el transcurso de la noche, me dirigí a la
Rama sobre este ejemplo moderno del “óbolo de la viuda*”, y dije:
“Caballeros, esta pobre mujer se ha ganado su buen karma por sus
actos piadosos; ahora permítanos ganar lo mismo al aliviarla de su
angustia”. Tiré una rupia al suelo e invité a otros a hacer lo mismo.
Pronto se reunieron ₹ 30, y le pedí al Comité que encontrara a la

* Lucas 21, 1-4 (N. del E.)


212 H ojas de un viejo diario

mujer y le diera la suma. Algún tiempo después, la llevé al Colegio


Widyodaya, a una conferencia mía, y la hice sentar tranquilamente
cerca de la plataforma, en la que se reunieron el Sumo Sacerdote
y muchos otros monjes. Al pedir fondos a la gran audiencia, dije
que ciertos caballeros —nombrándolos— habían dado 500, 250,
100 y otras cantidades de rupias de su patrimonio, pero ahora les
mostraría a una persona que había dado más que todos ellos juntos.
Luego conté la historia y llamé a la mujer al estrado. Fue recibida
con estruendosos aplausos, y ese día recibimos una gran suscrip-
ción para fines educativos.
Ese año tuve una segunda Convención de monjes en Galle. Había
noventa y siete delegados, y el Sumo Sacerdote Sumangala y el Rev.
Bulatgama fueron los principales oradores. El objetivo de la reunión
fue diseñar un programa para el trabajo del próximo año, que esta
vez se limitaría a la Provincia del sur. Al hacer un recuento, al
cierre, nos dimos cuenta que se habían dado cincuenta y dos confe-
rencias, cinco más de las que había dado ese año en la Provincia
occidental. Se eligió un comité de doce sacerdotes influyentes para
cooperar con los Miembros laicos de la S. T. de Galle, para preparar
conferencias y fijar un horario. Después de una sesión de dos días,
la Convención se levantó. Habiendo sido ejecutados la Escritura del
Fideicomiso y otros documentos legales —después de los retrasos
e impedimentos más molestos e innecesarios— y cuando todos los
demás asuntos estuvieron cerrados, zarpé para Bombay el 13 de
diciembre.
Es mi placentero deber señalar que, a lo largo de estos dieci-
nueve años que han transcurrido desde entonces, cierto número
de Miembros de la Rama de Colombo se han dedicado, con una
conciencia incansable, a la onerosa tarea de mantener vivo el movi-
miento budista. Cuando uno se da cuenta de la inexperiencia que
tienen en la gestión de negocios públicos no relacionados con la
supervisión gubernamental; sus debilidades de temperamento,
debido a un clima enervante y a siglos de desorden nacional y de la
exclusión de los antepasados de la mayoría de ellos de las responsa-
bilidades públicas, la relación embarazosa y sin precedentes de los
laicos con el sacerdocio, en este movimiento religioso y educativo,
la fricción casi irreprimible entre castas, y la sospecha que muchos
hombres sin educación e ignorantes sienten hacia los extranjeros,
que además son blancos, uno debería maravillarse por la tena-
cidad mostrada en el puro trabajo altruista, antes que sorprenderse
y conmocionarse por las fallas que han surgido en el transcurso
de los eventos. Por mi parte, nunca he cambiado un ápice en mi
primera estimación de los cingaleses, ni en mi afecto fraternal por
Creación de un fondo budista en Ceilán 213

ellos; y me siento sinceramente agradecido cuando veo cómo este


renacido sentimiento religioso se ha arraigado profundamente en
el corazón de la nación, y cuán altamente alentadoras son las pers-
pectivas para el futuro. Las Ramas de nuestra Sociedad, con algunas
excepciones, han sido inertes e inútiles como centros de Teosofía,
pero todas tienen el derecho de tomar el crédito por un gran trabajo
filantrópico realizado. Mi gira por la provincia occidental de 1881
fue mal administrada, se desperdiciaron semanas de mi tiempo, se
recolectó una fracción del dinero suscrito en papel; sin embargo, a
la larga, todo ha funcionado para bien, y al revisar la historia de ese
año no tengo reproches contra aquellos que hicieron lo mejor que
pudieron, de acuerdo con sus capacidades.
El 19 de diciembre llegué a casa y fui recibido con alegría por
nuestro grupo de la sede, a quien encontré con buena salud. Las
cosas en mi ausencia habían continuado de la manera habitual, la
circulación de The Theosophist y el volumen de nuestra correspon-
dencia habían aumentado, y todo estaba en paz. Pero un choque
rudo me esperaba. HPB me transmitió un muy amable mensaje de los
Maestros sobre mi éxito en Ceilán, pareciendo haber olvidado por completo
las amenazas de enojo e incluso la declaración escrita de que la Sociedad
sería abandonada por ellos si yo iba allí, y que, ni con ellos ni con ella tendría
yo más relaciones. A partir de entonces, no la amé ni la aprecié menos
como amiga e instructora, pero la idea de su infalibilidad, si es que
alguna vez la había alojado en mi mente, se fue para siempre.
214
H ojas

sección occidental de la biblioteca de adyar


de un viejo diario
CAPÍTULO XXII
De Bombay al Norte y regreso
1882

D
URANTE la primera semana de enero de 1882, se produjeron
en casa cierto número de fenómenos, de los que no hablaré
porque ya han sido publicados con todos sus detalles, y se
ha dudado de la autenticidad de algunos. Me he marcado una regla
en cuarenta años de investigaciones psicológicas: eliminar todo lo
que pudiera parecerme susceptible de ser tachado por la menor
sospecha de mala fe. No quiero contar sino lo que, a mi criterio,
parece bien sincero; puedo ser engañado, tal vez con frecuencia,
pero me cuido de ser honrado.
Uno de los primeros acontecimientos del año fue la llegada a
Bombay del Sr. D. M. Bennett, ya fallecido, Editor del Truthseeker,
que daba la vuelta al mundo. Llegó el 10 de enero y fui a recibirlo
al vapor Cathay, con Damodar y K. M. Shroff (el caballero parsi
que dio conferencias en EE. UU.). El Sr. Bennett era un hombre
de estatura media, cabeza grande, frente alta, cabellos oscuros y
ojos azules. Este hombre sincero e interesante, Librepensador, había
sufrido un año de prisión por sus ataques encarnizados —a menudo
groseros— contra el dogmatismo cristiano. Prepararon contra él
una falsa acusación por medio de un detective sin escrúpulos que
pertenecía a una Sociedad Cristiana de Nueva York; le pidió, dando
un nombre falso, un ejemplar de una obra conocida, sobre la fisio-
logía sexual, el cual el Sr. Bennett se lo proporcionó en su calidad de
librero, sin haberlo leído siquiera. Le hicieron un proceso por haber
enviado por correo libros indecentes, y un Juez y un jurado, al
parecer prevenidos contra él, le condenaron a prisión. Fue la misma
216 H ojas de un viejo diario

malicia y el mismo odio que el de los fanáticos que persiguieron a la


Sra. Besant y al Sr. Bradlaugh en el asunto de los folletos Knowlton.
Bennett debió cumplir su pena, a pesar de una petición a su favor
acompañada de 100 000 firmas, que fueron enviadas al Presidente
de EE. UU., Hayes. Cuando fue puesto en libertad, una inmensa
multitud lo aclamó en la sala pública más elegante de Nueva York,
y se hizo una suscripción para pagarle un viaje alrededor del
mundo, en el curso del cual, observaría al cristianismo tal como es
practicado en todos los países. El recogió sus observaciones en un
interesante libro titulado “Viaje de un librepensador alrededor del
mundo”. Sus reflexiones agudas y sarcásticas sobre Palestina son
particularmente notables.
Hablando con Bennett, supe que tanto él como su mujer, fueron
miembros de la Sociedad de los shakers*, él durante buen número de
años. Su espíritu religioso pero ecléctico, se había rebelado contra
la intolerancia estrecha de los shakers y de los cristianos sectarios
en general. Se casó con una dulce Shaker, dejaron esa Comunidad
y él se entregó al estudio de las pruebas de la religión cristiana. Se
volvió profundamente escéptico, y después de ocuparse varios años
en el comercio, dedicó el resto de su vida a una vigorosa propa-
ganda del Librepensamiento. En seguida me fue simpático por su
candor y amabilidad. “El Mundo Oculto” del Sr. Sinnett acababa de
aparecer; lo leyó con avidez y lo citó ampliamente en su diario y
en su nuevo libro. Una larga discusión de nuestras ideas con HPB
y conmigo le decidió a solicitar su admisión en la Sociedad, y me
vi ante un dilema que a menudo he contado o descrito, pero que
no puede ser omitido en un estudio histórico como éste, y con
tanta mayor razón cuanto que encierra una lección de la que todos
tenemos gran necesidad.
Un descarado Boanerges teológico, llamado Cook —Joseph Cook,
el reverendo Joseph Cook, para ser exacto— un hombre gordo que
parecía creer en la Trinidad siempre que él fuese la Tercera Persona,
pasó por Bombay en gira de conferencias al mismo tiempo que el
Sr. Bennett. El público angloíndio lo ensalzó hasta las nubes; sus
periódicos le hicieron una propaganda enorme y se sirvieron de la
historia del martirio del Sr. Bennett como una carta de triunfo para
su juego, señalándolo como corruptor de la moral pública y sujeto
de cárcel, que las personas honradas debían evitar. El imitador
de Cristo Joseph abrió el fuego en su primera conferencia en la
Municipalidad, y cometió la tontería de denunciarnos también a

*  La “Sociedad unida de creyentes en la segunda aparición de Cristo”, conocidos


como shakers (sacudidos) es una organización religiosa originalmente descrita
como una rama de los cuáqueros protestantes. (N. del E.)
De Bombay al Norte y regreso 217

los Teósofos como aventureros, en presencia de un auditorio de


hindúes y de parsis que nos conocían y nos querían desde hacía
dos años. La prensa hostil le hizo coro y atacó tan violentamente
al Sr. Bennett, a quien yo dudaba en aceptarlo como Miembro de la
Sociedad, por temor de enredarnos en algún nuevo debate público
que nos impidiese organizar apaciblemente nuestra propaganda y
nuestros estudios teosóficos, que eran en realidad nuestro asunto.
Era una inspiración de la prudencia mundana, y no del altruismo
caballeresco, y fui castigado por ello, porque cuando expresé mi
opinión a HPB, un Maestro, tomando posesión de ella, me señaló
mi deber y me reprochó mi error de juicio. Se me dijo que recor-
dase cuan lejos de la perfección me hallaba en Nueva York cuando
fueron aceptados mis ofrecimientos de servicio, cuan imperfecto
continuaba siendo, y que no me aventurarse a sentarme como juez
de mi prójimo; que me acordase de que en el caso presente sabía
que el postulante había servido de chivo expiatorio a todo el grupo
anticristiano y que merecía ampliamente todo nuestro aliento y
simpatía. Se me dijo sarcásticamente que revisara toda la lista de
nuestros Miembros y señalara a uno sin defectos. Eso fue suficiente;
envié al Sr. Bennett el Formulario para que lo firmase, y fui su
padrino junto con HPB. En seguida me volví enérgicamente contra
nuestro reverendo calumniador y lo desafié a encontrarse conmigo
en una fecha dada y hacer valer sus falsos cargos contra nosotros.
El swami Dyánand —que se encontraba entonces en Bombay— lo
desafió igualmente en nombre de la Religión de los Vedas, y el
Sr. Bennett hizo lo mismo por su propia cuenta. Recibí una respuesta
evasiva, así como el swami, y el Sr. Bennett no obtuvo ninguna. El
Sr. Cook se excusaba porque debía ir a Poona. El capitán A. Banon,
MST, 39º NI* que en aquel momento estaba con nosotros, le hizo
saber que iríamos a Poona, y le avisó que si nos evadía otra vez, él
—el Capitán— lo declararía un mentiroso y un cobarde. La reunión
tuvo lugar en el salón Framji Cowasji, en Bombay en el día fijado
para el desafío. Pronuncié un discurso, así como el capitán Banon y
el Sr. Bennett; Damodar leyó algunos certificados de nuestra buena
reputación y de mis servicios públicos en EE. UU., y la compacta
muchedumbre que llenaba hasta los rincones y las entradas del
salón, demostró con estallidos de aplausos que aprobaba nuestra
conducta. Al otro día fuimos por la tarde a Poona, HPB, Banon y yo,
para enterarnos de que el Sr. Cook había huido al otro extremo de
India, ¡sin cumplir su compromiso con el público de Poona!

* Que pertenece al 39º Regimiento del norte de India. (N. del E.)
218 H ojas de un viejo diario

Al día siguiente, di una conferencia, en la Municipalidad de


Hirabag, ante una audiencia tan grande que la sala no podía conte-
nerlos, y tuvimos que salir al aire libre. Nos detuvimos cuatro días
en Poona, tiempo durante el cual hubo otra conferencia nueva-
mente en el mismo lugar, y formamos la S. T. de Poona, que todavía
existe bajo el mismo Presidente, el juez N. D. Khandalvala, cuyo
nombre es familiar para todas nuestras Ramas en todo el mundo
como uno de nuestros asociados más hábiles y firmes. Luego regre-
samos a Bombay. A su debido tiempo, el Sr. Bennett fue formal-
mente admitido en nuestra membresía, en compañía del fallecido
Prof. J. Smith, MLC*, CMG†, de la Universidad de Sydney, y un joven
caballero hindú de Bombay.
El 12 de enero (1882) celebramos el séptimo aniversario de la S. T.
en el salón Framji Cowasji ante un auditorio enorme. Habían hecho
circular contra nosotros odiosos impresos, pero toda la reunión
transcurrió con simpatía y cordialidad. El Sr. Sinnett, que se hallaba
presente, habló, como también otros varios oradores además de
un servidor, también estaban Moorad Alí Beg, y los señores D. M.
Bennett y K. M. Shroff; todos muy aplaudidos. Damodar leyó la
Memoria del Tesorero, que nos vindicaba enteramente a HPB y a
mí de la baja calumnia de que habíamos organizado la Sociedad en
provecho propio. Veo en mi Diario, algunos días más tarde, que
el Sr. Shroff nos dijo que aquella reunión nos había hecho mucho
bien, inclinando a nuestro favor las simpatías del público.
Cito, entre varios fenómenos que se produjeron en aquella
época, uno de ellos que me parece bueno. Damodar recibió por el
mismo correo cuatro cartas, que una vez abiertas resultaron tener
escritura Mahátmica. Venían de cuatro lugares alejados los unos de
los otros y todas tenían el sello del correo. Cuando llegó la corres-
pondencia, se la entregué toda al Prof. Smith, diciéndole que con
frecuencia encontrábamos en nuestras cartas algo agregado con
la mencionada escritura; le pedí que examinase cuidadosamente
aquellos sobres para ver si parecían haber sido abiertos. Me los
devolvió diciendo que, por lo que podía verse, estaban absoluta-
mente intactos. Entonces pedí a HPB que las pusiese sobre su frente
para saber si alguna de ellas encerraba escritura Mahátmica. Probó
con las primeras que cayeron bajo su mano y dijo que dos tenían
esa escritura. Leyó los mensajes por clarividencia, y solicité al Prof.
Smith que las abriera él mismo. Después de volverlas a examinar

* Member of the Legislative Council (Miembro del Consejo Legislativo) (N. del E.)
† Indica que la persona ostenta un grado de la Orden de San Miguel y San Jorge.
(N. del E.)
De Bombay al Norte y regreso 219

cuidadosamente, las abrió y vimos todos los mensajes tal como HPB
los había descifrado por clarividencia.
En la siguiente quincena vimos al Príncipe Harisinhji, el Príncipe
Dajiraj, sahib Thakur de Wadhwan, el Thakur de Morvi y otros nota-
bles, y hubo numerosos fenómenos bajo la forma de caída de cartas
desde el cielorraso de las habitaciones, y una vez a cielo abierto,
cuando estábamos en el jardín. Estos fenómenos han sido descritos
anteriormente, y los encontrarán narrados en “El Mundo Oculto”.
El 14 de febrero di una conferencia en la Municipalidad de
Bombay, en presencia de una rebosante audiencia de parsis, y con
el Sr. Nanibhai Byramji Jeejeebhoy, uno de sus más distinguidos
personajes, presidiendo, una conferencia preparada sobre el tema
“El Espíritu de la Religión de Zoroastro” (ver Theosophy, Religion and
Occult Science, Londres, George Redway, 1882). Traté de mostrar el
carácter altamente espiritual de esa religión y similaridad con el
hinduismo y el budismo en cuestión de entrenamiento Yóguico y
del despertar de los poderes espirituales en el hombre. Mi auditorio
aplaudió en forma que no dejaba duda alguna sobre su aprobación.
Al terminar, el Presidente y el Sr. K. R. Cama y Ervad Dastur Jivanji
J. Modi, dos sabios Orientalistas, hicieron algunas gentiles e inte-
resantes observaciones. Los parsis se suscribieron para imprimir
20 000 ejemplares de mi conferencia, en inglés y en guyaratí; un
gratificante halago. Debo decir que no consentí en preparar ese
discurso sino después de haber tratado en vano de convencer al
Sr. Cama para que lo hiciese, porque consideraba atrevido para un
extranjero abordar un tema tan vasto con tan pocos recursos en cues-
tión de citas. Pero no creo que anteriormente hubiese sido tratada
la Religión de Zoroastro desde ese punto de vista. Los comenta-
rios de la prensa parsi fueron varios; algunos muy favorables, otros
todo lo contrario. Sucedió que todas las críticas adversas fueron de
directores que se enorgullecían de sus principios “reformatorios”
y no simpatizaban con la ortodoxia zoroástrica: en resumen, eran
Librepensadores, y no creían nada del espíritu o del yoga, y el prin-
cipal entre ellos onsideraba a las leyendas de sus Sumos Sacerdotes-
Adeptos de antaño como cuentos de hadas y tonterías infantiles. Por
supuesto que no teníamos nada bueno que esperar de tales críticos.
Hasta el día de hoy son hostiles, pero de alguna manera nos las
arreglamos para llevarnos muy bien sin sus elogios, ahora hay más
Miembros parsi de la S. T. que nunca, y la S. T. de Bombay está casi
completamente compuesta por esas excelentes personas y sólidos
amigos.
Emprendí en seguida una larga gira por el Norte, con el pandit
Bhavani Shankar como compañero. Salimos de Bombay en tren el
220 H ojas de un viejo diario

17 de febrero. HPB, Damodar, Shroff y muchos otros nos acompa-


ñaron a la estación. Al pasar por el Monte Abu, la montaña sagrada
jainista con sus picos desnudos, rugosos y astillados, y a través de
los “campos de sueño de Malwa”, o distritos del opio, llegamos a
Jeypur en la segunda mañana. En la estación nos dieron los habi-
tuales obsequios de limas y guirnaldas y nos instalaron en una muy
cómoda casa de descanso en la ciudad inda más brillante y atractiva.
Di una conferencia en el Colegio del Marajá, en un amplio cuadri-
látero, desde una plataforma bajo un gran dosel rojo, a una gran
audiencia. Había 900 estudiantes en el colegio, dos tercios de ellos
eran hindúes y un tercio musulmanes: allí hay también una escuela
aparte para jóvenes nobles. Me mostraron la biblioteca del colegio y,
cuando me pidieron que escribiera algo en el Registro de visitantes,
puse: “Esta es una buena biblioteca misionera”, y lo era; algún Padre,
después de haberle sido encargada la selección de libros, llenó los
estantes con las obras más áridas, estúpidas y más insípidas sobre
teología cristiana. Lo consideré un engaño insignificante.
La Rama de la S. T. de Jeypur se formó al día siguiente con
Directivos y Miembros respetables.
Pasamos por Delhi, donde conocí las maravillas arquitectónicas
creadas por los emperadores musulmanes de antaño, y vi también
la pintoresca avenida de Chandni Chouk. Allí hubo, como siempre,
conferencias y encuentros con gente interesante. Paseándome por
la mencionada calle, vi los sellos urdus en las puertas de las tiendas
de los grabadores de sellos, y me chocó su parecido con la firma
criptográfica de uno de nuestros Mahatmas. Por puro capricho, hice
hacer un sello de latón común (precio 4 peniques) para mostrarlo a
HPB a mi regreso. No tenía la menor idea de hacer nada con él, pero
después resultó que fue una gran tontería, porque es de imaginar mi
disgusto cuando, varios años más tarde, vi impresiones visiblemente
falsas de este miserable sello, hechas con negro de humo de vela, al
pie de cartas y billetes de los Mahatmas, puestos en circulación por
el Sr. Judge. No sé cómo cayó el sello en sus manos, pero cuando
en 1894 lo encontré en Londres, me dijo para calmarme que había
sido destruido. Viendo una impresión de dicho sello en un falso
mensaje, le escribí diciéndole saber que si yo me enteraba de que
algún infame lo usaba con malas intenciones, denunciaría públi-
camente el fraude en The Theosophist, publicando un facsímil del
sello. En su respuesta, me aconsejaba que no hiciese nada, porque
el público me consideraría como particeps criminis [cómplice]; a lo
que le contesté que me importaba muy poco lo que pudiesen decir
de mí, dado que era perfectamente inocente, y tenía mi conciencia
tranquila, pero que estuviese seguro de que descubriría el fraude.
De Bombay al Norte y regreso 221

Tengo en mi poder sus cartas sobre este asunto, y supongo que las
mías se encuentran en sus papeles.
Las ciudades que seguían en mi programa, eran Meerut y
Bareilly, donde se repitió la rutina de conferencia y formación de
la Rama local. En el Instituto Rohilkund, el tema de mi discurso
fue un plato de cobre; se dirá que fue una singular elección de
tema, pero ello fue debido a lo siguiente. Allí, como en todas partes,
fui tratado perfectamente por mis amigos indos, y con el mayor
respeto: ellos me proporcionaron una casa amueblada, y un coci-
nero brahmín para preparar mi comida, que se me servía en un
plato de cobre. El día que estaba señalado para mi conferencia, tres
o cuatro de ellos estaban a mi alrededor, viéndome comer a la moda
antigua, con los dedos. Me hicieron tantos halagos, que me sentí
tentado a darles una lección, y les pregunté tranquilamente qué
harían con ese plato después de que yo me fuese. Se ruborizaron
y se mostraron muy cohibidos como para responder. Proseguí: “no
vacilen en decir la verdad, sé lo que harán. El plato será tirado a la
basura, o deberá pasar por el fuego antes de que alguno de ustedes,
los brahmines, pueda tocarlo. ¿Por qué? Miren la suciedad de la
ropa de ese cocinero y la falta de aseo de su persona, y díganme
después si yo no debo manchar este plato menos que él”. Bajaron la
cabeza para no cometer una falta de cortesía con su huésped, pero
por fin uno de ellos terminó por decir: “no sabemos la verdadera
razón, pero está escrito en nuestros Shastras”. Entonces dije: “muy
bien, tomaré este plato como tema de mi discurso de esta noche, y
les explicaré el misterio”. Y así lo hice, hablando de la naturaleza
del aura humana, de la teoría de la purificación gradual por medio
del Yoga, y del estado teórico de pureza espiritual al cual debe llegar
el verdadero brahmín. Les hice ver que la costumbre de comer
separadamente, sin tocar durante la comida el padre al hijo, ni el
hermano al hermano, estaba basada en la teoría del desarrollo indi-
vidual, opuesta al desarrollo colectivo de la familia, y que así como
la electricidad y el magnetismo son conducidos por los objetos, si
un brahmín adelantado toca a una persona menos pura, se expone a
contaminar su aura, y por lo tanto a perjudicarse a sí mismo. El error
de nuestros tiempos de espiritual decadencia, consiste en creer que
un hombre sucio, porque ha nacido brahmín, ensucia menos que
un blanco bien lavado. De las castas, no queda más que el nombre,
y sólo resulta de ello una molestia e inconveniente para todos. Sería
menester, o bien devolverles su primer valor, o prescindir de ellas
como se libra uno de un traje usado. Veo en mi Diario que me serví
de imágenes de dioses hindúes para dar la explicación esotérica de
sus extrañas formas y de sus múltiples símbolos.
222 H ojas de un viejo diario

En Lucknow, vi la Residencia maltratada, que resistió durante


cinco meses, el asedio de miles de rebeldes cipayos, gracias a la
valentía heroica y la fortaleza intrépida de un pequeño grupo de
guerreros, mal alimentado y mal armado. Vi las bodegas donde
vivieron 250 mujeres y niños, en esa época terrible, y donde la
mayoría fueron heroínas y algunas murieron de miedo.
Entre los nuevos Miembros de nuestra Rama local se encontraban
algunos Príncipes de la Familia Real de Oudh —musulmanes— a
quienes se acusó rotundamente de haber apostatado del islam, ¡y
adoptado la nueva religión de la Teosofía! Mi conferencia se dio en el
Baradari, o “Salón de las Doce Columnas”, una estructura espaciosa
que se encuentra en el jardín privado del difunto rey Kaiserbagh,
donde solía desperdiciar su vida inútil en deleites sensuales con
mujeres desnudas y dramas de amor y canciones. Debe haber sido
una bestia.
A continuación, fui a Cawnpore, la escena siempre memorable
de las brutales masacres de la Rebelión. Se formó allí una nueva
Rama, y di dos conferencias, y luego a Allahabad y a los siempre
encantadores Sinnett. Hubo reuniones de Teósofos y conferencias
y algunos fenómenos, sobre los cuales no me detendré, en la casa
del Sr. Sinnett. Envié a Bhavani Shunker de regreso a Bombay y
fui a Behar y Bengala. Berhampur, alguna vez centro de la acti-
vidad militar y política en los días de la Compañía, siempre ha sido
uno de los mejores núcleos de trabajo del movimiento Teosófico. El
difunto Sr. Nobin K. Banerji, sus colegas Dinanath Ganguli, Satcory
Mukerji y algunos otros, poseían los dos elementos de éxito para
cualquier movimiento público: convicción y entusiasmo perfectos.
Sus nombres figuran notablemente en la historia inda de nuestra
Sociedad. Hubo un gran revuelo durante mi visita y, aún así, pare-
cían pensar que no habían logrado mostrarme el suficiente respeto.
El carruaje de un rajá, con conductor y lacayos con librea llamativa,
vino de muchos kilómetros para encontrarse conmigo al otro lado
del Ganges y llevarme a Berhampur; en un puesto a 11 kilómetros,
una guardia de honor de jinetes sowars de chaqueta roja vino a
mi encuentro y se formaron detrás del carruaje; en la ciudad tuve
que pasar entre dos filas de cipayos saludando, jinetes custodios
del soberano y todo tipo de lacayos más o menos decorativos del
palacio; había líneas dobles de lanceros haciendo flamear banderas;
mis habitaciones estaban coloridas llenas de banderines, flora, y
todo tipo de artificios mundanos que, ridículamente, se supone dan
placer y satisfacción al hombre público.
Además de ver a mis queridos colegas, tuve el honor y el bene-
ficio de conocer al Sr. Ram Das Sen, el erudito oriental y valioso
De Bombay al Norte y regreso 223

corresponsal de los principales Orientalistas europeos, que también


se unió a nuestra Sociedad y del que fui amigo hasta su muerte
prematura.
Calcuta fue mi etapa final en esta gira circular de 1882. Primero
me alojaron mis excelentes amigos, el coronel Gordon y su esposa, y,
más tarde, el Marajá, Sir Jotendro Mohun Tagore, el principal noble
indo de la metrópolis. En casa de los Gordon sucedió el famoso
fenómeno de la caída de cartas desde el aire del médium Eglinton
y HPB. Todos los detalles fueron publicados en ese momento por la
Sra. Gordon, y quienes lo deseen pueden leerlos.
Pocos días después acepté la invitación del Marajá Sir Jotendro
Mohun Tagore, y fui su invitado en su Casa de Huéspedes palaciega
(Boituckhana) durante el resto de mi estadía en Calcuta. Este caba-
llero es uno de los amigos más corteses, cultos y estimados que
he conocido. Él ocupa una gran posición con perfecta dignidad y
gracia. He disfrutado su hospitalidad varias veces; una vez junto con
HPB, y otra vez con la Sra. Besant y la condesa Wachtmeister.
Los primeros cuatro días de abril se dedicaron a escribir mi
conferencia sobre “Teosofía, la base científica de la religión”, ya que
pude encontrar tiempo en los intervalos de otros compromisos.
El día 4, el Marajá me organizó una recepción para conocer a los
principales caballeros indos de la ciudad. El día 5, di mi confe-
rencia en la Municipalidad a una gran audiencia: la más grande.
Esto, me imagino, se debió a la publicación de un feroz ataque en
los diarios locales hostiles, por parte del swami Dyánand Sarasvati.
Tales intentos de dañar nuestra causa invariablemente se han vuelto
en contra de sus autores. El querido autor y filántropo bengalí, el
fallecido Babu Peary Chand Mittra, fue el Presidente del evento.
HPB se unió a mí al día siguiente en Boituckhana, y esa noche,
en el mismo lugar, organizamos la Sociedad Teosófica de Bengala,
una de nuestras Ramas más conocidas, con los Sres. Peary Chand
Mittra como Presidente, Norendronath Sen como Secretario y
Balai Chand Mullik como Tesorero. Desde hace muchos años, el Sr.
Norendro ha sido el Presidente, y casi se puede decir que ha reali-
zado él mismo la mayor parte del trabajo público de la Rama, en su
calidad de Director del Indian Mirror; porque el público se ha mante-
nido completamente informado por él de cada evento importante
en la historia de nuestro movimiento, y sus valientes llamamientos
han hecho mucho para lograr el renacimiento hindú en Bengala; el
cual es un hecho bien conocido y universalmente admitido.
El día 9 del mes, fui en compañía de la Sra. Gordon a la residencia
del Sr. Janaki Nath Ghosal, un caballero bengalí muy influyente, y
admití como Miembro a su idealmente hermosa esposa, hija de
224 H ojas de un viejo diario

la venerable Debendra Nath Tagore, fundadora asociada, junto con


el difunto rajá Rammohun Roy, de la famosa Brahmo Samaj. La
Sra. Ghosal, además de ser una Peri por su belleza, también es una
de las intelectuales más brillantes del momento, y sus hijos here-
daron sus talentos. Junto con ella, admití a otras tres damas indas.
Esto suena bastante simple para los occidentales, pero deberían
recordar que desde los días de la supremacía musulmana, las damas
de alto rango de Bengala han estado recluidas detrás del purdah,
o cortina de la puerta de entrada del Zenana, excepto las damas
Brahmo, y el hecho de que yo sea admitido tan a menudo como lo
he hecho, en la intimidad familiar, es una prueba sorprendente de
la amabilidad con la que los hindúes me consideran.
Con HPB nos detuvimos en la ciudad hasta el 19 (abril), ocupados
trabajando como abejas, escribiendo, recibiendo visitas, mante-
niendo conversaciones con extraños y reuniones de la nueva Rama
local. Veo que el día 14 hubo una reestructuración de directivos,
la nueva lista fue la siguiente: Presidente, Peary Chand Mittra;
Vicepresidentes, Dljendra Nath Tagore y rajá Syama Shankar Roy;
Secretario y Tesorero, Norendronath Sen; Secretarios adjuntos,
Balai Chand Mullik y Mohini Mohun Chatterji.
Nos embarcamos el 19 para Madrás, pero el India estuvo toda la
noche en el muelle embarcando carga, y con este terrible estruendo,
el calor abrasador de los camarotes y los mosquitos, uno puede
imaginar el tipo de noche que pasamos, ¡y el tipo de temperamento
que tenía HPB a la mañana siguiente! Tuvimos nuestra primera
oportunidad de aprender por experiencia personal los peligros
y dificultades de la navegación del Río Hughli, pero, después de
fondear por la noche, llegamos al mar el 20 y nos dirigimos rumbo
a Madrás.
Llegamos a ese puerto el 23 a las 11 a. m., pero recibimos un
mensaje de T. Subba Row pidiéndonos que nos detuviéramos a
bordo hasta las 4 p. m., hora en la que se había organizado una
recepción formal. Hicimos lo que nos pidió y, al desembarcar,
fuimos recibidos por los principales caballeros indos de Madrás y
una gran multitud de turistas. Disfrutamos de la brisa en nuestro
recorrido por la costanera —la mejor de India— y nos alojamos
en el bungaló del difunto Sir T. Madhava Row en el suburbio de
Mylapore. Nuestro viejo colega cingalés, el Sr. W. D. Abrew, estuvo
con nosotros.
En la casa, el Excmo. Mir Humayun Jah, un representante de la
ex familia real del Sultán Tipu de Mypore, quien posteriormente nos
engalanó con las típicas guirnaldas al estilo de la tradición oriental,
nos leyó un discurso muy bien redactado, firmado por los caballeros
De Bombay al Norte y regreso 225

indios más conocidos del lugar, y encuadernado como un libro


en tafilete rojo. Mi respuesta fue calurosamente recibida. Nuestra
estadía allí estuvo llena de compromisos durante los siguientes días,
con visitantes y recepciones de candidatos a Miembros; entre estos
últimos, T. Subba Row, a quien tuve que admitir solo en privado,
por alguna insondable razón de misterio; el venerable filántropo y
estadista, ministro Bahadur R. Raghunath Row; el juez P. Sreenivas
Row, el juez G. Muttuswamy Chetty y sus hijos, y, de hecho, la
mayoría de los hombres asiáticos más importantes de Madrás. La
comunidad parecía atrapada por una ola de entusiasmo en aquel
momento, y no era extraño que los dos hubiéramos creído que
duraría más, pero el tiempo disipó la ilusión. Poco después, se fundó
el club Cosmopolitan, con salas de relax, lectura y billar, y nuestros
amigos entusiasmados, gradualmente abandonaron la metafísica y
la filosofía del Yoga por el juego de billar y la comidilla mental de
los artículos de los periódicos. Sin embargo, por un tiempo, nuestro
jardín de rosas floreció e inhalamos las dulces fragancias de los
elogios. Tan grande fue la demanda por la membresía que tuve que
admitir a los candidatos en bloc, en tal sentido tengo una anotación
en el Diario registrando que ingresé a un grupo de 22 Miembros en
una azotea a la luz de la luna. Por supuesto, tuvimos que exponer
sobre Teosofía ante el público en general, y así, el 26 de abril (1882)
di una conferencia en el salón Pachaiyappa sobre “La base común
de las religiones”, ante una multitud aplastante que hizo dudar a
los Administradores sobre la seguridad del edificio, debido a que
el salón público está en el primer piso, subiendo un largo tramo
de escalones. La misma pregunta ha surgido muchas veces desde
entonces, me alegra decir que nuestras reuniones públicas siempre
han abarrotado los edificios. HPB y Abrew estaban en la plataforma
a mi lado; siendo ella el blanco de todas las miradas. La noche
siguiente, se aceptaron a veintiún candidatos más, y después de
la ceremonia, se creó la Sociedad Teosófica de Madrás, con R.
Raghunath Row como Presidente y T. Subba Row como Secretario.
El primero utilizó sus mejores esfuerzos para convertirla en una
Rama útil, pero este último no le brindó su total apoyo, ya que era
un funcionario ejecutivo muy indolente.
El día 30 de abril, HPB organizó una fiesta de 17 de nosotros,
incluidos T. Subba Row, el ministro Bahadur y yo, en Tiruvellum,
alguna vez un lugar muy sagrado, debido a las grandes almas que
vivieron allí —y se supone que algunas todavía viven—. Una proce-
sión, con música y flores, nos recibió y nos acompañó desde la esta-
ción hasta el lugar asignado para nuestro alojamiento. Estábamos
particularmente ansiosos por visitar el santuario del templo, pero,
226 H ojas de un viejo diario

como los sórdidos brahmines a cargo exigieron una bonificación de


₹ 25, nos sentimos tan disgustados que nos negamos a entrar en el
santuario contaminado y regresamos el mismo día a Madrás.
Habiendo sido programada una segunda conferencia para el día
siguiente, el ministro Bahadur y sus miembros del comité asociado
trataron de evitar que se repita el apretujamiento del primer día
cobrando por la reserva de asientos, las ganancias se destinaron a
caridad. Sin embargo, al llegar al salón Pachaiyappa, tuvimos grandes
problemas para abrirnos paso desde la puerta hacia el escenario a
través de la multitud abarrotada, mientras que el pobre ministro
Bahadur, a pesar de ser uno de los personajes más respetados en
Madrás, estaba tan atascado en una esquina que, en lugar de obligar
al público a ir de un lado a otro, se vio obligado a pedir la ayuda de
mis hombros cuadrados y mi fuerza muscular para rescatarlo de su
difícil situación.
Al día siguiente comenzamos, un viaje por un canal en una casa
flotante, el cual voy narrar en el capítulo siguiente.
CAPÍTULO XXIII
Un viaje en barca con HPB
1882

E
N todos nuestros años de relación con HPB nunca habíamos
estado tan juntos como en este viaje en barco por el Canal de
Buckingham —una obra del Duque de Buckingham que alivió
la hambruna al alimentar a miles de campesinos durante una época
trágica de la Presidencia de Madrás. Hasta ahora siempre habíamos
vivido y trabajado en compañía de terceros, mientras que ahora está-
bamos los dos solos en un budgerow, o pequeña casa flotante, con
nuestro criado Babula y la tripulación de coolies como nuestros
únicos compañeros mientras la nave estaba en movimiento. Nuestros
cuartos eran lo suficientemente apretados, por seguridad. A cada lado
del pequeño camarote había un cofre cubierto con un colchón; las
tapas dispuestas sobre bisagras para ser levantadas, y con el interior
formando un enorme cofre para guardar efectos personales. Entre los
dos cofres —que eran cada uno “una cama por la noche, una cómoda
durante el día” *— había una mesa portátil que se podía colgar del
techo cuando no se la necesitaba. Un lavabo, una pequeña despensa
con estantes, una plataforma para hacer fuego afuera, detrás, que
consistía en el fondo de una olla de barro cocido rota, colocada
sobre arena, y algunos utensilios de cocina indispensables, una jarra
grande para beber agua y nuestra mesa de campaña completaban
nuestro mobiliario doméstico y fueron suficientes para nuestras
necesidades. Cuando soplaba un viento suave, se levantaba una vela
y nos deslizábamos con ella; cuando el viento era contrario, los

* Cita del poema The Deserted Village de Oliver Goldsmith. (N. del E.)
228 H ojas de un viejo diario

coolies saltaban a tierra y, con una cuerda de remolque sobre sus


hombros, nos arrastraban a una velocidad de quizás unos 4,8 kiló-
metros por hora. En el otro bote nos seguían algunos de nuestros
mejores y más amables colegas de Madrás, entre ellos ese viejo de
corazón dorado, P. Iyaloo Naidu, Recaudador Retirado, cuya relación
era un privilegio, y cuya amistad era un honor. Nuestro destino era
la ciudad de Nellore, un viaje de dos días por agua.
Como no habíamos zarpado hasta las 7 p. m. (3 de mayo de 1882)
y la luna estaba casi llena, era una especie de viaje fantástico que
estábamos haciendo por el agua plateada sin olas. Ningún sonido
rompió el silencio, después de salir de los límites de la ciudad,
salvo los aullidos ocasionales de una manada de chacales, el bajo
murmullo de las voces de los coolies de nuestro bote, hablando
juntos y el golpeteo del agua contra el casco del bote. En lugar
de vidrios corredizos, había persianas venecianas con bisagras y
ganchos para sujetarlas a las vigas del techo a gusto, a través de
ellas una suave brisa nocturna soplaba fresca y nos traía el olor de
los arrozales húmedos. Mi colega y yo nos sentamos, encantados
con la escena y refrescados por el descanso agradecido y poco acos-
tumbrado en nuestra vida de emoción y publicidad. Hablamos muy
poco, al estar bajo el embrujo de aquella noche, y nos fuimos a
nuestras camas con la certeza de un sueño reparador.
El monzón del sudoeste nos empujó toda la noche, y la mañana
nos sorprendió bastante lejos. Muy temprano atracamos en la
orilla para que los coolies cocinasen su arroz con curri, y nues-
tros amigos de la otra embarcación nos alcanzaron. Tomé un buen
baño, y Babula nos hizo un excelente almuerzo al que nuestros
colegas no pudieron hacer honor a causa de sus prohibiciones de
casta. Volvieron de nuevo a deslizarse las embarcaciones, sin hacer
más ruido como si fuesen espectros, y con HPB pasamos horas
poniendo al día la correspondencia atrasada y escribiendo artículos
para The Theosophist, con algunos intermedios de conversación.
Naturalmente, hablábamos siempre de la situación y porvenir de
nuestra Sociedad, y del efecto que terminarían por producir las ideas
orientales que nos ocupábamos de difundir, sobre la opinión pública
contemporánea. Ambos éramos optimistas, sin que ni un atisbo de
duda o un desacuerdo cruzase por nuestras mentes. El todopoderoso
sentimiento de confianza que nos poseía, nos hacía indiferentes a
los obstáculos y las calamidades, que de otro modo nos hubiesen
detenido cincuenta veces en el curso de nuestra carrera. No es hala-
gador para los actuales Miembros de nuestra Sociedad, pero es abso-
lutamente cierto que nuestras previsiones se dirigían más hacia la
influencia que ejercería el pensamiento teosófico sobre la corriente
Un viaje en barca con HPB 229

moderna, que hacia una extensión posible de la Sociedad misma en


el mundo entero; esto no lo preveíamos. Del mismo modo que al
zarpar de Nueva York hacia Bombay no pensábamos que India se
cubriría de Ramas, lo mismo que Ceilán, tampoco cuando navegá-
bamos en aquella silenciosa embarcación, nunca pensamos en la
posibilidad de un movimiento tan considerable que extendería sus
Ramas y Centros de difusión por toda Europa y EE. UU., sin hablar
de Australia, África y el Extremo Oriente. ¿Cómo hubiéramos
podido imaginarlo? ¿En qué podríamos habernos basado para ello?
¿Dónde estaban los gigantes que debían llevar esa carga sobre sus
hombros? Hay que recordar que esto sucedía en 1882 y que fuera
de Asia no había más que tres Ramas de la S. T. fundadas (sin contar
con la de Nueva York que aún no había sido reorganizada). La Rama
de Londres y la de Corfú (Grecia) estaban inactivas, el Sr. Judge se
encontraba en América del Sur, al servicio de una compañía minera
de extracción de plata (no creo equivocarme de fecha), y en los
Estados Unidos no existía nada organizado que se pareciese a una
propaganda activa. Sólo los dos viejos en aquella embarcación; los
dos solos llevábamos adelante la obra, y nuestro campo de acción
fue el Oriente. Y cómo en aquel tiempo HPB no estaba más dotada
que yo del don de profecía, hablábamos, trabajábamos, y colocá-
bamos los cimientos para un gran porvenir desconocido.
¡Cuántos de los innumerables Miembros actuales de la Sociedad,
darían todo por haber podido disfrutar de la estrecha intimidad que
yo tenía con mi amiga en aquel viaje por el canal! Esta excursión
era tanto más agradable y provechosa, cuanto que ella gozaba de
buena salud y estaba de excelente humor, de suerte que nada venía a
turbar el encanto de nuestra unión. De otro modo, aquello hubiese
sido lo mismo que verse encerrado en el zoológico en la jaula de
una leona irritada; con seguridad hubiera sido preciso, ¡que uno de
los dos hiciese el viaje a pie, o que fuese a pedir hospitalidad a P.
Iyaloo Naidu en el otro barco! Querida amiga tan sentida, a la vez
compañera, colega, maestra y camarada, nadie podía ser más exas-
perante en sus malos días, pero tampoco nadie más amable y admi-
rable en los buenos. Yo creo que hemos trabajado juntos en vidas
precedentes, y creo que trabajaremos todavía en vidas futuras, por
el bien de la humanidad. Esta página de mi Diario, abierta ante mis
ojos, evoca el recuerdo de uno de los más deliciosos episodios del
movimiento Teosófico; veo ante mí a HPB con su bata desgastada,
sentada en su cofre, fumando cigarrillos, con su poderosa cabeza
coronada de revueltos cabellos inclinada sobre la página que estaba
escribiendo, la frente arrugada, la mirada como dirigida a su inte-
rior, su mano aristocrática guiando rápidamente la pluma sobre
230 H ojas de un viejo diario

el papel, y me parece oír aquel silencio marcado tan sólo por el


murmullo del agua sobre la borda o por el roce de los desnudos pies
de un coolie sobre el techo, arriba de nuestras cabezas, que tensaba
una cuerda u obedecía alguna orden del timonel.
Al siguiente día a las 5 p. m. llegamos a un lugar llamado Muttukur,
donde desembarcamos para ir por tierra a Nellore, situada a unos
24 km. De nuevo comenzó la agitación; nos aguardaba una nume-
rosa delegación, nos condujeron a una tienda de campaña en la que
tenían preparados refrescos, y nuestras manos y cuellos se vieron
pronto cubiertos de flores. Hubo que contestar a un Discurso de
Bienvenida, y subir a un ligero faetón tirado por coolies como lo
harían los caballos. Ágiles y rápidos, nos llevaron en tres horas. Se
les atribuye una cierta virtud extraña: son de una antigua tribu de
encantadores de serpientes, se les llama los Anadhis. Las personas
que quieren dormir tranquilas en sus camas, sin temor de que
alguna serpiente se deslice hasta ellas, hacen venir a un Anadhi,
quien da vueltas alrededor de la habitación recitando encantos y
clava un palo encantado o cualquier otro fetiche, después de lo cual,
ninguna serpiente se arriesga a molestar a los habitantes. Nuestros
amigos nos hablaron de esto como de una cosa muy conocida, y
la repito bajo su entera responsabilidad. Me dijeron también algo
que podía ser útil a los viajeros o a los cazadores que tienen que
acampar en lugares infestados de serpientes. Es que una serpiente
no pasará jamás sobre una cuerda de crin de caballo, y que uno puede
asegurarse contra sus visitas colocando una cuerda de crin de este
tipo alrededor de su casa, de su tienda de campaña, o de un campo
entero. No supieron decirme si aquello era debido a la naturaleza
rugosa de tal cuerda que lastima la delicada epidermis del reptil, o
a una propiedad magnética (áurica) u otra propiedad oculta de la
crin, pero al fin de cuentas poco importa, el asunto es que resulta
interesante si es verdad.
En Nellore nos esperaba una ovación a las 11 p. m.: se nos tenía
preparada una casa soberbia, decoraciones de flores y follaje, y a
esa hora avanzada, tuve que contestar a dos discursos: uno en sáns-
crito y otro en inglés, antes de que nos fuera permitido acostarnos.
Se dio una conferencia al día siguiente; el día posterior a ese, se
dedicó al trabajo editorial y a las admisiones de Miembros. Por la
tarde, una delegación de los pandits más eruditos del distrito vino a
hacernos preguntas y a las 11 p. m. organizamos formalmente la S. T.
de Nellore. Una segunda conferencia fue dada el 9 de mayo, más
admisiones de candidatos y más redacción terminaron nuestros
asuntos en Nellore, luego nos trasladamos a una estación del canal
llamada Mypaud, donde se había llevado el bote para ahorrarnos
Un viaje en barca con HPB 231

29 km de viaje por el canal. Nuestros escritos y conversaciones se


reanudaron y, a su debido tiempo, llegamos a Padaganjam, el límite
de navegación del canal en la estación de calor, y el lugar desde
donde, para continuar a Guntur, nuestra Ultima Thule, tuvimos que
tomar palanquines y jampans, o sillas transportadas por coolies. Los
coolies no aparecieron hasta el día siguiente, y como tuvieron que
descansar, no partimos hasta justo antes de la puesta del sol.
Nuestra caravana consistía en cuatro palanquines y un jampan, lo
que, sumado a los cargadores de equipaje, hizo que nuestros coolies
sumaran cincuenta y tres personas. Pronto llegamos a un vado
donde había que cruzar un río, y nuestra actuación acabó hacién-
dome reír a carcajadas y a HPB proferir insultos. El agua tenía tal
profundidad que, para mantener secos los pisos de los palanquines,
los portadores tenían que levantar los gruesos postes sobre sus
cabezas, para levantarnos lo suficientemente alto. Antes de entrar en
el agua, se quitaron la ropa menos su langot o taparrabos. Eligiendo
cada paso con la mayor precaución y sondeando el fondo del río
con sus bastones, entraron más y más en el agua hasta que les llegó
a las axilas. Cortésmente, fui primero para que HPB supiera si me
estaba ahogando y volviese. Fue una experiencia delicada estar
sentado inmóvil, para no romper el equilibrio del poste redondo
que descansaba sobre las cabezas de mis seis coolies, e, imaginaba,
en qué lío acabarían mis papeles y yo, si uno de los hombres errara
el paso; sin embargo, uno viaja para hacer experiencia, así que me
acosté boca arriba lo más inmóvil posible. De pronto, ya en medio
de la corriente comencé a escuchar el sonido de una voz familiar
que venía del siguiente palanquín, era HPB que inmediatamente
comenzó a gritarme diciéndome que estos hombres seguramente la
harían caer al agua. Le grité que no importaba, ya que estaba dema-
siado gorda para hundirse y que yo la pescaría. Luego comenzó a
hacerme pesadas reprimendas, con algunas derivaciones hacia los
coolies, quienes, sin entender una palabra, seguían su camino como
antes. Finalmente llegamos a la orilla opuesta y mi colega descansó
al salir, caminar un poco, y después de algunos cigarrillos, ya había
olvidado sus recientes problemas.
El viaje fue muy tedioso y caluroso, el termómetro marcaba
37  ºC a la sombra y los coolies mantuvieron día y noche, durante
los tres días que estuvimos en el camino, un estribillo monótono
que acabó por convertirse en algo irritante. Luego, por la noche,
llevaban grandes antorchas hechas de un trapo de algodón retor-
cido, saturado con aceite de coco, que ardían produciendo una
nube de humo de un olor desagradable que casi nos ahogaba en
los palanquines. Estas antorchas se colocaban a ambos lados de
232 H ojas de un viejo diario

cada palanquín para que los coolies pudieran ver las serpientes que
podrían estar enrolladas en el camino. Cuando el viento soplaba en
nuestro camino, no había escapatoria del humo de la antorcha en
el lado de barlovento y al detenernos, pudimos apreciar que tanto
nosotros como nuestra ropa estábamos casi negros. Sin embargo,
fue una compensación suficiente ya que el jemadar, o jefe de los
coolies, mató a una gran cobra que los portadores delanteros segura-
mente habrían pisado si no hubiese sido por la luz de la antorcha.
Al tercer día a la puesta del sol llegamos a Guntur y nos sumer-
gimos de inmediato en una escena de tumultuosa bienvenida. Nos
dijeron que toda la población, salvo aquellos demasiado viejos, niños
o enfermos, como para salir de noche, había salido a las afueras del
pueblo para recibirnos. Se contaban por miles, y cada uno de ellos
parecía decidido a acercarse lo suficiente como para vernos bien.
Pueden imaginar el resultado: nuestro avance fue como abrirse paso
a través de una pared compacta de carne. Primero nos llevaron a
una tienda donde tomamos un refrigerio y nos presentaban a los
notables del lugar, pero la multitud se volvió tan importuna que
este asunto se truncó, y con HPB tuvimos que subirnos en sillas
para que nos vean. Luego se tuvo que pronunciar un breve discurso,
y solo entonces nos pusieron en algún tipo de transporte —jampans,
creo— y continuamos en la procesión. Las calles estaban llenas de
gente, de casa en casa, y solo podíamos movernos a paso de tortuga.
Las luces de colores y los fuegos de bengala ardían a nuestro alre-
dedor a cada paso, y era realmente curioso ver cómo se iluminaba la
enorme cabeza y hombros de HPB con los diferentes resplandores.
Como ella iba adelante, tuve la oportunidad de observar los efectos
artísticos. No se podía imaginar una ovación más popular, ya que
todos los elementos estaban allí, incluido el continuo rugido de
vítores que nos acompañó como un río de sonido, hasta nuestro
destino. Un sinfín de antorchas iluminaban Guntur como si fuese
de día. Dos arcos triunfales se extendían en las calles principales. Al
llegar a la casa, nos dieron discursos de bienvenida que tuvimos que
responder dos en inglés y dos en telugu, el tono de elogio exagerado
en todos ellos nos hizo sentir como un par de tontos, y me puso
en apuros para encontrar palabras para responder a ellos con la
reserva adecuada. Después de esta prueba, llegaron más presenta-
ciones, conversaciones prolongadas y la admisión de un candidato,
que debía abandonar la ciudad antes del amanecer.
La conferencia del día siguiente fue sobre “El Alma: argumentos
de la Ciencia a favor de su Existencia y las Transmigraciones”; el
tema me fue dado debido al tono mayormente de escepticismo
entre los jóvenes educados del lugar. El jefe de la Misión Luterana
Un viaje en barca con HPB 233

local, el Rev. L. L. Uhl, y varios de sus amigos estuvieron presentes


y tomaron notas. Si no recuerdo mal, dije en mi discurso que la
influencia del cristianismo teológico en las mentes educadas de
Occidente se estaba debilitando y se había producido una marcada
reacción: una ola de libre pensamiento se extendía por Europa y
Estados Unidos. Mi reverendo amigo notificó que debía respon-
derme en su capilla a la mañana siguiente, y me invitó a mí y a mis
amigos a estar presentes. Fuimos y quedamos muy decepcionados;
su discurso fue, según anoté en mi Diario, “pobre y descuidado”.
Como su actitud hacia mí era amigable, le propuse que publicásemos
un panfleto conjunto sobre los pro y los contra del cristianismo, con
lo cual él estuvo de acuerdo. Prometí enviarle mi manuscrito “tan
pronto como pueda encontrar el tiempo para prepararlo”; me cuidé
de decirle al Sr. Uhl que mi atención era tan constantemente deman-
dada por los asuntos oficiales actuales, que no podía prometerle
que estaría terminado en una fecha específica. De hecho, el Sr. Uhl,
después de esperarme mucho tiempo —tal vez dieciocho meses o
dos años— trajo su versión del tema en un folleto separado, que
fue ampliamente distribuido por él como documento de campaña,
por así decirlo, y prueba de mi incapacidad para hacer valer mis
afirmaciones. Sin embargo, el hecho es que dentro de los seis meses
posteriores a la fecha del acuerdo, me reuní y envié al Presidente de
la S. T. de Guntur, una gran cantidad de recortes y notas adecuadas
para ese propósito, y le pedí que de ese material creara el folleto y
me lo enviara para su revisión, ya que no podía dedicarle el tiempo
necesario al asunto; también le escribí al Sr. Uhl sobre mis dificul-
tades. Pero mi amigo esperó a otros amigos, y ellos individualmente
y colectivamente no hicieron nada, y finalmente, después que la
conmoción del Sr. Uhl se esfumó, recuperé mi paquete de notas: y
lo tiré a la papelera, y no me ocupé más del asunto: era más barato
dejar que mi reverendo crítico disfrutara de su triunfo, que intentar
el imposible de escribir mi folleto, cuando tenía asuntos mucho más
importantes y agradables que atender. Cuando apareció su tratado,
yo había organizado setenta nuevas Ramas de la Sociedad y viajado
por toda India y Ceilán. El día que nos íbamos de Guntur HPB y yo,
vimos por primera vez un brahmán Ashtavadhani, verdadera mara-
villa de adiestramiento mental. Hay en India hombres que, después
de una práctica de largos años, han cultivado su memoria hasta
un grado que resulta increíble sin haberlo visto. Existen personas
que pueden seguir 50 operaciones mentales a la vez, o más aún.
Las más maravillosas historias de nuestros jugadores de ajedrez
occidentales, palidecen ante estas pruebas. He aquí cómo operan:
todas las personas que deben tomar parte en el experimento, se
234 H ojas de un viejo diario

sientan en círculo, y el pandit comienza por la que se encuentra a su


derecha, que, por ejemplo, inicia una partida de ajedrez. Él anuncia
su primera jugada, echa una mirada al tablero y pasa al siguiente,
con el cual juega otro juego. Hace su jugada y pasa al tercero, que
puede tal vez pedirle que componga un poema sánscrito sobre un
tema dado, eligiendo el espectador las primeras o las últimas letras
de cada verso. Reflexiona profundamente y dicta un verso que llena
las condiciones requeridas. El siguiente le da palabra por palabra,
y en un orden arbitrario, todas las palabras de una poesía en cual-
quier idioma conocido o no del pandit. Él oye cada palabra separa-
damente, repitiéndola para familiarizarse con el sonido; después lo
ordena en su memoria para poder recitar el verso entero al final
de la sesión, cada palabra en su lugar debido. El siguiente golpeará
tal vez sobre una campana un número cualquiera de veces en cada
vuelta, y el pandit deberá contarlos, y al final de la sesión decir el
total. En seguida viene la construcción de un “cuadrado mágico”,
en el que cada columna de cifras, horizontal o vertical, debe dar
la misma suma. Después, una discusión sobre una proposición de
cualquiera de las seis escuelas de Filosofía Hindú, el argumento y
la demostración se continuaban sucesivamente en cada vuelta. A
esto sigue una operación aritmética gigantesca; por ejemplo, una
multiplicación en la que el multiplicando y el multiplicador son de
doce cifras, y así sucesivamente hasta que uno pierde la respiración
y queda estupefacto, preguntándose si el cerebro humano puede ser
capaz de una actividad tan múltiple. Ese día, HPB dictó al pandit un
célebre poema ruso sobre el Volga, y yo varias frases en español que
aprendí siendo niño. Al fin de la sesión nos las dijo sin falta y cada
palabra en su sitio. A las 10 p. m., iniciamos en nuestros palanquines
el viaje de regreso.
Por la mañana habíamos cubierto 50 km, con tres cambios de
portadores, llegando al pequeño pueblo de Baput, donde nues-
tros coolies de equipaje debieron habernos recibido, pero como no
aparecieron hasta las 7 p. m., tuvimos que pasar el día lo mejor que
pudimos, y no continuamos hasta las 8:30 de la noche. Esa noche
hicimos un tramo de 37 km, lo que nos llevó a Padaganjam y al
Canal. Un amigo muy estimado, el difunto Sr. Ramaswamy Naidu,
Asistente del Inspector de Sal*, había enviado a sus sirvientes a
prepararnos una casa cómoda, en la que pasamos el día esperando
su propia casa flotante, que estaba a nuestra disposición. Llegó a
las 2 p. m., con nuestros amigos los Sres. P. Iyaloo Naidu y L. V.

* Funcionario de la India Británica encargado de recaudar impuestos sobre la


sal. (N. del E.)
Un viaje en barca con HPB 235

V. Nayadu (“Doraswamy”, para sus íntimos), y nos embarcamos al


atardecer.
Al volver a nuestra embarcación en el canal, resultó que el
monzón nos era contrario, de manera que tuvo que ser remol-
cada por los coolies. ¡Pobres diablos!, tuvieron trabajo duro, porque
el mercurio marcaba 43 ºC a la sombra, y nosotros no teníamos
energía para hacer nada, más que permanecer sentados y transpirar.
Afortunadamente para los coolies, tuvimos que esperar durante
casi todo el día en Râmâpâtnam por algunos candidatos para la
membresía y no continuamos hasta la medianoche. Siguió otro día
terriblemente caluroso. Por la noche nos detuvieron varias horas
los obstinados barqueros, que se negaron a cruzar una entrada del
mar hasta el final de la marea. A las 3 a. m. salí a ver cómo iban las
cosas, y encontré el bote moviéndose silenciosamente a través del
agua, los coolies tirando de la cuerda en el camino de remolque,
y el serang (capitán) conduciendo y cantando para sí mismo un
canto monótono. A las 6 llegamos a Mypaud, donde los amigos de
Nellore nos esperaban con carruajes, pero como íbamos a regresar
por tierra a Madrás, tomó tiempo empacar nuestro equipaje, y no
comenzamos hasta las 8, momento en que el calor era sofocante. Los
pobres Yanadhis parecían bastante cansados, y sin embargo llegamos
a Nellore a las 11, agradecidos por el refugio de la casa señorial, con
sus gruesos muros, techos con azotea de ladrillo y amplias galerías,
que mantienen las habitaciones oscuras y relativamente frescas.
Un brahmín, gran pandit de la escuela vedantina, vino a vernos,
evidentemente con la intención de demostrar nuestra ignorancia.
Pero encontró en nosotros dos veteranos, especialmente en HPB,
con su ingenio y sarcasmo, él obtuvo más de lo que esperaba, y en
un par de horas le hicimos ver a los presentes su egoísmo, vanidad
y estrechos prejuicios. La victoria nos costo algo, por lo que veo
en una nota en posdata de mi Diario: ese hombre fue más tarde
“nuestro diligente enemigo”. Que le haga buen provecho, así como
a todo el ejército de nuestros “enemigos”; su odio no les ha hecho
a ellos el menor bien, ni a la Sociedad el menor mal. Nuestra nave
no navega con viento a favor.
Diecisiete cartas, tres artículos para The Theosophist y la lectura
de un montón de intercambios de correspondencia me mantu-
vieron bastante ocupado al día siguiente hasta la noche, en que di
una conferencia sobre “Sabiduría Aria”. El día siguiente fue igual,
y el siguiente también, hasta que —a las 5 p. m.— partimos en un
carruaje tirado por bueyes para Tirupati, la estación más cercana
del Ferrocarril de Madrás que se encontraba a 125 km. Con ese
clima caluroso, fue un viaje abrasador y tedioso, pero finalmente
236 H ojas de un viejo diario

terminó, y también terminaron las doce horas de espera del tren


para Madrás, donde llegamos a su debido tiempo y fuimos recibidos
y escoltados por los amigos de nuestro antiguo bungaló.
En mis viajes por India y Ceilán, siempre había estado obser-
vando lugares, personas y climas, con el fin de seleccionar el mejor
lugar para nuestra sede permanente de la Sociedad. Se nos hicieron
ofertas generosas de casas, libres de alquiler, en Ceilán, y, cierta-
mente, la isla presentaba una apariencia encantadora para quien
buscaba un hogar en Asia; pero varias consideraciones, como su
aislamiento de India, el costo del franqueo y el estado intelectual
atrasado de la gente en su conjunto, pesó más que su belleza y nos
llevó a decidirnos por India. Hasta el momento, sin embargo, no se
nos había ofrecido ninguna buena propiedad, y no habíamos hecho
planes definitivos. Sin embargo, el 31 de mayo, los hijos del juez
Muttuswamy nos rogaron a los dos para que fuéramos a ver una
propiedad barata. Nos llevaron a Adyar y, a primera vista, supimos
que nuestro futuro hogar había sido hallado. El edificio palaciego,
sus dos bungalós más pequeños a la orilla del río, sus establos de
ladrillo y mortero, cochera, godowns (almacenes) y baño; su avenida
de antiguos árboles de mango y baniano, y su gran plantación de
casuarinas (un tipo de conífera) constituía una encantadora resi-
dencia de campo, mientras que el precio solicitado —₹ 9000 o alre-
dedor de £ 600— fue tan modesto, de hecho, simplemente nominal,
que hizo que el proyecto de su compra pareciera factible incluso
para nosotros. Por lo tanto, fue asunto decidido su adquisición, lo
que se efectuó con la generosa ayuda de P. Iyaloo Naidu y del juez
Mattuswami Chetty; el primero nos adelantó una parte de la suma,
y el otro nos procuró un préstamo, en buenas condiciones, por el
resto del dinero. Inmediatamente hicimos un llamamiento inme-
diato de suscripción, que nos proporcionó los medios de reembolsar
todo el dinero dentro del año y entrar en posesión de los títulos de
propiedad. Aquel precio irrisorio se debió a que se acababa de cons-
truir el ferrocarril al pie de las Montañas Nilgiri, y como ahora el
encantador sanatorium de Ootacamund quedaba a un día de Madrás,
y los altos funcionarios querían pasar allí la mitad del año, todos
a la vez vendieron sus grandes bungalós, que no hallaban compra-
dores. Lo que pagué por “Huddlestone’s Gardens” fue el precio de
los materiales viejos si los edificios hubiesen sido demolidos. De
hecho, eso era lo que habría sucedido si no hubiésemos aparecido
como compradores. Nos detuvimos una semana más en Madrás,
durante la cual di una conferencia dos veces, y nuevos Miembros
fueron admitidos, y el 6 de junio tomamos el tren para Bombay. Más
de cincuenta amigos, con flores, nos despidieron y nos pidieron que
Un viaje en barca con HPB 237

apurásemos el regreso a nuestra residencia permanente entre ellos.


A las 11 a. m., el día 8, llegamos a Bombay, y encontramos muchos
amigos reunidos para recibirnos y vernos en casa.
La gente habla con soltura de la Presidencia de Madrás como de
“la Presidencia Ignorante”: y de que es insoportablemente calurosa.
Sin embargo, el hecho es que, en cuanto al clima, la prefiero por
sobre las otras, y en cuanto a la Literatura Sánscrita y a la Filosofía
Aria, es la Presidencia inda más ilustrada; hay más pandits eruditos
en las aldeas, y la clase educada, en general, se ha visto menos
arruinada por la educación occidental. En Bengala y Bombay hay
más littérateurs de la clase de Telang y Bhandarkar, pero no recuerdo
a nadie de genio más brillante que T. Subba Row, por la forma en
que comprendía el espíritu de la Sabiduría Antigua. Y el hecho de
que él estuviese en Madrás fue una de los motivos para elegir esta
ciudad como nuestra residencia oficial. Aunque él ya ha fallecido,
nunca nos hemos arrepentido de nuestra elección, porque Adyar es
una especie de Paraíso.
238
H ojas

jardín de rosas y bungaló oriental , adyar


de un viejo diario
CAPÍTULO XXIV
De Baroda a Ceilán y curaciones
1882

U
NA nueva tormenta estalló sobre nuestras cabezas bajo la
forma de un malicioso ataque del swami Dyánand contra
nosotros, en marzo de 1882, y veo en mi Diario que mi
primer tarea al volver a Bombay fue preparar nuestra defensa. Esta
apareció en The Theosophist de julio en un suplemento de 18 páginas,
y pienso que debió ser bastante convincente, puesto que jamás fue
contradicha por el swami ni por sus partidarios. Entre las pruebas
aducidas se hallaba un facsímil del poder que me había dado para
votar por él como miembro del Consejo. El swami había negado su
ingreso en la Sociedad, y decía que habíamos usado de su nombre
como Consejero sin su permiso, ¡calificando nuestra conducta de
astuta y falta de delicadeza! ¡Cuántas otras acusaciones igualmente
falsas, insinuaciones, calumnias y ataques de la prensa han sido
puestas en circulación contra la Sociedad y sus Fundadores, desde
su origen hasta nuestros días, y en qué olvido completo han ido
cayendo sucesivamente!
En junio de 1882, HPB y yo aceptamos una invitación para visitar
Baroda, la floreciente capital de Su Alteza el Gaikwar. El juez Gadgil,
MST, nos esperaba en la estación con otros altos funcionarios
(Durbaris es el nombre con que los llaman en los Estados Nativos) y
nos llevaron a un bungaló contiguo al nuevo y espléndido palacio
de Su Alteza. Como era usual en nuestras giras, de la mañana a la
noche estábamos siempre asediados por visitas. Fui invitado a un
Durbar que dio ese día el Gaikwar, y Su Alteza me retuvo después
tres horas largas hablando de Teosofía. Tenía entonces la esperanza
240 H ojas de un viejo diario

de encontrar en él uno de nuestros amigos más de mayor afinidad


entre los Príncipes indos; era joven y muy patriota, lo que en
India debería significar que sentía un ardiente amor por su reli-
gión hereditaria y benevolencia hacia todos sus defensores. Su vida
privada era irreprochable, y su ideal era elevado, lo que hacía un
gran contraste con sus iguales, que, por lo general, desde jóvenes
se entregan a los excesos, por las influencias infernales de su corte.
Sus modales, muy amables y respetuosos para conmigo, eran otras
tantas razones para alimentar esperanzas, pero nos engañamos. Su
tutor inglés había hecho de él un raro materialista, las preocupa-
ciones del Estado lo han sobrecargado de trabajo y, aunque habla
mucho de Teosofía, no es Teósofo ni de creencias, ni en la práctica.
Pero es un hombre de mucha energía y capacidad, y su vida se
ha mantenido pura hasta el fin. En el momento de nuestra visita,
tenía como Primer Ministro al rajá Sir T. Madhava Row, KCSI, cuya
valía como estadista ha sido señalada por The Times. Era un hombre
hermoso, de aspecto y modales distinguidos, y muy pintoresco en
su traje de corte. Fue muy cortés con nosotros; habló inteligente-
mente de filosofía con HPB y le pidió pruebas de sus poderes super-
físicos, de fenómenos que pudiesen convencerlo de la solidez y
fundamento de sus teorías acerca de la doble naturaleza del hombre.
No obtuvo más que algunos golpes sobre mesas, y algunos golpes
de campanas en el aire, pero su Naib o Secretario tuvo más suerte.
Este, ya fallecido, era uno de esos graduados en la Universidad de
Bombay, muy instruidos, y personalmente bien dotados, que se han
destacado brillantemente en la Historia contemporánea de India. El
Sr. Kirtane era amigo y compañero de colegio del juez Gadgil, quien
hubiera deseado hacerlo ingresar en la Sociedad, y que después
los dos fundasen una Rama local. Pero aunque era piadoso y más
bien inclinado al Misticismo, era tan escéptico como su jefe Sir T.,
respecto al desarrollo de los poderes del Yoga en la época actual, y
desconfiaba de nuestras afirmaciones. Sir T. Madhava Row era más
bien un estadista que un letrado, y nada místico; el Sr. Kirtane, en
cambio, más letrado y místico que estadista, y obtuvo las pruebas
rehusadas al Sr. ministro. Y fue así, según lo recuerdo: yo había
ido a ver al Gaikwar, y al regresar, vi a Kirtane y a Gadgil, ambos
de pie en el umbral de la puerta abierta del cuarto de HPB. Esta se
hallaba vuelta de espaldas, en medio de la habitación. Me dijeron
que no entrase, porque la Sra. B. se disponía a efectuar un fenó-
meno y acababa de hacerlos salir a la galería, donde los encontré.
Inmediatamente después, ella vino hacia nosotros, y tomando de
la mesa una hoja de papel, rogó a uno de aquellos señores que
De Baroda a Ceilán y curaciones 241

la marcase para poderla reconocer. Cuando se la devolvieron dijo:


“Ahora vuélvanme hacia el lado de su habitación”. Lo hicieron; ella
puso el papel entre las palmas de sus manos (tendidas horizontal-
mente); permaneció un momento tranquila, y después nos entregó
el papel y se fue a sentar. Los dos Durbaris lanzaron exclamaciones
de asombro al ver sobre el papel, virgen un instante antes, una carta
dirigida a mí, de escritura del residente inglés ante la Corte, y que
llevaba su firma. La letra era de un tipo particular y muy pequeña,
la firma parecía más una pequeña madeja de hilo enredada que la
firma de un hombre. Entonces me contaron la historia del fenó-
meno. Habían pedido a HPB que les explicase el principio racional
del procedimiento de precipitación sobre papel o cualquiera otra
materia, de un dibujo o texto invisible a los asistentes, sin tinta,
lápices, colores ni otros agentes mecánicos. Ella les contó exacta-
mente lo que les expliqué en mi primer volumen de estas “Hojas
de un viejo diario”, en relación a sus precipitaciones en Nueva York
de los retratos del Yogui y M. A. Oxon, la escritura de este último
y otros fenómenos: explicó eso debido a que como las imágenes de
todos los objetos y de todos los acontecimientos, se conservan en
la Luz Astral, no tenía necesidad de conocer a la persona ni a su
letra para reproducir ésta; le bastaba ser puesta sobre los rastros,
y ella podía descubrirla sola y objetivarla en seguida. Le rogaron
insistentemente que les hiciese ver una prueba de eso. “Pues bien”,
dijo finalmente, “díganme el nombre de alguien, hombre o mujer,
lo más hostil a la Sociedad Teosófica que sea posible, alguien que
sea ciertamente desconocido de Olcott y de mí”. Inmediatamente
le propusieron al residente inglés, el señor…, que sentía un especial
horror por nuestra Sociedad y por nosotros, que no perdía ocasión
para decir cosas desagradables de nosotros, y que había impedido
que el Gaikwar nos invitase, a HPB y a mí, a su coronación, como
había pensado hacerlo por sugerencia del juez Gadgil. Creyeron
ponerla en un compromiso, pero se equivocaron. Creí que se
iban a morir de risa al leer la carta; estaba dirigida a “Mi querido
coronel Olcott”, pedía perdón por las cosas maliciosas que había
dicho de nosotros, solicitaba abonarse a nuestra “revista célebre en
el mundo entero, The Theosophist”, y decía que estaba dispuesto a
ingresar en la Sociedad Teosófica. Firmaba: “Sinceramente suyo”,
y su nombre debajo. Ella no había visto jamás la letra de aquel
hombre ni su firma, nunca lo encontró en carne y hueso, y la carta
fue precipitada sobre aquella hoja de papel sostenida entre sus dos
manos, mientras ella estaba de pie en medio de la habitación, en
plena luz, ante tres testigos.
242 H ojas de un viejo diario

Raramente me he enfrentado a una audiencia más brillante que


la que escuchó mi primera conferencia en Baroda sobre Teosofía.
Se llevó a cabo en el hermoso salón Marriage, donde los miembros
de la Familia Real de Baroda usualmente celebran sus casamientos.
El Gaikwar, su Primer Ministro, y todos los nobles y funcionarios
del Estado que sabían inglés, junto con el residente británico y
el personal, estuvieron presentes, y al cierre el voto de agradeci-
miento fue dirigido por un Durbari musulmán, que posteriormente
se convirtió en ministro. Su discurso me pareció una joya de pura
retórica inglesa y refinada cortesía. Fue a la vez instructivo y diver-
tido escuchar sus elogios, porque sabía que el orador era un abso-
luto infiel que no creía en ninguna religión, excepto en la de “Sigue
adelante”, y no confiaba en nosotros. ¡Su actuación fue una hazaña
inteligente de llevar agua en ambos hombros al mismo tiempo!
Una segunda conferencia sobre “Ciencia e hinduismo” siguió al
día siguiente, en el mismo lugar, ante la misma audiencia brillante.
Esa noche ganamos un colega muy valioso en el Dr. Balchandra,
director Médico de Baroda, uno de los hombres más intelectuales
y mejor educados de India. Creo que fue para su beneficio especial
que HPB, esa noche, leyó el contenido de un telegrama, antes de
abrirlo, con el sobre sellado. Ella también tocó sus campanas atmos-
féricas, y al día siguiente cumplió con la solicitud de Gaikwar de
hacer algunos golpes en la mesa para él, durante el curso de una
larga entrevista solicitada por él.
Desde Baroda fuimos a Wadhwan para ver a nuestro amigo el
actual sahib Thakur. Luego regresamos a Bombay, y repartimos el
trabajo entre nosotros, encargándome del asunto Editorial para
el próximo The Theosophist, y ella yendo al borde de la apoplejía;
porque veo una entrada del 28 de junio, que “HPB está amena-
zada por la apoplejía, por lo que mi partida para Ceilán se pospone
nuevamente”. Ella recuperó su salud normal a su debido tiempo,
mientras tanto, pasó por un período de extrema irritabilidad, en
el que nos hizo la vida difícil a todos nosotros. Finalmente nos
hicimos a la mar el 15 de julio, y dejo que el lector se imagine lo
encantado que debí haber estado en el barco de vapor P. y O., cuando
nos comentaron que, al comienzo del monzón, una quincena antes,
el barco cabeceó y roló como loco en el mar embravecido, y estaba
tan lleno de carga que cada camarote en segunda clase, salvo los tres
o cuatro que ocupábamos, estaban repletos de madera de sándalo,
cebolla y madera de regaliz, que mezclaban sus diversos olores con
el del aceite caliente del motor y el mal olor de los colchones de
De Baroda a Ceilán y curaciones 243

algodón húmedos. Cito ésta como la peor de mis travesías en mis


viajes por mar.
Volvía a la isla después de seis meses de ausencia, para continuar
la propaganda a favor de la Educación. Mis primeras impresiones
fueron poco alentadoras; parecía que toda vida se hubiese apagado
en las Ramas y en los Miembros desde que me embarqué para
volver a Bombay. No habían recolectado más que ₹ 100 de las 13 000
prometidas. Habían sacado dinero del Fondo de la Administración,
₹ 243 para gastos corrientes, así como ₹ 60 del Fondo del libro
“Catecismo Budista”. Se me dieron vagas excusas con las que tuve
que conformarme, puesto que no había remedio. No me quedaba
más que poner de nuevo manos a la obra, reinyectar vida por
todas partes, suplir aquellos seis meses de inercia, y poner otra
vez la máquina en movimiento. Comencé por el Sumo Sacerdote y
Magittuwatte, e hice los preparativos necesarios para varias confe-
rencias que debía dar en Colombo. Después, en una reunión de
Rama, expliqué el sistema de imposición voluntaria por medio del
cual muchos buenos cristianos separan hasta el 10 % de sus ingresos
para emplearlo en obras religiosas y de caridad. Había visto a mi
padre y a otros piadosos caballeros cristianos obrar así por obli-
gación de conciencia. A continuación les leí una memoria en la
que les probaba que ellos, los mártires de Colombo, habían gastado
para el Despertar del budismo, exactamente 0,75 % de sus ingresos,
fáciles de calcular, puesto que la mayoría de ellos estaba al servicio
del gobierno con sueldos fijos y conocidos. Dejé que ellos sacasen
las conclusiones.
Se dieron las conferencias de la ciudad y el 27 de julio la S. T. de
Colombo celebró su aniversario con una cena. Nuestra Sala estaba
decorada con flores, hojas verdes y arreglos florales, con el exce-
lente buen gusto típico de los cingaleses. En el extremo de la pared
había un dibujo de una mano blanca y negra entrelazada, bajo la
palabra “Fraternidad”, y en otra parte la siguiente frase que conden-
saba la Ley de karma: “El Pasado no se puede recordar. El Presente
es tuyo. El Futuro será lo que tú hagas”. Al día siguiente fui a Galle
para comenzar mi gira en esa provincia.
Mi primer discurso fue pronunciado en Dondera, el punto más al
sur de la isla. Pasé mi quincuagésimo aniversario en Galle, haciendo
trabajo literario y repasando los recuerdos de mi vida, de la cual
más de la mitad había transcurrido al servicio del público. Sabiendo
que no volvería a ver otro medio siglo, resolví con más firmeza que
nunca hacer por la Teosofía todo lo que pudiese durante los años
que me restasen de vida.
244 H ojas de un viejo diario

No quiero recargar este relato con descripciones de los nume-


rosos pueblos que hubo que visitar, ni con las sumas suscritas para
el Fondo Budista. El 9 de agosto, sin embargo, di una conferencia en
Wijananda Vihare, donde públicamente con HPB tomamos el Pansil y,
por lo tanto, nos proclamamos budistas, en el año 1880. Mi neutra-
lidad con respecto a las diferencias de casta y de secta me dio la
bienvenida en todas ellas, y así pasé de vihare en vihare, dirigiéndome
ahora a una audiencia de Willallas, una casta de Pescadores, luego a
una de la gran casta de trabajadores de la Canela; siempre recolec-
tando dinero para el objetivo común. La reunión en Kelagana fue
pintoresca y radiante con los brillantes tonos de verde caracterís-
ticos de Ceilán tropical. Mi estrado estaba hecho de grandes tablas,
y sobre ellas un pequeño soporte y tres sillas, dos de las cuales
estaban ocupadas por monjes vestidos de amarillo, y la tercera por
mí. Todo esto bajo la espesa sombra de un árbol de pan. Había
habido una larga procesión con banderas, estandartes y tam tams;
habían colgado telas de colores brillantes en los frentes de las casas
y cruzando los caminos; y había vítores y gritos sin cesar, pero,
como se señaló en mi Diario, fue “mucha gloria pero poco efectivo
para el Fondo”. La colecta fue de solo ₹ 42,77, y no es sorprendente
que agregué en mi nota la palabra: “¡Engaño!”. Fue casi lo mismo
al día siguiente, cuando solo juntamos ₹ 50 y resumí la experiencia
con las palabras “procesión y farsa”. Las cosas sucedieron día a día
con diferentes éxitos, pero en todas partes mucha buena voluntad
y amabilidad. Los cingaleses son un pueblo amoroso, y hacen lo
que pueden de acuerdo con sus luces. El 24 de agosto estaba en
Colombo para asistir al casamiento de uno de nuestros mejores
Miembros activos, con la hermana de nuestro primer amigo cingalés
J. R. De Silva. La ceremonia consistió únicamente en la firma del
contrato civil y el intercambio de promesas ante el Registro Civil
del gobierno, porque todavía no existía el Registro Budista, ni la
ceremonia antigua modificada, que hoy se efectúa. El Sr. De Silva
había pintado a la cal y decorado él mismo su casa, haciendo de ella
una verde glorieta. Fuimos en procesión de carruajes a la oficina del
Registrador con la pareja nupcial, y los escoltamos nuevamente a la
casa de la novia; luego hubo refrescos, y a las 5 p. m. todos fuimos
en tren a su futura residencia, el pueblo de Morutuwa. Aquí se
formó una procesión y fuimos caminando, con la pareja de recién
casados al frente, junto a la banda. La novia con velo, traje blanco
y calzado de raso. Todo el pueblo estaba muy colorido; había luces
azules encendidas, cohetes y velas romanas [fuegos artificiales], y
la banda de Voluntarios ofrecía su excelente música. Cuando está-
bamos llegando a la casa hubo que cruzar un puente, la música
De Baroda a Ceilán y curaciones 245

cesó y la procesión marchó en silencio. Parecía una compañía de


fantasmas, iluminada por la luz de la luna, moviéndose silencio-
samente. Se sirvió una buena cena bajo una larga estructura con
techo de palmas especialmente erigida para la ocasión, y hubo
brindis en honor de todo el que lo mereciera, hasta media hora
antes de la medianoche, cuando regresamos a la ciudad en un tren
especial. Una reunión con Sumangala Thera y Hiyayentaduwe, su
Subdirector de la Universidad, sobre una serie de nuevas preguntas
y respuestas que había redactado para una nueva edición del libro
“Catecismo Budista”, ocupó el día siguiente, y luego regresé a Galle
y mi gira de trabajo.
Un incidente ocurrió el 29 de agosto, en China Garden, un distrito
de Galle, que se ha convertido en el Ceilán histórico. Después de mi
conferencia, el documento de suscripción se colocó sobre una mesa
y la gente se acercó para suscribirse. El Sr. Jayasakere, Presidente
de la Rama, me presentó a un hombre llamado Cornelis Appu, y
suscribió la suma de media rupia, disculpándose por la mezquindad
de la suma debido a que tenía totalmente paralizado un brazo y
parcialmente una pierna desde hacía ocho años y, por lo tanto, era
incapaz de ganarse la vida con su oficio. Ahora en Colombo, a mi
llegada de Bombay, el Sumo Sacerdote me había dicho que los cató-
licos romanos habían hecho sus arreglos para convertir el pozo de
la casa de un Católico, cerca de Kelanie, en un santuario curativo,
al estilo de Lourdes. Según los informes, un hombre ya se había
curado milagrosamente, pero la investigación probó que era falso.
Le dije al Sumo Sacerdote que este era un asunto serio y que él
debería atenderlo. Una vez que la sugestión hipnótica comenzase,
pronto habría verdaderas curas y podría haber una avalancha de
budistas ignorantes hacia el Catolicismo. “¿Qué puedo hacer?” dijo
él. “Bueno, debes ponerte a trabajar, tú o algún otro monje cono-
cido, y curar a las personas en nombre del señor Buda”. “Pero no
podemos hacerlo; no sabemos nada de esas cosas”, respondió. “Sin
embargo, debe hacerse”, dije. Cuando este hombre de Galle, medio
paralítico, estaba hablando de su enfermedad, algo pareció decirme:
“¡He ahí con qué responder al pozo milagroso!”. Conocía a fondo
el Mesmerismo y las Curas Mesméricas, desde treinta años atrás,
sin haber entrado en la práctica salvo para los pocos experimentos
necesarios en los comienzos. Pero movido por un sentimiento de
simpatía (sin el cual no se tiene el poder de curar radicalmente)
hice algunos pases sobre su brazo y le dije que esperaba que después
se sintiese mejor. Luego se marchó. Esa noche, mientras hablaba
con mis colegas, en mi alojamiento a orillas del mar, el paralítico
llegó cojeando y excusó su interrupción diciendo que se encontraba
246 H ojas de un viejo diario

tan mejorado que venía a darme las gracias. Esta buena noticia ines-
perada me alentó a continuar, y allí mismo traté su brazo durante
un cuarto de hora, y le dije que volviese al otro día por la mañana.
Debo agregar aquí que nadie en Ceilán sabía que yo poseía ni que
hubiese ejercido jamás el poder de curar enfermos, ni creo que
ese poder exista; por lo tanto, la sugestión hipnótica o alucinación
colectiva no parece aplicarse aquí, al menos en esta etapa.
 

Por la mañana vino dispuesto a adorarme como a un ser sobre-


humano a causa de lo aliviado que se sentía. Reanudé el tratamiento
y lo mismo hice los dos días siguientes, con tan buenos resultados
que en el cuarto día podía girar su brazo malo alrededor de su
cabeza, de abrir y cerrar la mano, y de tomar con ella cualquier
objeto como antes de su enfermedad. En los siguientes cuatro días
pudo firmar con la mano curada para una declaración de su caso,
destinada a la publicidad; siendo esta la primera vez en nueve años
que sostenía una pluma en su mano. También traté su costado y su
pierna, y en un día o dos de tratamiento, podía saltar con los dos
pies, saltar sobre el pie paralítico, pegar con el pie en un muro a
la misma altura con el pie enfermo que con el otro, y correr libre-
mente. La noticia corrió por los alrededores como el fuego en la
paja. Cornelis trajo a un amigo suyo paralítico, que también curé
después vinieron otros, primero en grupos de a dos o tres, pero
en seguida se presentaron por docenas y en menos de una semana
mi casa se vio asediada por los enfermos desde el alba hasta bien
entrada la noche, suplicándome todos que les impusiera las manos.
Terminaron por ser tan molestos que ya no sabía cómo librarme de
ellos. Naturalmente, con el rápido crecimiento de mi confianza en
mí mismo, mi poder magnético aumentaba enormemente, y lo que
al principio me obligaba a emplear varios días, ahora lo llevaba a
cabo en media hora. Una de las cosas más desagradables de esto era el
egoísmo y falta de consideración de la multitud. Me asaltaban hasta
en mi cuarto antes de que terminase de arreglarme, me seguían
paso a paso, no me daban tiempo para las comidas y me seguían
presionando, sin importarles cuán cansado y agotado pudiera estar.
Recuerdo haber trabajado en estas curaciones durante cinco horas
seguidas, hasta que no me quedaban ni rastros de magnetismo.
Entonces los dejaba durante una media hora, iba a tomar un baño
en el mar en el puerto, detrás mismo de mi casa, allí sentía que
nuevas corrientes de vitalidad penetraban y reforzaban mi cuerpo
y volvía a efectuar las curaciones. Cuando ya no podía más, hacia la
media tarde, me veía obligado a hacerlos salir a la fuerza. Yo habi-
taba en el primer piso —un tramo de escalera— la mayoría de los
De Baroda a Ceilán y curaciones 247

más enfermos eran traídos en brazos por sus amigos y depositados


a mis pies. Me trajeron algunos completamente paralizados, con los
brazos y las piernas contraídas hasta el punto de que más que seres
humanos parecían nudosas raíces de un árbol. Y a veces sucedía
que después de uno o dos tratamientos de media hora cada uno,
aquellas personas tenían sus miembros derechos y podían andar. Yo
había bautizado a uno de los lados de la ancha galería que rodeaba
a la casa, “la pista de los lisiados”, porque tenía la costumbre de
hacer correr allí a dos o tres a la vez, de los que habían estado más
paralizados, para ver cuál llegaba primero. Ellos se reían mucho,
así como la multitud de asistentes, de esta broma. Pero hacía esto
con un objeto: era necesario comunicarles la confianza absoluta que
sentía en la virtud del remedio, a fin de que resultasen definitiva-
mente curados. Recientemente atravesaba Ceilán en camino para
Londres, cuando me encontré con uno de mis antiguos enfermos
de aquella época; yo le había curado de una parálisis completa, y
le pedí que contase su historia a las personas presentes. Dijo que
había permanecido en cama durante varios meses sin poder hacer
un movimiento; sus brazos y piernas estaban absolutamente inertes.
Me lo habían traído en ese estado, lo traté una media hora el primer
día y un cuarto de hora o veinte minutos el segundo. Quedó tan
perfectamente curado que en los catorce años transcurridos desde
entonces, no tuvo ni una sola recaída. Es de imaginar el gran placer
que yo experimentaba aliviando tantos sufrimientos, y en muchos
casos devolviendo a inválidos todas las alegrías de la salud y todas
las actividades de la vida.
Veo que el primer enfermo que Cornelis me trajo después de
su propia curación, fue uno que tenia el pulgar y el índice de la
mano derecha, contraídos por la parálisis y que habían quedado
agarrotados como si fuesen de madera, hacía dos años y medio. A
los cinco minutos, la mano recobró toda su agilidad. Volvió al día
siguiente, con la mano siempre bien, pero con los dedos del pie
derecho contraídos, y en un cuarto de hora lo dejé como nuevo.
Esto continuó por los pueblos de la Provincia del sur durante mi
gira. Cuando llegaba a un lugar en mi carro de viaje, encontraba
enfermos que me esperaban en las galerías, en los prados, venían
a mi encuentro en toda clase de vehículos: carros, carretas, palan-
quines, o sillas de manos. Vi a una mujer vieja que sufría —¡y de
qué modo!— por una parálisis de la lengua, un niñito que tenía
el codo, la muñeca y los dedos contraídos, una mujer deformada
por el reumatismo inflamatorio se recuperó. En Sandaravela, una
mendiga que hacía ocho años que caminaba encorvada, me dio un
248 H ojas de un viejo diario

día un cuarto de rupia (unos 4 chelines) para el Fondo; cuando


supe de lo que sufría, curé su espina dorsal y la despedí caminando
erecta.
Baddegama es un centro muy conocido por su actividad misio-
nera y —en lo que respecta a mí y al budismo— por su male-
volencia. Fue la vista de este hermoso paisaje, según se dice, lo
que inspiró al obispo Heber el verso inicial de su Himno misio-
nero inmortal. Habían anunciado que los misioneros me atacarían
durante mi conferencia, y fue aún mayor el número de budistas
que concurrieron a escucharme. Varios de nuestros Miembros
vinieron de Galle, ¿y a quién dirían que vi llegar allí?, nada más
y nada menos, que a Cornelis Appu que había hecho a pie los 19 km
completos. ¡Después de eso no se podía dudar de su curación! Los
buenos misioneros brillaban por su ausencia, y quedé solo frente a
mi enorme auditorio.
Me divirtió un caso que llegó a mis manos en la pequeña aldea
de Agaliya. Una anciana de setenta y dos años, toda arrugada, que
había recibido una patada de búfalo cuando estaba ordeñando años
atrás; caminaba apoyada en un palo y no podía enderezarse. Era una
anciana cómica y se rió de buena gana cuando le dije que pronto la
haría bailar. Pero al cabo de diez minutos de pases a lo largo de su
espalda y de las piernas, estaba completamente bien, y tomándola
de la mano, arrojando a lo lejos su palo, le hice correr conmigo
por el césped. El enfermo siguiente era un niño de siete años que
no podía cerrar la mano derecha porque los tendones del dorso
estaban contraídos. Le curé en cinco minutos y salió corriendo para
almorzar con su familia, y comió su arroz con la mano derecha
curada.
A su debido tiempo volví a la Sede Central de Galle, donde sufrí
otro segundo asedio semejante al primero. He anotado un incidente
que muestra el espíritu no caritativo y egoísta que actúa en algunos
de los profesionales de la medicina —felizmente, no en todos— en
lo que respecta a la curación de pacientes por parte de personas
ajenas no remuneradas; porque, recuerden, nunca recibí ni 1/4 de
penique por todas estas curaciones.
Un cierto número de enfermos del Hospital General de Galle
que habían sido dados de alta como incurables, vinieron a mí y les
curé y ellos naturalmente, gritaban su alegría a los cuatro vientos.
Los médicos no podían ignorar aquello ni quedar indiferentes, y
un día uno de los cirujanos del distrito vino a observar mis cura-
ciones. Aquel día se presentaron 100 enfermos, de los cuales traté
a veintitrés. Y hubo curas maravillosas. El Dr. K., viendo entre los
presentes a uno de sus enfermos, me lo presentó diciendo que
De Baroda a Ceilán y curaciones 249

había sido abandonado como incurable después de ensayar en él


todos los tratamientos, y que le agradaría mucho ver lo que podía
hacer. Lo que hice, fue hacer andar al buen hombre sin bastón,
por primera vez después de diez años. El doctor reconoció franca y
generosamente la eficacia del tratamiento magnético y permaneció
conmigo todo el día, ayudándome a hacer el diagnóstico y haciendo
las veces de un interno de Hospital. Quedamos muy satisfechos el
uno del otro, y cuando se fue convinimos en que volvería al otro día
después de comer para ayudarme en todo lo que pudiera. Tenía él
mismo algo en el tobillo o en el pie, ya no recuerdo qué, y lo alivié.
Al otro día no volvió y no dio señales de vida. El misterio de su
ausencia se aclaró con una carta que dirigió al amigo común que me
lo había presentado. Al separarse de mí, muy entusiasmado por lo
que había visto —como es natural en un hombre joven, de espíritu
amplio y sin prejuicios— fue inmediatamente a casa de su Médico
Jefe a contarle lo visto. El superior le oyó fríamente, y terminando
el relato, lanzó sobre mí su excomunión mayor. Dijo que era un
charlatán, las curaciones una farsa, los enfermos estaban pagados
para simular, y finalmente, prohibía al joven médico que tuviese
alguna relación con esas farsas. Por último, le indicó que si persistía
a pesar de su advertencia, corría el peligro de perder su empleo. Y
si se podía descubrir que yo hubiese aceptado honorarios, ¡se me
perseguiría ante los tribunales por ejercicio ilegal de la medicina!
De modo que mi asistente y admirador de un día, olvidando que
su deber era perfeccionarse en el arte de curar, y que la Verdad
tenía los primeros derechos a su fidelidad; olvidando lo que me
había visto hacer y lo que él mismo podía esperar efectuar con el
tiempo, no recordando siquiera lo de su pie mejorado, ni las reglas
de cortesía, que exigen que uno se excuse cuando falta a una cita,
no vino ni me escribió una palabra. Comprendía lo que le pasaba,
porque estaba en juego su porvenir en el servicio del gobierno,
pero creo que ya no lo respeté como si se hubiera rebelado fuer-
temente contra aquella esclavitud profesional y mezquina, aquella
arruga moral, que prefería dejar sufrir a la mitad de la humanidad
antes que verla curada por médicos heterodoxos en un ambiente
de santidad médica e infalibilidad. Es tan fácil adquirir el poder de
aliviar el sufrimiento físico por medio del magnetismo, que en el
99% de casos en que ello no se logra, es por culpa de algún error de
quien está tratando de desarrollarlo. Pero creo que es una cuestión
demasiado importante para abordar al final de un capítulo, esto
merece un capítulo aparte.
250
H ojas

avenida de palmeras de cocos en adyar


de un viejo diario
CAPÍTULO XXV
Posible descubrimiento del secreto
de la curación magnética

1882

L
OS asiáticos han llevado hasta la perfección el arte de cultivar
la vanidad de los personajes públicos, y dichos personajes
parecen apreciar el procedimiento. Pero para nosotros, los
occidentales, todas esas grandezas son molestias, y perpetuamente
desempeña uno el papel resignado de una víctima sin resistencia, o
bien el de un hombre retraído que dice a todo que no, y que nues-
tros amigos orientales lo consideran como de muy mala educación.
Digo esto à propos de lo que leo en mi Diario; veo que el 3 de octubre
de 1882, en Ceilán, para ir al templo en el cual tenía que hablar,
atravesé un río y caminé por espacio de 1,6 km sobre telas blancas
que extendieron por todo el camino bajo mis augustos pies, bajo
una continua franja de hojas de palmera, y mi respetable cabeza
resguardada bajo un dosel blanco (Kodiya) que algunos budistas
entusiastas llevaban sobre picas de colores. Muchos paralíticos me
seguían por todo el camino, suplicándome que les impusiera las
manos. Podría haber prescindido sin la menor dificultad de toda
aquella tamasha, pero la muchedumbre no podía. Uno se siente
ridículo cuando encaramado sobre un elefante lleno de adornos, o
llevado en una silla de manos, medio ahogado bajo las guirnaldas de
nardos y rodeado por una multitud exaltada, ve aunque sea un solo
europeo al borde del camino o en la galería de alguna casa, que mira
252 H ojas de un viejo diario

irónicamente todo aquello como un cortejo de saltimbanquis. Hace


falta buena dosis de sangre fría para soportar eso, porque es fácil
prever que la historia correrá por toda la ciudad, y que los comen-
tarios sobre la degradación de la raza superior correrán de boca en
boca, mientras que el espíritu de uno, solo tiende a hacer el bien y
se impacienta por esas demostraciones infantiles. Lo más difícil de
aprender para un hombre blanco en Asia, es que las costumbres de
su pueblo y las de las razas de color son absolutamente diferentes,
y si tiene la menor idea de ganar el afecto de aquéllas, es necesario
que renuncie a todos sus prejuicios y a su código hereditario de
hábitos sociales, para unirse a ellos tanto en espíritu como en las
formas externas. Si los ingleses, que han conquistado a las razas de
color, simplemente pudieran darse cuenta y actuar de acuerdo con
este principio, gobernarían por el amor en lugar de hacerlo por la
fuerza y el arte. Se hacen temer y respetar, ¿pero amar?, jamás. Sin
embargo, no van a cambiar su naturaleza para complacerme, por lo
que pasaré a la ilustración del punto que hice en el último capítulo
sobre el verdadero secreto del éxito en la curación magnética.
Tuve la revelación de este secreto en una aldea de la Provincia sur
de Ceilán, en el curso de la gira que estoy hablando. Creo que fue
en Pitiwella, a 8 km de Galle, pero no estoy bien seguro, porque no
anoté especialmente esa curación entre otras efectuadas el mismo
día. Mi intérprete, mi Secretario y mi criado, así como numerosos
testigos, podrán recordar las circunstancias si se pone mi historia
en duda, y eso me basta. Me trajeron a un hombre que sufría de
hemiplejia, o parálisis de un lado del cuerpo. Me puse a hacerle
pases sobre su brazo, a lo largo de los nervios y los músculos, y
soplándoselo cada tanto. En menos de media hora, le devolví al
brazo toda su flexibilidad; podía moverlo alrededor de su cabeza,
abrir y cerrar los dedos y agarrar una pluma y hasta un alfiler; en
una palabra, hacer con él todo lo que desease. Entonces —como ya
llevaba varias horas trabajando sin cesar, me sentí fatigado— pedí
a la Comisión que lo hiciese sentar y me diera un poco de reposo.
Mientras fumaba mi pipa, la Comisión me dijo que ese enfermo era
un hombre muy rico que había gastado ₹ 1500 con los médicos sin
obtener su curación, y que era conocido como avaro. De todas las
cosas que repugnan al ocultista, la avaricia es una de las principales;
es una pasión baja e innoble. Mis sentimientos hacia el enfermo
cambiaron instantáneamente. Le hice preguntar por los Miembros
de la Comisión, cuánto pensaba dar para el Fondo Nacional Budista
para las escuelas. Comenzó a gemir, y dijo que era muy pobre, que
los médicos le habían costado bien caro; pero que daría ¡una rupia!
Esto era demasiado. Le dije que aunque hubiese gastado en vano
De Baroda a Ceilán y curaciones 253

₹ 1500, su brazo estaba ahora curado gratis; que se fuese a gastar el


resto de sus rupias en hacerse curar por los médicos su pierna para-
lizada, y que se guarde la rupia que destinaba a las escuelas budistas,
para engrosar los honorarios de los médicos. Les pedí que se llevasen
aquel personaje y que no quería volver a verlo. Pero la Comisión
entera me suplicó que volviese sobre mi decisión, porque la mera
mención de la palabra “dinero”, serviría de pretexto a los ataques
de nuestros irreconciliables enemigos, y otro efecto de volver atrás
sobre mi decisión sería que no podrían decir que yo hubiese sacado
alguna vez un céntimo de mis curas, ni que la Comisión Budista
hubiera utilizado a éstas como cebo para obtener suscripciones. En
vista de eso, hice que trajeran otra vez al enfermo; otra media hora
de tratamiento libró a su pierna de la parálisis y se fue andando tan
bien como cualquiera. Mi Secretario le hizo escribir un certificado
de curación, que guardo entre los papeles de esta gira por Ceilán.
La Comisión que se ocupaba de mi viaje había organizado una
serie de pequeñas giras más o menos de quince días cada una, con
regreso a Galle en el intervalo entre una y otra. Al fin de ésta,
pedí un día noticias de algunos enfermos que me habían intere-
sado especialmente, y entre otros nombré a ese avaro. Quedé muy
sorprendido con la respuesta: el brazo seguía siempre curado, pero
la pierna estaba de nuevo paralizada. No había leído nada semejante
en los libros sobre Mesmerismo, pero el motivo se reveló inme-
diatamente: no sentía ya simpatía por aquel hombre después de
haber descubierto su avaricia, y por consiguiente, mi aura vital
no había vibrado a lo largo de los nervios de la pierna como a
lo largo de los nervios del brazo. Se había producido un estímulo
momentáneo, seguido de una vuelta al estado de parálisis. En las
dos operaciones me encontraba en posesión de la misma ciencia, de
la misma cantidad de fuerza vital para transmitir, pero la segunda
vez no existía más aquel sentimiento de simpatía y benévola inten-
ción que habían efectuado la curación definitiva. Soy consciente
de que algunos escritores sobre curación magnética —entre ellos
Younger, cuyo trabajo* apareció cinco años después de mi expe-
riencia en Ceilán— han afirmado que “la simpatía es la nota clave
de casi todas las fases del desarrollo del estado mesmérico” (op. Cit.,
p. 28), pero no recuerdo un caso como el citado anteriormente. El
buen M. Deleuze, anteriormente del “Jardín des Plantes”, en París,
cuyas “Instrucciones prácticas sobre magnetismo animal” es un
clásico, y que describe los métodos adecuados para el tratamiento
en diversas enfermedades, no señala ningún caso como este, aunque

* The Magnetic and Botanic Family Physician. London, 1887. E. W. Allen, Pub. (Olcott)
254 H ojas de un viejo diario

nos dice que “el magnetismo es efectivo en todo tipo de parálisis”.


Él dice, sin embargo, que el operador sensible siempre reconocerá
un cambio que ocurre en sí mismo cuando magnetiza. “Esta dispo-
sición se compone de una intención determinada, que elimina toda
distracción, [es decir, el vagar de la mente, que es un estado abso-
lutamente obstructivo para el trabajo de curas de enfermedades,
como lo sé por mi extensa experiencia —Olcott] sin que hagamos
ningún esfuerzo, de un vivo interés que el paciente inspira en nosotros y
que nos atrae hacia él, y de una confianza en nuestro poder, que nos
quita toda duda sobre nuestro éxito para aliviarlo” (op. cit., p. 203).
Pero él no cita ningún ejemplo que demuestre lo indispensable de
la benevolencia empática en la intención, y me inclino a pensar que
mi caso es casi único. Es para ser analizado más a fondo, leyendo
a los expertos, el hecho de que aunque no sentía simpatía por mi
paciente, momentáneamente le devolví la actividad funcional a su
pierna: lo hice caminar tan bien como siempre. Mi voluntad y habi-
lidad fueron lo suficientemente poderosas para eso, pero al no ser
movido por el tercer elemento, la compasión, hubo una recaída
después de que el primer efecto de la estimulación nerviosa había
pasado. Me parece también que esto tiende a probar que las cura-
ciones magnéticas no son necesariamente debidas a la fe, sino más
bien a una transfusión de aura vital al paciente, y que ésta opera en
su sistema en condiciones variadas.
Había un paciente que, si se movió por fe en el caso de su brazo,
debe haberlo hecho doblemente en el caso de su pierna, después
de que la parálisis había sido removida del primero; había varios
espectadores cuyas mentes y demostraciones externas de creencia
seguirían la misma regla; y finalmente, estaba yo, ejerciendo el
mismo poder y aplicando el mismo conocimiento técnico en ambos
casos, y, si usted elige considerarlo así, haciendo silenciosamente
la misma sugestión de una posible cura, pero curando el brazo y
no curando la pierna de forma permanente. Es una prueba muy
importante en la cuestión de la ciencia del magnetismo, y vale la
pena tenerla en cuenta. No concibo aplicar teorías de Salpêtrière o
de las Escuelas de Hipnotismo de Nancy a casos como el anterior;
se distingue y es explicable solo en la teoría de una transfusión vital
del operador al paciente. El caso se vuelve más fuerte cuando uno
considera que estaba operando y en presencia de cingaleses, que
no sabían nada acerca de nuestro mesmerismo occidental o teorías
hipnóticas y resultados, para quienes todo esto era un misterio
desconcertante y que, en consecuencia, no estaban en una condi-
ción mental para sugerir hipnóticamente cualquier cosa al paciente.
Los Sres. Binet y Féré, en su trabajo académico sobre magnetismo
De Baroda a Ceilán y curaciones 255

animal (International Scientific Series, Vol. lx. p. 178 y sig.), definen la


sugerencia hipnótica de varias formas y especifican la resultante de
las palabras habladas y la de los gestos. Por ejemplo, en el primer
caso, uno puede transmitir la idea de un objeto real diciendo “Hay
una serpiente a tus pies”, o que hay un gato, un perro o un pájaro en
la habitación; el animal es percibido instantáneamente por el sujeto
a través de la influencia de la imagen mental evocada. En el otro
caso, la idea puede ser provocada simplemente haciendo gestos que
indican los movimientos o hábitos del animal imaginario. Pero, nos
dicen, los gestos son “un medio muy inferior… bastante exitoso en
el caso de sujetos que han estado bajo tratamiento durante mucho
tiempo”; es decir, hipnotizado a menudo y capacitado para aceptar
sugerencias de todo tipo del operador. ¿Qué había de esto en el
caso de mi paciente? Nunca había sido hipnotizado; nunca había
oído hablar de tal cosa; no estaba hipnotizado por mí, sino en plena
posesión de sus sentidos; no podía entender una palabra de inglés o
cualquier otro idioma que yo supiera, y como dije anteriormente, si
fue hipnóticamente sensible, debe haberlo sido doblemente debido
al hecho de que su pierna podría curarse ya que su brazo había sido
curado.
Finalmente —para no detenerme demasiado en un tema cuya
importancia justifica que le haya dedicado tanto espacio— el caso
de Ceilán sugiere poderosamente la verdad de la antigua ense-
ñanza de que los pensamientos amables enviados de uno a otro
llevan consigo un poder casi mágico para el bien, mientras que
los pensamientos malignos tienen el efecto contrario. Cuánto nos
corresponde, entonces, protegernos de pensar en dañar a nuestros
prójimos, y cuán fácilmente podemos comprender la idea de que el
antiguo temor a los hechiceros y a los realizadores de hechizos tenía
una base sólida de hecho, y que los poderes sutiles de la natura-
leza pueden ser manejados para destruir tan fácilmente como para
bendecir a los hombres.
El Sumo Sacerdote de un Vihara (budista) me llevó a Galle un
caso del tipo “Demonio Amante”. Un joven monje, de unos vein-
tisiete años, había sido perseguido desde hacía dos o tres años por
una Yakshini, o mujer demonio, quien —según me dijo el viejo
monje— había estado interpretando el papel de esposa espiritual
de él, pero con tal exceso que parecía más bien afectada por la
ninfomanía. El pobre hombre era obsesionado siete u ocho veces al
día y estaba reducido a casi un esqueleto. El Superior me pidió con
calma que trabajara una cura. Afortunadamente, había tratado con
éxito un caso similar en Estados Unidos algunos años antes, siendo
la paciente una mujer, por lo que sabía muy bien qué hacer. Puse al
256 H ojas de un viejo diario

monje en una rutina de agua magnetizada, haciéndolo venir todas


las mañanas durante un mes, para el suministro del día, después
de lo cual se curó por completo. Hice llamar al Sumo Sacerdote y
le aconsejé que hiciese colgar los hábitos al joven y que lo hiciera
casar, cosa que hizo. La explicación simple es que la influencia del
mal espíritu Elemental sobre su medio fue anulada y destruida por
el poder más fuerte de mi voluntad humana, complementada por
la acción constante del agua vitalizada. Entre los practicantes cien-
tíficos del mesmerismo, hasta donde sé, nunca ha habido opiniones
encontradas sobre la eficacia del agua magnetizada como agente
terapéutico. Deleuze dice que “es uno de los agentes más pode-
rosos y saludables que pueden emplearse… había visto que el agua
magnetizada producía efectos tan maravillosos que temía haberme
engañado a mí mismo, y no me convencí hasta comprobarlo con
miles de experimentos. Los magnetizadores en general no la han
utilizado lo suficiente”. El tiempo que el agua retiene el aura no se
ha determinado claramente —dice— pero “ciertamente lo conserva
durante muchos días, y numerosos hechos parecen demostrar que
no se ha perdido después de muchas semanas” (op. cit., pp. 216, 217).
Mi gira Sureña se acercó rápidamente a su final. Las conferen-
cias, seguidas de las recaudaciones de las sumas suscritas para el
Fondo Nacional, se dieron en Bussé, Ratgama, Dodanduwa, Kumara
Vihara, Kittangoda, Hikkaduwe, Totagumuva, Telwatte, Weeragoda,
Kahawe, Madumpe y Battipola, y mi rostro se volvió hacia Colombo;
en total, se habían realizado sesenta y cuatro discursos públicos en
el lapso de unos tres meses, y visitas a la mayoría de las aldeas más
grandes de la Provincia de Galle (la Provincia sur). Debo mencionar
el hecho de que cada vez que me encontraba en una aldea a la orilla
del mar, tomaba un baño diario de agua salada, ya que me parecía
maravillosamente refrescante en el sentido magnético; no importa
cuánto podía haberme sobrepasado en mis curaciones, una zambu-
llida en el mar restauraba mi fuerza vital en unos minutos. Los
que deseen dedicarse a las curaciones magnéticas, harán bien en
no descuidar esta indicación. Llegué a Colombo el 25 de octubre
y estuve presente en el Colegio Widyodaya del Sumo Sacerdote
Sumangala, en la exhibición de algunas reliquias genuinas del Buda,
que habían sido excavadas en Sopara, de una antigua estupa o montí-
culo, y fueron presentadas al Sumo Sacerdote por el Gobernador de
Bombay, a través del Gobernador de Ceilán. Una inmensa multitud
estuvo presente para la ocasión, y varios representantes del Gobierno
de Ceilán asistieron por respeto a Sumangala Maha Thera. A peti-
ción suya, di una conferencia por la noche, y Megittuwatte, el gran
orador, siguió con un discurso elocuente.
De Baroda a Ceilán y curaciones 257

El 1o de noviembre, en compañía del Sr. Thomas Perera, de


Galle, un excelente colega nuestro, navegué hacia Bombay, a la que
llegamos al tercer día, después de una navegación tranquila. HPB
estaba en Darjeeling con algunos de nuestros Miembros, teniendo
reuniones con dos de nuestros Maestros en carne y hueso. El día
8 recibí de los Sres. Shroff y Pandurang Gopal, la sugerencia de
convertir las reuniones de aniversario de la S. T. en convenciones
representativas de todas nuestras Ramas Indias. Recuerdo que tuve
dudas sobre la viabilidad del esquema, pero se lo transmití a HPB,
y cuando regresó, el 25 de ese mes, trajo con ella cuatro benga-
líes y a S. Ramaswamier, de la Presidencia de Madrás, como dele-
gados. Dos más vinieron de Bareilly, N. W. P., y dos de Baroda; al
día siguiente, otros vinieron de otros lugares, y cuando se celebró
nuestro séptimo aniversario, en el salón Framji Cowasji, el 7 de
diciembre, tuvimos quince delegados presentes con discursos de
varios de ellos. El Sr. Sinnett había venido de Allahabad y oficiaba
como Presidente a petición mía. Hubo una audiencia muy concu-
rrida y los aplausos fueron abundantes. De este modo quedó inau-
gurado el sistema de Convenciones Anuales de la Rama, que ahora
es universal, y por primera vez —para mostrarle al público de
Bombay cómo el movimiento Teosófico se estaba extendiendo por
todo el mundo— colgué alrededor del salón tantos escudos como
Ramas de la Sociedad había, cada uno con el nombre y la fecha de
constitución de la Rama.
Nos pusimos a trabajar, empacando nuestros muebles, libros y
efectos personales ya que nos mudábamos a Madrás; la encanta-
dora propiedad en Adyar que fue comprada a un precio meramente
nominal. La Rama de la S. T. de Bombay nos hizo una recepción
de despedida, con amables discursos, un sinfín de flores, música,
un refrigerio y la entrega de un jarrón y una bandeja de plata,
grandes, artísticos y valiosos, hechos especialmente por los hábiles
plateros de la Provincia de Kutch. El día 17 tomamos el tren para
Madrás, este evento quedó grabado en la memoria de HPB debido al
robo de su hermoso chador de Cachemira, a través de una ventana
del vagón de ferrocarril, mientras estábamos ocupados al otro lado
dando y recibiendo cumplidos y saludos. Los comentarios de ella al
descubrir el robo, son irreproducibles.
Fuimos recibidos en la estación de Madrás por un distinguido
grupo de caballeros nativos que nos escoltaron con gran estilo hasta
Adyar, que parecía sonreír a sus nuevos dueños. El lector difícil-
mente pueda imaginar nuestro placer al instalarnos en una casa
propia, donde estaríamos libres de propietarios, mudanzas y otras
preocupaciones típicas de un inquilino. En mi diario digo: “Nuestra
258 H ojas de un viejo diario

hermosa casa nos parece un lugar de hadas. Aquí nos esperan días
felices”. Los amargos, ¡ay! no los preveíamos.
Los restantes días de diciembre estuvieron llenos de pequeñas
molestias como: conseguir sirvientes, supervisar la mecánica, hacer
las primeras reparaciones necesarias y recibir y desempacar nues-
tros muebles. El Maestro (M.) vino diariamente a ver a HPB, y tengo
constancia que el 29 de diciembre, “ella me hizo prometer que si
moría, a nadie más que a mí se le permitiría ver su rostro. Tengo que
envolverla en una tela, coserla y cremarla”. Eso, como pueden ver,
fue nueve años antes de que su cadáver fuese llevado al Crematorio
Woking, cerca de Londres; por lo tanto, la posibilidad de su muerte
repentina fue tenida en cuenta.
Vi terminar el año 1882, trabajando solo en mi escritorio.
CAPÍTULO XXVI
Incidentes de las curaciones

1882

E
L año 1883 fue uno de los más activos, de los más intere-
santes y más fructuosos para la Sociedad; fue señalado por
algunos hechos curiosos, como se verá oportunamente. Se
organizaron cuarenta y tres nuevas Ramas, la mayoría de ellas en
India y por mí. Mis viajes sumaron más de 11 265 km de reco-
rrido, lo que tiene mayor importancia que en EE. UU., donde uno
encuentra en todas partes trenes para conducirse adonde quiera; en
cambio, allí tiene uno que acomodarse como pueda sobre el lomo
de un elefante, o romperse los huesos en carros sin amortiguación,
tirados por bueyes. La mayor parte del tiempo estuve separado de
mi colega; ella se quedó en casa ocupándose de The Theosophist, y
yo recorría la Gran Península dando conferencias sobre Teosofía,
curando enfermos, y fundando nuevas Ramas.
Empleamos las primeras semanas de enero en nuestros arreglos
domésticos, y mi Diario está lleno de detalles sobre las compras de
muebles y el arreglo del “Santuario” de infausta memoria, pero que
fue para nosotros durante dos años un rincón sagrado, santificado
por frecuentes relaciones con los Maestros y por muchas pruebas
palpables del activo interés que sentían por nosotros y nuestro gran
movimiento.
En esta época nos fue enviado Mr. Isaacs, el libro de Marión
Crawford, por su tío el Sr. Sam. Ward, uno de nuestros Miembros
más entusiastas, que al mismo tiempo nos escribió detalles inte-
resantes respecto a la manera como había sido escrita la obra. El
libro —nos dijo— había sido inspirado por lo que se publicó sobre
260 H ojas de un viejo diario

el Mahatma KH, y que el Sr. Crawford estaba de tal modo poseído


por su idea, que no tomó ningún reposo ni casi alimento, hasta
que lo terminó. Escribió su novela en menos de cuatro semanas, y
el Sr. Ward decía que su sobrino parecía hallarse mientras escribía,
bajo la influencia de un poder exterior.
El Sr. Crawford cae en el error —como cualquier verdadero
ocultista podría decírselo— de mezclar a su adepto oriental ideal,
Ram Lal, en los asuntos amorosos del héroe y la heroína del libro,
lo cual es incompatible con las tendencias de un hombre tan
evolucionado y que vive casi exclusivamente en el plano espiri-
tual. Bulwer igualmente se equivocó, pero todavía más, haciendo
que su adepto Zanoni, después de siglos de esfuerzos espirituales
coronados de éxitos, abandone los frutos de su Yoga para recaer
al nivel vulgar de nosotros, pigmeos retenidos por los lazos de la
carne y el casamiento. Tanto Zanoni como Ram Lal son imposi-
bles tal como nos son presentados, salvo como aberraciones de la
naturaleza y víctimas de fuerzas brutales poderosamente coaligadas;
porque deben haberlas vencido, muchas y muchas veces, mientras
se elevaban de las bajas esferas en las que reina la pasión y donde
está velada la luz de la Sabiduría. La unión sexual es perfectamente
natural para la humanidad media, pero perfectamente imposible
para el hombre idealmente desarrollado.
Nos llegaban en cantidad cartas con expresiones de simpatía
desde Suecia, Francia, Rusia, Uruguay y EE. UU., probándonos de
qué forma iba creciendo el interés por las ideas Teosóficas. Durante
ese mes se firmaron las actas de venta de Adyar, y me puse en
campaña para conseguir el dinero necesario. HPB y yo encabe-
zábamos la suscripción con la suma de ₹ 2000, como una quinta
parte de la cantidad total; se me perdonará que cite este detalle
pensando en las crueles cosas que se han dicho de nosotros respecto
al supuesto provecho que habríamos sacado de la Sociedad.
El 16 de enero, el público (nativo) de Madrás nos hizo una recep-
ción pública en el salón Pachaiyappa. Fue una escena de gran entu-
siasmo y emoción. El edificio, así como sus accesos estaban llenos
de gente y todo estaba hecho para expresar el placer que sentían por
nuestro cambio de hogar. El rajá Gajapati Row, un conocido perso-
naje de la Presidencia de Madrás, ocupó la presidencia en la ocasión,
y él y los jueces P. Sreenevasa Row y G. Muttuswamy Chetty, del
Tribunal de Pequeñas Causas, pronunciaron discursos. Observo que,
en el curso de mi respuesta, abordé la idea de hacer una especie
de Unión Hindú de Escuelas Dominicales, para abrir escuelas y
publicar catecismos para la educación religiosa de la juventud hindú
y que fue apoyado calurosamente por los líderes de la comunidad
Incidentes de las curaciones 261

hindú y ratificados por unanimidad por la audiencia entusiasta.


En ese momento, tal vez, podría haber sido considerado como un
proyecto fantasioso; pero ahora, trece años después, vemos en él
una forma justa de realizarse; varias sociedades de niños hindúes
están trabajando plenamente, y la pequeña revista que representa
sus intereses* tiene una circulación en constante crecimiento.
Como la vida se compone de una sucesión de pueriles deta-
lles, y como deseo que estos recuerdos conserven el sabor de la
verdad, he contado muchos pequeños detalles que completan el
cuadro y que nos representan a nosotros, los Fundadores, como
personas vivientes y no como a los seres extraordinarios que con
tanta frecuencia se ha descrito. Si bien es cierto que HPB escribía
libros extraordinarios, también lo es que todas las mañanas comía
huevos al plato nadando en grasa, y el retrato que trazo de ella es el
de un personaje real y no de uno ideal. De suerte que voy a relatar
un pequeño incidente que me interesó en el momento lo bastante
para anotarlo en mi diario. El río que corre por detrás de la casa
despertó nuestra antigua pasión por la natación, y todo el mundo
comenzó a tomar baños en él, incluso HPB. Nuestros vecinos euro-
peos debieron asombrarse bastante al ver aquellos cuatro euro-
peos —porque era en tiempos de los Coulomb— bañándose con
una media docena de indos de piel oscura, chapoteando y riendo
juntos, pues no nos creíamos pertenecientes a una raza superior.
Enseñé a mi “camarada” a nadar, o mejor dicho, a flotar a su modo,
y también al querido Damodar, quien hasta cierto punto fue uno
de los cobardes más grandes que vi en el agua. Se estremecía y
temblaba en cuanto le llegaba el agua a las rodillas y, claro está, HPB
y yo no le ahorrábamos burlas. Pero recuerdo bien cómo cambió
todo. Un día le dije: “¡Bah! ¡Bonito Adepto será usted si no se atreve
ni a mojarse las rodillas!”. No respondió nada, pero al ir a tomar el
baño siguiente, se echó al agua de cabeza y atravesó la corriente a nado,
tomando en serio mi reproche y decidido a nadar o morir. Es así
como se llega a ser Adepto. Intentar, es la primera, la última y la
eterna ley de la autoevolución; aunque se fracase cincuenta o cien
veces, si es necesario, pero al que ensayar y volver a ensayar; se
terminará por tener éxito. Nunca se hizo un hombre o un planeta
diciendo: “No puedo”.
Fue en este mismo enero que nos visitó Su Alteza, el rajá Daji,
joven reinante Thakur del Estado de Wadhwan en Kathiawar, y
Miembro de nuestra Sociedad. Le había rogado que dejase a un lado
su realeza y que viniese como un simple particular con el par de

* La Arya Bala Bodhini. (Olcott)


262 H ojas de un viejo diario

criados de rigor. Así lo prometió, pero al ir a recibirlo a la estación,


vi que traía un séquito de diecinueve individuos, que él consideraba
como la cantidad más reducida. Así fue que cuando le hice algunas
consideraciones por haber caído sobre nosotros con aquella tropa
de ayudas de cámaras, cocineros, músicos, barberos y hombres de
armas, se mostró muy asombrado por mi poca razón, y dijo que,
de no haber recibido mi carta, ¡hubiera traído por lo menos un
centenar!
El sahib Thakur estuvo visitándonos desde el 30 de enero hasta
el 8 de febrero, pasando su tiempo en conversaciones con nosotros,
yendo al teatro, navegando por el río, en un baile nautch y otras
distracciones. En la tarde del 7 tuvimos una fiesta nocturna y recep-
ción para que los Miembros de la Rama Madrás se reunieran con
el rajá. El Salón de Convenciones estaba alfombrado, iluminado y
decorado con flores y plantas en macetas. Hubo varios discursos y,
a pedido, hice demostraciones experimentales de control hipnótico
para ilustrar una breve exposición de ciencia.
El 17 de febrero me puse otra vez en camino, embarcándome
para Calcuta en el vapor francés Tibre. Después de una agradable
travesía, desembarqué el 20 y fui alojado en el palacio de invitados
del Marajá, Sir Jotendro Mohun Tagore. Su casa se vio transformada
enseguida en Hospital por la multitud de enfermos que venían
a verme para pedir su curación, y la de sus amigos y conocidos.
Uno de mis primeros casos fue un niño epiléptico que tenía entre
cincuenta y sesenta ataques por día. Su enfermedad, sin embargo,
sucumbió rápidamente a mis pases mesméricos, y al cuarto día
las convulsiones habían cesado por completo. No sé si la cura
fue permanente: tal vez no, porque parece poco probable que las
causas profundas, tan poderosas como para producir una cantidad
tan grande de ataques en un día, se eliminen con el tratamiento
de unos pocos días; habría que mantener el tratamiento durante,
posiblemente, semanas antes de poder decir que hubo una restau-
ración completa de la salud. Sin embargo, puede haber sido así por
algo que sé. La epilepsia, aunque es una de las enfermedades más
terribles, es al mismo tiempo una de las que seguramente ceden al
tratamiento mesmérico.
Hubo varios sujetos interesantes; uno de ellos, entre otros, un
joven brahmín de más o menos veintiocho años, que desde hacía
dos años sufría una parálisis de la cara, dormía con los ojos abiertos
porque no podía cerrar los párpados, y era incapaz de sacar la
lengua ni de servirse de ella para hablar. Cuando le preguntaron su
nombre, no pudo producir más que un horrible sonido gutural; la
lengua y los labios estaban paralizados. La habitación era bastante
Incidentes de las curaciones 263

grande y me encontraba en un extremo cuando le trajeron. Mi


comisión le detuvo en la puerta de entrada para examinarle, y los
que la formaban vinieron a mí, explicándome el caso, luego retro-
cedieron y dejaron al enfermo solo y mirándome con una expre-
sión ansiosa. Él me indicó por gestos la naturaleza de su enfer-
medad. Aquella mañana me sentía pletórico de fuerzas, casi me
parecía que hubiera podido magnetizar a un elefante. Levantando
verticalmente el brazo derecho y mirando fijamente al paciente,
dije en bengalí: “¡Cúrate!”. Al mismo tiempo, bajé el brazo hasta
quedar horizontal, apuntándole con la mano. Se hubiera dicho que
recibió una descarga eléctrica; un estremecimiento le sacudió todo
entero, sus ojos se cerraron y volvieron a abrirse; su lengua, por
tanto tiempo paralizada, salió y volvió a entrar en su boca, y dando
un grito de alegría salvaje, se precipitó a mis pies. Se abrazaba a mis
rodillas, ponía mi pie sobre su cabeza y me manifestaba su agrade-
cimiento con frases rápidas. La escena era tan dramática, la cura
tan instantánea, que todo el mundo compartía la emoción del joven
brahmín y no quedaron allí ojos secos, ni siquiera los míos, lo que
no es poco decir.
El tercer caso fue el más interesante de todos. El Sr. Badrinath
Banerji, de Bhagalpur, un defensor matriculado del Tribunal de
Distrito, había perdido la vista. Estaba completamente ciego y era
conducido por un niño. Me pidió que le curase, o sea que le devol-
viera la vista a un hombre que padecía de glaucoma con atrofia del
disco óptico, ¡que había sido atendido por los principales oculistas
de Calcuta y diagnosticado en el Hospital como incurable! No hay
más que informarse con cualquier médico, que dirá lo que eso
significa. No había tratado nunca a un ciego y no tenía idea del
grado de probabilidad que tenía de aliviarlo. Pero para mesmerizar
es menester no tener la menor duda sobre su poder; la confianza en
sí mismo es lo más indispensable. Primeramente ensayé la sensibi-
lidad de aquel hombre a mi corriente magnética, porque mis curas
no consistían en sugestión hipnótica, sino en mesmerismo verda-
dero, honrado, y a la moda antigua. Vi con gran satisfacción que
era uno de los sujetos más sensitivos que tuve en la vida. Ciego, no
distinguía la noche del día, y por lo tanto, incapaz de ver mis gestos
y adivinar mis intenciones, estaba de pie ante mi; yo adelantaba la
extremidad de mis dedos hasta un centímetro de su frente, y concen-
trando mi voluntad sobre esa mano, deseando que se volviese un
imán que atrajera al enfermo como a una aguja de acero. Su cabeza
se inclinó hacia mi mano, yo la iba retirando y la cabeza la seguía
hasta que la frente estuvo a treinta centímetros del suelo. Entonces
pasé silenciosamente la mano a su nuca, y se enderezó siguiéndola
264 H ojas de un viejo diario

de tal manera, que se echó hacia atrás, perdió el equilibrio y se


hubiera caído si yo no lo hubiese sostenido en mis brazos. Todo
esto sin pronunciar una palabra, sin que el menor ruido pudiera
darle una idea de lo que yo hacía. Sabiendo ya, según eso, lo que
tenía que hacer, mantuve el pulgar de mi mano derecha cerrada,
delante de uno de sus ojos, y el pulgar izquierdo detrás de su cuello,
puse mí voluntad en una corriente vital que pasaba de un pulgar
al otro, completando un circuito magnético con mi propio cuerpo
a través del ojo enfermo y el nervio óptico hasta su inserción en
el cerebro. Continué esto por media hora, conservando el enfermo
todo su conocimiento y hablando cada tanto cuando se le ocurría.
Al terminar la prueba, percibía con ese ojo un vago resplandor
rojo. Aplicado igual tratamiento al otro ojo, dio un resultado seme-
jante. Volvió al siguiente día para seguir la curación, y esta vez el
resplandor cesó de ser rojo y se hizo blanco. Diez días de perseve-
rancia fueron recompensados con una completa restauración de la
vista. Era capaz de leer de corrido los caracteres más pequeños de
los periódicos o libros; no tenía necesidad de un lazarillo y podía
ir y venir como todo el mundo. Un médico amigo mío me dio
datos sobre los caracteres del glaucoma; encontré en el enfermo los
globos de los ojos duros como piedras, y resolví dejárselos elásticos
como los míos. Lo conseguí al tercer día de hacerle pases sencillos y
con la imposición de los pulgares con una “intención magnética”, es
decir, concentrando mi voluntad sobre el fin que deseaba alcanzar.
Esta cura dio mucho que hablar, porque el enfermo estaba en pose-
sión de todas las pruebas escritas de que su mal había sido declarado
incurable por las más grandes eminencias médicas. Además, todo el
mundo en Bhagalpur conocía su ceguera. Dos médicos, graduados
en el Colegio Médico de Calcuta, examinaron sus ojos con el oftal-
moscopio y publicaron los resultados de sus observaciones en el
Indian Mirror, del cual, según creo, las reprodujo The Theosophist. Esta
cura tuvo consecuencias impactantes y curiosas. El hombre volvió a
perder la vista dos veces y se la devolví otras tantas, la primera vez
después de haberla conservado seis meses, y la otra un año entero.
Las dos veces lo hallé completamente ciego, y bastó media hora de
tratamiento para curarle. Pero para obtener un resultado defini-
tivo, hubiera sido preciso que lo tuviese constantemente junto a mí
para tratarle hasta que la tendencia al glaucoma quedase totalmente
destruida.
No sé por qué, pero tenía especial suerte con los sordos. En la
fecha 8 de marzo, veo anotado un caso interesante. Era el hermano
Incidentes de las curaciones 265

de un alto funcionario en el Departamento de Telégrafos del


gobierno y tan sordo que era necesario gritarle al oído para que
oyese. En dos tratamientos, dos días consecutivos, lo llevé al punto
de —tengo mi Diario abierto ante mí y hablo “por el libro”— oír
mi voz en el tono corriente de la conversación hasta una distancia
(medida) de 16 metros, dándome la espalda para que no me “leyera
los labios”. Voy a citar un caso más que pude observar durante mi
visita a Calcuta en cuestión, y este será el último, ya que debo ceder
espacio para otros escritores*.
Mi querido colega Norendro Nath Sen, me escribió un día para
pedirme que fuese a ver una señora inda gravemente enferma, y
diese mi opinión sobre su estado. El marido de dicha señora me
llevó a su casa y a su zenana, donde vi a su hermosa y joven esposa,
acostada sobre un colchón en el suelo, presa de espasmos histéricos.
Se pasaba así seis u ocho horas cada día, con los ojos convulsiva-
mente cerrados y con los globos oculares introvertidos, las mandí-
bulas apretadas como por el tétano, y muda. Se había producido un
transporte del sentido de la vista: podía leer un libro con la extre-
midad de los dedos y probaba esta facultad anormal copiando el
texto sobre una pizarra. Recordé los experimentos que el Dr. James
Esdaile, cirujano de la presidencia, había realizado y registrado en
esta misma Calcuta cuarenta años antes, y los repetí. Vi que no sólo
podía leer con la extremidad de los dedos de las manos, sino también
con el codo y con el dedo meñique de un pie, no del otro. No leía
con la boca del estómago ni con la parte posterior de la cabeza,
como había visto hacer a otros pacientes, y como otros escritores
sobre mesmerismo testifican haber visto, pero en cambio oía con
el ombligo, aunque yo le tapase herméticamente los oídos con mis
dedos y su marido le hablase muy bajito. El caso era, por supuesto,
curable por mesmerismo, pero me negué a tomarlo, porque tenía
que salir de Calcuta dos días después, y este caso podría nece-
sitar un tratamiento que se extienda durante días, si no semanas.
Presentaba caracteres de gran interés para el psicólogo, dado que
mostraba un traslado de los sentidos de la vista y el oído, lejos de
sus órganos propios y eso no podía explicarse por medio de hipó-
tesis materialistas razonables. Aquí estaba la mente funcionando en
las extremidades del sistema nervioso por una extensión, por así
decirlo, de su órgano, el cerebro. No hay más que un paso de esto a

* Se refiere a compartir el espacio con otros escritores en The Theosophist, donde


originalmente fueron publicadas estas memorias. (N. del E)
266 H ojas de un viejo diario

los prodigios de la clarividencia, o de la observación inteligente de


cosas que sucedan a una gran distancia del cuerpo del observador.
Si se admite que la facultad pensante se desplaza de su propia sede
a uno o varios puntos de la periferia del cuerpo, no existe ninguna
barrera lógica para su funcionamiento fuera del cuerpo, salvo los
límites de lo Finito para alcanzar el Infinito.
CAPÍTULO XXVII
De gira y curaciones en Bengala
1882

H
ASTA el día en que nuestros hombres de ciencia contem-
poráneos se ocuparon del mesmerismo bajo el nombre de
hipnotismo, se lo tachaba, con más o menos justicia de char-
latanería. Sus defensores se inclinaban a elevarlo demasiado, y sus
detractores lo rebajaban también demasiado. La solidez incontes-
table de su base está ahora probada sin discusión, por los resultados
de las recientes investigaciones sobre el hipnotismo. Si algunos
puntos importantes, como ser la realidad de la visión clarividente,
la transmisión del pensamiento, y la existencia del aura mesmé-
rica o “fluido” son discutidos todavía*, es un consuelo saber que los
testimonios a su favor van acumulándose. Dentro de poco tiempo,
los materialistas se verán obligados a aceptar los otros fenómenos
del mesmerismo.
Estas ideas me son sugeridas por las notas de mis experimentos
magnéticos durante el año 1883, que estoy recordando. Había gastado
un enorme volumen de fuerza vital, tratando de curar indistin-
tamente todos los enfermos que se presentaban. Mientras obtenía
éxito en centenares de casos, fracasaba en otros centenares, y no
hacía más que aliviar momentáneamente a otros tantos, a pesar de
haber ejercido toda la fuerza de mi voluntad y gastado mi vitalidad
tan generosamente como en los casos de éxito. Hasta diré que con
frecuencia hice dos y aun diez veces más esfuerzos para los fracasos
que para las curaciones más sensacionales. Una día que me sentía

* Debemos recordar que el coronel Olcott escribía esto en 1899. (N. del T.)
268 H ojas de un viejo diario

muy fatigado por mi sesión matinal, pensé que podría economizar


mis fuerzas en lo sucesivo, adoptando un sistema de selección: ¿no
podría acaso aplicar algún test —alguna medición áurica o, digamos,
un auræ metrum— que me permitiese reconocer a los enfermos más
sensibles y me evitara operar a los otros? Partí del postulado de
que existe en cada individuo un fluido nervioso particular a cada
uno y diferente del de los demás. Dicho fluido, conducido por los
nervios a las extremidades desde su origen en el cerebro, la médula,
y los otros centros (los sat chakras), podría circular por el sistema
nervioso de otra persona en la cual existiese un estado idéntico de
pulsaciones o de vibraciones del aura, y que de ese modo estaría
colocado en relaciones de afinidad con ella, pero no con otras. De
ahí llegué a la conclusión de que un magnetizador como yo, no
podía hacer pasar su aura nerviosa al sistema de un enfermo que
no se hallase en vibración afín con él, así como una corriente eléc-
trica no puede atravesar un cuerpo no conductor. Per contra [por
el contrario], la certeza y la rapidez de la curación de un enfermo
dado, estarían en proporción al grado de simpatía vibratoria. No
se podría acusar de charlatanerías más que al sanador que preten-
diéndose bajo una influencia divina, sostuviese que podría curar a
cualquier enfermo que tenga fe en sus poderes, sin tener en cuenta
la cuestión de simpatía nerviosa entre los dos individuos. Hacer el
ensayo de mi hipótesis sería llevar al mesmerismo al dominio de la
ciencia positiva. Entonces, ¿qué prueba ensayar? ¿Cómo podría uno
saber, cuáles eran los enfermos más susceptibles de ser curados?
Era necesario que la prueba diese resultados visibles para los igno-
rantes. No había más que una, el fenómeno de la “atracción mesmé-
rica”, y podría emplearse así: el enfermo se mantendría de pie sin
apoyarse en nada, con las manos (excepto en caso de parálisis, por
supuesto) colgando a los lados del cuerpo, y los ojos cerrados a fin
de evitar que sufriese la “sugestión silenciosa” de los movimientos
de las manos del magnetizador. Aún sería mejor que estuviese de
espaldas. Entonces el operador, concentrando su voluntad sobre
la cabeza del paciente, levantando la mano y apuntando con los
dedos a la cabeza, querría silenciosamente transformarla en aguja
magnética para atraer hacia él la cabeza del sujeto. Esto continuaría
haciéndose durante algunos minutos para ver si se producía o no
el efecto deseado. Si casi inmediatamente el sujeto comenzaba a
oscilar sobre sus pies, y su cabeza se inclinaba hacia el operador,
este podía estar seguro que estaba en presencia de un sensitivo muy
afín, y la cura sería casi instantánea. El caso del joven brahmín
curado de una parálisis facial y lingual, puede servir de ejemplo,
así como el de Badrinath Babu, el ciego de Bhagalpur, que era en
De gira y curaciones en Bengala 269

extremo sensitivo. Si el grado de atracción, sin ser tan acentuado


era de todos modos fuerte, la curación debía efectuarse en más o
menos tratamientos, y así sucesivamente hasta el punto en que el
enfermo no respondiese en absoluto a la atracción al cabo de tres o
cuatro minutos de ensayo. Esta prueba no tiene nada nuevo desde el
punto de vista de la atracción —ya que es conocida desde la época
de Mesmer— pero la novedad consistía en servirse de ella como de
un medidor de auræ, un indicador de sensibilidad magnética. Hice el
ensayo desde el día siguiente con los más satisfactorios resultados;
mis mejores pacientes fueron los más sensitivos al test, Badrinath
Babu a tal grado que —como se explicó en el capítulo anterior—
bajó la cabeza hasta el piso, y luego, moviendo mi mano hacia la
parte posterior de su cuello, lo empujé hacia arriba y hacia atrás,
hasta que cayó en mis brazos extendidos. En adelante ya no tendría
que perder mi fuerza nerviosa con sistemas nerviosos rebeldes,
mientras que la confianza obtenida al saber cuán sensible era mi
paciente me ayudó inmensamente en las curaciones. Para mi uso
personal clasifiqué mentalmente a todos los sujetos en diez grupos
o grados de sensibilidad, y los traté de acuerdo a ellos.
Entre los europeos inteligentes que venían al palacio de hués-
pedes del Marajá para presenciar mis curaciones, se encontraba
el reverendo Philip S. Smith, de la Misión de la Universidad de
Oxford; un hombrecillo pálido, muy educado, por supuesto, que
presenta el tipo de asceta religioso, y vestido a la manera católica,
con una sotana blanca y un sombrero en forma de pastel nortea-
mericano. Era muy amable conmigo, y le proporcioné todas las
ocasiones posibles de convencerse de la realidad del magnetismo;
observaba todos los casos, hacía muchas preguntas a los pacientes
y se quedaba hasta la noche. Entonces, ya solos, sosteníamos largas
conversaciones sobre el tema de aquellas curas, y cada caso del día
era analizado y discutido. Se declaró absolutamente satisfecho y dijo
que nunca hubiera creído posible lo que había visto, si se lo hubiesen
contado. En seguida hablamos de los milagros bíblicos y me confesó
que me había visto llevar a cabo cierto número de cosas atribuidas
a Jesús y sus Apóstoles en materia de curaciones: la vista devuelta a
los ciegos, el oído a los sordos, la palabra a los mudos, el uso de sus
miembros a los paralíticos, así como neuralgias, cólicos, epilepsia,
y otros males, aliviados. “Bien, entonces, Sr. Smith, le ruego que
me diga”, dije yo, “dónde colocaría la línea divisoria entre estas
curaciones y las idénticas que narra la Biblia. ¿Si hago las mismas
cosas, por qué no darles la misma explicación? Si las curas bíblicas
son milagros, ¿por qué no lo son también las mías?, y si las mías
no son milagrosas, sino perfectamente naturales, completamente al
270 H ojas de un viejo diario

alcance de cualquiera que posea el requerido temperamento y sepa


elegir a los pacientes, ¿por qué me pide usted que crea que las cura-
ciones efectuadas por Pedro o por Pablo eran pruebas de un poder
milagroso? Esto me parece bastante ilógico”. El hombre reflexionó
profundamente durante varios minutos, mientras fumaba tran-
quilamente en silencio. Después me dio una respuesta de lo más
original, que nunca pude olvidar: “Le concedo que los fenómenos
son los mismos en ambos casos, no puedo ponerlo en duda. La
única explicación que encuentro, es que las curaciones de nuestro
señor eran efectuadas, ¡por el lado humano de Su naturaleza!”.
El 9 de marzo (1883) cené en casa del pandit brahmín más sabio
de Bengala, ya fallecido, Taranath Tarka Vachaspati, autor del famoso
Diccionario Sánscrito. Me hizo preparar alimentos, y me concedió
el mayor honor que se puede recibir en India, dándome el cordón
brahmánico, adoptándome en su gotra (Sandilya), y dándome su
mantra. Esto venía a ser una especie de patente de admisión en la
casta de los brahmines, y creo que es la primera vez que la cere-
monia se hizo completa para un hombre blanco, aunque el cordón
en sí haya sido conferido también en su época a Warren Hastings.
Se me hizo saber que ese favor me era acordado para demostrar la
gratitud que los hindúes sentían hacia mí, en vista de mis esfuerzos
para resucitar la literatura sánscrita y los sentimientos religiosos
entre los indos. Con mucha frecuencia he proclamado el profundo
aprecio que hago de este honor, y aunque soy budista declarado y
convencido, he usado siempre ese cordón (poïta) desde que el vene-
rable pandit me puso uno alrededor del cuello.
Nuestros meticulosos enemigos han sido lo suficientemente
buenos como para decir, hace poco, que nosotros, los Fundadores,
no hemos hecho nada en India por los niños, tal vez sin preocu-
parse en recordar las escuelas religiosas, bibliotecas y sociedades
para niños que hemos formado en todo el país. Veo en mi Diario
que la primera escuela religiosa que abrimos en Calcuta se inau-
guró el 11 del mismo mes que la anterior, con el Sr. Mohini Mohun
Chatterji como maestro principal y otros Miembros de nuestra
Rama de Calcuta como ayudantes. Desde entonces, ha surgido en
esa metrópoli, una sociedad tras otra para el beneficio moral, reli-
gioso e intelectual de jóvenes de ambos sexos. Actualmente cientos
de jóvenes están siendo instruidos con los principios de su antigua
religión. Se formó una S. T. para Damas en 1883, con la encanta-
dora y talentosa Sra. Ghosal como Presidenta y el resultado de este
movimiento fue la fundación de Bharati, una revista digna de ser
comparada con los grandes periódicos de Londres y Nueva York.
De gira y curaciones en Bengala 271

Terminado mi tiempo de estancia en Calcuta, durante el cual


di varias conferencias ante auditorios numerosos, me puse en
camino el 12 para Krishnagar. Allí di una conferencia, realicé cura-
ciones, y admití a diecisiete nuevos Miembros en la Rama local.
Al día siguiente, di agua magnetizada a ciento setenta personas.
En esta ciudad había un alfarero que debía ser la reencarnación
de algún antiguo escultor, por lo hábil que era para modelar las
figuras. Compré por una rupia cierta estatuilla que representaba a
un brahmín sentado haciendo sus devociones matinales; no creo
haber visto jamás poner tanta expresividad en un poco de arcilla. La
cara indicaba la más intensa concentración y absorción interior; era
una chef-d’œuvre [obra maestra]. Más tarde, hice mi mejor esfuerzo,
para persuadir a mi buen amigo Marajá Sir Jotendro Mohun Tagore,
KCSI, de que erigiera en un muy poblado barrio nativo de Calcuta
una estatua de tamaño natural de un Rishi ario, según el diseño
de Ram Lal, con la inscripción adecuada en el pedestal para recor-
darle sus gloriosos antepasados al hindú moderno. Con el Maidan y
otros espacios abiertos salpicados de estatuas conspicuas de exitosos
soldados extranjeros y políticos corruptos, era una lástima que
ningún caballero o grupo de caballeros hindúes de buena posición,
se levante para erigir estos recuerdos para las generaciones veni-
deras, de los poderosos sabios y santos cuyo renombre mundial
arroja un brillante resplandor sobre la raza aria.
Después fui a Dacca, uno de los centros históricos de India, y
desde hace algunos años, de la cultura moderna. Mi huésped era
un empleado superior del gobierno, y materialista, llamado Parbati
Charan Roy, hombre de distinguida educación. Conocí en su casa
a una sociedad muy cultivada, entre ellos el Sr. P. C. Roy, Ph. D.*,
de la Universidad de Londres, posteriormente Registrador de la
Universidad de Calcuta, y su educada esposa, una representante
de la cultura más alta entre las damas Brahmo. El tiempo que no
empleaba en conferencias y otros deberes públicos lo ocupaba muy
agradablemente discutiendo con él y sus amigos sobre temas filosó-
ficos y teosóficos. El Sr. Parbati era un hombre muy deseable para
atraerlo a nuestras ideas, y yo estaba contento de poder contestar a
sus preguntas y tratar de disipar sus dudas religiosas. Recuerdo que
me llevó a su biblioteca y me mostró su hermosa colección de libros,
casi todos de autores occidentales. Llegado al último estante, hice
como que seguía buscando. Me preguntó qué era lo que deseaba ver.
Le dije que suponía que seguramente poseía una segunda habitación
donde guardaba sus libros sánscritos y otras obras indas. “No”, dijo

*  En el mundo anglosajón, el título Doctor en Filosofía. (N. del T.)


272 H ojas de un viejo diario

él, “esto es todo, ¿No es bastante?” “¿Bastante?”, respondí, “segura-


mente que no lo es para un brahmín que necesita saber lo que su
religión puede responder a las críticas de los escépticos extranjeros.
Sería suficiente para un europeo, que no sabe ni se preocupa en
saber lo que enseñan los Shastras Arios”. Mi huésped se ruborizó
un poco, porque me imagino que era la primera vez que un blanco
le reprochaba no conocer más que las opiniones de los blancos. Lo
cierto es que aquel brillante Universitario concluyó por ocuparse
seriamente del estudio de los Shastras, y recientemente ha publi-
cado un libro que prueba su entera aceptación de las enseñanzas de
su religión ancestral*.
Hay mucha distancia de Dacca a Darjeeling, aun por ferroca-
rril. En Siliguri tuvimos que transbordarnos del tren ordinario
al pequeño tren a vapor que trepa por los Himalayas, dando mil
vueltas, contorneando las alturas, volviendo sobre sí mismo en
curvas, haciendo ochos, atravesando los bosques y la selva, cruzando
sabanas de flores silvestres que crecen a lo largo de las vías. Se
encuentran filas de coolies Bhooteah y grupos de Butaneses, que van
por los caminos llevando sus cargas a la espalda en cestas que parecen
conos al revés, sostenidas por una banda que se pone en la frente. Se
pasa por pequeñas aldeas de montañeses y de comerciantes benga-
líes cuyas mercaderías están expuestas a la puerta de las miserables
chozas malolientes que sirven a la vez de tienda y de habitación.
Se sube más y más, siempre en una atmósfera fresca y ligera, y el
descenso de la temperatura obliga al poco tiempo a cambiar de ropa,
ponerse los abrigos y sacar las mantas. A cada vuelta del camino se
distinguen nuevos paisajes de las llanuras humeantes; en éstas los
ríos ya no parecen más que un hilo plateado, las casas como cajas
de muñecas, los animales y hombres como si fueran las figuras de
un arca de Noé de juguete. Al terminar el viaje, nos hallamos en un
caos de cumbres coronadas por los brillantes y nevados picos del
Kanchnjunga o Dhavalagiri, que se eleva al cielo con una altura dos
veces mayor que el del Mont Blanc. Mis hermanos de la Rama local
me esperaban en la estación para acompañarme, después de expre-
sarme una calurosa bienvenida, al palacio del Marajá de Burdwan,
quien había dado orden de ponerlo a mi disposición y de proveer a
mi comodidad.
Es menester haber vivido en los calores de las planicies de India
para comprender bien el inexpresable alivio y el encanto que se
sienten al llegar a ese lugar elevado de la montaña, donde uno
encuentra a 2438 metros de altitud, el clima de Inglaterra, y donde

* From Hinduism to Hinduism. (Olcott)


De gira y curaciones en Bengala 273

el fuego de la chimenea recuerda las alegrías del país natal. Fuera


de la casa no se renuevan los recuerdos de esta clase, sobre todo en
el bazar o en el mercado, porque se está rodeado de una muche-
dumbre con facciones mongólicas, de piel amarilla, curiosamente
vestida, charlando en una media docena de lenguas desconocidas.
Un hombre vende molinetes tibetanos para oraciones, collares de
turquesas, cajas para amuletos que se llevan al cuello o sobre el
brazo. Otro nos ofrece las mantas rojas y espesas del Tíbet, o las
bonitas colchas del Bután con dibujos azules y blancos, y las fajas
de lana terminadas con franjas en ambos extremos y que todos
los habitantes, hombres o mujeres, usan siempre para sujetar a la
cintura sus amplias vestiduras. Un poco más lejos, un tercero, vende
armoniosos platillos y campanas de Lhasa. Se puede comprar: caba-
llos, telas, granos y toda clase de mercaderías; el mercado está lleno
de movimiento y de clamores. Mientras me abría paso hacia la parte
oriental del bazar, me detuve de pronto al ver que se aproximaba un
hombre con sus hermosos ojos fijos en los míos y la sonrisa en los
labios. Por un momento, no pude dar crédito a mis ojos; estaba lejos
de pensar que podría verlo. Era uno de los adelantados discípulos
de un Mahatma con el cual yo había entrado en relaciones bien lejos
de allí. Inmóvil, esperé a ver qué hacía; pero cuando estuvo ya muy
cerca de mí, cambió de dirección siempre sonriente y mirándome,
y desapareció. Me fue imposible volver a encontrarle.
Durante dos días estuve muy ocupado recibiendo visitas, discu-
tiendo temas elevados y tratando enfermos. El 24 di una confe-
rencia en la Municipalidad sobre “La Teosofía, una ciencia verda-
dera y no ilusoria”. Esa mañana había contemplado un espectáculo
que no olvidaré en toda mi vida: el Dhavalagiri en un cielo puro, sin
ningún velo de nubes o de bruma. Era como si se hubiera revelado
un mundo inmortal y divino, las palabras son demasiado pobres
para describirlo. Yo había salido de la casa al alba y esperaba la salida
del sol. En el cielo de color azul acero, ni una nube velaba el brillo
de las estrellas. Mirando hacia el Oriente, vi de pronto aparecer
ante mi vista el cono de nieves eternas, como si surgiera del seno
de la noche; se destacaba blanco y deslumbrante, tan alto en el
cielo, que me veía obligado a levantar la cabeza para mirarlo. Era lo
único luminoso que se distinguía en el cielo, que era todo noche y
estrellas, mientras que alrededor y ante mí, las montañas estaban
envueltas en espesas sombras. De pronto, otro pico se iluminó, y
la luz comenzó a correr como un río de plata fundida, de unos a
otros, y en unos instantes, destacándose toda la cima de la montaña
real, ésta semejaba un incendio de nieve ardiente. Se la veía desde
lejos como un fantástico sueño, dominando a Darjeeling desde sus
274 H ojas de un viejo diario

6096 metros de altura y a las llanuras desde otros 2133 metros más,
no es de extrañar que los indos hayan hecho de ella la morada
de los Rishis, ¡esas encarnaciones ideales de todas las perfecciones
humanas!
El 26 salí de Darjeeling, volví sobre mi ruta hacia Siliguri, donde
una vez más fui sometido al calor de las llanuras, más horrible por el
contraste con los 7 ºC de antes. El 28 alcancé mi destino, Jessore. Di
una conferencia, como de costumbre, y el 29 formé una Rama local.
Desde allí a Narail, donde me alojaron en un Casa para Viajeros
hecha de bambú y techo de paja; una construcción endeble que se
podría pensar que no soportaría la tensión de un viento fuerte. El
mercurio marcaba los 41 ºC y se pueden imaginar cómo estaba yo.
Di una conferencia ante una gran multitud desde la escalinata de
una escuela, por falta de un local lo suficientemente grande para ese
propósito y como no había un solo europeo, usé mi disfraz hindú
de muselina con mucha comodidad. Si los europeos que habitan
los trópicos tuvieran un poco de buen sentido, reemplazarían sus
trajes gruesos, ajustados y molestos, así como sus sombreros, por
los trajes amplios y ligeros y por los turbantes de los nativos. Pero,
¿qué se puede esperar de las personas que usan ropa de Piccadilly,
incluidos los sombreros de copa altos, en fiestas en parques, y se
someten servilmente a la costumbre convencional de hacer visitas
en la parte más inconveniente y calurosa del día? En Narail se
formó una Rama de la S. T. con catorce Miembros. A través de una
sucesión de: palanquines, embarcaciones nativas y dak-gharrys, fui
de Jessore a Calcuta viajando noche y día con un calor de 38 ºC.
Hubiese querido descansar un poco al llegar al palacio de invitados
del Marajá, pero no pude, ya que los pacientes se habían reunido
y eran persistentes y clamorosos. Tuve que trabajar con ellos todo
el día como pude, y, lo que es natural, al llegar la noche tenía una
fiebre nerviosa, con temperatura elevada y completo agotamiento.
Al día siguiente me puse firme y me tomé el requerido descanso;
a pesar de eso, por la noche fui a casa de mis queridos amigos los
Gordon, y en seguida efectué una reunión de la Rama de la S. T. de
Bengala para admitir nuevos Miembros. A la mañana siguiente (4 de
abril) partí hacia Berhampur, en el distrito de Murshidabad.
Nuestros Miembros jainistas de Azimganj me conocían del año
pasado, y después de obsequiarme las guirnaldas, ramos de flores,
perfumes y refrescos habituales, me llevaron a un bote con flores
con el que cruzamos el río para llegar hasta algunos carruajes
llamativos enviados desde Berhampur para mi uso, a cargo de
mi probado y confiable amigo Dinanath Ganguli, Defensor del
De gira y curaciones en Bengala 275

gobierno. La recepción en Berhampur fue tan llamativa como la


de mi visita anterior, y el entusiasmo y la bienvenida igualmente
cordiales. Luego hubo curaciones de enfermos, una conferencia al
aire libre en un gran patio que estaba bellamente iluminado para
la ocasión, y una gran reunión de la Rama local con siete nuevos
Miembros admitidos. El tercer día partí, a cargo del Ministro y el
Secretario privado de Nawab Nazim de las Provincias Bajas, que
habían sido enviados para invitarme a pasar una noche en el palacio
de Su Alteza en Murshidabad. Mi anfitrión y yo tuvimos una larga
conversación juntos esa noche, y pasé una buena velada a pesar
del lujoso entorno, que ofrecía un contraste muy grande con mi
habitación hecha de bambú y con techo de paja así como las otras
casas extrañas en las que recientemente me había hospedado. Fue
divertido ver la asombrosa alegría de Nawab cuando, a la mañana
siguiente, alivié a un gran Pathan, de su establecimiento militar,
de un severo ataque de ciática, antes de reanudar mi viaje hacia
Azimganj.
Mi siguiente parada fue Bhagalpur, a la que llegué a las 10 p. m.,
y recibí una muy amable bienvenida. Por supuesto, había discursos
para responder y flores para ser coronado de la manera habitual. El
Sr. Tej Naraen, un hombre muy benevolente y de espíritu público,
me alojó en su suntuoso palacio de Invitados. Al día siguiente curé
a personas enfermas, visité una escuela, o más bien la universidad,
fundada por el caballero antes mencionado bajo los auspicios de
la S. T., donde más de 300 niños hindúes recibían instrucción en
la religión nacional y los alumnos musulmanes en los principios
de islam. Él había gastado ₹ 20 000 en los edificios y realizó una
subvención mensual de ₹ 150 hacia una cuenta corriente de gastos,
como suplemento a las ₹ 250 mensuales obtenidas de las tasas esco-
lares. El hábil administrador fue el Dr. Ladli Mohan Ghose, uno de
nuestros antiguos y sólidos Miembros de la S. T. Mis curas al día
siguiente se registraron como dos histerias, un lumbago, una hemi-
plejia y tres reumatismos. En la reunión de Rama se admitieron
ocho nuevos Miembros, entre ellos un caballero jainista que tenía
un cargo judicial en el gobierno y un hombre de gran mérito. A
la mañana siguiente, se llevó a cabo mi clínica habitual y veo que
hice que un hombre sordo, después de media hora de tratamiento,
escuche palabras pronunciadas en un tono de conversación ordi-
nario a una distancia de seis metros. Se admitieron a cuatro candi-
datos más para la membresía, y luego tomé un tren de mercancías
para Jamalpur, un gran centro ferroviario, donde me alojé en una
casita muy destartalada cerca de la Estación de Ferrocarril, el mejor
276 H ojas de un viejo diario

hospedaje que nuestros pobres Miembros podían pagar, y tan buena


para mí como lo hubiese sido un palacio. Siguió una reunión de
Rama y se admitieron candidatos.
Veinte pacientes fueron curados por mí al día siguiente, pero
el calor era tan excesivo que me puse más que contento cuando
llegó la hora de despejar la multitud de mis habitaciones. Di una
conferencia esa noche en un gran salón bien ventilado que estaba
desbordante de público. Un europeo, un tipo con cabeza de cerdo
de alguna secta disidente, se empecinó en interrumpirme al final,
con lenguaje áspero, pero obtuvo lo que merecía, y tal vez más de
lo que esperaba. Gaya, Bodh Gaya y Dumraon fueron los siguientes
destinos en ese orden; y en cada uno ocurrieron los mismos inci-
dentes de curaciones, conferencias, reuniones de Ramas y admi-
siones a la membresía. La temperatura varió de 38 ºC a 41 ºC día a
día.
En una de mis conferencias en Dumraon se produjo un inci-
dente muy desagradable y humillante para mí como europeo. Un
plantador de índigo, ebrio y malhumorado, vino a la conferencia
con una botella de brandy y un cesto con botellas de agua con gas,
y durante todo el tiempo de mi discurso bebía su brandy. ¡Puede
suponerse la impresión que esta mala conducta causó sobre aquel
auditorio de indos, sobrios, inteligentes y respetables! ¿Podemos
sorprendernos del desprecio que sienten por la raza dominante,
cuyas costumbres son tan diferentes a su propio ideal social? Me
satisface decir que semejante exhibición no se reprodujo jamás en
mis conferencias por toda India, a pesar que los hindúes habrán
visto este comportamiento entre los soldados y marineros del
Ejército Británico y la Marina.
Mi paciente ciego, Badrinath Babu, viajaba conmigo para seguir
su tratamiento diario, y su vista mejoraba diariamente. Fue en
Dumraon donde examinó sus ojos con el oftalmoscopio, y como
se trata de una cuestión de hechos científicos y no de fantasía o
superstición, puedo citar uno o dos pasajes de la carta del médico
que hizo la observación, y que él envió al Indian Mirror, de Calcuta,
desde Arrah, el 18 de abril de 1883 para su publicación. El caba-
llero, Dr. Brojendra Nath Banerji, LMS*, se graduó en la Universidad
de Medicina de Calcuta y fue un alumno favorito de los ciru-
janos oftalmológicos de esa institución. Extraigo del suplemento de
The Theosophist de mayo de 1883 este resultado de sus observaciones.
Él dice:

* Licenciado en Medicina y Cirugía. (N. del E.)


De gira y curaciones en Bengala 277

La palabra maravilloso es apenas lo suficientemente fuerte como


para caracterizar las curas hechas por el coronel  Olcott durante
su gira actual… Es simplemente el hecho de que los casos
abandonados por médicos eruditos, europeos y nativos como
imposibles e incurables, han sido curados por él como por arte de
magia… No hay nada secreto sobre sus métodos. Por el contrario,
él invita especialmente a los médicos a observar sus procesos
y aprenderlos, si así se dispone, como hechos científicos. Él no
toma dinero, ni desea fama, ni espera siquiera agradecimiento;
pero hace todo para la instrucción de los Miembros de su Sociedad
y el alivio del sufrimiento. El desperdicio de energía vital que él
hace para curar casos incurables es algo tremendo, y parece
maravilloso cómo un hombre de su edad avanzada puede sopor-
tarlo. Lo he visto tratar, quizás, a treinta o cuarenta pacientes, pero
bastarán unos pocos ejemplos para darles una idea de todos ellos.

Luego, el médico enumera las curas de un dolor ubicado en


el pecho durante cuatro años, el resultado de una patada de un
caballo; dos casos de sordera, uno por veintisiete años; disentería
crónica; epilepsia; y luego llega al caso más instructivo, el del ciego
Badrinath. Creo que va a ser mejor que lo cite casi por completo.

Boidya Nath (la pronunciación errónea de la provincia bengalí de


Badrinath) Banerji, un caballero educado, Defensor, de la Corte
de Justicia de Bhaugulpore, había sufrido glaucoma (crónico) y
atrofia de ambos discos ópticos durante los últimos siete años…
Las pupilas no respondían al estímulo de la luz. Su caso fue decla-
rado incurable por dos de los mejores oculistas de India, a saber,
los Dres. Cayley y R. C. Saunders. Boidya Nath Babu posee certi-
ficados del Dr. Cayley a este efecto. Solo ha recibido catorce trata-
mientos [de mi parte —Olcott], y a intervalos desde el pasado
25 de febrero (aproximadamente ocho semanas). Ha recuperado
perfectamente la vista de su ojo izquierdo, el derecho también está
mejorando. Esta mañana incluso pudo discernir con él el color de
las flores que crecen a una distancia de veinte metros. Mi amigo, el
Sr. Bepin Behari Gupta, cirujano asistente, Dumraon, y yo, exami-
namos sus ojos ayer con un oftalmoscopio. Descubrimos que los
discos atrofiados se estaban curando, los vasos sanguíneos antes
secos, permitían que la sangre circule y alimente los discos…
Puede caminar fácilmente sin la ayuda de nadie, y la tensión del
glaucoma en el globo ocular se ha ido… Nuestros libros de medi-
cina informan que no existe tal caso, y cada cirujano oftalmológico
entre sus lectores admitirá que esta cura no tiene precedentes.
278 H ojas de un viejo diario

Les digo a mis camaradas profesionales si la cura de este caso


no debería inducirlos a examinar este tema del mesmerismo
que, según principios puramente científicos, produce maravillas
asombrosas de curación… He mencionado los nombres de los
Dres. Cayley y Saunders en relación con este caso, solo por mi
respeto ante la eminencia de su autoridad y por la importancia que
su certificado oficial desfavorable da a la cura que el coronel Olcott
ha hecho en este caso. He escrito principalmente para mis colegas
profesionales, y ninguno sabe mejor que ellos lo seguro que estoy
al desafiar al mundo médico para que produzca el registro de un
duplicado de este caso.

Gran entusiasta, estar así de cegado por un corazón virgen como


para imaginar que sus colegas deberían moverse a través de un solo
volumen de Braithwaite para satisfacerse y poder aprender algo que
valga la pena conocer y algo que alivie el sufrimiento humano: ¡él
debería haber tomado nota de la experiencia de aquel joven ciru-
jano asistente en Galle, que también se aventuró a decir la verdad
sobre las curas que me había visto hacer de pacientes “incurables”!
En el mismo suplemento de The Theosophist (mayo de 1883), el
lector curioso verá el certificado médico enviado al Editor del East,
una revista local, por Puma Chundra Sen, Practicante de Medicina
Homeopática y Cirugía, de Dacca, sobre mi curación en veinte
minutos, de dos casos angustiosos de fiebre malaria, con agranda-
miento del bazo y trastorno funcional del corazón, lo que resultó en
histeria aguda. Luego, en el suplemento de The Theosophist de junio de
1883, se puede ver el informe del Dr. Ladli Mohun Ghose sobre diez
casos notables que había curado, entre ellos el suyo, que era un caso
de ceguera en el ojo izquierdo, que los Dres. Cayley y Macnamara,
de Calcuta, habían, después del examen, declarado incurable y
probablemente congénito. “Pero hoy”, dice el Dr. Ladli Mohun,
“después de unos minutos de un simple tratamiento mesmérico, al
respirar a través de un pequeño tubo de plata, el coronel Olcott me
ha devuelto la vista. Me ha hecho cerrar el ojo derecho, y con mi
ojo izquierdo, inútil hasta ahora, leí un impreso. No tengo palabras
para expresar mis sentimientos”. Sí, ¡pero imagine los sentimientos
de esos dos grandes oculistas y cirujanos oculares que habían decla-
rado que ese paciente era incurable!
Fui a Bankipur desde Arrah, donde había pasado por la rutina
habitual, y fui recibido y tratado durante mi visita de la manera
más cariñosa. Cuando di un discurso especial a los alumnos, mi
audiencia en el salón del colegio fue muy numerosa y demostra-
tiva. Después de hablar una hora completa, quería parar, pero en la
De gira y curaciones en Bengala 279

sala resonaron gritos de “¡Adelante, por favor, adelante!” así es que


me extendí por una hora más, y sospecho que los muchachos me
habrían tenido allí toda la noche si no les hubiera dicho que tenía
hambre y que me iría a casa a cenar. Queridos jóvenes Miembros;
¡Qué campo de trabajo ilimitado hay entre los niños de la escuela y
los estudiantes universitarios de India para aquellos a quienes ellos
conocen y aman! Y este es el campo que es incomparablemente el
más importante de todos, ya que los niños aún no están malcriados,
ni la dulzura de sus jóvenes naturalezas ha sido destruida por el
contacto con la vida pública. No pido mejor epitafio cuando haya
muerto que ser llamado el “Amigo de los Niños”.
280
H ojas

jardín de flores frente al edificio de la sede central en adyar


de un viejo diario
CAPÍTULO XXVIII
Floridos elogios
1883

M
E disgusta mucho verme obligado a extenderme tanto
sobre mis propias giras y mis actos, pero, ¿cómo no
hacerlo? Durante esos primeros años yo era el centro de
toda la actividad ejecutiva. EE. UU. dormitaba, su actividad estaba
en el porvenir. En Inglaterra, un pequeño grupo de amigos temía
la publicidad, y la otra (la S. T. Jónica de Corfú) no estaba en situa-
ción de hacerla aunque lo hubiera deseado. HPB permanecía en casa
publicando The Theosophist y escribiendo para los diarios rusos a fin
de ganar dinero. Por lo tanto, me era preciso hallarme siempre en
el terreno y en el estrado para atraer la atención pública y fundar
nuevas Ramas. Mis curaciones me habían sido en cierto modo
impuestas en circunstancias ajenas a mi voluntad, y como exci-
taban un interés tan general e intenso que constituían ese año el
rasgo más saliente en la historia de la Sociedad, el lector tendrá la
bondad de excusar este continuo empleo de la primera persona y de
absolverme de la sospecha de egoísmo. Que imagine al Presidente
de la Sociedad Teosófica trabajando únicamente por los intereses de
la Sociedad, y que era a él y no a mi pobre personalidad, a quien
iban dirigidos tanta benevolencia y cumplidos. Un amigo inglés en
cuyo buen juicio tengo confianza, me aconsejó reproducir aquí, por
diversión e instrucción, una traducción del texto de un discurso en
sánscrito que me leyeron en Bhagalpur, como ejemplo del tipo de
cosas que tuve que enfrentar sin sonrojarme y, se supone que con el
mayor interés. Sin embargo realmente, incluso escudándome detrás
de la figura de mi caparazón presidencial, no puedo reproducir aquí
282 H ojas de un viejo diario

algunas de las frases más extravagantes, porque esos pasajes, que se


considerarían perfectamente moderados aquí, se leerán en muchos
países distantes, donde la sangre corre más fría y la imaginación es
menos exuberante que en India. Con estas tachaduras, indicadas
con asteriscos, aquí está el texto del documento redactado y leído
por estos sabios pandits de Bengala.

(1) Oh, noble filantrópico coronel Olcott: aquí estamos, los hijos de


la Vieja Aryavarta, venimos a darte una calurosa bienvenida, noso-
tros que hemos codiciado la bendición de tu presencia. Es nuestra
buena fortuna que estés aquí, en esta ciudad de Bhagalpur.
(2) Bendición y larga vida a ti, Fundador de la Sociedad Teosó-
fica de mente noble. Nuestros peores males huyen ante tu noble
presencia. Tu obra revive los huesos secos de la Filosofía Aria.
(3) Oh, * * *, en presencia de tus pies de loto, estos lugareños
encuentran florecido su árbol de deseos. Nuestras buenas obras
de un nacimiento anterior se han transformado en la bendición
largamente esperada de tu presencia ante nosotros.
(4) Oh, * * *, la penumbra que llenaba nuestros corazones se ha
disipado con tu venida. La pasión, la envidia, el odio y la gran
cantidad de karmas han dado lugar a una profunda calma en nues-
tras mentes, tan volubles por naturaleza. Un encanto misterioso
ha provocado hoy un cambio repentino y nos ha sumido profunda-
mente en un estado de suprema bendición.
(5) La distinción tradicional de los Vipras se desvanece en el aire
en tu presencia, que, a pesar de tu nacimiento extranjero, se siente
como la de nuestra propia casta. Este es el fruto del Yoga que has
practicado. * * *, tu puedes hacer que otros tengan el beneficio de
tu bendita compañía.
(6) Abnegación, pureza, erudición védica, ritual sagrado, buenos
modales, modestia, meditación, caridad, piedad, reverencia por
los nacidos dos veces y por los ancianos; estas cualidades y
otras similares que una vez conformaron el carácter hindú, ya casi
habían desaparecido de nuestro país, pero han surgido una vez
más debido a tu contacto sagrado.
(7) Aquellos gigantes malvados, una vez destruidos por Rama y
otros héroes de la antigüedad, que una vez más se desbocaron
bajo la tutela de la civilización occidental, se han comprometido
nuevamente con las llamas ardientes de una filosofía noble.
(8) Muchos de los que, habiendo dejado de creer en la pode-
rosa palabra de los Rishis, se habían desviado del camino para
dañarse a sí mismos y cometer todo tipo de conductas erradas,
Floridos elogios 283

entregándose a vicios extranjeros, ahora han regresado al rebaño


del que se habían apartado.
(9) ¿Cómo podemos pagarte la deuda de gratitud por tus esfuerzos
en cada región del mundo, para despertar en las mentes de los
hombres una reverencia sagrada por las valiosas verdades que
se encuentran atesoradas en los sistemas propuestos por nues-
tros Rishis de antaño, como fruto de sus largas vidas de profunda
meditación?
(10) Es todo un honor para ti, Oh India, que nada menos que una
personalidad pública como el Coronel (karnala* = todo oído) haya
escuchado la poderosa palabra de los Rishis. Es con su noble
ejemplo mirándonos fijamente a la cara, que nosotros, dos veces
nacidos de la gran raza Arya, nos sentimos avergonzados de
nuestra degeneración actual.
(11-12) ¡Oh, tú, cuya gran alma considera que todo el mundo está
interrelacionado, cuyo camino es el camino de los brahmines de
antaño, despidiéndose de la riqueza, y todas las preocupaciones
terrenales, rompiendo todos esos lazos, tan queridos por la huma-
nidad, que atan al lugar de nacimiento, has asumido la tarea más
difícil, la de hacer el bien en un país lejano.
(13) ¿Dónde está su propio país en la lejana región de Patala,
y dónde está nuestro propio país de Aryavarta? Grande e incon-
mensurable es la distancia entre los dos. Tu llegada a nosotros
demuestra la atracción todopoderosa del amor actuando desde un
estado previo de existencia.
(14) La Teosofía antes decaída, es ahora revivida, y recibe su
alimento de la noble Dama cuyo cuidado maternal por la salud
humana, y la palabra de los Mahatmas la han hecho “dejar a un
lado todas las preocupaciones egoístas” por el bien de nosotros,
los caídos, y de ti mismo, oh Coronel, afligido por la edad.
(15) Los países que alguna vez se conocieron como extranjeros
ahora se han convertido en algo más que nuestro propio hogar;
el mundo futuro que se supone será el próximo después del
actual, se ha convertido en nuestro propio mundo; los hombres
que alguna vez fueron considerados de diferentes existencias, por
el amor mutuo, se han convertido en más que hermanos. Por lo
tanto, ante el encanto de tu naturaleza amorosa, todo pierde su
carácter extraño.
(16) ¿Qué te pediremos? tu que tienes todos nuestros deseos
satisfechos por el simple hecho de estar con nosotros.

*  En hindi, कर्नल, (todo oídos), cuya traducción al español es “coronel”. (N. del T.)
284 H ojas de un viejo diario

Solo nos queda rezar con todo nuestro corazón para que tengas
una larga y saludable vida de éxitos ininterrumpidos.
9 de abril de 1883

Lo anterior es un ejemplo de un número muy grande de estos


discursos que recibieron los Fundadores después de venir a India.
La costumbre es antigua, y pasaran muchas generaciones antes de
que sea abandonada.
Volviendo a las curas magnéticas, es preciso hacer notar un
detalle muy sugestivo del caso de Badrinath el ciego. Por más que
fuese hipersensible, podía hacerle mi tratamiento durante media
hora sin que perdiera conciencia ni un instante, pero un día me
pasó por la cabeza la idea de que se durmiese, e instantáneamente
su cabeza cayó hacia atrás, los párpados se estremecieron, sus ojos
se volvieron y cayó dormido. Un segundo antes, estaba despierto,
consciente de lo que le rodeaba, y dispuesto a conversar conmigo
o con cualquiera de los presentes. Y ahora estaba tan insensible a
todo ruido que los concurrentes trataron en vano, hasta gritán-
dole al oído, de llamar su atención. He ahí un ejemplo de trans-
misión de pensamiento tan bueno como cualquiera de los que se
conocen. Aquel cambio tan brusco me turbó un momento, parecía
que su vida dependiese de mi voluntad y que si por casualidad yo
deseare fuertemente su muerte, su corazón se detendría. Eso fue
para mí una buena lección, a saber: mantenerme siempre alerta
sobre el funcionamiento de la propia mente mientras el cerebro de
un sujeto está en estrecha sujeción hipnótica a la voluntad de uno.
Anticipando la teoría que podrían formarse los lectores versados en
hipnotismo, podría preguntarme a mí mismo si Badrinath Babu no
obedecía a mi pensamiento no manifestado, tanto cuando recibía
mi tratamiento como cuando se durmió por una orden mental.
Esto puede ser así, pero en ese caso solo nos da una prueba aún
más convincente de transferencia de pensamiento, ya que, mien-
tras que mi pensamiento ahora quería que se mantuviera despierto
para ser tratado, lo hizo caer en el sueño hipnótico. ¡Es preciso que
el sujeto sea tan maravillosamente sensitivo para ofrecer sucesiva-
mente fenómenos tan opuestos!
Sin embargo, una nota de mi diario, con fecha 21 de abril, hace
nacer la cuestión de saber si es buena la teoría de una perfecta
unión mental entre Badrinath y yo. Aquel día, mientras trataba sus
ojos, en los cuales estaban concentrados todos mis pensamientos,
se puso de pronto a describir a un hombre brillante que le miraba
bondadosamente. Parece que se hubiese parcialmente desarrollado
Floridos elogios 285

la visión astral, dado que veía a través de los párpados cerrados.


De acuerdo con la minuciosa descripción que me hizo, no pude
dejar de reconocer el retrato de uno de nuestros más reverenciados
Maestros, hecho tanto más satisfactorio, cuanto que era inesperado
y de ningún modo sugerido por mí. Aun admitiendo que por asocia-
ción de ideas, Badrinath hubiese pensado en un personaje de esa
clase por mi presencia, es en extremo improbable que lo hubiese
descrito como una persona de ojos azules, cabellos rubios flotantes,
la barba clara con facciones y color de un europeo, porque nunca he
hallado entre los brahmines la tradición de un Adepto semejante.
Mientras que, como he dicho, la descripción se aplicaba exacta-
mente a un personaje verdadero, el Maestro de nuestros Maestros,
un Paramagurú, como se dice en India, el cual me había dado en
Nueva York un pequeño retrato suyo en colores, antes de que
partiéramos hacia Bombay. Si Badrinath leía en aquella ocasión en
mi espíritu, era menester que lo hiciese en las capas profundas de la
memoria subjetiva, porque después de nuestro arribo a India, yo no
había tenido ocasión de recordar la figura de ese Bienaventurado.
Los suplementos de The Theosophist del año 1883, están llenos
de certificados firmados, atestiguando las curaciones que tuve la
dicha de efectuar en casi toda India durante mis largos viajes de ese
año. Copiaré uno, no porque sea más interesante que los otros, sino
porque tengo a mano el original que se redactó y firmó por todos
los presentes en el momento mismo. Esto sucedió en Bankipur el
22 de abril de 1883. He aquí:

Bankipur, 22/4/1883
El abajo firmante certifica que el Cnel. Olcott acaba de devol-
verle la palabra después de un tratamiento magnético de más
de cinco minutos, y que también le ha devuelto la fuerza de su
brazo derecho, que hasta ahora sufría tal impotencia que no podía
levantar un peso de medio kilo. Había perdido el poder de articular
las palabras el mes de marzo de 1882.
(Firmado): Ram Kishen Lal

Fue testigo, el primo del enfermo:


(Firmado): Rambilas
Esta cura maravillosa ha sido efectuada en nuestra presencia, en
la forma que más arriba se indica.
286 H ojas de un viejo diario

(Firmado): Soshi Bhooshan Moitra, Amjad Alí; Jogash Chandra


Banerji; Govinda Cheran, MA, BL*; Amir Haidar, Abogado; Mohas
Narayan; Gaja Dhar Pershad, Abogado de la Corte de Justicia;
Sajivan Lal; Taal Vihari Bose; Haran Chandra Mittra, MA; Purna
Chandra Mukerji; Bani Nath Banerji; Girija Sakhar Banerji; Hem
Chandra Singh; Annada Charan Mukerji; Ishwar Chandra Ghose;
Baldeo Lal, BA†, y Purnendu Narayan Singh, MA, BL.

Y sea dicho de una vez por todas, que estas curaciones no se


hicieron en privado, sin testigos, y con alguna parafernalia mística
o tontería, sino abiertamente, a la vista de todos los hombres; a
veces incluso en templos ante multitudes de personas: para que
cada narración pueda ser verificada por testigos vivos, por no hablar
de los pacientes curados, de los cuales muchos deben haberse bene-
ficiado radicalmente, como el joyero cingalés, Don Abraham, de
quien he hablado arriba.
Esa noche dormí en un banco de la estación de tren, para estar
listo para el tren de la madrugada y evitarle a mis amigos la desa-
gradable necesidad de salir antes del amanecer para venir a despe-
dirme. Llegué a mi siguiente punto, Durbangha, a la 1 p. m., y fui el
invitado del Marajá, Lakshmiswar Singh, Bahadur, un Príncipe bien
educado, que me prestó toda la atención posible y se convirtió en
Miembro de la Sociedad. La segunda noche hubo una conferencia
ante una gran audiencia y el 25 se formó una Rama de la S. T. con
diez Miembros. Este Marajá es enormemente rico y tiene un nuevo
palacio en el que hay un salón de Durbar que es espléndido en sus
dimensiones y adornos arquitectónicos. En mi inocencia de lo que
nos deparaba el futuro, escribí en mi Diario la pregunta: “¿Será él
el Asoka de la S. T.?”. Los eventos decididamente respondieron a
esto negativamente, como se mostrará en su debido momento. En
la presente ocasión, no podría haber sido más amable o encantador.
Ranegunge fue mi próxima parada. Aquí fui el invitado de Kumar
Dakshiniswar Malliah, dueño de veinticinco minas de carbón, quien
me alojó en su chalé con jardín y fue extremadamente amable
conmigo. Al día siguiente hubo tratamientos mesméricos y, por la
noche, organicé la S. T. de Searsole, después de lo cual tuve las
conversazioni habituales, en las que tuve que responder innumera-
bles preguntas, y a la 1 a. m. me dirigí hacia Bankura. Dormí un
poco de 7 a. m. a 11:30 a. m., y luego los asuntos comenzaron de

* Siglas en inglés para: Máster en Artes y Licenciado en Leyes, respectivamente.


(N. del E.)
† Bachelor of Arts (Licenciado en Artes). (N. del E.)
Floridos elogios 287

nuevo. Esa tarde hubo una conferencia; al día siguiente, las cura-
ciones y la magnetización de ocho grandes vasijas de agua para
distribuir entre los enfermos; por la tarde, una reunión de la Rama
de la S. T., con la admisión de seis nuevos Miembros. A la mañana
siguiente, a las 5:30 a. m., regresé en coche de caballos a Searsole,
dormí en la estación hasta las 3 a. m., en la que tomé el tren para
Burdwan. Me encontré con el Sr. ministro (ahora rajá) Bun Behari
Karpur, el Dr. Mohindranath Lai Gupta y el profesor Dutt, de la
Universidad del Marajá, y fui alojado en la hermosa residencia del
ministro. Mi audiencia en la Universidad esa noche fue muy grande
y entusiasta, y el Sr. Beighton, el Juez de Sesiones, fue el Conductor
del evento. Durante tres o cuatro horas el 3 de mayo, curé a los
enfermos en la casa del ministro en presencia del Marajá y sus
principales nobles, pasé parte del día con él en el palacio y por la
noche formé una Rama local, de la cual el ministro se convirtió
en uno de sus Miembros. El Marajá quería hacerse Miembro, pero
lo rechacé debido a sus hábitos libertinos. Como muchos de nues-
tros mejores príncipes jóvenes, los cortesanos libertinos que lo
rodeaban lo arruinaban por completo en salud y moral. Una muy
buena prueba de su bondad innata de corazón, fue que mi decisión
pareció aumentar en lugar de disminuir su respeto por mí, y tuve
más de una evidencia de su buena voluntad antes de su prematura
muerte, que ocurrió poco tiempo después.
En Chakdighi, mi siguiente estación, me alojé en la casa de jardín*
más elegante y confortable que había visto hasta ese momento. El
nombre del Zemindar era Lalit Mohan Sinha Ràya, y lo consideraba
un joven muy apreciable. Esa noche se organizó una Rama de la S. T.,
y a la mañana siguiente se produjeron varias curas mesméricas. El
día siguiente me encontró viajando otra vez, la estación a la vista era
Chinsurah, donde también se organizó una nueva Rama. Mis cura-
ciones se hicieron como de costumbre, y se dio una conferencia en
la enorme casa ante una gran audiencia, cuya bienvenida se expresó
de una manera muy demostrativa. Luego, de nuevo a Calcuta, a la
que llegué a las 9:30 a. m. del 8 de mayo, bastante cansado; como
se puede imaginar cuando uno reflexiona que esto fue durante la
estación más calurosa del año, cuando el viento soplaba como el
aliento de un horno y los remolinos de polvo lo ahogaban a uno si
se aventuraba a salir cruzando la puerta, antes de la caída del sol.

*  En inglés, garden-house, pequeña estructura generalmente abierta que propor-


ciona refugio en un jardín. (N. del T.)
CAPÍTULO XXIX
Curación de un mudo en
el templo de Nelliappa
1883

D
EL mismo modo que el “esclavo del trabajo” aprecia su
domingo, yo bendecía mis raros mediodías de reposo que
podía disfrutar en aquel circuito de 11 265 km alrededor de
India en el año 1883. Veo que tuve uno de estos, el 9 de mayo, y
al menos, hasta el 14 estuve en Calcuta, pero luego la incesante
gira tuvo que retomarse nuevamente, y me fui en barco de vapor a
Midnapur; por causa de una avería en el Canal Ooloobaria-Midnapur
se alargó el viaje en dos días. La noche de mi llegada hubo una
conferencia, curación de los enfermos el 17 y la formación de una
Rama local con diez Miembros, después de lo cual regresé a Calcuta.
Se dio una conferencia en Bhowanipore el día 20, y al día siguiente,
en la Municipalidad de Calcuta, celebramos, en presencia de una
gran audiencia, el primer aniversario de la S. T. de Bengala, el Sr.
Mohini Mohun Chatterji, Secretario de la Rama, leyó un interesante
informe, en el que dijo que la formación de la Rama se debió a
mi primera conferencia en el mismo auditorio el año anterior; el
Presidente, el Sr. Norendronath Sen, pronunció un discurso largo
y elocuente; el Sr. Dijendranath Tagore, el muy respetado y culto
Acharya de la Adi Brahma Samaj, habló sobre la Fraternidad; el
Dr. Leopold Salzer, sobre Protoplasma y los descubrimientos del
Dr. Jaeger en materia de olor; y concluí el acto con una retrospec-
tiva histórica de los trabajos del Dr. James Esdaile en Anæstesia
290 H ojas de un viejo diario

Mesmérica, tal como se aplicaban a las operaciones quirúrgicas, en


Calcuta, en los años 1846, ’47, ’48, ’49 y ’50.
Veo por el informe (suplemento de The Theosophist, julio de 1883)
que leí, entre otras cosas relacionadas con el tema del Mesmerismo,
el sorprendente pasaje del Sariraka Sutra, donde se dice: “Por el
aura (ushma) del hombre interno (sukshma Sarira) se percibe el aura
(ushma) del hombre externo (sthula Sarira, o cuerpo)*”. La afirma-
ción del Sr. Leadbeater (véase The Theosophist, diciembre de 1895,
art. “El Aura”) que el aura se extiende, en el hombre promedio, a
una distancia de aproximadamente 45 cm a 60 cm del cuerpo en
todas las direcciones, es confirmada por la advertencia del antiguo
Atharva Veda, de que si una persona sana se encuentra dentro de
dos codos, es decir, aproximadamente a 90 cm, del cuerpo de una
persona enferma, es probable que se contagie la enfermedad; el
aura del paciente transmite sus gérmenes a mitad de camino entre
los dos, en el punto donde las esferas se mezclan y los microbios
se transfieren del aura emisora ​​a la receptora. Según Susruta, “la
lepra, la fiebre, la hidropesía, las enfermedades oculares y algunas
otras condiciones anormales” se comunican de un paciente a una
persona sana mediante una conversación cercana, contacto, respi-
ración, sentarse juntos en las comidas o en el mismo sofá, uso de
la misma ropa, guirnaldas de flores y pasta perfumada (anulepan). À
propos de la ahora devastadora peste bubónica en Bombay, el Atharva
Veda dice que, “Incluso si un hijo nacido de las propias entrañas se
enferma de… carbunco… nunca debe ser tocado”, un mandato que
no se observa muy de cerca en nuestra época de enfermería valiente
y descuidada de los enfermos.
Volviendo de esta digresión, la ocasión mencionada anterior-
mente fue mi última aparición pública de ese año en esa parte de
India, ya que al día siguiente navegué hacia Madrás. Como se me ha
advertido que algunos de los hechos expuestos en esta narrativa con
respecto al mesmerismo y la curación hipnótica han sido amplia-
mente comentados por la prensa, tal vez pueda interesar al público
leer un resumen de la tabla de estadísticas que fue publicada por
mi amigo, Nivaran Chandra Mukerji, quien me acompañó durante
todo el recorrido y actuó amablemente como mi Secretario privado:

* El pasaje dice así: Asyaiva chopapatte resha ushma. La palabra ushma está en los
diccionarios, sé que, definido como calor, con la implicación de que en algunos
casos se está refiriendo a prana. Está suficientemente claro que no se refiere al
calor animal del cuerpo, debido al hecho de que se menciona al ushma del cuerpo
espiritual. Dadas las circunstancias, creo que nuestra palabra aura (en sánscrito:
tejas) explica mejor la idea transmitida en el contexto, de lo que lo haría cualquier
otro sinónimo. (Olcott)
Curación de un mudo en el templo de Nelliappa 291

su informe se encuentra en el suplemento de The Theosophist, junio


de 1883. Él dice que la tabla muestra en una columna el número de
pacientes (eran de ambos sexos, de todas las edades, condiciones de
vida social y sectas) sobre los cuales impuse mis manos, y en otra,
los obsequios de agua mesmerizada o hipnotizada que hice. He redu-
cido los recipientes de todas las capacidades: ghurras, lotahs, frascos,
botellas, etc., a un estándar uniforme de la botella de una pinta*. En
la primera columna se enumeran los veinte lugares donde curé a los
enfermos, y se informa que traté 557 pacientes; en la otra columna
se muestra que di 2255 botellas de una pinta de agua memerizada,
y Nivaran Babu, suponiendo que cada botella representaba solo un
paciente —una estimación demasiado moderada, me imagino—
suma un total de 2812 personas enfermas tratadas por mí en la
gira de cincuenta y siete días. Hechos adicionales, de interés para
cualquier colega al menos, son durante ese tiempo viajé “3218 kiló-
metros en tren, barco de vapor, budgerow [embarcación de canal],
diligencia, elefante, caballo y palanquín, siendo a veces el viaje de
noche y otras veces de día”. Al parecer, di “veintisiete conferencias,
organicé doce nuevas Ramas, visité trece antiguas y mantuve discu-
siones diarias sobre filosofía y ciencia con cientos de los hombres
más capaces de Bengala y Behar”. Nivaran incluso describe mi dieta
con generosos elogios, y cuenta cuántas papas, kilos de verdura,
macarrones, fideos, rebanadas de pan con manteca, tazas de té y
café que tomé, y qué tan bien prosperé con una dieta sin carne.
Para que los vegetarianos no puedan reclamarme como un converso
indiscriminado, debo decir que si Nivaran hubiera venido conmigo
en la gira de 1887, me habría visto tan debilitado por esta dieta, que
se me ordenó imperiosamente que volviera a mi alimentación habi-
tual, y esto aparentemente me salvó la vida por no ser tan fanático
como el pobre Powell, que perdió la vida por causa del ascetismo.
Creo verdadero aquello de que una dieta especial puede curar a uno
y ser veneno para otro. No tengo simpatía por los fanáticos ciegos.
Precisamente ahora, mientras escribo este libro, sigo nuevamente
el régimen vegetariano para combatir una tendencia hereditaria a la
gota, y me encuentro muy bien. Si osara comparar los pigmeos con
los gigantes, me parece que mi caso fue semejante al de Buda, que
se desmayó al final de un largo ayuno y su vida fue salvada al comer
la rica comida que le trajo la dulce alma de Sujata, hija de un noble.
Recuerdo que cuando la Sra. Leigh-Hunt Wallace, autora de una obra
clásica sobre el magnetismo, vio las estadísticas de mis tratamientos
del año, me escribió que no había en Europa un magnetizador que

* Equivale a 473 cm3, casi medio litro. (N. del E.)


292 H ojas de un viejo diario

soñara en ocuparse con intención magnética de la mitad de aquel


número de enfermos. Se refería a sanadores profesionales como
ella, y no a prodigios como Schlatter, Newton, el Cura de Ars, el
Zuavo Jacob y otros, que han declarado hallarse bajo el imperio de
una entidad espiritual. Con relación a esto, debo confesar franca-
mente mi convicción de que no habría podido sostener un gasto tan
intenso y prolongado de vitalidad, si no hubiera recibido la ayuda
de nuestros Maestros, aunque nunca me hayan dicho nada sobre el
particular. Lo que me veo obligado a hacer constar, es que nunca
volví a tener tan enorme poder de curar, después que recibí la orden
de cesar en esa labor, hacia fines de 1883. Y estoy convencido que
aun haciendo los mayores esfuerzos, no conseguiría curar ahora los
casos, desesperados que tan fácilmente despachaba en media hora
y a veces en menos.
HPB me acogió con la mayor cordialidad, así como los demás,
e hizo una serie de fenómenos, especialmente para mi instruc-
ción personal, y de los cuales no citaré más que el que figura en
mi diario el 6 de junio. Dice: “No sabiendo cómo decidir si debía
aceptar la invitación de Colombo o la de Allahabad, puse la carta
de A. C. B. en el santuario, cerré la puerta con llave, la volví a abrir
instantáneamente, y recibí la orden escrita de ⸫ a través de… (un
segundo Adepto) en francés. Esto sucedió mientras estaba delante,
y no habían pasado ni treinta segundos”. Me parece que esto anula
definitivamente la teoría de la fabricación por adelantado de esta
clase de comunicaciones, y su paso a través de una tabla movible
en el fondo del armario. Un mes entero de apacible trabajo buro-
crático en Adyar, me pareció delicioso; estuvo amenizado por cura-
ciones, visitas y discusiones metafísicas con HPB. Curé a un mudo,
a paralíticos, sordos, etc. Veo un caso interesante porque la cura
fue gradual. Un joven que no podía oír el tictac de un reloj puesto
sobre su oído, lo oyó después de la primera sesión de tratamiento,
a 1,4 metros. Después de la segunda sesión, a 1,8 metros y después
de la tercera a 4,6 metros. El 24 de junio un jovencito que estaba
paralítico de ambas piernas desde hacía mucho tiempo, caminó por
la habitación con una sola sesión de tratamiento.
El 27 de junio me embarqué para Colombo y me ocupé en
seguida de lleno en el asunto que me esperaba: las quejas de los
budistas que habían sido atacados en una revuelta por los católicos
y no habían podido obtener justicia del gobierno. Esto me ocupó
una quincena, y tuve que efectuar entrevistas particulares con el
Gobernador de Ceilán, el Secretario Colonial, el inspector general
de Policía, el Agente del Gobierno en la Provincia occidental, los
principales budistas, los Sumos Sacerdotes y los abogados. Redacté
Curación de un mudo en el templo de Nelliappa 293

peticiones, instancias, instrucciones para los abogados, apelaciones


al gobierno Central y a la Cámara de los Comunes; tuve muchas
consultas y discusiones, presidí las reuniones de la Rama y, en
general, me mantuve ocupado. Habiendo puesto todo en orden,
atravesé a Tuticorin el 14-15 de julio, para dar comienzo a una gira
por el sur de India, que estuvo llena de episodios variados, exci-
tantes y pintorescos.
Comencemos con mi llegada el 7 de julio, a Tinnevelly, la esta-
ción donde nuestro comité budista de Colombo y yo plantamos el
árbol de coco en medio de las tumultuosas alegrías descritas en un
capítulo anterior. Llegamos a la estación a las 6 p. m., y encontramos
una gran multitud esperando. Pasaron alrededor de mi cuello cinco
gruesas cuerdas de flores, más que guirnaldas de flores, que me
subían hasta más arriba de la cabeza. Tenía las manos, los brazos, y
los bolsillos, llenos de limas maduras —la fruta de la bienvenida y
el respeto; me colocaron en una silla de manos con techo; los prin-
cipales funcionarios y notables locales, caminaban por el camino
polvoriento en frente y detrás mío. Un joven brahmín arrojaba
flores sobre mí y ante mi silla de manos, cubriendo el camino con
un fragante tapiz. Los brahmines del templo vinieron a presentarme
el lotah de plata rodeado de flores y la bandeja con un coco abierto,
un polvo rojo, limas y alcanfor. La procesión siguió con banderas
y pancartas ondeando; dos bandas de músicos —una de ellas del
templo— hicieron retumbar su música salvaje. Así continuamos
hasta que llegamos al bungaló adornado con flores y plantas que
me habían asignado, y se me permitió entrar y librarme del calor
del camino para disfrutar la frescura del alojamiento. Un ex Juez de
Travancore, un caballero sabio y estimado, pronunció una bienve-
nida, a la que, por supuesto respondí. Nada que ver con toda aquella
mentira del relato misionero hostil de 1881, de que los brahmines
ortodoxos se habían sentido tan indignados con la contaminación
del templo debido a nuestro grupo de plantadores de cocos, que
ellos habían desenterrado la semilla y purificado las instalaciones
para, ¡deshacerse de nuestra mancha impura! Pero, ¿por qué perder
el tiempo o “estropear la sangre”, como dicen los rusos, al refutar
las innumerables calumnias que han circulado contra nosotros,
cuando ellas se refutan a sí mismas a su debido tiempo? Al día
siguiente, di una conferencia sobre el césped, fuera del bungaló,
ante una audiencia que incluía a todos los hombres importantes
del lugar. Al cierre, hice un sincero llamamiento para el suministro
de una buena biblioteca teosófica para niños hindúes, y obtuve una
muy importante suma recaudada en el acto. Esto, si mi memoria
no me falla, fue el primero de una larga serie de éxitos en la misma
294 H ojas de un viejo diario

dirección, y hasta el momento actual he seguido presionando con


los reclamos hacia los mayores para que la juventud inda tenga
los medios de adquirir una cultura religiosa adecuada. Espero que,
cuando yo salga de la escena, alguien entre mis colegas cultive lo
mejor posible, el más fértil de todos los campos mentales y morales
de India. No hay otro que se pueda comparar con él.
Como la publicidad dada por la prensa de Ceilán a mis primeras
curaciones creó una demanda importante de repeticiones en la gira
de Bengala, las emocionantes narrativas de los periódicos del norte
de India, me motivaron con la misma perseverancia a ejercer la
curación en beneficio de los enfermos del sur de India.
En Tinnevelly me vi asediado, y hubo curas maravillosas. Algunas
palabras en mi Diario del 20 de julio, me recuerdan una de las expe-
riencias más dramáticas de mi existencia. Había ido a la Pagoda, a
regar con agua de rosas “el Árbol de la Amistad”, y un millar de
ociosos, a falta de mejor ocupación, observaban mis movimientos
y cambiaban impresiones sobre mi persona. Un hombre, a través
de la multitud, me trajo a su hijo de unos veinticinco a treinta
años, pidiéndome que le devolviese la palabra que había perdido
tres años antes. Como no tenía sitio para moverme, ni casi para
respirar, me subí a una especie de pedestal o base continua sobre la
que están alineadas series de divinidades hindúes talladas en mono-
litos, subí junto a mí al joven y dije a su padre que explicase el caso
a la multitud. Lo que sucedió entonces también puede citarse del
registro contemporáneo impreso —una carta del conocido fallecido
S. Ramaswamier, MST, en el suplemento de The Theosophist, agosto de
1883. “En medio de una gran multitud”, dice él, “justo en frente del
templo de Nelliappa, el Coronel puso sus manos sobre el desafortu-
nado hombre mudo. ¡Siete pases circulares en la cabeza y siete pases
largos, todos ocuparon menos de cinco minutos, y recuperó el habla
el ahora ex mudo! El coronel, en medio de gritos ensordecedores,
de aplausos y estruendosos golpes de manos, le hizo pronunciar los
nombres de S’iva, Gôpâla, Râma, Râmachandra y otras deidades tan
fácilmente como cualquiera de los presentes. La noticia de esta cura-
ción se difundió en seguida por la ciudad y produjo una gran sensa-
ción”. En efecto, en cuanto hice que el enfermo gritase con todas
sus fuerzas los nombres sagrados, la mitad de la muchedumbre se
precipitó a la calle como atacada de locura, levantando los brazos al
cielo y gritando como hacen los indos: ¡Uah! ¡Uah! ¡Uah! Yo me acor-
daba de las picardías que los misioneros nos habían hecho cuando
mi primer viaje, al hacer circular un panfleto escandaloso contra
HPB y contra mí mismo, al que, en contravención de la ley, no se
adjuntaba ningún nombre de editor o impresor. Como este panfleto
Curación de un mudo en el templo de Nelliappa 295

difundió la falsedad de que el coco había sido arrancado de raíz por


indignados brahmines, planeé un castigo merecido para ellos. Le
dije al padre del paciente que llevara a su hijo a los misioneros más
importantes de Palamcottah —un suburbio de Tinnevelly— que les
contara sobre la cura, les citara los versos 17 y 18 del Capítulo XVI
de San Marcos y les exigiera, en nombre de la comunidad hindú
que, como prueba de su comisión divina, que restauraran el habla a
alguien como lo había hecho en la Pagoda. Su respuesta sería comu-
nicada al público hindú. Varios días después vino y me informó el
resultado. Esperaba divertirme un poco, pero imaginen mi sorpresa
cuando me dijo que uno de los principales padris había declarado su
historia como una mentira, ¡y que nadie creería que su hijo había
quedado mudo alguna vez! El subterfugio fue tan ingenioso que
excitó mi profunda admiración, y me reí por su astucia. Más que
ellos de la mía, creo, porque el mudo era conocido de toda la ciudad
y la cura fue pública*.
Fui a Trevandrum, la capital de Travancore y fui zarandeado y
golpeado por todas partes en un carro de bueyes ya que la distancia
es de aproximadamente 160 km y el camino es difícil. Llegamos a
Trevandrum la segunda mañana, y los principales nobles y funcio-
narios vinieron a presentar sus elogios y bienvenidas. Hice visitas
ceremoniales a Su Alteza el Marajá, un hombre culto, conocido por
sus artículos de revistas sobre el Vedanta y otros temas serios, y al
residente británico, a Eliyah rajá (Su Heredero), al Primer Ministro y
otros personajes importantes. Su Alteza, el Marajá, tenía a sus pandits
de palacio para reunirse conmigo, y comenzó una discusión entre
ellos y yo sobre Yoga, oficiando él mismo como intérprete. En mi
conferencia de esa tarde, la mayoría de los Príncipes Reales estaban
presentes, y como uno de ellos era notoriamente intemperante,
aproveché para hacer un bosquejo de lo que era el antiguo ideal de
un Príncipe indo, y lo comparé con el triste contraste presentado
en la mayoría de las Cortes indas de la actualidad: por supuesto,
sin mencionar su aplicabilidad especial en el presente caso, ya que

* La mejor prueba de primera mano, será reproducir aquí el certificado que


apareció en el suplemento de The Theosophist de agosto de 1883. Dice lo siguiente:
“Por la presente certificamos que en nuestra presencia, el coronel Olcott acaba
de restaurar el habla a Oomayorubagam Pillay, hijo de Utheravasagam Pillay, de
Palamcottah, después de un tratamiento de menos de diez minutos. Durante tres
años no ha podido pronunciar ninguna palabra, excepto la primera sílaba del
nombre de Rama. Ahora puede articular muchas palabras claramente y en voz
alta. (Firmado) Utheravasagam Pillay (padre del paciente); Soccalingam Pillay (su
tío); Sonachellum Pillay (su suegro); N. Padmanabha Aiyer, MST; Vallinayagam
Pillay. Lo anterior es estrictamente verdadero. (Firmado) Oomayorubagam Pillay
(el paciente). Tinnevelly, 21 de julio de 1883”. (Olcott)
296 H ojas de un viejo diario

eso —como dicen los franceses— sautait aux yeux [saltaba a la vista].
Muchos pacientes se presentaron para recibir tratamiento, y veo que
el primer día todos menos uno fueron más o menos beneficiados.
La segunda mañana, la Familia Real estuvo presente en mis habita-
ciones para observar las operaciones, y entre otras curas registradas
está la de una anciana a quien le devolví el habla en su presencia.
Antes de abandonar la ciudad, admití a varios candidatos respeta-
bles en nuestra membresía. La terrible experiencia de los golpes
en el carro de bueyes tuvo que ser enfrentada nuevamente y, a su
debido tiempo, volví a Tinnevelly, muy consciente de mi anatomía
al final del viaje. En route, di una conferencia en Nagercoil ante
una gran audiencia. Hubo nuevos ingresos a nuestra membresía en
Tinnevelly, y luego fui a Srivilliputtur, donde formé una Rama local,
de allí a Sattur, y luego a Madura, una de las ciudades más grandes,
más prósperas e iluminadas de la Presidencia de Madrás. El Templo
Meenakshi es, creo, la mejor estructura religiosa hindú en India;
tiene una superficie de 258 x 227 metros y está lleno de gigan-
tescas estatuas monolíticas; alguna vez fue el asiento del aprendizaje
tamil. Las estatuillas de cuarenta de sus más reconocidos pandits
se guardan en una habitación cerrada que, probablemente, pocos
extranjeros visitan, y que es el triste recuerdo de los gloriosos días
de la antigüedad, ahora casi olvidados.
Hubo, cuando visité la ciudad —y ahora hay— un brillante
colegio local que está generando un renombramiento permanente
como Juez del Tribunal Superior de Madrás, al entonces líder, el
Sr. S. Subramanier, MST. Me alojaron en su casa del jardín y pronto
me familiaricé con todos los hombres de la ciudad que valía la pena
conocer. A la noche siguiente, di mi conferencia, no sin dificul-
tades, en el noble palacio de Tirumala Nayak (el rey Pandy del siglo
XVII). El palacio está construido y pavimentado con piedra, y la
presencia de una multitud dentro del edificio creó un rugido y una
confusión de sonido bastante inmanejable. Primero me colocaron
para hablar en un lugar debajo de la cúpula en la Rotonda, donde
el Príncipe de Gales había sostenido su Durbar, pero el simple ruido
del frotar de los pies descalzos de 2000 personas en el pavimento
y el murmullo de sus voces amistosas impidieron que me oyesen,
incluso los amigos situados a pocos metros de distancia. Estiraban
el cuello hacia adelante, curvaban las manos detrás de las orejas,
me perforaban con sus miradas ansiosas, como si sus ojos fuesen
taladros, y abrían la boca a medias, como lo hacen los sordos por
instinto, para captar las vibraciones del aire dentro del cavidad de
la boca, así como las del tímpano. Pero fue inútil, gritaba como un
tonto para nada; así que me detuve e hice signos de desesperación
Curación de un mudo en el templo de Nelliappa 297

y arrepentimiento. Entonces se produjo una charla a los gritos


entre el Comité y yo, que concluyó en mi entrada al majestuoso
salón esculpido donde ahora se encuentra el Tribunal de Distrito.
Se colocó una fuerte guardia en la puerta de entrada, para admitir
solo a aquellos que sabían inglés, y desde el banco en el estrado
elevado, donde se imparte la justicia británica, pero también donde
anteriormente, el Soberano indo realizaba las audiencias; hablé por
más de una hora para una audiencia de unas 800 a 1000 personas,
incluidas las de más encumbrado nacimiento, posición e influencia,
así como para los más brillantes intelectuales*.
El día siguiente y el siguiente, mis servicios como sanador
tuvieron una gran demanda, y cada cura palpable agregaba emoción
al momento. Tuve que ponerme en manos del Comité y dejar
que ellos seleccionaran los pacientes a tratar; mientras afuera, la
multitud empujaba la puerta. El informe del Sr. V. Cooppoosawmy
Iyer al Theosophist dice que impuse las manos a veintisiete personas,
y que “las curas más notables fueron tres casos de sordera, un caso
difícil de reumatismo crónico de la columna vertebral que desde
hacía nueve años había desafiado la habilidad de los médicos y dos
casos de parálisis: uno del dedo medio de la mano izquierda y el
otro de toda la mano izquierda. En el último caso, la cura se realizó
en cinco minutos”. En resumen, un repertorio muy respetable de
“milagros”, suficientes, si hubieran sido explotados por un sacer-
dote emprendedor de cualquier religión, para ir más lejos y probar
a los extraños la posesión de una Comisión Divina especial: así de
tontos ignorantes son el público crédulo de cada país. Espero que
el lector inteligente haya llegado a ver mucho antes, que si los dos
Fundadores de la Sociedad Teosófica hubieran sido los tramposos
especulativos que a menudo se dice, podrían haber acumulado
inmensas sumas de dinero y haber sido adorados como personajes
sobrehumanos, en lugar de haber tenido ingresos tan escasos como
lo muestran los informes financieros anuales de la Sociedad. No
es que no hayamos tenido la oportunidad, porque si alguna vez
algún reformador religioso en India la tuvo, fuimos nosotros. En
esta época de fe reducida y de sacerdotes depravados, cuyo aspecto
animalizado a veces es suficiente para revolver el estómago, los fenó-

* En The Imperial Gazetteer of India, W. W. Hunter, describe el palacio, dice que es


“la reliquia más perfecta de la arquitectura secular en la Presidencia de Madrás”.
La estructura principal consta de dos partes, un patio abierto y un salón elevado.
El estilo es una mezcla de hindú y Sarraceno. El patio es de unos 100 m2, con
altos muros de ladrillo, formando largas galerías coronadas por cúpulas. Un lado
está constituido por una sala y su elevado techo abovedado se apoya sobre pilares
circulares de granito. (Olcott)
298 H ojas de un viejo diario

menos indiscutibles de HPB y mis curaciones, se apoderaron de la


imaginación popular de tal manera que los magnates, literalmente,
ponían sus bolsas de tesoros a nuestros pies, y fabulosas sumas se
nos ofrecieron para que mostrásemos nuestros diversos poderes*.
El hecho de haber rechazado todas esas ofertas con evidente since-
ridad es el secreto de gran parte de la leal amistad que nos mostró
toda India, desde el comienzo hasta ahora. Si alguna vez hubié-
semos aceptado un presente para nosotros, todo el público indo nos
habría abandonado en la crisis de los Coulomb, y habríamos sido
vistos como embaucadores religiosos; pero la verdad es que ni todos
los misioneros juntos de todas las sociedades del mundo, pueden
despojarnos de nuestro lugar en los corazones de los niños de India,
por más decaídos que hoy estén.
La cura de la parálisis de la mano tuvo una secuela divertida. El
paciente era de una buena familia Brahmánica, el hermano de un
licenciado y vakil (abogado defensor), que era impulsivo por natura-
leza y de poca fuerza moral. Él estaba cenando cuando el muchacho
regresó de mis habitaciones, su mano paralítica brillaba y ardía como
el fuego con la oleada de vitalidad restaurada circulando en ella. El
vakil, un escéptico religioso, con un concepto demasiado elevado de
sí mismo como para admitir que el alma es una realidad, ni bien
asimiló el hecho de la cura de su hermano por la mera imposi-
ción de mis manos, su escepticismo fue arrastrado como por una
inundación; dejó su comida sin terminar, vino corriendo hacia mí,
me agradeció extravagantemente por la cura, estuvo conmigo todo
el día, se convirtió en Miembro de la Sociedad, y cuando salí para
Negapatam y otros lugares, fue conmigo, a servir o luchar para mí,
lo que yo pidiese. Creo que ni se cambió de ropa, si no recuerdo
mal, simplemente llegó como estaba, como alguien que salta a un
bote que se aleja de un barco naufragado, sin pensar en comida,
agua o equipaje. Un celo tan ardiente como la hierba seca como este
no podía durar mucho; a pesar de sus votos de lealtad gritados a los
cuatro vientos, mi salvaje vakil ha demostrado ser uno de los amigos
más superficiales que he conocido en India, ha roto cincuenta veces
sus promesas y finalmente me hizo pagar de mi bolsillo un monto
bastante grande, para los materiales de una construcción que él
encargó mandar hacer por su cuenta en la sede, pero que nunca pagó.
Un tipo de personaje muy diferente fue el otro brahmín vakil que
me acompañó a Negapatam. Ha sido incondicional todo el tiempo,

* Un musulmán en Bengala una vez me ofreció ₹ 10 000 para que me apartarse


durante unas horas y curase la parálisis de su esposa, lo que, por supuesto no
hice, como podría haberlo hecho si hubiera sido un pobre, y ningún amigo suyo
me hubiese mencionado la palabra dinero. (Olcott)
Curación de un mudo en el templo de Nelliappa 299

es Fiduciario de la S. T. y ha sido elegido por mí como uno de los


ejecutores de mi propio Testamento. Tot homines, quot sententiæ*.
En Negapatam los hechos fueron muy parecidos a los de Madura.
Una gran multitud me recibió al llegar, me cubrió de flores, se
formó en procesión con una banda de músicos y me llevaron a un
bungaló decorado, donde respondí a los discursos, mantuve conver-
saciones en habitaciones llenas de gente con muchas preguntas,
formé una nueva Rama con 27 Miembros, di una conferencia ante
una audiencia educada (es decir, que sabía inglés) y una popular, a
través de intérpretes, la primera fue en mi bungaló, la segunda en
la pagoda ante 3000 personas. El 5 de agosto dormí en la estación
de ferrocarril para tomar un tren en la madrugada del día siguiente
hacia Tiruchirappalli, donde me esperaban más héroes: el termó-
metro marcaba más de 38 ºC en la sombra. ¡Realmente, una cálida
bienvenida!

*  Cuantos hombres, tantos pareceres. (N. del T.)


CAPÍTULO XXX
Milagros en el sur de India
1883

L
A popularidad, más allá de un cierto punto, es muy molesta,
como descubrí durante toda la Gira por el sur de India en
1883. Cuando, el 7 de agosto, llegué a la Municipalidad de
Tiruchirappalli, donde debía hablar, me resultó prácticamente
imposible llegar a la puerta; una gran multitud ocupó cada palmo
de los accesos y, en lugar de darme espacio, se apretujaban entre
sí para observar a su objeto de curiosidad momentánea, formando
una masa compacta de carne sudorosa. En vano, mi Comité suplicó,
regañó, gritó y empujó; me detuvieron. Entonces, hice lo más
natural, me subí al techo sólido de un carruaje de palanquines donde
todos pudieran verme. Si uno quiere manejar una multitud, nunca
debe emocionarse ni precipitarse; tiene que dar el impulso inicial
correcto y dejar que aumente gradualmente por sí mismo. Sabía
perfectamente que ni uno en doce, de los hombres allí presentes,
podía entender inglés o realmente sabía algo más sobre mí además
del hecho de que era amigo y defensor de su religión, y tenía una
forma de curar a los enfermos que la gente calificaba de milagrosa.
Así, pues, permaneciendo inmóvil hasta que me hubiesen visto
bastante, preparaba a la muchedumbre compacta para que se disgre-
gara. Al principio, comenzaron a gritar que se hiciera silencio, de
tal manera, que no se escuchaba ninguna voz; por lo tanto, guardé
silencio. Por fin se produjo un momento de calma, y como el sol me
quemaba la cabeza y tenía ganas de ponerme a cubierto, levanté los
brazos y los mantuve en el aire sin decir una palabra. Hay que saber
que el público es con frecuencia como un niño que llora y cuya
302 H ojas de un viejo diario

atención puede atraerse mostrándole un objeto brillante o nuevo.


Lo sabía y continué en silencio. Si hubiese comenzado a hablar,
cincuenta personas habrían comenzado en seguida a gritar a otras
cien para que se callaran, y sólo se hubiera oído los “shh” y “¡silencio!”
por todos lados. Pero viéndome perseverar en la misma actitud, e
intrigados por lo que iba a decir, pronto me permitieron decirles las
palabras necesarias por medio de mi intérprete, que había subido
a mi lado. Esto me recuerda un truco del fallecido Prof. James J.
Mapes ante una audiencia somnolienta en una de sus conferencias
públicas. Estudié Agricultura Científica con él hace cuarenta y tres
años, y él mismo me contó la historia de una manera increíble-
mente cómica. Al descubrir que su audiencia de cansados granjeros​​
se estaba quedando dormida en medio de su interesante discurso, se
volvió silenciosamente hacia el pizarrón detrás de él, lo limpió con
el borrador, lo miró como si meditara algún gran problema, dibujó
una gruesa línea vertical en el medio, dejó la tiza, se sacudió los
dedos, pensó un minuto, luego se volvió hacia la audiencia —que
ahora estaba completamente despierta y preguntándose de qué se
trataba— y continuó con su conferencia hasta el final. Nunca hizo
la más mínima referencia a esa línea perpendicular de tiza en el
pizarrón. ¡Los granjeros se mantuvieron despiertos creyendo que
lo haría!
Cuando, pacifiqué a la multitud exterior en Tiruchirappalli, me
escurrí a través de la otra multitud sofocante dentro del edificio en
un gran recinto trasero con mi audiencia siguiéndome, y allí di mi
conferencia sin interrupción; lo hice de espaldas a la pared de la
casa para que crear una caja de resonancia. Muchos fracasos se han
generado sobre un orador por descuidar esto: su voz perdida en la
multitud.
Las curaciones de los enfermos continuaban aquí diariamente,
como en cualquier otro lugar, y el 8 (agosto), según parece, traté
setenta casos con más o menos éxito. Por supuesto, nadie puede
predecir si alguna de estas curaciones, por efectiva que parezca en
el momento en que el paciente deja las manos del sanador, demos-
trará curas radicales o no: todo depende del estado actual de su
constitución. Sin embargo, hubo varios casos de curación aparente-
mente perfecta de la enfermedad.
Esa misma noche, me imaginé en una escena difícil de superar
por lo pintoresco e impresionante. Se daría una conferencia en una
de las grandes plazas del venerable Templo Vaishnava Srirangam,
conocido por todos los viajeros como la estructura religiosa más
grande de India. Comprende un santuario central rodeado de cinco
recintos, cada uno incluyendo el siguiente más pequeño, hasta que
Milagros en el sur de India 303

la pared del exterior tiene unos 800 metros de largo a cada lado.
Allí fue donde Ramanuja, Fundador de la escuela Visistadvaita de
Filosofía Brahmánica, elaboró su sistema en el siglo XI, y comenzó a
difundirlo por todo el sur de India. La conferencia debía darse en un
espacio libre, delante del salón de las Mil Columnas, que cubre un
área de 137 metros por 40 metros, y que no tiene más que un piso.
Mis lectores podrán juzgar el espectáculo que me esperaba cuando
giré el ángulo del recinto y me encontré frente al salón gigante y
la plaza abierta. Bajo el cielo sombrío sembrado de estrellas, una
multitud de indos, de rostros oscuros, túnica y turbantes blancos,
en número de unos 5000, cubrían el suelo y el borde del techo en
terraza del hall de las mil columnas. Muchos jóvenes habían subido
escalando los relieves tallados de la gopuram, o puerta de entrada a
la derecha, y se sentaron en la cornisa. Me habían construido una
pequeña plataforma de tablones, adornada con flores y vegetación
sobre el porche, al pie de la escalera que conducía a la terraza en
cuestión, y tuve que usar un poco de agilidad para llegar hasta ella.
Pero llegado a mi sitio, abarqué con mi vista la escena entera, y su
originalidad me impresionó profundamente. Aparte de las estrellas,
no había más alumbrado que el de las vacilantes antorchas soste-
nidas por peones a lo largo de las paredes, seis de ellos sobre mi
plataforma, dispuestos de modo que me alumbraban plenamente
sobre el fondo sombrío de la pirámide que tenía detrás. La muche-
dumbre silenciosa, semioculta en la sombra, con algún brahmín de
pie, aquí y allí, desnudo hasta la cintura, con el cordón sagrado atra-
vesando su piel bronceada como un reguero de leche, rompiendo la
uniformidad de la vista. Sobre la plataforma, a 3 metros por encima
de las cabezas, el orador, también de blanco, con su intérprete y
uno o dos de los miembros de la comisión, era el objeto de todas
las miradas; la brisa de la noche pasaba refrescante y la multitud
escuchaba en silencio el discurso sobre el hinduismo y la necesidad
de una educación religiosa para la juventud. Las aclamaciones por
largo tiempo contenidas, estallaron al final, los portadores agitaron
sus flambeaux [antorchas] y todo el mundo se puso de pie, al mismo
tiempo que los muchachos se deslizaban de su sitio sobre la gopuram.
Y yo, cubierto de guirnaldas, ahogado entre millares de pechos, me
habría un camino hasta el recinto exterior, donde aguardaba mi
carruaje. Como en todas partes, se formó una Rama de la S. T. y el
día siguiente marché a Tanjore, esta fue la capital de una de las más
grandes de las antiguas dinastías hindúes del sur de India, y en todo
tiempo siempre fue uno de los principales centros políticos, litera-
rios y religiosos del sur (Hunter, Gaz. Ind., xiii., p. 195). Es por cierto
una pena que la corriente de viajeros en India no atraviese el sur,
304 H ojas de un viejo diario

y que, saliendo de Bombay, después de haber visitado las ciudades


del norte que han conservado el arte de la conquista musulmana,
desemboquen en Calcuta o regresen a Bombay. El viajero que se
abandona en manos de los Sres. Cook, no ve casi nada de India de
las antiguas dinastías ni de los templos hindúes incomparables que
embellecen el sur de India. Es como visitar Escocia e Irlanda para
ver Gran Bretaña, ¡dejando a un lado Londres y otros centros del
desarrollo nacional inglés!
Al llegar a la estación de tren de Tanjore a las 5 a. m., encontré
una multitud que me esperaba. El tren echó vapor sobre el acom-
pañamiento de la banda de músicos, los notables del lugar me reci-
bieron con coronas florales, y en una mesa colocada en el andén me
sirvieron café. Luego escuché y respondí al discurso de cortesía habi-
tual. Me alojaron en la casa de viajeros y amablemente me dejaron
disfrutar de mi privacidad hasta la noche, cuando fui conducido por
la ciudad y llevado al magnífico templo que, como dice Fergusson,
es conocido en todo el mundo. Consiste en dos patios y la gran
plaza en la que se encuentra el santuario, una estructura que tiene
una base de dos pisos de altura, coronada por una pirámide que se
eleva trece pisos y está a 58 metros sobre el nivel del suelo, y se dice
que está construido de una sola piedra enorme.
Entre la puerta y el santuario se halla el colosal toro de Nandi, el
Vâhan de Shiva. Si mis recuerdos son exactos, aquel enorme animal
está esculpido en una único bloque de granito, y aunque está acos-
tado, mide hasta el lomo unos 3 o 3,6 metros de altura. Está bajo
un dosel de piedra sostenido por columnas cuadradas y talladas.
Para hablar, me coloqué sobre su pedestal, mientras la multitud se
sentó en cuclillas sobre las losas del patio. Justo frente a mí había
un enorme lingam de piedra, el emblema distintivo de la fuerza
generatriz de Shiva, y más lejos se levantaba la gran pirámide, de
la cual cada piso está decorado con figuras colosales en alto relieve.
Mientras el intérprete repetía mis frases, y en las pausas mientras
él hablaba, yo observaba a mi alrededor, y me sentía conmovido
por el romanticismo de semejante situación para un norteameri-
cano, representante de la civilización más febril del mundo, de pie
al lado de aquel Toro, rodeado por emblemas de la más antigua fe
del universo, dirigiéndose a sus fieles y comentando las verdades
contenidas en las venerables enseñanzas de sus sabios y rishis, casi
olvidadas.
Dice una leyenda supersticiosa que la gran pirámide no proyecta
sombra; puedo certificar que no tiene fundamento. Cuando la vi
por primera vez, a las 5 p. m., su sombra se extendía hasta la mitad
del patio. El brahmín a quien hice esa observación, me dijo que
Milagros en el sur de India 305

aquel rumor popular estaba basado en el hecho de que no proyecta


sombra al mediodía. Hubo otra conferencia en la Sala de Lectura
de la ciudad, y disfruté mucho la visita a la Biblioteca Sánscrita
de renombre mundial en el Palacio Real, que fue catalogada por
el Dr. Burnell, y se encontró que contenía unas 35 000 hojas de
palma y otros manuscritos y 7000 volúmenes encuadernados, entre
los primeros, muchos muy raros y valiosos. Antes de abandonar la
ciudad, traté a muchos pacientes e hice algunas curas interesantes.
Kumbakonam fue mi etapa siguiente —la “Oxford del sur de
India”— es un famoso centro de estudios, y los profesores indos de
su Universidad pueden compararse por su ciencia y dones intelec-
tuales con cualquiera de este país. Al mismo tiempo, su sesgo mental
es hacia el Materialismo, y en el momento de mi primera visita
ejercían una fuerte influencia antirreligiosa sobre los estudiantes
de pregrado e, indirectamente, sobre los niños de todas las escuelas.
Me habían avisado de esto por adelantado, así que cuando di una
conferencia en el Templo Sarangapani (Vaishnava), a una audiencia
de 2000 a 3000 personas, que llenó el Prakara (lado) oriental, y
que —según el informe del periódico contemporáneo— acogió a
“Vakils, profesores, maestros de escuela, mirasidars [terratenientes],
ryots [agricultores], comerciantes y niños de escuela”. Hablé sobre
Religión desde el punto de vista de la Ciencia. La conferencia del
día siguiente, en el mismo lugar, tuvo un carácter más popular y
trató en gran medida del deber de los padres hindúes para con sus
hijos. Los resultados prácticos de la visita y los discursos fueron —a
pesar de los escépticos profesores y maestros— la formación de la
conocida Rama local, la vuelta del interés público hacia los canales
religiosos hindúes y la recaudación de un hermoso fondo para una
biblioteca general local. Recordemos que este fue el año en que lo
que ahora se llama el Renacimiento hindú comenzó a extenderse
por toda India, cuando surgieron cuarenta y tres nuevas Ramas de
la sociedad, y cuando se rompió la columna vertebral del movi-
miento indo hacia el Materialismo. Y eso fue diez años antes de que
se reuniera el Parlamento de Religiones de Chicago.
Veo registrado entre las curas que realicé en Kumbakonam, otro
de esos maravillosos casos de sordera. El paciente era un abogado
de Negapatam, creo, que había venido con la posibilidad de conse-
guir que lo tratara. Con dificultad percibía los sonidos a un metro
de distancia; al cabo de media hora de tratamiento —hecho en la
galería de la casa de viajeros— le hice caminar alejándose de mí,
mientras yo continuaba hablándole con mi tono de voz habitual, e
indicándole que se detuviera en el momento en que no me oyese.
Hice que mi criado caminara a su lado, sosteniendo un extremo de
306 H ojas de un viejo diario

una cinta métrica de la cual yo sostenía el otro extremo. Cuando el


abogado se detuvo, la cinta indicaba que me había oído a 21 metros.
Para comprobarlo, sostuve a esa distancia una conversación con él
dándome la espalda a fin de estar seguro de que no se guiaba por el
movimiento de mis labios. No sé cómo siguió después el enfermo.
La recepción que me dieron en Mayaveram, mi próxima esta-
ción, fue entusiasta en un grado que no podía ser superado, junto
con las de Tinnevelly, Trichy y Guntur. Llegué allí a las 7:30 a. m.,
me recibieron con honores en la estación, me alojaron en la casa de
descanso decorada, recibí visitas todo el día y por la noche, después
del anochecer, me llevaron, en un palanquín abierto, en procesión
de antorchas al Templo Mayuranathasami para dar una conferencia.
El informe del periódico dice que la procesión fue encabezada por el
elefante del templo, camellos con campanas y una banda de músicos.
Siete mil personas se apiñaron en el edificio y —como me dijeron—
todos los hombres y mujeres de la ciudad, no limitados a estar
en cama, participaron en el desfile. De un informe técnico de las
curaciones, publicadas por el Sr. D. S. Amirthasamy Pillay, Boticario
Civil (un funcionario médico del gobierno), parece que se hicieron
algunas buenas. Incluyeron casos de paraplejia, sordera, neuralgia y
epilepsia. En esta estación, Damodar llegó de Madrás por asuntos de
la Sociedad y me trajo un nuevo voluntario para que actuara como
mi Secretario Privado, a saber, el Sr. T. Vijiaraghava Charlu, ahora
conocido desde hace muchos años como Director de The Theosophist.
Había renunciado a su nombramiento en el Departamento de Correos
para trabajar con nosotros, y lo ha hecho con la mayor fidelidad
desde entonces. Al carecer de modales suaves, por la cual más de un
compañero sin méritos entre nuestros asociados ha ganado una gran
popularidad temporal, se ha apegado a su trabajo con la severa perse-
verancia de un antiguo Covenanter*, y es muy apreciado por aquellos
que lo conocen más íntimamente.
Después de formada la Rama, fui a Cuddalore, donde se repitió
lo mismo. Mi primera conferencia fue en inglés, la segunda en el
templo de Pataleswaraswami, y reunió a miles al disponer de los
servicios de un intérprete. Aquí se me hizo un cumplido inusual,
como se desprende del informe publicado del Sr. A. Rama Row. Él
dice:

*  Los Covenanters o Covenants eran los integrantes de un movimiento religioso


nacido en el seno del presbiterianismo en la historia de Escocia y, de manera
menos influyente, en las de Inglaterra e Irlanda del siglo XVII. Su nombre deriva
de la palabra escocesa covenant para “promesa solemne”. (N. del E.)
Milagros en el sur de India 307

Tan pronto como llegó allí, fue llevado en procesión, seguido


por una gran multitud, con música hindú y banderas ondeando.
Fue llevado alrededor del templo, dentro del recinto, cuya
función, según la creencia religiosa hindú, es realizar el sagrado
pradakshana —una ceremonia que hasta ahora solo se le permitía
realizar a un hindú—. Luego fue llevado a la entrada del templo,
cerca de la imagen de Nandi (el toro sagrado de Shiva). La cere-
monia de Arati fue realizada por el Sumo Sacerdote, se le ofreció
al Coronel un candente alcanfor y una guirnalda de flores le fue
colocada alrededor de su cuello. Luego subió a la plataforma. Todo
el templo estaba lleno hasta la sofocación.

Lo que hace que este acto de respeto y amor sea más significa-
tivo, es que no solo era un hombre blanco sino también un budista
declarado, lo que, sin embargo, no impidió que me aceptasen como
el director general de una Sociedad que no está comprometida
con ninguna religión en particular, sino que es amiga de todas por
igual, y que trabajaba tan fielmente con los indos para promover
el hinduismo como lo había sido con los budistas cingaleses para
revivir el budismo. Me tomaron como amigo de su Madre India,
por lo tanto, como su hermano del alma. Y como tal lo acepté.
Una visita a Chingleput terminó esta parte de la gira del año, y
fui a Ootacamund para reunirme con mi querida colega HPB, en
el acogedor hogar del Mayor-General y la Sra. Morgan. El ferroca-
rril termina en Metapaliyam, al pie de las Montañas de Nilgiri, y
el viajero continúa su camino en la montaña, por la carretera de
ripio, en un tonga arrastrado por un caballo o bien en diligencia de
dos ruedas arrastrada al galope por una pareja de ponis. El viaje es
simplemente encantador, pasando por bosques, prados de flores y
enjambres de hermosas mariposas pintadas, el aire se vuelve cada
vez más frío, hasta que a mitad de camino uno está obligado a dete-
nerse en la casa de descanso y cambiarse el traje tropical ligero por
uno de lana gruesa o incluso ponerse un abrigo. En casi todos los
rincones del camino sinuoso se presentan espléndidos panoramas
de paisajes, y por fin se llega a Ootacamund, un encantador pueblo
de casas pintorescas, que se extiende sobre las laderas de las colinas
adyacentes cubiertas de hierba y bosques, los caminos bordeados
de rosas, los recintos alegres con lirios, verbenas, heliotropos y
otras “sonrisas florales de Dios”. En el inicio de la calle Coonnoor,
HPB me recibió acompañada de nuestra querida Sra. Morgan, la
Sra. Batchelor y algunos de sus familiares, estando el General
temporalmente ausente de su casa. Mi vieja “compinche” parecía
realmente contenta de verme y continuó con su afectuosa manera
308 H ojas de un viejo diario

como alguien que reencuentra a un pariente ausente por bastante


tiempo. Ella se veía bien; el aire de montaña, como si fuese cham-
pagne, hizo que su sangre saltara a través de su cuerpo, y estaba muy
animada por las cortesías que le mostraban algunos altos funciona-
rios y sus familias. Esa misma noche, descargó parte de su emoción,
¡manteniéndome despierto hasta las 2 a. m. para leer pruebas y
corregir sus manuscritos! Qué ser tan divertido era cuando estaba
de buen humor; podría hacer que una habitación llena de gente
pendiese de sus labios mientras ella contaba historias de sus viajes
y aventuras en busca de Magos y Hechiceros; ¡y cómo la audiencia
asombrada abría los ojos cuando ella, de vez en cuando, tocaba una
campana astral, o producía algunos golpes, o hacía algún otro fenó-
meno menor! Y luego, cuando todos se habían marchado y nosotros
dos estábamos trabajando en nuestros escritorios, ¡cómo solía reírse
de la sorpresa de ellos y de sus intentos, a menudo sin sentido, de
explicar los hechos notables que, hasta ese momento, nunca habían
experimentado! Ella aborrecía al típico ignorante, con alto concepto
de sí mismo, que en sociedad, daba explicaciones infantiles de fenó-
menos psíquicos y trataba de mostrar su inteligencia a costa de
ella, entonces solía agarrarlo y, metafóricamente hablando, aplas-
tarlo con ira feroz. ¡Y cómo odiaba a la engreída matrona que, sin
estar calificada para emitir opinión alguna sobre estos temas tan
elevados, y sin ser bendecida con la caridad cristiana (!), la conside-
raba un horror que no debe ser mencionado en círculos respetables!
Escucharla hablar sobre ellos, era mejor que una obra de teatro. Ella
solía decir que las mujeres rusas, austriacas y francesas podrían ser
muy malas en su conducta, pero eran mucho más honestas que las
mujeres británicas y estadounidenses de similar posición social, ya
que hacían sus travesuras a los ojos del mundo entero, mientras
que las otras hacían sus cosas igualmente malas, puertas adentro y
en escondites de todo tipo. Sin lugar a dudas, sus maneras rudas,
sus audaces excentricidades, su blasfemias y otras peculiaridades,
fueron simplemente su apasionada protesta contra lo vergonzoso e
hipócrita de la sociedad. Una mujer bonita, con su cerebro, nunca
hubiera soñado con que se hablase tanto de ella; al ser lo contrario
en belleza, tanto en la cara como en la forma, instintivamente se
permitió salpicar todo a su alrededor, como alguien que no tiene
admiradores que perder, de ahí que no había razón para moderar
sus sentimientos. Entiéndase que hablo aquí de la mujer y no del
sabio.
Ella y nuestros amigos estaban organizando que yo diera dos
conferencias públicas, para presentar nuestras ideas ante la comu-
nidad europea que residía en la región de nuestra Presidencia de
Milagros en el sur de India 309

Madrás, y algunos de los principales funcionarios se interesaron


amablemente en el asunto. Como preliminar necesario, tuve que
recurrir a ellos y a sus familias, y los siguientes dos o tres días
fueron dedicados a eso y como tarea extra, nuestro arduo trabajo
de escritorio conjunto continuó y sólo era interrumpido de vez en
cuando por su brillante charla y sus frecuentes gruñidos debidos al
frío y ciertamente justificados, ya que el mercurio marcaba unos
5 ºC más de frío de lo que sentimos en las llanuras. Las casas eran
calentadas por fogones de leña abiertos y al soplar las ráfagas de
vientos en las chimeneas de garganta abierta, llenaban las habi-
taciones de humo y cubrían con cenizas finas los manuscritos y
libros. HPB escribía vestida con un abrigo de piel, un chal de lana
en la cabeza y los pies envueltos en una manta de viaje; una vista
divertida. Parte de su trabajo fue escribir el dictado, de su maestro
invisible, de las “Respuestas a un MST inglés”, que contenía entre
otras cosas, la profecía ahora citada a menudo de las cosas terri-
bles y muchos cataclismos que ocurrirían en el futuro cercano,
cuando el ciclo estuviera próximo a concluir. Para alguien que
estaba familiarizado con sus formas, era completamente evidente
que ella estaba recibiendo el dictado. Di mi primera conferencia en
la Escuela Breeks Memorial, a un público completo, a pesar de la
lluvia torrencial. Se intentó el sistema que había sido adoptado en
Bombay por el reverendo Joseph Cook, el de tener en la puerta una
canasta, con trozos de papel y un lápiz para la audiencia, al entrar
uno podía escribir los temas que se desarrollarían en la conferencia.
Las notas de papel fueron leídas posteriormente por el Presidente,
el mayor-general Morgan, y el tema “Ciencia Oculta” fue votado
casi por unanimidad, así fue que procedí a desarrollarlo. Al final
de una hora, quería parar, pero al pedírseme que continuara lo hice
durante otra media hora. La segunda conferencia fue igualmente un
éxito. Para “mantener a raya a la chusma”, como se decía, se cobró
por la admisión, y el dinero recaudado, lo envié con una amable
carta al Tesorero del Hospital local. Era un oficial militar mezquino
y prejuicioso que en realidad se negó al principio a aceptar el regalo
por ser “dinero del diablo” ¡Él nos consideraba a HPB y a mí emisa-
rios del Rey del Infierno! Por supuesto, se convirtió en el hazme-
rreír de la parte sensata de la comunidad, y sus colegas en la Junta
del Hospital lo obligaron a reconsiderar su estúpida decisión. El
Excmo. Sr. Carmichael, un Secretario de gobierno, hizo algo valiente
al invitarnos a cenar para conocer a sus colegas principales, al día
siguiente de la aparición de un artículo malicioso en el diario prin-
cipal de Madrás, que insinuaba nuestra calidad de agentes políticos:
esto fue intencionado y declarado como su protesta personal contra
310 H ojas de un viejo diario

tal injusticia. Como imaginarán, estábamos muy agradecidos con él,


pueden creerlo; esta repetición de la calumnia rancia e infundada
me hizo dirigir una protesta oficial al Gobierno de Madrás, sobre
ciertas ruindades y pequeñas molestias que hacían sufrir a nuestros
asociados indos, en los Distritos, por ser Miembros de la Sociedad, a
manos de sus funcionarios superiores. Envié copias de la correspon-
dencia entre el Gobierno de India y yo, así como su fallo a nuestro
favor, y solicité protección al Gobierno de Madrás. El asunto circuló
entre el Gobernador y los Miembros del Consejo, y, en la reunión
del Consejo del 12 de septiembre, se nos garantizó oficialmente la
protección total, siempre que no infringiéramos ninguna ley, y nos
abstuviéramos de entrometernos en cosas fuera de nuestro campo
de actividad declarado. Esto era todo lo que necesitábamos para
aliviarnos de la molestia, y desde entonces no hemos sido moles-
tados de ninguna manera.

fin del tomo ii

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